Yo temía a los hermanos

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Yo temĂ­a a los hermanos Dara Scully


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Yo temía a los hermanos. A la hermosa niña blanca acariciada por el viento. También a los pequeños, aquella risa suya desmedida, aquellos dientes grandes devorando el pan con confitura. Temía en un silencio contenido, al fondo de la plaza, furtiva los seguía con la vista por las calles. Ellos se agitaban, cazaban tiernas mariposas que prendían del cabello de la niña, aquella que sin duda los guiaba. No notaban mi presencia. A veces me sentaba en la placita y la lana del vestido me picaba. Llevaba aquel vestido de los muertos, la tela oscurecida por el paso de los años, y los niños me miraban como a lo que siempre permanece, como a la tierra o a los árboles, con un movimiento desvaído de los ojos. Entonces el picor se acrecentaba. Me hacía costra y la arrancaba, y el olor llamaba al cuervo que se alzaba sobre el pueblo. Luego la escondía en el jardín y allí rezaba arrodillada una oración por los difuntos. Por los muertos y los niños, por aquellos que me hacían temerosa. Su belleza sacudía los postigos de las casas. Salían las mujeres a mirarlos, salían sin saberlo a contemplar el trote de sus piernas, aquel suave caminar de los zapatos y la carne, de los pies sin huellas de la niña. En el pueblo se decían cosas de los padres. Cosas de los hijos, ciertos hechos impensables. Que los pájaros caían a su paso. Que la leche se secaba en los pechos de las madres cuando ellos las miraban. Que nacían silenciosos y así se mantenían, sacudidos sólo por la risa y el murmullo incomprensible de sus pasos. En la escuela se alejaban de los otros.


Se sentaban todos juntos, confundidas las cabezas y las manos. El mayor acariciaba a la mediana. Su mano se posaba sobre el brazo, los dedos pellizcaban la blancura de la carne. Ella entonces pellizcaba al más pequeño de los niños. Con las uñas lo marcaba suavemente, se mordía la punta de la lengua. Después reía y lo soltaba, y el niño se encogía en su sillita. También la hermosa participaba de estos juegos. Era la segunda de los hijos, más alta que el mayor y la mediana, más pálida y delgada. Los pechos incipientes le asomaban bajo la tela del vestido. Supe luego que los vendaba fuertemente, aquellos senos apenas florecidos, aquel esbozo de la pérdida. Lo supe como a mí llegaron tantas otras cosas, cuando ya era tarde para salvarla. Sus hermanos la adoraban. La cubrían de flores y caricias, cortaban para ella largos ramos que luego se olvidaban en la plaza. Yo los recogía, sentía su tibieza en la palma de la mano. Los prendía de mi pecho y allí permanecían hasta que los pétalos se ajaban. Después los apilaban en el desván junto a los otros, y atenta vigilaba el ruido de la rata sobre el piso, el paso veloz de la polilla de la noche. La madre murió poco antes del otoño. Cayó presa de la fiebre, convulsiones la agitaban en el patio y en la iglesia, tuvieron que atarla con correas a la cama. La enterraron en el pequeño cementerio, bajo un sol abrasador que secaba nuestras lágrimas. Los hermanos no lloraron. Al terminar bebieron leche con azúcar, las matronas se encargaron de cuidarlos. Pusieron al pequeño en alguna de las camas y abrieron todas las ventanas, esparciendo con el viento el hedor de la difunta, aquel olor un poco dulce de los cuerpos que se pierden. Después vinieron los insectos. Pálidas polillas cayeron de los cielos, sus alas crujían bajo las suelas de las botas.


Pronto todo el pueblo fue cubierto por sus cuerpos. Flotaban en los cubos de la leche y en las charcas, los animales las comían y enfermaban. Los hombres señalaron el hogar de los hermanos. Apuntaron al padre y a los niños, que de negro riguroso se sentaban en la plaza y jugaban a sus juegos. Los miraban en la iglesia, se decía que de noche se escapaban a los bosques y allí conjuraban a los muertos, aullando como bestias diminutas. Yo permanecía encerrada en el silencio. Regresaron a la escuela y también los niños señalaron, pintaron cruces negras en sus sillas de madera. Ellos parecían divertirse. Apresaban al insecto con los dedos, dejaban que agitara sus alitas temblorosas y después lo remataban, golpeando la cabeza con una piedra lisa. El mayor se lo entregaba entonces a la niña, que lo envolvía en un pañuelo y lo guardaba entre los pliegues de la falda. Con las primeras nieblas dejó el cielo de agitarse. Perecieron las polillas, la leche se volvió de nuevo clara en el fondo de los cubos. Los hombres olvidaron como tantas otras veces, se olvidaron de la muerte y de los niños, que callados los miraban en las calles. Yo empecé a nombrar a la muchacha por las noches. Las dos sílabas seguidas, aquella claridad de las vocales. La soñaba largamente, a mí venía desvelada, cubierto el cuerpecito por el camisón de hilo blanco, el mismo camisón bordado de la madre. Después me despertaba acongojada. El rostro me seguía a la vigilia, llegaba a reflejarse en el espejo de la sala, apenas un atisbo de los ojos y los labios. Temía la salida de la casa, un encuentro fortuito en la arboleda o en la plaza. Pero pronto aquel temor se disipaba. Volvía a mí el silencio de los días y serena regresaba a mis quehaceres, al enfermo y a las flores junto al lecho. El invierno oscureció el cabello de los niños. Aquel cabello crespo del mayor y los pequeños que en las niñas


descansaba dócil sobre los hombros. Yo lo recibí como un presagio del desastre. Las hermanas se hacían trenzas que ondeaban suavemente, se ataban cintas blancas que perdían por los campos. Paseaban de la mano por la plaza con una gravedad desconocida. Yo encontraba en los vestidos una suerte de certeza, en aquella tela negra que cubría la blancura de la carne. También en los muchachos se atisbaba, esa cierta seriedad de los adultos, en los ojos y en los gestos en la escuela. Sus risas se apagaron ese invierno. La nieve perfilaba las montañas y los valles, el pueblo adormecido se olvidaba de los juegos. En la escuela los pequeños aprendieron las palabras, de sus bocas se escuchaba el invierno o la pureza, escribían grandes letras en aquella pizarrita centenaria. Amaestraron aves diminutas que portaban papelitos en sus patas. Sorteaban el invierno a su manera, el luto por la madre no llorada, y yo los observaba en el silencio, el ojo que lo ve y lo sabe todo. Este ojo mío, me decía, que tiembla con la caída de los copos, con esta palidez que cubre el pueblo y sacude las caritas de los niños. Esta seriedad de mi muchacha, que oculta el pecho porque teme que la olviden sus hermanos. La oí llorar una mañana. Se cubría el rostro con las manos, emergía toda ella de la negrura del vestido. Yo llevaba una vela entre las manos. Me detuve a contemplarla como quien observa al animal en la espesura, aquel sacudirse de los hombros y la espalda, el tibio resplandor de los dolientes. Pensé en llamarla por su nombre. Decirle niña mía, qué te hiere a ti que eres hermosa y adorada. Pero el silencio me apretaba la garganta. Aquel temor de sorprenderla, de que huyera como el corzo entre las sombras y no quedara nada tras su paso. Aquel invierno se alargó en nuestra memoria. Los árboles crujían bajo el peso de la nieve, bajaron lobos de los montes hasta el pueblo. Los hombres abatían a las bestias


que caían como un fardo en los caminos, cubriendo con su sangre la tierra negra endurecida por el frío. En la iglesia las mujeres murmuraban sus plegarias, de nuevo aquel miedo las cubría, el miedo de los seres de los campos. Temían que la nieve se comiera la simiente de la tierra, que trajera la desgracia como tantas otras veces. Apretaban los rosarios con sus dedos afilados y de las bocas emergía el ruego del que sufre. Aquel sonido me enfermaba. Salía de la casa y lo encontraba por las calles, me golpeaba como un puño en el mercado. Yo entendía la pureza. Entendía la blancura de la nieve sobre el campo, la escarcha que cubría al animal abandonado en el camino. También la niña la entendía. Comía nieve con los otros, los dientes se fundían con el blanco y las lenguas relucían, hacía del invierno un santuario. Que no florezca, suplicaba, que no florezca el vientre ni los campos, que sea niña eternamente. Fue el hermano el primero en sospecharlo. El padre la miraba con los ojos extraviados, le pedía que sirviera el vino a los mayores. A veces la sentaba en sus rodillas y la acariciaba largo rato, aquel cabello negro de la madre, las mejillas que perdían su tibieza. Le pedía que le hablara por las noches, le decía que su voz lo confortaba. Entonces cayó presa de la fiebre y de la voz tan sólo se mantuvo un fino hilo. Un suave gorjear de pajarillo que flotaba por la escuela y que los niños atrapaban con los dedos. Empezó a escribir en un cuaderno, hileras de pequeñas letras negras como insectos atrapados le servían para hablar con sus hermanos. Inventaron para ella un idioma de caricias, la mediana le peinaba los cabellos y besaba su cabeza, cubría con su aliento la blancura de las manos. También yo la acariciaba a mi manera. En el cuarto del enfermo acudía a mi memoria, en las friegas era ella quien lloraba suavemente. La mecía hasta dormirla y mi pecho seco despertaba, este pecho oscuro y agrietado. Niña mía, me decía, y el enfermo me miraba con sus ojos acerados, me miraba


y se reía hasta que la tos cortaba en dos la sacudida. Entonces yo me levantaba y le besaba suavemente, sentía su sabor sobre mis labios. En marzo regresó la primavera. Un breve despertar cubrió los campos y las casas, salieron los primeros animales del letargo. Los niños mantuvieron aquel negro riguroso de la muerte. Los tobillos de la niña asomaban por debajo del vestido, el suave balanceo de la falda exhibía su blancura. Había crecido un palmo aquel invierno y ya casi me alcanzaba. Una mujercita, decían en el pueblo, una mujercita de pecho liso amordazado. El padre escuchaba silencioso. Le hería el nudo en la garganta de su hija, aquella oscura seriedad de los hermanos. Compró hermosos vestidos para ella y habló de bailes y meriendas, queriendo separarla de los otros. Pero los niños se encerraron en sus juegos. Cortaron largas cintas que anudaban sus muñecas, el hilo los unía de manera irremediable. En la escuela se negaron a soltarse. El pequeño descansaba la cabeza en el regazo de un hermano y la mediana dibujaba en su cuaderno alas blancas de paloma. Después no regresaban a la casa. Permanecían en el campo, reposando como cuervos en la hierba, hablando en un lenguaje vagamente conocido. Dejaban que la noche los cubriera y sólo entonces regresaban, sólo entonces se soltaban de los lazos. La encontraron en el bosque una mañana. Diminutos animales la velaban, aves de suavísimo plumón descansaban sobre el pecho de la niña. Un silencio estremecido se extendía entre los árboles, cubriendo con su velo las voces de los hombres. Yo lloré su adiós desde la casa. Vi al mayor cargar el cuerpecito, a la mediana que serena la peinaba. Los pequeños le prendieron mariposas en el pelo, el fino polvo de las alas se pegaba a sus mejillas y a los párpados. No dejaron que el padre se acercara. Tampoco a los hombres que miraban. Sólo las mujeres entraron en la casa, yo


que la lloraba silenciosa, este llanto propio de la hembra, esta herida abierta que aún me sangra. La toqué cuando se fueron. Toqué el vientre y ese pecho resurgido, y en la casa se escuchó el gemido del enfermo. Padre que me quieres, pronuncié, hoy me desprendo de tu carne.



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