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Director editorial Julio César Álvarez Director de arte Diego Chamorro Coordinación de secciones Coordinador pensamiento Jorge Villasol Coordinador música Eduardo García Coordinador cinema Esther G. Couso Coordinador literatura Paula Baldó Comunicación y prensa Esther G. Couso Fotografía Manuel Sardá (págs. 2, 8, 24) Hugo Alonso (págs. 34, 36-37, 48) Txema Ramos (pág. 15) Colaboraciones en este número Ricardo Adalia, Héctor Alonso, Luis Artigue, Juan Castellano, Julia Cubillo,Elpitrio, Irene Ferradas, Maribel G. Vasco, Benito Martínez, Vicente Muñoz, Javier Ordás, Jorge Pascual, Alberto R. Torices, Rafael Saravia, Natxo Sobrado, Raúl Suárez, Esther del Valle. Logotipo Mireia Moya Redacción y Publicidad C/ Cid, 14 bajo - 24003 León Telf. 987 22 90 91 Contacto electricoazul@gmail.com info@azulelectrico.es facebook azul eléctrico cultura subterránea myspace www.myspace.com/somosazulelectrico

Premisas Ejemplar gratuito. La publicidad costea todos los gastos de la publicación. Ningún creador y colaborador se beneficia económicamente de la misma. No existe posicionamiento político. Creemos y defendemos toda forma de arte. Apostamos, en igual medida, por la forma y el contenido. Escritura esencialmente libre, creativa e independiente. La publicación ofrece textos originales relacionados con la cultura contemporánea de difícil acceso en la mayor parte de los casos.

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Formas instaladas y derivas estéticas de violencia

Portada Fotograma modificado perteneciente a Chicas, chicas, chicas! (Girls, Girls, Girls!, 1962), segundo de los filmes de Elvis Presley en Hawaii. En la imagen, Presley golpea con fuerza a Jeremy Slater. Desde su paso por el ejército y tras sus apariciones en televisión con figuras como Frank Sinatra, Elvis había ido perdiendo progresivamente crédito entre el público más ortodoxo del rock n´roll y su imagen era ya parte del entertainment más oficial. Todas las películas le mostraban siempre bondadoso, altruista y comprensivo. El uso de la violencia era justificado en todas sus escenas. Contraportada

Diseño y maquetación

Vendajes adhesivos.

Periodicidad cuatrimestral Depósito legal: LE-1560-2005

*azul eléctrico es la traducción en castellano de un pequeño extracto de la composición “Sound And Vision” incluida en el álbum Low (1977) de David Bowie.


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De cómo violentar la violencia A pesar de la insolvencia conceptual que me caracteriza, hoy las ideas se me han agolpado en las mientes de tal modo y manera que me he visto impelido a teorizar sobre un asunto decisivo para el futuro mundial. Y la combustión especuladora ha comenzado con el vislumbre de dos hechos ineluctables. Primero: que la violencia es una realidad y persevera fieramente en su existencia. Y segundo: que por naturaleza los humanos somos animales que gustan de juntar palabras con múltiples propósitos. Por tales motivos he considerado un deber construir una modestísima propedéutica para prevenir la violencia (física o incorpórea) derivada de los desencuentros con nuestros semejantes tras esas acaloradas discusiones en las que toda persona digna de serlo necesita participar para enderezar o torcer cosas y, así, sentirse vivo: 1) Como es notorio, la naturaleza ha equipado desigualmente a todo ser humano con una determinada proporción de inteligencia y humor. En los lances verbales es vital ser consciente de las limitaciones naturales que nos adornan y no atacar arteramente las ajenas ni consentir ser infamemente asaltados por un frente tan alejado de nuestra voluntad. Los conocimientos, en la medida en que su adquisición y disfrute dependen parcialmente del esfuerzo de cada cual, deben delimitar el campo de juego. No embistan a las personas cual morlaco desnortado; enreden juguetonamente con sus ideas. Y si siempre estamos prestos a certificar la oligofrenia en los demás, ¿por qué regatear la excelencia ajena en el pensar y/o en el decir cuando es de ley hacerlo? 2) Es una gran ventaja saber que las ideas que revolotean en nuestro cerebro, como si fuesen un ser natural más, tienen en sí su principio de cambio (nacimiento y corrupción). Aquel que rumbosamente jura amor inmortal a una idea desprenderá invencible hediondez conceptual tarde o temprano. No tema mudar de opinión. En este mundo infecto nada hay que permanezca eternamente; y a fe mía que las ideas no provienen de un mundo paralelo, perpendicular u oblicuo a éste.

3) Aquel que considera que (y actúa como si) las discusiones debieran vencerse es, sin duda, un rufián y un violento (primero en potencia y más tarde, seguro, en acto). Aléjense de él/ella/ello. Conceder, convenir, condescender, consentir, y todo verbo de similar pelaje que se les ocurra, son de imprescindible conocimiento y ejecución si queremos conservar, fortalecer o forjar amistades tras un intercambio de palabras. De nada sirve guerrear como si se fuese a conquistar algo, ni actuar “unamunianamente” y llevar la contraria por deporte. 4) En un debate es el bien de más alto valor desatar hostilidades contra la seriedad, ya sea propia o ajena. La gravedad y la circunspección no son más que ladinos bribones que se sirven de su recia fachada para ocultar su lastimoso andamiaje de conocimientos e inteligencia. Si precisan de un arma de puntiagudo talante siempre presta para pinchar sin necesidad de cortar, avituállense de humor y dispénsenlo con moderación. ¿No les parece que si todo ser de apariencia humana se condujera con tan conspicuas reglas no cabría violencia alguna en este mundo? Sí, ya sé que es una utopía, pero de eso ya hablamos en otro número. Jorge Villasol


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Diccionario de mentes ilustres

Sigmund Freud

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“La agresión es devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo”

Si existe un gran visionario del siglo XX, además de conocedor profundo del “alma” humana, ese es, sin duda, Sigmund Freud. Sus múltiples defensores y detractores hablan siempre a las claras de su plena actualidad, para bien o para mal, a la hora de intentar seguir comprendiendo al hombre y el mundo en que habita. Muchas de sus tesis, algunas con más de cien años de singladura, siguen creando controversia y provocando hoy. No sería exagerado afirmar que sin Freud no existiría la psicología y la psiquiatría contemporáneas. De hecho, sería también terriblemente insensato no tener en cuenta la visión freudiana sobre la violencia y la agresión en estas páginas. Jacques Lacan llegó a afirmar que nadie había comprendido perfectamente al padre del psicoanálisis. Eso mismo pretende este texto, intentar comprender en parte uno de los textos más vivos del profesor vienés, El malestar en la cultura (1930). Freud posee una amplia obra escrita, lo que ha hecho que algunos de sus textos cuenten con una validez esencial y otros hayan perdido crédito progresivamente. Entre los primeros destacaría La interpretación de los sueños, que publicó en 1900 para que nadie olvidara su fecha de edición, Psicopatología de la vida cotidiana (1901) o el ya citado El malestar en la cultura. Unos años antes había publicado El porvenir de una ilusión (1927), que aborda temas próximos, pero, para sorpresa de Freud, El malestar en la cultura logra un importante éxito, pese a que lo relativiza


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sufrimientos, martirizarlo y matarlo”. Ahí están las guerras y la propia vida para confirmarlo. Todo lo anterior hace que la sociedad siempre esté al borde de la desintegración. Lo que practica la cultura, asegura Freud, es la utilización de “formaciones reactivas psíquicas”, es decir, “vínculos amorosos coartados en su fin…restricciones de la vida sexual…”. El uso del tabú, la ley o las costumbres crearán otras nuevas limitaciones y harán el resto. Según Freud, la cultura “se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo”, coartando los deseos sexuales del adulto mediante la previa severidad con la sexualidad infantil como labor preparatoria. La sublimación de los instintos o la renuncia a los mismos será la base sobre la que se sustente todo ello. La cultura imposibilita pues la felicidad, que será temporal y estará limitada por la constitución personal. El sufrimiento, por otra parte, amenaza desde varios frentes: desde el cuerpo (condenado a la decadencia y la aniquilación), el mundo exterior (las fuerzas destructoras) y las relaciones con otros seres humanos. Muchas veces, asegura, la finalidad es evitar el sufrimiento, relegando a un segundo plano lograr placer. Luego, claro, quedará la “narcosis” del arte, el aislamiento monacal o el intelectual…pero todas las opciones están condenadas al fracaso, ya que el principio de realidad se impone y resulta un rival imbatible, en todo caso, aconseja Freud, “no hacer depender toda satisfacción de una única tendencia”. En el caso de que fracasen estas tendencias, al individuo sólo le queda la neurosis (mal de extensión sin límites en el mundo contemporáneo) o la desesperada revuelta interna que es la psicosis. Pocas soluciones verdaderamente efectivas, la única, tal vez, regresar a una comunión un tanto utópica con la naturaleza. Una idea escapista que a todos se nos ha pasado por la cabeza. Julio César Álvarez

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pronto, y ve en este breve ensayo conclusiones excesivamente sencillas. Tampoco es que sea uno de sus textos mejor narrados o mejor cohesionados, pero posee una infinita y quizás instintiva atracción el concepto de “malestar” global, derrocando los términos positivos y tópicos habitualmente asociados a la vida civilizada. Estructurado en ocho partes, este ensayo es, en la práctica, divagaciones medianamente organizadas, pero llamativamente certeras por naturales. Podría afirmarse, simplificando, que El malestar en la cultura es un tratado freudiano sobre la relación del hombre con la sociedad y su imposibilidad de ser (verdaderamente) feliz. Freud observa que en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie y la agresión. De hecho, la cultura vendría a ser una especie de pacto de no agresión (semi-fallido) de sus integrantes. Esa presión civilizadora irá aumentando hasta hacerse insoportable. No es extraño que los surrealistas, los continuadores artísticos del planteamiento psicoanalítico, hubieran declarado, no sin cierto placer provocador, que “somos, seguramente, bárbaros, ya que ciertas formas de civilización nos dan asco“. El malestar en la cultura pone su mirada, también, en la religión y su parte de responsabilidad en la conformación de la cultura. Durante todo el texto hace hincapié en el valor de la ciencia, contrario a la religión, restando importancia a esta opción infantil para lograr la felicidad y evitar el sufrimiento (“Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación de un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo”). Freud ve en el dios religioso, al modo de Nietzsche, algo demasiado humano, una exaltación de la figura del padre, que comprende nuestras necesidades, ruegos y penitencias. Algunos, llega a afirmar, no serán capaces de superar esta concepción del mundo. La relación entre el hombre y la cultura es esencialmente trágica (“si la cultura quiere mantenerse en pie, no tiene otro remedio que limitar las disposiciones agresivas de los individuos, a fin de que los lazos libidinales que amalgaman su entramado puedan establecerse”), por tanto, la cultura empleará todas las herramientas posibles para el control, especialmente el autocontrol, en una “exaltación del sentimiento de culpabilidad”, pero el hombre, no lo olvidemos, requiere paradójicamente de la cultura para su desarrollo vital actual. El hombre, indefectiblemente, se moverá entre la opción de agredir al otro o agredirse a sí mismo. No puede negarse que posee cierta disposición instintiva agresiva, por lo que muchas veces el otro es “un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle


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Justificar la violencia Siempre que pienso en la violencia y sus muchas manifestaciones, hay una idea que se me presenta de manera recurrente y que, por fin, creo ser capaz de ordenar y dar forma. La idea (no nueva, ni descubierta por mí, desde luego) es que nuestras sociedades tienden a buscar explicaciones de todo tipo que sean capaces de dar cuenta, de poner de manifiesto las causas y motivaciones que llevan a los individuos a comportarse de manera violenta. El hecho de que necesitemos explicarnos la violencia no es algo malo o indeseable en sí mismo. Muy al contrario, la tendencia a buscar causas, justificaciones, regularidades,… es consustancial al ser humano y ha dado como resultado los principales avances científicos y técnicos de la humanidad. Pero hemos de ser cautos e identificar la fina línea que separa la explicación de la justificación. Cuando vemos en las noticias que en un instituto de determinado país un joven la ha emprendido a tiros contra compañeros (a los que no conocía, pero despreciaba y consideraba responsables directos o indirectos de su marginada existencia), la primera reacción es de consternación por las víctimas. Después, tratamos de indagar un poco más, guiados por la curiosidad, el morbo o la necesidad. Comenzamos a leer datos de aquí y de allí: que era un chico normal (o que, por el contrario, gustaba de juegos violentos y era un asocial), que su familia apenas se ocupaba de él, etc. Estos datos comienzan a arrojar luz sobre los hechos y devienen sumamente “tranquilizadores”: o bien el chico en cuestión parecía normal pero no lo era (a juzgar por sus belicosas aficiones); o bien ya se veía que era una persona extraña (probablemente víctima de alguna enfermedad mental que le impedía empatizar con los demás). Si todo esto no fuera bastante, siempre nos queda recordar que este tipo de sucesos suelen tener lugar en países sumamente permisivos con la tenencia de armas y, por tanto, muy diferentes del nuestro. Además, el recurso a la facilidad de acceso a las armas suele ser el que más convence a la hora de explicar lo inexplicable. Ahora bien, demos por bueno que la tenencia de armas facilita el asesinato, algo que parece obvio, al menos si lo consideramos desde un punto de vista técnico. ¿Es esta una causa suficiente del acto violento? La respuesta es igualmente obvia: no. Sin embargo, eso no hace que desistamos en la búsqueda de explicaciones, siendo el siguiente paso el que responsabiliza a nuestras atomizadas, individualistas e insolidarias sociedades. Se trata al fin de un mal estructural respecto del cual poco podemos hacer. Suponiendo lo anterior, parece que la violencia o bien es cosa que nos atañe sólo en tanto en cuanto la padecemos; o bien se considera un mal endémico de nuestras sociedades, un pequeño peaje que hemos de pagar a cambio de otras muchas ventajas, pero que, en todo caso, representa un porcentaje residual y controlado de nuestros muchos

actos sociales. Y resulta que esta explicación nos seduce y sirve incluso de justificación autoculpable y paradójicamente exculpante del pobre agente perpetrador de los hechos, al que apenas sí le quedaba otra salida en su aislamiento e incomprensión. Por otro lado, casi idénticas conclusiones pueden deducirse si hablamos de actos de violencia colectiva, de manifestaciones radicales de odio que se repiten, cada vez con más frecuencia, por ejemplo, en barrios fuertemente deprimidos cuando las tensiones sociales latentes se desatan. Una vez perfilados los contornos del problema, déjenme echar mano de un par de conceptos filosóficos que estimo puedan sernos de gran utilidad para descomponer el problema en las partes pertinentes. Leibniz, en su intento por conciliar la philosophia perennis y los philosophi novi (es decir, poner en valor la necesidad de los grandes conceptos filosóficos como categorías explicativas de la realidad, al tiempo que se toman en consideración los nuevos descubrimientos científicos), hace uso de la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Las verdades de razón son necesarias y se fundan en el principio de no contradicción. Las verdades de hecho son contingentes, se establecen a partir de la experiencia y se fundan en el principio de razón suficiente. En las verdades de razón su opuesto es imposible, son verdades analíticas, lo que significa que basta analizar el sujeto de una proposición para descubrir el predicado que le conviene. Las verdades de hecho son, por el contrario, sintéticas, es decir, no basta con que analicemos el sujeto de las proposiciones que las enuncian para encontrar el predicado adecuado. Un ejemplo de proposición analítica es “el todo es mayor que las partes”. Una proposición sintética es toda aquella que enuncie actos humanos (“un chico disparó ayer a cinco compañeros de clase”), pues respecto de éstos bien somos capaces de imaginar que podrían no haberse producido. El problema surge cuando intentamos, como ya lo hicieran algunos críticos de Leibniz, asimilar las verdades de hecho a verdades de razón.


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Volviendo a nuestro caso, esto consistiría, por tanto, en justificar los actos violentos como ineludibles, en virtud del determinismo de las circunstancias, e incluso en explicarlos como consecuencias necesarias deducidas del simple análisis del sujeto (aunque siempre hagamos la trampa de realizar dicha deducción a posteriori respecto del acto violento). Todo esto además en perjuicio de entender los actos humanos como verdades de hecho y, por tanto, tan perfectamente concebibles y evitables como sus opuestos. Pues bien, ya Leibniz nos previno de la inconveniencia de realizar tal asimilación. En el mundo humano no disponemos del intelecto que haría falta para retroceder infinitamente en la serie de causas que nos llevara desde la afirmación de la necesidad de una causa suficiente que dé cuenta de un determinado acontecimiento hasta su identificación con una verdad analítica. Por otro lado, aun cuando podamos discutir lo anterior largo y tendido, cabe hacerse una pregunta más: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en la serie causal con tal de eludir nuestra responsabilidad? Kant, en su fundamentación de la moral, parte de lo establecido en la Crítica de la Razón Pura (1781), cuando en la tercera antinomia nos deja sin razones para afirmar la existencia de una causalidad libre, al margen de la causalidad necesaria del mundo fenoménico. Además, demuestra que en el ámbito teórico tal afirmación es imposible, pero sostiene la necesidad de presuponer dicha libertad en el ámbito práctico si queremos cimentar la moralidad. La cuestión se traslada ahora hacia determinar qué tipo de libertad es la que necesitamos suponer como base de la moral. La solución de nuestro autor será la de suponer que la serie causal tendente al infinito que da cuenta de los actos humanos, solo puede verse interrumpida por una voluntad libre que afirma su responsabilidad moral respecto de los hechos. La serie se rompe y la moral comienza cuando alguien afirma: “yo soy responsable”. No hay ya, por tanto, la necesidad de retroceder hacia el infinito buscando explicaciones, sino la de designarnos libremente responsables, en el sentido kantiano, de nuestros actos, fundando así la moralidad en nosotros mismos. Desgraciadamente, tal vez sí se trate de un mal endémico nuestra predominante tendencia a buscar explicaciones lo más lejanas posible a nuestra responsabilidad respecto de aquellos actos violentos que nos horrorizan y avergüenzan. Esther del Valle

Sangre y números No sé hasta qué punto es adecuado mirar con ojos acusadores a los científicos que participaron en el llamado Proyecto Manhattan, proyecto secreto sobre energía y armas nucleares que ostenta el macabro honor de haber desarrollado la investigación y el primer ensayo atómico exitoso en la base de Alamogordo (Nuevo México, Estados Unidos). Bien es cierto, por otro lado, que no pocos atribuyen a este proyecto el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero cabe cuestionarse si el precio pagado fue excesivo. El grupo de científicos que llevó a cabo las pruebas estuvo dirigido por J. Robert Oppenheimer, y agrupó a algunas de las mentes más brillantes del siglo XX, como Enrico Fermi o Richard Feynman. El hecho de que la Alemania nazi liderase la investigación atómica en los años que precedieron a la guerra, fue determinante para que numerosas mentes de altura, pacifistas e izquierdistas en su mayoría, y exiliados judíos muchos de ellos, se plantearan como un reto central el conseguir la bomba antes que los alemanes. El mismo Albert Einstein firmó una carta redactada por Leó Szilárd (científico judío refugiado en EE.UU.) antes del inicio del proyecto para convencer al presidente Roosevelt de la necesidad de establecer un programa de este tipo. Esta fue, sin embargo, su única implicación en el proyecto. La bomba atómica se probó por primera vez en el desierto de Nuevo México en julio de 1945. Esa prueba recibió el nombre de “Trinity”. Tras el éxito de este ensayo, el gobierno de Truman se encontraba en una disyuntiva: invadir Japón o utilizar la bomba atómica para persuadir su rendición, ésta última fue su elección. La bomba “Little Boy” estalló en Hiroshima el 6 de agosto de 1945; “Fat Boy” lo haría tres días después en la ciudad de Nagasaki. Cientos de miles de civiles murieron en el acto, y otros tantos sufrieron enfermedades y malformaciones en los años posteriores. Mucho se ha escrito acerca de los remordimientos que acompañaron a Oppenheimer hasta su desaparición en 1967. Una de sus frases más citadas, reza: “Con la invención de la bomba atómica he llegado a ser la muerte, el destructor de mundos”. Sin embargo, la historia no se decide a la hora de calificar al Proyecto Manhattan de error o éxito científico. Mi impresión es que son mayoría los que aplauden sus resultados, al menos como alternativa a un indefinido mal mayor. Me cuesta emitir un juicio, sin dejarme llevar por el entusiasmo científico o el sentimentalismo. Sólo me atrevo a resaltar la importancia de plantearnos, en la escasa medida en la que esto es posible, cuáles pueden ser las consecuencias de nuestras pequeñas o grandes ideas. Maribel G. Vasco


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Das Skandalkonzert Gracias a un feliz encuentro en una librería he conocido los curiosos acontecimientos que sucedieron un 31 de marzo de 1913 en la ciudad de nacimiento del compositor Alban Berg. Aquel día se planeó celebrar un concierto en la Musikverein de Viena. Incluía los Kindertotenlieder (“Canciones para los niños muertos”) de Gustav Mahler, pero la orquesta no llegó a tocar la pieza. El recital, dirigido por Arnold Schoenberg, agrupó diferentes obras de pupilos de éste, asi como otras que guardaban relación directa con la música atonal y composiciones del único maestro musical de Schoenberg: Alexander Zemlinsky. El momento álgido del concierto llegó con la canción compuesta por Berg: “Über Die Grenzen Des All” (“Más allá de los límites del universo”) perteneciente a los Altenberg Lieder op. 4, un conjunto de canciones sobre la base de textos del poeta vienés Peter Altenberg. La temática principal va del alma humana al sexo femenino. Ambos compartían gustos e ideas comunes sobre la sociedad urbana vienesa, así que parece razonable que Berg se inspirase en los aforismos de Altenberg. “Más allá del los límites del universo” es el tercer Lied del ciclo de Berg y, hasta ese momento, el público asistente había podido “apreciar” a los cantantes murmurando las letras, en vez de cantarlas a voz completa. Algunas melodías se tarareaban con la boca cerrada y los labios apretados como hacen los niños cuando tienen una pataleta. Esta pieza se encuadraba dentro del sistema dodecafónico, el nuevo sistema propuesto por Schoenberg por el que es considerado un revolucionario, pero su alumno Alban Berg fue todavía mucho más allá empleando el nuevo lenguaje músical. Parte del público empezó a reírse cuando una sección de la orquesta tocó un acorde de doce notas al unísono. Entonces la violencia se propagó entre las butacas. Richard Strauss llegó a afirmar que la música más armoniosa de la tarde había sido el sonido de la pelea. El impacto y el revuelo que se montó con la música de Berg fue grandioso. Finalmente la policía tuvo que hacer acto de presencia después de varias tortas y puñetazos. Al día siguiente, la noticia aparecía en los medios escritos. Dice Anthony Storr, en La música y la mente: “La música provoca respuestas físicas similares en diversas personas y al mismo tiempo. Ése es el motivo por el cual puede inducir a la reunión de un grupo y crear una sensación de unidad”. En nuestro caso negando la sentencia completa se llegar a entender qué es lo que sucedió. Tendríamos que decir: la música provocó respuestas encontradas en las personas que acudieron al concierto del escándalo y el sentimiento de unidad brillo por

su ausencia. Alex Ross, autor de El ruido eterno lanza también su hipótesis después de narrar los hechos de la Musikverein. Para Ross la física propia de los sonidos atonales resultaron en la revuelta acontecida en el concierto. Bastante fácil de entender por otra parte. Hay estudios que relacionan las frecuencias graves con la falta de apetito, las nauseas y los mareos. Cuando te acercas a los speakers de una discoteca te tiemblan los pantalones y el estómago, y el cerebro rebota contra las paredes craneales al ritmo del bombo. A mí personalmente me encanta esa sensación de vacío en el bajo vientre. Además las frecuencias de un sonido interactúan con las de otros provenientes de otras fuentes: cancelándose o superponiéndose, sumando efectos en el oyente. Los acordes de “Más allá de los límites del universo”, refuerzan impresiones y afligen el oído. Puede leerse otro estudio en este sentido del alemán Hermann von Helmholtz, Teoría de las sensaciones tonales (1863). La emoción que provoca escuchar esta música es especial. Al escuchar otra obra de la época como es el Prélude à L’Après-Midi D’un Faune de Claude Debussy algo no encaja pero el resultado es brillante. Su sonoridad evoca drama y tristeza. Esas notas del fauno echando la siesta influenciaron la música de Bernard Hermann, y podemos rastrearlas en el español Alberto Iglesias. Algo perturbador se esconde tras ellas. Eduardo García


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ferocidad animal Se suele decir en los tratados medianamente serios de música popular que a partir de Elvis Presley, el oyente ya no sólo quería escuchar música, también deseaba ser espectador de un torrente energético igualmente visual, entrelazado ya indefectiblemente. Si ello es así (y no tengo muchas dudas de que lo sea), en el caso de James Newell Osterberg Jr. (autodenominado “Iggy Pop”) todo lo dicho se eleva a la enésima potencia. La Iguana es, nunca mejor dicho (y no creo que haya muchas dudas a este respecto), el mayor animal escénico que ha dado el hombre. Verle moverse crea en el espectador una extraña sensación, una especie de catarsis colectiva de explosión e instinto puro. Todo el que lo ha presenciado lo sabe. Rock de verdad. Rock animal y violento (especialmente en sus inicios; todo decae o acaba pareciendo un simulacro espectacular). La historia de The Stooges nace con el detritus urbano y automovilístico de Detroit a finales de los 60, en pleno sueño hippie. Sus actuaciones, ya desde el comienzo, contenían una alta carga de rabia, lo que adelantó para muchos el estallido no future punk. Las actuaciones de ese líder carismático no pasaron desapercibidas para casi nadie. Especialmente cuando se untaba de crema de cacahuete o carne de hamburguesa, pero sobre todo con sus cortes por el torso desnudo (seña de identidad visual de Iggy Pop). Sus genitales eran habitualmente mostrados al público, todo lo contrario, claro, al sueño “buenrollista” flower power de la costa oeste (quizás sólo con la excepción matizada de The Doors). Tampoco pasaron desapercibidos para un atento Danny Fields, cazatalentos de Elektra Records. Los hermanos Asheton, Ron y Scott, y Dave Alexander acompañarán a Iggy en el primer álbum de estudio de The Stooges, el homónimo y legendario The Stooges (1969). Contenía la infinitamente versionada y todavía actualísima “I Wanna Be Your Dog”, hit paralelo que definía a la perfección la filosofía estética y minimalista (sucia, por supuesto) de la banda. La reacción de crítica y público fue dispar, aunque hoy día ese disco se considere, sin ningún tipo de interrogante, una pieza fundacional del protopunk. El segundo disco con Elektra, Fun House (1970), hizo más arisca y distante su propuesta, convirtiendo Fun House en un LP imprescindible para entender esto del rock con guitarras, con múltiples herederos y algún que otro hijo bastardo (además de malcriado). Ver todavía algunas imágenes de Ron Asheton vestido con el uniforme nazi no deja de ser una provocación de tintes máximos, de hecho ese mismo gesto sería reivindicado por los Sex Pistols y por mucha de la fauna inglesa punk del 77; y no por filiación pro-fascista, sino por la simple y pura provocación al que mira. Era necesario reaccionar, de la no violencia se pasará a la reacción enfrentada.

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Julio César Álvarez

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Alexander el primero, y posteriormente casi toda la formación de The Stooges, comenzaran a introducirse en una elipsis inagotable con los estupefacientes, especialmente con la heroína. La decadencia era tan visible que Elektra rompe los acuerdos con el grupo. Después de una etapa errática, Bowie lanza su mirada y su amistad sobre Iggy Pop, ayudando a que Columbia fiche a los Stooges para grabar Raw Power (1973). El impulso Mr. Bowie se notó en prácticamente todos los aspectos, desde la producción (más al estilo del Camaleón) a la nueva estética de Iggy Pop, glam y afeminada. Aunque Raw Power es incontestable, Iggy Pop mostraría su descontento con el sonido del álbum haciendo circular posteriormente una versión pirata de título Rough Power y que vio la luz en 1995. En la etapa de los 70, Bowie hizo de salvador de otra figura indispensable del underground neoyorkino, propulsando una nueva imagen de Lou Reed, el otrora líder The Velvet Underground: la única banda que podía competir de tú a tú con la intensidad y agresión de The Stooges para la época. Eso hace que los amantes de la música popular le debemos mucho a David Bowie y a su regeneración de las leyendas en caída libre de ese periodo, calmándolas y ofreciendo un nuevo lavado de cara. Las drogas y el caos iban haciendo mella en el grupo. Eso no impidió que llegaran a hacer algunas grabaciones que luego se conocerían como The Detroit Rehearsal Tapes y que muy seguramente se convertirían en parte del cuarto disco de la banda. No pudo ser. Poco a poco, los problemas de Alexander se intensificaron, especialmente con el alcohol, tanto que fue probablemente lo que originó su fallecimiento en 1975. Se probaron nuevos miembros, se cambiaron instrumentos, vanos intentos, ya que la formación estaba tocada de muerte. En 1975 The Stooges se despedazaba. Su último concierto finalizaba en pelea entre el grupo y unos cuantos moteros. La grabación que lo recoge, Metallic K.O., es el mayor caos sonoro que particularmente he podido escuchar. Es como un puñetazo directo a la boca del estómago. El mayor enfado posible en un grupo de músicos. No fue casualidad que Sex Pistols, cuando dieron su “último” concierto, el último grito “real” fuera “No Fun” de The Stooges; todos tenían a los chicos de Detroit como el modelo de autoinmolación perfecto, la credibilidad sin límites. Luego, claro, como el mundo no es perfecto, habría giras seniles de ambas formaciones. Las leyendas que sobreviven es lo que tienen.


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desgarrando el aire para siempre Después de unos cuantos números y tantas referencias, es el turno de repasar la discografía de uno de los mejores grupos del rock contemporáneo, Hüsker Dü. El trío que formaba Hüsker Dü, estaba compuesto por el guitarrista y vocalista Bob Mould, el bajo Greg Norton y el batería-vocalista Grant Hart. Se formaron en 1979. Los tres se conocieron en una tienda de discos (las de antes, no el itunes actual) donde dos de ellos trabajaban y, como en una buena película, decidieron montar su banda, copiando el nombre a un juego de mesa para niños de la época. Hüsker Dü, influidos por bandas de esos años como D.O.A., Dead Kennedys, Dead Boys, Wire o los Minutemen, perfilan su estilo en su propio sello Reflex. El grupo debuta con un sonido hardcorepunk que rezuma furia e intensidad por todos sus costados, escupiendo vísceras a cada golpe, transmitiendo la sensación de estar sacando algo de lo más profundo de las entrañas. En sus primeros conciertos les siguen una gran cantidad de seguidores locales. Pero será en 1981 cuando autoeditan su primer single, (Statues/Amusement), dos canciones de punk clásico, lejos del hardcore de su primer disco (Land Speed Record, 1982). El directo es una locura, violencia total en forma de ondas sonoras, arrojando diecisiete canciones anti-todo durante 26 minutos sin pausa alguna, con títulos como “Push The Button“, “MTC”, “Data Control“ y “Guns at My School”, en ésta última, la letra relata la violencia en las escuelas estadounidenses derivado en el uso de armas: We’ve got guns at my school / You’ve got guns at your school Guns and knives/taking lives / Fuck you! Every time it’s a different story / When they come to our territory Is it fun or race relations? Guns at my school / Think that’s cool? You like violence? / Think it makes sense?/ (Fuck, no)

HD comienzan a establecer nexos de unión con otras bandas afines como Minutemen, Minor Threat, The Effigies, Circle Jerks o Black Flag que, como ellos, habían optado por el camino de la independencia. El nuevo movimiento punk norteamericano había nacido. En mayo de 1982, embisten con un nuevo single, “In A Free Land“, una gloriosa muestra de punk a golpe de los sucios guitarrazos distorsionados de Mould, muestra de lo que será su primer disco de

estudio, Everything Falls Apart (1982). Disco bastante más crudo que los posteriores y con un sonido que es fiel reflejo del buen hardcore que se hacía a principios de los 80. Aun así incluyeron una versión de una de las primeras grabaciones de música psicodélica, “Sunshine Superman”. En 1983, con la publicación del Metal Circus (1983, SST Records), se observa una nueva línea compositiva hacia contenidos más personales e íntimos, pero sin abandonar la intensidad de sus temas más abiertamente punk. Sea la edad, el uso de diferentes drogas o simplemente el hecho de buscar nuevos registros, HD bajan las revoluciones con joyas como “Real World”, “It’s Not Funny Anymore” o “Diane”. Esta canción, “Diane”, trata sobre la violación a una chica, y por estar cantada en primera persona, se ganaron unas cuantas críticas: Hey little girl, do you need a ride? Well, I’ve got room in my wagon why don’t you hop inside We could cruise down Robert Street all night long But I think I’ll just rape you, and kill you instead


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les comunica el suicidio de su amigo íntimo y manager. Con todo, decidieron seguir adelante con la gira, pero les sume a todos en un desánimo devastador que será decisivo en la separación definitiva. Será total en diciembre de 1987. Después de eso, la Warner saca un disco en directo, The Living End (1987), donde solo hay dos canciones nuevas, “Ain’t No Water in the Well” y “Now That You Know Me“ e incluye una versión de “Sheena Is A Punk Rocker“ de los Ramones. Tras la separación, Mould siguió en la música formando el magnífico trío Sugar, con dos álbumes impecables: Copper Blue (1992) y Beaster (1993), imprescindibles en la escena musical de los 90. Como gurú musical que siempre ha sido, sigue en activo explorando nuevas dimensiones dentro de la música popular. Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que Hüsker Dü, pese a que nunca consiguió un éxito masivo en la época, se ha ido convirtiendo en una de las más influyentes de la década de los 80. Hicieron crecer el rock, influyendo a grandes grupos posteriores como los Pixies, Dinosaur Jr., Fugazi o Nirvana. La intensidad de sus temas, esa fuerza suya indómita, podían cortar el aire como un cuchillo. Esa extraña belleza desgarradora todavía revienta directamente el corazón del oyente. Si son ustedes gente poco común, no los dejen escapar. Elpitrio

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En octubre de 1983, la banda viaja a California, en compañía del productor de Black Flag, para grabar el doble Zen Arcade, (1984) considerado uno de los mejores discos de la historia de la música independiente. Un disco rápido y agresivo (“Pride”, “Something I Learned Today”) a la vez que pop (“Somewhere”, “Pink Turns To Blue”, “Monday Will Never Be The Same”), psicodélico (“The Tooth Fairy And The Princess”) acústico y experimental (“Never Talking To You Again”). Un disco difícil para las primeras escuchas, sobre todo si no estás acostumbrado a sonidos de cruda sensibilidad. Las voces de Mould y Hart se tensan al borde del desafine y sus letras resultan dardos certeros y venenosos, que apuntaban a todos los aspectos de una cultura decadente, inaugurando (de alguna forma) lo que luego se conocería como emo-punk. Durante la gira del grupo entre 1984 y 1985, estando en su mejor momento creativo, proyectan dos discos más al mercado, New Day Rising y Flip Your Wig. El primero de ellos posee un sonido más destilado y bajado de revoluciones. Fue repudiado por los puristas del hardcore, pero contiene temazos hoy ineludibles como “The Girl Who Lives On Heaven Hill” o “New Day Rising”, con los que comienzan el disco. Canciones gigantes con las que te entran ganas de comerte el mundo y a todo el que pase al lado. En Flip Your Wig encontramos un LP de trece temas donde hay sitio incluso para el amor (“Green Eyes”). Por esta época, las grandes multinacionales en su intención de encontrar nuevos filones a los que hincar el diente, se fijan en la escena independiente, así la Warner ficha a Hüsker Dü pero manteniendo a éstos el control sobre todo su trabajo. El resultado es el álbum de 1986, Candy Apple Grey. Es un muy buen álbum para acercarte por primera vez a HD, fácil de hacer tuyo, con canciones de una cercanía epidérmica, como si no pudieran ser de otra manera. Como si surgiese la necesidad de compartir las ganas de llorar, de odiar, de respirar, saber quién eres y quién no quieres ser, de recordar olores, en fin, de sentirse vivo, para bien y para mal. Hay canciones cercanas, como “Too Far Down” o “Hardly Getting Over It”, una canción en la que habla de un amigo destruido por una depresión tras la ruptura con su pareja. Otros himno definitivo es “Don’t Wanna Know If You Are Lonely”, rabiosa canción en la que el cantante pide a una exnovia que le deje en paz o “Sorry Somehow”, sobre otra pareja que intenta darse una segunda oportunidad. Los problemas de adicción enturbian la relación entre ellos, desequilibran la banda. Aumentan también las tensiones con la discográfica, pese a ello, en 1987, graban un nuevo disco doble, Warehouse: Songs & Stories. Siguiendo la tendencia del disco anterior, predominan las melodías y los medios tiempos. Sin embargo, justo antes de arrancar la gira de presentación, una llamada


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Angustia y liberación. Dos sentimientos que se experimentan a partes iguales según sea la sensación de violencia que transmita cierto acto. En la música electrónica la violencia aparece desde el primer momento en que el hombre se presenta ante la máquina y quiere obtener de ella un sonido mediante la combinación de sus mecanismos. Hay violencia desde que los pioneros, como Pierre Schaeffer y demás, adelantados a su tiempo, deciden romper con cualquier planteamiento clásico. Esa violencia era mental, que no física. Violencia para lograr superar una barrera, la acústica, y con ello, destruir las limitaciones de con qué y de dónde se puede hacer música. La experimentación es violencia. El propio Carsten Nicolai dice haber encontrado gran parte de lo que buscaba gracias a errar en el proceso de su búsqueda. El error, claro está, es violento de por sí. El artista se encuentra ante una situación inesperada y el resultado resulta ser el deseado. A esto le añadimos que el artista alemán más conocido como Alva Noto bebe de la primera generación de artistas de la electroacústica. Así podemos unir mentalmente los puntos digitales que separan décadas de música donde la violencia ha estado presente de una forma u otra. La forma más fuerte en que la violencia se ha presentado en la electrónica ha sido en el llamado industrial. Género oscuro, con raíces en el futurismo italiano, fiel rechazo de todo lo bello y del canon de belleza apto para ser consumido a gran escala por toda la población devoradora de “cultura”. El industrial toma su nombre precisamente de la violencia: siglo XX. Años 70. Década negativista. Problemas sociales y una única máxima: el ruido no es ruido, el ruido pasa a ser incorporado como elemento principal del discurso sonoro. Ciudades industriales, las fábricas rediseñando las postales más bucólicas, Manchester, Detroit, Dortmund, Bilbao… todas ellas ciudades donde el industrial era el sonido que todos los obreros escuchaban día tras día en sus agotadoras jornadas laborales. Esa violencia sonora, Einstürzende Neubauten lograron canalizarla para construir un nuevo espectro sonoro a partir de los elementos más básicos, elementos que eran cogidos de las propias fábricas y con los que después creaban su propio sonido. Lejos, en una isla que en su día también se separó de manera violenta de la otra parte de la Tierra, el industrial llegaba en modo de protesta artística, en modo reivindicativo, buscando aportar al punk la verdadera esencia violenta que éste dejó en cuanto un genio apellidado McClaren, decidió utilizar su visión empresarial con un grupo de chavales inconscientes. Throbbing Gristle eran el verdadero punk, tanto en su expresión artística como en su manera de afrontar todo lo relacionado con su carrera.

Genesis P-Orridge

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Quieres acostarte conmigo? Puedes cagarte en mi boca

El responsable de este loco proyecto fue Genesis P-Orridge, otra mente enferma de la historia musical que al final acabó derivando a la locura y a la creación de un personaje que superó a la violencia, que en su día ellos mismos transmitían en directo. En esa misma isla surgirían Cabaret Voltaire, otro mundo aparte. Con un océano de por medio, la violencia también llegaba al país de las barras y estrellas. Violentos proyectos que tienen en Monte Cazazza uno de los rostros de la escena, creando el sello industrial Records, componiendo trabajos difíciles y dando salida al resto de grupos. Tampoco hay que olvidarse de Boyd Rice, entre otros grupos. Todo en un momento histórico donde había uno de los músicos que representan la violencia por sí mismo. Buena prueba de ello una frase: “¿Quieres acostarte conmigo? Puedes cagarte en mi boca”. Ante la cara de asco de Duncan Hannah, Lou Reed añade: “¿Te da asco? Bueno, si quieres ponemos un plato en mi cara y cagas en él”. Esto es el ndustrial. Esto es la violencia. Natxo Sobrado


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Azul eléctrico celebró su continuidad con el directo de Galáctica y The Bleach The Bleach

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En su apuesta por la mejor música en directo y con la excusa perfecta de una nueva entrega, Azul eléctrico puso a disposición de todos el magnífico sonido de Galáctica y The Bleach en la sala Studio 54 (en ediciones anteriores contamos con Catpeople o los internacionales X-Wife). La noche del sábado 16 de enero, el electro pop euforizante de Galáctica regresó con más fuerza que nunca, acompañados por la banda de moda en el circuito musical madrileño, The Bleach. Abrieron estos últimos con toda la electricidad necesaria y justificaron el porqué de su inclusión en todas las listas posibles. Tanto es así que la publicación Go Mag subrayó en fosforito su nombre y les nombró grupo revelación del Suite Stolichnaya 08, además de convertirse al año siguiente en los ganadores del premio a mejor guitarrista en el concurso Festimad 09. Tras ellos el plato fuerte, el esperadísimo regreso de Galáctica, una de las formaciones pop más decisivas y memorables que ha dado la capital leonesa. Por supuesto no defraudaron. Dieron lo mejor de sí, como si nunca se hubiesen ido de los escenarios, dejando en el aire muchos de sus hits perfectos, como ese gigante, que no deja de repetirse en nuestras cabezas, de nombre “Electrónica”. Regreso triunfal pues para una de las bandas más insignes del último pop leonés y que, no lo olvidemos, ha compartido escenario con luminarias musicales de la talla de Ladytron o Fangoria. No extraña demasiado, la verdad, que gente como Dorian no dejen de reivindicarlos y declararse fans acérrimos del grupo. Nosotros (Azul eléctrico) ya lo éramos, pero visto lo visto, no nos queda otra que seguir siéndolo. Editorial

Galáctica


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Brian Jonestown Massacre, la última (y más odiosa) banda de rock n´roll

Brian Jonestown Massacre es, no debe olvidarse nunca, el grupo de Anton Newcombe. Y quien obvie eso, sea quien sea, lo pagará, estará fuera del grupo o con una patada en la cabeza, público o instrumentista. Así funciona uno de los combos norteamericanos de neo-psicodelia más alucinantes y alucinados de los últimos años. Su génesis: San Francisco, inicios de los 90; creatividad a raudales y locura vigorosa como forma de estar en el mundo musical (en ello, las drogas y el exceso tienen mucho que ver). Como decía, BJM es el grupo de Anton Newcombe, un tipo conflictivo, con órdenes de alejamiento y que no duda en golpear a su propia banda sobre el escenario si algo no está a su gusto o con la suficiente credibilidad artística que él mantiene con obsesivo celo. Puede que estemos ante la última (y tal vez más auténtica) gran banda de rock o, también quizás, ante una panda de locos que se drogan demasiado y que soportan como pueden a un sádico total. Lo que está claro, y pocos pueden discutir, es que su música merece mucho la pena. Muchísimo. Su nombre parte de una de sus filias sixties, el fallecido guitarrista de los Rolling Stones, y una matanza religiosa que se produjo en Jonestown y en la que murieron 900 personas. Un compedio ideológico bastante singular, pero que retrata muy a las claras su identidad. Anton Newcombe (hijo de un hogar desestructurado, su padre padecía de alcoholismo y esquizofrenia) es prácticamente el único miembro fijo del grupo, ya que casi todos los integrantes han sido presa de la rabia y exigencias de éste y han acabado escaldados o abandonando la formación. La etapa más gloriosa y la que creó algunos de sus grandes álbumes (Their Satanic Majesties Second Request (1996), Take It From The Man! (1996), etc.) fue la de los 90, la que coincide en escena con The Dandy Warhols y que retratará en un excelente documental Ondi Timoner, DIG! (2003). Frente a la perfección melódica y las

bellezas vocales de los Dandy Warhols, los BJM ofrecían rabia, música impecablemente descarada, esoterismo de nuevo cuño, excentricidad y peleas sobre el escenario. Con un sonido entre The Velvet Underground (Zia de los Dandy, definía en ese documental a BMJ como “los Velvet Underground de los 90”) o 13th Floor Elevators y ciertos elementos de los grupos de los 90, The Boo Radleys o Ride, BMJ crearon un sonido que superaba el revivalismo, aportando una imagen única (Anton es un hombre con grandes ideas sobre combinaciones estéticas únicas) y, sobre todo, un estilo sonoro que crecía en función de las escuchas y la atención que se les prestaba.


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Por Raúl Suárez

no soy de los vuestros

“Si me vuelves a mirar / yo te partiré la cara. / Si nos volvemos a ver / en un cruce de miradas. / Ahora todo sale bien / y es porque llevo ventaja / para vernos otra vez ...” que amenazan Lori Meyers en Viaje de estudios (2004). Un recuerdo puede ser violento. El recuerdo de un recuerdo no puede llegar a serlo.

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Newcombe se ha hecho siempre odiar por todos a su alrededor, pero verlo sobre un escenario es, según la mayoría, como ver a Dylan en sus inicios, con ese algo magnético que define el talento y huye de la medianía que impregna nuestro tiempo. Es necesario reconocer que la mayor parte de instrumentistas a su lado se han llevado mucho, si no que se lo pregunten a Peter Hayes, que después de su paso por los BJM, fundó los apasionantes Black Rebel Motorcycle Club. Otro de los grandes conflictos del líder de BJM es ése, todo el mundo reconoce su maestría (es capaz de tocar con habilidad decenas de instrumentos) y a la vez un profundo desequilibrio, que ha hecho que tenga problemas con discográficas, managers… llegando a la situación actual, en que él mismo produce y distribuye sus discos. Parece temer (u odiar) el éxito masivo. Ni los Dandy Warhols, con múltiples dificultades con él el pasado, pueden negar lo evidente: Anton Newcombe es un torrente imparable de creatividad musical (llegó a editar seis discos en un solo año). Luego está ese extraño amor/odio que mantiene con Courtney Taylor (voz de los Dandy Warhols) y que le ha dado muchos réditos, unas veces impostado (aparece en fotografías quemando discos de los Dandy y luego va a tomar unas cervezas con él) y otras puede que real, prolongando ese rivalidad que nace con los Rolling Stones y los Beatles, sigue con Blur y Oasis, y del que pretende ser su continuador para, no lo olvidemos, vender unos cuantos discos más. La contradicción es muy humana (pero también hay que comer). Julio César Álvarez

Hoy el mundo se ha vuelto así, jodidamente insoportable y excesivo. Pero debemos aguantar... y hasta disfrutarlo. No hay lugar en la actualidad para el puño romántico -¿o era nostálgico?- acariciando el duro mentón de aquél tiempo pasado, aquellos Los violentos años veinte (Raoul Walsh,1939), sombras de blanco y negro y ojos expresivos. Ahora todo es slow motion de vísceras y coágulos a fuego lento de una explosión apocalíptica. Difícil encontrarle sentido a un golpe -que es posible-, entre tanta profusión de imágenes carentes de significado, la violencia ahora se vende de saldo e incluso se regala, no da tiempo a encontrarle coherencia. ¡Al suelo! Ahí va otra ráfaga de metralleta. James Cagney encarnaba a menudo al tipo duro, y violento –“duro no, viril”, que diría Marlowe en La Ventana Alta (Raymond Chandler, 1942), en una de sus más arrogantes y siniestras frases lapidarias-. Hombre enjuto y macizo como el acero, sin ninguna gana de conceder un ápice de aire al prójimo, ni un milímetro, punto de partida del único icono de hombre pequeño fatal, al menos tan pequeño, capaz de cruzarle la cara al mismísimo Humphrey Bogart y perdonarle la vida, acto seguido, al no querer arrearle otra. Otros después en la gran pantalla forjarían grandes carreras a base de fruncir cejas, poner morros y soltar con ningún desatino golpes a diestro y siniestro. Aunque en ocasiones una simple camiseta interior de tirantes, una coronilla muy clareada y un cuerpo tachuelado de cristales y profundos cortes consiguen encarnar la violencia por la violencia, el par de rombos en la esquina del sintonizador de ondas televisivas, la realidad urbana de una guerra, la de Irak, que en 1990 nos transportó al campo de batalla y al interior del carro de combate. El excepcional McClane, encarnado por Bruce Willis, cuya frase le sobrevivirá: “Yippi Kai yei...¡Hijo de puta!”, convirtió el arte de matar, insultar, desangrar y desangrarse, en diferentes estaciones del año, en todo un icono para una generación que daba el paso a la violencia, y como una paradoja espacio tiempo, a la ultra-violencia posteriormente, al conocer títulos de culto, al ir madurando, como lo es La Naranja Mecánica (Stanley Kubrick, 1971) y unos aborrecibles Alex y sus drugos. Más a menudo de lo racional, la ira toma las riendas de las personas y las espolea, rasgando el costillar, cegando y provocando pequeños agujeros negros sobre la superficie terrestre. ¡Huye! Sudoración, hiperventilación, tensión muscular… el organismo-cuerpo se prepara para entrar en acción forzando el sistema, dándole más madera de la que nuestra caldera puede consumir. La olla a presión no encuentra rendija para aliviarse. Como animales que somos olemos la predisposición a la confrontación y en ese punto aceptamos, o no, la lucha. Se mide el grado de riesgo y en función a él se combate o se huye. No hay lucha sin violencia. La oscuridad refugia muchas vergüenzas, facilitando que en su disimulo -camuflaje- se muestren abiertamente, motivo por el que las barras de los bares sean un campo de batalla propicio, ring sin cuerdas de machos dispuestos al enfrentamiento por el status alfa. Junto a la madera limpia con gin abunda el espécimen nocturno que combina con violenta profusión alcohol y escasez de neuronas, éstas sin flotador, provocando en sí mismo reacciones incontrolables de agresividad, que proyectan contra su entorno.


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sonidos azul eléctrico

Sail Away Randy Newman (Reprise, 1972)

Desde mediados de los 60, el californiano Randy Newman se ganó una cierta reputación como compositor: varias de sus canciones se convirtieron en grandes éxitos (gracias a gente tan dispar como Lou Rawls, Dusty Springfield o Three Dog Night). Así que, aprovechando el viento favorable, Newman fichó por Reprise –el sello de Sinatra– y se lanzó como intérprete, incluyendo algunos de esos temas en sus dos primeros álbumes de nulo éxito (el notable Creates Something New Under The Sun de 1968, y el soberbio 12 Songs de 1970). Bien; aunque como intérprete Newman ya parecía un fracaso absoluto, como compositor tenía crédito de sobra, así que escribió “Lonely At The Top” pensando en –y para que la cantara– Sinatra. Se arregló una sesión en el estudio en la que interpretó al piano la canción para “La Voz”. Al finalizar la audición Sinatra salió de allí sin mediar palabra. “Listen all you fools out there / Go on and love me, I don’t care / Oh, it’s lonely at the top.” Pero Randy, por Dios, ¿cómo iba Frankie a cantar algo así? Sinatra sólo se metía en la piel de un personaje, reconocible e inconfundible: un seductor de vuelta de todo, pero con un punto vulnerable-melancólico, un icono romántico. Y Newman le ofrecía una canción en la que debía tomar distancia de su persona(je), reírse de sí mismo y de sus fans. Si se toma la canción como una parodia puede parecer inofensiva; pero si se toma en serio… (Que levante el dedo el que piense que su mayor ídolo tiene a sus fans por imbéciles y le gustaría oírselo cantar.) Newman se dio cuenta más tarde: “Puedo hacer material personal porque a nadie le importa una mierda, nadie sabe quién demonios soy. Pero Sinatra es alguien.” Pues eso. A ritmo de ragtime perezoso y vacilón, “Lonely At The Top” sería una de las doce canciones de Sail Away (1972), su tercer LP (y, como se imaginan, tercer fracaso). Qué paradoja, una feroz sátira de la vida de un cantante famoso compuesta e interpretada por un tipo que no vendía nada. ¿Pero qué hacía mal este muchacho? Com-

ponía música reconocible y aceptada por el oyente medio: pop, rock & roll, rhythm & blues, “americana”, etc., mezclados con prestancia y elegancia en canciones de tres minutos, en una verdadera afirmación y celebración de la riqueza y variedad de la vida musical americana. Pero, aparte de eso, tenía todo lo que hay que tener para fracasar: era un tipo feo, con una voz que es cualquier cosa menos melodiosa, y que, salvo contadísimas excepciones, no hablaba de sí mismo. La fealdad y la voz nasal no tenían remedio – aunque no sería el primero que tiene éxito con esos handicaps–, pero es que Randy escribía unas cosas… Para triunfar en aquella época (hoy todavía es peor) lo que se llevaba era: 1) la confesión en primera persona mostrando las propias debilidades, aspiraciones, éxitos y fracasos (no inventándose personajes, máscaras, de una constitución moral dudosa); y, en menor medida, 2) protestar (contra el gobierno, la guerra de Vietnam o la/lo que se tercie). Newman quería triunfar, pero no le salía. Su música celebraba América (la del norte, sin incluir Canadá, claro), pero su visión de la sociedad era pesimista y descarnada. Su lenguaje era conciso y preciso, pero ambiguo (y la ambigüedad cortocircuita la condescendencia para con el público imprescindible para triunfar). Cantaba en primera persona, pero él no era el personaje de sus canciones. Los actores principales eran padres hartos de sus hijos, borrachos, cantantes que se descojonan de sus fans, negreros, ancianos, pirómanos, Dios, travestís, acosadores/violadores, asesinos, paletos de pueblo, etc. Personajes muy poco habituales en la música popular y, en muchos casos, de moral incierta. En ese role-playing que son sus canciones, Newman humaniza a sus protagonistas, y nos obliga a reconocerles como parte de nuestra sociedad y a reconocernos en sus miserias y debilidades. Pero nuestro hombre no es un infecto cantautor protesta (sí, de esos que se dedican a masajear su propia mala conciencia y la del oyente hasta


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concebidas. Aquí, un piano vacilante, a punto de desencajarse, acompaña la letanía de un borracho que lastimosamente reclama de su partenaire (puede que una profesional) menos ropaje y más carne. Da tanta pena oírlo que cuesta creer cómo esto puede erotizar a nadie. Más enigmas: “Political Science”. Con el piano dirigiendo el asunto otra vez, un ciudadano anónimo expone su estupefacción ante el odio que despierta su país (“América”): “We may not be perfect, but heaven knows we try”. La solución que propone: tirar una bomba y arrasarnos a todos por desagradecidos. Cuenta Newman que, cuando la interpreta en su país, suele ver a alguno asintiendo con la cabeza, como pensando: “Pues claro, si nos odian, les tiramos unas bombas y que se jodan”. Esa es la interpretación literal. ¡Randy, quieres exterminar a los no-“americanos”! El propio Newman ha dicho en diferentes ocasiones desde que la compuso (y ya han pasado casi cuatro décadas): “Desgraciadamente siempre actual”. O sea, que estabas ridiculizando otra vez a “América”: ¡Randy, eres la vergüenza de la nación! Aunque a simple vista no lo parezca, sus canciones le retratan tan bien como las de un cantante “confesional”, e incluso mejor, porque su radio de acción no se circunscribe a su pequeño yo, sino a “América” entera. Y no canta sobre algo, en tercera persona; Randy Newman se involucra en el hecho, escribe y canta en primera persona con la voz de sus personajes, aunque no necesariamente identificándose con ellos. Y qué mejor personaje para cerrar un disco (y un artículo) que Dios sentado al piano. Acérquense, les diré al oído lo que canta… Jorge Villasol

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convertirla –oh, milagro– en buena), pues da un paso más allá; un salto mortal, en realidad: las historias que narra son todavía más desconcertantes por su tremenda ambigüedad, y fuerzan al oyente a elegir entre interpretarlas literalmente, o verlas rellenas de ironía y mordacidad –o rizando el rizo, una sátira sobre la sátira–. En ambos casos puedes asustarte/escandalizarte o partirte de risa. Y en Sail Away están algunos de los mejores ejemplos de toda su carrera y de la historia de la música popular. El tema homónimo abre el disco con una sencilla y emocionante melodía tocada al piano, multiplicada por la majestuosa intervención de la orquesta. La voz cantante la lleva un negrero que anuncia la gloria de América, la promesa del paraíso para los negros africanos que embarquen con él rumbo al nuevo mundo: “In America every man is free / To take care of his home and his family / You’ll be as happy as a monkey in a monkey tree / You’re all gonna be an American”. ¿Qué distancia hay entre la persona (Newman) y el personaje (el negrero)? Seamos sinceros: la audiencia media no distingue entre el autor y el personaje, entre lo explícito y lo implícito, y no suele captar las motivaciones que un personaje puede tener para hacer algo. No hay sitio para el equívoco, todo se toma literalmente. ¡Randy, racista! Pero, ¿qué imagen tienen los americanos de los negros africanos que son “felices como monos” en América? Habrá quienes se avergüencen de la esclavitud, y otros dirán que se les sacó de la miseria para darles una oportunidad (merecida o no). Pero, en cualquier caso, la del negrero es la descripción más pura y brutal del mito americano (la tierra de la libertad y las oportunidades), y la canción ridiculiza ese mito. ¡Randy, antiamericano! ¿Cómo puede una canción ser tan hermosa, terrible y divertida al mismo tiempo? Pasaré de puntillas por “You Can Leave Your Hat On” (sí, la hizo célebre Joe Cocker, pero la escribió Newman). Se tiene a esta tonada por una de las más lúbricas y lujuriantes jamás


Triángulo de Amor Bizarro

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El pasado 12 y 13 de marzo se daba forma oficial al León Pop Festival, un evento musical único que contó con nombres esenciales del underground nacional, como Estereotypo, The Cigrones o el representante local, Cooper. Por suerte para nosotros, uno de los grupos fetiche de esta publicación, Triángulo de Amor Bizarro, también pisaron el escenario de Studio 54 envueltos en un directo magnético e irrepetible. Mil gracias pues a Eduardo y a todos los Nikkei por una iniciativa tan necesaria. Y, claro, no pudimos dejar pasar la ocasión sin entrevistar a Rodrigo Caamaño, líder y vocalista de estos gallegos ruidistas. A su paso por León le preguntábamos lo siguiente: Por Julio César Álvarez

Nuevo disco (Año Santo, 2010), nuevas perspectivas. ¿Qué disco o discos habéis estado escuchando más durante esta última grabación?

¿Jesus & Mary Chain, My Bloody Valentine o Sonic Youth?, ¿británicos o norteamericanos haciendo ruido?

Pues te digo: el Third (2008) de Portishead, Get Color (2009) de Health, The Pains Of Being Pure At Heart, el casette C-86 (1986) de la NME, toda la discografía de Kraftwerk una y otra vez, Crystal Castles, el Today (1965) de los Beach Boys... muchas cosas y muy variadas, la verdad.

Me gustan todos los que mentas, pero tal vez me quedo con My Bloody Valentine, porque me parecen los que mejor orquestan el ruido. Lo que hizo Phil Spector con los instrumentos clásicos, MBV lo hicieron con las guitarras.

El sonido del álbum, en general, parece más pulido, menos anárquico, quizás debido a la mano serena de Paco Loco. ¿Rebeldía contenida? Yo creo que está más enfocado, y creo también que es un disco bastante más ruidoso que el primero. La diferencia principal es que las canciones están hechas casi a la vez, en el mismo periodo de tiempo, y las grabamos muy frescas, sin apenas maquetas previas. Algunas las acabamos en el estudio directamente. ¿Qué significa el ruido para TAB? Es que no hacemos distinción entre música y ruido. Para mí, ruido molesto es el 40 Latino a tope como lo ponen en las cafeterías, o las canciones que colocan a todas horas hasta que te las aprendes sin querer. Eso sí que es ruido chungo. Nosotros solo reflejamos cómo suena una guitarra cuando la pones a tope, o cuando le zurras con sangre a la batería, sin contenernos. Nos gusta componer teniendo en cuenta el sonido, no sólo las progresiones de acordes y las armonías. Nos interesa el poder de emoción de los distintos rangos de frecuencias.

La presencia de TAB, según la mayoría, vuelve a renovar la escena underground de este país con nuevas formas e ideas. ¿Qué creéis que ofrece Año Santo al oyente despierto? Nosotros intentamos hacer canciones a nuestra manera, y no nos planteamos a dónde vamos a llegar con ellas. Todo lo que venga, bienvenido sea, pero nuestra intención es únicamente hacer lo que nos gusta por encima de todas las cosas. El disco, creo, ofrece nueve canciones decentes, que tal como está hoy la cosa, no es poco, y un sonido que por desgracia no es muy habitual en el pop.


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“Ruido molesto es el 40 Latino a tope” baño de masas cada vez que doy un concierto, como otros que andan por ahí. Me gusta que los conciertos sean una cosa natural y no populista, que lo importante sea la música, que la gente lo pase bien, y esas cosas, pero no poner el espectáculo al nivel de un concierto de los 40 Principales.

Pues yo creo que este disco es más alegre, por los temas que trata. En el otro había más de culpa, venganza y cabreo en general, este es más pagano y de celebración de la individualidad. Hay menos rabia, pero porque ya la soltamos con el otro, este es algo así como de autoafirmación.

Pues comenzaremos la gira, iremos a México y a otros sitios, si Dios quiere, y nos pondremos en breve con el tercer disco, que nos apetece empezar ya con él.

Hacia qué se dirige Triángulo de Amor Bizarro.

/S an ta

C

No sé, nosotros nos planteamos nuestros directos de forma bastante caótica, intentamos dar lo que podemos, hasta donde nos aguante el cuerpo. Intentamos también huir de los topicazos de animar al público a toda costa, los bises y esas cosas, dejamos que el público responda como le parezca. No necesito un

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TAB posee una comunión innegable con la gente en sus directos. ¿Por qué creéis que el público es tan receptivo al ruido y a los ataques frontales (“Hijos de puta”, “¿Por qué no folláis?”)?

ed úm H Cruz, Barrio

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Vuestro primer álbum contenía elementos, a mi juicio, que recordaban-reinterpretaban al padre del indie nacional, Fernando Alfaro (Surfin´ Bichos, Chucho): Jesucristo, religión, culpa, letras y títulos elípticos… Ahora, con Año Santo, os pasáis al lado oscuro: el demonio, estrellas de cinco picos, magia… ¿Quién o quiénes han sido los posibles culpables?


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The Wave Pictures, Susan Rode The Cyclone (Acuarela, 2010)

DeepChord presents Echospace, Liumin (LOVE064, 2010)

Nodding By The Fire, Nodding By The Fluxion, Perfused Fire EP (Autoeditado, 2010) (Echocord cd07, 2010)

Es necesario reconocerlo ya. Frente a una línea de creadores musicales cool y demás, hay otra presidida por los nerds, esos chicos delgaduchos y frágiles que en el instituto no se comían un colín. The Wave Pictures son de los segundos, claro está. Herederos de la mejor escuela nerd confesional, es decir, Hefner y otros ilustres, estos chavales británicos se saben de memoria a los Smiths más íntimos, los entresijos de la hipersensibilidad de Belle & Sebastian y la reescucha mental continua de aquellos valiosos programas de Mr. John Peel. Vamos, escuela british típica para el refugio de corazones quebradizos. Los Wave Pictures tienen melodías pop de las de toda la vida, voz rota y noches infinitas bebiendo vino en soledad, letras sobre esa chica que se fue para no volver y todo ese universo que rodea al pop como forma última de supervivencia. Su tercer álbum, este Susan Rode The Cyclone, es una buena muestra de lo que digo, atesorando, para colmo, múltiples aciertos agridulces: “Kittens” o “I Just Want To Be Your Friend” son perfectas encerronas sentimentales de pseudoeuforia. Qué bien nos sienta a todos sentirnos pardillos de cuando en cuando. JCA

Estoy casi completamente seguro de que este disco no aparecerá en las listas de final de año. Razones variadas. Una, el sonido de Modell y Hitchell ya no creará el impacto que tuvo The Coldest Season (LOVE033) en 2007. Otra razón quizás sea ese segundo cd exclusivo, Liumin Reduced, que ha sido entregado solo a los primeros compradores. Incluye un mantra continuo de ruido, atmósferas y artefactos sonoros que asola plácidamente al oyente durante 80 minutos. En otro orden de cosas, después de que Deepchord resucitaran el sonido Basic Channel, la formula se esta agotando. Las copias, unas inefables, otras bienhechoras, empiezan a causar hartazgo. Aquí se hace patente el triunfo tirando por la calle del medio, con un primer cd totalmente bailable y el segundo ruidista. Los americanos visitaron Sónar en el año 2007 y no causaron el furor que se esperaba. El recinto estaba lleno de italianos, y el minimal aún daba sus últimos coletazos, los asistentes tenían ganas de bailar y no cumplieron con las expectativas. Para la ocasión, crearon una amalgama cadenciosa propiciando más el baile horizontal que el vertical. En muchos de los cortes inlcuidos en Liumin se subsana esta impresión, pero especialmente clarificador resulta “BCN Dub”. Paso firme, reforzando los cimientos de un género que empieza a ser falible y aun así muy por encima de la media. EGG

Este álbum contiene un elixir especial. No sé si para alargar la vida, pero sí al menos para saber vivirla. No es exagerado, Nodding By The Fire EP es una más que agradable sorpresa, con todo ese profundo sabor a luz dominical que desprende, a tarde crepuscular que se instala en los corazones y que derrite nuestras almas como hielo en whisky caliente. Indie folk melancólico y de silbido, íntimo, tal vez de pareja en silencio, perfecto para atreverse a mirar hacia alguna parte escondida de nosotros mismos. La portada, una magnífica imagen de Pablo García, es solo la puerta de entrada a este universo sonoro de subidas y bajadas emocionales que no se deberían perder, lo digo porque puede descargarse gratuitamente en su web, pero sería una pena no poder atesorar un disco como éste (también está a la venta). Hay objetos, bien lo sabe el lector, que tienen un hueco único en nosotros y que resulta necesario volver a ellos cada poco. Déjense llevar por la magia esperanzadora de “Summer In The Air” o la proeza melancólica de “Where The Hills Are Fog”. Se verán un poco a sí mismos y, créanme, no resulta desagradable. Quizá les guste lo que puedan ver. JCA

Parecía que Fluxion, de nombre Konstatinos Soublis, había desaparecido del universo musical hasta que el año pasado nos sorprendiera con referencias para Resopal Schallware. Aunque el adelanto en vinilo y el consiguiente álbum titulado Constant Limber no se tradujo en buenas criticas. Pero lo ha vuelto a intentar con este largo de nueve cortes. La verdad es que tiene ganas de agradar en su regreso, pero algo falla. Creo que la causa es el giro que está realizando la discográfica Echocord en sus últimos lanzamientos. Como en el caso de Liumin, la formula de bombo y tajos líquidos “a lo dub” empieza a resultar aburrida y se buscan nuevos caminos. Así empezamos con “Horizons” y “Waves”, cortes con la sonoridad que esperamos de bajo sincopado, pero que atraviesan terreno bailable. El primero mirando a los artistas de Colonia en Kompakt y el segundo al Chicago de The Jackmate. En general el disco completo tiene un sonido con mucho más groove, duro y contundente que el que se le supone a los lanzamientos daneses, pero no hay que olvidar piezas como “Wabbler”, un dub moderno sin apenas adornos o “Elation” y “Fluctuations” que suenan como si los hubiesen producido en 1999. Qué tiempos aquellos, tiempos de oro. EGG

cómics - cine - regalos - discos de vinilo y malabares

crítica

Comandante Zorita, 4 - 24004 León • 987 07 21 32

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reedi ci on es

Prince Jammy, Prince Jammy Presents Strictly Dub (Pressure Sounds 67, 2010)

Rest Forth Mouth- no tuvo apenas repercusión por aquí, pero este 2010 es suyo, extrañamente suyo. Porque si existe una palabra que defina a la perfección a este estratosférico combo norteamericano es “extrañeza”, en un sentido demostrativamente positivo. Frente a tanto sonido ya conocido, tanto riff copiado de quien a su vez ha copiado, Bear In Heaven ofrecen un cóctel semi-orgásmico (todo en ellos es manejado como nitroglicerina) que resume la anterior década y parte de los 90 sin apenas esfuerzo (la perspectiva es lo que tiene). Un síntesis genial que deja a Sigur Rós como presuntuosos, a Flaming Lips como drogotas sónicos y a lo mejor de The Boo Radleys como un afortunado error de grabación. Hay altibajos, pero “Wholehearted Mess” es arrolladoramente ágil (especialmente la primera parte), “Ultimate Satisfaction” una banda sonora perfecta para viajes a Marte y la euforia contenida de “Deafening Love” un regalo con trampa y abismo. Definitivamente, se mueve entre el rollo mayúsculo y la genialidad, aunque sin ese riesgo no hay nada valioso. Al final va a resultar que nuestros padres tenían razón y Pink Floyd molaba. JCA

La formación del espíritu racional no hace parada aquí. Porque esto es rock asilvestrado y rugidor, y servirá, claro, para agitarse cual arenque enloquecido. Bien; como todo hay que etiquetarlo, los indies más taimados pusieron su pegatina a estos tipos en los 90. Pero la gente de bien (que además es observadora) sabe que esa tribu de impostores venida a menos ni baila ni mucho menos se agita. A lo que voy: no se dejen engañar, esto no es indie (si quieren mañana discutimos su estatuto ontológico), porque, entre otras cosas, no sirve de melodía para los minutos finales de las series de médicos. Este es el sonido de un vehículo mugriento y destartalado con motor de gasoil, que sube montañas en punto muerto y contamina cosa mala, con la radio a todo volumen sintonizando blues y soul negroide. ¿Se puede saber a qué esperan para buscar este artefacto? Sepan que ahora viene con extra de pegajosidad (una docena de grasientos bonus tracks) ¡No pierdan el tiempo! ¿No ven que es la hora de ser violento, de retorcer lo que tengan a mano, de saltar sin miedo a perder la vertical, de chocar con lo que se ponga por delante…? JVS

Dadawah, Peace And Love (1974) [Reedición: Dug Out, 2010] Trabajo único de Dadawah. Enésima joya rescatada de la Isla del Tesoro. ¿Y qué tiene de especial si es la enésima? Cómo les diría… los que saben dicen que es dub y/o roots reggae con un no-se-qué psicodélico. Música musculosa, pero grácil. Son cuatro temas de entre siete y diez minutos en los que el bajo bombea lentamente según su condición, sí, y la percusión de ascendencia africana le responde; y los cósmicos punteos de guitarra están sutilmente cosidos a los volátiles teclados. Y es que este disco es como el éter, un aire cálido, algo invisible pero físico que te envuelve (si cierras los ojos y te dejas llevar puedes respirarlo). Y espiritual (“peace and love”…), porque en esa atmósfera flotan las místicas invocaciones nyahbinghi a Jah y Rastafari que, en su pausado desenvolverse, riman con los sonidos de los instrumentos. El eco subterráneo y emocionante de Jamaica. JVS

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Según el folleto de Pressure Sounds, las pistas incluidas no son el mejor exponente de las habilidades del productor Prince Jammy, pero he aquí que nos encontramos con la conocida y absoluta paradoja de la música jamaicana de los años 70. Para que os hagáis una idea: las ventosidades isleñas de la época tenían un carácter armonioso, dulce y además debían oler a flor de lavanda. Un pedo nunca olió tan bien. Ya os podeis imaginar la calidad de los doce cortes de Strictly Dub. El título no deja lugar a dudas, aquí hay lujo jamaicano a raudales, bastante eco pero mucho más phaser, con Sly Dunbar en la batería, Robbie Shakespeare en el bajo y Bob Ellis en la sección de vientos. El disco fue remezclado en el estudio de King Tubby, como muchos otros. Él era el que tenía el equipo suficiente y necesario para estas labores. “Brookling Dub” es una de mis favoritas y “Old Country Dub” es uno de los cortes más conocidos con esos tajos humeantes. Dub de segunda división pero de altísima calidad, directo desde el paraíso a tus oídos. Atentos a las referencias de este sello porque adelantan por la derecha. Studio One y Heartbeat sí que son del montón comparándolos con los cortes de este cd. EGG

Bear In Heaven, Beast Rest Forth Mouth (Hometapes, 2009) The Jon Spencer Blues Explosion, Now I Got Worry (1996) [ReediEn 2009 -fecha en la que aparecía este Beast ción: Shout! Factory, 2010]

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Agresión financiera Distintos analistas alrededor del mundo han intentado arrojar un poco de luz a la hora de entender las distintas causas que nos han llevado a la actual situación de crisis global que sufrimos, yo no soy ningún analista económico, pero intentaré presentar una explicación a través de Patrick Bateman. Para ello tendremos que remontarnos a la época de los yuppies de Wall Street de finales de los 80, como lo hace Mary Harron en American Psycho (2000). Las gotas de salsa de tomate, son acordes de sangre que anticipan un trágico desenlace. Patrick Bateman (Christian Bale) es un joven ejecutivo exitoso que nada entre envidias, platos de alta cocina, trajes de alta costura y cocaína; lo que comparte con los de su misma condición. Ambiciona conseguir una reserva en el Dorsia y poseer una tarjeta de visita último modelo. La no satisfacción de estos deseos básicos, actuará como un catalizador, capaz de despertar los instintos más primarios de Bateman. Bateman es sólo un nombre, una máscara que le hace parecer humano, hecha de carne y piel superpuesta, pero en su interior sólo existe el vacío, una desconexión total del mundo. Ha diseccionado su cuerpo y su mente, ambos viven en universos heterogéneos, distintas realidades que corren paralelas y solamente interseccionan para satisfacer los deseos más básicos: el sexo y un impulso incontenible de matar. Como él dice: es una abstracción, no existe de verdad, sólo como ente. “Si me das la mano notarás que mi carne roza la tuya, incluso notarás que es probable que tengamos estilos de vida parecidos, pero yo, sencillamente, no estoy”. Basada en la polémica y provocadora novela homónima de Bret Easton Ellis, acusada de inmoral y extremadamente violenta, debido a lo gráfico de sus relatos, el canibalismo y la explicitud de sus escenas de sexo. Una provocación a la insensibilización que sufre el mundo. La cinta mantiene esa provocación, esa necesidad última de violencia sangrienta y sexo del protagonista, pero priorizando más el monólogo interior de Bateman, que se debate entre la conciencia y la incons-

ciencia, en el que la realidad y la ficción se solapan hasta llegar a una pérdida total de la situación. Una falta de cordura que intenta suplir con psicofármacos, y a la que sólo llega a través de la música, su único vínculo con el mundo emocional del resto de los mortales. Durante toda la obra se mantiene una estética de falta de inflexiones, de orden, pulcritud y superficialidad, manifestado en las minuciosas descripciones musicales realizadas con un conocimiento absoluto y mecanizado, mientras se anticipa un aluvión de sangre. Un espacio aséptico y carente de contenido en el que se mueven esos yuppies superficiales. Todo este cúmulo de banalidades e hipocresías, de falta de empatía y apariencia de normalidad son el caldo de cultivo en el que ha crecido la esquizofrenia de Bateman, dibujado magistralmente y sin efectismos por Christian Bale. La falta de empatía, el egoísmo, la ausencia de conciencia y consciencia de la realidad, las banalidades y superficialidad que apresan y condenan a Bateman, han condenado al resto del mundo. Manipulados y expoliados por una falta total de altruismo de los tiburones, que sin escrúpulos han manejado el mercado financiero a su antojo, nos vemos abocados al inmovilismo social, alimentado por exposiciones constantes a sesiones de “ultraviolencia”, que junto con el aleccionamiento consumista al que hemos sido sometidos por parte del capitalismo, han provocado una insensibilización total a los problemas del prójimo e incluso a los nuestros propios. Esa condescendencia con nuestras conciencias nos condena a la esclavitud.

Benito Martínez

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“Something Wicked This Way Comes” Macbeth, William Shakespeare

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Children of the night...… What music they make! Lejos de las capitales, en ciudades pequeñas y silenciosas, ocurren a diario historias maravillosas y terribles. El escritor sueco John Ajvide Lindqvist evoca esta idea a la perfección en su novela de terror Déjame entrar (2004), una extraña y dulce historia de amor protagonizada por dos niños de doce años en Blackeberg, una barriada al oeste de Estocolmo durante los primeros años ochenta. Oskar es incapaz de poder escapar del acoso al que le someten sus compañeros en la escuela, pero su vida cambia para siempre cuando Eli, una vampira que aparenta su misma edad, establece su nido en la habitación contigua a la suya. Sin embargo, es la adaptación al cine de esta historia, guionizada por el propio Lindqvist y dirigida por su compatriota Tomas Alfredson, la que ha conseguido que coseche premios en las citas internacionales y aplausos del público. Fiel al cine fantástico, aunque adecuadamente publicitada como cine de autor, ha generado un apasionado debate entre los entusiastas del género y los popes de la corrección cinematográfica que la desvinculan de él. De una forma u otra, Déjame entrar (2008) se vale de muchos elementos tradicionales del cine de terror –y especialmente del de vampiros-, y los despliega sobre un marco espacio-temporal concreto mediante un estilo visual propio: cámara pausada, estudiada estética del color, minucioso uso del sonido, superposición de fotografía nítida y desenfocada y, sobre todo, el empleo constante del fuera de campo, que pone en escena un punto de vista elegante y gélido, propiamente nórdico. De esta forma, ciñéndose a la sentencia “cuanto más específica es la esencia, más universal es

el resultado”, Alfredson y Lindqvist nos cuentan una historia fascinante que se incorpora tanto al selecto grupo de películas de terror protagonizadas por niños -encabezado por obras cumbre como Village Of The Damned (1960, Wolf Rilla), The Innocents (1961, Jack Clayton) o The Other (1972, Robert Mulligan)-, como al cine de vampiros, un terreno recién abonado por otras incursiones inferiores aunque mucho más rentables económicamente.


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los vampiros de alta tecnología creados por el médico italiano Giorgio Fischer. La unión entre femineidad y muerte es anterior al cine y explica en parte esa fascinación que nos ejerce el paso al más allá desde el mismo momento en el que nacemos. Sin embargo, es el séptimo arte el que la ha potenciado y Déjame entrar lo ha hecho de una forma única, enlazando todos esos mecanismos propios del género con el acoso escolar o el drama social. Todo ello al servicio de una descripción minuciosa del ambiente en el que viven los personajes del filme, vital para comprender el progresivo nivel de violencia en la cinta -incluso el estridente estallido final en la escena de la piscina-, transcurriendo siempre al fondo del plano, convirtiendo lo evidente en algo sutil. De esa forma, el espectador asiste a esa “poética de la ocultación” que citan muchos críticos, llena de mensajes ocultos -muchos se desvelan con la lectura de la novela-, que poco a poco revelan los entresijos de una extraordinaria huida sentimental. A Eli, la nueva vampira moderna de uñas sucias de la película de Tomas Alfredson, no sólo le importa la sangre humana y el espantoso trastorno que supone su carencia. Ella es adicta, como el espectador lo es al consumo o a la televisión, pero en su espantoso universo existe Oskar, que la acompaña en su viaje con besos en código Morse. Javier Ordás

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La historia se desarrolla en 1982, paradójicamente el año en el que se bautizó oficialmente el SIDA, enmascarado como el vampirismo en el cine fantástico desde ese momento. Según el historiador de cine de David J. Skal, el eslabón entre un concepto y otro se encuentra en el tratamiento de la noticia de la enfermedad por el periodismo convencional. El hallazgo de una peligrosa infección sanguínea cuyos contagiados son capaces de crear muchos enfermos, mientras las autoridades exponen que el virus sólo puede ser controlado mediante prácticas sexuales tradicionales, parece más que la génesis de una noticia, el guión estándar de una película de terror. Al mismo tiempo, la relación del consumo de drogas y el VIH acentúa esos paralelismos con la enfermedad. Los toxicómanos son protagonistas de uno de los considerados grandes males del siglo XX y frecuentemente son dibujados como ogros de ansias incontroladas y transformaciones monstruosas. O t r a enfermedad de finales del siglo pasado relacionada con el vampirismo es la anorexia. Los desfiles de moda actuales protagonizados por mujeres escuálidas –ideal erótico femenino contemporáneo-, combinan de forma inquietante los conceptos hermosura y muerte al igual que los clásicos cuentos de vampiros del siglo XIX. Llevando al límite esta teoría, la víctima de esta enfermedad finge un falso bienestar con su tratamiento, mientras sostiene en secreto su autodestrucción y sueña con un encuentro que la ‘transforme’ a base de liposucciones, aunque esta vez sean


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Elephant: hay un animal enorme en tu habitación Treinta años de violencia entre la comunidad nacionalista y la unionista en Irlanda del Norte, desde finales de los 60 a finales de los 90. “The Troubles”. Así llaman a ese período en las islas británicas. Es el contexto socio-político del que surge Elephant (1989), penúltimo trabajo del cineasta británico Alan Clarke. La filmografía de Clarke está compuesta, en su mayor parte, de trabajos para televisión. Pero no nos equivoquemos: la televisión – como el cine– no es solo un fin, es también (y sobre todo) un medio: hay tanto cine en la televisión (cine es The Wire o Mad Men), como televisión en el cine (la lista es tan larga y desagradable que mejor la omitimos). Y la televisión es, entre otras cosas, un espacio ideal para la experimentación. Elephant, producida por Danny Boyle para la BBC, es una obra tan radical (porque es extrema en forma y contenido, y porque va a la raíz de un hecho) como la más radical de las obras “cinematográficas” (si es que merece la pena hacer esa distinción). Un hombre camina. Un hombre dispara a otro hombre. Un hombre muere. Y nada más. ¿Quién es el asesino? ¿Y la víctima? ¿Por qué la violencia? Disparos (causa). Muerte (efecto). Y nada más. La causalidad se detiene ahí. El sonido de los pasos y de los disparos. Y el silencio de la muerte. Descripción desnuda del horror de la violencia. Sin justificación posible. Y nada más. El espacio en que se sitúa la acción (reflejo del depresivo entorno industrial dibujado por el thatcherismo) y la férrea y repetitiva estructura de la película y sus 18 escenas (replicación de la imagen, con mínimas variaciones: una veces seguimos los pasos del asesino y otras los de la víctima, a priori, indistinguibles), parecen empujarnos a pensar que todos los asesinatos son iguales (replicación del hecho). Tras el brutal primer impacto, la fuerza del film parece diluirse, como si fuera un loop que cansa y aburre. Y en el cansancio y aburrimiento que produce la repetición está una de las claves. Los británicos emplean la expresión “elephant in the room” para referirse a algo evidente que no se quiere ver. Si en tu habitación hay un elefante y no lo ves sin duda es porque no quieres verlo. Sea cual sea el motivo haces una elección y te acostumbras a convivir con ella. Bernard MacLaverty, guionista de la película, empleaba la expresión para referirse a “The Troubles”, a la negación de los problemas sociales que latían bajo esa violencia que lo estaba arrasando todo y que nadie parecía querer ver. ¿Si no lo ves no existe?

Negación de la imagen. Negación de la realidad. Pero esta no es solo una cuestión de hechos, es también una cuestión de valores: si es un problema tan descomunal, ¿qué principios morales empujan a ignorarlo? ¿Cómo se justifica esa negación? Estamos tan acostumbrados a que toda pregunta tenga respuesta(s) que resulta difícil aceptar la película de Clarke. Como obra cinematográfica, el dispositivo formal (planos secuencia con steadycam, sin música, diálogo prácticamente inexistente e irrelevante) es de una austeridad y frialdad que asusta. Como descripción de un hecho cuesta imaginar algo más alejado del maniqueísmo (algo en lo que sí caía esa réplica esteticista que es Elephant (Gus Van Sant, 2003)): no hay caracterización de personajes, ni justificación de su comportamiento. Es el espectador el que debe buscar respuestas. Pero no debemos olvidar lo que decía el teólogo francés Sébastien Châteillon (15151563): “matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre.” Jorge Villasol

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Cierto cine siempre ha ejercido una intensa fascinación en mí (creciente, además): el subgénero de las parejas que roban o asesinan como evolución personal de la propia pareja o la liberación infinita de sus impulsos más profundos y aniquiladores (la destrucción hacia fuera de la pareja, no hacia el interior). La pareja por excelencia de estas características, parte ya del inconsciente colectivo, es Bonnie Parker y Clyde Barrow, insigne y mitificada pareja de atracadores reales que en plena Gran Depresión acabó por ser parte esencial de los periódicos y los sueños escapistas de una población embargada y/o arruinada. Los grandes estudios supieron ver la veta de una temática con potencial comercial para el gran público, así Arthur Penn dirigiría en 1967 Bonnie & Clyde, convirtiendo a la pareja protagonista, Warren Beatty y Faye Dunaway, en imagen cool de un estilo revisionista y adaptado a las necesidades estéticas de la época y que todavía pervive icónicamente en nuestros días. La mítica de la cinta llegó a todas partes, tanto que incluso un conocido narcotraficante llegó a adquirir el coche en que acribillaron a la pareja original. Gainsbourg y Bardot le pondrían música y pecado a su historia. Las biografías, por supuesto, negaron la mayoría de los hechos. Pero no importó, la leyenda ya era global e imparable.

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o it l e d n e a j e r Pa

Bonnie & Clyde tuvo un antecedente singular y, quizás, un poco ingenuo, El demonio de las armas/Gun Crazy (1950), película precursora de las road-movies, y que presentaba la parte femenina como una influencia perturbadora en un hombre que niega sus propios instintos destructivos. En un sentido semi-bíblica, una atractiva Eva lleva por el mal camino a un Adán que lucha consigo mismo. Pura represión y mala influencia de las féminas. En el caso del Bonnie & Clyde de los 60, Clyde sufría una freudiana impotencia sexual, reflejo perfecto de una época que pedía a gritos liberación sexual y que no dejaba de releer La función del orgasmo (1927) de Wilhelm Reich. Pero si la relación entre sexualidad y violencia se estrechaba, no podría dejarse de lado en Los Asesinos de la Luna de Miel/ The Honeymoon Killers (1970), con un gigoló español (de rasgos poco españoles, por cierto) que se va emparejando, a través de agencias matrimoniales, con mujeres maduras a las que roba y asesina. Hasta que conoce a una enfermera plagada de complejos que se acaba convirtiendo en su cómplice y terrible asesora. El filme, totalmente de culto, dejó asombrados a creadores de la talla de Truffaut o Antonioni. De hecho, sorprende su plena actualidad técnica (recuerda, muchas veces, al posterior underground e indie norteamericano) y el perfil de personajes de esta pareja de asesinos. Mucho más malsanos, claro, que aquellos idílicos y semi-revolucionarios que atracaban bancos en una crisis económica. Será que el mundo y el vil metal van pervirtiendo las parejas y sus (posibles) ideales. Julio César Álvarez


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Carlos Reygadas y la sublimación de la violencia a través del amor y la muerte

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“Queríais su alma y habéis destruido su cuerpo” Roma, Città Aperta, Roberto Rossellini

Uno de los primeros directores interesados en el germen y análisis de la violencia humana ha sido, sin duda, R. Rossellini. Su gran obra maestra Roma, ciudad abierta (1945), inauguraba no solo la nueva escena del cine contemporáneo, sino que además se interpretaba como una denuncia ante la despiadada e irrefrenable crueldad humana. Planos de violencia explícita (que recuerdan a S. Eisenstein), interminables secuencias de tortura y hasta un disparo inesperado en presencia de un niño inocente… se muestran como imágenes contextualizadas en el marco del fascismo italiano. Un periodo represor y salvaje que también interesó a otro creador italiano, Pier Paolo Pasolini, figura controvertida del cine y seguidor confeso del Marqués de Sade, Saló o los 120 días de Sodoma (1975) es una buena muestra de todo ello. Decía Pasolini que el capitalismo acabaría con el mismo hombre, profetizando sin temblor “la pérdida de la singularidad humana”. Una pesadilla en la que el hombre termina por devorar a los suyos, como Laocoonte a sus hijos. Me pregunto si hay una imagen más terrible. Todavía guardo en mi retina la mirada sangrienta de Charlotte Gainsbourg en Anticristo (2009) de Von Trier, donde esa mujer y madre se refugia en el sexo como queriendo aligerar la pesada

carga que supone la muerte de un hijo. Una oscura sublimación que ya nos mostrara Luis Buñuel en La Edad de Oro (1930) con la famosa escena del filicidio, donde después del éxtasis unos padres celebran la muerte de sus hijos. Puro surrealismo y una vuelta más de tuerca, a esa sugerente relación entre el amor y la muerte. Interesantísima conexión que también despertó los instintos de Marcel Duchamp, el artista absoluto del dadaísmo. En la filmografía de Carlos Reygadas parece que todo esto sucede de forma sigilosa, casi sin darnos cuenta, oculto tras una cotidianeidad abrumadora y a ratos insoportable, que provoca que también los personajes rompan esa rutina de la forma más dramática. Precisamente en Japón (2000), el cineasta mejicano reflexiona acerca de la rutina de las ciudades, las tensiones, el tráfico, el asfalto, el vacío… introduciéndonos de lleno en un periplo existencial que lleva al protagonista hacia un pueblo perdido con la intención de suicidarse. La música de Bach, Shostakovich y Arvo Pärt le acompañará a modo de réquiem y marcará el ritmo durante toda la película. No debemos obviar la pasión de Reygadas por la música. Ni tampoco su predilección por la exaltación del paisaje y los sonidos de la naturaleza. Donde se recrea como


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Esther G. Couso

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lo haría el mismo Andréi Tarkovski, en una magnífica fotografía, unos hermosos planos secuencia y unos sonidos fuera de campo que nos sugieren mucho más de lo que podríamos ver. Como sucede en la escena de caza, el desgarro del animal nos llega hasta lo más profundo del alma. Y con esto, una vez más podríamos establecer relaciones con otro cineasta, Michael Haneke, que con la muerte de los animales en sus películas nos está alertando de la presunta normalización de la violencia en la sociedad actual. Una furia que ambos canalizan a través del sexo, Haneke lo hizo en La pianista (2001) y Reygadas lo consigue en Batalla en el cielo (2005), donde una felación explícita se encarga de introducirnos en la anodina vida de un chófer que con ayuda de su mujer secuestran a un niño que desgraciadamente muere. Ni su esposa, ni su amante-prostituta conseguirán que supere toda la culpabilidad que le atormenta, a pesar de ampararse en el hedonismo como salvación. El sentimiento de culpa vuelve a ser fundamental en Luz silenciosa (2007). La influencia de Carl Theodor Dreyer no se oculta, no sólo se encuentra en lo netamente visual sino que va más allá, percibiéndose tanto en lo puramente conceptual como, de alguna forma, en la psicología de los personajes y el argumento en torno a un triángulo amoroso en el interior de un matrimonio que pertenece a la comunidad de menonitas mejicanos (incluidos en el protestantismo). El peso de la religión, la cultura y la tradición, como subyugadores de las pasiones y el origen de todo malestar, que diría Freud. Muy bien perfilada toda la película (carencia importante de las dos películas anteriores, que divagaban en exceso) su fotografía vuelve a ser preciosista, mostrándonos definitivamente al gran director que es el mejicano Carlos Reygadas. Nos quedamos con esa secuencia bajo la lluvia, el dolor en silencio y la feminidad absoluta. Una vez más el amor y la muerte como principio y fin.


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Después El 24 de marzo de 1976 comenzó el Proceso de Reorganización Nacional, el periodo de dictadura argentina que siguió al golpe de estado y derrocó al gobierno de Isabel Perón, la mujer de Juan Domingo Perón, asumiendo sus funciones después de la muerte de su esposo. Lo que pasó durante este tramo de historia argentina se puede leer en los libros, pero La Historia Oficial (1985) de Luis Puenzo se encuadra en 1983, cuando el Proceso daba por finalizado su época de terror, asesinatos, desmontaje del estado del bienestar y demás tropelias que se cometieron durante esos años, todas ellas encabezadas por sendas Juntas Militares. Debido a la presión internacional, el final de la Guerra de las Malvinas y la presión de los propios argentinos en forma de revueltas y manifestaciones. Al llegar Alfonsín al poder, las cosas cambiaron, los militares fueron enjuiciados, y se creó la Comisión sobre la desaparición de personas. En el contexto de caída de la dictadura, Roberto y Alicia son los personajes interpretados por Ernesto Alterio y la guapísima Norma Alejandro, una pareja de burgueses formada por un ejecutivo que ha ascendido en el escalafón social y económico gracias al seguidismo político y a una profesora de Historia con alumnos cansados y furiosos. Ambos son padres de una niña, Analia Castro (Gaby). Rápidamente el director hace confesar a los protagonistas el turbio origen de la hija de ambos. Gaby es una de tantas criaturas que fueron arrebatadas a sus padres durante la Guerra Sucia, una práctica habitual durante El Proceso. Tres sucesos hacen cambiar radicalmente la vida de Alicia: el regreso de una amiga exiliada, la oscura actitud de su marido y la aparición de una Abuela de la Plaza de Mayo. El adjetivo “escalofriante” se queda corto al ver La Historia Oficial. Los personajes deambulan por la pantalla como si nada pasase, con sus

quehaceres domésticos, sus idas y venidas al trabajo, las cenas entre amigos, el alcohol y las borracheras. Pero el ambiente enrarecido, la sociedad civil dividida, los miembros familiares enfrentados a uno y otro lado del frente latente de aquellos años presagia lo peor. En los últimos compases de la película, Norma Alejandro toma conciencia de lo realmente sucedido. Las últimas secuencias son un directo a la mandíbula del espectador, con una única escena puramente violenta que causa pavor. Lo que realmente refleja el film de Luis Puenzo es el poso amargo, yo diría feísimo, que la violencia en los ámbitos político, militar, social y familiar dejó para el resto la dictadura militar argentina en su país. Lo grandioso, el juego de ocultar al espectador lo que realmente ocurre no es un artificio de guión, es puramente la realidad aterradora de esos años y de la misma manera, el maltrato al que Ernesto Alterio somete a su mujer en la ficción solo refleja lo sucedido antes de la caída de los dictadores, por lo tanto “lo que la violencia engendra” parece un buen subtítulo para La Historia Oficial. En 1985, cuando se estrenó fue una de las películas más premiadas de aquel año, incluyendo un Oscar a la mejor película de habla no inglesa (paradoja o mangoneo propio de los académicos norteamericanos). Cierto es que el camino ya estaba sembrado desde Missing (1982) de Costa-Gavras que ganó en 1983 el Oscar al mejor guión adaptado. Es fácil acudir a la violencia explícita en el mundo cinematográfico: La Naranja Mecánica (1971), Asesinos Natos (1994), Funny Games (1997)... pero la violencia reflejada en estos filmes se va desgastando poco a poco con el paso del tiempo. Los golpes de los drugos ya no impresionan ni a un niño de cinco años. Los alucinógenos atracos de Woody Harrelson me resbalan y probablemente los dos protagonistas de la película de Michael Haneke parecerán Epi y Blas dentro de unos años. La adaptación emocional a la violencia puede suponer un grave problema que, sin embargo, no se da en la pequeña historia de la pareja argentina. Eduardo García

Cafeteria - Bar

Amsterdam C/ 24 de Abril, 1 (León) Tel: 987 20 83 58


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De lo violento

Sobre este “nuevo” concepto han girado las temáticas de los filmes más interesantes de la década naughties que acabamos de abandonar. Kim Ki-Duk con La isla (2000) y Michael Haneke con La pianista (2001), abrieron fuego partiendo de un gesto similar: una mujer desgarra su clítoris con un objeto cortante (un anzuelo y una hoja de afeitar respectivamente) para afirmar una sexualidad anulada por la falta de las palabras necesarias con que expresar sus sentimientos. Lo que en un principio se vio como un mero espectáculo hard, ha terminado por revelarse como ese clamor del cuerpo reducido a su propia materialidad estudiado por cineastas tan interesantes como David Cronenberg, Nicolas Klotz o Philippe Grandrieux. En todos ellos la carne duele porque es incapaz de encontrar el desahogo de lo sublimado en un cuerpo sometido por las imágenes de la violencia. Lo violento aparece entonces como la rebelión del cuerpo contra su condición para establecer una nueva forma de comunicación capaz de expresar los acontecimientos que ya solo tienen lugar en él. De esta manera, cada corte en la piel y cada borbotón de sangre se erigen como las nuevas palabras lanzadas hacia el futuro desde nuestro tiempo. Ricardo Adalia

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Ni en Holocausto caníbal (1980), ni en Ichi The Killer (2001), ni en Old Boy (2003), ni en Kill Bill (2004). En Bambi (1942) ocurre la escena más violenta de la historia del cine, cuando a la madre del famoso cervatillo la da caza un malvado ser humano. A pesar de estar construida desde el punto de vista del protagonista animal y de que la muerte aparece representada únicamente por el sonido de la escopeta ejecutora, la escena ha logrado pervivir en el imaginario colectivo gracias al mecanismo afectivo que fuerza a identificar la violencia con su noción trágica y, por lo tanto, más negativa. Que la violencia es inherente al ser humano y que su potencia es tan grande que ni los grandes acontecimientos deportivos han conseguido domesticarla, siempre lo tuvieron claro los grandes cineastas antes de ser bautizados como “autores”. Así, por ejemplo, un demócrata como John Ford (El hombre tranquilo (1952) es su mayor elogio) ha pasado a la historia como un fascista a base de transgredir lo comúnmente aceptado y llevar al límite los usos y costumbres de la violencia para exponer reiteradamente una tesis difícil de asimilar: en un territorio ya civilizado, la aparición de la violencia sigue siendo lo único que puede dar salida a las diferentes aporías con que se topa la vida. Las comunidades fordianas, aunque conscientes de ello, debían ocultarlo para asegurarse un futuro próspero. Sus héroes eran reprobados y su sacrificio condenado a un terrible olvido sobre el que se “imprimía la leyenda” de toda una nación. Entre el tiempo de la narración clásica (la que encadena certezas) y el del postrelato (el que solo indica posibilidades) el cine asistió a una metamorfosis descontrolada de la violencia en sus ficciones. Fue el momento en que ya resultaba innecesaria una argumentación que la justificara. La violencia por la violencia, un recurso meramente estético sobre el que reflexionó amplia y profundamente Stanley Kubrick en una época donde las exhibiciones de atrocidades más variadas (desde la pelea nerd hasta la tortura gore) habían pasado a ser tan cotidianas como para conseguir que la violencia precipitara en lo violento.


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Cosas de pulgas Cada una de tus frases, cada una de tus miradas, era un golpe. Cayeron sobre mí uno tras otro, hasta dejarme sin aliento, casi sin vida, casi sin mí. Me perdí en una espiral de miedo y vergüenza, de angustia y falta de autoestima, de carencias y sueños resquebrajados. Dejé de vivir, de respirar, de ser yo misma, de soñar, de reír… Me convertí en una pequeña pulga de circo que saltaba a tu antojo a través de aros de fuego. Recubrí mi piel de pelos y espinas que me aislaron del mundo real y encerré mi alma en un cajón de frío líquido. Y pasó el tiempo. Y yo, cada vez menos yo y más pulga. Y pasó el tiempo. Y un día esta artrópoda amansada te picó, así, sin más. Sin saber cómo, algo me mordió en las entrañas y no pude resistirme a hacerlo. Al bicho sin alas se le escapó el alma y ésta no entraba en un minúsculo cuerpecito de insecto. Crecí y rompí de esa caja de cerillas en la que me hacías vivir. -Adiós, domador de pulgas.- Y de un salto, libre, me fui. Paula Baldó


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Le llamaban Bode Le llamaban “Bode”. Su nombre: desconocido, aunque quizá pasara bajo mis ojos en la esquela fúnebre del periódico local. Sólo recuerdo que era un tipo fornido, de pelo rizado y ojos claros. Su carácter, aparte de irascible, también era un poco infantil. De vez en cuando, me lo encontraba en un bar del centro y jugaba con él alguna partida de ajedrez. En aquellas circunstancias, algo como un sexto sentido me decía que le dejase ganar. Quizá mi inconsciente intuía la necesidad de conservar un cierto equilibrio, pasado el cual solo sería posible la caída. A esto contribuían las historias que me contaba mientras jugábamos, historias que solían ser más bien truculentas, aunque después pensé que, en el fondo, eran más bien exageradas. El tipo había pasado por aquella olvidada guerra del Sahara enfundado en el uniforme de la Legión, usando el lanzallamas, después de envolver a algún moro en alambre de espino, como para terminar la tarea. Patrullas. Emboscadas. Puñaladas al centinela, etc. Y después de esto, había regresado a la pequeña capital de provincia. El caso fue, o había sido que, antes de irse a la Legión, ya había dado muestras de un carácter peculiar, mas dado a la acción que al pensamiento. Se había pirado de la casa familiar, y dormía en un nicho del cementerio, o por lo menos eso me dijeron algunos, que nunca llegaron a saber su nombre, y solo le apodaban “Pariente”. Lo que sí llegó a ser cierto fue que, un día, en compañía de otros, una pandilla de adolescentes, y como fin de fiesta de una queimada en los pinos, al regresar todos caminando a la ciudad y, aprovechando que el camino discurría junto al cementerio del pequeño villorrio de V*, alguien, en broma, le desafió a saltar al interior del camposanto. El “Bode”, en el que como he dicho, la acción precedía al pensamiento, no se lo pensó dos veces, y el resultado de aquella macabra sesión, fue la violación de una sepultura y el trofeo conseguido, la cabeza de un difunto. Con la cabeza en las manos volvieron a la ciudad. La aventura se prolongó unos días más, en los que los restos humanos fueron conservados en un cubo lleno de orujo, quizá el mismo utilizado para las libaciones que produjeron el hecho. Después apareció el miedo, junto con la noticia en los periódicos que hablaban del vandálico acto…, por lo que decidieron dejar la cabeza en un banco de la catedral. La llevaron en taxi. Después de esta macabra hazaña y previo paso por el talego provincial, el “Bode” desapareció y apareció intermitentemente por la pequeña ciudad, mostrando un cierto incremento psicopático. Allá donde iba, la bronca le acompañaba. Las borracheras iban unidas a violentos altercados y, en esto andaba, cuando llego el día, su día…


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Juan Castellano

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Allí estábamos. En un sótano que el oscuro Hermann, uno de nuestros colegas había alquilado y era usado como picadero y lugar de esparcimiento y drogadicción. Allí estábamos, fumando. En el tocadiscos sonaba el Aftermath de los Rolling, después unos golpes en la puerta vinieron a cortarnos el rollo. Cuando Javi, otro de los presentes, fue a abrir, nos encontramos con una visión espantosa: el “Bode” estaba en el umbral, empuñando una escopeta de caza y con cara de loco. Venía alterado, fuera de sí mismo, y nos largó una confusa explicación, de la que dedujimos que el tipo venía de atasabar a dos personas. Una pareja de novios que se magreaba en un coche aparcado en el polígono. El “Bode” había disparado contra ellos, y ni siquiera podía dar una explicación racional de por qué lo había hecho. El miedo corrió entre nosotros como una ardilla que se escapa, y pronto nos encontramos todos fuera del edificio. Dentro dejamos al “Bode”, que comenzaba a entregarse a la desesperación. Tras un apresurado conciliábulo, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Únicamente Hermann, como responsable identificable de aquel lugar, se decidió a llamar a la policía e informar de la situación. A partir de aquí los sucesos se precipitaron. A la mayor brevedad llegaron al lugar los policías, toda una numerosa sección de maderos armados de porras, pistolas y granadas de gas. Con megáfonos exigieron la rendición. Silencio. Después, a través de las ventanas que estaban a ras de suelo, lanzaron sus granadas de gas lacrimógeno. Silencio. El sitiado se mantuvo obstinadamente en silencio. Después de esto llegó el asalto. Rompieron la puerta y entraron. Allí estaba el hombre. Muerto totalmente. Esa era la razón de su obstinado silencio. Al parecer, antes de que llegaran las fuerzas policiales, había construido una rudimentaria máquina de suicidio. Con un cordel pasado por la manilla de la puerta y por los gatillos de la escopeta, apoyando el pecho sobre ésta, logró que los dos cañones dispararan a la vez. El blanco: el corazón. Lo siguiente que recuerdo fue la misa de funeral. No había nadie, o casi nadie. Únicamente reconocí a dos amigas comunes sentadas en el último banco como vírgenes prudentes. Al lado de las gradas del altar, los padres del “Bode” lloraban. Realmente, la oración fúnebre fue pronunciada unos días después, cuando alguno de los testigos de aquella terrible ordalía nos encontramos de nuevo fumando unos flais junto a las paredes de la facultad de veterinaria y fue pronunciada -cómo no- por Hermann en persona, que de manera displicente largó como una queja su comentario, mientras parsimoniosamente le daba fuego al porro: “¡Y además, nos dejo sin música…cayó sobre el tocadiscos!”.


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Quinta fase lunar Correspondernos con la suspicacia de los desavenidos. Ser fiebre y no sufrir el escalofrío. Confitar nuestro acto reflejo hasta saber que es dulce la bilis del placer. Comprometamos la escarcha hasta el daño último... Seamos la fórmula en la que se desprenda el cítrico y la canela, el puede ser y el siempre tuyo, la vida tremenda y la paz desperdiciada en nuestro no-yacer. Rafael Saravia


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Te veo así, Warhola Quebradas, rajado. Las paredes que guardaron tu último aliento hacían juego con Warhol. Hospital, habitación, blanco, seriación. Destellos metálicos esterilizados. Y la soledad que en tu vida se llamó Warhola. Te asfixiaste con papel de aluminio Blindándote con escrúpulo y asepsia tras Ray-Ban negras y pintaste a Warhol: Tez pálida, cabellos ceniza. Transfusiones de mercurio en vena. Dietas de Impasividad. Anestesia de frivolidad. Un creador asesino de guante blanco, no pudo ser de otro color. Convertido en imagen publicitaria del sarcasmo y el cinismo, conjugaste los tiempos visuales del somos lo que tenemos. Aprensivo, neurótico. Hipocondríaco, aporofóbico. Quisiste ser de plástico. Julia Cubillo *Nota editorial: El 13 de junio de 1968, Valerie Solanas dispara a Andy Warhol y al crítico de arte Mario Amaya. Warhol declararía posteriormente, “antes de que me disparasen (…) siempre sospeché que estaba viendo la tele en vez de vivir la vida”.

987 178 678 GIL Y CARRASCO 1 - 1º CENTRO - 24001 LEÓN


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La violencia vivida Somos escuálidos, abejas persiguiendo nuestro presente, que como agua entre los dedos y pez sagrado, huye de nuestra persistencia de poder. Somos verdaderos átomos chocando contra nuestra mirada, reflejo de guiños de antepasados estériles y vacíos de mí. Es la hora de las pisadas detrás de nosotros, de la nuca perseguida, de la rabia en cascada cegando la razón y el olvido. Tenemos que derribarlo todo. ¿Completado? Tenemos que perder el miedo a perderlo todo porque ese todo nos ata a su pesadez y el Sena riendo traga nuestros últimos alaridos de aliento... Somos incompletos productos que demoran su evolución. Rencores sin límites, infinitos, velocidad grasienta, humo despedido. Mercado de gentíos, fiebre. Fiebre de demonios interiores, volcanes alunizando en mi cabeza, bondades reprimidas, mouchoir de la victorie. Música resonando monedas tras de sí, espejo de mi alma, ruptura de cadenas, infiernos y próximo, fruta en mi boca y puñal en la suya, falda de mi destino, piernas de mi pasado. No mirar atrás, il n’y a pas de sortie. Un Socorro ahogado por la ayuda de la chusma que te empuja en el urinario de la muerte. Lástima maltratada por su padre, esperanza abusada por el hombre que no peca, alegría subyugada y arrepentida. Solos los niños gobiernan la razón. Solos, estamos tan solos, que miedo y rabia contagian nuestros pasos y nuestro balanceo respirando nuestra última suerte: la muerte. La luna tiñe de luna las gracias de la cuidad. Las estrellas, insolentes guiños de tridentes y coronas, se saludan ignorándonos. Deformes uniformes atacan. Héctor Alonso


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Enjaulada Frenas y separas el libro de tu nariz para entender qué demonios está ocurriendo en ese escenario sin atrezo. Ella sin nombre sin cara sin edad sin cuadro encima del sofá. Resulta increíble, pero no ha hecho falta nada más que su voz -que ni siquiera suena-, para que sientas su arrebato casi tuyo y te quemen sus odios. Odiáis el suicidio de su hija y al resto culpándola. A todos los hombres que han pasado por su cama. A la ‘’puta’’ de su madre, odiáis al padre que le ‘’encajaba los anillos contra la cara’’. ‘’Basta basta prefiero morir aquí mismo que revivir esas horas’’. Ella descuelga el teléfono y un Él que sí tiene nombre (qué más dará) no parece alegrarse de la llamada. ‘‘No pongas esa cara de hastío sí digo esa cara de hastío te veo por el auricular’’. Ha colgado. ‘’Socorro me siento mal me siento demasiado mal que me saquen de aquí no quiero que vuelva a empezar la caída a pique’’. Y de pronto las paredes deciden darse de golpes contra su cráneo hasta quebrarlo. Y recuerdas que Monólogo forma parte de un libro que se llama La mujer rota (1968). Irene Ferradas

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Ella se presenta sin nombre. O ni eso, más bien no se presenta y, sencillamente, está. Imaginas un piso pequeño al que apenas entra luz de la calle, villancicos y champán en las bocas de los vecinos. Es nochevieja y está sola. Pero toda esta introducción es, en realidad, mentira. Simone de Beauvoir le ha privado de la descripción del entorno y da comienzo, desde la primera línea, al Monólogo (1968). Dice: ‘’¡Imbéciles! He corrido las cortinas la luz idiota de los faroles y de los árboles de navidad no entra en el apartamento, pero los ruidos atraviesan las paredes’’. Ese grito de partida encabeza un párrafo de nada menos que treinta y cuatro líneas. Intuyes, en seguida, que Ella, Hoy, no entiende de signos de puntuación. Que sería ridículo tratar de acotar sus torrentes de palabras en frases, medir sus espacios en blanco, recordar las normas. La autora de El segundo sexo (1949) desarrolla en Monólogo el soliloquio de una mujer en plena crisis de nervios. ‘’Ella se venga por el monólogo’’, dijo Flaubert, y se te abalanza con las manos como garras y los ojos como platos antes de que te dé tiempo a reaccionar. ‘’Sólo es un libro’’, te dices, pero da igual. Toda la rabia, el rencor, la desesperación, la ira… se te pegan a los dedos como la tinta de los periódicos recién impresos. No conoces tampoco su rostro. Es preciso que eches mano de tu inventiva si quieres visualizar los rizos despeinados, quizás, la delgada torre de ceniza haciendo equilibrismos sobre el filtro de un cigarro, consumido en su mano. Sin dejarte margen para mirarla, va intentado convencerse de que, con el tiempo, ‘’una se vuelve apta para la jaula’’. Pero enjaulada a cualquiera le entra claustrofobia. Y lo de allá afuera es insoportable: tragar un aire impuro que escupen ‘’millones de bocas sucias’’. Ella es ‘’lúcida demasiado lúcida’’ como para preocuparse por ellos: ‘’un millón de niños degollados ¿y qué? Los niños nunca son otra cosa que semilla de canallas’’. Incluso su niña, que va a ser siempre niña, desde aquel verano: ‘’Toda mi vida serán las dos de la tarde de un martes de junio. (…) parecía dormir todavía estaba tibia’’.


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Clavel y oración Lo que se siente al desgarrar la carne y penetrar la herida lo que se siente al desnudarse al desvestir la piel al contemplar la herida

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la tibieza de la sangre al recorrer las manos el postrer aliento la dulce saliva lo que se siente al penetrar la carne y desgarrar la herida. Vicente Muñoz


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para que no podamos olvidar nuestros pasos … para que permanezcan … como tequieros entre los bosques de la adolescencia Los paisajes de una habitación. Ahora entro en la habitación donde hice pájaros pasados... Ahora hay cuatro ventanas grandes, una mecedora de mimbre, dos mesitas, una lámpara que no funciona... Sobre el suelo todos los regalos. Las toallas limpias sobre el suelo nuevo. Todas las cortinas abiertas y los dos girasoles rotos sobre la cama, .... … las plantas de los pies en agua... El meceo de la mecedora partido. Destapados; los codos, los hombros, los gritos de la piel, un mordisco en el costado, de frío... Destapado ... todo de frío...

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Cae una lluvia de hojarasca ... campanas sobre abismos luminosos... Marcas de rompeolas por todo el cuerpo... todo ... sobre ventanas grandes, una mecedoras de mimbre, dos mesitas, una lámpara que no funciona... girasoles ardiendo... Jorge Pascual


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El violento y fascinante Madrid de los

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Sexo, drogas, rock and roll, protestas creativas a juego con los excesos vitales, esa versión laica y bohemia del delirio mesiánico llamada malditismo, lucidez hedonista y radical de quien vive la vida como si tratara de quemarse a lo bonzo por algo… España en los años 70, y concretamente Madrid como resumen metafórico de ese conglomerado nacional, de ese mundo con aristas que quería dejar aceleradamente de ser en blanco y negro, es el escenario densamente atmosférico de la última novela melancólica y plural de Luis Antonio de Villena titulada Malditos (2010), que acaba de publicar la Editorial Bruguera. Lo primero que llama la atención de este texto, además del anecdotario provocador descrito con naturalidad, es la perspectiva del narrador, Luis de Lastra, personaje tras el cual uno no deja de ver al propio autor. De hecho en apariencia sólo tal cambio de nombres hace que esta novela sea lo que dicho narrador denomina “una biografía colectiva”, y no quizás el siguiente libro de memorias de Villena tras los ya publicados Mi colegio (2006), Los días de la noche (2005) y Patria y sexo (2004). En esos otros textos memorialísticos el narrador sí era protagonista, mientras que en Malditos la voz que relata, Luis de Lastra, ejerce más bien como personaje secundario de la trama realista de su vida, de su mundo. Villena, obsesivo en los temas pero siempre estimulante, rescata así, con tono de falso documental que casi esconde la ficción que aquí hay también, la alocada existencia de un malogrado héroe al que no pudo seguir del todo; al que pocos podían seguir. Un poeta radical, homosexual, vividor, heterodoxo, iconoclasta, provocador, irreverente, leídamente lúcido y, finalmente, derrotado por las drogas, el sida o la mala suerte. “Viene luego la muerte simplificándolo todo”...

En este sentido la autoficción, cuando el narrador no es el héroe de la narración sino un espectador que nos dice sin decirlo “cuando pasó yo estaba allí y eso impregna mi forma de contarlo”, se convierte en crónica casi social. Si además, como en este caso, el héroe, el protagonista, ejemplifica un modo de estar en el mundo asumido por un colectivo cronológicamente concreto, se convierte además en crónica de época: así era el turbulento Madrid joven previo al de la Movida de los ochenta, el cual según el autor resultó mucho más frívolo –como nos dijo ya en otra novela, Madrid ha muerto (1999), reeditada hace no mucho por Ediciones El Aleph-. Sí, así era esta ciudad para una “pandilla esplendorosa”, la de quienes consideraban el hedonismo como una expresión vital de su ideología contracultural profunda, intelectual, vanguardista, idealista a su modo,


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reveladoras por medio de una prosa que no fluye totalmente suelta, porque está trufada de paréntesis aclaratorios que nos estimulan la inteligencia… Hasta ahora mis novelas favoritas de Villena eran La nave de los muchachos griegos (2003) y El sol de la decadencia (2007), pero, en mi opinión, esta última se cuenta entre las mejores. Os la recomiendo. Luis Artigue

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predicadora de la necesidad de un nuevo orden moral más amplio y menos constreñidor, el cual ellos trataban de traer aquí importado literaria y vitalmente de los vanguardistas franceses, y de los vanguardistas americanos. La perspectiva narrativa determina con frecuencia el género al que se adscribe una novela. En ésta el narrador no cuenta su vida en concreto sino la de su entorno generacional, grupal, encarnado en lo que llama “un centro”, un ser humano tratando de implementar su libertad como sea: éste es Emilio Jordán (casi nadie ha dejado de ver en ese personaje protagonista un trasunto del poeta loco de la época, además de Leopoldo María Panero: Eduardo Haro Ibars). Y, alrededor de dicho reconocible protagonista, pululan y conviven también otros personajes, más evidentes o menos, con los nombres cambiados y un espíritu afín (me impactó reconocer en estas páginas a Antonio Gala, lo confieso). Todos tratan casi al unísono de experimentar la droga más dura, la libertad individual y social total, y se abandonan a la intuición de que esa libertad empieza por la libertad de percepción (el padre de Emilio, en el que se reconoce a un conocido periodista y escritor de izquierdas, Eduardo Haro Tecglen, contempla resignado e impasible como su hijo se encamina al abismo, y en ese punto el narrador se pregunta y nos pregunta si de verdad eso es ser padre). Luis de Lastra, al cual le fascina Emilio pero le gusta su hermano, otro bello tenebroso, comparte con Emilio Jordán un mundo y una visión del mundo, y nos lo narra todo con melancolía y sin ahorrarse críticas al país que somos hoy, y que por un momento denomina “democracia totalitaria”. Pero la novela no se pierde en ideología directa sino que está llena de vida, locura, pasadas, sexo explícito, lenguaje callejero, casi cheli, junto a reflexiones


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Colonos El juego consistía en repartir cartas, ver a quién le había tocado la más alta y elegir la prenda que el afortunado debía pagar. La prenda siempre estaba al otro lado del río, allí donde empezaba el ámbito secreto y temible de los colonos, donde trabajaban con sus extrañas herramientas y vestían sus extrañas ropas, y cantaban sus canciones extrañas con su extraña lengua y rezaban a su dios extraño: allí donde teníamos absolutamente prohibido entrar. El señalado con la carta más alta debía adentrarse y burlar, robar, destruir algo y regresar luego con la prueba de su triunfo: un hatillo de peras todavía verdes (nos las comíamos igual), una blusa tendida al sol, una botella de licor, la cabeza de un pollo. A veces, el enviado tardaba en volver; a veces lo hacía magullado. Y siempre traía en los ojos el orgullo del héroe, el aleteo del espanto. También yo crucé el río más de una vez, y durante algún tiempo conservé las pruebas de mi arrojo: un plato en el que hubo cerezas, un libro incomprensible, un mechón de cabellos dorados. Poco a poco, el juego dejó de tener interés porque poco a poco la colonia fue creciendo, haciéndose fuerte. Al final, el orden sagrado de las cosas fue alterado y ahora todo sucede al revés, como en los malos sueños. Hoy la colonia es próspera y en nuestros campos sólo se cosecha ruina. Algunas noches oímos ruidos y los objetos desaparecen o se rompen misteriosamente. Mis hijos tienen miedo y muchos días vuelven a casa llorando, desgreñados y sucios. Nunca entendieron nada, los colonos. Ni nuestra lengua ni a nuestro Dios, que es el único y el verdadero, aunque haya decidido abandonarnos. Esa extraña gente ni siquiera entendió que aquello era sólo un juego, maldita sea, un inocente juego de niños.

Alberto R. Torices


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Despierto

Julio César Álvarez

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Camino despacio. Lo hago con esfuerzo, en el sentido de que me cuesta mucho dar pasos lentamente. Llevo la velocidad en el cuerpo como una enfermedad incurable que me molesta y gusta mucho a un tiempo. Voy observando alrededor. La gente suele mirarme de arriba a abajo cuando camino así. Bueno, camine como camine los otros me miran. Llevo ropa muy vieja y la cara sucia. Mi camisa parece de un tiempo incierto, tal vez entre los 70 y los 80. Me gusta ir despeinado, leer mucho y escupir con fuerza al suelo. Son cosas que me dan la sensación de que todavía se pueden conseguir cosas. Aunque parezca desastroso, nadie diría que soy alguien violento. Y les puedo asegurar que sí, y mucho. De hecho, ahora mismo estoy buscando alguien a quien atizar. Con toda la fuerza posible, como si fuese un saco impermeable de fruta podrida. No es que entienda la violencia como un arte ni nada por el estilo. Simplemente creo que es lo único animal que nos queda en el cuerpo. El resto nos lo han ido eliminando progresivamente a base de colegios, alienación y correctivos económicos o sociales. Me di perfecta cuenta de este asunto bastante pronto, cuando mi padre me llevó a ver a dos boxeadores púberes pegarse como si les fuese la vida en ello. La verdad es que me pareció más real que los telediarios y las palabras huecas que se dicen en los supermercados y en las colas del cine. Al cine, por cierto, solía ir mucho, hasta que en medio de las películas me entraba tal mala leche que acababa pegando collejas o algún puñetazo al que estaba sentado justo delante. La gente gritaba asustada, la novia o el novio tiraban las palomitas al suelo y se quedaban atónitos mirando la expresión de mis manos. De eso hace un par de meses. Ahora no puedo entrar a ningún cine de la ciudad –lo tengo prohibido–, y los nudillos los tengo más desgastados y pelados que nunca. Aunque la gente suele decir que uno acaba por encontrar un contrincante mejor que uno mismo, a mí todavía no me ha ocurrido. He dado varias palizas, pellizcos dolorosos y alguna que otra graciosa patada en la espinilla. La gente suele huir, correr endemoniada. No comprenden la violencia injustificada. Los surrealistas decían que disparar a alguien al azar por la calle es el mayor acto surrealista. A eso yo le añado dar alguna hostia indiscriminada y sin ilusión. Ya digo que es curioso que nadie reaccione. Se han pasado miles de horas viendo golpes en la televisión y ahora que lo tienen delante no saben cómo comportarse. Más de uno llora. Se han acomodado tanto a los algodones blanquecinos de la tolerancia y el respeto que no se les ocurre nada. Es divertido. Es como hacer una pregunta muy difícil para la que no tienen respuesta. También entiendo que no respondan. Mido 1,80 y tengo unos bíceps como las piernas de un adulto estándar. El otro día le puse la zancandilla a un niño cuando corría. Como llevaba las manos en los bolsillos se cayó a plomo contra el suelo. Sus padres gritaban. Yo seguí mi camino con total parsimonia, silbando una vieja canción infantil. El padre gritaba algo, pero no venía hacía mí. Ahora estoy buscando mi nueva víctima. No busco a nadie en concreto, aunque tampoco me gusta repetir el tipo de persona. Quiero decir, no caneo, por ejemplo, a dos viejos seguidos. Intento intercalar y probar (suele ser lo mejor). A lo lejos veo a alguien. Un lector en una terraza de un bar. Eso es, iré por él. La gente que lee, que leemos, solemos escondernos en el papel blanco como sábanas gruesas. Intentaré despertarle.


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