Palestina vive

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mucho más que suerte

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Su idea era muy acertada, y la elogié. Empezamos a llenar la zanja durante algo más de media hora y luego la atravesamos, enfilando los coches hacia la carretera general, con el puño en alto y gritando: ¡Viva Palestina! Eran más o menos las dos de la tarde cuando de nuevo nos paramos ante la verja de Qalandia. Cuando el soldado profirió «prohibido», me puse a chillar. Él se quedó estupefacto, y otro soldado me apuntó con la ametralladora. «¡Increíble! Nuestros chillidos les alarman más que sus propios actos», me dije. Cogí, me baje del coche, y tapé con mi pecho la boca de la ametralladora, con los brazos extendidos como un Cristo crucificado. —¡Venga, disparad, que disparéis, a ver! —grité. Una reportera de Al-Yazira corrió hacia donde estábamos micrófono en ristre, y los cámaras la siguieron. Un soldado salió corriendo de la caseta que estaba al otro lado de la carretera, nos pidió la documentación, que nos devolvió en el acto, y nos hizo señal de que pasáramos. Me callé, los ojos fijos en sus labios, rogando en silencio un comentario. Esperaba que dijera: «Loca», era lo que más deseaba... Pero él permaneció callado, parecía triste, no sólo triste, más que triste. ¿Será que mi historia es tan triste? No lo es, y además he intentado ali-


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