Diario de un médico loco

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Leonidas Andreiev

do pisapapeles de bronce, y, mirando primero a Alejo, luego al objeto, pregunté: –¿La cabeza? ¿Has dicho la cabeza? –Sí, la cabeza. Un día cogerás un objeto como ese, y todo habrá terminado. –Aquello se hacía interesante: justamente era aquella cabeza la que yo me proponía hacer pedazos con aquel objeto, y precisamente aquella cabeza estaba pensando en el modo como la cosa sucedería. Pensaba en ello con una sonrisa de indiferencia. Hay gentes que creen en los presentimientos, figurándose que la muerte envía por delante de ella mensajeros invisibles–: ¡qué tontería! –No parece natural que se le pueda hacer daño a nadie con este objeto– dije yo–. Es demasiado ligero. –¿Qué dices? ¿Que es demasiado ligero?– contestó Alejo excitado. Me quitó el pisapapeles y, blandiéndole con la mano cerrada, lo agitó en el aire varias veces–. Ensáyate. –Ya lo veo, ya. –No, no lo ves. Cógelo así, y verás. 82


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