Las almas de Masegoso (2011) - Corina Morera

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Sobre presentado con el tĂ­tulo del relato.


Nota: Otra versi贸n del conocido cuento popular que se representa en Pozalmuro.


No lo recuerdo… si me preguntas, no lo recuerdo… ya nadie retiene en la memoria una fecha certera o aproximada que les acerque a la verdad perdida. Somos únicamente cuentos, leyendas y mitos en la mente de los pueblos de una vieja Castilla. Pero fuimos reales en un lugar y en un tiempo. Y si me preguntas, no lo recuerdo. Ni mi alma inmortal, apegada a unas piedras que antes, en carne, fueran mías, rememora el inicio del tormento… sólo sus relámpagos y sus truenos… y quizás el sabor amargo del veneno. Mi nombre, aunque poco importe, era Vidícula. En tiempos remotos repartía ungüentos, elixires y otros remedios. Palié los dolores de las reglas de las muchachas, bajé fiebres resistentes y curé más de una pulmonía. Pero no sólo eso era capaz de hacer. Mis artes iban más allá de la esfera curativa. Mi magia, como algunos decían ante mi título de bruja, llegaba al plano inmaterial de la muerte. Doblegaba almas y quebraba cuerpos, mas… a pesar de poseer tales conocimientos, jamás los empleé para algo que no fuera llegar a entender sus misterios… jamás, hasta poco antes de mi muerte, cuando olvidé, por estratagemas de un destino caprichoso, que “bruja” no era aquel demonio que lanzaban a un fuego entre maderos forrados del licor ardiente de la resina. Las que poseíamos el don éramos “hijas de la tierra”, pero alguien nos metió en la cabeza que pertenecíamos al legado de un diablo que quizás nunca ha existido más allá de nosotros mismos. Y creyendo en el mal cedimos a él… pero sé que son excusas, pues al final la decisión no la tomó una “Santa Inquisición” o un fanático pueblerino que me acusara con el dedo. Crucé la línea por mi propio pie, y aquí sigo para cumplir mi castigo. Ahora sé que peor que la muerte en el fuego, es la eternidad deseándolo. ☼ Dos familias enfrentadas… unos Capuleto y unos Montesco pertenecientes al Masegoso que ha concluido su lucha entre ruinas. Orozco eran los unos, Álvarez los otros. La Julieta de nuestra historia, Adela, hermosa, frágil, con un cabello negro azabache que llegara a su cintura en ondas que danzaban al son de la brisa, y unos ojos grises que mostraban la más bella imagen de las nubes cargadas – agua salada en su mirada en una lluvia que parecía retenida, reservada –. Una delicada muñeca de porcelana cuya hermosura nos condenaría a todos, al igual que una terrible Elena de Troya. Y su Romeo… Manuel, que aunque no suene a nombre de cuento de princesas y de hadas, lucharía como aquellos caballeros que, con su lanza, atravesaban los casi impenetrables corazones de unos alados reptiles que apresaban a dulces damas. Aunque esta triste narración comenzaba antes de que su amor naciera, en el seno de la familia de ella, en la cama de un anciano agonizante. La maldición se desataría ante el juramento que profesara el moribundo, promesa aterradora que yo conocía.


<<-El torreón nos pertenece, hijo mío, bien lo sabes tú como lo sé yo – y tosió un hilillo de sangre oscura, respirando las que serían las últimas bocanadas de vida que quedaban en su marchito cuerpo –. Has de hacerme una promesa, nunca has de reconciliarte con el enemigo, pues si es menester y ante vosotros, arrastrando las cadenas de los fantasmas del mundo, apareceré y vengaré la traición cometida por mi propia familia. Andrés Orozco, el hijo, ante el dolor de su padre en las últimas horas, no pudo obedecer a su corazón, que en el fondo fue siempre bueno y generoso. -Así sea, padre. Así sea. El pelo revuelto de Andrés se colaba entre los recovecos de su rostro, ocultando la sombría mirada que revelaba una tristeza que trataba de ocultar. Su padre moría, y tras él también su propia bondad >>. Y los años hicieron que el rencor fuera alimentando sus vísceras, y que su sangre, y el linaje que engendraba en el vientre de su esposa, se llenaran de odio ante el apellido enemigo. Pero bajo el puente, a orillas del Rituerto, comenzaría un sutil cambio que, como una mariposa que orquestara tempestad al agitar sus alas, tumbaría todas las piezas de un dominó con nombre de pueblo. Sólo una pieza y un golpecito tenue en el aire, casi imperceptible, y un mar de fichas caería en cascada. ☼ Embelesada en la ribera, contemplando las aguas frescas cercanas a la antigua calzada, no vio venir las gotas que cubrirían el paisaje, cayendo desde los manantiales de un cielo cubierto de gris. Adela chapoteaba agitando sus deditos jóvenes en el fresco líquido que corría bajo ella. Tan limpia y fría era, como la tímida lluvia que comenzaba a caer y la despertaba poco a poco de su ensoñación. No llegaría a casa a tiempo de resguardarse, ya conocía hasta los segundos que tomaban sus idas y venidas, y la lluvia se hacía a cada instante más violenta y desesperada. Pero el puente estaba cerca, a un pequeño trote de distancia, y corrió descalza entre el barro que se formaba para cubrirse bajo su techo. Al verse bajo el primero de los tres ojos del paso de piedra, una súbita risa se apoderó de ella. Se había internado en el agua clara de su amado Rituerto para cubrirse de la misma que caía del cielo. Al menos eran únicamente sus pies los que se empapaban – pensó, y siguió riendo. Manuel había llegado también al puente, con la misma idea aun sin saberlo, y entre tropezones y desabrochándose las botas, se metió en el río echando hacia atrás el cabello castaño y espeso, donde creyó que escuchaba la risa de alguna ninfa tras las piedras que miraba ya bajo techo. Pero entonces volvió a oírla y se le antojó demasiado


real para ser la un hada del lugar, y salió de nuevo ante un torrente desbocado para encontrar a su dueña en la mirada profunda del paso de la calzada. Sin embargo, se había equivocado en su último dictamen, pues sí que era una ninfa lo que observaba la miel contenida en sus ojos. Y la más bella que hubiera aparecido en las leyendas, aquellas que como las sirenas encantaban al viajero que la contemplaba. Y la conocía. Y sabía que no debía amarla como en ese momento la amaba. Pero algo le dijo que ya era tarde, y que el error ya estaba hecho. Adela se llevó la mano a la boca en un gesto de sorpresa y vergüenza, ante una figura que la miraba bajo la tormenta, dejando de reír para adivinar de quién se trataba. El “Montesco”. El enemigo de su padre y de su difunto abuelo. Pero Adela guardaba en su espíritu la misma bondad de Andrés, y no pudo mirarlo con odio, sino con el cariño de una joven que miraba de frente a su amor platónico, y quizás la prohibición de tenerlo hacía que se acrecentara el sentimiento por momentos. Volvió él a protegerse de las inclemencias naturales, esta vez cerca de Adela, girando ella la cabeza para no poder verle, negándole palabra alguna que pudiera hacer romper un antiguo juramento. Pero Manuel quiso insistir, porque ya no tenía remedio la enfermedad que crecía en su alma, y el sudor que manaba en cada poro superaba con creces el agua de la lluvia y el cubrimiento de sus piernas. -No, no te gires Adela. Quizás sea el destino el que quiera acabar con esto – las palabras brotaron solas, sin necesidad de ser pensadas, comprendidas únicamente al ser expuestas – ¿Es que acaso la ira no ha empañado demasiado ya a nuestras familias? -No puedo corresponderte, Manuel, mi abuelo… – Adela se mordió el labio inferior en una mueca lastimera – debo acatar la promesa que pesa sobre mi padre, pues ahora también es la mía. Pero Manuel consiguió que Adela le mirase… y el no poder y las promesas quedaron vacíos, pues sin deber se correspondieron. Y yo, una bruja de pueblo, los vi, los oí, y se me encogió el corazón. ☼ Volverían los nuevos amantes a verse en el mismo lugar casi cada día, olvidando a cada paso las enemistades de sus parientes. Cada vez los rencores cobraban menos


sentido, las promesa se veían difusas y distantes, como si aquella historia no fuese con ellos y con un idilio que ya no parecía prohibido. Ante sí mismos, sólo era lo que era… la realidad de dos jóvenes enamorados. Hasta que las palabras de los amantes entre el agua susurraron campanas de boda. ¿Casarse? ¿Cómo? ¿No era prohibido? Y de súbito reapareció el obstáculo en el camino. -Iremos a la Iglesia – dijo Manuel – hablaremos con el párroco, él podría guiarnos. -Está bien, iré yo – la mirada de Adela anunciaba tempestad, esta vez no sabía seguro si volvería a unirles la tormenta, bajo un puente de piedra, o los separaría a traición no dejando huella – iré en confesión. ☼

El sacro edificio jamás le había resultado tan inmenso, ni había hecho tan minúscula su presencia. Tapado su rostro casi por completo por un pañuelo frágil del color de la hierba, Adela tembló y se agitó su voz ante el hombre que tenía frente a sí. El ropaje oscuro del párroco ensombreció su alma y le llenó de incertidumbre, pero sacó la fuerza de su madre y se enfrentó a lo que parecía un desenlace. -Padre… -Lo sé, querida, lo sé. -¿Qué? ¿Cómo sabe usted lo que me aflige? ¿Es posible que nuestro Señor haya hablado por mí antes de llegar? El hombre, ya mayor, sonrió abiertamente y una esperanza brotó en el busto de Adela, quien pareció poder respirar nuevamente. -No, jovencita, la señora Vidícula me contó. Os ha visto juntos y ha escuchado palabras de amor, las palabras más sinceras y hermosas que había oído nunca, según me dijo. Pidió guía, y mi única respuesta fue que debíais ser vosotros los que encontrarais el camino. -¿Vidícula? Recordaré agradecerle… pero sigo sin saber qué hacer. -Enfrenta el obstáculo directamente, niña. ¿Qué crees tú? -Las familias deben saber, y no sólo nosotros, agazapados en las sombras como delincuentes.


Y él asintió. ☼ Lo que vino después pareció terrible, pero era la respuesta esperada entre sus parientes. Cuando supieron lo que ocurría entre los hijos, el campo de batalla cobró una vida que hacía muchos años que no contenía. Julián Álvarez y Andrés Orozco… como generales de una guerra con nombre de torreón, escupieron odio en sus gritos y en sus gestos. El pueblo lloraba en su fuero interno, porque nunca habían comprendido las razones y los lamentos, pero poco podían hacer. -¡Jamás te casarás con ese…! ¡Es el hijo de Julián, Adela! ¿Acaso tu fin es herir a tu familia? ¿Cómo te ha embaucado ese demonio? Quiso decirle muchas cosas a su padre, pero Adela sintió una punzada de culpa que sabía que no debía sentir. Pero no fue capaz de hablarle, o de mirarle, o tan siquiera de llorar. A sus diecisiete primaveras sería la primera vez que sintiera tal vacío, pero en sus corta historia le ocurriría una segunda vez, y ni yo misma, con mis poderes y mis dones, lo hubiera vaticinado, pues la culpa sería mía. ☼ El párroco sin embargo, consultándolo en sus oraciones, creyó que debía implicarse en el desarrollo de lo que acontecía en su tierra, y al siguiente día de misa, el cura habló de amor, de familias, de pueblos, y de perdón. -Recordad lo que dice nuestra fe, pues es sagrado, “si no perdonáis, no seréis perdonados”. Y otra pieza fue derribada en el tablero. Pues Julián y Andrés comprendieron que sus hijos debían casarse, y sus rencores debían ser dejados atrás. La fecha de la boda fue fijada y parecía que en Masegoso volvía a reinar la paz tras décadas de odio. Pero Lázaro regresó al pueblo. Mi nieto. El sargento que había luchado tan lejos de su tierra. Cuando sus padres dejaron este mundo me ocupé de él como si de mi propio hijo se tratara. Conocía algunas de mis artes, sabía curar heridas que otros hubieran dado por perdidas. Pero su corazón había dejado de ser puro, las batallas le habían dejado una secuela que mi cariño me impidió reconocer. Al llegar, uniformado, con su pelo oscuro hacia atrás, su mirada firme, su piel ya curtida… volvió a casa a abrazar a su abuela y dar rienda suelta a la que debía ser su nueva vida. Yo no lo sabía, pero desde niño había estado enamorado de “la princesa” del pueblo, y quería hacer de ella su esposa, la mujer del gran sargento.


En su viaje sólo había estado obsesionado con una idea, una idea que le había permitido regresar con la vida y la energía con la que volvía… Adela. Y cuando la volvió a ver… cuando la observó en el pueblo vio también a su prometido. ¿Cómo era posible? ¿Adela y Manuel? ¡Jamás! -¡Abuela! ¡Sólo vivo por ella! ¡Esquivé a la muerte por regresar a por su corazón! ¡Adela me pertenece! Su sufrimiento creó un fuego de culpabilidad que cegó mi buen juicio. Mi pobre niño… había sufrido tanto por volver y llevar hasta sus brazos a la joven, que sólo podía ver su dolor. Pero, ¿cómo ayudarle? Yo misma había querido unir a los jóvenes que hoy estaban prometidos. La culpa siguió avivando el fuego, y recordé el juramento que un anciano había hecho a su hijo en el lecho de muerte. Lázaro había trazado su plan rápidamente, sin que moral alguna pudiera detenerle. -Abuela, si falla… ¿qué he de hacer? -Hijo mío… no lo sé. ¿En qué más podría yo ayudarte? Ya he hecho suficiente. -No, ha de haber algo más. Si fallara he de tener otra oportunidad – Lázaro tragó saliva – tus hierbas y venenos… abuela, debo sacar a Manuel de este juego. Sé que ocultas en tus pócimas el veneno de unos sapos… dónde están, cuáles son… Lázaro estaba ido, loco en aquel momento, la desesperación guiaba sus movimientos uno a uno, sin que su mente cuerda pudiera parar la locura desatada. Su locura me contagió, su desesperación se convirtió en la mía… y le mostré el frasco negro que buscaba como última alternativa. ☼ Quedaba una semana para la boda. Siete días interminables en los que el pueblo se sumiría en un terror de ultratumba. Desde el torreón, alumbrado por una luna que hacía de siniestra sonrisa en el firmamento, se escuchaban pasos y cadenas. Algunos susurros masculinos y risas que helaban la sangre. El apellido Orozco volaba por Masegoso, el de uno ya fallecido hacía tiempo. Entonces la familia de Adela recordó promesas y maldiciones: “pues si es menester ante vosotros, arrastrando las cadenas de los fantasmas del mundo, apareceré y vengaré la traición cometida por mi propia familia”. Y cada noche las cadenas rugían más fuerte, y hasta las nubes parecían bajar hasta el torreón bereber para cubrirlo de escalofríos. La cuarta noche desearon parar los preparativos, por si ocurría alguna desgracia que no sólo terminara con el amor de sus hijos… sino con sus tiernas vidas. Pero


continuaron, porque la voluntad de la pareja permanecía férrea, prefería enfrentar cualquier aciago destino que apareciera. Y Adela rezaba cada noche, nombrando a su difunto abuelo, hablándole de ternura, de compasión, de perdón, como lo hiciera el cura en la iglesia aquel hermoso día de reconciliaciones. Pero las respuestas parecían ser más ruidos, más protestas, más fantasmales advertencias. ☼ En la víspera del enlace, Manuel decidió ir al torreón, si era verdad que el anciano moraba ahora entre sus paredes quería verlo y gritar que amaba a su nieta. Adela no podía dejar que fuera solo y corrió a acompañarle, pensaba que Manuel iría más seguro en su compañía, al fin y al cabo el fantasma había sido sangre de su sangre. Manuel llevaba un arma de fuego que pertenecía a su padre, Julián había insistido mucho en que la llevara consigo, a pesar de que Manuel sabía que no podía matar a un fantasma, pero lo cierto es que de alguna manera le hacía sentir más seguro, y la asió en el interior del edificio con tanta fuerza que pensó que sus manos se quebrarían. Quisieron subir los cuatros pisos del torreón, pues los ruidos se escuchaban sobre sus cabezas, pero al llegar al tercero vieron al fantasma. Una figura humana, pero demasiado joven, arrastraba una hilera de metales engarzados por el suelo ya fragmentado, y Manuel, apresado por el pánico disparó el arma en su dirección. Un grito de dolor y sorpresa surgió del fantasma, quien se frotó el hombro y se dirigió a Manuel mientras la luz de la luna daba en su cara. Los ojos de Lázaro aparecieron ante la pareja, quien soltó las cadenas y en una mueca de odio incontenible sacó su arma y disparó con certeza. El veneno hubiera sido sutil, nadie hubiera sabido que había sido él, ese debía ser el plan si infundir terror entre las familias no surtía el deseado efecto. Pero no pudo pensarlo en ese instante. Y al disparar a Manuel y ver a Adela a su lado, su locura se acrecentó. La joven ya no podría ser suya. ☼ Los padres de los prometidos habían seguido a sus hijos desde lejos, pues temían lo peor. Y al escuchar disparos en la torre subieron las escaleras con la rapidez de un pensamiento. Lázaro se había quedado paralizado ante el enorme error cometido. Adela perdía el gris de sus ojos, descargando una tormenta como no habría otra igual, mientras sus iris se volvían cada vez más azules, más claros, tras la lluvia salada. Y Manuel… de Manuel ya sólo quedaba un cuerpo sangriento que no respiraba.


La maldición seguía su curso, aun sin verdadero fantasma. Lázaro fue apresado de inmediato, pero logró un último movimiento. Y esta vez no fallaría. Si Adela no podía ser suya, no sería de nadie. Mi desquiciado nieto llevaba consigo la pócima venenosa, y él sabía que sólo unas gotas eran suficientes… al sacar a Lázaro a la fuerza del torreón maldito, no observaron que entre sus manos, tras la espalda, se hallaba el frasco de la perdición, y al pasar por la fuente en el camino, Lázaro pidió beber, vaciando el resto de su odio en el agua de Masegoso. ☼ En el atardecer del día siguiente, los colores parecían apagados. Era cercana la hora en la que Adela debía desposarse, pero su amado no acudiría al altar, ni le pondría un brillante anillo que simbolizara su alianza eterna, ni acariciaría su cuerpo desnudo por primera vez. Pero Adela se puso el vestido de novia, enferma como se sentía, vacía de nuevo, recogió su cabello repleto de ondas en un moño perfecto, con sumo cuidado. Deslizó algo de carmín por sus labios, destacando el color níveo de su piel. El velo, largo y sedoso, delatando en su procesión un luto blanco y desconsolado. En su malestar y en su dolor, no vio que tras de sí, al partir de la casa familiar, sus padres caían a un suelo frío, ya inertes. El pueblo había quedado sin sonidos, sin melodías. No se oían risas, ni susurros, ni llantos, ni palabra alguna. Algunos, tras una siesta, no parecían querer despertar, y no lo hacían… Otros, en sus casas, trataban de beber agua para despejar su malestar, sin saber que era precisamente ese líquido transparente el causante de su dolor mudo y su agotamiento. Yo había empezado a sentir un febril mareo cuando vi a la muchacha, con su blanco vestido, dirigirse paso a paso a la iglesia. Un extraño sabor de boca se apoderó de mi conciencia, que me decía que algo andaba mal. Había escuchados algunos quejidos tímidos desde las casas, que poco a poco desaparecían… el agua… era el agua. ¡Maldito seas, Lázaro! ¡Maldita sea yo! Mis ojos lograron abrirse de par en par en un espasmo de entendimiento, y traté de ir tras la novia, viuda antes de tiempo, para pedirle perdón… pero no escapaba más que algún sonido atragantado que en nada se asimilaba a una palabra. Y anduve tras ella insistiendo en mi intención, ambas en un lento caminar que resultaba interminable. Cuando mi cuerpo dejó de hacerlo, seguí, consiguiendo gritar un “lo siento” desesperado que Adela jamás oyó, porque lo que podía hablar no era mi boca, que había quedado a metros de distancia, yaciente en el camino.


Y Adela llegó a la iglesia, acercándose al altar. Algunos fieles se hallaban sentados, como dormidos en la oración. El cura, apoyaba la cabeza en una gran biblia, aferrado a unas tapas de cuero, ante el tenue calor de una gran vela blanca. Las notas musicales de una larga cola y un velo, el crepitar de un vela y el canto de algún pájaro, eran lo único que permanecía en el aire y Adela se sintió con sueño. El cansancio la abrazó con intensidad hasta que de repente pareció más despierta que nunca, y Manuel ponía una alianza deslumbrante en sus finos deditos, y el cura sonriente le permitía besar a su esposa. Al girar su cabeza inmaterial vio a sus padres, y a los padres de Manuel, y me vio a mí en la entrada con el semblante dolido. Todo había acabado, y parecían perdonarse sinceramente unos y otros, cruzando a otro mundo que a mí me ha esquivado todavía, cuya luz no me permite el paso. Un pueblo fantasma en el que quedaba vivo sólo un individuo, un loco entre barrotes que había jugado a ser espectro, que había reavivado una maldición sin sentido y había condenado a un pueblo entero, a su propia tierra. Y vio cómo caían quienes le vigilaban, encerrado como estaba, sin llave de libertad que pudiera abrirle paso, sin comida que alimentara su cuerpo o alguien vivo para llevársela… comprendió mi nieto entonces, en un asomo de lucidez, que no le había hecho falta un sólo trago de agua para cavarse un lugar eterno en la tierra… Y aquí permanece, como mi propio espíritu. Yo buscando una luz cálida que perdone mis pecados, y él desintegrando cada rincón que le queda de ser humano, burlándose de los visitantes de vez en cuando moviendo cadenas invisibles, riendo y chillando. Algunos le escuchan aterrorizados y Lázaro olvida un poco sus tragedias. Aunque de cuando en cuanto también suena algún llanto casi mudo, inocente, lastimero… las lágrimas del pobre niño que aún reside oculto en su conciencia.


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