Suplemento 12/10/2018

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Viernes, número 2, octubre 12 de 2018

VIERNES CULTURAL

PIEZAS SUELTAS PARA ENTENDER EL CAOS.

Con una crónica hilarante sobre los pequeños infiernos citadinos en el corazón de Coyoacán, se incopora a nuestras páginas la columna quincenal de la novelista y cuentista Julieta García González. Pág. 24

TRESAUTORAS POR DESCUBRIR NARRADORA Y ENSAYISTA, ROSARIO FERRÉ VIVIÓ Y PUBLICÓ A LA SOMBRA DE LOS NOMBRES REFULGENTES DEL BOOM LATINOAMERICANO. A DOS AÑOS DE SU MUERTE, LOS LIBROS DE ESTA AUTORA PUERTORRIQUEÑA CADA VEZ GANAN MÁS LECTORES. PÁGS. 18-19

CUERPOS MARGINALES Y TEMAS PERVERSOS. Nuestra tríada de autoras latinoamericanas poco difundidas se completa con la chilena Diamela Eltit, Premio Nacional de Literatura 2018 en su país, y la brasileña Hilda Hilst, una de las voces más inquietantes de la lengua portuguesa. Págs. 22-23


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18. ContraRéplica. Viernes 12 de octubre de 2018

ROSARIO FERRÉ EL ACERO CANDENTE DEL DISCURSO Ocho décadas de vida habría cumplido a fines de septiembre la escritora puertorriqueña Rosario Ferré. Se trata de una autora singular, dueña de una sorprendente imaginación y que supo plasmar de manera crítica el devenir de la condición femenina en Latinoamérica.

ALEJANDRA AMATTO

E

l 18 de febrero de 2016 las letras latinoamericanas perdían a una de sus más ilustres escuderas. La escritora puertorriqueña Rosario Ferré (Ponce, 1938) dejó un legado de más de una veintena de libros de cuentos, novelas, ensayos y poesía. Entre ellos destacan Papeles de Pandora (1976), Maldito amor (1989), La casa de la laguna (1995), El acomodador: una lectura fantástica de Felisberto Hernández (1986), Fábulas de la garza desangrada (1982) y Sitio a Eros (1980). Escritora precoz (su primer cuento lo escribe a los catorce años), Ferré supo despojarse parcialmente de los privilegios de su origen —su padre, el empresario Luis Ferré, fue gobernador de Puerto Rico en el periodo de 1968-1972— para darle voz a temas y sujetos menos representados en las letras de aquel país. Estudió en el extranjero en el Wellesley College, y se graduó de Bachelor of Arts en literatura inglesa, otra de sus grandes pasiones, en el Manhattanville

College, de Nueva York. Sus estudios de maestría, cursados en la Universidad de Río Piedras (Puerto Rico), la hicieron discípula de críticos y escritores como Ángel Rama, Marta Traba y Mario Vargas Llosa. Allí Rosario Ferré descubrió el poder mediador de la palabra y “el acero candente de su discurso” agitador de la realidad. Esta inquietud se centró en su preocupación en torno de la escritura femenina, sus posibilidades estéticas pero también sus imposibilidades prácticas, lo que la convirtió, junto con otras escritoras contemporáneas como Rosario Castellanos u Olga Orozco, en portadora de un discurso feminista latinoamericano que buscaba “la necesidad de una distancia histórica y de un atemperamiento de los temas feministas por medio de la ironía”. Estos y otros asuntos fueron ejes centrales en uno de sus ensayos más destacados: “De la ira a la ironía, o sobre cómo atemperar el acero candente del discurso”, incluido en 1980 en Sitio a Eros. Si bien todo el libro puede ser considerado una especie de incipiente Ars poetica de la autora, este ensayo explica retrospec-

tivamente gran parte de las decisiones estéticas tomadas por Ferré a la hora de proporcionar voz y acción a sus personajes femeninos, su posicionamiento ante la aristocracia, el sistema patriarcal y la escritura feminista, e indica a sus lectores algunas de las rutas por las que transitará su literatura en el futuro. En su notable análisis, Ferré explora la transición conceptual de la ira a la ironía, en las narrativas femeninas, como un modo contestatario y estratégico de romper con los difusos límites formales y las reglas de juego a las que estas escrituras se han visto expuestas a causa de la segregación genérica: “La ira movió, durante siglos, a innumerables mujeres a escribir sus textos. Pienso en Mrs. Radcliffe, en Mary Shelley, en las Brontë, todas escritoras iracundas que personificaron en sus heroínas enloquecidas y en sus monstruos de origen gótico, los sentimientos de rebelión que experimentaron ante una situación injusta”. Así expone la autora su comprensión de un universo narrativo femenino apabullado por la constante presencia de la

ira, como motor esencial de la revelación artística en la literatura escrita por mujeres. A pesar de la precisión con la que Ferré propone al sentimiento iracundo como primer disparador del impulso escritural femenino, reconoce con inteligencia la necesidad de la transición al código irónico. Pulir la pasión inmediata de la ira, necesaria en una primera etapa de la literatura femenina, para dar paso a la sofisticación del código irónico ha sido desde su punto de vista una de las más arduas, inteligentes y prolíficas tareas del feminismo en la literatura. Ferré predica con el ejemplo y propone un examen intimista sobre esta transición en su propia obra: “Papeles de Pandora, mi primer libro, es sin duda un libro iracundo, que cae dentro de la categoría de esas obras que pertenecen a la primera avanzada de la lucha feminista. […] y por otro lado atacaba también el terror que yo sentía ante mi propia mudez […] Sin esa ira, sin esa indignación que hoy me parece hasta cierto punto ingenua, no hubiese podido jamás comenzar a escribir”.


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Papeles de Pandora (1976) resultó una notable y radical irrupción en la narrativa femenina latinoamericana de los años setenta. De allí provienen varios de sus relatos más afamados. Asimismo, el éxito editorial del libro le deparará en 1979 una segunda edición, en la que se sumará el cuento “La casa invisible”. Años más tarde, en 1991, verá la luz una edición del libro traducido al inglés con un “Prólogo” de Jean Franco, en la que se omitirán algunos de los cuentos primigenios. Papeles de Pandora tuvo importantes ecos en la crítica latinoamericana, que se detuvo en las características “subversivas” de la escritura de Ferré. Su visión sobre el cuerpo femenino, la censura a la discriminación de los homosexuales, las desigualdades sociales y la violencia tanto física como simbólica que padecen las mujeres, son algunos de los temas que deambulan por las historias narradas desde una mirada sagazmente escrutadora. Sobresalen especialmente los cuentos “Cuando las mujeres quieren a los hombres” y “De tu lado al Paraíso”, al igual que el ya clásico “Maquinolandera”. Uno de los más interesantes y estudiados relatos de Papeles de Pandora proviene de una tradición que estará muy presente en la obra de Ferré, tanto en su escritura creativa como en sus investigaciones académicas; me refiero al cuento de corte fantástico “La muñeca menor”. Ferré dedicó la elaboración de sus tesis de posgrado a la exploración de las obras de dos autores nodales en la tradición extraña y fantástica de la literatura latinoamericana: Felisberto Hernández y Julio Cortázar. Ambos trabajos de investigación, de maestría y doctorado respectivamente, derivaron en la confección de dos ensayos académicos muy destacados: El acomodador: una lectura fantástica de Felisberto Hernández (1986) y Cortázar: El romántico en su observatorio (1991). Me interesa detenerme en el primero de ellos. Son muchas las referencias intertextuales que acercan la primera narrativa de Ferré a la obra del autor montevideano —deslumbrador hallazgo que ella conoce en sus clases con Ángel Rama—. Mucho antes de la confección de su tesis de maestría — dedicada a la exploración del relato fantástico de Hernández: “El acomodador”—, su cuento “La muñeca menor” resultó ser uno de los textos en donde

EL CUENTO

Trópico SANTINO CORTÉS las influencias felisbertianas, explícitas y sustanciosas, fueron más claras. Si bien un sector de la crítica dedicada a la obra de Ferré se ha opuesto en trazar caminos demasiado estrechos entre el breve relato de la puertorriqueña y la nouvelle o cuento extenso del uruguayo Las Hortensias, su relación parece nada simple y más que evidente. En Las Hortensias el protagonista masculino, llamado Horacio, se dedica a consumar una de las prácticas narrativas más profesadas en la literatura de Hernández: la cosificación de lo humano y la humanización del objeto. En esta historia la figura femenina es cosificada a través de la paulatina suplantación de María Hortensia, la amada y humana esposa del protagonista, por otra Hortensia: la muñeca predilecta de toda la colección de Horacio, réplica casi perfecta y viva imagen de su mujer, excepto porque Hortensia no habla ni es capaz de expresar sentimientos de ningún tipo, ni insatisfacciones ni quejas. En contraposición a esta premisa, el tributo singular que le dedica Ferré radica en llevar al extremo, en “La muñeca menor”, la filosofía mujer-objeto de la literatura felisbertiana. Para ello Rosario Ferré concibe la historia de una tía vieja, solterona, consentidora de sus sobrinas y representante de una aristocracia en ruinas. Tras haber sido atacada en su juventud por un chágara —que se queda instalada de manera permanente en su pierna, pudriéndola durante años—, la mujer queda incapacitada casi por completo para cualquier tarea: excepto cuidar de sus sobrinas y confeccionarles unas refinadas muñecas de costos y singulares materiales. La particularidad de las muñecas radica en que, año con año, serán sustituidas por una nueva para ir “creciendo” a la par de sus modelos originales. Además, la última muñeca, la que se otorga como regalo de bodas a la sobrina que se casa, será la más singular de todas. Uno de los grandes descubrimientos del cuento es la crueldad con la que la mujer ha sido timada todos estos años por el médico familiar que la atendía. La narración señala cómo el hombre pudo haber extirpado el horroroso insecto marino del joven y bello cuerpo de la tía, pero no lo hizo. De forma macabra se descubre que con esta omisión el ambicioso personaje buscó pagarle

la carrera —durante veinte años— a su hijo también médico y pretendiente de la sobrina menor. Éste se casa con la última representante de la dinastía en ruinas. Se lleva de regalo de bodas a la lujosa muñeca y a la joven a vivir a su casa —a quien exhibe todas las tardes en el balcón como trofeo de la victoria de la nueva burguesía sobre la aristocracia en decadencia— y paulatinamente va despojando de sus piezas valiosas a la muñeca, para comprarse objetos banales y suntuosos. Al final de la historia, y tras un mecanismo típico de construcción del relato fantástico, el médico, pasados los años, se percata que mujer y muñeca son una misma entidad, despojadas de su valor material, llenas de chágaras en su interior. De ese modo, Ferré le arrebata de las manos a Las Hortensias este modelo de la mujer-muñeca propuesto desde la perspectiva masculina, y logra consumar una venganza ejemplar, mediante una vuelta de tuerca al tema de la cosificación femenina y la mujer transformada en objeto, algo nada menor. A la gran cantidad de textos de Ferré dedicados a la reflexión crítica y su tarea académica se le suman novelas, ensayos, poesías y cuentos, más una serie de libros también destinados a la literatura infantil —veta poco explorada y muy significativa en su escritura—. En vida, la autora puertorriqueña fue galardonada con escasos premios, entre los que destacan la beca Guggenheim, que le fue otorgada en 2004. Más allá de estas pocas pero significativas expresiones de reconocimiento por parte del mundo literario, la obra de Ferré fue construyendo un trayecto sólido y notable. Precursora en la exposición de varios asuntos transgresores para nuestras sociedades y firmemente enquistada en la renovación de la tradición literaria feminista en Latinoamérica, su obra es cada vez más leída y reconocida. A dos años de su muerte, sus lectores siguen enlutados por una de las pérdidas más significativas en nuestras letras. Que este pesar, al menos, nos convoque a nuevas y renovadas lecturas de su magnífica literatura.

Alejandra Amatto es catedrática en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Hacía calor, pero no era un calor normal; era ese maldito calor pegajoso del trópico. El aire apestaba a putrefacción, a la putrefacción generada por la tristeza. Harto, harto de la humedad, prendió el ventilador y abrió otra botella de ron para mitigar el hambre; al fin y al cabo su día a día terminaba en nada más que en sí mismo. Prendió un tabaco y el televisor, para después secarse las gotas de sudor que ya le empapaban el rostro. Respiró profundo tratando de olvidar todo. Le dio un sorbo al ron y se transformó en palmera.


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HORAS DE OCIO VERÓNICA BUJEIRO

“ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS”

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nfrentar la enfermedad del otro requiere de piedad y compasión, pero también provoca la inevitable turbación de encarar ese umbral que conduce hacia el punto final de la historia de todo ser vivo. Sólo aquellos que lo han vivido de cerca podrán decir si la verosimilitud con que ha sido tratado por la ficción dramática, adiestrada en melodramas lacrimógenos de vana acción, responde a la experiencia de semejante acontecimiento. El dramaturgo canadiense Daniel Danis incurre en Tierra Océana en una posibilidad de encarar ese duro tránsito a la muerte de un ser querido con una perspectiva que, si bien es melodramática, se presenta en la forma de un acompañamiento lúdico y vital, a través de un texto escénico que se describe a sí mismo como “una novela dicha”. Esta peculiaridad pone el reflector sobre el uso de la palabra en el teatro como un vehículo que utiliza

la presencia del actor en tanto agente que activa la imaginación del espectador. Respondiendo a esta provocación, Boris Schoemann, director y traductor de la obra, apela a un montaje austero que encuentra acomodo cabal en la Sala Novo del Teatro La Capilla de la Ciudad de México. Los actores Antón Araiza y Emmanuel Lapin conviven con la sorpresiva presencia del escritor Francisco Hinojosa, en el papel de un narrador que interviene en la trama. La obra cuenta el giro que toma la vida de Antoine al recibir como regalo de cumpleaños el regreso de su hijo adoptivo, Gabriel, un niño de diez años que padece un “cáncer raro” para el que ya no hay posibilidad de cura. La perplejidad de la situación cimbra al hombre por un momento, puesto que la presencia del niño forma parte de los hábitos de abandono de la madre y ex pareja de Antoine,

pero él rápidamente asume la responsabilidad delegando a empleados de confianza su trabajo como productor cinematográfico. Así puede viajar a la casa del Tío Dave en las afueras de la ciudad, para procurar al infante en sus últimos momentos de un ambiente que el hombre estima cercano al calor y el confort de lo familiar, pues él mismo fue abandonado a las puertas del tío cuando era un niño. Daniel Danis centra la construcción de la obra en peripecias que permiten convivir adecuadamente pasajes narrativos con el verbo dramático, bajo un estilo cercano a la poesía que a nivel práctico permite entrar en las sensaciones y pensamientos de los protagonistas, pese a la abigarrado de alguno de los pasajes. Más allá de su forma, el interés del texto de Danis recae en presentarnos una escenario de hombres que han sido arrojados a asumir el rol de cuidador, regularmente consignado a la

mujer, con efectivos resultados que van de la ansiedad de Antoine por mantener la calma y el orden ante la difícil situación de cuidar a un niño moribundo que le es prácticamente desconocido, a las soluciones insólitas del Tío Dave, como un chamán improvisado que marcará al joven doliente la ruta para emprender un viaje fuera de esta dimensión, la tierra océana del título. Pero es justamente ante este disparatado balance que Gabriel encuentra cariñosamente cobijados su necesidad y su miedo, demostrando a cambio una mesura digna de un sabio que asume su efímero tránsito por esta vida. La austeridad en la puesta en escena de Schoemann asume el reto de presentar un equilibrio entre el tiempo narrativo y el escénico, no sin algunos tropiezos naturales, pues la lectura de un texto no corresponde a las exigencias del espectador ante la acción en vivo, que finalmente resultan bien librados al contar con la experiencia de un actor como Antón Araiza, quien, entre otras virtudes, demuestra cómo se puede transitar en el difícil terreno del melodrama sin caer en el fango de la exageración y a Emmanuel Lapin, que encuentra un modo de habitar la fragilidad de Gabriel de forma sólida y entrañable, sin perder concentración ni ritmo al asumir cómicamente personajes que aparecen y desaparecen de la trama. Ante semejante dupla, el escritor Francisco Hinojosa, quien fue convocado por el director apelando a la naturaleza del texto, se encuentra en desventaja profesional que se compensa por su comodidad en escena y por la protección y solidaridad de sus compañeros, quienes demuestran que el teatro no es más que un juego en el que todos somos cómplices. Aunado a esta presencia literaria se encuentra en escena el piano rojo que perteneció a Salvador Novo, que aporta una atmósfera sonora compuesta por Lapin que se complementa con la muy puntual y efectiva iluminación de Xóchitl González. Tierra Océana posee en su tono amable y esperanzador la cualidad de una obra en la que el espectador se involucra y se conmueve por ser una mezcla entre la complejidad de su tema y su inteligente forma que sugiere la actualidad y potencia de una literatura pensada para la escena.

•Tierra Océana, de Daniel Danis. •Dirección: Boris Schoemann. •Se presenta del 19 de agosto al 28 de octubre en la Sala Novo del Teatro La Capilla, Madrid 13, esquina Centenario, Coyoacán, Ciudad de México, domingos a las 18:00 hrs. •Entrada general: $200 pesos.


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HORAS DE OCIO AL OÍDO

PARA EL LIBRERO

RAFAEL ROJAS

LA POLIS LITERARIA México, Taurus, 2018

La generación de autores latinoamericanos del Boom tuvo en la Revolución Cubana uno de los imanes más poderosos en el terreno de la política. Este ensayo explora el contexto literario de la Revolución Cubana.

AGAINST ME EN CONCIERTO

Margo Glantz

Claudia Hernández

Y POR MIRARLO TODO, NADA VEÍA

ROZA, TUMBA, QUEMA

México, Sexto Piso, 2018 •Perspicaz y erudita ensayista, sofisticada y profunda narradora, Margo Glantz hace una revisión crítica de una realidad muy actual: la proliferación de discursos en el universo de las redes sociales. Glantz se lanza a cuestionar el mundo de nuestro tiempo en una de sus manifestaciones más extrañas.

México, Sexto Piso 2018 •La narradora salvadoreña Claudia Hernández presenta en esta novela el infierno de la guerra civil desde la perspectiva de la niñez. Con una prosa potente y de dotes fulgurantes, Hernández construye la visión de una realidad sociopolítica que trastoca para siempre la inocencia y la sensibilidad de su protagonista. Es Claudia Hernández una autora a la que conviene seguirle la pista.

QUÉ MIRAR

EXPOSICIÓN THOMAS RUFF

EXPOSICIÓN GRÁFICA DEL 68. IMÁGENES ROTUNDAS EXPOSICIÓN SUERTE DE ETERNIDAD

•En el marco de los festejos por su 30 aniversario, la prestigiada revista Artes de México se alió al Taller Experimental de Cerámica para montar esta exposición, que reúne a 16 artistas y 45 platos: Brian Nissen, Magali Lara, Adriana Díaz de Cossío, Irma Grizá, entre otros. •Museo Nacional de Culturas Populares, Ciudad de México Del 6 de octubre al 6 de noviembre

La banda de punk folk hará un recorrido por sus siete discos y presentará adelantos de su lanzamiento de 2018 en la Ciudad de México. • Sábado 13 de octubre. Sala Corona, Puebla 186, Colonia Roma

Reúne 157 piezas entre serigrafías, grabados en linóleo y otras técnicas, a partir de los materiales reunidos por el Grupo Mira, uno de los colectivos de arte político que se consolidó a finales de los setenta gracias a participantes del movimiento. •Museo de Arte Contemporáneo, CU. Hasta el 6 de enero de 2019

Se trata de la primera exposición individual en México de uno de los fotógrafos alemanes más importantes. La fotografía de Ruff parte de la exploración y apropiación de archivos fotográficos de otros ámbitos, como la NASA, que modifica e interviene buscando el punto esencial al que pertenecen. •Hasta el 27 de octubre. Galería OMR, Córdoba 100, Colonia Roma

LUCIÉRNAGA, DE GABRIELA ORTIZ Con libreto de la dramaturga Silvia Peláez, Luciérnaga es una ópera de cámara para soprano, actor, ensamble musical y multimedia que aborda la historia de la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo, quien fue testigo de la ocupación de Ciudad Universitaria en septiembre de 1968. La compositora Gabriela Ortiz ha buscado explorar la realidad interna de la protagonista. • Sábado 13 de octubre a las 17:00 horas. Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario


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Xjhebfhewbjkhb vj jis kjwej, de Daniel Arroio y Micaela Gramajo. Foto de Compañía Proyecto Perla.

HILDA HILST: CARTAS AL PADRE WILSON ALVES-BEZERRA

Considerada por largas décadas sólo una “escritora de culto”, la brasileña Hilda Hilst falleció en 2004 y desde entonces se ha visto revalorada su obra trasgresora e “incorrecta”, en que abordó los temas del incesto, la pornografía y la política

B

rasil no ha sido históricamente muy generoso con sus escritoras. Todo lo contrario. Si se pregunta por las grandes escritoras del país, la respuesta serán siempre unos pocos y repetidos nombres, todos de autoras del siglo XX. En esa lista figurarán la poeta Cecília Meireles (1901-1964), la cuentista y novelista Clarice Lispector (1920-1977) y tal vez la novelista Rachel de Queiroz (1910-2003). A lo largo de la última década, un cuarto nombre empieza a surgir a la memoria: Hilda Hilst (1930-2004) Escritora prolífica, practicó la lírica, el drama y la narrativa con maestría a lo largo de casi medio siglo. En todo ese universo de letras, los temas han sido los más diversos: el incesto, la mística, la pornografía y la política. Sin embargo, la trayectoria de Hilst fue muy particular: nunca produjo bajo el signo del éxito y jamás tuvo en vida una edición de más de dos mil ejemplares. Hija de un rico cafetalero del interior de estado más rico de Brasil, São Paulo — Apolônio de Almeida Prado Hilst, alias Luís Bruma—, que también fue poeta menor de las vanguardias literarias de los años veinte, Hilda no convivió con él casi. El divorcio de sus padres cuando la niña tenía tres años convirtió a Luís para la hija en la imagen idealizada por la madre. Al momento de reencontrarlo, a los 16 años, Hilda escuchó de la boca del hombre que veía por primera vez: “Dame tres noches de amor, sólo tres noches de amor, tres noches de amor, nada más te pido”. Apolônio padecía de esquizofrenia paranoica y pasaba temporadas en hospitales psiquiátricos. En-

tre la imagen construida por la madre y la que el padre le deparó, Hilda Hilst estableció su escritura; alguna vez, al fin de la vida, declaró: “Pude hacer toda mi obra a través de él. Mi padre se volvió loco, su obra se acabó. Intenté hacer una buena obra, para que él estuviera orgullosa de mí”.

▶▶Sin duda, la obra de Hilst se construye

en torno a la figura del padre, como en la serie de poemas en homenaje a un recién fallecido Apolônio, Odas mayores al padre (1966): “En tu ausencia, en casa el perfume de las iglesias. El olor / a castidad antigua de los inciensos, reavivó la alegría de la infancia / y aspiré contigo el perfume menos casto de las iglesias” (IV). El verso final del último poema se convirtió en su epitafio: “Y aunque se cierren las ventanas, padre mío, es cierto que amanece” (VI).

El interlocutor ausente, masculino, la ocupa alguien no nombrado, o Dios mismo, como en su libro Poemas malditos, gozosos y devotos (1985), en el que, con la naturalidad de una Santa Teresa de Jesús, la poeta convierte a Dios en interlocutor cercano. En los versos del poema IX de su primer libro, Balada del festival (1955), ya se notaban los ecos de la mística de San Juan de La Cruz: “Amado, no tan mío / pero tan amado y en noche / transformándose.” Ese hombre ausente, ideal surge también bajo la forma tanto de lo carnal, sexual y la creencia en un porvenir, co-

mo de la unión mística. La sucesión o incluso coexistencia entre lo sublime y lo abyecto es característica de su lírica, como lo observa el poeta y crítico brasileño Claudio Willer. Seguramente, tales temas dificultaron la recepción masiva y el éxito público de la obra de la escritora en vida. Lo sublime y lo abyecto también están articulados con maestría en la novela corta La obscena señora D (1982), en que se interroga, de modo contundente, la finitud del cuerpo, lo divino y el sexo. En su última década como escritora, Hilst rompió con las expectativas de su pequeño universo de lectores, le dio una vuelta más a la tuerca y se aventuró en el universo de lo licencioso. De esa etapa, El cuaderno rosa de Lori Lamby (1990) es la obra más provocativa: se trata de una narrativa en primera persona en la que una niña de ocho años cuenta sus aventuras sexuales con crudeza y naturalidad infantiles, para de algún modo ayudar a su padre, escritor fracasado: “Entonces él empezó a pasar las manos por mi muslo que es muy tierno y gordo, y me pidió que abriera las piernitas. Me gusta cuando me pasan las manos en los muslitos. Entonces el hombre dijo que me quedara quieta, que me iba a besar en la cosita. Empezó a lamerme como me lame el gato, despacito y me apretaba rico la colita”. Parte de la crítica, que la consideraba “escritora seria”, le dio las espaldas, pero su obra pasó a discutirse más en los medios masivos. Hilst insistió en el género licencioso. Cartas de un seductor (1991) es una novela epistolar entre hermanos incestuosos en la que la figura de los padres como objetos sexuales aparece a todo momento, entre citas

de autores tan distintos como Schreber, Cioran, Camus, Mishima y Roberto Piva; una vez más, el lector se ve delante de la dimensión de horror a lo sexual. En la primera década de los años 2000, Hilst conoce el crecimiento del número de lectores y de tesis académicas sobre su obra, debido a la primera edición de sus obras completas por un sello comercial, bajo la dirección del académico Alcir Pécora. Infelizmente, su muerte, en febrero de 2004, impede a la escritora ver el florecimiento del interés por su producción, con cada vez más ediciones y traducciones. Si el destino literario de Hilst se definió, como se sugiere al inicio de este artículo, por la locura de su padre o, como lo dice la propia autora, por la lectura de Carta al Greco, de Kazantzakis, que la habría impulsado a vivir en un rancho aislado de las fiestas de su juventud, no se puede precisar. Sea como sea, que nos sirva de conclusión un fragmento del escritor griego, a manera de epígrafe a la escritura de Hilst, ahora finalmente reconocida como la gran escritora que siempre fue: “—¿Quién te ha dicho que hago obras de arte? No me preocupo de la belleza; la razón es demasiado estrecha para mí, y también la ley. Como el pez volador yo salto fuera de las aguas tranquilas y entro en un aire más ligero, lleno de locura”.

Wilson Alves-Bezerra obtuvo el Premio Jabuti em 2016 por Vertigens.


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DIAMELA ELTIT Cuerpos regimentados VALERIA VILLALOBOS

La autora chilena Diamela Eltit acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura en su país. Así se ve reconocida una trayectoria sólida en el campo de la narrativa y el ensayo que ha cuestionado la violencia que el poder ejerce sobre la vulnerabilidad de los cuerpos.

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omencé a leer a Diamela Eltit por extrañeza mientras vivía en Buenos Aires hace un par de años. La gente que estudiaba literatura conmigo en la UBA rondaba los 60 años y hablaba un lenguaje poroso que se debía a una brecha insalvable entre nosotros: la de haber vivido una dictadura militar. Ingenuamente, curvé mi espalda por meses mientras leía sobre regímenes de facto y veía las películas de dictaduras militares que vendían en el tercer piso de Puán. Así llegué a Lumpérica, la primera novela de Diamela Eltit (Santiago, 1949) publicada milagrosamente en Chile en 1983. Esa novela me inauguró una experiencia fantasmagórica de la dictadura; me mostró la violenciade la Junta Militar desde las opalescencias: las grietas de la ciudad, los cuerpos fracturados y el desesperado deseo de sobrevivir aunque sea precariamente, desestabilizando cualquier versión de la dictadura que tenía hasta entonces. Creí comprender que la brecha que me distanciaba de aquellos estudiantes era el abismo que separa a muchas generaciones en países latinoamericanos hoy: un tiempo incomunicable —que es más un hueco ambiguo— que choca con un territorio hostil: el cuerpo. Así comencé a leer todo lo que me encontré de Diamela, una obra vasta que comprende más de una veintena de libros tenaces y sediciosos. Leerla era como descifrar los papelitos en la calle que con avidez lee Cervantes: una nueva manera de habitar el suelo latinoamericano. El cuerpo como evidencia, como espacio que deja huellas de un poder ejercido, o como ausencia, es uno de los ejes más claros en la literatura de Eltit. Para ella, el cuerpo es uno de los mejores instrumentos que el poder —tanto en tiempos de dictadura como en el imperio del mercado neoliberal— puede tener para constreñir al sujeto. Los cuerpos en la obra de Diamela están “regimentados”: como diferentes, enfermos, enemigos, marginales. En ellos se delata el orden dominante, un deseo incómodo que vuelve incómodo el cuerpo, pero también en ellos puede manifestarse su resistencia. Al explorar esos cuerpos, la autora chilena mantiene su imaginario en los bordes. El manicomio (El infarto del alma, 1994), el hospital (Impuesto a la carne, 2010), un cuarto (El cuarto mundo, 1988; Los vigilantes, 1994; Jamás el fuego nunca, 2007), los márgenes de una ciudad (El padre mío, 1989) o una plaza pública (Lumpérica, 1983; Sumar, 2018), son

ALGUNAS DE SUS OBRAS

La escritora chilena Diamela Eltit. Foto de archivo los espacios preferidos por Eltit para mostrar cuerpos periféricos que buscan sobrevivir. En estos espacios, tanto privados como públicos, siempre vigilados de manera opresiva, el poder articula las posibilidades y modos de transitar de los cuerpos; espacios domesticados por el poder. Para Eltit el poder está en todos lados, no sólo en el Estado. El poder está en los discursos sobre el género, las minorías, lo normal, lo anormal y la patologización, la moda... Para tensar y desestabilizar estos discursos, Eltit acude a figuras fronterizas y difusas: en El cuarto mundo, una persona es habitada por ambos géneros; y en el Impuesto a la carne, una madre y su hija bicentenaria, fusionadas en ocasiones, padecen en un hospital, cuidándose de no ser abusadas por el cuerpo médico. En los personajes de Eltit habitan excedentes que transgreden los discursos. En la búsqueda por no contestar un discurso con otro, Eltit comprende la imposibilidad de dar cuenta de un cuerpo completo y más aún de dar cuenta de una realidad en su totalidad. Sabe que tanto el cuerpo como la realidad son tejidos desmembrados que se perciben sobre todo con el padecer. Por ello, sus obras son fragmentarias, llenas de rupturas léxicas y sintácticas que generan resquicios opacos.

▶▶“Alguna vez me he referido

a la posibilidad de establecer una política de escritura, hacer de la letra un campo político, riesgoso quizás, siempre en curso, por senderos laterales. Eso es. Parapetarse, allí, en el recodo y no salir del recodo, quedarse, permanecer dando vueltas y vueltas, prendida a la dudosa esperanza de habitarlo.

Pero no. Se trata de contener la esperanza. Se trata de centrarse en el deseo de recodo. (...) me interesa teórica y políticamente el despropósito que porta la literatura, su capacidad de dispersión más subversiva” (Los bordes de la letra, 2002). Es en la opacidad y la fragmentariedad de la realidad y los cuerpos donde Eltit provoca una “dispersión subversiva” de la letra y pone en crisis discursos anquilosados sin instaurar nuevos. Eltit —como Beckett con el lenguaje— corre el velo del poder que sostiene la marginalidad y el desamparo para enseñar que detrás de él no hay nada. Valeria Villalobos es escritora y locutora de radio.


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PIEZAS SUELTAS

ELLIMBO JULIETA GARCÍA GONZÁLEZ

Uf, seño”, me dijo el hombre mirando al cielo, “no se va a poder”. Fue tal su aplomo, que tomé por ciertas sus palabras. Empujaba un carrito con tambos, traía una escoba grande y sólida, llevaba un unifor- me naranja que lo cubría por entero y una gorra con el nombre de una banda tropical. Pregunté, tímida, si de veras no había nada que lo pudiera convencer de lo contrario. Negó con la cabeza, los labios muy apretados. “¿Ve estas flechas, en la calle?”, dijo, “Pues yo recojo la basura y limpio de la primera flecha para allá… Y mi compañero va de la segunda flecha para allá”. La calle es peculiar, una cuchilla que se roza con una avenida más bien grande, en un cruce de semáforos que están a la vez cerca y lejos de mi casa. La cuchilla va en un sentido, la avenida en el opuesto. Las flechas indican ambos sentidos en el pavimento, con unos metros de distancia entre una y otra. Vivo en el espacio sin flechas. La limpieza en esta calle confusa —como casi todas en la ciudad— se decidió tiempo atrás. “Ni modo”, me dijo, encogiéndose de hombros. Le pregunté si nadie recogería mi basura, si nadie limpiaría la banqueta o la entrada del estacionamiento, si nadie se desharía de mi familiar aportación a las 13 mil toneladas que esta capital produce a diario. Algo parecido a la piedad asomó a su mirada. Pues no, nadie limpiaría nada ni se llevaría nada. Pregunté cómo hacían quienes antes vivieron en la que ahora es mi casa. Con un mohín de cansancio señaló que sólo Dios podría conocer un misterio semejante. Eso fue hace años, cuando descubrí que vivo en el limbo de la recolección. *

El camión que recoge la basura, uno de los dos mil y pico que hay, pasa a deshoras por estos rumbos.

Se detiene en lugares aleatorios en vista de que sus tripulantes van armados con un cencerro para dar cuenta de su presencia. A él se allegan las personas que no tienen que estar en una oficina, con botes o bolsas. El camión funciona en paralelo a los carritos empujados por otros recolectores y que en esta ciudad, desde hace mucho, tocan el timbre de cada casa, y reciben sus desperdicios. Hay que cazar al camión un par de cuadras, y convenir un precio por el intercambio: basura por dinero. Con los recolectores es distinto: se paga por la comodidad y la cercanía. Se vuelven parte del universo doméstico, saludan al perro, ofrecen servicios no pactados en la tabla de recolección de desechos. Cansada de perseguir al camión durante una tempo-

A también me cuenta que, en ese mismo trayecto, los arbustos están saturados de basura. Arrayanes, piracantos y buganvillas reciben bolsas, papel de aluminio, papel de baño, condones. Como tampoco hay baños públicos, las jardineras están sembradas con botellas que sirvieron para aliviar vejigas. Al señor A le parece increíble y molesto pero, me explica, el problema son las autoridades que permiten, provocan y promueven algo así. “¡La gente!”, me dice ya exasperado. “¿Será igual por toda la ciudad?”, le pregunto, como si no supiera la respuesta. Me mira, se ríe, cómplice. Responde: “Uf, si le dijera”. * Las casas generan casi la mitad del tonelaje de desperdicios. Aunque las cifras son imprecisas, podríamos decir que el señor A forma parte de los 30 mil trabajadores de limpia “oficiales” a los que se suman otros miles que califican de “voluntarios”: a ninguno le toca un trato realmente digno, un salario justo, prestaciones a la altura de los servicios que prestan. Finalmente, se llevan lo que nos avergüenza y nos delata. Lo indeseable. En 2017 le dieron a la flotilla basurera un nuevo carrito.

Rosa, pesado, enano, con el logo de la ciudad y tambos de plástico “que no sirven para nada”, el carrito le resultó al señor A peor que los de fierro mal pintado que llevaban décadas en la colecta.

rada en la que trabajé sin horario, logré un trato con A, al que perseguí, también: mi casa, ya se dijo, queda fuera de todo círculo de acción autorizado a los recolectores. * Platicamos, el señor A y yo, de cómo es la gente. Casi siempre llega ofendido después del fin de semana. Mi casa, en Coyoacán, está muy cerca de una plaza pública muy popular. Las banquetas y las jardineras aparecen los lunes por la mañana tapizadas de olotes, platos de unicel, frascos vacíos de cerveza o tequila, papelitos arrugados, nachos con queso y rajas que fueron a dar al suelo. No existen basureros públicos en los dos kilómetros que hay de la plaza al metro y, los pocos que hay en la plaza, son muy pequeños. El señor A me explica que es a propósito para que los vecinos no los llenen con su propia basura porque, cuando eran más grandes, hasta colchones llegaban a dejar ahí (aunque no cupieran). Ahora, no entran más que unas cuantas latas de refrescos y los conos que los niños no se comieron con su helado. Los vecinos tienen que arreglárselas de otra forma a costa de que la plaza y sus alrededores sean un tiradero. El señor

“Que los empujen ellos”, me dijo, refiriéndose a los mandatarios y delegados, que aplaudieron esa entrega más cosmética que útil. Poco después, él y otros recolectores rescataron los tambos de lámina, modificaron los carritos y los hicieron suyos de mejor manera. La basura colectada en esos carritos no se queda aquí, en la capital, sino que se desplaza al Estado de México y Morelos. Nuestra ciudad paga miles de millones de pesos anuales para ocupar con sus desechos a las entidades vecinas. No somos capaces de enfrentar nuestros desperdicios, tenemos que sacarlos: de la casa, del barrio, de la ciudad. Estamos también en otro limbo. La ciudad es tan grande, que no puede compartir espacio con su propia basura ni sabe cómo transformarla. Mientras tanto, el señor A viene a contarme —divertido, cercano, otra vez cómplice— de las cosas inimaginables que hace la gente para desaparecer su basura.

Julieta García González es autora de la novela Cuando escuches el trueno (Literatura Random House, 2017).

DIRECTORIO Viernes Cultural, suplemento de Contra Réplica

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