Mariel, la lluvia y ningún tren, de David Rojas

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David Rojas / Mariel, la lluvia y ningĂşn tren

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David Rojas / Mariel, la lluvia y ningĂşn tren

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David Rojas / Mariel, la lluvia y ningĂşn tren

Imagen de portada: Dancing in the rain, por Nur Hussein Mariel, la lluvia y ningún tren Š2011 David Rojas damebola editores La obra se distribuye bajo licencia Creative Commons 2.5

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La estación Liniers hacia el lado que da a Capital huele a orín y cerveza, por lo que es un lugar ideal para esperar el tren en hora pico; se entiende, no toda la gente opta por pararse allí esperando. Yo no esperaba el tren en hora pico, pero igualmente los trenes venían llenos. La lluvia había inundado las vías, decían, y todas las formaciones circulaban con demoras. Pasaban las diez de la noche y yo no podía viajar ni colgado; encima no tenía monedas para tomar el 136 y nadie me iba a querer cambiar mis únicos 100 pesos. De tomar un taxi ni hablar, es un gasto que va contra mi precaria economía. Todo esto lo comento para empezar a contar como me volví a encontrar con Mariel. Mariel apareció sobre el anden, totalmente pasada de agua. Su sobretodo no le había servido para nada, su paragüas estaba todo deshilachado; a causa del intenso calor -estamos hablando de una lluvia de verano, de esas que caen con toda la bronca y levantan el calor y llenan de humedad la ciudad- Mariel llevaba su abrigo abierto, y se veía su remera mojada, pegada al cuerpo, transparentando un corpiño armado blanco. El cabello le caía en finas hebras sobre su rostro, por eso al

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comienzo no la reconocí. Ella tampoco me reconoció; sino, no me hubiera elegido para preguntarme por la demora del tren. Dos horas, le contesté. Entonces se dio cuenta de quien era yo y abriendo los ojos y dejando una frase a medio decir se me quedó mirando. Yo tampoco supe que decir: creía conocerla de sobra y cualquier palabra mia podía ofenderla. Es que, seamos claros, yo siempre había sido una porquería con ella, y ella, en algún momento, se dio cuenta, aunque nunca supo exactamente por qué. Sospechaba, tal como dijo cuando me cortó, que bajo mi charlatanería escondía un montón de mentiras, por lo me aseguró que nunca más quería escucharme en toda su vida. La lluvia se largó aún más fuerte y si bien estabamos bajo techo, se puso el viento de frente a nosotros y empezó a empaparnos. Mariel ni se inmutó. Yo tenía ganas de retroceder hasta un lugar en el que no me mojara, pero sentía que si daba un paso me alejaría de Mariel y tanto tiempo había esperado un encuentro que no quería que nada lo interrumpiera. Tal vez ella me preguntara algo; tal vez ella se decidiera a esperar el próximo tren conmigo. Tal vez pudieramos viajar juntos y después encontrara yo un buen motivo para invitarme a su casa. El próximo tren nunca llegó. Pasó media hora y

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avisaron por los altoparlantes que el servicio quedaba suspendido. – ¿Tenés monedas? – Ni una. – Es para el teléfono público. – No tengo ni una, Mariel. Sino me hubiera vuelto en colectivo. Si querés te presto el celular. Mariel sopezó mi oferta y aceptó. Tomó el teléfono, y dio media vuelta, tratando de ocultarme su conversación. Pero yo escuché todo, porque Mariel siempre habló fuerte, acostumbrada a hablar en público como estaba. Saludó a un tal Oscar y le dijo que no podía volver, que todo el centro estaba inundado. Que iba a buscar un bar y pasar la noche allí. Luego cortó, se volvió a mí, me miró y creo que se dio cuenta de que yo había escuchado todo lo hablado. Me devolvió el teléfono y me preguntó qué iba a hacer. – Está todo inundado. Pensaba ir a tomar un café. Tengo que terminar de leer una novela. – Siempre leíste rápido. Una novela te la leés en una noche. – Esta es medio pesada. Hay que leerla y releerla. – Si querés te invito con un café. Salimos de la estación por el puente peatonal. Cruzamos Rivadavia con el agua por las rodillas y

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entramos a un bar inundado. El mozo, con botas de goma y los pantalones remangados, nos dijo que estaba cerrado. – Mirá, estamos cagados de frio; solo queremos un café. Entre mojarnos parados y mojarnos sentados, preferimos descansar un ratito. Mi argumento convenció al mozo; nos acercamos a una mesa, sacamos las sillas que estaban apoyadas sobre la ella y las hundimos en el agua. Nos sentamos. El agua se movia y nos salpicaba la cintura. – Esto es ridículo. Para mojarme toda mejor me iba a casa. – La idea del café fue tuya, Mariel. ¿Qué hiciste todo este tiempo? Mariel hizo una mueca, abrió la cartera, sacó un cigarrillo y me convidó. Luego protestó: – Sabía que en algún momento ibamos a tener que hablar sobre eso. – Si no querés la careteamos. – No, ya fue. Total, en algún momento tenías que saberlo. – Si querés empiezo yo. Pero no vas a encontrar muchas diferencias con el René de antes. – Dale. – ¿Querés escuchar generalidades o detalles? – Generalidades.

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Sigo viviendo donde siempre, laburando donde siempre. Mariquita tuvo familia. Tres cachorritos. Son del perro del vecino. ¿Vos? – Yo me casé, tengo una nena, Micaela, y tenías razón con el tema de la hipoteca. Pero Oscar la paga religiosamente. – Me alegro. – No te alegras: me deseaste lo peor cuando te dejé. – Sí, pero uno siempre dice cosas desubicadas cuando lo dejan. Vos me dijiste cosas desubicadas para dejarme. – Nunca te engañé. – Yo tampoco. Así como comenzó la conversación se había vuelto incómoda; cuando Mariel me dijo de su casamiento y de su hijo mi garganta se había cerrado y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener la naturalidad. Por suerte apareció el mozo para cortar con la situación: – Chicos, acá no se puede fumar. Nos empezamos a reir y bajamos un poco la guardia. Yo aproveché y la tomé de la mano, excusandome en qué quería ver el anillo. – Che, pero este anillo es de oro posta. El tipo es cogotudo. ¿No era que te gustaban los rastas? – Los rastas, no las ratas. –

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¿Y tiene rastas? – No. Se está quedando pelado. – ¿Cómo yo? – No tanto. Mirá que me cansé de decirte que te cortaras el pelo. Pero vos y tu rebeldía te dejaron calvo. El mozo esta vez interrumpió y nos avisó que iban a cerrar. Salimos afuera, el chaparrón no dejaba de caer. Volvimos a cruzar Rivadavia y nos sentamos en las escaleras del puente peatonal. En silencio, mirabamos bajar la basura a lo largo de la avenida. Mi celular empezó a sonar. Atendí: un hombre, con voz confundida, preguntó por Mariel. Le pasé el aparato y ella comenzó a explicar que le habían prestado el teléfono; que estaba conversando con el hombre que se lo había prestado porque estaban los dos en la estación y no había nada que hacer. Luego, se enmudeció. Se podían escuchar los gritos del tipo. Mariel, irritada, se paró y arrojó mi teléfono al agua. No atiné a nada: sin sorprenderme, la abracé y la volví a sentar. Ella era impulsiva y eso no lo iba a cambiar nunca. – En ese teléfono tenía un montón de teléfonos importantes. – Perdona... Te compro otro. Lo que pasa es que Oscar vio que en el registro de llamadas ponía tu –

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nombre. – ¿O sea que nunca cambiaste el número? – Lo que pasa es que nunca me mudé. Mariel, en un ataque de sinceridad, me empezó a contar que su relación era un fracaso; que seguía alquilando, que Oscar no laburaba, que se la pasaba todo el día escribiendo y no quería tener hijos. – ¿Y Micaela? – Lo dije a propósito, si teníamos una hija vos querías que se llamara así. – Sí, pero... ¿Por qué? – Es que te mentí por todo lo que vos me mentiste, René. Me hiciste sufrir mucho. – Nunca te engañé. – No lo sé. Claro que había engañado a Mariel. Con tres chicas a lo largo de tres años. Pero eso no se lo iba a decir. Desde hacía un buen rato, Mariel estaba callada. Le pregunté qué quería hacer. Mariel siguió en silencio. Me incomodaba. Quería abrazar a Mariel, decirle que me perdonara, que siempre había sido un loquito, pero que necesitaba una oportunidad para mostrarme que podía ser tan buen tipo como buena mina era ella. Ahora estabamos sentados en uno de los bancos de la estación, la lluvia no aflojaba, la inundación menos y

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encima empecé a estornudar. Miré a mi alrededor. Desde el anden, a algunas cuadras, se veía un edificio sobresalir con un gran cartel luminoso que ponía “HOTEL”. Con mucho recaudo, le propuse que salieramos en busca de un lugar para pasar la noche, que no podíamos estar a la interperie. Llegamos al hotelucho con el agua a la cintura; en la puerta, una señora luchaba en vano con un tabique de madera improvisado, mientras vaciaba vanamente baldes con agua hacia la vereda. Le preguntamos si había habitación, nos dijo que quedaba una arriba; le pagué por un pernocte y caminamos hacia el cuarto. Mariel se desnudó; yo miré sus pechos, comprobé que los lunares estaban en los mismos lugares que yo recordaba y actualicé los recuerdos sobre su cuerpo. Encendí el ventilador de techo, puse mi ropa a secar junto a la de ella. Mariel entró al baño a darse una ducha para sacarse el olor a alcantarilla que ambos teníamos pegado; yo me quedé esperando mi turno. Media hora después salió de la ducha, envuelta en una toalla. – Sale fría. Me bañé con esmero. El agua estaba congelada pero yo tenía mucho calor y me venía bien para sacarme todo el pegote. Salí desnudo, mostrando mi sexo,

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tratando de provocarla, mientras usaba la toalla para secarme el cabello. Mariel estaba debajo de las frazadas, tapada hasta el cogote. – ¿Te molesta que me acueste así? – Sí, pero dale. Me metí a su lado, dejando un espacio entre ambos. A pesar de eso, podía sentir la frescura de su cuerpo. Presentir la suavidad de su piel. Su nerviosismo. Su excitación. Me moví y pasando un brazo por debajo de su cuello comencé a besarla, acariciarla, a bajar mis manos. Mis labios también empezaron a bajar. Y justo cuando iba a tomar su entrepierna en mi boca, Mariel me tiró de las orejas. – René, mirame a los ojos. No, a los ojos. – Pero Mariel, vos sabés... – Mirame. Escuchame. Vos sos como la lluvia. Sos algo hermoso, pero luego te vas a ir y dejar toda la suciedad. Por la mañana desayunamos y luego cada uno se fue por su lado, chapoteando charcos por la ciudad. Mariel, la lluvia y ningún tren 11 de Diciembre de 2010

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