disturbio

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Carta de Elías Martínez encontrada por su esposa Elizabeth el primero de abril de 1970 sobre la mesa del comedor de su casa en Bogotá. Eli: Cuida bien de Manuel. No me llevo mucho, apenas mi ropa y una foto de ti y del niño. Estos tres años contigo fueron buenos, tal vez no los mejores, pero aprendí algo: no estoy preparado para el matrimonio. Aún eres joven y puedes rehacer tu vida. Manuelito necesita un mejor padre, alguien que le pueda brindar cariño y seguridad económica, no un don nadie. Por favor, dale la mejor educación. Perdóname. Elías. A la clase de crítica literaria, cosa rara, la mayoría de estudiantes de sexto semestre llegó puntual. El curso lo conformaban primero, los intelectuales. Así llamados por sus posturas racionales frente a la cultura, porque los hombres usaban barba a lo Che Guevara o pelo largo al estilo Andrés Caicedo, o fumaban Pielroja como periodistas ochenteros o calzaban gafas de falso carey. Sólo había una mujer intelectual, pero como era gorda y fea (las muy feas que me perdonen) no la incluían entre ellos. Las más bellas y sofisticadas (la belleza es fundamental) eran sólo las mujeres de los intelectuales. En segundo lugar, estaban los vagos. 11


Se destacaban por su odio a los “intelectualoides”, como llamaban a los miembros del primer grupo. No asistían a las clases aburridas, que eran la mayoría, y tenían una apariencia desaliñada de ropa barata y sin planchar. Los últimos eran los innombrables. Una minoría de estudiantes feos, pobres y mal alimentados que subsistían porque pasaban de agache o vendían su lástima a los profesores. Antes de entrar en el salón doscientos seis, abundaron las normas de cortesía, los besos, los saludos efusivos, los cálidos abrazos y los apretones de mano. Cuando Manuel Martínez, un muchachito flaco, de piel morena, con un peinado estilo afro, desordenado, como si se acabara de levantar, con actitud de estúpido y vestido con una sudadera gastada de color gris, preguntó si esa era la clase de crítica literaria, ninguno de los intelectuales dijo nada. De hecho, se sintieron incómodos. Siempre ocurría lo mismo. “¿Se degradaba la especie?”, pensó Samuel Rojas (especialista en crítica literaria y magíster en Literatura latinoamericana de la Universidad Complutense de Madrid). “¿Cómo ingresó semejante espergesia a una carrera tan elevada?” Samuel Rojas se mantuvo en silencio. Luego, con calma se quitó el saco, lo colgó en el espaldar del asiento e inició la clase preguntándoles sobre las películas que formaron su ojo cinematográfico. Manuel se acomodó en la silla. De inmediato un coro recitó un montón de títulos. El ciudadano el los huevo Casa Kane cuatrocientos de la golpes de la blanca serpiente. —¿Y usted qué películas ha visto? —le inquirió Samuel con aspereza. Hubo otro silencio prolongado y todos miraron a Manuel.

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—La guerra de las galaxias —respondió Manuel, tímido, y secándose el sudor de las manos en el pantalón. Sara Montenegro entraba en el salón cuando escuchó las carcajadas. Se sentó en uno de los puestos de atrás, al lado de Iris Guzmán quien se comía la uña del pulgar derecho. —¿Cuál fue el chiste? —le preguntó a su compañera. —De nuevo Martínez —respondió Iris escupiendo un pedacito de uña. —¿Qué dijo? —Que su película preferida era La guerra de las galaxias. —¿De eso se ríen? Pero qué pobreza mental la de este curso —dijo Sara acodándose en el pupitre, posando su cabeza en la mano derecha y suspirando de aburrimiento. Lo que nadie sabía, desde luego, era que Manuel Martínez, a pesar de las burlas, estaba cambiando. En su cabeza se estaba gestando un protagonista, no el héroe de una película de acción, sino alguien más parecido al personaje de una novela. Graffiti escrito en la pared de un baño de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional: Manuel Martínez nació un día que Dios estuvo enfermo del estómago

Antes de entrar a la siguiente clase, el grupo estuvo ocioso media hora en la cafetería de la Facultad. Las conversaciones giraron en torno al tema del día: la tragedia intelectual de la profesora de literatura inglesa, L. Figueroa. Su tesis de grado sobre Anne Tyler fue

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en realidad un plagio. La profesora tradujo el trabajo de una estudiante norteamericana y lo presentó como propio. —Traduttore, traditore —sentenció Omar Hernández. —Y después nos piden a nosotros honestidad —dijo Sara Montenegro fumando un cigarrillo. —Debieron valerle la traducción como tesis —dijo otro de los intelectuales—. No nos sentiríamos traicionados. Su error fue presentarla como original. —Pensé que Martínez se había retirado de la carrera —dijo Iris cambiando de tema. —Es más, no tiene la apariencia de ser uno de los nuestros —dijo Omar Hernández limpiando sus lentes de miope, imitación carey, para observar mejor a Manuel, quien se tomaba un tinto en otra mesa—. Es el típico caso de falta de orientación profesional. Javier Benavides se pasó un instante por el lugar. No estudiaba ninguna carrera en la Universidad, pero tenía amigos allí. —¡Entonces qué, Omar, cómo vamos! —gritó Javier. —Qué, Javier, ¿cuándo nos vemos? —preguntó Omar. —¡Pásese por la casa! —respondió Javier. —¡Listo! —gritó Omar—, nos vemos. Javier atravesó la cafetería, cargando una pesada tula militar, y saludó a sus conocidos de la Facultad de Ciencias Humanas. Luego hablaron del programa de crítica literaria. —¿Lukács, Adorno, Goldmann, Williams otra vez?, ¿qué es esta mierda? —se preguntó Sara Montenegro arrugando la hoja.

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—C’est —respondió Omar Hernández afectando la voz como un galiparlante— l’archéologie du savoir. Manuel los escuchaba desde una mesa cercana. Leía Misery de Stephen King y sorbía el tinto. Los intelectuales planeaban ir después de clases a ver otra película de Fellini en uno de esos enormes y solitarios teatros de Chapinero. Alzaban la voz para imponer sus desacuerdos sobre el compromiso de Sábato de abandonar la escritura. Los observaba. Exageraban sus ademanes mientras citaban a Borges. Se sintió como Tersites entre los aqueos. —Tampoco le ayuda tener granos en la cara y el afro grasiento —dijo Iris. Estaba allí sentado como un viejo en misa, leyendo literatura menor, menospreciado, empequeñecido. Los elegidos siempre esperaron que “el muchacho de la sudadera” se hubiera equivocado de carrera. Lo encontraron de nuevo en la clase de teoría literaria que dictaba Victoria Trujillo. Mientras la profesora llegaba, siempre impuntual, Iris Guzmán advirtió que el torpe de Martínez leía ensimismado. —¿King Lear? —le preguntó, pronunciando con ironía la palabra King, resaltada en la cubierta del libro. Manuel guardó Misery en su mochila. Victoria Trujillo entró al salón como una diva a la que esperan los fotógrafos, se quitó la gabardina Burberry color beige, la puso sobre el escritorio, abrió la cartera de cuero Prüne, sacó las gafas del estuche, se las calzó y, reducida la miopía, hizo un paneo entre los estudiantes. A Erney le pareció voluptuosa, madura, generosa de carnes, con un cuerpo armónico como el de las mujeres de Rubens. Se estaba quedando calva

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en la coronilla porque le gustaba arrancarse los pelos de esa zona. —A ver usted, ¿Omar? —Omar, profesora, Omar Hernández —respondió emocionado. —¿Leyó algo sobre los griegos? —Sí —respondió él quitándose los lentes y mirando a Victoria a los ojos—. En su brillante libro escrito en la década de los años cincuenta, el eminente historiador Arnold… —Cállese, señor Hernández, parece que no leyó nada. La profesora Trujillo observó a Manuel. “Tiene pinta de boxeador”, pensó. —Usted, ehhh, recuérdeme su nombre, me falla la memoria. —Manuel Martínez, profesora —dijo, con la timidez acostumbrada. —¿Leyó algo, señor Martínez? —Sí —dijo Manuel—. En todo Homero, profesora, no existe ni un único caso en que un personaje no noble se eleve por encima de su propia clase. La epopeya no critica realmente ni a la realeza ni a la aristocracia. Tersites, el único que se levanta contra los reyes, es el prototipo del hombre incivil, carente de toda urbanidad en sus maneras y en su trato. Victoria Trujillo se quedó en silencio. —Los griegos, Victoria —intervino Iris Guzmán—, fueron el pueblo elegido. Ya lo dijo Lukács, como todos recordamos: “Felices los tiempos en que el cielo estrellado es el único mapa de los caminos transitables y que hay que recorrer”, refiriéndose a una cultura que, en sus orígenes, épicos, por supuesto, vivían en armonía con el cosmos. Fueron además grandes guerreros.

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Aristócratas y bárbaros que hicieron de la guerra una forma de vida. —Muy bien, Iris. Podrías explicarnos cómo se expresan esos ideales en su literatura. —Como todos sabemos, la perfección del espíritu griego la comunica Homero en esas dos obras maravillosas que son la Ilíada y la Odisea. Manuel se sumergió en sus pensamientos. “Los griegos, bah, la profesora Victoria, bah, Iris Guzmán, bah”. Anulado, inmóvil en su asiento como un invitado de piedra, escuchó las intervenciones de sus compañeros que le produjeron sueño. Una voz lejana repitió su nombre. —Manuel, Manuel, Manuel ¡Despierte, señor Martínez! —gritó la profesora Trujillo. Un ronquido le advirtió que el estudiante dormía—. Si está muy cansado, vaya a acostarse. —¿Ah? La baba se le escurrió por la comisura de los labios. Levantó la cabeza, que le pesaba como si tuviera una piedra amarrada al cuello. Había terminado la clase y sus compañeros salían del salón. Manuel bajó a la rotonda, revisó los bolsillos de su pantalón y confirmó que no tenía dinero para regresar a su casa. “Otra vez a caminar”, pensó. Conversación de la profesora Trujillo con el profesor de crítica literaria, Samuel Rojas, a la salida del edificio de la Facultad. —Ay, Samuel, no sabes lo que sufro cuando entro a ese salón. Algunos son personas inteligentes, pero la mayoría son un montón de estúpidos. Además, hay un lerdo que se duerme en mis clases.

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—¿Martínez? Es su condición social, Viki, lo heredó de su familia. Se comporta de acuerdo con su habitus.Yo tampoco entiendo cómo ingresó a la carrera. Pero en ocasiones nos toca trabajar con idiotas. En ese momento Manuel salía del edificio. No pudo evitar escuchar parte de la conversación. —Trabajo estéril, Samuel —respondió Victoria, despidiéndose del profesor y dirigiéndose con prisa a su automóvil. Dictaría una conferencia sobre el hexámetro dactílico en la Universidad Javeriana. Manuel esperó a que los profesores se alejaran de su vista para comenzar a correr. Estaba cansado de las burlas y las antipatías de los intelectuales. Llegó sin aire hasta El Jardín de Freud y se acostó sobre el pasto húmedo. Estaba harto de sus compañeros, harto de sus profesores, harto de la carrera. Deseaba huir de la universidad, lejos de toda la farsa académica. El Jardín de Freud, lleno de mugre y vegetación salvaje, era el parque preferido por los estudiantes para retozar, dormir y fumar marihuana. Su nombre aludía al edén interior, al paraíso de los sueños. Allí, los estudiantes establecían una relación distinta con el campus. En aquel simbólico lugar, los vagos se alistaban para compartir el almuerzo. De las maletas surgieron bocadillos veleños, arepas de queso caseras, trozos de salchichón, pan francés y gaseosas. Boca abajo, Manuel lloraba desconsolado. Yulitza Carpintero observó la escena y se acercó a él. —Oiga, hermano —le dijo—, ¿ya almorzó? Manuel levantó la cabeza.

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A Yulitza la conmovieron los ojos irritados de su compañero, la enterneció su cara untada de babas, mocos, tierra y pasto. Así que, como una madre cariñosa, se la limpió con un trozo de papel higiénico. —Fresco, hermano, ya pasó —dijo Yulitza. Estuvieron un rato en silencio hasta que Manuel se tranquilizó. —Piensan que soy un idiota, “el muchacho de la sudadera”, porque no uso gafas y no me gustan las películas de Fellini. —Tranquilo, Manuel. —Ah, se sabe mi nombre. —No sea prevenido, hermano, que nosotros no pensamos así de usted. ¿Cree que vale la pena llorar por lo que piensen los demás? —No lloro por eso. Estoy cansado de que me jodan la vida. —El respeto se gana, hermano. Oiga, deje ya la pendejada. Más bien anímese y almuerce con nosotros. Algunos de los vagos, con la boca llena de sánduche de pan y bocadillo, levantaron la cabeza. —Gracias, pero fresca, tengo almuerzo en mi casa. —Entonces, acompáñenos el viernes, vamos a salir a bailar. Lo invito. —Yo no sé bailar, fíjese que hasta en eso soy torpe. —No se dé más látigo. Encontrémonos ese día en Sur, a las ocho. Es un bar que queda en la Jiménez, muy conocido. Chao, voy a comer algo porque si no éstos no me dejan nada. Regresó al grupo. Manuel le miró el culo. Tenía el pantalón húmedo en las nalgas. —¡Oiga, y usted cómo se llama! —gritó Manuel. —Yulitza —respondió ella con la boca llena de arepa con queso.

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Eran las seis de la tarde cuando Manuel salió de la universidad. Yulitza lo llamó por su nombre. Él, en cambio, no recordaba el de la mayoría de sus compañeros. Le esperaban tres horas de camino a su casa. Iba cabizbajo por la calle Veintiséis rumbo al occidente. En el cruce de la avenida Sesenta y ocho, un indigente, seguido por una jauría de gozques, pasó a su lado arrastrando un carro de balineras. El hombre, de aspecto sucio y descuidado, recitaba una extraña retahíla de nombres. Manuel sintió un escalofrío. Un automóvil transitaba con las ventanas abiertas. Sonaba una canción de los Bee Gees. Just the beat of a lonely heart/And it’s mine/ I don’t want to be alone. Llovía. Sus pensamientos vagaron por las tres dimensiones del tiempo. Pensó en sus compañeros de clase, divididos. Le pareció extraña la aparición de Yulitza, como extraña la invitación a bailar. Le aterró no saber hacerlo. Su madre nunca tuvo tiempo para enseñarle y en las pocas fiestas a las que asistió, se distrajo hablando con las mamás de sus amigas. Éstas siempre se negaron a bailar con él porque les pisaba los pies. Los Bee Gees se alejaban. Am I the subject of the pain/Am I the stranger in the rain/I am alone. Graffiti escrito en la pared de un baño de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional: Manuel Martínez es un tira. Fuera de la U apátrida h.p.

Tenía la ropa húmeda y un fuerte dolor de cabeza. Miró al suelo y pateó con rabia las piedras que encontró en el camino. “Ya me las pagarán”, pensó, “les cobraré a 20


mis compañeros lo que me deben: respeto, novias, rumbas los fines de semana, tertulias en la casa de Alonso, perros calientes en la calle Cuarenta y cinco”. “El pueblo unido jamás será vencido”. Eso cantaba Elizabeth, su mamá. En el barrio, la odiaban por comunista. Porque hacía respetar sus derechos, porque no se dejaba joder. “Me odian porque no me dejo joder”. “Eso, mamá, yo tampoco me voy a dejar joder”. Su madre le advirtió que cuando le preguntaran por su clase social dijera que era del pueblo. “Ya van a ver esos burguesitos de mierda de tus compañeros cuando llegue la revolución. Me gustaría verles la cara cuando el comandante Castro les hable de literatura, je je”. Pero aunque su madre le subía el ánimo con sus ideas disparatadas, a Manuel poco o nada le importaban. Ella se las tomaba en serio. “Revolución o muerte”. Trató de ser como los demás. Cuando su madre lo envió por primera vez al colegio declaró que Manuelito nunca fue bautizado porque su familia era atea. “La religión es el opio del pueblo”. En clase de religión el profesor los obligaba a arrodillarse para rezar el Padre Nuestro. “Jamás te arrodilles”. Manuel se quedaba de pie en silencio mientras sus compañeros salmodiaban en coro la oración. Aún recuerda las palabras del profesor: “¿Cree que puede venir aquí a ofender a Dios? En esta institución, jovencito, usted no hace de las suyas. Si en su casa se educó sin Dios y sin ley, aquí no, y arrodíllese”.

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“Jamás te arrodilles”. “Se lo digo por segunda vez y no me haga repetirlo una tercera. Arrodíllese”. “Jamás te arrodilles”. Sintió el calor de la regla de madera en la espalda. “Que se arrodille, imbécil”. El profesor le haló las orejas, lo golpeó en las piernas y lo doblegó. Manuel cerró los ojos conteniendo las lágrimas. Como no se sabía la oración, balbuceó cualquier cosa. Sus compañeros lo miraron. Carlos Álvarez, uno de ellos, bajito y arrogante, sonrió con sorna. A la hora del recreo salieron a jugar. —Usted no, Martínez —dijo el profesor—, usted se queda castigado. Copie cien veces el Padre Nuestro en el tablero y me trae la oración otras cien veces escrita en su cuaderno, para mañana, hijo del demonio. Su madre lo retiró del colegio al día siguiente y denunció al profesor por abuso físico. Pero las directivas creyeron que estaba loca. Cuando le preguntaron al docente sobre lo ocurrido, éste negó haber castigado al niño. “Es un insolente”, fue todo lo que dijo. Su madre le enseñó a no dejarse humillar de nadie, a defenderse de los abusadores, de los tiranos. “Si es necesario que tomes las armas para defender tu dignidad, tómalas”. A Carlos Álvarez, de siete años, se le iluminó el rostro cuando vio a Manuel jugando en el parque del barrio. —¡Hijo del demonio! —le gritó, imitando al profesor de religión. Manuel lo miró con rabia, recogió una pequeña piedra de río, lisa, negra y pesada. Eso también se lo enseñó su madre, a combinar todas las formas de lucha. Álvarez estaba a unos diez metros. 22


—¡Ateo! —volvió a gritarle mientras se deslizaba por el rodadero. Manuel se la arrojó. De la nariz de Álvarez brotó la sangre a borbotones. “Jamás te arrodilles”. Eran las nueve de la noche cuando entró al callejón. El lugar donde vivía le pareció un mundo sin imaginación. La casa era oscura, pequeña y fría (todavía recuerda el montón de vecinos, disfrazados de obreros, echando la plancha). Las cortinas de la sala, unos velos colgados con puntillas, estaban sucios de polvo y de cagadas de mosca. Su madre, una militante política descuidada, prefirió organizar mítines y reuniones con gente del Partido que limpiar la cocina. El lavaplatos estaba lleno de loza y ollas sucias, acumuladas durante tres días. El olor a queso rancio le provocó náuseas. Como terapia, lavó los platos y limpió la estufa grasienta. Aunque Elizabeth no era una mujer hacendosa, nunca lo había sido, le enseñó a ser ordenado y limpio por contradicción: no quería que su muchacho se pareciera a ella. Subió al segundo piso de la casa y entró en el cuarto de su madre. Olía a humedad y a trapos sucios. La cama estaba sin tender. La ropa del día anterior, la pijama y la toalla se hallaban tiradas en el piso. Recogió el desorden y organizó todo sobre una silla. Estiró las sábanas y las cobijas. Abrió la ventana que daba a un patio para que el aire circulara. Entró en el pequeño estudio. En una mesa de madera barata, comprada en el Pasaje Rivas, se acumulaba una montaña de papeles, carpetas y revistas. La biblioteca se componía de cuatro tablas de madera rústica, pandeadas por el peso de los libros, y ocho columnas de ladrillos. Los muebles los completaban un sillón raído donde se

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sentaba su madre a leer, un escritorio viejo, una silla de cuero, una lámpara de cobre y unos tapetes polvorientos. La mayoría de los libros eran de derecho, de filosofía y de ética, herencia del abuelo que fue abogado, unos tomos de la colección de literatura de Salvat, un montón de novelas latinoamericanas de décadas anteriores y algunas obras que versaban sobre el pensamiento socialista. Le parecía una biblioteca mediocre, no el lugar de una intelectual llegada a la mayoría de edad, sino la habitación de una universitaria pobre. En las paredes colgaban un afiche del Che una fotografía de Mao y unos recortes del periódico El Tiempo con la imagen de Fidel Castro. Su madre adoraba a Castro. Guardaba viejos casetes llenos de horas con discursos del líder. Odiaba que los vecinos le gritaran mamerta, comunista, apátrida, sólo porque no iba a misa y votaba por la gente de izquierda. Sintió rabia. Su madre escuchaba tediosas grabaciones de música protesta en una vieja grabadora Sanyo que sonaba en las mañanas y en las noches. A Manuel le aburrían. Pero Elizabeth creía que le estaba infundiendo cultura política a su hijo. De niño lo obligó a leer casi todo El capital y él tuvo que decirle que era una gran obra aunque en el fondo le parecía un ladrillo. Evitaba discutir porque Elizabeth siempre decía que ella tenía la razón. “No vas a ser un miserable facho como tu padre”, le gritaba, “lo que me faltaba, un Hitler en la familia”. A diferencia de otras madres que enloquecían con la religión, Manuel estaba convencido de que a su madre la enloquecieron los comunistas. Vivía por y para el Partido. Manuel odió tener que reconocerse en esa herencia. Entró en su cuarto. La cama estaba tendida y la ropa en su lugar. La mesa de trabajo tenía los papeles en orden, los lápices y los esferos relucían en una taza

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que su madre le regaló de cumpleaños. La máquina Olivetti, que heredó de la abuela, estaba ubicada en el centro del modesto escritorio y en una esquina reposaban dos libros que estaba leyendo para la universidad: Pedro Páramo y el primer tomo de la Historia social del arte y la literatura. Tenía una biblioteca que su madre calificaba de menor: best sellers de Mario Puzo, Henri Charrière y Stephen King. Unos ejemplares de la colección Porrúa de literatura y filosofía clásicas: Aristóteles, Platón, Sófocles. Y una colección de cómics: parte de la saga de Valérian y Laury, publicada los domingos en El Espectador, y algunos ejemplares de Kalimán, Lucky Luke, Batman, Tarzán, La pequeña Lulú, El llanero solitario, Astérix, Tin Tin y Superman (¡cuando un lejano planeta moría de vejez, un científico puso a su hijo recién nacido en una nave improvisada y lo lanzó directo a la Tierra!). Consideraba las historietas, el arte por excelencia de las clases medias. En la pared tenía colgado un afiche de cine que decía: El retorno del Jedi. Instrucciones para fabricar un coctel Molotov, de Las recetas caseras de mamá: Bienvenida a la tanqueta I Compañeros, este instructivo deben aprendérselo de memoria y luego quemarlo. Nuestro grupo enseña a sus combatientes que contra el abuso de la oligarquía y la represión a que está sometido el pueblo, el derecho a portar armas no es exclusivo del Estado. Legitimamos todas las formas de lucha. ¡Revolución o muerte! Materiales: Una botella de gaseosa. Un trozo de tela para la mecha.

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Gasolina. Aceite de carro usado. Encendedores. Procedimiento: Llenar la botella en partes iguales con el aceite de carro y la gasolina, dejando un espacio para que se pueda batir. Meter la mecha dentro de la botella. Modo de empleo: Compañero, como esta es la parte más peligrosa, hay que tener mucho cuidado cuando lance la bomba. Evitar impregnarse las manos, la ropa o el cuerpo de gasolina. Distinguir el objetivo: la tanqueta. Tomar la botella boca abajo y mojar la mecha con la gasolina. Prender la molocha con el encendedor y arrojarla. ¡Hasta la victoria siempre!

Sara Montenegro y Omar Hernández veían la telenovela Calamar cuando sonó el teléfono. Sara se levantó del sofá, le bajó el volumen al televisor y contestó. —Aló, sí. Cómo estás Iris. —… —Bien, bien, gracias. —… —Aquí leyendo la Ilíada. —… —¿La ponencia? Sí, no sé, bueno, igual, hasta luego. Se acercó al sofá y abrazó a Omar. —¿Qué quería la bruja esa? —preguntó él. —Saber quién escribirá la ponencia para el encuentro de literatura —dijo ella. —¿Y tú qué le dijiste? —Que no sabía. —¿Y por qué le mentiste?

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—¿Cuando le dije que estaba leyendo la Ilíada? —Sí, me dio risa. —Iris no entendería nuestra posición sobre el melodrama, Omar. —Pues deberíamos explicarle, Saris, que es un lugar desde donde se le puede tomar el pulso al país. Entonces comprendería por qué hace parte de nuestra rutina familiar. —Igual, tú sabes que a mí me encanta esa poética de la repetición: el héroe que vence los obstáculos en busca de justicia. Los ricos que sufren, los pobres que progresan, el amor que triunfa sobre las vicisitudes. —A propósito, ¿quién crees que escribirá la ponencia? —preguntó, interesado. —¿Tú? —Me da mamera, Saris ¿No habrá otro güevón que quiera lanzarse al agua? —preguntó Omar—. Espera, ya hablamos. Me perdí una parte por culpa de Iris. —¿Sabes en quién estoy pensando? —dijo Sara acomodándose en el sofá. —¿En quién? —En Manuel Martínez. —¿En ese imbécil? —Deja de tratarlo así, Omar. Hay que darle una oportunidad. Es un poco raro, pero el otro día lo escuché decir cosas inteligentes en clase de crítica literaria. —¿Y qué cosas inteligentes dijo Manuel Martínez, la tontería esa sobre Tersites? —No, eso fue en la clase de Victoria, y no me pareció ninguna tontería. Te estoy hablando del curso de Rojas. —Pues no recuerdo que haya dicho nada brillante.

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—¿Sabes qué dijo? Que a diferencia de la mayoría de novelistas modernos, a Stephen King no le interesan los héroes problemáticos. Omar, en cambio, se creía un héroe problemático. Disfrutaba viendo las imágenes de los filósofos antiguos en el Pequeño Larousse Ilustrado, imitaba el peinado de Schopenhauer, levantado como el del profesor Brown en Volver al futuro, adoptaba el ceño fruncido de Husserl y posaba con la mano en el mentón como Proudhon (Proudhon, ¿y qué hizo ése?). Discurría en silencio sobre temas abstrusos como el ser, la nada y la existencia. Soñó con oponerse a sus compañeros con sus ideas y sus acciones. —Planteó, además —dijo Sara, encendiendo un cigarrillo—, que un sistema social, por dominante que sea, conlleva una limitación de las actividades que abarca. —¿Y qué quiso decir con eso? —preguntó Omar, que odiaba que ella fumara. —¿No te acuerdas? —dijo Sara exhalando el humo—. Pues que ningún sistema social dominante puede, por definición, agotar toda la experiencia social. —¡Y qué me dices de las ideas hegemónicas! —Mi amor, siempre hay sitio en la experiencia social para acciones alternativas. —¿Lukács, Goldmann, Williams?, ¿y ése sí los habrá leído? Creía que su saber máximo en crítica literaria eran las Lecturas Dominicales y tiene la osadía de usarlos para explicar la literatura menor. —No lo subestimes, Omar. Quisiera apoyarlo. —Me encantaría verlo hacer el ridículo. Respáldalo y acabemos ya con esta tonta discusión, porque quiero escuchar a Guri Guri.

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