LECTURAS CUENTOS INFANTILES
DE LA “A” A LA “Z”
AGUA DEL POZO
Autor : Desconocido.
Había una vez una vez un hombre de noble cuna , que después de atravesar el desierto llego a un poblado lleno de árboles y huertos y lo primero que encontró fue un pozo , sediento como estaba se acerco para saciar su sed , pero el agua estaba tan profunda , que era inaccesible y nada de su alrededor podía facilitarle el alcanzar el agua , por ello decidió sentarse junto al pozo a esperar que pasara alguna cosa y confiando en Dios. Al poco rato , se aproximo una mujer con una jarra asentada en su cadera y una cuerda en la mano. Al verle allí sentado , con una sonrisa le saludó. - " La paz de Dios sea contigo"y el le respondió .-" Su paz sea contigo"Y la mujer sin decir nada , deslizo de sus manos la cuerda dentro del pozo y atada en un extremo la jarra , que hizo descender lentamente y con cuidado luego se oyó el chapoteo de la jarra al hundirse en el agua , entonces la mujer alargando el brazo , removió la cuerda para que se llenara el recipiente y empezó a tirar de ella hacia arriba con fuerza y cuidado. Mientras el hombre sentado al lado del pozo le contaba , lo mucho que había viajado y que había conocido todo tipo de pozos .La mujer de cuando en cuando se lo miraba sin dejar de sonreir...y tiraba y tiraba de la larga cuerda subiendo la jarra . Yo he conocido pozos mucho mas grandes que este y he probado aguas salobres y otras mas dulces y parece mentira la gama de sabores que pueda tener el agua...El hombre comentaba . Ella le dirigía alguna mirada asintiendo sus palabras...al final haciendo un último esfuerzo la mujer cogió por un asa la jarra, la descanso sobre el borde del pozo y recogió la cuerda , agarro la jarra mojada se la planto al costado y dirigiendo una mirada al hombre le dijo .-" Pues muy bien , estad con Dios.." y se marcho. El hombre sin moverse de donde estaba vio como se alejaba la mujer y abatido se dispuso a esperar que Dios en su Misericordia le proporcionara la manera de poder beber agua de aquel pozo... Fin.
APRENDIZ DE SAMURAI
Hoy era un día feliz para Kan, hoy cumplía 12 años y su padre había prometido concederle el mayor de los tesoros. Una espada de Samurai. Naturalmente no sería una espada de doble diamante como la de su padre, sería una sencilla espada katana. Lo demás habría de ganárselo por si mismo. Era un inmenso honor el que le hacía su padre. A partir de ahora dejaba de ser un niño para convertiste en todo un aprendiz de Samurai. Un brillante futuro se presentaba por delante si estaba dispuesto a aprender y a trabajar. Y kan lo estaba desde lo más profundo de su corazón. Su padre Kazo estaba frente a él, solemne e imponente como era natural en su persona. El anciano Samurai aparentaba mucha menos edad de la que realmente tenía, solo su larga cabellera blanca y unos ojos llenos de sabiduría rebelaban su verdadera edad. Su armadura de General Samuai reflejaba los dorados rayos del sol como si fuera de oro mientras que los dobles diamantes engastados en la empuñadura de su propia espada katana formaba un doble arco iris enlazado en su base. Kazo había luchado mil batallas y formado a cientos de Samurais, y por fin hoy iba a instruir a su propio hijo. Un acontecimiento que llevaba esperando desde hace doce años. En sus manos sostenía la futura katana de su hijo, un arma poderosa que debía usarse con sabiduría. Kan debía entender que lo más importante de un Samuai no era su arma, sino su sabiduría y su honor. La cara de Kan resplandeciente de honor y gozo al recibir su espada, llenó el corazón de su padre de un orgullo como nunca antes había sentido. Ahora ya era oficial, el joven aprendiz había superado todas las sutiles trampas que se le habían tendido y por sus propios méritos se había convertido en uno más del clan. Esa misma noche, después de las celebraciones y las risas, padre e hijo se sentaron juntos alrededor de la hoguera. La noche era cálida y en el cielo lucían las estrellas como luciérnagas en un estanque, la Luna llena brillaba con fuerza, como si quisiera arropar al joven Samurai con sus rayos de luz. - Hijo mío - La voz de Kazo era grabe, relajante y penetrante como las caricias de una madre - Hoy has dado un paso muy importante en tu vida. Has dejado de ser una persona normal, has dejado el bosque para introducirte en el camino de la vida por el sendero del Samurai. Has superado la trampa
invisible que tienden los fantasmas del miedo y del fracaso. Nunca luches contra los fantasmas del miedo, ellos harán que todos los problemas parezcan agolparse para vencerte y doblegarte, cuando estos fantasmas te ataquen, no te defiendas, sigue adelante enfentandote a los problemas uno a uno. Ese es el único secreto del éxito hijo mío. - Si padre, estas semanas las dudas recorrían mi mente - Kan miraba a la Luna en busca de fuerzas para expresar lo que había sentido - no sabía si sería capaz de llegar al final, tenía miedo de entrar en la senda del Samurai por miedo al fracaso, por miedo a decepcionarte, por miedo a que se rieran de mi los demás mientras no domine todas las técnicas como lo hace un Samurai de verdad. Era un dolor intenso - dijo mientras su mano se posaba en su estomago - como si me clavaran afiladas agujas en el estomago. Pero me di cuenta que si no empezaba, habría fracasado aun antes de intentarlo. - Sus ojos se clavaron en los de su padre - No se si llegaré algún día a ser un Samurai tan bueno y poderoso como tú padre, pero ten por seguro que lo intentaré hasta con el ultimo vestigio de mi alma, nunca me rendiré al camino. Siempre seguiré adelante. Kazo no podría estar más orgulloso. Su hijo poseía una fuerza que le conduciría allí donde el quisiera. Por que nadie mejor que el viejo Samurai sabía que él mayor secreto para conseguir en la vida lo que se desea es el no rendirse jamas. A su tierna edad ya conocía ese secreto sin duda llegaría muy lejos, mucho más lejos que su padre el General de Generales. - Hijo, ahora eres parte de los Samurais y por lo tanto has de regirte como tal - El viejo Samurai cogió un grueso leño y se lo paso a su hijo. - Parte este leño hijo mío, se que puedes hacerlo. - Pero padre, este leño es muy grueso, - dijo el joven abatido - y yo solo tengo doce años, aun no soy un hombre maduro. No tengo la fuerza suficiente. - Claro que tienes la fuerza hijo, pero tu fuerza no esta en tus músculos sentenció a la vez que rodeaba con su grande y cálida mano el estrecho brazo de su hijo - Si no en tu cabeza, es en tu inteligencia y en tu fuerza de voluntad donde posees la energía suficiente para realizar todo aquello que desees. Si piensas que no eres capaz de hacerlo... seguramente nunca serás capaz. Sin embargo, si estás convencido de que es posible, y desde el fondo de tu corazón brilla la verde llama de la esperanza y la fe en ti mismo. Podrás hacer lo que desees, solo habrás de buscar el medio.
- Pero padre... - Kan quería creer a su padre, era un Samurai y los Samurais nunca mienten. Entonces debía existir una forma... pero cual - ¡Ya se! Ahora yo también soy un Samurai, ¡puedo hacer lo imposible! Y desenfundando por primera vez su espada katana lanzó con todas sus fuerzas un terrible golpe contra el tronco... consiguiendo que la katana se incrustara fuertemente dentro del tronco. Kan intentó sacarla de un tirón, pero sus esfuerzos eran inútiles. Estaba demasiado fuertemente enganchada. Se estaba poniendo muy nervioso, y si no fuera por que la cálida mano de su padre le calmó, como tantas veces había hecho de pequeño, se habría echado a llorar. - Tu intento ha sido digno de elogio Kan, pero has de aprender antes de hacer. El viejo samurai tomo entre sus manos la espada de su hijo y con un giro rápido de muñeca extrajo la espada del tronco. - Has de fijarte pequeños objetivos, fáciles de cumplir con tus capacidades, para conseguir lo que deseas. Dicho esto devolvió la espada a su hijo. - Primero intenta crear una zanja en el tronco, no de un golpe directo, si no de dos curvos que te ayuden a debilitar la rama. Kan lanzó un tajo curvo y cortante que hizo saltar unas astillas del tronco, a continuación lanzó otro en dirección opuesta que hizo que casi la mitad del tronco se dispersara por el suelo. Animado repitió la operación y unos instantes después el grueso tronco reposaba en el suelo, partido en dos pedazos y un montón de astillas. - Tienes razón padre! El tronco entero era demasiado para mí, pero poco a poco he logrado debilitarlo y al final yo he vencido. Si hubiera pensado que no podía, nunca lo hubiera intentado. Pero decidí que era capaz, que debía de existir una manera de cortarlo y la encontré! - Siempre existe una manera - La voz del viejo Samurai penetro en los oídos de su hijo grabando estas palabras a fuego - siempre existe una manera de lograr lo que deseamos. - Y para ello debemos hacer lo que sea padre - Pregunto inocentemente Kan. Kazo se alarmo, no quería que su hijo le interpretara mal, siempre había que regirse por el honor y la generosidad, pero una ve que vio la inocente mirada de su hijo, la calma se apoderó otra vez de su corazón. - Hijo, Puedes conseguir todo lo que desees en la vida solo con que ayudes a
otras personas a conseguir lo que ellas desean. - No entiendo padre. - Tu sabes que el granjero siempre recoge más de lo que siembra ¿No es así? Kazo sabía que su hijo había ayudado a sembrar a sus vecinos y se había quedado maravillado al ver como crecían las planas día a día y como de un puñado se semillas surgían, con el tiempo, cientos de sabrosos frutos - Pues igual que el granjero siempre recoge más que lo que siembra, tu debes saber que no estas solo y has de ayudar todo lo que puedas a tu equipo, si lo haces así después recogerás la cosecha más fructífera que nunca ayas soñado. Kan quedó pensativo, todavía era muy joven para entender todas las palabras de su padre, pero el sabía que su padre siempre había sido generoso y gracias a ello había llegado a ser un general de generales, por eso decidió firmemente que él haría lo mismo. - Padre, tengo una duda que me atormenta - Se sinceró Kan - antes no te la quise decir por que hoy es un día de dicha. Pero no concuerda con lo que me acabas de decir. - ¿Si hijo? - Ayer conté a mis amigos del pueblo que me iba a convertir en Samurai, que aprendería los secretos de nuestro arte y que me convertiría en el tipo de guerrero más poderoso que existe - los ojos de Kan se clavaron en el crujiente fuego - y los otros niños se rieron de mí, me dijeron que era un blandengue, que todo eran mentiras y que tuviera cuidado por que lo más seguro es que me dieran una paliza los verdaderos Samurais por mentiroso y que luego me echarían a la hoguera. ¿he de ser generoso también con esos niños padre? - Hijo... - Una sonrisa de comprensión surcaba los labios del viejo Samurai, a él le había pasado lo mismo en su juventud y sabía que las mismas personas que hoy criticaba y ridiculizaban a su hijo, mañana serían sus más fervientes admiradores por su valentía y coraje - Hay una forma muy fácil de evitar las criticas... -¿Cual es padre? - Pregunto entusiasmado Kan - ... simplemente no seas nada y no hagas nada, consigue un trabajo de barrendero y mata tu ambición. Es un remedio que nunca falla. - ¡Pero Padre! Eso no es lo que yo quiero, yo quiero ser fuerte y poderoso como tú, tengo aspiraciones y sueños que quiero cumplir en la vida. Y solo tengo esta
vida para hacer esos sueños realidad ¿Como me pides que haga eso? - Entonces Kan, ten mucho cuidados con los ladrones de sueños - dijo Kazo misterioso - ¿Los ladrones de sueños? - El niño Samurai miro temeroso a su alrededor - ¿Que son? ¿demonios de la noche? ¿Duendes malignos? ¿Seres tenebrosos? - No hijo, son tus amigos y personas cercanas a ti - Los ojos de su hijo lo miraban con una expresión triste, como si le acabara de caer el mundo encima - No te preocupes, solo son amigos tuyos, mal informados que quieren protegerte, quieren todo el bien para ti y que no sufras, por eso intentarán detenerte en todos los proyectos que hagas, para evitar que fracases y te hagas daño. - Pero entonces son como los fantasmas del miedo y del fracaso, quieren mi bien y sin embargo me infringen el mayor daño que puede existir. Róbame mis sueños, mis ambiciones y por tanto las más poderosas armas que tengo de alcanzar lo que yo quiero. Si nunca lo intento... nunca lo conseguiré. Es cierto que si lo intento puedo fracasar, sin embargo también puedo tener éxito y conseguir lo que yo quiero! - Eso es hijo y además, sin quererlo, acabas de descubrir tus tres armas más poderosas. - ¡Cuales! dímelo - su ilusión ante la perspectiva de tener más armas era enorme. - La primera el Entusiasmo, si crees en lo que haces y de verdad te gusta podrás conseguirlo todo y debes creerlo con todos los vestigios de tu ser. Kan asintió con la cabeza temeroso de interrumpir a su padre. - La segunda ¡El Empuje! Has de aprender y trabajar, aprender y trabajar y después... enseñar, aprender y trabajar. Solo con el trabajo conseguirás tus objetivos. Si pretendes aprovecharte de la gente solo encontraras el fracaso, sin embargo, si trabajas con honor, en equipo y siempre intentas superarte... no habrá nada que pueda pararte. Kan poso la mano en su corazón y se prometió a si mismo, en absoluto silencio que siempre trabajaría con honor y que nadie le pararía. - Y tercer la Constancia - los ojos de Kan preguntaban a su padre que era la constancia, acaso no era lo mismo que el empuje - La Constancia hijo mío, es la capacidad de aguantar en los tiempos duros y seguir trabajando para que
vengan los tiempos buenos, la constancia es el Arte de Continuar Siempre! Tú ahora acabas de empezar y mañana empezarás a practicar con los Samurais. Al principio, después de cada entrenamiento, te dolerán los músculos y estarás cansado, tendrás ganas de abandonarlo todo por que pensarás que esto es demasiado duro para ti. Pero si eres Contante y continuas aprendiendo y practicando, poco a poco tu cuerpo se irá adaptartando y desarrollando, así como tu mente. Y veras como cada vez las cosas te resultarán más fáciles y obtendrás más resultados y más fácilmente. Los comienzos son siempre duros hijo, y solo si eres Contante tendrás el éxito asegurado. Kazo vio como su joven hijo asentía medio dormido. Ya era tarde y hoy había aprendido más que en toda su vida. EL viejo Samurai cogió a su joven hijo y ahora aprendiz de su arte en sus brazos, levantando, a pesar de su avanzada edad, como si de una pluma se tratara. Su hijo le susurro algo al oído como "gracias papa!" antes de quedarse dormido. El general de generales se preguntó si realmente su hijo seguiría al pie de la letra todos los consejos que hoy había aprendido. Sabía que si así lo hacía llegaría aun más alto de lo que él, general de generales, había logrado. Fin
BOMBILLITA Y SOMBRERETE
Ricardo tiene una casa en la colina. En esa casa hay un misterioso trastero. Lleno de muebles viejos, retratos, percheros, revistas y ropa usada. En una caja marrón estaba guardado un sombrero de copa, que de vez en cuando, se asomaba para ver si podía salir de la caja. Se llamaba Sombrerete. Cuando no había nadie en la casa, los muebles del trastero salían a jugar. Los muebles decían al ver aparecer a sombrerete fuera de su caja. ¡El gran caballero Sombrerete!. ¡El más elegante del trastero!.
El trastero, no tenía ventanas, era un lugar oscuro. Una pequeña bombilla iluminaba la habitación. Se llamaba bombillita y era muy risueña y coqueta. Se pasaba todo el día, luciendo de aquí para allá. Siempre siendo la protagonista. ¡Qué coqueta!. Cuanto más la miraban más luz daba. Se hizo muy amiga de Sombrerete. El pobre sombrero, estaba enamorado de bombillita, pero nunca se lo dijo. Se consideraba muy poquita cosa para ella El sombrero pensaba: ¡Nunca se fijará en mí!. Un día hacía mucho frío, los muebles se pusieron a jugar como siempre, ¡Querían entrar en calor!. - ¡Estaban helados¡ A Bombillita se le ocurrió una idea: -¡Ya sé, os iluminaré con toda mi fuerza y os calentaré!. Todos le dieron las gracias. ¡Espero que funcione, dijo ella riendo!. ¡Lucía y lucía!. ¡Brillaba y brillaba!. ¡Y tanto brilló, que explotó!. ¡Pobre bombillita, era tan linda!. Ricardo bajó al trastero y al intentar encender la luz, se dio cuenta que la bombilla estaba hecha mil pedazos. Cogió una nueva y la puso. También era hermosa, pero todos se acordaban mucho de bombillita. Cuando Ricardo se marchó. Todos miraron hacia el cielo y dijeron. ¡Adiós bombillita!. -¡Mucha suerte!. -¡No te olvidaremos!. La puerta del trastero se cerró y todos los muebles se fueron a dormir. Fin.
BOSQUE DE CRISTAL
Hace mucho tiempo, en un hermoso y lejano reino, rodeado de un bosque sin igual, vivio una pequeña princesa, hermosa como las mañanas de primavera. La preciosidad de tan tierna princesa se la habia dado un hada del bosque como don especial, siempre y cuando el bosque que rodeaba al reino donde nacio estuviera bien cuidado. Para esto hizo que todo lo que le pasara a la princesa le pasara al bosque y todo lo que le pasara al bosque le pasara a ella. El bosque no podia existir sin ella, porque ella era su corazon. Asi tambien, no podia existir la princesa sin el bosque porque este era el alma de ella. La pequeña princesa era el orgullo de sus padres, reyes de esas tierras y de muchas mas en aquel mundo. Todos la llamaban Sonrisa por ser siempre feliz y tenia la gracia de ser querida por todos los subditos de aquel reino por su infinita bondad. En aquel reino vivia tambien, una envidiosa mujer que practicaba la brujeria y que era fea como no habia cosa mas fea en el reino. Esa mujer era de todos bien conocida como la Bruja Miltrafaldumiruja. Esta mujer repudiaba la hermosura en todos sus sentidos, por lo mismo no soportaba la belleza y dulzura de la princesa Sonrisa. Enojada por ser fea y por ver tan linda a la joven princesita, la Bruja Miltrafaldumiruja decidio que nadie admiraria su beldad, para esto puso en practica un viejo hechizo que corria en su familia desde siglos atras. Convirtio al hermoso bosque de la princesa Sonrisa en un bosque de cristal tan diminuto que cabia en una pequeña cupula del mismo material. Pensaba que al convertir al bosque en cristal la princesita se pondria triste y se volveria fea. Con el bosque se transformo todo lo que habia dentro de el; todos sus habitantes, personas y animales quedaron reducidos a fragiles figurillas de cristal. La princesa Sonrisa que en ese momento daba un paseo por el bosque corrio la misma suerte que todos los demas, solo que no toda ella se convirtio en cristal. Nada pudo hacer la envidia de Miltrafaldumiruja en contra del calido corazon de la princesa, que siguio latiendo dentro de ella, encerrado en la pequeña cupula de cristal. Vio realizada su obra la Bruja Miltrafaldumiruja, pero no se sintio feliz. A pesar de ser pequeño el bosque y mas pequeña aun su princesa, su belleza seguia siendo inigualable. Al darse cuenta de esto Miltrafaldumiruja se
enfurecio aun mas y decidio mandar lejos muy lejos al pequeño bosque de cristal. Tan lejos mando al bosquecillo la detestable bruja, que fue a dar a la tienda de un anticuario en el mundo real. Miltrafaldumiruja se dio cuenta de que ya habia hecho mucho mal, y como en el fondo ella no era mala, agrego a su hechizo una manera de deshacerlo: aquel que a pesar de todo creyera con todo su corazon en que el bosque estaba vivo podria revivir a la princesa y por tanto al bosque. El unico que podria destruir el hechizo seria un principe valiente de espiritu. Todas las mañanas pasaba Rodolfo por la avenida principal para ir de su casa a la escuela, y nunca en todos sus recorridos se habia topado con una pieza tan hermosa en la vitrina de la vieja tienda del anticuario. Asomaba unos ligeros destellos que deslumbraron al muchacho en cuanto la vio. Era de una delicadeza extrema, debia de ser muy antigua y traida de un lugar muy lejano. Era una pequeña cupula no mas grande que los viejos jarrones de porcelana china que junta ella exhibian. Dentro habia un bosque, aunque para Rodolfo este no era cualquier bosque, sino el Bosque. Era como en sus sueños, era todo luz y... oh! Se le hacia tarde y debia llegar a la escuela antes de que tocara la campana y no lo dejaran entrar. Desde el dia de su encuentro con el Bosque de Cristal, Rodolfo procuraba salir antes de su casa para tener mas tiempo de admirarlo en su camino a la escuela. Era bello, habia algo en el que lo tenia hechizado, y las figuritas dentro de el eran tan reales. En el centro habia un castillito, y habia otras figuras mas pequeñas como animalitos y personas. Si hubiera podido comprarla, pero no se veia que fuera muy barata, despues de todo una figura de tal delicadeza debia costar una fortuna. Una tarde de regreso a su casa Rodolfo se asomo a la vitrina del anticuario, pero el lugar donde antes estuviera el Bosque de Cristal, entre los dos jarrones de porcelana china, ahora lo ocupaba una cajita musical con una bailarina que no paraba de dar vueltas. Se habian llevado el Bosque de Cristal, se habian llevado su Bosque de Cristal. No lo volveria a ver jamas, ya no podria soñar con pasear por el y ver y conocer a los pastores y mercaderes que en el creia haber visto tantas veces. Ya no volveria a ver su tan amado Bosque de Cristal. Regreso a su casa triste y desolado, entro a la casa y dejo sus libros sobre la mesa. Iba en ese momento a su recamara cuando de la sala creyo oir que le
llamaban. Entro a la sala y cual no seria su sorpresa al encontrar sobre la repisa de la chimenea al pequeño y tan amado Bosque de Cristal. Emocionado se acerco a donde la cupula estaba, y admirado la vio como si fuera la primera vez. Repaso el bosque, el castillo, las figuritas que parecian gente y reparo en algo que no habia notado antes era una luz extraña, volvio a escuchar su nombre... Rodolfo.... La luz con extraños destellos rosados lo envolvia, se hacia mas fuerte, luego una niebla... Rodolfo... Escuchaba su nombre fuerte y claro, pronunciado por una voz dulce y suave que le parecia familiar. La niebla se disipo y vi la luz mas intensa todavia, y se dio cuenta de que estaba dentro de la cupula. Estaba en el Bosque de Cristal. Su sueño se habia vuelto realidad, estaba en el Bosque de Cristal y lo recorrio. Le parecio todo tan familiar, como si ya antes hubiera estado alli. Llego a las afueras del castillo y reconocio a los pastores y labradores que tantas veces habia creido ver y sentia que los conocia como a viejos amigos. Repetia sus nombres sin saber como es que los conocia, todo le era tan natural, como el bosque mismo, que a pesar de ser de cristal demostraba viveza en cada rincon. Dentro del castillo los reyes, las damas, los caballeros reales y sus pajes, hasta un bufon risueño frente al rey. Recorrio el castillo, descubrio corredores y pasadizos secretos. Se maravillo ante las estatuas y tapices que en el habian. Subio torres y entro en enormes salas encontrando maravillas indescriptibles a cada paso.Seguia oyendo su nombre, a veces mas fuerte otras veces mas debil, pero siempre con la misma dulce voz. Intrigado ante tal hecho siguio la tersa voz hasta las afueras del castillo y a traves del bosque hasta llegar a un claro donde una fragil y hermosa figura se encontraba. En ella se resumia la bellesa y magnificencia de todo lo que habia visto antes, era la hermosa princesa Sonrisa. Dentro de ella su pequeño corazon latia y eso confirmo lo que Rodolfo pensaba, el Bosque de Cristal estaba vivo, vivo y lo necesitaba a el. La prinsecita ya no repitio mas su nombre, ya no era necesario, instintivamente el supo lo que tenia que hacer. Guiado por el infinito amor que aquella hermosa figura le inspiraba, Rodolfo se acerco a ella, quizo besarla, pero no se atrevio temiendo con ello manchar tan grata presencia. Temeroso puso su mano en su corazon y creyo, creyo con toda su alma y toda su fe en que con su amor podria volver a la vida a su amada princesa y al Bosque de Cristal. Lagrimas rodaron por sus mejillas y su calor entibio las frias manos
de cristal de las princesita. Sonrisa levanto su rostro hacia el y y con solo verlo lo amo y vivio. El bosque desperto como si la noche en que habia permanecido repentinamente hubiera acabado, y asi fue. Los pajarillos, las ardillas, las plantas, todo el bosque revivio mientras la dulce voz de la princesa entonaba un himno de alegria por ver a su bosque vivo otra vez, y es que mientras el Bosque estuviera bien ella estaria bien. Poco despues se celebraron las bodas entre el principe Rodolfo y la princesa Sonrisa, y todos en el bosque fueron felices por mucho mucho tiempo. Fin.
CASTILLOS DE ARENA
Estaban los dos en la orilla del mar, en la arena clara, húmeda, buena para hacer castillos. Y eso estaban haciendo: un castillo de arena. Más alto, papi, más alto. Ponle también una torre cuadrada en el centro, y un puente levadizo hazle. Lo que tú quieras... si me ayudas. El niño está de rodillas en la arena, volviéndose poco a poco más pequeño que su castillo. Pero yo no sé... Sí que sabes. A ver, ¿qué es esto? El niño achica los ojos. -Un soldadito haciendo guardia en la muralla. ¿Y esto? Una ventana. ¿Y qué se ve dentro de la ventana? La princesa del castillo. El padre sonríe, sacudiéndose la arena de las manos. ¿Ves como sí puedes ayudar? El castillo es tan lindo que da pena dejarlo. Pero se hace tarde y la comida se enfría. El niño le pide al sol: Cuídame el castillo. Y a las olas:
Vigílenlo. Y a las gaviotas: Si alguien viene, me avisan. El sol se fue a iluminar el otro lado del mundo, las gaviotas se perdieron en la oscuridad y las olas subieron y bajaron. Por la mañana, el castillo no estaba. ¡Alguien lo ha robado!? lloró el niño. Nadie roba castillos de arena, hijo. ¡Entonces lo pisotearon! No hay huellas de pies en la arena. Padre e hijo se miraron. Lentamente en los ojos de uno se encendió una chispita que pasó a los ojos del otro. ¿Tú crees que fueron Los Enemigos? Sí: los enemigos del castillo, que vinieron durante la noche con sus caballos, sus arqueros y sus catapultas. Seguramente fue el Rey Sargazo, siempre belicoso. ¡Ay, chico, tan lindo que era el castillito! suspiró el niño, y enseguida pidió Hazme otro, ¡pero que sea más grande, más fuerte y más alto! Ponle doble muralla y un foso todo alrededor. Yo buscaré soldados para que hagan guardia de día y de noche. Trabajaron todo el día juntos en el castillo de arena. Con ramitas, pedazos de plantas marinas y conchas lo reforzaron y habitaron. En lo alto de la torre había otra vez una ventana y en la ventana había una princesa. ¡La princesa Caracola! La princesa Caracola bate con peine de nácar sus cabellos de ola loca. Toma su espejo de plata y en él se ve más hermosa que la sirena de Dacka. Papi, ¿dónde queda Dacka? ¿La de la geografía o la del cuento? La... del cuento. Donde que tú quieras. El castillo es tan grande y fuerte que no da miedo dejarlo. Así y todo, el niño le encarga a sus viejas amigas las nubes que lo cuiden, y a un cangrejo moro le ruega que ayude cuando los enemigos ataquen, y al cocotero de pencas
susurrantes, le pide que avise si hay peligro. Por la mañana, junto al mar frío, quieto y transparente, la arena parece acabada de traer del taller de Máximo Universo. No hay ni huella del castillo. ¡Otra vez, papi! ¿Tú ves? Se fue nuestro castillo. ¿Se fue...? Navegando por esos mares, o volando por esos aires o rodando por esas tierras. ¡Un castillo de arena no flota, no vuela, no rueda! Grano a grano, sí. Entonces no es un castillo. Cuando algo se hace bien, cada grano del algo es como el algo entero. ¡Sí, sí, pero no...! No llores. Haremos otro. El tercero fue el mejor. No solo tenía muralla, fosos y torres para defenderlo, también tenía jardines que el niño llenó de maticas costeras y un patio donde, con la cáscara de un coco y un pedazo de coral, armaron un carruaje para la princesa. La princesa Caracola dejó su plata y su nácar para montar, tan dichosa, un coche sin fausto ni laca. ¿Quién es Fausto? ¿Qué cosa es laca? Fausto era solo una palabra de lujo y laca una cosa que brilla, pero si quieres, Fausto será el caballo y laca, abreviación de lacayo. Mientras la princesa canta terminan el castillo de arena. Ha resultado tan fascinante que el niño no quiere irse cuando el día acaba. Y no le pide a nadie que lo vigile porque esta vez va a velar él mismo. Pero el sueño, su compañero de todas las noches, lo visita y cuando despierta la arena está lisa y limpia, húmeda y blanda, como la arcilla que espera al alfarero. ¿Por qué? solloza el niño?. ¿Por qué...? Porque tiene que ser; porque es el destino de los castillos de arena? responde el padre. ¡Mentira! "Porque sí" no es una respuesta; tú me lo has dicho millones de veces... Yo quería mi castillo.
El padre sonríe un poco. ¿Cuál? ¿...? ¿Cuál de ellos quieres: el primero, el segundo o el tercero? ... Si no hubiera desaparecido el primero, no hubiéramos hecho el segundo, ni el último habría podido mejorar al del medio. ¿Te imaginas lo que sucedería si se conservaran todos los castillos de arena que la gente ha hecho? Aquí estarían los que tu abuelo construyó para mí y los que yo hice cuando tú aún no existías. ¿Crees que sobraría espacio para nuevos castillos? En lugar de playa habría una ciudad en miniatura y tú nunca habrías aprendido a construir castillos de arena. El niño permaneció unos segundos en silencio, y entonces preguntó: ¿Y la princesa Caracola? Ella puede vivir en un lugar mucho más modesto que un castillo. Le basta con una cabaña de nácar... como ésta. El padre le alcanza al hijo un gran caracol blanco, amarillo y rosado como el amanecer, y lo invita a acercárselo al oído. ¿Oyes? ¡La princesa Caracola! ¡Está cantando!... Pero ahora no entiendo su canción. Porque usa el lenguaje oleaje, que es el idioma del mar. Así es hasta que alguien hace un castillo de arena y ella puede asomarse a la ventana para cantar en el idioma del hombre o el niño que construye. Papi... ¿Qué? Vamos a hacer otro castillo. Fin. Joel Franz Rosell Tomado de Los cuentos del mago y el mago del cuento. Ediciones de la Torre, 1995
CUENTO ÁRABE
Había una vez un anciano muy sabio, tan sabio era que todos decían que en
su cara se podía ver la sabiduría. Un buen día ese hombre sabio decidió hacer un viaje en barco, y en ese mismo viaje iba un joven estudiante. El joven estudiante era arrogante y entró en el barco dándose aires de importancia, mientras que el anciano sabio se limitó a sentarse en la proa de barco a contemplar el paisaje y cómo los marineros trabajaban. Al poco el estudiante tuvo noticia de que en el barco se encontraba un hombre sabio y fue a sentarse junto a él. El anciano sabio permanecía en silencio, así que el joven estudiante decidió sacar conversación: - ¿Ha viajado mucho usted? A lo que el anciano respondió: - Sí - ¿Y ha estado usted en Damasco? Y al instante el anciano le habló de las estrellas que se ven desde la ciudad, de los atardeceres, de las gentes y sus costumbres. Le describió los olores y ruidos del zoco y le habló de las hermosas mezquitas de la ciudad. - Todo eso está muy bien. - dijo el estudiante - Pero... habrá estado usted estudiando en la escuela de astronomía. El anciano se quedó pensativo y como si aquello no tuviese importancia le dijo: - No. El estudiante se llevó las manos a la cabeza sin poder creer lo que estaba oyendo: - ¡Pero entonces ha perdido media vida! Al poco rato el estudiante le volvió a preguntar: - ¿Ha estado usted en Alejandría? Y acto seguido el anciano le empezó a hablar de la belleza de la ciudad, de su puerto y su faro. Del ambiente abarrotado de sus calles. De su tradición, y de otras tantas cosas. - Sí, veo que ha estado usted en Alejandría. - repuso el estudiante - Pero, ¿estudió usted en la Biblioteca de Alejandría?. Una vez más el anciano se encogió de hombros y dijo: - No. De nuevo el estudiante se llevó las manos a la cabeza y dijo: - Pero cómo es posible, ¡Ha perdido usted media vida!. Al rato el anciano vio en la otra punta del barco que entraba agua entre las tablas el barco. Entonces el anciano preguntó:
- Tú has estudiado e muchos sitios, ¿verdad?. Y el estudiante enhebró una retahíla de escuelas, bibliotecas y lugares de sabiduría que parecía no tener fin. Cuando por fin terminó el viejo le preguntó: -¿Y en alguno de esos lugares has aprendido natación?. El estudiante repasó las decenas de asignaturas que había cursado en los diferentes lugares, pero en ninguna de ellas estaba incluida la natación. - No. respondió. El anciano, arremangándose y saltando encima de la borda dijo antes de tirarse al agua: - Pues has perdido la vida entera. Fin.
DICEN QUE ASÍ NACIÓ EL COCODRILO
En medio de la selva estaba tirado en tronco de cocotero. Hacía carios días que el huracán lo había tirado y así permanecía, temeroso de que vinieran los hombres con sus hachas a hacerlo pedacitos. Una mañana calurosa se oyeron pisadas sobre la hojarasca. El tronco tembló de miedo, y tan grande fue su temblor que empezó a rodas hasta llegar a un pantano que estaba cerca. y pensó: "¡Qué bueno! Aquí puedo esconderme sin que los hombres me descubran". Se acomodó entre el agua fangosa. Sólo cuando las pisadas de los hombres se alejaron, el tronco se atrevió a mirar para afuera. Estaba tan bien ahí en lo húmedo, y hacía tanto calor en la selva, que decidió quedarse adentro un poco de tiempo. Y empezó a ponerse verdoso. La lama del agua iba quedándose entre sus escamas de árbol. Más tarde se dio cuenta de que iban naciéndole cuatro retoños, dos a cada lado del cuerpo.
-¡Qué bueno!- pensó-, ¡Creo que me estoy convirtiendo en animal! Buscaré un nombre que recuerdo mi origen. Me llamaré "cocodrilo".
Armida de la Vara
DOÑA CONEJA Y COLORÍN
Mamá coneja, recogía las zanahorias del huerto y las echaba en su cestita. Camino de casa se encontró con Colorín que era un pajarito de brillantes colores. ¡Buenos días Colorín!, dijo Doña Coneja. ¡Si, si buenos días¡, Colorín dio un traspiés y se lanzó sobre la cestita de la coneja.y se le quedó una zanahoria pegada en la nariz, parecía como si de repente se hubiera convertido en un pájaro-zanahoria. Ja, ja, ja rió Doña Coneja. ¡Qué raro estás¿. Pero colorín se enfadó un poco porque pensaba que se estaba riendo de él. Doña coneja le explicó que no pretendía burlarse de él sino que era muy divertido verlo con esa nariz tan grande que se le había puesto. Colorín se miró y remiró y la verdad que a él también le hacia gracia verse así. Se miraron los dos y volvieron a reir. Colorín ayudó a Doña Coneja a recoger zanahorias después de librarse de la que tenía en el pico. La acompañó hasta su madriguera y luego se fue. Al caer la tarde colorín salió a dar un paseo por el bosque pues la tarde era muy agradable y no hacía frío. De repente vió que algo se movía en los matorrales y se oían unos gemidos extraños. ¡Me acercaré a ver!.se dijo:
Vió dos enormes orejas sobresaliendo de la maleza, y le resultaron conocidas, en efecto eran de Doña Coneja, que había resbalado y se había caído en una pequeña poza que había cerca de un riachuelo. Tenía cubierta la cara con un espesa masa y parecía una estatua de barro. Su lindo cuerpecito blanco estaba ahora cubierto por una pastosa capa de lodo. Colorín, empezó a reir, sin parar, ja, ja , ja,. ¡Pues yo no veo la gracia, dijo la coneja!. ¡Estás muy divertida!, respondió colorín. ¡No me estoy burlando de ti, no te enfades, me rio porque estás graciosa!. ¡No, no y no , se que te burlas de mi, no eres un buen amigo!. Esta mañana me dijiste que no me enfadara y yo lo entendí y no me enfadé. Ahora tú debes hacer lo mismo. Colorín continuó diciendo: Si haces bromas o te ríes con los demás, también debes saber reirte de tus propias gracias. Doña Coneja después de quedarse un rato pensativa, se dio cuenta de que colorín tenía razón, hay que saber disfrutar de las bromas graciosas de los demás y nuestras propias bromas pero siempre cuando se hacen con buen corazón y no las bromas pesadas que pueden hacernos daño. © Marisa Moreno, Spain
EL DESEO DE NAVIDAD DE NIKI
Había una vez en un país muy tranquilo una bella casa, con sus alrededores floridos y una playa preciosa y un mar tan azul como el cielo. En su interior vivía una bonita familia, había un niño llamado Niki el cual era muy inteligente, y lo tenía todo: amor, atenciones, juguetes; pero a pesar de tenerlo todo no era completamente feliz, pues deseaba tener un hermanito y cada navidad le pedía a Dios que se lo trajera, mama y papá le preguntaron que tu quisieras para esta Navidad y el niño respondió: Tengo todo pero lo que en realidad deseo con mi corazoncito es un compañerito y papá le dijo: Tu mamita también y sabes parece que Dios te ha escuchado y pronto llegara,
¿verdad mamita? Y ella respondiendo le dijo si, y pasaron los meses y llego el gran momento y una bonita mañana. Niki despertó cuando escucho llorar a alguien, y fue corriendo a ver a su mamita y cual grande fue su sorpresa: sus ojos se llenaron de lagrimas al ver de lado de su mamita a la personita que tanto le había pedido a Dios. Lo besaba y besaba lo abrazaba y le daba las gracias a su mami por pedir el mismo deseo, entonces su papito lo abrazo muy fuerte, y le dijo ahora tendrás una compañía a quien tendrás que enseñarle todas las cosas bonitas que tu ya sabes, pero prométenos a mamita y a papito las tres palabras, mas importantes que te hemos enseñado: El Amor, El Perdón y la fe porque sin ellas el mundo no tendría sentido, pero recuerda la más importante de las tres es el Amor porque sin él no tendría sentido la vida, porque las tres siempre van de la mano, viste tuviste fe y Dios te concedió este deseo, El amor que desde hoy une más nuestra familia y el perdón por los malos tiempos que tuviésemos algún día. Niki todos los hombres aprenderemos a perdonar, y dar el amor por medio de la fe y nos conozcamos del modo que Dios nos conoce a nosotros, y recuerda Niki dar y recibir. Y así termina esta historia llena de amor y felicidad familiar.
Luz Marina López de George, Willemstad - Antillas Holandesas
EL DUENDE BERNARDO Y LA ISLA DE CRISTAL
Érase una vez un duende verde, llamado Bernardo, a quien le gustaba jugar mucho y que por mascotas tenía dos perros y un gato. Pero con quien mas le gustaba jugar era con uno de los perros: Pinky. Le encantaba ir con él a todas partes, incluso de viaje. Cuando se iba a Hawai con sus padres se llevaba el perro. Lo que más le fastidiaba era que nunca se podía ir sólo sin sus padres lejos de casa, que no era nada normal, pues era una seta (una casa de duendes). Un buen día decidió escaparse. Quería irse de viaje a una isla donde todo era de cristal : las casas, los arboles, el mar, las palmeras, todo...
El problema era que no tenía ninguna balsa o barco. Como su perro Pinky era muy listo y el duende tan pequeño, decidió que podía viajar por el mar en su lomo. Después de nadar unos cuantas millas se encontraron con una tormenta. El duende se puso muy nervioso y Pinky también, pues nunca salían de la seta, su casa, cuando había una tormenta tan grande. Después de muchos sustos y mucho miedo consiguieron llegar a la isla y se quedaron con la boca abierta porque el duende Bernardo creía que la gente de allí era como él, pero se equivocó, por que la gente de esa isla eran aves, y unos pájaros muy raros. El duende traía del bosque muchas cosas valiosas y podía venderlas a buen precio por que todo allí era de cristal y se rompía con facilidad. Además el duende Bernardo traía unos zapatos con unas campanillas en la punta, unos disfraces y su gorro de la suerte. Por fin todo lo vendió. ¡Ah, pero no vendió a su perro! pues era su mejor amigo. Lo que más le apetecía ver de la isla era ver el palacio real, alquiló un coche de duende, compró un poco de comida y se fue camino al palacio real, por que, estaba a varios kilómetros de la ciudad. Cuando vio a su Majestad se quedó asombrado por que llevaba ropa totalmente distinta a la suya. Le pidió de rodillas a su Majestad que le diera cobijo durante una noche y al día siguiente se iría sin molestar. Al día siguiente se fue con su coche de duende, volvió al mar, se subió en el lomo de Pinky y volvió a su amado bosque. Sus papás le esperaban impacientes y cuando regresó, los padres de Bernardo le prometieron que se podría ir todas las tardes después del colegio a jugar con sus amigos. Y colorín colorado, esta historia se ha acabado.
EL QUE SE ENOJA PIERDE
CUENTO MAYA Recopilación de: Elisa Ramírez y Ma. Ángela Rodríguez
HACE TIEMPO, VIVÍAN TRES HERMANOS huérfanos con su abuelita. Vivían pobres, torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
—Voy a buscar trabajo, abuelita. —Pero, ¿a dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien, torciendo nuestro hilo. El muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que de cualquier manera se iría, le alistó su bastimento de posol. Y el muchacho se fue. Caminando, caminando, llegó hasta la casa de un rey. Preguntó si acaso tenían trabajo para él. —Cómo no, hay varios: chapear el jardín (o sea arreglarlo), trabajar en el huerto o cuidar a un chamaquito. —Escojo cuidar al chamaquito —dijo el muchacho. Se le hizo lo más fácil—. Y ¿cuáles son las condiciones? —El que se enoje, pierde. —Bueno, está sencillo. Comenzó a trabajar. En la mañana sacó al niño. A la hora del almuerzo, al chamaquito se le antojó ir al patio y le ordenaron al muchacho —para eso lo estaba cuidando— que lo sacara. Y así, se quedó en ayunas. Se aguantó: "Al fin que al rato como", pensó. Pero a la hora de la comida, se le antojó al niño de nuevo ir a otra parte y, por acompañarlo, volvió a quedarse sin probar bocado. Tampoco en la noche lo dejó comer el dichoso chamaquito. Y así, cada vez que estaba por sentarse, se quedaba con las ganas. Puso mala cara. El rey le preguntó: —¿Qué, estás enojado? —¡Cómo quieres que no esté enojado si hace dos días que no como! —Ah, pues ya perdiste. Ordenó que lo apresaran, que le cortaran una nalga y que lo echaran a un calabozo. En la casa de la abuelita, el segundo hermano empezó con que también él quería salir. Salió y le sucedió lo mismo que al mayor. En la cárcel se encontraron: —¿Aquí estás? —Sí. —Pues ya somos dos.
El tercer hermano quiso probar fortuna. —Tengo que ir a ganar dinero, como mis hermanos. —Si no han regresado, menos tú, que eres más chico. ¿Vas a dejarme solita? —Como sea, tengo que buscar mi destino. Tanto insistió que la abuelita se resignó. —Ni remedio, si te has de ir, vete —le dijo. Y le preparó sus provisiones como a los otros dos hermanos. Caminando, caminando, llegó hasta el palacio del rey; también a él le dijeron: —¿Quieres chapear el jardín, arreglar el huerto, o cuidar al chiquito? —Cuidar al chiquito —dijo rápidamente. Y le dijeron la condición: —El que se enoja pierde. —¿Parejo para todos? —Parejo. —Bueno. Le entregaron al niño, para que se encargara de atenderlo. —Tienes que darle todo lo que quiera, llevarlo a donde te pida. Que esté contento —le recomendaron. Al otro día sirvieron el desayuno. No se acababa de sentar cuando el chiquito quiso salir al patio. —Joven, lleva al niño al patio. —¡Cómo no! Cargó la mesa con todo y comida, agarró al niño y lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en el patio, lo aventó en un rincón y se sentó, sin pena, a desayunar. Acabó, dejó tirados los platos sobre la mesa y, jalando al niño de la oreja, lo llevó de regreso a la casa. Lo mismo sucedió a la hora de comer, y por la noche. —Si sigue así nos va a matar al niño —protestó la reina—. Regáñalo. Mandó llamar al muchacho. Con voz calmada le dijo: —Mira, joven, el chiquito creció muy rápido; yo creo que mejor te vas para la
hacienda, allá tenemos muchos peones. —¿Qué, ya te enojaste, rey? —No, no es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y te vas a ir para la hacienda. Al día siguiente se fue para la hacienda. Allí estaban trabajando todos los peones del rey. En la hacienda había miel, fruta, ganado. Comenzó a preguntarles a los peones: —Y a ustedes, ¿les dan miel para comer? —No. —Ah, pues traigan sus hachas y vamos a tirar los panales: de ahora en adelante todos van a comer miel. Los peones lo obedecieron. Tiraron todas las colmenas y acabaron con toda la cosecha. Al otro día volvió a preguntarles el muchacho: —¿Qué comen? ¿Les dan carne? —No. —Pues de ahora en adelante, todos van a comer carne. Y ordenó que mataran varias reses. Al tercer día dijo: —Si llegara a venir el rey, ni cuenta nos daríamos. Vamos a tumbar unos cuantos árboles para poder ver el camino. El rey se asomó a la ventana, desde su casa, y sorprendidísimo se dio cuenta de que se podía ver el rancho. —Ave María, mira nada más lo que hizo ese loco. —No te enojes porque pierdes —le recordó la reina. Fue hasta el rancho y vio los destrozos que había ordenado su capataz: ya no tenía miel, ni fruta, ni ganado. —¿Estás enojado? —le preguntó el muchacho. —No, eso no —dijo el rey disimulando su coraje—, pero te vas a venir para la casa, tengo otro trabajo para ti. —Y ahora, ¿qué haremos? —le preguntó a la reina.
—Vamos a invitarlo a pasear al cenote, y cuando se duerma, lo echamos al agua para deshacernos de él. —¿Tú crees? —Sí, hombre. El rey mandó traer al muchacho y le ordenó: —Mañana temprano ensillas tres caballos: uno para la reina, otro para mí y otro para ti; vamos a ir a pasear. —Se me hace que ya te enojaste por lo del rancho —le dijo el muchacho. —No, no es eso. —¡Menos mal! Tempranito al día siguiente el muchacho tuvo listos los caballos. Hizo todo al revés, no como le dijeron: él agarró la mejor montura y el mejor animal; al rey y a la reina les dejó unos pencos flacos. —¡Éste no es mi caballo! —protestó el rey. —Ya lo sé, pero el tuyo me gustó para montarlo yo. ¿No te enojas, verdad? —No. ¡Vámonos! Salieron. Adelante iban los caballos del rey y de la reina; para que se apuraran a caminar el muchacho les pegaba con su cuarta; de paso chicoteaba a los reyes. —¡Muchacho, ten más cuidado! —¿Qué, te estás enojando? —No, pero a ver si tienes más respeto. —Se me hace que te estás empezando a enojar. —No... —Pues apúrense entonces —y más les pegaba. Llegaron al cenote al atardecer. El rey y la reina estaban molidos: todo el día habían cabalgado en malas monturas y recibiendo golpes. Se acostaron. La reina se durmió inmediatamente. Cuando empezó a roncar, el muchacho la pasó a la hamaca que él ocupaba y se cambió a la de la reina. Al rato oyó al rey: —Despiértate, ya se durmió ese tonto.
—¿Ya? —dijo el maldoso fingiendo la voz. —Ya. Descolgaron la hamaca en la oscuridad y la balancearon: una, dos y tres... ¡Pram!, cayó al cenote. Se asomaron. —Señor rey, ¿por qué tiraste a tu mujer al agua? —¡Era la reina! ¡Muchacho diablo! —Pues sí, era ella. ¿Ya te enojaste? —¿Y cómo no me había de enojar? Por tu culpa mi hijo casi se queda sin orejas, mi rancho se quedó sin miel, sin fruta y sin reses; me golpeaste todo el día y, para acabar, hiciste que tirara a la reina al cenote. ¡Y quieres que no me enoje! —¡Pues ya perdiste! El rey dejó de ser rey; le dio su corona y todos sus bienes al muchacho, porque le había ganado la apuesta. Cuando regresó al palacio rescató a sus hermanos. —Ustedes no supieron hacer bien las cosas; pero ahora, somos dueños de todo esto. Mandaron traer a su abuelita, vivieron muy felices y nunca más volvieron a torcer hilo. Desde entonces supieron muy bien no enojarse, sobre todo los dos que nunca pudieron volver a sentarse a gusto. Fin.
FABULA DE LA LECHUZA Y LA CODORNIZ
Muchas actitudes humanas que engendran conflictos e insatisfacciones, se pueden explicar con la ayuda de una fábula que se atribuye a un pensador Chino. Partimos de un diálogo entre animalitos.¿Adónde pretendes volar?, le preguntó una codorniz a una lechuza que apareció por allí, fuera de horario, con el proyecto de un viaje lejano en mente, disconforme por la situación que le rodeaba. Me voy hacia el sur; ya lo tengo decidido, fue la respuesta amarga de la lechuza.
¿Y por qué te vas? Desaparezco de aquí porque los vecinos de la aldea ya no soportan mis chillidos y gritos estridentes. Estoy cansada de amenazas... La codorniz, perpleja, tratando de no perder la calma, hizo una mueca intentando una sonrisa, y le aconsejó: -"No te apresures... pensá bien lo que vas a hacer. Con salir de aquí no se soluciona mucho el problema. Lo que tienes que hacer es cambiar ese grito estridente y molesto por otro más suave, cadencioso y en unas horas verás cómo la gente te va a apreciar y más de uno te admirará... Si no te animas a cambiar tu ruidoso comportamiento, acordate de que en ningún lugar de la tierra encontrarás paz... a lo sumo que quieras habitar en un solitario desierto". La solución no está en huir de las dificultades, sino en reubicarnos en la comunidad, respetando para que nos respeten. Esta fábula se hace realidad muchas veces en la vida de los humanos. Hay personas que son un problema continuado, para sí mismos y también para los que están cerca... Los defectos personales no se solucionan sólo con cambiar de aire o de geografía. El cambio de posturas o conductas irritantes e hirientes por otras más humanas, hacen más fácil la convivencia. El dominio de sí mismo y la superación de defectos ayuda a crecer y da personalidad. Por eso antes de huir de las realidades es preferible cambiar nuestra manera de pensar, de actuar, de hablar, de vivir... Francisco de Sales nos dejó este pensamiento:"Obrar el bien, si además se hace con alegría, es un doble bien". Comportándonos correctamente, sin mentirnos a nosotros mismos ni al prójimo, viviendo nuestra realidad y dejando vivir en paz a los demás, encontraremos el camino del equilibrio que lleva a la felicidad.
Reynaldo Vázquez
FRASQUITO Y SU SUEÑO DE NAVIDAD
Era una tibia madrugada de diciembre. El sol se disparaba contra los ventanales del viejo edificio de la Calle Real. Estrellitas de colores chispeaban sobre el dorado rostro de Frasquito, el antiguo ascensor de elegantes rejas y rectangular ojo de vidrio. Como todas las mañanas, don Juan abrió el sobretodo metálico del elevador: – Buenos días –dijo el anciano celador. – Muy buenos, don Juan. Y usted, ¿cómo amaneció? –Preguntó Frasquito alargándose de rejas. Así se desperezaba. – Regular, hijo, regular. A mi edad es difícil estar bien –aclaró colocándose su gorra azul de terciopelo. Aún con sueño, Frasquito comenzó a trabajar. Sabía de memoria su recorrido matinal: repartir aseadoras por las oficinas. Luego bajar y subir una y mil veces repleto de personas. Frasquito siempre cumplió su labor. Don Juan, quien envejeció con Frasquito, hacía revisar cada mes el complicado mecanismo del elevador. En treinta años su corazón, un potente y bien engrasado motor alemán, jamás falló. En cambio, los colegas de Frasquito – tres orgullosos ascensores de cierre automático, controles electrónicos y velocidades de miedo– se dañaban a menudo. Unas veces se trababan sus puertas. Otras, saltaban enloquecidos como carros chocones. Cuando los frenaban, los pasajeros descendían con los pelos parados como si hubiesen visto a Satanás. Algunos salían con las corbatas en los bigotes. O con las gafas en la nuca. Las damas perdían sus tacones o bajaban con los collares bailándoles alrededor de las orejas. Al verlos, Frasquito se agarraba la barriga para no soltar la carcajada. Luego recogía a los pasajeros ya recuperados, quienes no cesaban de elogiarlo: – Este sí es un ascensor decente –comentaba una viejita. – Yo he dicho que los aparatos de antes eran mejores que los de ahora – sentenciaba un señor. – ¡En mi vida vuelvo a subirme en estos mugrosos bichos! –gritaba furiosa una señora calva que no había podido reacomodar su peluca. Frasquito escuchaba los comentarios. Su ojo de vidrio sudaba. Su nariz, un grueso mango de acero dorado, brillaba de tanto ajetreo. Esa mañana de aguinaldos, sin embargo, todo transcurría normalmente. Cada elevador trabajaba sin sobresaltos. De pronto, a eso del mediodía, cuando Frasquito
pasaba delante del piso 13, sintió una terrible picada en el estómago. Uno de sus piñones chilló como frenada de locomotora. Don Juan lo apagó al instante. Preocupado por Frasquito corrió a la administración. Como no soportaba la velocidad ni el encierro de los otros ascensores, bajó las escaleras de emergencia a todo lo que daban sus piernas y pulmones. Ya en la oficina, fatigado, contó lo que había escuchado en las entrañas de Frasquito. Al rato, don Juan regresó acompañando al elevador. Un ingeniero, el administrador y un técnico con un estuche metálico penetraron en su cabina. Frasquito sintió cosquillas. Una pistola eléctrica hizo brincar sus tornillos. Hizo esfuerzos para no reír. Experimentó escalofrío. Lo desnudaron quitando las láminas de su espalda. Por la abertura pasaron el ingeniero y su asistente. Al momento, mientras Frasquito y don Juan se miraban de reojo, volvieron los expertos: – Sacó la mano, doctor –afirmó el técnico–, el eje sinfín está roto. – ¿Verdad? –indagó incrédulo el administrador mirando al ingeniero. – ¿Sí? Y lo peor es que esa pieza ya no la fabrican –puntualizó el profesional. – ¿Y qué podemos hacer? –le insistió pensativo. – Lo que siempre te dije. Modernizar este aparato. – Ya parece un ejemplar de museo –se rió ante la estructura de Frasquito. Apesadumbrado, don Juan salió del elevador lleno de presentimientos. Así pasó. En vísperas de navidad, Frasquito amaneció estrenando de todo. Inclusive ascensorista. Don Juan fue jubilado. Y Frasquito convertido en un velocísimo aparato. Sus puertas, de doble hoja, cerraban herméticamente. Su acogedora cabina era ahora un cuarto frío y sin espejos. Frasquito no vio más hacia el exterior. Perdió su amplio ojo de vidrio. Y sus rejas doradas desaparecieron. Ya ni pereza pudo hacer. A las seis de la mañana un control computarizado lo lanzó al abismo de 15 pisos a una celeridad endemoniada. A las 10:00 p.m., agotado, lo apagaron. Todo el día transportó cajas. Ninguna persona. Esa noche la pasó en vela. Y amaneció profundamente triste: añoraba los bombillos de colores que le colgaban en Navidad. El oloroso baño de espuma que recibía por esa época. Las cosquillas que lo hacían brincar cuando le secaban las rejas. La alfombra nueva con su nombre grabado, con la que
despertaba cada 24 de diciembre. Recordó el juego de aguinaldo entre secretarias y ejecutivos. La alegría de la gente. Los paquetetotes de regalos que le gustaba cargar. Los destellos de pólvora que siempre deseó compartir con los niños en las calles y que contemplaba con don Juan desde la azotea. Al evocar a su viejo amigo desfalleció. La fuerza lo abandonó. – ¿Qué diablos pasa? ¡Aparato mañoso! –gritó el joven ascensorista con un tono que ofendió a Frasquito. De inmediato lo dejó en el piso 6º. Allí permaneció todo el día. A oscuras. Pensativo. Al caer la tarde, el edificio se alumbró. Frasquito estaba muy animado. Había planeado algo que le devolvió los bríos. Pasadas las 11 subió el operario con un señor. – ¿Entonces qué, compadre, le hacemos el intento? Todavía queda un rato para la medianoche –precisó mirando el reloj. –¡ Préndalo de una, hermano! Quiero sentir la potencia –pidió el nuevo técnico. Frasquito arrancó a toda máquina rumbo a la terraza. Descendió con igual ímpetu. Funcionó a la perfección para impedir que lo apagaran. – No le veo nada raro –comentó el experto. – Sííí... No sé qué pasó. Le juro que no funcionó esta mañana –confesó el muchacho mirando con sorpresa a su amigo. – ¿No serían las cervecitas de anoche? –repuso burlón su compañero ofreciéndole un cigarrillo. Finalmente rieron. Salieron del elevador. Se dirigieron al portón. Frasquito quedó abierto de par en par, iluminado y a pocos metros de la calle real. ¡Pum pum pum! retumbaban afuera los cohetes. Miles de luces dibujaban un ballet de figuras en el aire. Rombos de colores ascendían por el cielo como pajaritos de fuego. ¡Pi pi pi! las bocinas de los carros pitaban. ¡Slll! las sirenas de las fábricas silbaban. Todo era algarabía en la ciudad. Frasquito no soportó más la soledad del edificio. Ni la nostalgia por don Juan. Quería participar de la fiesta. Recorrer las calles iluminadas. Ver las sonrisas de los niños. Escuchar la música. Observar la noche coloreada. Ser libre. Las roncas y monumentales campanas de la catedral iniciaron el concierto. Luego, todos los templos lanzaron al vuelo sus voces de bronce. De repente, la construcción comenzó a vibrar. Temblaba como gelatina. Parecía presa de un terremoto. Las luces del barrio se apagaron de golpe y Frasquito absorbió
una inmensa energía en su cuerpo. Resplandecía. Cuando los relojes iniciaron el conteo regresivo, Frasquito soltó un ruido ensordecedor. Cerró sus puertas con fuerza. Se meció impetuoso y despegó en medio del humo a velocidad supersónica. Su cuerpo, ahora incandescente, atravesó en un instante los 15 pisos. La claraboya de la azotea saltó en mil pedazos. Libre y pleno de felicidad, Frasquito remontó el firmamento al filo de las 12. Había llegado la Navidad. Y nacido un nuevo Frasquito. La fricción del ascenso y el frío de la atmósfera lo transformaron. Perdió sus esquinas y sus paredes se hicieron transparentes. Su interior despedía una rojiza luminosidad. Semejaba un barrilito de mermelada de frambuesa. Desde aquella noche, Frasquito olvidó para siempre la tristeza. Hoy es un mensajero de paz y alegría. Todos los niños del mundo son sus amigos. Cuando lo divisan en los cielos azules y despejados, Frasquito los saluda soltando destellos a los cuatro vientos. Querido lector, ¡deja ya estas páginas! Nuestro amigo no demora. ¡Rápido, corre a la ventana! ¡Saluda a Frasquito! Verás como te sonríe.
Luis Darío Bernal – Colombia
GORRA DE JUNCO
Érase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna. Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices. Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos. - Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir
mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí. Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor: - ¿Cuánto me quieres, hija mía? - Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré. - Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda. La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró: - Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal. El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado. - Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada. En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre. Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta. - Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo. Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le hacía daño. La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro. A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".
Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores. La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo: - He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio? La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio... - La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista. En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido, cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para soportar las humillaciones. Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo: - Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante. - ¿Cómo? -exclamó él encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana. La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo: - Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa. - Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida. El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la
mayor con el resto. Pero como viajaba muy despacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto: - ¡Marchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros. El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como nada tenía, se vio en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella. Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado! El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista. - Buenos días, señor -dijo ella-. ¿Como es que vivís aquí solo? - ¿Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura. - Mucha gente -dijo la muchacha-. Y si necesitáis algo, decídmelo. En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida. - Eres una buena muchacha -le dijo el rey. La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano. En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir. - Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió. En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió: - ¿Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida. Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando. Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano. Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño. También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista. A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera. - Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré. De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban. El rey le dijo: - Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo. La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida. Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. Al verlo, exclamó: - ¡Que venga la cocinera! La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de
novia. - ¿De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato? - Me lo regalaron. - ¿Quién eres tú? - Me llaman Gorra de Junco, señor. El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió: - ¡Déjame ver lo que llevas debajo! Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el maravilloso vestido de bodas. - ¡Oh, querida mia! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme. Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido. El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El anciano rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina. - Esto no se puede comer -protestó. La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla. En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor.
GOTITA DE AGUA
Este era un pobre campesino cuya única riqueza consistía en un pequeño campo sembrado de maíz. Trabajaba todo el día en él, arrancando la hierba y enderezando las matas. El campesino estaba triste porque, por
falta de agua, las milpas estaban marchitas y temía que se secaran. Un día, mientras veía el cielo con tristeza, desde una buena nube dos gotas de agua lo miraron y una de ellas le dijo a la otra: -El campesino está muy triste porque sus milpas se mueren de sed. Quiero hacerle algún bien. -Sí - contestó la otra-, pero piensa que eres sólo una gota y no conseguirás humedecer siquiera una mata de maíz. -Bien -replicó la primera-, aun cuando soy pequeña haré lo que pueda. Y al decirlo se desprendió de la nube. Aún no había llegado a la tierra, cuando otra gotita dijo: -Yo iré también. -Y yo, y yo - gritaron muchas gotas. A poco, miles de gotitas caían sobre las milpas en ruidoso aguacero. Las milpas, agradecidas, se enderezaron enseguida y el campesino obtuvo una cosecha abundante de maíz. Todo porque una pequeña gota de agua se decidió a hacerlo lo que podía.
Carmen Norma
HISTORIA DE BABAR
Narración: Joan Manuel Serrat
En la selva ha nacido un pequeño elefante. Se llama Babar. Su mamá lo quiere muchísimo: para que duerma, lo mece con su trompa mientras le canta dulcemente. Babar ha crecido. Y juega con los otros elefantes de su edad. Él es uno de los más simpáticos. Se divierte excavando pozos en la arena con una concha. Babar se pasea feliz montado en la espalda de su mamá. De repente, un malvado cazador escondido entre unas matas, dispara
contra ellos. El cazador ha matado a la mamá de Babar. Los monos se esconden, los pájaros echan a volar. El cazador persigue al pobre Babar para atraparlo. Babar escapa porque tiene miedo del cazador. Al cabo de unos días, llega muy cansado a una gran ciudad... está sorprendido porque es la primera vez que ve tantas casas. ¡Cuántas cosas nuevas! ¡Las avenidas son magníficas! ¡Qué autos y qué autobuses! Pero lo que más llama la atención de Babar son dos señores que encuentra en la calle. Y piensa: “Qué bien vestidos van. Cómo me gustaría tener un traje así de bonito... Pero ¿cómo conseguirlo?”. Por suerte, una anciana señora muy rica que quiere mucho a los elefantes pequeños, se da cuenta, al mirarlo, de que suspira por un buen traje. Y como a ella le gusta hacer felices a los demás, le da su monedero. Babar le dice: - Gracias señora - . Ahora Babar vive en casa de la anciana señora. Por la mañana, hacen gimnasia juntos y luego se baña. Se pasea en automóvil cada día. Se lo ha comprado la anciana señora, que le da todo lo que quiere. Pero Babar no es completamente feliz, porque ahora no puede jugar en la selva con sus primos y con sus amigos los monos. Muchas veces asomado a la ventana, piensa en su infancia y llora recordando a su mamá. Han pasado dos años. Un día, mientras pasean, Babar ve cómo se acercan dos elefantes que van completamente desnudos. - Pero si son Arturo y Celeste mis primos dice -, asombradísimo a la anciana. Babar abraza a Arturo y a Celeste y luego se va con ellos a comprarle trajes bonitos. Después los lleva a la pastelería a merendar. Mientras, en la selva, los demás elefantes buscan a Arturo y Celeste y los llaman a gritos; sus mamás están muy preocupadas. Afortunadamente, un viejo marabú que volaba sobre la ciudad los vio y rápidamente avisó a los elefantes. Las mamás de Arturo y Celeste van a la ciudad a buscarlos; están
contentísimas de haberlos encontrado, aunque les riñen por su escapatoria. Babar decide marcharse con Arturo, Celeste y sus mamás y volver con ellos a la selva. Todo está listo para el viaje. Babar abraza a su amiga y le promete volver algún día. No la olvidará jamás. La anciana señora se ha quedado sola. Está triste y se pregunta: -¿Cuándo volveré a ver a mi pequeño Babar? Ya se han marchado... Como las mamás no cabían en el coche, van corriendo detrás y levantan sus trompas para no tragarse el polvo. Pero aquel mismo día, el rey de los elefantes se comió una seta venenosa mientras paseaba. Se ha puesto muy enfermo a causa del veneno. Tan enfermo que ha muerto. ¡Qué desgracia tan grande!. Después de su entierro, los elefantes más viejos se han reunido para elegir a un nuevo rey. Y justo en ese momento oyen un ruido, se dan la vuelta, miran y... ¿qué ven? A Babar que llega en coche y a todos los elefantes que corren y gritan: - ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! ¡Han vuelto! ¡Hola Babar! ¡Hola Arturo! ¡Hola Celeste! ¡Qué trajes tan elegantes! ¡Qué coche tan bonito! Entonces Cornelius, el más viejo de los elefantes, dice con su voz temblorosa: - Amigos, estamos buscando un rey, ¿Por qué no elegir a Babar? Viene de la ciudad ha aprendido muchísimo todo este tiempo entre los hombres. Démosle la corona. Todos los elefantes opinan que Cornelius ha hablado muy bien. Y esperan impacientes la respuesta de Babar. - Os doy las gracias a todos – dice éste- pero antes de aceptar, debo deciros que durante el viaje en coche, Celeste y yo nos hemos prometido: Si yo voy a ser vuestro rey, ella será, vuestra reina. - ¡Viva la reina Celeste! ¡Viva el rey Babar! – gritan todos los elefantes sin dudarlo un momento. Y así fue como Babar se convirtió en... ¡rey! Babar dijo entonces a Cornelius: - Tienes ideas geniales, por eso te voy a nombrar general y cuando yo lleve la corona, te daré mi bombín. Me casaré con Celeste dentro de ocho días; haremos una gran fiesta para celebrar la boda y la coronación.
Después Babar pide a los pájaros que vayan a invitar a todos los animales a su boda. Los invitados comienzan a llegar. El dromedario, que era el responsable de ir a la ciudad a comprar trajes elegantes para la boda, los trae justo a tiempo para la ceremonia.
Boda de Barbar – Coronación de Babar
Después de la boda y la coronación todos bailan con ganas. Los pájaros se confunden con la orquesta. Se ha acabado la fiesta. Es de noche. Brillan las estrellas. El rey Babar y la reina Celeste sueñan dichosos... con su felicidad. Ahora todo duerme. Los invitados han regresado a sus casas, muy contentos, aunque cansados de tanto bailar. Durante mucho tiempo recordarán este magnífico baile.
Jean de Brunhoff
ISKANDAR Y EL ANILLO DE ESMERALDA
Autor: Carlos A. (Madrid).
Érase una vez una Reina que tenía siete hijas y todas eran tan bellas como la luna en su décimo cuarta noche. Sin embargo, a pesar de que la Reina y su marido las amaban tiernamente, el Rey estaba triste cuando las miraba, por no tener un solo hijo varón. Un día la Reina, con el rostro oculto por un velo, fue donde vivía un mago y le dijo: "Señor, sé de sus poderes mágicos, ¿podría darme algún encantamiento para tener un hijo varón, dado que tengo siete descendientes y todas son hijas?".
El mago respondió: "Señora, beba de este frasco cuando regrese a su casa al llegar la medianoche y tendrá su deseo realizado". Y dio a la Reina un frasquito conteniendo un líquido verdoso. La Reina, agradecida, le dio una bolsa de oro y regresó al palacio. Aquella noche bebió el líquido en una copa con agua de rosas y cayó en un profundo sueño. En el tiempo debido, nació un niño y hubo gran alegría en todo el reino. El Rey estaba tan encantado que ordenó que fueran distribuidos comida y oro durante treinta días y treinta noches, hasta que no quedase ninguna persona con hambre en todo el reino. El joven príncipe fue llamado Iskandar y recibió todo el amor del mundo a través de su madre y hermanas. Un día, cuando tenía diez años y jugaba con su arco y flechas en el jardín del palacio, el mago surgió delante de él. "Llévame hasta tu madre, la Reina", dijo el mago en un profundo y siniestro susurro. Iskandar estaba tan hipnotizado por lo ojos del mago que no pudo resistir la orden y condujo al viejo a los aposentos de su madre. "Señora", dijo el mago reclinándose delante de ella, que se aterrorizó al ver allí al anciano, "Su hijo debe venir conmigo pues necesito de él". "¡Oh, no, no!", exclamó la pobre Reina, "¿Por qué debe llevárselo?. No puedo permitirlo". "Entonces deme alguna de sus hijas o tendré que transformar al niño en un sapo", dijo el mago amenazante. "Si no hay otra solución, llévese a una de mis hijas", sollozó la Reina en su miedo y, llamando a la hija mayor, Shiraz, se la entregó al mago. Durante algún tiempo la infortunada Reina se lamentó por Shiraz, pero terminó por olvidarse de ella al ver a su joven príncipe a salvo. Un año pasó y el mago nuevamente apareció. "Deme la segunda hija o transformaré a su hijo en una gacela". "¡No, no, no!", gritó la Reina, "¡Por favor, no haga eso!. Puede llevarse a mi hija, pero no embruje a Iskandar". Y así sucedió año tras año, hasta que seis hijas habían sido llevadas por el perverso mago y encerradas en una alta torre.
Cuando Iskandar tenía 17 años, quedaba sólo la princesa más joven, Shirina. Ella era la hermana favorita del príncipe y éste no podía soportar la idea de que en breve ella sería alejada de él como las otras. Se dirigió a su madre y le dijo: "Por favor, no dejes que mi hermana Shirina sea llevada por el maldito mago. Me quedaré solo sin su compañía". "Hijo mío, el corazón de tu padre se rompería si algo te ocurriese. Intento no pensar en tus hermanas, ¿qué puedo hacer?". "Debes dejar que yo parta para salvarlas madre, yo se cómo hacerlo. Así, cuando venga el mago, lo seguiré". "Si es preciso que vayas, Iskandar hijo mío", dijo la Reina con pesar, "Entonces ve, pero toma este anillo de esmeralda porque él te traerá un genio cuando tengas necesidad", y colocó en el dedo de Iskandar un anillo de oro con una extraña piedra verde con símbolos mágicos. "Este anillo me fue dado por mi madre que era una de las siervas de Salomón, hijo de David, sobre quien sea la paz. Cuando te haga falta, frótalo tres veces y el genio aparecerá". Entonces mandó buscar a su hija Shirina y le habló: "Mi criatura, tu serás en breve llevada a compartir el destino de tus hermanas, pero tu hermano está resuelto a salvaros. Por tanto, cuando estés siendo llevada por el mago, ve dejando caer en el camino las semillas de esta granada para que Iskandar pueda seguirte". No bien había acabado de hablar cuando apareció el mago: "Saludos, ¡oh, Reina!, vengo a buscar al príncipe Iskandar, pues necesito de él". "¡Oh, no, no, no! déjalo conmigo un poco más", imploró la Reina desesperadamente. "Entonces", dijo el mago susurrando," Me llevaré a la hija más pequeña". Shirina estaba tranquilamente al lado de su madre y cuando el mago terminó de hablar se adelanto lentamente. "¿Puedo llevar esta granada para comer en el camino?". "Si, si", dijo el mago, "Trae lo que necesites, pero deprisa, pues hay que marcharse". La Reina dijo adiós a su hija y sofocó sus sollozos cuando vio que el mago se la llevaba.
Entonces el príncipe, disfrazado de músico ambulante, con una flauta y un pequeño tambor en la cintura, salió en su persecución. La Reina no se atrevió a contar al Rey que el muchacho había partido en esa misión tan peligrosa y explicó que había salido de caza. Iskandar anduvo y anduvo siguiendo las simientes de la granada arrojadas por su hermana, hasta que al caer la noche el mago y la princesa llegaron a una alta torre a la cual se podía acceder sólo por una puerta pequeña con una sólida reja de hierro. Cuando hubieron entrado, Iskandar escondido en unos arbustos cercanos vio como se encendían las luces de la torre y en siete ventanas con barrotes, a sus hermanas cautivas. Este era el momento para invocar al genio, así frotó tres veces el anillo. Hubo un estruendo, como un trueno, y una nube de humo se elevó del suelo y de ella surgió un genio sonriente con los brazos cruzados diciendo: "En nombre de Salomón, hijo de David, sobre quien sea la paz, ¿cuál es tu deseo?, oh maestro del anillo de esmeralda". "Tráeme siete escalas, siete sierras y siete caballos blancos pura sangre árabes, porque mis hermanas están encerradas en la torre del mago y he venido para liberarlas", dijo Iskandar. "Escucho y obedezco", dijo el genio y desapareció. Iskandar no tuvo que esperar mucho tiempo entre los arbustos, pues a los pocos minutos oyó un relincho y he aquí que estaban siete caballos blancos pura sangre atados a un árbol, junto a ellos se encontraban siete sierras y, apoyadas contra la pared de la torre, siete escalas, una debajo de cada ventana. En menos tiempo del que lleva contarlo, Iskandar subió por cada una de las escalas, serró los barrotes de las ventanas y ayudó a sus hermanas a descender. Cuando estaban riendo y llorando del alborozo y la excitación, el mago surgió súbitamente de una de las ventanas. "Vuelvan princesas tontas", gritó elevando sus brazos por encima de su cabeza. En seguida Iskandar frotó el anillo tres veces y gritando cuando el genio apareció, dijo: "En nombre de Salomón, transpórtanos a otro lugar fuera del poder del mago para siempre". Entonces hubo un trueno y una nube de humo surgió del suelo. "Escucho y
obedezco", respondió el genio. Iskandar se encontró galopando tan veloz como el viento, montado en un bello caballo blanco como la nieve. Su hermana Shirina montaba tras él, abrazada a su cintura y sus otras hermanas montaban cada una un hermoso caballo. La luz de la luna inundaba el paisaje y se vieron en una planicie arenosa, desértica y deshabitada. Iskandar hizo una señal con la mano para que se detuvieran y cuando dominaron a los caballos habló: "Hermanas, necesitamos descansar esta noche, mañana emprenderemos el regreso a casa". Así, todas se arrebujaron en sus capas y se apretujaron para hacer frente a la fría noche del desierto. Iskandar amarró los caballos a un espino cercano y permaneció durante toda la noche velando el sueño de sus hermanas. Cuando llegó la mañana, el sol se levantó en el cielo. Montaron en sus caballos y partieron sedientos y hambrientos en dirección al lejano horizonte. "Invocaré al genio", dijo Iskandar, "Y le pediré alimento y agua". Pero al buscar el anillo mágico su sangre se heló. Éste no estaba en su dedo. Debía haberlo perdido entre la arena del desierto. Al decírlas a sus hermanas lo que había sucedido, ellas lloraron y se lamentaron: "Oh, hermano, hermano ¿qué será de nosotros?. Estamos a salvo del mago, pero es terrible el destino que nos aguarda aquí en el desierto si no conseguimos llegar a un oasis". Iskandar intentó animarlas y continuaron adelante sintiendo más y más calor a medida que el sol iba subiendo. Llegaron a un pequeño monte y al subirlo descubrieron súbitamente que al otro lado había una pequeña depresión en la que había tres árboles y un pozo. Desmontaron de sus cabalgaduras y bebieron agradecidamente. Entonces tres hombre vestidos con unos mantos de parches se acercaron a Iskandar y éste les habló: "Paz y bendiciones recaigan sobre vosotros. Mis siete hermanas y yo precisamos descansar pues hemos estado viajando, hambrientos y sedientos, desde que nació el sol. ¿Tienen algo de comida que podamos comprar ya que tenemos una larga jornada antes de que podamos llegar a nuestro hogar?". Los tres hombres que eran derviches, dijeron: "¡Que sobre vosotros sea también la paz!. No les podemos vender comida, pues apenas tenemos para nosotros
mismos, pero la compartiremos. Sean bienvenidos, deben estar realmente hambrientos si vienen viajando desde el amanecer". Se sentaron entonces en círculo indicándole a Iskandar y a las jóvenes que se unieran a ellos. Uno a uno repartieron unos dátiles secos que eran los más dulces que jamás Iskandar había comido. "¿Qué especie de dátiles son estos", preguntó al derviche sentado a su lado. "Son dátiles del conocimiento", replicó el anciano, "Aquel que los come, sabe más de lo que sabía antes de comerlos". Al comer su dátil, Iskandar repentinamente vio como su caballo se apartaba del resto, mientras escarbaba con su pata. "Por mi alma", dijo él, "Mi caballo tiene algo en el casco", se levantó y lo examinó. Para su sorpresa vio que lo que molestaba a su caballo era el anillo de esmeralda mágico que estaba encajado en una hendidura del casco. Se lo puso en el dedo y lo frotó tres veces. Cuando el genio apareció, Iskandar exclamó: "Llévanos de vuelta al hogar maravilloso genio y déjanos allí a salvo de la magia en el reino de mi padre". Tan pronto terminó de hablar, el sol se oscureció y se oyó un barullo como de ventarrón. De repente, Iskandar se encontró en el jardín real, rodeado de rosas y de sus hermanas. La Reina estaba apoyada en la baranda de su balcón y todos corrieron hacia ella que, llorando de alegría, abrazó a cada uno de sus hijos. "¡Oh, Iskandar, mi buen hijo!, trajiste a tus hermanas de regreso sanas y salvas. Mi corazón está lleno de alegría", exclamó. "Debido a la magia del anillo maravilloso", dijo Iskandar sacándolo de su dedo y devolviéndoselo a ella. "Si no hubiese recibido ayuda del genio del anillo, yo nunca podría haber hecho lo que hice". En ese instante un pequeño papagayo verde apareció y se posó en la mano de la Reina. "En nombre de Salomón, hijo de David, sobre quien sea la paz, yo reclamo el anillo que debe volver al propio rey Salomón", graznó el papagayo y tomó el anillo con su pico.
Entonces voló, más la Reina estaba tan agradecida por tener a sus hijos con ella nuevamente que no le importó y todos vivieron felices hasta el fin de sus días. Fin.
¿ISLA ENCANTADA O ISLA MALDITA? Por la tarde, cuando fue a visitar al Tisabuelo, Paloma rogaba en su interior: "¡Que esté bien, que esté bien...!", y al llegar a la puerta respiró profundo para darse coraje. La campanilla resonó como siempre, pero el anciano no levantó la cabeza de las revistas que cubrían su mesa como un mantel de retazos. La muchachita se acercó lentamente. -¡Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto!- declamó de repente el Tisabuelo-... ¿Sabes quién dijo eso? El Almirante de la Mar Océano: don Cristóbal Colón. ¡Y vaya si era verdad! Cuando llegué Allá, lo primero que vi fueron aquellas playas blanquitas, de arena tan fina como sal, como talco, o como una mezcla de las dos cosas. Y las palmeras, altas y derechas, peinaditas. Y el campo siempre verde, con pájaros y flores tan lindos que parecían inventados. Y ni una serpiente o bicho malo... Paloma se preguntaba cómo don Fermín se había enterado de que ella se iba a Cuba con Rita, mientras éste proseguía, inspirado: -Lo mejor era la gente: bonita, elegante, con una alegría que nada podía empañar... Cuentan que un senador de la República propuso crear el Premio del Buen Humor, pero tanta gente lo merecía que no alcanzó todo el oro del país para hacer las medallas y por eso, en vez de lingotes, durante mucho tiempo el Banco Nacional no guardó otra cosa que pilas de medallas de oro. Paloma se sentó frente al anciano, que hablaba quedamente, con la cara apoyada en la mano y el codo hundido en sus amarillentas revistas. ?Mi mujer era de Allá. No puedes imaginarte lo linda, alegre y buena que era. Tenía el pelo negro, largo... Cuando me iba al trabajo, ella se quedaba en el portal diciéndome adiós, y el aire mecía su pelo. El Tisabuelo casi cantaba y los ojos le brillaban, pero Paloma comprendió de pronto que lo que los hacía destellar de aquella forma eran las lágrimas. -No tengas miedo, hijita, que no voy a gritar- declaró el viejo con una voz rara-. No quiero que tú también pienses que estoy loco... ¡Ellos me hicieron tanto daño!
Me lo robaron todo, me obligaron a huir de la tierra donde fui más feliz... Una tierra que yo llegué a querer más que ésta, que me vio nacer... El Tisabuelo se ahogaba. Tuvo que hacer una pausa y coger aire por la boca -...¡Y mi pobre mujer que se quedó sola y nunca más volví a verla!... Me la mataron de miedo, o de hambre. O me la envenenaron para dejarme no solamente sin nada, sino también sin nadie. Paloma tenía un nudo en la garganta y otro en el corazón, y había empezado a llorar ella también. Pero el Tisabuelo se secó los ojos de un manotazo y soltó una risita maliciosa. -Ellos me robaron, pero no todo lo que tenía... Me robaron mucho, pero no lo que yo dejé escondido. Tan bien escondido que nadie sabe dónde está... ¡Sólo yo, sólo yo lo sé!... Pero tú, mi hijita, ¡vas a enterarte ahora! El Tisabuelo se reía cada vez más fuerte y comenzaba a temblar de excitación. Paloma se levantó para correr en busca de ayuda, pero el anciano no le dio tiempo. Con un ademán sorprendentemente vigoroso, barrió las revistas que tapizaban su mesa y en silencio, muy seguro de sí, apuntó con el dedo. Paloma no pudo alejarse: la curiosidad fue más fuerte que el miedo a que su tío bisabuelo sufriera otro ataque y se acercó. La superficie de la mesa estaba protegida por un grueso cristal debajo del cual yacía un verdadero mosaico de viejos papeles: algunos títulos de propiedad se alineaban junto a un agrietado diploma de la facultad de comercio de la Universidad de La Habana, una decena de fotos brumosas y un montón de pagarés ilegibles. En el centro, precisamente donde se apoyaba ahora el índice del Tisabuelo, se veía un papel no tan viejo como los demás. Había en él una infinidad de líneas hechas con lápiz, estilográfica, bolígrafo y rotuladores de distintos colores. Las líneas se superponían unas a otras, pues el dibujo era siempre el mismo, repetido una y otra vez en un intento febril por lograr la exactitud. -Cambiaron los números de las casas, le quitaron el nombre al barrio y a las calles, y hasta a la ciudad trataron de bautizarla de nuevo- explicó el Tisabuelo-, pero para impedir que yo sepa donde hallar lo mío tendrían que haber arrasado la isla entera El Tisabuelo había hablado esta vez bajito, como para sí mismo, pero a continuación miró intensamente a Paloma y sus palabras fueron firmes, como una orden: -Aquí es donde tienes que buscar: esta es mi casa y en ella... ¡mi tesoro te
espera! capítulo 3 de Mi tesoro te espera en Cuba, de Joel Franz Rosell
JUAN DARIEN
Autor: HORACIO QUIROGA Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas. Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba: —Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío! Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva. Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió contacto de las manos, runruneó de contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con la garganta adherida al
seno maternal. La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los ojos cerrados, sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida... Y dio de mamar al tigrecito. El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y cariñoso—pues jugaba con ella sobre su pecho era ahora su propio hijo. En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer oyó un gemido áspero—el ronco gemido de las fieras que, aún recién nacidas, sobresaltan al ser humano—. El hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así: —Nada temas, mujer—le dijo—. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre digno de tí. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo. Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién. Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo cual la madre trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón. Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y generoso como nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración profunda. No mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún qué influencia puede tener en un animal recién nacido la pureza de un alma bebida con la leche en el seno de una santa mujer. Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los que se burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio. Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue en adelante un muchacho triste, que sólo deseaba instruirse. Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el pueblo. La gente de los pueblos encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado generosos y que estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno de la escuela. Y este conjunto precipitó el desenlace con un acontecimiento que dio razón a la profecía de la serpiente. Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar las clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro. —¿Quién es ese muchacho?—le preguntó—¿De dónde ha salido? —Se llama Juan Darién—respondió el maestro y lo crió una mujer que ya ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido. —Es extraño, muy extraño...—murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la sombra. El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las
que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos, así era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién recordara su vida de bestia salvaje. Y los chicos que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las personas grandes. Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así: —Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¡Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú—añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera—. Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas visto. El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que en el bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro chico a la tarima, después otro. Y aunque todos conocían bien la selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos hombres no cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de ver. Y al fin el inspector dijo: —Ahora le toca al alumno Juan Darién. Juan Darién dijo más o menos lo que los otros. Pero el inspector, poniéndole la mano sobre el hombro exclamó: —No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los ojos. Juan Darién cerró los ojos. —Bien—prosiguió el inspector—. Dime lo que ves en la selva. Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en contestar. —No veo nada—dijo al fin. —Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana, poco antes del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo... estamos en la selva, en la oscuridad... Delante de nosotros hay un arroyo... ¿Qué ves? Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo: —Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan. .. Y el suelo. .. Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las piedras... —¡Un momento!—le interrumpe el inspector—Las piedras y las hojas que pasan, ¿a qué altura las ves? El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba "viendo"
efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después de haber comido, vería también que las piedras que encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y repitió: —¿A qué altura ves las piedras? Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió: —Pasan sobre el suelo. . . Rozan las orejas. . . Y las hojas sueltas se mueven con el aliento... Y siento la humedad del barro en... La voz de Juan Darién se cortó. —¿En dónde?—preguntó con voz firme el inspector—¿Dónde sientes la humedad del agua? —¡En los bigotes!—dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado. Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya lóbrega. Los alumnos no comprendieron lo terrible de aquella evocación; pero tampoco se rieron de esos extraordinarios bigotes de Juan Darién, que no tenía bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro de la criatura estaba pálido y ansioso. La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro: —Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al domador, antes que Juan Darién se escape. Pero Juan Darién pensaba en todo menos en escaparse, porque no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando jamás había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos? Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo seguían desde lejos de noche.
—¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo?—se preguntaba Juan Darién. Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban: —¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera! Los grandes también, las personas mayores, no estaban menos enfurecidas que los muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la misma tarde de la fiesta no hubiera llegado por fin el ansiado domador de fieras. Juan Darién estaba en su casa preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando oyó la gritería de las gentes que avanzaban precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué era: Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la casa del domador. —¡Aquí está!—gritaban, sacudiéndolo—¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No queremos saber nada con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo mataremos! Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las mismas personas viejas, gritaban: —¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién! Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió ante Juan Darién. E1 domador lo miró fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo. —¡Ah!—exclamó—¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o como tigre! En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo arrojaron dentro de la jaula para fieras. —¡Suelten los perros, pronto!—gritó el domador—¡Y encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan Darién! Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la jaula. El domador hizo esto porque los perros reconocen siempre el olor del tigre; y en cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos, pues podrían ver con sus ojos de perros cazadores las rayas de tigre ocultas bajo la piel de hombre. Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que el muchacho bueno que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo —¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca'—gritaban a los perros—Y los perros
ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar. La prueba no había dado resultado. —¡Muy bien!—exclamó entonces el domador—Estos son perros bastardos, de casta de tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a ver nosotros. Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo. —¡Tigre!—gritó—¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas! Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas, repetían. —¡Muestra las rayas de tigre! Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno. —¡Por favor! ¡Me muero!—clamaba Juan Darién. —¡Muestra las rayas!—le respondían. Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula arrinconado, aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de niño, que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá nunca. Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo echaban del pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él los muchachos, las mujeres y los hombres maduros, empujándolo. —¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y corazón de tigre! ¡Fuera, Juan Darién! Y los que estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban piedras. Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada a la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una inocente criatura, interpretara mal ese ademán de súplica. —¡Me ha querido robar a mi hijo!—gritó la mujer—¡Ha tendido las manos para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a nuestros hijos! Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con su pecho. No era necesaria otra acusación para decidir a las gentes enfurecidas. Y veinte brazos con piedras en la mano se levantaban ya para aplastar a Juan Darién cuando el domador ordenó desde atrás con voz ronca:
—¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos artificiales! Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo entero. Y entre las estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio allá arriba a Juan Darién sacrificado. —¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! clamaban todos—¡Muestra las rayas! —¡Perdón, perdón!—gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio, quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan Darién. —¡Muestra las rayas!—rugían aún de abajo. —¡No, perdón! ¡Yo soy hombre!—tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y ronco, y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y fatales del tigre. La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo. Las luces de bengala se iban también apagando. Un último chorro de chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no: a las patas del tigre, pues Juan Darién había concluido), y el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la linde del bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran su cadáver y su corazón de fiera. Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en sí, y arrastrándose presa de horribles tormentos se internó en la selva. Durante un mes entero no abandonó su guarida en lo más tupido del bosque, esperando con sombría paciencia de fiera que sus heridas curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura en el costado, que no cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas. Porque había conservado de su forma recién perdida tres cosas: el recuerdo
vivo del pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como un hombre, y el lenguaje. Pero en el resto, absolutamente en todo, era una fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de los otros tigres. Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de la selva para que esa misma noche se reunieran delante del gran cañaveral que lindaba con los cultivos. Y al entrar la noche se encaminó silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar siquiera, pobres mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que al fin vio avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita roja. El tigre no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó sobre el domador; de una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo entre los dientes por la cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal. Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban los tigres de la selva moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como luces que van de un lado para otro. El hombre proseguía desmayado. El tigre dijo entonces: —Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un hombre mismo. Y yo soy un tigre. Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde esta mancha. Hermanos: esta noche rompo el último lazo que me liga al pasado. Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre, que proseguía desmayado, y trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde lo dejó atado entre dos bambúes. Luego prendió fuego a las hojas secas del suelo, y pronto una llamarada crujiente ascendió. Los tigres retrocedían espantados ante el fuego. Pero el tigre les dijo: "¡Paz, hermanos!", y aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las patas cruzadas a mirar. El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas estallaban como bombas, y sus gases se cruzaban en agudas flechas de color. Las llamaradas ascendían en bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ella lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún no llegaba el fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor. Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo. —¡Perdón, perdóname!—aulló retorciéndose—¡Pido perdón por todo! Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su alma: —¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto, Juan Darién alzó la cabeza y dijo fríamente: —Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan Darién. Éste es un nombre de hombre, y aquí somos todos tigres. Y volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera, preguntó: —¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién? Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando. —Ya estoy pronto, hermanos—dijo el tigre—. Pero aún me queda algo por hacer. Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo notara. Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien había llamado madre ocho años. Se arrodilló—se arrodilló como un hombre—, y durante un rato no se oyó nada. —¡Madre!—murmuró por fin el tigre con profunda ternura—Tú sola supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del Universo, Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy seguro de que me oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante pero de ti sólo. ¡Adiós, madre mía! Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos. El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche, el estampido de un tiro. —Es en la selva—dijo el tigre—. Son los hombres. Están cazando, matando, degollando. Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la selva encendida, exclamó: —¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí! Y retornando a la tumba en que acaba de orar, arrancóse de un manotón la venda de la herida y escribió en la cruz con su propia sangre, en grandes caracteres, debajo del nombre de su madre: Y JUAN DARIÉN —Ya estamos en paz— dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de desafío al pueblo aterrado, concluyó:
—Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre!
KOBUTORI JIISAN Hace mucho, mucho tiempo, vivía un anciano en un pueblo. El nació con un chichón en la mejilla del cual no se preocupaba para nada. Era muy optimista. En el mismo pueblo vivía otro anciano que también tenía un chichón en la mejilla, pero éste siempre paraba enfadado porque se acomplejaba de su defecto. Un día el anciano optimista fue a cortar leña al bosque, pasado un momento empezó a llover y decidió descansar un poco. Durmió profundamente pero se despertó al oir un ruido extraño en plena noche. Se sorprendió mucho al ver a unos demonios celebrando una fiesta muy cerca de ahí. Estaban armando un gran alboroto cantando, bebiendo y bailando. El anciano al comienzo tenía mucho miedo por lo que decidió seguir viendo a escondidas, pero no pudo contener sus ganas de bailar pues le parecía muy agradable todo aquello. Los demonios se sorprendieron al verlo pero continuaron bailando porque su danza era muy interesante. Pasaron un rato agradable hasta que cantó el primer gallo. El jefe de los demonios dijo: "Ya tenemos que volver a casa. Me gusta mucho tu danza por eso esta noche también ven. Voy a tomar tu chichón y si vienes esta noche te lo devolveré." El anciano se quedó sin su chichón, ¡ni rastros de el!. Los demonios pensaban que al anciano le gustaba su chichón y por ello regresaría, pero en realidad éste estaba muy contento sin él. Cuando el anciano regresó al pueblo contó todo lo sucedido al otro anciano. Este último lo veía con una mirada de envidia y dijo: "¡Voy a ir esta noche!" Esa noche empezó nuevamente la fiesta.
Este anciano, por ser una persona sombría, no se encontraba a gusto y no pudo bailar, en realidad detestaba el baile. Al verlo, poco a poco los demonios empezaban a disgustarse. El jefe de los demonios le dijo: "¡Te voy a devolver tu chichón y vete inmediatamente!" De esta manera, este anciano se quedó para siempre con los dos chichones por ser estrecho de espíritu y de corazón. ¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.!
LA LEYENDA DE LA OSA MAYOR (Cuento Ingles) Hacía mucho tiempo que la lluvia no regaba la tierra. El calor era tan fuerte y estaba toda tan seco que las flores se marchitaban, la hierba se veía seca y amarillenta y hasta los árboles más grandes y fuertes se estaban muriendo. El agua de los arroyos y los ríos se había secado, pozos estaban yermos y las fuentes cesaron de manar. Las vacas, los perros, los caballos, los pájaros y la gente se morían de sed. Todo el mundo estaba preocupado y deprimido. Había una niñita cuya madre cayó gravemente enferma. -Oh!-dijo la niña-, estoy segura de que mi madre se pondría buena de nuevo si pudiera llevarle un poca de agua. Tengo que encontrarla. Así que cogíó un pequeño cucharón y salíó en busca de agua. Andando, andando, encontró un manantial diminuto en la lejana ladera de la montaña. Estaba casi seco. Las gotas de agua caían muy lentamente de debajo de la roca. La niña sostuvo el cucharón con cuidado para recoger aquellas gotitas. Al cabo de mucho, mucho tiempo, acabó de llenarse. Entonces la niña emprendíó el regreso asiendo el cazo con muchísimo cuidado porque no quería derramar ni una gota. Por el camino se cruzó con un pobre perrito que a duras penas podía arrastrarse. El animal jadeaba y sacaba la lengua fuera de tan seca que la tenia. -Oh, pobre perrito -dijo la niña-, qué sediento estás. No puedo irme sin ofrecerte unas gotas de agua. Aunque te dé un poco, todavía quedará bastante para mi madre.
Así que la niña derramó un poco de agua en la palma de su mano y se la ofrecíó al perrito. Éste la lamió con avidez y se sintió mucho mejor. El animal se puso a brincar y a ladrar, talmente como si dijera: -Gracias, niña! Ella no se dio cuenta, pero el cucharón de latón ahora era de plata y estaba tan lleno como antes. Se acordó de su madre y siguíó su camino tan rápido como pudo. Cuando llegó a casa casi había oscurecido. La niña abríó la puerta y se dirigíó rápidamente a la habitación de su madre. Al entrar, la vieja sirvienta que había trabajado durante todo el día cuidando a la enferma se acercó a ella. La criada estaba tan cansada y sedienta que apenas pudo hablar a la niña. -Dale una poca de agua -dijo su madre-. Ha trabajado duro todo el día y la necesita más que yo. La niña acercó el cazo a los labios de la sirvienta y ésta bebió un poco;en seguida se sintió mejor y más fuerte, se acercó a la enferma, y la ayudó a enderezarse. La niña no se percató que el cucharón era ahora de oro y que estaba tan lleno como al principio. La pequeña acercó el cazo a los labios de su madre y ésta bebió y bebió. ¡ Se encontró tan bien! cuando terminó, aún quedaba un poco de agua en el fondo. La niña iba a llevárselo a los labios cuando alguien llamó a la puerta. La sirvienta fue a abrir a apareció un forastero. Estaba pálido y cubierto de polvo por el largo viaje. -Estoy sediento -dijo-. Podrías darme una poca de agua? La niña contestó: -Claro que sí, estoy segura de que usted la necesita mucho más que yo. Bébasela toda. El forastero sonrió y tomó el cucharón. Al hacerlo, éste se convirtió en un cucharón hecho de diamantes. El forastero dio la vuelta al cazo y el agua se derramó por el suelo. Y allí donde cayó, brotó una fuente. EL agua fresca fluía a borbotones en cantidad suficiente como para que la gente y los animales de toda la comarca bebieran tanta como les apeteciera. Distraídos con el agua se olvidaron del
forastero, pero, cuando lo buscaron, éste había desaparecido. Creyeron verlo desvanecerse en el cielo, y, en efecto, allá en lo alto del firmamento destellaba algo parecido a un cucharón de diamantes. Allí sigue brillando todavía para recordar a la gente a esa niña amable y generosa. Es la constelación que conocemos por la Osa Mayor. FIN
EL LEGADO DEL MORO
Autor: Washigton Irving La llamada «Plaza de los Aljibes» es una gran explanada que se extiende frente al palacio de la Alhambra. Ese nombre lo debe a los depósitos de agua que, en tiempos ya muy lejanos, cavaron los árabes en su interior. Y allí, en un rincón, se encuentra un pozo morisco, abierto en la roca viva y tan profundo que su agua es la mejor que se puede encontrar en toda Granada, fría como el hielo y transparente como el más puro cristal. Alrededor de ese pozo había en tiempos pasados, unos bancos en los que solían sentarse los vagabundos, los ancianos, los curiosos y chismosos... y también las comadres, que gustan más de la charla que del trabajo del hogar, así como las doncellas desocupadas y las criadas holgazanas. Porque a ese pozo acudían todos los azacanes o aguaderos de la ciudad. Y es sabido que esos hombres, que continuamente andan por la ciudad vendiendo el agua que llevan en grandes cántaros sobre sus propios hombros o sobre las espaldas de sus borricos, son los que mejor y más pronto tienen conocimiento de cuanto acontece en las ciudades. Como que a la mayoría les gusta charlar, no dejaban de contestar ampliamente a cuantas preguntas se les hacían, acerca de las últimas noticias. Con lo cual ese pozo se había llegado a convertir en lugar de reunión de todos aquellos a los que interesaba más lo que sucedía en casa de sus vecinos que en la suya propia. Entre los aguadores que, en los tiempos en los que se sitúa nuestra leyenda acudían con regularidad a ese pozo, en busca de agua fresca para vender después por toda la ciudad, destacaba por su simpatía, su honradez y su laboriosidad, un hombre de poca estatura, pero anchas espaldas y complexión robusta, llamado Pedro Gil. Pero todos le conocían con el sobrenombre de
«Peregil», así como también por el de «El gallego», por ser originario de una provincia de Galicia. «Peregil» había comenzado su negocio poseyendo un sólo cántaro de barro, que se cargaba al hombro. Pero, como ya dijimos, se trataba de un hombre trabajador y, poco a poco, pudo adquirir otros cántaros y también realizar el sueño de todo aguador: poseer un borrico en el que cargar la mercancía. Era el aguador más popular de toda la ciudad. Siempre atento, siempre alegre y discreto, despertaba la simpatía de todos sus clientes y a todos les gustaba intercambiar unas frases con él, porque tenía buenas ocurrencias y chispeantes respuestas. Y todos cuantos le conocían aseguraban que era el hombre más feliz de Granada. Sin embargo, ¡cuán equivocados estaban! Bajo su carácter siempre alegre, jovial y cortés, el pobre «Peregil» ocultaba muchas preocupaciones. A pesar de que ningún otro le aventajaba en su oficio y que por esa razón ganaba más dinero que ninguno, pasaba muchos apuros para sacar adelante a su numerosa familia. No sólo por lo numerosa, sino también porque su mujer, que, antes de casarse, tenía fama de muy hermosa, era coqueta y presumida. En lugar de ayudarle, sólo le creaba problemas. Muchas veces, en vez de comprar con el dinero que «Peregil» ganaba con tanto esfuerzo pan y otros alimentos para los hijos, adquiría adornos y fruslerías para ella. Además, era desaliñada y poco trabajadora y a menudo en lugar de cuidar de la casa, se marchaba a casa de las vecinas, a charlar. «Peregil», sin embargo, tenía una paciencia de santo y comprendía y disculpaba a su mujer, sin reprocharle casi nunca su conducta. Y, cuando lograba ahorrar algunos céntimos, se llevaba con él a todos los hijos, a los que quería entrañablemente. Juntos pasaban algunas horas en el campo, jugando, corriendo y saltando, y gozando al final de una buena merienda a base de pan y frutos secos. Una noche de verano, cuando hacia rato que había anochecido y la mayoría de los aguadores se habían retirado ya a sus casas, «Peregil» advirtiendo que la noche se presentaba muy calurosa, pensó que aún podría redondear el jornal de aquel día, si hacía un último camino hasta la fuente. «Todavía queda mucha gente a la puerta de sus casas, porque hoy el calor es demasiado fuerte para retirarse pronto a descansar -se dijo-. Si me acerco a la «Plaza de los Aljibes» para llenar de nuevo mis cántaros, estoy seguro de que
conseguiré vender toda el agua. ¡Y los céntimos que gane en esa ronda pagarán la merienda del domingo de los niños!» Dicho y hecho. El laborioso aguador emprendió rápidamente el camino, arrastrando tras sí su borrico y pronto llegó al pozo que estaba completamente desierto, con excepción de un solitario personaje que vestía un traje moro y cuya silueta iluminaba débilmente la luz de la luna. La figura tenía un algo de espectral que, por un instante, sorprendió y casi atemorizó al aguador. Pero el moro le hizo señas de que se acercara. - Apiádate de un pobre hombre enfermo y solo -le dijo-. Si me ayudas a regresar a la ciudad, prometo recompensarte con generosidad. El buen corazón de «Peregil» se movió a compasión y contestó, decidido: - ¡Líbreme Dios de pecar ningún pago por un sencillo acto de humanidad!. Haréis el camino subido encima de mi borrico-. Ayudó al moro a subirse al animal, pero tan enfermo y agotado parecía estar el hombre, que si «Peregil» no le hubiera sostenido, a cada recodo del camino se hubiera caído de la montura. Cuando por fin llegaron a la ciudad, le preguntó a dónde quería que le llevase. - ¡Soy muy infortunado! -exclamó el moro-. No tengo en la ciudad parientes ni amigos, ni mucho menos casa o habitación. ¿No podrías dejarme pasar la noche bajo el techo de tu hogar, buen hombre? Te recompensaré por tu hospitalidad... Aunque «Peregil» sabía que a su mujer no habría de gustarle tener en el hogar a un huésped moro, su corazón misericordioso y sus humanitarios sentimientos, no podían negarse a aquella petición. Y, así, condujo al moro hasta su casa. Los chiquillos, que al oírle llegar corrieron a su encuentro, retrocedieron aterrorizados cuando le vieron en compañía de un desconocido. Su mujer, en cambio, se indignó, como él ya había imaginado. ¿Cómo te atreves a traer a tu hogar a un moro...? ¡La desdicha caerá sobre nuestras cabezas y sobre las de nuestros hijos! gritó. - Cállete y no alborotes, si no quieres llamar la atención de los vecinos. Es de buenas personas no negar el auxilio a un pobre hombre enfermo y solo, expuesto a morir en medio de la noche. Ayúdame a entrarlo en la casa, porque apenas se tiene en pie. La mujer siguió murmurando y rezongando, pero el aguador tenía
convicciones muy firmes y no le hizo el menor caso. Y, con mucha caridad, ayudó al hombre a descabalgar y le acompañó, después hasta el sitio más fresco de la casa, donde, en su pobreza, sólo pudo ofrecerle como lecho una humilde estera que extendió sobre el suelo, dándole después una piel de oveja para que se cubriera, cuando llegaran las horas frías de la madrugada. Pero, a los pocos momentos, el moro fue presa de grandes temblores y violentas convulsiones, y el pobre aguador no sabía qué hacer para aliviarle, limitándose a ofrecerle un cocimiento de hierbas. El enfermo pareció advertir su desvelo, y durante unos momentos en que su estado pareció mejorar, le habló en voz baja: - Voy a morir - le dijo -. Advierto que la vida no tardará en abandonarme. Toma. En premio a tu gran corazón y generosos sentimientos, te lego esa cajita de madera. Y al tiempo que pronunciaba esas palabras, se abrió el albornoz con el que se cubría y sacó de su pecho una pequeña caja de madera de sándalo, tallada en forma de cofre. - La guardaré si ese es tu deseo. Pero confío en que sanarás y entonces te la devolveré -afirmó «Peregil», - No, amigo. ¡Quiera Dios concederte a ti mucha salud, para gozar de lo que la fortuna quiera proporcionarte! Te lo mereces por tu buen corazón - replicó el moro. Y parecía que quería añadir algo más, en relación con la cajita, pero las convulsiones aparecieron de nuevo y no tardó en inclinar la cabeza y morir. La mujer del aguador se puso como una loca cuando se enteró. - ¿Qué sucederá ahora? ¡La justicia dirá que fuimos nosotros los que le asesinamos y nos llevarán presos, cuando alguien descubra ese cadáver en nuestra casa! - Cálmate, mujer - dijo su marido-. Nadie le ha visto entrar en nuestra casa y aún no es de día. Sacaré su cadáver fuera de la ciudad y le enterraré a orillas del Genil. No tiene parientes ni amigos, según me dijo, así que nadie le buscará. Pero la suerte no le acompañó. Enfrente mismo de su casa vivía un barbero entrometido y chismoso, y también muy ruin y envidioso, llamado Pedrillo Pedrugo. Decíase de él que siempre dormía con un ojo abierto y una oreja destapada, para que no se le escapara nada de cuanto a su alrededor sucedía,
ni aún en sueños. Por esa razón, tenía más clientes que ningún otro barbero de la ciudad, aunque su clientela, como es de suponer, era tan ruin como él mismo. Y aquella noche le sorprendió oír llegar a «Peregil» más tarde de lo acostumbrado, por lo cual atisbó tras una de las ventanas. Y su sorpresa aumentó al ver cómo el aguador ayudaba a bajar de su borrico a un moro y lo introducía en su propia casa. Naturalmente ya no volvió a acostarse. Permaneció varias horas pendiente del menor ruido, que pudiera llegar de casa de su vecino y así pudo comprobar que quedaba una luz encendida. También vio cómo por fin su vecino volvía a salir arrastrando tras de sí al borrico, con un extraño bulto atravesado sobre su lomo. El curioso barbero estaba tan intrigado que se apresuró a salir a su vez y, en silencio y con mucha cautela, para no ser descubierto, siguió los pasos de «Peregil», pudiendo verle mientras cavaba un hoyo en las orillas del río y enterraba en él al moro. Después regresó apresuradamente a su casa, para no ser descubierto por el aguador, y esperó con impaciencia que amaneciera para dirigirse a casa del alcalde de la ciudad, uno de sus mejores clientes. Cuando llegó, el alcalde acababa de levantarse pero, como de costumbre, le acogió con agrado, porque siempre gustaba de oír sus chismes. -¡Hay gente que trabaja con mucha rapidez! - exclamó el barbero mientras enjabonaba las barbas de su cliente-. ¡Robo, asesinato y entierro, todo en una noche! - ¿Qué dices...? - exclamó el alcalde -. ¿Es eso un sueño o es realidad...? - Realidad, señor, realidad. Resulta que mi vecino «Peregil», «El gallego», ha robado y asesinado a un moro, y después lo ha enterrado a orillas del Genil. Y todo en unas horas. ¡Yo mismo lo he visto, con mis propios ojos! - Explícate bien - dijo el alcalde-. Quiero saber con detalles todo eso de que hablas. El barbero no se hizo rogar. Y el alcalde pronto ideó un plan. Porque no se trataba de un hombre bueno, ni amante de la justicia, sino del más déspota y al mismo tiempo más ambicioso y poco escrupuloso que jamás haya existido. Y así, en lugar de pensar que si hubo delito, había que prender al delincuente y llevarle ante la justicia, él se decía que lo importante era recuperar lo
robado... en su propio beneficio, naturalmente. En cuanto el barbero hubo terminado su trabajo, mandó llamar a su alguacil más fiel, un hombre tan ambicioso y malo como él, y cuya negra figura, pues siempre solía llevar una ancha capa y un sombrero de ala grande, tan negra la primera como el segundo, inspiraban temor y repulsión a todas las gentes honradas de la ciudad. Y cuando ese hombre llegó a su presencia, le contó en pocas palabras lo que a su vez le había contado del barbero, ordenándole que prendiera al aguador «Peregil» y le llevara inmediatamente a su presencia. El alguacil marchó con gran presteza a cumplir las órdenes, y al poco rato encontró a «Peregil» pregonando su mercancía por las calles. Se apresuró a llevarle a él y a su borrico, a presencia del señor alcalde. - ¡Eres un criminal! -le gritó el alcalde en cuanto le tuvo ante sí-. No intentes negar tu delito. Lo sé todo. Pero has tenido suerte al tropezar conmigo. Soy misericordioso. Y así, te ayudaré, si me entregas todo cuanto le robaste al moro, antes de enterrarle. «Peregil», cayendo de rodillas frente a él, aseguró una y otra vez que era completamente inocente. Y contó toda la historia, sin omitir detalle. - ¿Afirmas, entonces, que el moro no poseía ningún tesoro, ni una sola moneda de oro? -preguntó el alcalde, mirándole fijamente a los ojos-. Pues bien, ¡no te creo! En tu cara leo que eres un hombre codicioso. ¡Estoy seguro de que le mataste para mejor robarle. - No, no, señor. El moro, que ya estaba muy enfermo cuando yo le di albergue en mi humilde morada, no poseía más que una cajita de madera, tallada en forma de cofre, que me regaló en agradecimiento. Pero todavía no la he abierto y no sé qué cosa puede contener... - Conque un cofre, ¿eh? Y ¿dónde está? ¿Dónde lo has ocultado, miserable? -exclamó el alcalde, pensando que aquella cajita bien podía contener alguna joya valiosa o un buen puñado de onzas de oro. - No la he escondido, señor. Está a vuestra disposición, en una de las bolsas que lleva mi asno sobre los costados. Apenas el aguador había terminado de decir esas palabras, ya corría el alguacil en busca de la cajita de sándalo, que se apresuró a abrir por indicación de su señor. Pero, con gran desilusión por parte de todos, en su interior sólo aparecían un rollo de pergamino, escrito con caracteres árabes, y
un trozo de vela de color amarillento. - ¡Bah!... - exclamaron a un tiempo el alcalde, el alguacil y el barbero, en tono despectivo. Y el alcalde, convencido de que el aguador decía la verdad, y sobre todo, advirtiendo que en aquel asunto no ganaría ni oro ni joya alguna, le dejó marchar. Incluso le dejó que se llevara con él la cajita de sándalo, con el pergamino y el trozo de vela. Pero se quedó con el asno, como pago de los gastos de aquel juicio, El pobre «Peregil» regresó a su casa entristecido, cargando sobre sus propias espaldas los cántaros de agua, que hasta el día antes llevara sobre su lomo el borrico. - ¡Pobre animalito mío! -se lamentaba-. Siento haberle perdido, no sólo por el dinero que me costó y que quizá ya nunca vuelva a poseer, lo que me obligará a llevar sobre mis propias espaldas los cántaros de agua quizá durante toda mi vida, sino porque echo de menos su compañía. ¡Y estoy seguro de que también él me echa de menos a mí y el trabajo que en buena armonía realizábamos! Y su pesar aumentó cuando, al llegar a su casa, su mujer le reprochó una vez más la hospitalidad que había ejercido en beneficio del moro. Pasaron los días. Pero ni uno solo dejó de lamentarse el pobre aguador de la pérdida de su borrico y, lo que es aún peor, su mujer cada día se mostraba más intolerante y malhumorada. Hasta que una noche, cuando los niños lloraban porque tenían hambre, su madre les dijo: - Si queréis pan, pedídselo a vuestro padre. ¡Él es el heredero de un gran tesoro! Decidle que os dé algunas de las monedas que contiene la preciosa caja de madera que el moro le legó... Y el pobre «Peregil», al oír aquellas palabras, fijó sus ojos en la cajita de sándalo, colocada encima de una mesita, y sin poder reprimir su indignación, la lanzó al suelo con fuerza. Al chocar con el pavimento, la cajita se abrió y el pergamino y el trozo de vela salieron rodando. «¡Quién sabe si ese pergamino no contiene algún escrito de importancia!. El moro parecía tenerlo en mucho aprecio...», pensó entonces el aguador, de pronto. Y a la mañana siguiente se detuvo ante la tienda de un moro pidiéndole que le leyera el misterioso pergamino.
- Es algo difícil de descifrar -le dijo el árabe, sonriente-. Ahí se describe la fórmula para poder encontrar un tesoro encantado por un fuerte hechizo. - ¡Yo nada sé de tesoros, ni de encantamientos o hechizos! -respondió tristemente el aguador. Y se despidió del comerciante moro, olvidándose por completo del pergamino, que quedó en la tienda. Pero quiso la casualidad o la suerte, que por fin había decidido mostrarse benigna con el pobre «Peregil», que aquella mañana, en el pozo, el grupo de ociosos se entretuviese charlando sobre leyendas de fabulosos tesoros, escondidos por los moros en las montañas cercanas a la Alhambra. ¡Y todos coincidían afirmando que tales tesoros existían realmente, que no eran simple fantasía de la gente! El bueno de «Peregil» se quedó un rato pensativo. «Quizá aquel pergamino sea la llave para encontrar un fabuloso tesoro. El buen moro, al que di hospitalidad en mi casa, insistió varias veces afirmando que deseaba recompensarme...» Todo aquel día y también gran parte de la noche, meditó una y otra vez acerca las riquezas que gracias al pergamino podía llegar a encontrar. Y a la mañana siguiente, apenas amaneció, se apresuró a volver a la tienda del comerciante. - Tú conoces el idioma árabe. Si descifras por completo todo cuanto dice ese pergamino, te propongo que vayamos juntos al lugar que se indica y tratemos de encontrar el tesoro oculto de qué habla. Nada perdemos con probar, por lo menos -le dijo. Pero el moro denegó con la cabeza. - Ya he descifrado todo el pergamino -afirmó-. Pero no basta. Para poder llegar hasta el tesoro, necesitaríamos una vela especial, sin la luz de la cual la fórmula mágica escrita en ese pergamino no tiene ningún valor. - ¡También tengo esa vela maravillosa! -exclamó el aguador-. Voy en su busca. Al poco rato ya estaba de vuelta, llevando en la mano la cajita de sándalo con el trozo de vela amarilla. El comerciante la observó cuidadosamente y después la olió. - Ha sido fabricada con perfumes exóticos y esencias de composición desconocida. ¡Sí, esta es sin duda la vela maravillosa, de la cual habla el
pergamino y a cuya luz ha de ser leída la fórmula para que surta efecto! ¡Estamos de enhorabuena, amigo! -dijo-. Pero hay algo muy importante, que no debemos olvidar. Al conjuro de la fórmula leída a la luz de esa vela, se abrirán los muros más espesos y las cavernas más ocultas, Esto nos permitirá llegar hasta el tesoro, repito, pero, ¡ay del mortal que se halle dentro de la caverna cuando la vela se apague! Se quedará encantado junto con el tesoro y jamás volverá a ver la luz del sol. Después, de común acuerdo, decidieron que aquella misma noche saldrían en busca del tesoro. Y así lo hicieron. Se encontraron pasada ya la medianoche y se dirigieron al lugar señalado por el pergamino, que era la llamada Torre de los Siete Suelos, para llegar a la cual tuvieron que subir por el sendero que lleva a la Alhambra. Llegados al lugar, sintieron temor. Aquello estaba desierto y rodeado por frondosos árboles. ¡Y ambos conocían las muchas leyendas que acerca de aquella Torre corrían de boca en boca! Pero se dieron ánimos mutuamente y alumbrándose con el farol que llevaban, cruzaron las ruinas de aquel antiguo edificio hasta llegar a la entrada de un pasadizo. Siguiendo siempre las indicaciones del pergamino, descendieron por unas escaleras pasando a través de cuatro bóvedas distintas. Al llegar a la última ya no había más escaleras y el suelo aparecía completamente cubierto por gruesas losas, como si ya nada más hubiera debajo. Sin embargo, el pergamino decía que las escaleras continuaban a través de otras tres bóvedas más, pero que el encantamiento residía precisamente en que nada podía advertirse con ojos mortales y sólo la fórmula y la vela podrían vencer aquel encantamiento. El temor del aguador y del comerciante aumentó. Pero se sobrepusieron y «Peregil» encendió el trozo de vela, mientras el moro leía la fórmula mágica. Al instante, violentos ruidos subterráneos llegaron hasta sus oídos. La tierra tembló bajo sus pies y al punto se abrieron las losas de piedra, apareciendo el comienzo de una escalera, por la que se apresuraron a descender. A la luz del farol advirtieron, que llegaban a una nueva bóveda, en el centro de la cual se hallaba un gran cofre lleno a rebosar de onzas de oro, joyas y piedras preciosas. A cada lado se sentaba un moro, inmóvil como una estatua por estar también sujeto a encantamiento. Y frente al cofre, diversas jarras contenían también monedas de oro y maravillosas piedras preciosas.
Llenos de asombro, los dos amigos se apresuraron a hundir las manos en las jarras, llenándose los bolsillos con piezas de oro, collares de finas perlas orientales, brazaletes y diademas de diamantes y brillantes, anillos adornados con zafiros y gemas... Pero a pesar de que, como ya dijimos, los moros estaban inmóviles por el encantamiento, sus miradas fijas y sus rostros sonrientes llenaban de nerviosismo al aguador y al comerciante. Al fin, pareciéndoles haber oído un ruido sospechoso y mutuamente contagiados de invencible temor, echaron a correr escaleras arriba, tropezando el uno con el otro, hasta llegar a la cueva donde hablan dejado la vela mágica, que en su precipitación derribaron y apagaron. Y en ese instante, de nuevo se cerró el pavimento, con un ruido atronador, semejante al del trueno más potente. Siguieron corriendo y corriendo, atravesaron las cuatro bóvedas y el pasadizo, hasta llegar a las ruinas exteriores. Allí, iluminados por la luz de la luna, decidieron repartiese las riquezas obtenidas y volver alguna otra noche en busca de más. Y para asegurarse mutuamente de su buena fe y evitar que uno de los dos pudiera volver sin contar con el otro, también se repartieron los talismanes, quedándose el aguador con la vela y el comerciante con el pergamino. Durante el camino de regreso, el moro dijo a «Peregil»: - Es preciso que guardemos absoluta discreción acerca de todo eso. Nadie más que nosotros debe conocer el secreto, en tanto no hayamos cogido todo lo que deseemos y lo hayamos escondido en lugar seguro. No olvides que existe gente mala y ambiciosa, ¡el mismo alcalde, sin ir más lejos!, y podríamos tener serios disgustos. - Tienes mucha razón. Seré discreto. - No debes decírselo ni a tu mujer. Sé que tiene fama de charlatana... - Y lo es, en efecto. Ni siquiera a ella le diré nada. - Cuento con tu promesa - dijo el moro. Y llegados a la ciudad se separaron, marchando cada cual hacia su propia casa. «Peregil» estaba decidido a no decir una sola palabra a su mujer. Pero al entrar en su casa, su esposa estaba llorando, sentada en un rincón. - ¿Qué te sucede, mujer? - le preguntó, alarmado. - ¡Y todavía me lo preguntas! ¿Qué va a ser de mí y de nuestros hijos? Nuestro
único bien, el borrico, se nos lo quedó la justicia, por tu culpa, por meterte a dar hospitalidad a un moro. Y no contento con eso, hoy vuelves a casa de madrugada. ¡Sabe Dios en qué malas compañías has andado! ¡Sin duda te has malgastado todo el dinero que habías ganado y que era el pan de tus hijos para mañana! Era tanta la aflicción de la mujer, que el pobre «Peregil», que era muy bueno, no pudo resistirlo. Y sacándose del bolsillo algunas de las monedas de oro que llevaba, se las entregó a su mujer. Esta no daba crédito a sus ojos. - ¿Qué has hecho, esposo mío? ¿Has robado a alguien, acaso? -acertó a preguntar, por fin. Y redobló sus sollozos, al pensar que la cárcel, y aun la horca, esperaban a su desventurado marido. ¿Qué podía hacer entonces el pobre aguador? Nada de cuanto intentó decir, negando que hubiera robado a nadie, la convenció. Por eso, al fin, terminó contándole toda la verdad, aunque rogándole encarecidamente que guardase la máxima discreción. Al día siguiente, «Peregil» tomó una de las onzas de oro y se la llevó a un joyero de la ciudad, diciéndole que la había encontrado entre las ruinas de la Alhambra y que deseaba venderla, El joyero la sopesó y advirtiendo que era de oro finísimo, aceptó el trato ofreciéndole una cantidad que al pobre aguador le pareció una suma fabulosa y que, sin embargo, sólo representaba una tercera parte del valor real de la moneda, que era antiquísima y con una inscripción árabe que aún la valorizaba más. Con aquella suma, «Peregil» compró alimentos y golosinas para sus hijos, y también vestidos y juguetes, pasando el resto del día en compañía de los pequeños, jugando y riendo. Hubieran podido seguir viviendo felices y tranquilos, si la esposa, llevada por su orgullo al saberse rica, no hubiera comenzado a darse importancia ante sus vecinas y amigas. Esto hizo que el barbero envidioso y ruin, que ya en una ocasión denunciara al aguador ante el alcalde, comenzara a entrar en sospechas. Y día y noche espiaba la casa de «Peregil», esperando descubrir algo que las confirmara... Hasta que por fin, una mañana, vio cómo la mujer se asomaba unos instantes a la ventana, luciendo encima de sus harapos, maravillosos collares de perlas y piedras finas, y en la cabeza, una riquísima diadema de brillantes. Pedrillo Pedrugo hizo un rápido recuento de todas aquellas joyas, dignas de la
más alta princesa, y rápidamente se marchó a casa del alcalde para contarle lo que había visto. Al poco rato, el alguacil salió de nuevo en busca del pobre «Peregil», que no tardó en ser conducido a presencia de la autoridad. - ¡Eres un embustero! -le gritó el alcalde en cuanto le vio-. Me aseguraste que el moro que había en tu casa no tenía ni una onza de oro; afirmaste que sólo te había regalado un cofre con un pergamino y un trozo de vela medio consumida... ¡Y ahora resulta que tu mujer se pasea luciendo más joyas de las que hay en el tesoro del rey! ¡Mereces la muerte! El aguador, aterrorizado, explicó al alcalde la forma maravillosa cómo había podido conseguir aquellas riquezas. ¡Y con qué atención le escucharon los tres ambiciosos y codiciosos personajes! En cuanto terminó su relato, el alguacil fue comisionado para ir en busca del comerciante moro que, a su vez, no tardó mucho en comparecer. - ¡Te lo dije! -exclamó en cuanto vio al pobre aguador, imaginando lo sucedido-. ¡Seguro que no supiste callar y hablaste con tu mujer! Cuando, a su vez, contó la historia y el alcalde, el alguacil y el barbero comprobaron que coincidía totalmente con lo relatado por el aguador, comprendieron que decía verdad. Pero... - No, no os creo -afirmó el alcalde, deseando así apoderarse de todas aquellas riquezas-. Os meteremos en la cárcel y me quedaré con vuestros bienes. Estoy seguro de que los habéis robado. - ¡Un momento, señor alcalde! -le interrumpió el comerciante moro, que era muy astuto-. Como os decimos, en la cueva existen tesoros suficientes para enriquecernos a todos. Y nadie más que nosotros conoce ese secreto. ¡Vayamos esta misma noche al lugar encantado y os proporcionaremos cuanto oro y cuantas joyas podáis ambicionar! Sería una verdadera lástima que rehusarais y la cueva encantada permaneciera cerrada para siempre. El alcalde mantuvo una conversación en voz baja con el alguacil. Y éste, que además de ambicioso era muy ladino, le aconsejó que aceptara la proposición del comerciante moro. - Aceptad, señor. Así nos quedaremos no sólo con lo que ellos tienen ahora, sino con todo el tesoro. Y si protestan, ¡tiempo os quedará para encerrarlos en la cárcel e incluso amenazarlos con la hoguera, por hechiceros! -afirmó. Al alcalde le pareció que éste era un consejo excelente, y así dirigiéndose de
nuevo a los dos prisioneros, les dijo: - De acuerdo. Si habéis dicho la verdad, nos repartiremos el tesoro entre los cinco y no se hablará más del asunto. Pero, entretanto, permaneceréis en mi casa y el señor alguacil os vigilará, para que no podáis escapar. Y así se hizo, con gran contento por parte de los dos amigos, seguros como estaban de que los hechos demostraran que habían dicho la pura verdad. Hacia la medianoche emprendieron la marcha. Delante iba el alcalde, llevando a su lado al aguador, para que le indicara el camino. Y detrás, el comerciante moro, entre el barbero y el alguacil. Lo mismo el alcalde que esos dos últimos, iban armados, porque temían que sus prisioneros quisieran escaparse y también llevaban con ellos el borrico del aguador, con el fin de poder cargar sobre sus espaldas parte del tesoro, con el cual pensaban regresar a sus casas. En cuanto llegaron a la Torre ataron al borrico a un árbol, e iniciaron el descenso por las escaleras, que conducían hasta la bóveda cerrada por el mágico encantamiento. Una vez allí, «Peregil» encendió la vela y el comerciante moro comenzó a leer la fórmula. Y en cuanto terminó, volvieron a oírse los mismos terribles ruidos subterráneos, que ambos amigos oyeran en la primera ocasión, e igualmente las losas se separaron con gran estruendo, dejando ver la escalera. Lo mismo el alcalde, que el alguacil y el barbero, se quedaron tan atemorizados, que fueron incapaces de moverse ni un paso. Por eso sólo bajaron el aguador y el moro, y en esta ocasión, sin dejarse intimidar por el aspecto de los árabes encantados, se llevaron dos de las jarras que había junto al cofre, repletas como ya dijimos de joyas y monedas de oro. Y las llevaron hasta donde habían dejado el borrico, viendo, al colocárselas una a cada lado, que era todo cuanto el animal podía llevar. - Ya basta por el momento -afirmó el moro-. El contenido de estas dos jarras es más que suficiente para hacernos ricos a los cinco. - ¿Qué quieres decir con eso? -inquirió el alcalde, ambicioso-. ¿Quedan acaso más tesoros, abajo? - ¡Ya lo creo! Queda lo mejor: un cofre lleno a rebosar de perlas y piedras preciosas. - ¡Vamos a por él! - gritaron a coro el alcalde, el alguacil y el barbero.
- Yo ya no vuelvo a bajar -afirmó el aguador-. Sería inútil por cuanto, como ya dije, mi borrico no puede llevar más carga. - Tampoco yo volveré a bajar -dijo a su vez el comerciante moro-. Lo que tenemos es más que suficiente. ¡La ambición es una mala cosa! Órdenes, amenazas, súplicas, todo fue inútil. Los dos amigos se mantuvieron firmes en su decisión. Y al fin el alcalde les dijo a sus dos compinches: - Bajemos nosotros tres. Subiremos el cofre y nos lo repartiremos. Y uniendo la acción a la palabra, se dispuso a iniciar el descenso, seguido por el alguacil y el barbero. El moro seguía con gran atención todos sus movimientos. Y en cuanto vio que entraban en la cámara del tesoro, sopló la vela, apagándola. Al instante, se dejaron oír terroríficos ruidos y las losas se unieron de nuevo, sepultando en su interior a los tres personajes. - ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó el bueno de «Peregil». - ¡Alá lo ha querido! -exclamó el moro. - Pero, ¿no vamos a libertarlos...? -insistió el aguador. - ¡Desde luego que no! En el libro del Destino está escrito que deben permanecer encantados en el interior de esta cámara, como ejemplo de todos los malvados que se dejan dominar por la ambición -contestó el moro. Y apenas acabó de decir estas palabras, tomó el trozo de vela que aún quedaba y lo arrojó en medio del bosque. «Peregil» se resignó, comprendiendo, con razón, que de haber regresado todos a la ciudad, el alcalde no hubiera cumplido su palabra de perdonarles la vida, sino que, para no tener que repartir con ellos el tesoro, sin duda los habría entregado a la justicia. Y durante todo el camino de regreso, se entretuvo acariciando a su borrico, que por fin había recuperado, y dedicándole tantas y tantas frases amables que el moro llegó a pensar que estaba más satisfecho de volver a tener con él a su fiel compañero de fatigas, que de poseer un tesoro digno del más poderoso monarca. Antes de llegar a sus casas, se repartieron las riquezas obtenidas. Pero como ambos eran buenos, el reparto no ocasionó la menor discusión. El comerciante moro, a quien agradaban extraordinariamente las joyas y las piedras
preciosas, se las compuso para poner más en su montón que en el del aguador. Claro que, en compensación, le dejó magníficas alhajas de oro macizo que, en su conjunto, alcanzaban incluso mayor valor. Los apuros que por culpa de los tres ambiciosos habían pasado, les sirvieron de lección. El comerciante liquidó su comercio tan pronto como le fue posible y al poco tiempo marchaba a Tánger, su ciudad natal. Mientras, «Peregil» se trasladaba a Portugal con su familia, llevándose también el pollino, naturalmente. Una vez allí, la esposa, a la que todo lo sucedido había servido también de lección, le hizo algunas advertencias y le dio muchos consejos que les fueron de gran utilidad. Con el tiempo, el simpático y caritativo aguador llegó a convertirse en personaje de importancia en aquel reino. Los trajes nuevos que su esposa le compró le favorecían extraordinariamente, y para dar aún mayor realce a su figura, llevaba siempre una espada al cinto y sombrero con plumas. Por eso, dejando aparte aquel apelativo familiar de «Peregil» con el que todo el mundo le conocía cuando era un pobre aguador, adoptó de nuevo su verdadero nombre de Pedro Gil y, para que todavía sonase mejor, le antepuso un sonoro «Don». También su esposa hacía muy buen papel, siempre vestida con mucho lujo y luciendo costosas alhajas, y como que ahora tenían muchas criadas y sirvientes, su casa estaba siempre maravillosamente arreglada y los niños bien cuidados. En cuanto al alcalde y sus dos compinches, como ya dijera el comerciante moro, permanecieron sepultados en aquella cámara del tesoro, debajo de la gran Torre de los Siete Suelos, sin que nadie jamás en Granada les echase de menos lo más mínimo. Por el contrario, todos los habitantes de la ciudad respiraron aliviados en cuanto dejaron de verles. Y allí permanecen todavía, según cuenta la leyenda, y permanecerán quién sabe por cuántos siglos. FIN.
EL LIBRO MÁGICO
Autor: Arminda Goncalves Hoy descubrí el libro mágico, me lo enseñó un niño que llegó a mí cansado de
correr y me dijo. -¿No conoces el libro mágico?-¡ No! - respondí. Me desplegó una sonrisa de 7 años y desabotonó su camisa untada con tierra de juegos y sudor de alegría. De allí extrajo un cartón arrugado y mojado en forma de carpeta, que contenía dos hojas llenas de líneas, formas, manchas de grasa, con muchos colores. Lo colocó sobre mi mesa y esperó a que lo viera bien. Yo, sorprendida, tenía miedo de preguntar por qué era mágico, lo tomé, lo volteé y miré al niño que se había recostado en mi mesa apoyándose sobre sus codos y cubriendo el costado de su cara con sus manitas, esperaba una respuesta. Le dije entonces. -Está bonito-¿Lo hiciste tú? Él levantó la mirada hacia mí y me respondió. - No ves la magia ¿Verdad?-Lo siento hoy estoy algo torpe y no la puedo verEl se incorporó un poco para decirme, -¡Es que no ves bien! -Colócate los anteojos y vuelve a mirarColoque mis lentes ante mis ojos y pensé, ¿Qué magia será que él quiere que vea?. Los niños tienen una imaginación fructífera y no saben que a veces los adultos perdemos esa capacidad. Mi cara de incertidumbre le decía que nada, la magia no era descubierta. Entonces el niño tomo mi mano y la guió por el contorno de una supuesta figura y me dijo. -Coloca el dedo sobre ésta línea y síguela y dime que vesSeguí sus instrucciones y con mucha lentitud seguí con mi dedo el contorno de una línea que a veces se hacía curva otras veces se hacía recta y otras veces se perdía.... Y le dije, por decir cualquier cosa. -Bueno veo una casitaEl muy emocionado me dijo -¡Es la escuela está allí!!!!!!
Quitó mi dedo y lo condujo hacia otro contorno. -¿Y aquí que ves?-Un árbol-¡¡Es un árbol!!!! Dijo saltando de la emoción- ¿Viste la magia?-En éste libro puedo ver lo que yo quieraY así sus manitas fueron trazando figuras de la imaginación en las líneas y las manchas, y diciendo. -¡Esto es un perro! -¡Esto un gato! -¡AH, aquí está el trompo con que jugamos ayer!-¡Esta es la maestra! -¡Aquí está mi mamá!. Y así fuimos construyendo personajes y paisajes de un grupo de líneas, colores y manchas. Él sonreía, sus ojos se iluminaban a cada nuevo descubrimiento imaginativo, hasta que yo le dije en tono de súplica. -¿Préstame tu libro mágico?Me miró, sonrió, dobló su cartoncito lo guardó dentro de su camisa y corrió hacia la puerta diciéndome, -¡Noooooooo, haz el tuyo!!!!!!!Y lo vi alejarse, corriendo hacia el mismo lugar de donde había venido, desapareció en el pasillo dejando una estela de colores que se confundían con los rayos inclementes del sol. Descubrí que la magia era él, su esperanza, su ilusión y sus sueños.
LA LLAVE PERDIDA
RESULTA QUE Martina, sus papás y su hermano Nahuel habían ido a pasar el día en un club, y volvían cansados y cargados de cosas. Al llegar a la casa, el papá intentó abrir la puerta. Pero buscó la llave en el bolsillo y no estaba. Buscó en todos los bolsillos y no estaba. La buscó en toda su ropa y tampoco. El papá miró a la mamá preocupado, porque parecía que se iba a largar a
llover, y no tenían otra llave. Entonces Martina le dijo: - Papá, hoy cuando Uds. se habían ido a la cancha de bochas, Nahuel se hizo caca. - Ahora no me molestes, que estoy buscando la llave, - le dijo el papá, mientras buscaba en un bolso. Al rato, Martina siguió contando: - Entonces mamá lo fue a lavar, y yo busqué otro pañal en el bolso. - Ya sé, Martina - dijo la mamá, - pero no nos distraigas ahora, que estamos buscando la llave para entrar a casa. La mamá y el papá estaban revisando la bolsa de la comida, los frascos de azúcar y leche en polvo, y los sándwiches que habían sobrado. Martina siguió: - Entonces, mamá le puso el pañal limpio y fue a tirar el pañal sucio al tacho de basura. - Martina callate la boca que estamos ocupados buscando la llave - dijeron la mamá y el papá a la vez. Nahuel lloraba y estaba haciendo bastante frío. Martina se calló la boca otro rato y al final dijo: - Como les decía, Nahuel se puso a jugar con la llave que Uds. están buscando. - ¿Qué? - dijo el papá, que acababa de vaciar en el piso uno de los bolsos. - ¿Cómo? - dijo la mamá, que terminaba de vaciar la heladera portátil. - ¿Guuu? - dijo Nahuel, que tomaba su mamadera. - Qué Nahuel tenía hoy la llave. - dijo Martina. - ¿No la habrá tirado al pasto? - preguntó el papá. - ¿No se la habrá comido? - dijo la mamá. - No, - dijo Martina, escondiéndose bajo la pollera de la mamá porque estaba empezando a llover. - Me parece que se la guardó en el pañal. El papá y la mamá le sacaron el pañal a Nahuel y... ¡sorpresa!. Allí encontraron... una ramita. Y también... una moneda. Y una.... hojita. Y por último... la llave. ¡Por fin!. con la llave pudieron abrir la puerta.
Los papás estaban muy aliviados de haber podido entrar. Martina estaba orgullosa de haberlos ayudado. Nahuel estaba muy contento de andar sin pañal. MI AMIGO MUK KUM
¡Hola, qué tal! Yo me llamo Babiola. Soy una niña con suerte porque me ha pasado la cosa más extraña del mundo: tengo un amigo del futuro. Sí, del futuro. Ese es mi amigo Muk Kum, un niño con cara redonda y cabellos azules. Es el niño más lindo que yo he visto. Vive en la parte este del planeta Venus. Yo estaba elevando papalotes en la loma cuando él apareció, así de pronto, como del aire. Yo estaba allí y no me asusté... Y eso que él se viste muy raro, con unos pantalones llenos de bolsillitos y de un color que yo no conocía (él dijo que se llamaba color pax-pax). Y también llevaba algo así como una mochila, pero de metal, con botones, teclas y foquitos que se apagaban y encendían, que soltaban chispas, ruidos y con tres antenas que subían y bajaban solas. Pero yo no me asusté porque, como ya les dije, Muk Kum es un niño muy lindo. Lo malo fue cuando él dijo que mi papalote era una basura, que él tenía un volador dinámico, un deslizador acuático, un corredor motorizado y un saltador supersónico. Claro, después que yo le enseñé cómo se jugaba con el papalote, le gustó y entonces se puso a decir que sus aparatos eran una basura y que ¡qué bonito era y papalote! Y ya entonces nos hicimos amigos y juramos, allí mismo en la loma, por su planeta y por el mío, por sus aparatos y por mi papalote, que seríamos amigos para siempre. Y entonces me contó cómo fue todo: resulta que en Venus, su planeta, todos estaban de fiesta porque celebraban el año nuevo, pero el año nuevo de allá, que es el año 3976. Y cuenta mi amigo que todas las casas, que son redondas y de plástico verde transparente, fueron adornadas con mariposas de papel. Y que por todas las calles rodantes (porque dice Muk Kum que allí las calles andan solas) se oía el canto de los pájaros, que esa es la música de Venus. Bueno, pues llegó el año nuevo y a Muk Kum le hicieron un regalo: ¡una máguina
del tiempo! ¡Es un juguete maravilloso! Se lo pone uno, aprieta unos botones y así puede irse al tiempo y al lugar que quiera. Así fue como mi amigo llegó hasta aquí, porque el primer botón que apretó fue el que decía planeta Tierra año 1983. Y como Muk Kum es mi amigo me dejó jugar con su máquina del tiempo, que era precisamente la mochila de metal que traía en la espalda. Se la quitó y me la puso a mí. Apreté el botón Tierra año 1492 y yo misma, Babiola, ¡volaba con el tiempo! Mientras tanto, Muk Kum se quedó volando mi papalote. Y con lo primero que tropecé fue con un señor e pelo largo y capa al que todos llamaban Cristóbal Colón. Él mismo era y yo me acordé de mi maestra (¿me iba a creer cuando yo se lo contara?). Pero más me gustaron los indios, que me regalaron un collar de caracoles, me llevaron a ver la playa y uno de ellos, de curioso, apretó el botón Tierra año 100. Y ahora estaba nada menos que en una ciudad llamada Roma... ¡qué bellas casas con columnas! Las gentes se paseaban con batas largas y sandalias, unos señores a quienes decían filósofos daban discursos por todas partes y... ninguno me hizo caso. Todo era muy lindo, pero yo me aburrí y extrañé a mamá... Entonces, busqué tierra 1983, apreté y enseguida ya estaba de nuevo en la loma. muk kum seguía volando el papalote. Pero era tarde, la luna salía y teníamos que despedirnos. En ese momentos nos entraron ganas de llorar porque... ¿acaso nos volveríamos a ver algún día? Buenos, Muk Kum me prometió volver y me besó la mano, como todo un caballero. Entonces, empezó a buscar en sus bolsillos y sacó una semillita brillante y me la dio de regalo, para que la sembrara. Yo le regalé el papalote y el collar de caracoles, para su mamá. Antes de apretar el botón Venus año 3976, me dijo: ¡On Banunu!, que así se dice hasta luego en venusiano. Y mi amigo desapareció. Sembré la semillita en una maceta roja y creció en unos minutos un tallo largo de hojas azules, y en la punta se abrió una flor de cristal brillante. Ese fue el regalo de mi amigo Muk Kum.
Ivette Vian Altarriba – Cuba
MIRRINGA MIRRONGA Mirringa Mirronga, la gata candonga va a dar un convite jugando escondite, y quiere que todos los gatos y gatas no almuercen ratones ni cenen con ratas. "A ver mis anteojos, y pluma y tintero, y vamos poniendo las cartas primero. Que vengan las Fuñas y las Fanfarriñas, y Ñoño y Marroño y Tompo y sus niñas. "Ahora veamos qué tal la alacena. Hay pollo y pescado, ¡la cosa está buena! Y hay tortas y pollos y carnes sin grasa. ¡Qué amable señora la dueña de casa! "Venid mis michitos Mirrín y Mirrón. Id volando al cuarto de mamá Fogón por ocho escudillas y cuatro bandejas que no estén rajadas, ni rotas ni viejas. "Venid mis michitos Mirrón y Mirrín, traed la canasta y el dindirindín, ¡y zape, al mercado! que faltan lechugas y nabos y coles y arroz y tortuga. "Decid a mi amita que tengo visita, que no venga a verme, no sea que se enferme que mañana mismo devuelvo sus platos, que agradezco mucho y están muy baratos. "¡Cuidado, patitas, si el suelo me embarran ¡Qué quiten el polvo, que frieguen, que barran ¡Las flores, la mesa, la sopa!... ¡Tilín! Ya llega la gente. ¡Jesús, qué trajín!". Llegaron en coche ya entrada la noche señores y damas, con muchas zalemas, en grande uniforme, de cola y de guante, con cuellos muy tiesos y frac elegante. Al cerrar la puerta Mirriña la tuerta en una cabriola se mordió la cola, mas olió el tocino y dijo "¡Miaao!"
¡Este es un banquete de pipiripao!" Con muy buenos modos sentáronse todos, tomaron la sopa y alzaron la copa; el pescado frito estaba exquisito y el pavo sin hueso era un embeleso. De todo les brinda Mirringa Mirronga: – "¿Le sirvo pechuga?" – "Como usted disponga, y yo a usted pescado, que está delicado". – "Pues tanto le peta, no gaste etiqueta: "Repita sin miedo". Y él dice: – "Concedo". Más ¡ay! que una espina se le atasca indina, y Ñoña la hermosa que es habilidosa metiéndole el fuelle le dice: "¡Resuelle!" Mirriña a Cuca le golpeó en la nuca y pasó al instante la espina del diantre, sirvieron los postres y luego el café, y empezó la danza bailando un minué. Hubo vals, lanceros y polka y mazurca, y Tompo que estaba con máxima turca, enreda en las uñas el traje de Ñoña y ambos van al suelo y ella se desmoña. Maullaron de risa todos los danzantes y siguió el jaleo más alegre que antes, y gritó Mirringa: "¡Ya cerré la puerta! ¡Mientras no amanezca, ninguno deserta!" Pero ¡qué desgracia! entró doña Engracia y armó un gatuperio un poquito serio dándoles chorizo de tío Pegadizo para que hagan cenas con tortas ajenas.
Rafael Pombo
MATRIOSKA
Autor: POPULAR RUSO En mi familia ya hemos perdido el acento y nadie diría que nuestros lejanos antecedentes habían nacido en la extensa estepa meridional que se extiende entre el Báltico y los Urales. Pero así fue. El último de la prole que aún vivió y amó en Caricín, en la ribera del Volga, fue nuestro tatarabuelo Seguei. Duras son las razones por las que tuvo que abandonar sus raíces, y extrañas, quizá, las que le llevaron a asentarse en España y unir sus lazos a la meseta castellana... Desde entonces, durante las últimas cuatro generaciones, de padres
a hijos, siempre nos ha gustado transmitir la historia de nuestro tatarabuelo. El viejo Seguei había nacido al sur de la ribera oriental del Volga, cerca de la región del Caúcaso. Como sus padres, y los padres de sus padres, y aún incluso los padres de éstos, el viejo Serguei había dedicado su vida a transformar la madera. Como ya habréis imaginado, era carpintero. Fabricaba desde muebles a hermosos juguetes, caballos de cartón y móviles, pasando por silbatos tallados y hasta instrumentos musicales. Cada semana, nuestro tatarabuelo, salía a recoger la madera necesaria para sus jornadas de trabajo. La seleccionaba de forma precisa, y de una sola ojeada, sabía para qué podría ser utilizada. Aquella noche había caído una abundante nevada. Sin embargo, cuando los primeros rayos perezosos de sol comenzaron a despertar, y pese al frío que helaba hasta el aliento, Seguei salió de la cabaña y recorrió lentamente el camino hacía el bosque. El suelo y las hojas de los árboles aparecían completamente pintados por la inmaculada nevada y aún incluso los rayos del sol, que empezaban a despuntar, reflejaban y le deslumbraban con su luz blanquecina. Serguei recorrió un largo camino y no encontró más que pequeños maderos y tronchones que, como mucho le servirían para azuzar la estufa de la casa. Aquel no parecía que fuera a ser un día productivo porque los empleados de los grandes aserraderos no habían dejado ningún tronco olvidado o podrido. De pronto, en un claro del bosque, el viejo Serguei se fijó en un montón de nieve que sobresalía en el llano. Se acercó pensando que se trataría de un animal agazapado y al agacharse vió el más hermoso de los troncos que nunca antes había recogido. La madera, blanquecina, parecía brillar bajo los primeros rayos y del grueso del tronco surgía un halo de vida, casi tan intenso como el de los oseznos al nacer. Serguei cogió con todas sus fuerzas el tronco en sus manos y lo llevó a casa. Pero, así, con aquella fuerza que desprendía, el viejo Serguei no sabía qué fabricar con él. Debía ser, sin duda, algo muy especial. Durante los siguientes dos días, con sus respectivas noches, Serguei no podía comer, ni dormir, ni trabajar. Tal era su obsesión por aquel tronco. Finalmente, una mañana, cuando había caído rendido por el cansancio, despertó y decidió, sin más, que fabricaría una muñeca. Aquel mismo día, puso el tronco sobre la mesa de trabajo y empezó a tallarla suave y delicadamente. El trabajo, arduo, duró más de una semana y cuando la terminó Serguei se sintió tan orgulloso de su obra que decidió no ponerla en venta y la guardó consigo... sin, duda, para que le acompañara en su soledad. Le puso por nombre Matrioska. Cada mañana, Serguei se levantaba y la saludaba cortésmente antes de iniciar sus tareas:
-Buenos días, Matrioska-. Un día tras otro repetía la misma cantinela, hasta que, de pronto, una mañana un tenue susurro le respondió: -Buenos días, Serguei-. El viejo Serguei se quedó tremendamente impresionado y repitió: -Buenos días, Matrioska- ... -Buenos días, Segueí-, le contestó la muñeca, en un hilo de voz. Maravillado, Seguei se acercó a la muñeca para comprobar que era ella quien hablaba y no sus viejos oídos los que le jugaban una mala pasada y, desde aquel día, vio acompañada su soledad por la pequeña Matrioska, que era un pozo de palabras y risas, y le distraía y alegraba en su trabajo diario. Eso sí, Matrioska sólo hablaba, cuando los dos, carpintero y muñeca, estaban solos. Una mañana Matrioska despertó muy triste. Serguei, que no tenía un pelo de tonto, había venido observando la tristeza en los ojos de la muñeca desde hacía varias semanas. Tras mucho rogarle, Matrioska, un poco avergonzada le explicó que ella veía cada día por la ventana los pájaros con sus crías, los osos con sus oseznos, y hasta las orugas parecías verse perseguidas por millones de oruguitas que se enganchaban unas a otras formando una gran cordada... –Incluso tú- apuntó Matrioska –tú me tienes a mí, pero yo también querría tener una hija-. -Pero entonces- respondió Sergueitendría que abrirte y sacar la madera de dentro de ti, y sería doloroso y nada fácil- -Ya sabes que en la vida, las cosas importantes, siempre suponen pequeños sacrificios-, respondió la dulce Matrioska. Y así fue como el viejo Seguei abrió a Matrioska y extrajo cuidadosamente la madera de su interior para hacer una muñeca, casi gemela, pero un poco más pequeña a la que llamó Trioka. Desde aquel día, cada mañana, al levantarse, saludaba: -Buenos días, Matrioska; Buenos días, Trioska- -Buenos días, Serguei; Buenos días, Serguei-, respondían ellas al unísono. Ocurrió que también Trioska sintió la necesidad de ser madre. De modo que el viejo Serguei extrajo la madera de su interior y fabricó una muñeca, aún más pequeña, a la que puso por nombre Oska. Al cabo de un tiempo también Oska quería tener su propia hija, pero al abrirla Serguei se dio cuenta que sólo quedaba un mínimo pedazo de madera, tan blanca como el primer día, pero del tamaño de un garbanzo. Sólo una muñeca más podría fabricarse. Entonces el viejo Serguei tuvo una gran idea. Fabricó un pequeño muñeco, y antes de terminarlo, le dibujó unos enormes bigotes y lo puso ante el espejo diciéndole: -Mira Ka,... tú tienes bigotes. Eres un hombre, o sea que recuerda que no puedes tener un hijo o una hija de dentro de ti-. Después abrió a Oska. Puso a Ka dentro de Oska. Cerró a Oska, abrió a Trioska. Puso a Oska dentro de Trioska. Cerró a Trioska, abrió a Matrioska. Puso a Trioska dentro de Matrioska y cerró a Matrioska. Y esta es la historia
de mi tatarabuelo Seguei y su muñeca Matrioska. Cuando Seguei vino a España, Matrioska desapareció y nunca la hemos vuelto a encontrar. Pero estoy seguro de que estará en alguna tienda de antigüedades o en la estantería de alguna vieja librería. Si la encontráis no dudéis nunca en darle en mayor cariño, porque ella no dudó en hacer el mayor de los sacrificios por alcanzar algo tan importante como la maternidad.
N O C H E H A D A S
Una niña dormía con su ventana abierta en las noches calientes. Por la ventana entraba el perfume de un bosque cercano. Y en el bosque vivían unas hadas. Las hadas volaban junto a la ventana de la niña dormida y soltaban un polvo mágico que producía sueños dulces y bellos a la niña. En el bosque había un hongo que era amigo de todos pero cansaba a las flores,a las hadas y a los animalitos, de tanto decir tonterías y mentiras. Como si fuera poco le gustaban las charlas pesadas. Y soltaba un polvillo mágico que producía efectos raros. Aspirar este polvo daba pesadillas. Una noche el viento llevó polvo del hongo hasta la niña y esta tuvo una pesadillita que dañó los sueños hermosos que enviaban las hadas. Una tarde las haditas estaban dormidas dentro de las flores. Y el hongo necio decidió jugarles una broma pesada. Entonces mandó unas moscas amigas a echarles polvo de hongo encima a las haditas. El hongo tonto creyó que las hadas iban a tener y a repartir pesadillas. Pero un hada es un ser muy tierno y maravilloso y a prueba de malos sueños. Sin embargo algo sucedió y cuando las hadas se levantaron al ocultarse el sol se pusieron a bailar. No los bailes suaves y lentos de las hadas, sinó que era un baile frenético, acelerado y loco. Y se olvidaron de su trabajo de repartir bellos sueños y cuidar de la naturaleza en la noche. Todas bailaban a la luz de la luna y ellas mismas daban lucecita.
Y las haditas brincaban y pateaban encima del hongo mentiroso causandole mucha incomodidad, y sin oir peticiones de este para que se bajaran. Esa noche la niña durmió sin sueños, ni pesadillas. Pero se despertó antes de salir el sol y miró por su ventana. La niña vió unas pequeñas luces que giraban y giraban dentro de las matas y arbustos del bosque. Serán luciérnagas ? - pensó la niña. O serán haditas ? - se preguntó después. Quién me dijo que las haditas dan luz ? . O fue que lo soñé ?.....
NI CHICHA NI LIMONÁ
Como aún era demasiado renacuajo para ir solo en metro, cruzar la calle por mi cuenta, o invitar al cine a la chica pecosa que vivía en el rellano de mi escalera, decidí convertirme en coleccionista. Empecé atesorando diminutas piedras que la lluvia me descubría en el parque. Aquellos cantos irregulares, una vez limpios de barro, se convertían en joyas de una singular belleza. Luego siguieron los cromos, aunque en eso tuvo que ayudarme mamá, porque la asignación que mi padre me daba todos los sábados apenas me llegaba para las pipas y los chicles. Por eso ella siempre deslizaba en mi bolsillo un par de duros extras que la Sra. Antonia, la de la tienda de chucherías, canjeaba por unos sobrecitos de cromos. Cierto que salían muchos repetidos, pero eso también tenía su aliciente ya que podía cambiarlos en la escuela o jugármelos a cara o cruz con mis amigos. Poco a poco, casi sin darme cuenta, se me fue pasando la edad y un día, ayudado por el viento, dispersé sobre el barrio mis valiosas colecciones de Animales, de Futbolistas, de Razas, de Aviones, de Barcos, de Trenes... Todos aquellos cromos cayeron desde el balcón agitándose espasmódicamente en el aire como mariposas disecadas. Algunos fueron arrastrados hasta el pinar cercano, pero la mayoría aterrizó sin contratiempos sobre la acera, donde un tumulto de chavales, ávidos por liquidar los despojos de mi niñez, bailaron felices bajo aquella inesperada "lluvia". Una pelusilla insignificante, pero perceptible, colonizó mi labio superior e hizo que éste destacara como si hubiera recibido un puñetazo. Mi padre, no sé si por orgullo o por bromear, empezó a relacionarme con los pavos: "Carlitos,
estás llegando a la edad del pavo", decía, mientras yo me enfurruñaba, porque nunca he tragado a esos bichos irascibles y traicioneros. "Carlitos, estás en esa edad que no eres ni chicha ni limoná", decía también, buscando con la mirada la complicidad de mi madre. Aún no viajaba solo en metro ni en autobús y la chica de las pecas se había mudado a otro barrio, pero empecé a llevar pantalones largos y los inviernos se hicieron más soportables. Fue en ese tiempo de metamorfosis cuando conocí inesperadamente al revisor Arístides Carrasquer. Aquella mañana la estación de Francia era un hervidero de gentes peculiares, una amalgama de razas y nacionalidades que corrían excitadas arrastrando sus maletas. El aire olía a una mezcla de zotal y mar Mediterráneo, junto con otros olores menores de tabaco y perfumería. La luz de agosto, con todo su esplendor, se colaba furtivamente por los grandes ventanales del techo hasta proyectar en el suelo de los andenes todo el entramado metálico de la cúpula. Y enfrentados a todo ese sorprendente guirigay, estábamos nosotros, mamá, mis tres hermanas y yo, que huíamos de la ciudad para disfrutar de otras vacaciones en el pueblo. Mi padre vendría a despedirnos. Ese era el trato. Al pobre le quedaban aún dos semanas más de trabajo en la Empresa Municipal de Pompas Fúnebres, antes de poder reunirse con nosotros. Catorce interminables días embelleciendo la jeta de los difuntos. Llegó tarde, cuando la locomotora asomaba ya su rostro imperturbable camino de Calatayud y algunas volutas de humo gris escapaban de su chimenea. Apenas lo distinguimos entre la multitud agitando el pañuelo a cuadros rojos y blancos que usaba en las despedidas. Encontramos nuestro compartimiento sin la ayuda de nadie, y allí nos instalamos después de colgar aquella maleta marrón que imitaba sin éxito la piel de cocodrilo. Fue una ardua labor subir aquel baúl en miniatura hasta el enrejado de la estantería, pero gracias a un señor calvo, que ya estaba instalado, pudimos conseguirlo. Después vino el problema de la ventanilla. Todos, a excepción de mi hermana Teresa que sufría de mareos crónicos, queríamos sentarnos junto a aquel ojo polifémico y pegar la nariz en el cristal. Clara, que era dos años y tres meses mayor que yo, se creía, a causa de eso, con el derecho divino a ser ella la afortunada. Elena, la más pequeña de mis hermanas, esperaba por eso mismo también, que otra vez mi madre, acostumbrada a mimarla, la eligiera a ella para ese lugar tan privilegiado. Pero como siempre, y para evitar disputas innecesarias, mi madre optó por
echar suertes entre los tres. Cogió tres fósforos y tras manipularlos convenientemente nos los ofreció. Quien consiguiera la más larga de aquellas cerillas sería el afortunado. Y esta vez, cosa rara porque no ganaba nunca, fui yo quien consiguió el fósforo más largo. Miré a mamá agradecido, mientras Elena y Clara enrojecían de envidia. De los dos asientos que seguían sin ocupar, uno resultó ser para la mujer del señor calvo que nos había ayudado en lo de la maleta. Era una mujer delgadísima de mirada aviesa, ni guapa ni fea, pero sin lugar a dudas mucho más joven que él. Enseguida dio a entender, tras repasarnos de arriba abajo, que al contrario que su esposo, a ella le disgustaban los niños. Saludó cortésmente a mi madre y se acomodó en su asiento. La otra plaza estuvo desocupada hasta casi media hora después de nuestra partida, pero de pronto la puerta corredera se abrió y asomó un "mozalbete", como llamaba mi padre a esos jóvenes de no más de 20 años, altos, espigados, de barba rala, ni hombres ni críos, que parecen postrados en un estadio de adolescencia perpetua. "Ni chicha ni limoná", pensé imitando a mi padre. Iba vestido impecablemente con un traje claro en el que destacaban unas sutiles rayas verticales de color salmón. La corbata, salpicada de motivos geométricos, se cerraba en torno al cuello mediante un enorme nudo. -Buenos días, señoras y caballero -balbuceó. Entró algo atropelladamente, arrastrando un maletín negro que parecía pesar mucho, a juzgar por el esfuerzo que tuvo que realizar para situarlo en el portamaletas. Nos volvió a mirar con nerviosismo y salió al pasillo. Le vi encender un cigarrillo y llevárselo a los labios. Después me olvidé de él para deslizarme por un paisaje reseco y salpicado de pequeños cráteres que corrían a través de la ventanilla. Cuando regresó al compartimiento, el pobre chico sudaba a mares. -No les importa si... -suplicó quedándose en mangas de camisa. Padezco hiperhidrosis y... -Por favor, joven. Estamos en pleno verano. Si las señoras no tienen inconveniente, yo por mi parte, ya ve, voy en "samarreta" -le contestó el hombre de la calvicie. No sólo era un auténtico "mozalbete", también era un "lechuguino", calificativo que usaba mi padre para designar a las personas poco campechanas y que
se andan siempre con remilgos. Le miré con desprecio. La hiperhinoséqué me sonó a cuento chino. Únicamente un estúpido como aquel podía ir con tantos miramientos para enseñar una camisa, que, además, refulgía de limpia. Sin embargo, noté con sorpresa que Clara se ruborizaba cuando, además de la dichosa camisa, el joven nos enseñó su cuello liberado de aquel nudo gordiano. -Mamá, ¿puedo ir al lavabo? Mi vocecita, que no obstante empezaba a modularse hacia los tonos graves, seguramente a causa del "pavo" de marras que mi padre mencionaba, flotó por el aire sin que mi madre, enfrascada en una revista de cotilleo, reparase en nada. -¿Puedo? -grité. -¿Qué quieres, Carlitos?. Sí, puedes ir al excusado, pero no te entretengas por ahí, que te conozco -me advirtió sin mirarme. Apenas abandoné mi atalaya, Elena puso cara de pícara, y ocupó rápidamente mi sitio junto a la ventanilla. -Quién se va a Sevilla pierde su silla-cantó mientras pegaba su carita de "ángel" en el mismo círculo grasiento donde antes había estado la mía. -Sólo hasta que regrese. Ni un segundo más -le advertí intentando parecer amenazador. El pasillo estaba lleno de fumadores que echaban profundas caladas y conversaban animadamente. Era divertido avanzar por el vagón mientras la fuerza centrífuga de la máquina te balanceaba de un lado a otro. Me recordaba a los colchones de aire que había en las ferias. Llegué al lavabo, pero estaba ocupado. -Enseguida termino -se oyó desde el interior. Una pareja de novios se besaba en los labios y hablaba. Ella reía mucho, pero él parecía preocupado por algo. A un par de metros de ellos, tres soldados estaban sentados sobre sus bolsas petate jugando una partida de cartas en el suelo. Un rayo de sol estallaba sobre el hábito de una monja gorda que tosía y escupía en un pañuelo. Más allá, dos señoras discutían acaloradamente. -Niño, ya puedes entrar -oí a mi espalda. Era una apacible anciana, que lucía un moño descuidado y se ayudaba de un bastón con empuñadura de hueso que representaba la cara de un mastín napolitano. Salió lentamente, me miró y, antes de desaparecer, pasó su mano
por mi pelo regalándome una sonrisa. Poseía los dientes más blancos que jamás había visto. Entré. En el pequeño espacio del W.C., un olor a colonia de bebé flotaba a la deriva remolcado por la propia fuerza de la locomotora. Me miré al espejo. Tenía todo el aspecto de un niño de trece años y, sin embargo, mi madre aún me llamaba "Carlitos". "No hay derecho", pensé mientras pasaba la yema del dedo índice por encima de aquella vaguedad pilosa que me crecía junto a la nariz. No era un bigote como para alardear, pero era un venturoso comienzo. Por puro placer jalé de la cadena y vacié la cisterna. Me divertía pensar que el agua, con todo lo demás, quedaba expuesto en la vía para que el sol lo disecara. -¿Está ocupado? -interrogó una voz nasal. -Sí -respondí con firmeza. -Pues vaya -oí que se quejaban. -Ahora salgo -dije tranquilizador. Me cercioré de que la bragueta estuviera abotonada y accioné el pestillo; pero el maldito pestillo no se movió ni un solo milímetro. -¿Sale o no sale? -preguntaron. Volví a intentarlo con todas mis fuerzas y fracasé. El condenado hierrecito parecía pegado al marco. Se me ocurrió engrasarlo con saliva, pero como nunca había destacado por mi puntería, no acerté hasta el quinto salivazo. Limpié los alrededores con un poco de papel higiénico, e intenté de nuevo la maniobra. Nada. Oleadas de vergüenza empezaron a subirme por la cabeza. ¿Qué diría mi madre? Iba a quedarme con el diminutivo para toda la vida. Podía imaginármelo "Carlitos", ¡estudia!; "Carlitos", ¿qué tal en la mili?; "Carlitos", ¿ya tienes novia?; "Carlitos", tienes un hijo precioso. Me senté desconsolado en la taza, aturdido por la tragedia que se avecinaba. -¿Sigue ocupado? -bramaron del otro lado. -¡Sí! -grité. -"¡Coño con "el caganer!"-maldijeron. Empecé a tener miedo, un miedo atroz a que se olvidaran de mí y me dejaran para siempre encerrado. Adiós a las vacaciones, a mi bicicleta, a los helados de turrón que vendían en el café. Pero lo peor serían las burlas de
mis hermanas, sobre todo las de Clara, ésas sobrevivirían al diminutivo. Por un momento desee no existir en la mente de nadie. Ser un niño desconocido, en un país recóndito, de un planeta impensable. -¡Socorro! Estoy encerrado en el aseo -supliqué. -Tranquilo, tranquilo. Ya me extrañaba a mi tanto rato ahí metido -la voz aflautada pareció relajarse- Voy a buscar al revisor -dijo condescendiente. El revisor nada menos. Pero cómo iba esperar yo a que el revisor me rescatase. Todo el tren se enteraría del suceso y entonces estaría perdido. Incluso me quedaría para siempre sin la opción de la ventanilla; ni siquiera el azar podría ya concedérmela. Mi cabeza se puso a pensar deprisa, y mientras lo hacía descubrí el detergente. ¡Claro!, si el jabón conseguía quitar el anillo de compromiso del dedo de mamá, también podría mover el pestillo. Unté esperanzado el metal, hinché el pecho con tanto aire como pude y... seguí encerrado un buen rato. ¡Maldición! No volveré a orinar en toda mi vida. Fue una promesa desesperada, aún a sabiendas de que era fisiológicamente imposible de cumplir. -¿Sigue ahí? -una pregunta que juzgué estúpida. -Sí, sí -me mordí los labios para no llorar. Oí un roce metálico y el pestillo se movió hasta la posición de abierto. -Ya está, ya puede salir. Tímidamente, mi cabeza fue apareciendo de detrás de la puerta. Enfrente, circunscrito en una aureola de luz, el revisor hacía oscilar la llave maestra. Era muy alto, demasiado para aquel oficio que transcurría entre estrecheces, pero a él no parecía importarle. Se atusó el enorme mostacho que lucía de carrillo a carrillo y me sonrió bonachonamente. -No habrás tenido miedo, verdad -me interrogó conciliador. Clavé los ojos en el suelo y deseé no haber nacido, pero la realidad es obstinada y allí estaba yo expuesto a la conmiseración humana, y sin ningún lugar donde esconderme. -Vamos, hombre, que eso le puede pasar a cualquiera. Lo dejaré cerrado para evitar más sorpresas, ¿vale? ¿Había oído bien? ¿Hombre? Sí, me había llamado "hombre". Le debía la vida y no se lo tomaba a guasa. En lugar de eso me ascendía a la categoría de
igual."Hombre". Miré su rostro con adoración y me presenté. -Soy Carlos Cassassayas Tomei, para servirle a usted. -balbuceé. Le agradezco mucho lo que ha hecho por mí. -¡Bah! No tiene importancia. Mi nombre es Arístides Carrasquer y estoy encantado de poder ayudarte. Si alguna vez conozco a Dios, espero que sea como Arístides. El sí que sabía tratar a las personas. Mi adoración por él se convirtió en una profunda e incondicional veneración. Me acompañó al compartimiento y cuando mi madre empezó a regañarme por la tardanza, Arístides mintió diciendo que había sido culpa suya por entretenerme enseñándome la caldera. En todo momento eludió mencionar el incidente del W.C., ya que su instinto sagaz y generoso le advirtió de la inconveniencia de ello. Lo que pudo haber sido una catástrofe que marcara mi vida para siempre, se convirtió, gracias a aquel ser angelical, en una victoria desmedida, porque ni una sola de mis tres hermanas, incluida la que se creía toda una señoritinga, dejó de envidiarme durante el resto del viaje. Había conocido la locomotora por dentro. Había estado, como aquel que dice, en sus tripas de acero, y había regresado lo suficientemente entero como para contarlo. Se arremolinaron en torno a mí llenas de preguntas que por supuesto no contesté, pues, recuperado de mi orgullo, preferí seguir manteniendo las distancias que había conquistado tan inesperadamente. Elena me devolvió sin rechistar mi plaza junto al cristal, y volví a ajustar la frente sobre la aureola grasienta de antes. Apenas había cambiado nada. Yo seguía en mi sitio viendo desfilar el paisaje de los Monegros, con su monocromía fantasmal, y escuchando el traqueteo incesante que las ruedas producían sobre los raíles; Mi madre seguía leyendo su revista. El señor calvo comía cuidadosamente un bocadillo de jamón, mientras su mujer dormitaba plácidamente; el joven del traje, que resultó ser un viajante de perfumería, inspeccionaba su maletín, y mi hermana mayor, que seguía sin quitarle ojo de encima, le ofrecía amablemente fruta. Todo lo que me rodeaba encajaba maravillosamente; incluso las pequeñas parecían mejores. Lancé un prolongado suspiro. Afuera se oía la voz reconfortante de Arístides pidiendo los billetes y pensé en escribir sobre él, sobre su extenso bigote, sobre sus ojos azules y acuosos como salidos de una almadraba.
Luís Edo - España
LA Ñ ESTABA TRISTE
Había una vez un pueblo llamado ABECEDARIO, en el convivían armoniosamente las consonantes, que eran veintitrés y las vocales, que eran cinco, continuamente se unían y salían a pasear formando hermosas palabras. Unas veces la S invitaba a la O y a la L y formaban: SOL, otras a la U, a la M y a la A y formaban SUMA.Otras, la O invitaba a la L y a la A... y que formaban? _ _ _ Pero bueno, el tema es que en este pueblo había una letra que estaba muy, pero muy triste, la N y la O, que eran sus vecinas más próximas fueron las primeras en darse cuenta y les contaron al resto Entonces, se reunieron todas las letras para saber el motivo de su tristeza y tratar de ayudarla _Los señores de la Real academia, en su constante inspección están contemplando la posibilidad de eliminarme, es por eso mi tristeza_ Contestó la Ñ, que era la letra en cuestión. _Te entiendo, se exactamente como te sientes_ Dijo la H _SSSShhhhhh, no hablen fuerte que nosotras también estamos en la lista_ Dijeron al unísono la V y la B_ _ También a nosotras quieren suprimirnos algunas funciones_ Acotaron la G y la J, la S y la C _¡¡Silencio!!_ Dijo la A, que en carácter de primera letra del abecedario y primera vocal, la habían designado para presidir la reunión. _Ahora se trata de solucionar el problema de la Ñ-Después de deliberar largo rato, las vocales y las consonantes decidieron ir a hablar con los señores de la Real Academia y exponer las razones que tenían para defender a la Ñ. Y fueron pasando las letras y presentado su defensa. La primera en defenderla fue la C. _Si no existiese la Ñ yo no estaría en CUMPLEAÑOS... y es muy divertido y además hay regalos._ _Si, y yo no estaría en MOÑO y me perdería la expresión de sorpresa y alegría de los chicos al abrirlos. _ Dijo la M. _ y yo no estaría en PAÑUELO_ dijo la P que siempre estaba resfriada. _ Ni yo en NIÑO, con lo bello y tiernos que son!_ dijo la N.
_Y yo no estaría en BUÑUELO que son ¡¡exquisitos!!dijo la B_ que cada día estaba más panzona _Yo no podría ponerme mi traje elegante para estar en ESPAÑA _ Dijo la E. _Ni yo en CARIÑO_ dijo la R. _Ni yo en SUUUUEEEEEÑOOO_ dijo bostezando la U. _Ni yo en CASTAÑO dijo la T. _Ni yo en AÑIL dijo la L _Ni yo.......... en.... SEÑORES_ Dijo la S. _¡¡¡Ya, ya, ya!!_ Dijeron exasperados los señores de la Real academia. _ Está bien, está bien... ya nos convencieron, puede seguir en sus funciones Y ese día, hubo una gran fiesta en el pueblo ABECEDARIO y las vocales formaron una hermosa ronda con la Ñ y cantaron ÑAÑA ÑAÑA ÑEÑEÑEÑEÑÉ ÑIÑIÑÍ ÑIÑIÑÍ ÑÓ ÑÓ ÑÚ.
Paty Sartori Corral de Bustos-Argentina
LA OLLITA MÁGICA
Había una vez, una niñita que vivía con su mamá y su abuelita en una casita muy humilde, esta niñita soñaba con tener juguetes ya que eran muy pobres. Un día la mamá estaba cocinando muy poquita comida, ya que no tenían dinero cuando la niñita se acerca a la cocina donde estaba su mamá, y la niñita toca la ollita y la mamá le dice: "¡No lo hagas que te vas a quemar! ", Entonces la ollita comenzó a dar mucha comida deliciosa y la mamá y la niñita no podían creer lo que veían, gritaron las dos: "¡Abuelita, abuelita!" "¡¡¡Algo le pasa a esta olla!!!" La abuelita llega corriendo, "es increíble, es increíble!" -grita- entonces se dieron cuenta que la ollita era mágica, y cuando la tocaba la niñita
empezaba a dar muchas cosas. Después volvió a tocarla, cuando dio un montón de juguetes, los cuales la niñita siempre soñó. Y así termina este cuento.
Marisol Valdés Aguayo
LA OVEJA NEGRA
La prudencia tiene ojos y lengua, eso nadie puede dudarlo. Lástima que casi siempre ande cabizbaja y bale en chino. Esta pudiera ser la introducción a la historia de la oveja negra, precisamente escogida por el tigre para apoderarse del rebaño. Resulta que como por el colorido oscuro recibía los topones de sus compañeras y la propia madre parecía quererla menos que a las blancas, esta ovejita tonta vivía amargada y resentida. Por eso le quedó sonando lo que le dijo el tigre, deslizado un atardecer hasta el tunal o conjunto de tunos en donde nacía la "mana", de modo que el agua y la fresca sombra formaban un bebedero incomparable. – Ovejita triste: para soportar golpes y desprecios, mejor estarías en los cerros, sin pastor que te trasquile y sin colegas blancas que te joroben la vida. – Pero si yo me fugo de aquí, me vas a comer en cualquier matorral. – Ovejita mal pensada –contestó el felino, haciéndose el disgustado–. Inténtalo y te convencerás de que nunca has tenido mejor amigo, te doy mi palabra. Además, para tu tranquilidad te informo que la carne de cordero se me indigesta: lo mismo debe pasar con la de oveja. Entonces la ovejita negra pensó que aquella propuesta se la hacía, de la mejor buena fe, un poderoso señor, instalado en espléndida casa, a la entrada del páramo. Y ya sin la menor desconfianza, se escapó del corral de tablas y del potrero cercado con alambre de púas, y se perdió en los charrascales del cerro en donde, en verdad, no escaseaba el pasto. Las primeras noches tuvo miedo de la soledad y del tigre, pero después de una semana comenzó a gozar de los privilegios de su nueva vida. Saltaba alegre debajo de los tunos, se echaba al sol en los gramales, se quedaba dormida
junto a la quebrada, oyendo el rumor del agua, y se paraba a balar en lo más alto del cerro, como proclamándole al mundo su contento. Una mañana se encontró con el tigre, que la saludó de esta manera: – Buenos días, doña ovejita distinta. Y te digo así porque en poco tiempo de buena vida eres realmente otra. Antes impresionabas por lo flaca y desmirriada. Ahora luces gorda, imponente, hermosa. Además de que en el balido se te notan la salud y el buen genio. – En realidad me siento distinta de lo que era –contestó la oveja. Y eso, ¿a quién se lo debes? – A ti, buen amigo. – Es apenas justo que lo reconozcas –observó el tigre–. Y agregó: – Valdría la pena que te vieran las otras ovejas: las que se quedaron en el fétido corral. – Estoy seguro de que se morirían de envidia. No se necesita mucha malicia para adivinar que esa misma tarde la oveja fue a visitar a sus antiguas compañeras, sin pasar, naturalmente, la cerca de púas. – ¡Qué llena y fuerte estás! –le dijo la oveja que más la mortificaba con los topones. – Es increíble tu cambio –le confesó la oveja madre–. Me parece que ahora eres la mejor de la familia. – ¡Qué doncellota estás! –fue el piropo del carnero que nunca antes había puesto en ella los ojos. – Que te ves muy bien ni lo dudo, observó la oveja de ojos claros que por el exceso de lana era llamada La Mechuda. Ahora, lo importante es saber a qué se debe tan ventajoso cambio. – A la vida libre del cerro, a la hierba fresca y al agua limpia disfrutada a voluntad, explicó la oveja. – Y ¿el tigre? –preguntaron con afán más de dos baladoras a la vez. – Esos temores los han creado los chismes del pastor, para que no nos alejemos del potrero –respondió la aventurera–. Puedo jurar que el tigre es un buen amigo nuestro. Si les dijera que justamente es él quien me indica en
dónde están los mejores pastos, ustedes no lo creerían. – La conducta del tigre con nuestra hermana negra me parece bastante sospechosa. Yo no me movería de aquí –afirmó La Mechuda, cuyos reparos pusieron recelosas a muchas ovejas. Habló así, entonces, La Motosa, la de los rulos en la lana, que por continuo mirar a las lejanías de los páramos tenía fama de clarividente: – No niego que el tigre sea uno de los riesgos de la libertad: pero, ¿qué es preferible: la pradera abierta con tigre o el corral perpetuo? Después de este concepto, la oveja negra no tuvo necesidad de aclarar que al tigre le hacía daño la carne de cordero, porque dejando a La Mechuda con su desconfianza, el resto del rebaño atropelló la cerca dé alambre y se perdió por los cerros en busca de pastos en flor. No es difícil imaginar que las ovejitas estuvieron muy contentas durante los primeros días de hierba fresca y de libertad; pero no así cuando comenzaron a notar que ciertas madrugadas desaparecía una de ellas y cada vez el tigre se volvía más gordo y dormilón. Y colorín colorado, que este cuento se ha acabado.
Joaquín Piñeros Corpas
PIFUCIO Y EL TOMATE
RESULTA QUE Pifucio era un nene un poco raro. No le gustaban las golosinas, pero le encantaba la sopa. Le ponía dulce de leche a las milanesas, y sal a la leche chocolatada. Le gustaban las verduras y no la carne. No le gustaba tirarse a la pileta de lona, pero sí bañarse y lavarse las orejas. Cuando dormía ponía los pies en la almohada y la cabeza en el colchón. Un día se equivocó y se puso la campera del papá como pantalón, y no se dio cuenta en un rato largo. Un día, Pifucio se hizo amigo de un... tomate. Estaba sentado en el piso jugando
con el tomate, haciéndolo rodar y girar, mirándolo y pasándolo de una mano a otra. La mamá le preguntó que hacía, y él le dijo: - Juego con mi amigo Tomate, mamá. - ¿Y cómo podés ser amigo de un tomate? ¿No ves que no habla y no se mueve? - dijo la mamá. - ¿Y que importa? ¿No puedo quererlo igual? - protestó Pifucio. - Es que los niños no son amigos de las cosas - respondió la mamá. Son amigos de otros niños, de algunas personas grandes, de un perrito o un gatito. Pero de un tomate... es de lo más raro. Pifucio se quedó pensando un rato. Un amigo suyo decía que era amigo del Superman de la tele, otro era amigo de un oso de peluche, y otro de una nena de tercer grado. ¿Entonces, qué tenía de raro un tomate? Esa noche Pifucio se llevó el tomate a la cama, y durmió con él. Ocupaba mucho menos lugar que el oso, y ya tenía bastante olorcito a tomate. Durante el día la mamá insistió en guardarlo en la heladera, y Pifucio lo envolvió en una servilleta para que no tuviera frío. Pero el tomate estaba bastante blandito, se puso negro en un costado y le salió una pelusita blanca en la panza. Pifucio se preocupó y le pidió a la mamá que llamara al doctor. - No hay doctor de tomates - le respondió la mamá. - Entonces llamá al veterinario - pidió Pifucio. - No hay veterinario de tomates - dijo la mamá. - Entonces al verdulero - insistió Pifucio. - Los verduleros no hacen visitas a la casa de la gente como los doctores. explicó la mamá. Entonces la mamá lo sentó en la mesa y le contó que su tomate se estaba pudriendo, y que eso es lo que le pasa a todos los tomates, y que había que tirarlo a la basura, y que si seguía diciendo que el tomate era su amigo estaba loquito. Pifucio lloró un poco, y aceptó que su mamá tenía razón.
Al día siguiente fue a abrir la heladera para ver de que otra verdura se podía hacer amigo. Pero la mamá se adelantó, y antes de que Pifucio se hiciera amigo de nada, lo llevó a la plaza. Allí jugó un rato largo en el arenero, y al final se hizo amigo de... un baldecito de plástico. Y también de una... palita. Y de un... rastrillo. Pero también de la dueña de las tres cosas, que era una nena muy simpática.
¿POR QUE LLUEVE?
En un bosque, en medio de una vegetación exuberante, vivía un árbol muy frondoso. El sol, que salía todos los días con más esplendor, observaba como el árbol envejecía. Una nube, al verlo tan desganado, le preguntó el por qué de su tristeza. El árbol respondió: -Estoy triste porque las ardillas ya no comen de mi fruto, las aves no hacen nidos en mis ramas y mis hojas están cayendo. La nube, preocupada por su amigo, le propuso: -Si quieres voy a buscar a mis demás amigas y juntas te traeremos el agua de la juventud. El árbol aceptó. Las esperó días enteros, pero las nubes no llegaron. Agonizó, y como todos los árboles murió de pie. Cuando las nubes llegaron, pensaron que ya era muy tarde. Las nubes lloraron y lloraron por la suerte de su amigo. De pronto empezaron a nacer nuevos árboles. Las nubes lloran vida, y es a este llanto, al que llamamos lluvia.
¿QUE TIENE LA PRINCESA?
¿QUE TIENE LA PRINCESA? Escrito por Susana García Erase una vez, en un lejano país, había un castillo enorme, rodeado de espesos bosques y de altas montañas. En dicho castillo, lejos del mundanal ruido, vivía una dulce y bella princesa, de largas trenzas doradas y ojos grandes y grises. Griselda, que ese era su nombre, vivía triste y acongojada. Se pasaba los días aburrida, contemplando el cielo azul y los pajarillos del bosque que, volando frente a su ventana libremente, trinaban a los cuatro vientos sus canciones. La princesita estaba aburrida de su aburrida vida. Nunca pasaba absolutamente nada en el aburrido castillo de aquel aburrido país. Su padre, el Rey, pasaba el tiempo encerrado en sus aposentos, escribiendo la biografía de sus antepasados. Una biografía de lo más aburrida y tediosa, puesto que todos los reyes que le precedieron, su padre, su abuelo, su bisabuelo... habían sido tan aburridos como él mismo. Tampoco tenía mucho para animarse pues el país no era más que un puñado de bosques y unas montañas llenas de matojos y animalillos salvajes. La mayoría de los habitantes habían marchado a vivir a un lugar más animado. La madre de Griselda había marchado siendo ella muy niña. Su madre, muerta de aburrimiento, había conocido a un faquir que pasaba por allí, bastante despistado. Griselda solo tenía tres años por aquel entonces y, aunque su madre trató de llevársela consigo, no lo consiguió. Asi que su madre marchó con el faquir a buscar nuevos lugares y ya nadie volvió a verla. Su marido, el Rey, estaba demasiado ocupado con su biografía para enterarse de su marcha. Griselda estaba siempre sola. Leía, bordaba, paseaba por los jardines del castillo pero nada la entretenía. No había nadie con quien hablar. La cocinera, una mujer robusta y rubicunda, estaba demasiado ocupada en su cocina. El mayordomo de su padre estaba demasiado ocupado con los quehaceres de la casa. La doncella estaba siempre ocupada ayudando a la cocinera. La vida de Griselda cambió una mañana de primavera. Los pajarillos trinaban en su ventana, el aire olía a salvia y a menta y las nubes algodonosas se movían perezosas en el cielo azul. Un grillo pequeñito salió de un agujero de la pared, dándole a la letárgica Griselda, que casi se dormía apoyada en el alfeizar de su ventana, un buen susto. Pasado el susto, la primera reacción de Griselda fue darle un zapatazo al pobre bicho negro. Pero
se quedó boquiabierta cuando el bicho comenzó a hablar - ¡Oh, princesa! ¡No lo hagáis! ¡No me piséis! ¡Os lo ruego! -comenzó a chillar el pobre grillo con una voz aguda de grillo, pidiendo clemencia por su vida. Griselda abrió los ojos como platos. No podía creer lo que sus ojos veían, y tampoco lo que sus orejas oían. ¡Increible! ¡Un grillo parlanchin! Se sentó, aturdida, mirandole fijamente. El grillo comenzó a hablarle suavemente. Griselda le escuchó y, poco a poco, encontró que la conversación del grillo era muy interesante. El grillo comenzó a visitarla cada día, después de la limpieza. Conversaban agradablemente y el grillo, que se llamaba Sebastían, le contaba mil y una historias, le contaba maravillas del mundo. Porque Sebastián era un grillo de mundo y se sabía historias de todo tipo, de amor, de venganza, poesías, canciones... Era un grillo realmente increíble. Y pasaron los días y los meses, llegó el invierno y volvió la primavera. El grillo había conseguido conquistar la confianza de la princesa y ya le era permitido subirse sobre su hombro y susurrarle al oído sus historias. De todas formas como tenía una voz muy débil, Griselda estaba algo cansada de agacharse para escucharlo y tenerlo sobre el hombro era más descansado. El grillo había llenado la vida de Griselda de color y de alegría. Aquel día de primavera, pasado un año desde que se conocieron, el grillo estaba algo misterioso. Quería contarle una cosa muy importante a Griselda pero tenía miedo de su reacción. ¿Se lo cuento, no se lo cuento? ¡Qué dilema! Finalmente, subiendose al hombro de Griselda, decidió contarselo. Total, ¿que tenía que perder? Bueno, quizá Griselda solo creería que aquella era otra de sus historias. - Griselda, mi princesa -comenzó a decir Sebastián- Tengo que contaros algo. - Cuentame mi buen amigo -respondió ella- Sabes que adoro tus historias. - Bien.... -comenzó él, algo dubitativo- Esta historia es real, cierta como la vida misma. - ¡Oh! -exclamó ella- ¡Qué bien! Cuenta, cuenta, estoy ansiosa. Sebastián se puso muy serio, como solo los grillos saben hacerlo. - Hace bastantes años yo era un valeroso y apuesto caballero, joven, guapo y atractivo. Pero... una perversa bruja me convirtió en lo que soy, por negarme a contraer matrimonio con la fea de su hija, que tenía verrugas hasta en la
punta de la nariz. Y su madre, para vengarse de mi, me convirtió en un grillo. Solo si una doncella de corazón puro llegara a amarme por mi mismo volveré a ser el caballero que fui. Y... aún hay más. Griselda se lo miró totalmente fascinada. No parecía tomarselo muy en serio pero la historia le encantaba. Sonrió dulcemente. - ¿Y...? - Pues verás, mi princesa... Hay un requisito que debe cumplirse para romper el maleficio. Es algo delicado. - Nada, nada -le contestó ella, haciendo un gesto con la mano- Dime... ¿que puedo hacer por tí? - ¿Me amas? - Pues claro... Eres el bicho más encantador que he conocido. - Bien -dijo él, atusandose las antenas- Verás.... hummmmmm! Pues... ¡Deberías darme un beso! - ¿Un beso? - ¡Si! ¡En los labios! Griselda se lo pensó. Tenerlo en el hombro era una cosa, se había acostumbrado a Sebastián a pesar de la repugnancia inicial. Pero un beso... eso era cosa seria. Sebastián vió la duda en los ojos de Griselda. - Bueno.... no te preocupes... ¡lo comprendo! Pero ya los ojos de Griselda se iluminaron. - ¡Te lo debo! -le dijo- Has llenado mi vida con tus cuentos... ¿Como no iba a hacer algo por ti? Sebastián comenzó a saltar de contento. ¡Por fin! ¡Por fin! Volvería a ser aquel chico guapo y alto que volvía loquitas a las mujeres. Griselda cogió a Sebastían con dos dedos, un poquitín nerviosa. Nunca le había tocado y le daba no-se-qué. Pero no se arredró. Lo acercó a sus labios y estampó un suave y delicado beso en la cabecita negra de Sebastián, alli donde deberían estar los labios de un grillo. El tiempo, de pronto, pareció detenerse. Los pájaros dejaron de cantar, la brisa se detuvo. Se hizo un silencio total y ¡puf! la metamorfosis se completó.
Sebastián chilló, rascándose las patitas traseras. Griselda también y se desmayó. Cuando Griselda recobró el conocimiento se encontró algo desconcertada. Sebastián estaba a su lado, mirándola con sus extraños ojos negros. - ¡Oh, Oh! -exclamó él.- Creo que la bruja nos ha gastado una mala pasada. Una broma de muy mal gusto. Sebastián besó los labios de Griselda con ternura, frotando con suavidad sus antenas contra las de ella. Pero Griselda continuó siendo un pequeño grillo de dulces ojos castaños. Sebastián y Griselda construyeron su hogar en una rendija de la pared, donde vivieron felices y tuvieron unos centenares de hijos que pululaban alegremente por el solitario y abandonado torreón. Y dicen que fueron felices y comieron.... lo que coman los grillos. Susana Garcia. Febrero 1994. sus@meridian.es "Las cosas no salen siempre como uno quiere... ¡Hasta en los cuentos!" Fin
¿QUIÉN ROBO LOS PASTELES?
¿Has oído la historia de los pasteles que hizo la Reina de Corazones? ¿Y puedes decirme qué pasó con ellos? ¡Por supuesto, claro que sí! ¿No es lo que cuenta la canción? La Reina de Corazones hizo unos deliciosos pasteles Un día de verano El Paje de Corazones los robó El muy villano se los llevó a un lugar lejano. Bueno, sí, la canción dice eso. Pero no se podía castigar al pobre Paje simplemente porque sale en una Canción. Había que meterle preso, encadenarles y llevarle ante el Rey de Corazones para celebrar un juicio como es debido. Si ahora miras el dibujo grande, el que está al principio de este libro, verás qué cosa más grandiosa puede ser un juicio cuando el Juez es un Rey.
El Rey está magnífico, ¿verdad? Pero no parece muy feliz. Yo creo que esa corona tan grande, colocada encima de la peluca, debe resultar incómoda y pesadísima. Pero, claro, tenía que ponerse las dos cosas para que la gente pudiera notar que era a la vez Juez y Rey. ¿A que la Reina tiene cara de mal humor? Está viendo sobre la mesa la bandeja con los pasteles que hizo con tanto trabajo. Y está viendo al malvado Paje (¿ves las cadenas que le cuelgan de las muñecas?) Que se los robó: de manera que no es extraño que se sienta un poco molesta. El Conejo Blanco está de pie junto al Rey, leyendo la Canción, para que todo el mundo sepa lo malísimo que es el Paje: y los Jurados (puedes ver a dos de ellos en su estrado, la rana y el pato) son los que tienen que decidir si es «culpable» o «inocente». Ahora te contaré el accidente que sufrió Alicia. Verás, estaba sentada junto al estrado: y la llamaron como testigo. ¿Sabes lo que es un «testigo»? Un «testigo» es una persona que ha visto al acusado hacer aquello de que se le acusa, o, por lo menos, que sabe algo que tiene importancia para el juicio. Pero Alicia no había visto a la Reina hacer los pasteles ni había visto al Paje llevarse los pasteles: ni sabía en realidad nada de nada que tuviera que ver con el asunto: ¡De manera que, desde luego, no soy capaz de explicarte porqué la querían de testigo! Pero el caso es que la querían. Y el Conejo Blanco tocó una gran trompeta y gritó: «Alicia!» y Alicia se puso en pie como un rayo. Y entonces... Y entonces, ¿qué crees que pasó? ¡Pues que la falda de Alicia se enganchó en el estrado de los Jurados, y lo volcó, y todos ellos salieron despedidos! Vamos a ver si podemos identificar a los doce. Ya sabes que para formar un Jurado tienen que ser doce. Yo veo la Rana, y el Lirón, y la Rata, y el Hurón, y el Erizo, y el lagarto, y el Gallo, y el Topo, y el Pato, y la Ardilla, y un pájaro de pico largo que está gritando justo detrás del Topo. Pero sólo van once: nos falta uno. ¡Ah! ¿Ves una cabecita blanca que aparece detrás del Topo, exactamente bajo la cabeza del Pato? Ya están los doce. El señor Tenniel dice que ese pájaro que grita es un Cigoñino (naturalmente, tu sabes bien lo que es eso) y que la cabecita blanca es un Ratoncito. ¿Verdad que es una monada?
Alicia los recogió con mucho cuidado. ¡Espero que no se hicieran mucho daño!
Lewis Carroll – Inglaterra
LA REINA MORA
Autor: Desconocido Había un rey que tenía un hijo, y cuando éste llegó a la edad casadera, dijo a sus padres: - Quiero casarme con la mujer más hermosa del mundo. Así es que voy a recorrer el mundo entero hasta encontrarla. Salíó del palacio y caminó hasta que llegó a una fuente en donde se detuvo a tomar a gua. Al inclinarse a beber el agua, vió que ahí se reflejaban tres naranjas, alzó la vista y notó que de un frondoso naranjo pendían tres grandes y hermosas naranjas. - Que sabrosas se ven, dijo el príncipe, y diciendo y haciendo, subíó al árbol y cortó las tres preciosas naranjas. Partió la primera, y como por encanto, salió del corazón de aquella naranja una joven muy hermosa, quien al ver al príncipe le dijo: - Dame pan. - No puedo, contesto él, -porque no tengo. - Entonces a mi naranja me vuelvo, dijo la joven, y desapareciéndo, la naranja quedó intacta. Partió el príncipe otra naranja y de la fruta salió otra joven mucho más hermosa que la primera. - Dame pan, le dijo al príncipe. - No puedo, porque no tengo, le contestó. - Entonces a mi naranja me vuelvo. La naranja se cerró y quedó como antes. Se quedó pensativo el príncipe y decidió ir a conseguir pan por si de la última naranja otra joven aun más hermosa, le pedía pan. Así pensaba el joven, cuando acertó pasar por allí un gitano en su coche. - Amigo, le gritó el príncipe, - te doy una moneda de oro se me das un pedazo de pan. Se apresuró a bajar del coche el gitano y corriendo le llevó el pan al
príncipe. El príncipe ya contento y satisfecho, partió la tercer naranja y tal como lo había pensado, del corazón de la fruta saltó una joven muchísimo más hermosa que las dos anteriores. - Dame pan, le dijo ésta. El príncipe gustoso le dió pan a la joven quien luego le dijo: - Ahora, te pertenezco, puedes hacer de mi lo que quieras. - Contigo me caso, le dijo el príncipe. Como la joven no tenía vestido, el príncipe quería vestirla para poder llevársela a su palacio. Dió un vistazo a la ropa del gitano que aun permanecía allí, pero notó que aquellas prendas estaban muy sucias. El príncipe entonces le dijo a la joven: - Quédate aqui con este gitano mientras voy a traerte ropa. El gitano tenía una hija que viajaba con él en el coche, pero que habiéndose quedado dormida no se dió cuenta de lo que sucedió con el príncipe, ni que había pasado. Se despertó en el momento en que el príncipe se alejaba en su caballo, y al verlo se enamoró de él. Bajó luego del coche la gitana y fué a preguntar a su padre que ocurría. Este le contó lo sucedido. La gitana viendo a la joven le dijo: - Déjame peinarte para que estés más bonita cuando regrese el príncipe. Consintió la joven, y mientras la gitana peinaba su hermosa cabellera sintió que esta le clavaba un alfiler en la cabeza. Al momento la dama de la naranja se volvió paloma. La gitana entonces se quitó la ropa y se colocó en el sitio donde había estado la joven. Regresó el príncipe y cuando vió a la gitana le dijo: - Señora, ¡cómo te has puesto negra! La gitana le contestó: - Es que me ha quemado mucho el sol. El príncipe creyendo que era la misma joven de la naranja, se llevó a la gitana a su palacio y se casó con ella. Un día llegó una palomita al jardín del rey y le dijo al jardinero: - Jardinerito del rey ¿cómo esta el príncipe con su mujer? - Unas veces canta, pero más veces llora, - contestó el jardinero. Todos los días llegaba la palomita al jardín y le hacía la misma pregunta al jardinero, hasta que éste contó lo sucedido al príncipe.
El príncipe dió orden al jardinero para que atrapara la palomita cuando regresara. El jardinero untó de goma el árbol donde diariamente se posaba la palomita y cuando ésta hizo su visita diaria, al querer emprender el vuelo quedó pegada al árbol pudiéndola coger el jardinero fácilmente y llevársela al príncipe. El príncipe se enamoró de la palomita. La cogió con cariño y al estarle acariciando la cabecita encontró el alfiler que tenía clavado y se lo sacó al momento. Inmediatamente la palomita se convirtió en la bella dama de la naranja. La hermosa joven le contó su aventura al príncipe, y entrando los dos al palacio le comunicaron lo sucedido al rey. El rey indignado dió órdenes para que inmediatamente echaran a la gitana, y el príncipe y la dama de la naranja se casaron y vivieron muy felices FIN
ROMPELO-TODO
Este es el cuento de Marta Rómpelo-Todo.
Marta vivía, como han vivido muchos de los niños de los cuentos, con su madrastra. Esta madrastra se llamaba doña Policarpa del Pésimo-Carácter y con esto está dicho que era mujer de un genio avinagrado y lleno de malas intenciones. Naturalmente con la sola compañía de doña Policarpa, la vida de la pobre Marta estaba muy lejos de ser amable o cómoda. Servía de criada única a la señora y hacía para ella cuanto el trajín doméstico exigía; desde por la mañana con el canto del gallo en el corral, hasta la noche con el barrer de las cenizas de la hornilla de la cocina, la pobre Marta no tenía descanso. Marta, como su madre muerta, tenía los ojos de inocencia, la tez de durazno recién madurado y el cabello negro recogido en dos trenzas. Esta semejanza con la anterior esposa de su marido era lo que más odiosa la hacía a los ojos de su madrastra. No es cierto que Marta rompiera demasiadas cosas. Alguna vez, a la hora de fregar los platos, uno de ellos se hacía añicos en el suelo, pero es que la pobre niña tenía los dedos resbalosos de grasa o de jabón y las
manos cansadas de hacer oficio. Otras veces las ropas de tan traídas y llevadas se le caían a pedazos. Cierto que un día dejó quebrar una de las fuentes de porcelana y que por treparse al duraznero de la huerta desgajó dos de sus ramas mejores, pero esto sucede a todos los niños, mucho más si tienen tanto qué hacer y no tienen ni un solo juguete propio para entretenerse. El carácter endiablado de doña Policarpa hacía crisis cuando recibía el anuncio de alguna visita. Tales días la voz áspera no cesaba un momento de reñir y los pellizcos mordían la piel de Marta, y los bofetones sonaban sobre sus mejillas de durazno maduro. Una mañana que doña Policarpa del PésimoCarácter esperaba la visita de los parientes ricos, sucedió entre ella y Marta Rómpelo-Todo lo que va contarse. Quería la señora lucirse ante los suyos y sacó del fondo del cofre, para adorno de la mesa, el botellón de cristal labrado con tapa de plata que era herencia de su abuela y orgullo de toda su vida. Traía Marta la preciosa vasija entre las dos manos, con la misma reverencia que se lleva una reliquia, andando paso entre paso y sin quitar los ojos de él ni un solo momento; de pronto, dio doña Policarpa una de esas órdenes suyas a pleno pulmón, Marta tuvo un sobresalto, el jarrón vacilón entre sus manecitas y se hizo añicos sobre las baldosas del pasadizo. Marta quedó muda de espanto e inmóvil del terror. – ¡Maldita! ¡El diablo haga que no puedas volver a romper nada en tu vida! – hipó casi ahogada de furia doña Policarpa. – Permítalo Dios –respondió desde el cielo la voz de la madre angelical y buena de Marta. La niña sollozaba sin intentar siquiera detener el golpe que con el rodillo de amasar las pastas y con toda la fuerza de su ira le propinó su madrastra. Todo esto es un poco triste, pero es necesario para comprender la maravilla de este cuento. Pegaba doña Policarpa, y Marta no lloraba ni respondía palabra. Y no lloraba porque no podía romper en lágrimas, y no gritaba, porque no podía quebrar el silencio. Desde ese día en adelante, por mal deseo de la señora y por intercesión de su buena mamá, Marta no podía romper nada. Admiróse doña Policarpa de la tranquilidad con que Marta recibía el castigo y paró de golpearla. A todas estas ya iban a llegar los familiares y era necesario apresurar los preparativos para el agasajo.
– Anda, descocada, y prepara la tortilla. Fue la niña a la cocina, tomó los huevos y fue a romperlos, como siempre, contra el borde de la sartén. El primer golpe, falló, el segundo tampoco dio resultado. Sin duda –pensó Marta– estas gallinas están comiendo mucha tierra con cal, porque la cáscara está muy dura. Tomó un cuchillo por la hoja y con el cabo golpeó con fuerza. Inútil. Marta no podía romper siquiera la cáscara de un huevo. Quiso ir a informar a doña Policarpa, pero no podía –ya lo hemos dicho– romper el silencio. Fue a la despensa, trajo el martillo de partir la panela y golpeó los huevos con toda su energía, sin ningún efecto. En esto vino doña Pola, vio a Marta con el martillo y pensó que estaba jugando en vez de hacer el oficio. – ¿Dónde está la tortilla? – No he podido quebrar los huevos. – Perezosa, malmandada. –Y tras sacudirle, de paso un bofetón, la señora tuvo que partir los huevos y batir la tortilla. – Anda a la huerta y tráeme una ramita de perejil. Fue Marta a la huerta, se arrodilló cerca al perejil para no ir a dañar la matica, trató de desprender una de sus ramas, pero fue inútil. Hizo un esfuerzo mayor, sin que la ramita cediera. Se levantó y con las dos manos agarró un manojo de tierno perejil y haciendo toda la fuerza sobre sus talones trató de arrancarlo. Nada, como si el perejil estuviera agarrado a una roca con raíces de acero. Fue doña Pola a la huerta y con el solo esfuerzo de la punta de sus dedos arrancó la ramita y se volvió para la casa echando tufos y ya intrigada con lo que venía sucediendo. Nunca la niña había sido tan desobediente. – Marta, parte un poco de leña. Marta fue por el hacha, apoyó con cuidado un trozo de madera en el cabezal, midió el golpe, levantó el hacha y la dejó caer con todo su vigor. Era un leño seco y quebradizo, fácil de romper, pero el hacha salió rebotando por encima de las tapias y cayó en el predio vecino. Marta fue por ella e intentó un nuevo golpe, con los mismos efectos. Vino doña Policarpa, tuvo que rajar por sí misma la leña y así terminó aquel día, sin otras novedades, fuera de que Marta no podía hablar mientras su madrastra no le dirigiera la palabra y que ésta estaba ya molesta con la manera como se estaban presentando las
cosas en su hogar, antes tan bien organizado. A la mañana siguiente Marta Rómpelo-Todo fue a la cocina, todavía a oscuras, para encender el fugo. Frotó la cerilla contra la caja, sin resultado; probó a rasparla contra una piedra áspera, pero tampoco dio lumbre, y así acabó con cuantas había en la caja sin provecho alguno. Marta no podía romper la oscuridad y hasta cuando salió el sol no pudo hacer fuego. Fue a sacar agua del pozuelo; pero, como no podía quebrar la superficie límpida y pareja del agua quieta, el cuenco rebotaba contra el agua como si ésta fuera una lámina de metal transparente. Subió el desayuno a doña Policarpa en una fuente, penetró en la alcoba y como no podía llamar a la señora con palabras porque la alcoba estaba en silencio, trató de despertarla moviendo las mantas y tomando la mano de doña Pola. Pero, ya lo comprenderán mis lectores, Marta no podía romper el sueño de su madrastra. El desayuno quedó ahí sobre la mesita de noche, hasta cuando doña Policarpa se despertó, bien entrada la mañana. Azotó a Marta con una cuerda mojada, pero la niña no lloraba ni decía una palabra de queja. El asunto exigía resoluciones radicales. Doña Policarpa del Pésimo-Carácter no quería mantener en su casa una muchacha inútil y que sólo era una boca para comer, que no acertaba a hacer sus oficios y ni siquiera a decir una palabra. Fue al miserable cuartucho en donde dormía Marta, reunió las ropas del camastro y las de la pobre chica en un hatillo y, con un último pellizco, colocó a la huérfana de patitas en la calle, creyendo que una mujer tan inútil pronto moriría de hambre. La madre angelical y buena de Marta estaba mirando todo esto desde el cielo. Apenas su hija hubo salido de la dura y cruel tutela de su madrastra, dejó de pesar sobre ella la maldición de la vieja, y la niña pudo romper en cantos de alegría, que acompañaban con sus voces los pajaritos de la enramada y las ranas de los charcos que bordeaban el camino. De un arbusto oloroso quebró sin ningún trabajo una rama, hizo con ella un bastón de caminante y de él colgó el hatillo de sus ropas. Y así, cantando y riendo, se lanzó a la ancha y abierta vida a buscar el sustento que bien sabía ganar siendo hacendosa y buena. Desde entonces doña Policarpa hace por sí misma todos los oficios de su mezquina casa, no tiene con quién hablar y debe volverse contra ella misma cuando se le rompe algún cachivache. Osvaldo Díaz Díaz
SIN AMO, SIN CASA, SIN NOMBRE
Esta es la historia de un perrito que no tenía, amo y naturalmente no tenía casa, y por supuesto no tenía nombre. Cuando yo lo conocí, que ya para entonces tenía las tres cosas, le dije que me extrañaba mucho que se hubiera quedado sin casa, si seguramente tuvo varios hermanitos y se notaba que, aunque quizá nunca llegaría a merecer un premio en un concurso canino, no era tan corriente, sino que procedía de buenos padres. Me contestó que probablemente, como estaba tan chiquito cuando se perdió o lo abandonaron, no recordaba las circunstancias en que se había quedado en la calle. Bueno, su historia comienza cuando, aunque todavía cachorro, ya podía correr y recorrer lasa calles de la ciudad donde entonces vivía. Era muy triste vida la suya, verdadera vida de perros, porque casi nunca encontraba comida: unas veces se las disputaban otros perros más fuertes que él y otras veces algún muchacho malcriado lo perseguía a pedradas o puntapiés. Su instinto le decía que en los mercados era donde más probabilidades había de encontrar que comer, pero ahí había también más competencia de perros y afluencia de muchachos ociosos y crueles. Por fin, un día decidió a abandonar la ciudad y se dirigió al bosque vecino. Llevaba una media hora de corretear a lo largo de un sendero del bosque, cuando llegó a la orilla de un laguito. Allí estaba sentado en una piedra un enanito llorando amargamente y quejándose en voz alta: ¡Ay, ay, ay, mi pobre Bombi se va ahogar; ay, ay, qué desgracia, me voy a quedar sin mi queridísima Bombi! Al oír esto, se le acercó el perrito y le preguntó: ¿ Qué te sucede, por qué estás llorando ? Y el enanito, sin dejar de llorar, le contestó: Mira allá en medio del lago está mi esposa Bombi subida en una hojota de nenúfar; ella no sabe nadar ni yo tampoco, se va ahogar. Y el perrito le preguntó: ¿ Por qué está subida en la hoja de nenúfar? Tu esposa, aunque también sea enanita como tu, ya es gente grande y no debería haberse subido a la hoja de nenúfar. Eso ordinariamente no lo hacen en los cuentos más que las ranas. Bueno, dijo el enanito, creyó ella que la hoja no se iba a mover y quiso saber ( a las mujeres les gusta comprobar que no están sobradas de peso) si no es más pesada que una rana. Y ya ves, de repente la hojota, con
Bombi subida en ella, se desprendió de la orilla, y se ha ido alejando; como no sabemos nadar, ni ella se atrevió a arrojarse a tratar de llegar a donde yo estoy, ni tampoco me atrevo a ir por ella. Bueno, le dijo el perrito, ya no te apures, eso tiene remedio: yo voy a irme nadando hasta donde está tu Bombi y te la traigo ¿ De veras ?, -dijo entre sollozos el enanito- yo te lo agradeceré muchísimo y te pagaré todo lo que me pidas si me devuelves sana y sana a Bombi. Y dicho y hecho, se lanzó al agua el perrito y se fue nadando ( al estilo perruno) por supuesto, no se crean ustedes que sabía crol (crawl), y al llegar a donde estaba la enanita, con los dientes cogió por un extremo la hoja de nenúfar, y nadando, nadando, manoteando, manoteando, la llevó empujando hasta la orilla del laguito; el enanito le dio la mano a Bombi para que saltara de la hoja y saltó Bombi y se puso en tierra firme sin siquiera mojarse los pies. Mientras el perrito se sacudía para secarse (lo hizo a buena distancia de los enanitos para no salpicarlos), éstos se abrazaban y se besaban sin descansar, comentando encantados la forma como se había resuelto su problema que podría haber terminado en tragedia. Luego que se abrazaron y besaron todo lo que les pareció conveniente, llamaron al perrito, y Bombo (así se llamaba el enanito) se puso a acariciarlo y a darle las gracias con gran entusiasmo y le recordó que le había prometido pagarle todo lo que le pidiera y que deseaba cumplir desde luego su promesa. Pues mira qué manera tan satisfactoria de ser recompensado sería para mí que tu esposa y tú se convirtieran en mis amos; eso es lo que ando buscando desde hace muchos días: conseguir un amo, y parece que ya se me hizo. Por supuesto,-dijeron al unísono los dos enanitos , - también nosotros teníamos desde hace mucho tiempo ganas de tener un perrito, y tú nos pareces muy bueno y muy simpático y estamos seguros de que vas a sernos muy fiel; de manera que ya sabes que desde este momento te adoptamos. Qué felicidad, -exclamó el perrito-, nunca imaginé que iba a conseguir tan pronto unos amos tan bondadosos como ustedes; les prometo ser un perro obediente. Y aquí termina la primera parte de este cuento: ya el perrito tiene amo. Ahora ya tenemos en camino de su casa a Bombo, Bombi y su perrito. Dentro del bosque vivía una colonia entera de enanitos, unos cincuenta familias. La casa de Bombo era subterránea, como todas las demás casas de la colonia y como son en todo el mundo de los cuentos las casa de los
duendecillos. La entrada a la casa era un agujero en el tronco de un árbol. Entraron por ese agujero el par de enanitos e invitaron al perrito a que los siguiera. Y aquí empezaron nuevas dificultades: a pesar de que el perrito era todavía un cachorrito, no cupo por el agujero; imagínense ustedes cuando crezca lo que tiene que crecer. Ya recordarán mis queridos lectores que los enanitos de mis cuentos tienen de estatura quince centímetros o seis pulgadas; bueno, más o menos, siempre hay unos más altos y otros más chaparros que los demás. Ni a Bombo ni a Bombi ni al perrito se les ocurrió en ese momento la solución de tan peliagudo problema. Entonces convocaron a asamblea general de la colonia de enanitos para que alguien sugiriera la mejor forma de resolverlo. Cuando se completó el quórum y se declaró debidamente iniciada la sesión, todos estuvieron de acuerdo en que no resultaba nada conveniente hacer más grande el agujero del árbol, por que entonces habría también manera de que se metiera algún otro animal poco amigable o demasiado listo, empezando por algún conejo recién cazado; perdón me equivoqué de ortografía, quise decir casado (con ese); que quisiera ahorrarse el trabajo de fabricar su madriguera para su luna de miel. Tras de haberse discutido el asunto y haber soportado discursos largos y aburridos de algunos enanitos presumidos que querían lucirse, se llegó a la opinión general de que debería hacérsele al perrito una casa junto al agujero del árbol. Pero como los duendecillos siempre han vivido bajo tierra, no saben hacer casas de madera ni de mampostería, y una casa de asbesto cemento, como las que venden para los perros en las tiendas de departamentos, sería un verdadero adefesio antiestético en medio del bosque. Por fin uno de los enanitos se le prendió el foco y tuvo una idea luminosa: había visto en un campo no muy lejos, una calabaza gigantesca, de cerca de un metro de diámetro, que resultaría perfecta para que vaciada y luego barnizada por dentro y por fuera, sirviera de habitación al perrito. Todos aprobaron la idea y se dirigieron a donde estaba la famosa calabaza; la encontraron, le hicieron por un lado el agujero del tamaño suficiente para que pudiera entrar el perrito, todos fueron a sus casas y trajeron unas cubetas de plástico que habían comprado unos días antes, en una oferta especial de los Grandes Almacenes Tienentodo, cada quien llenó su cubeta con relleno de la
calabaza para luego hacer dulce; cuando quedó vacía invitaron al perrito a que se metiera y comprobaron que iba a quedar muy cómodamente instalado. Pero no habían tomado en cuenta un pequeño detalle: la calabaza convertida en casa para perro estaba a media legua de la casa de Bombo y a esa distancia no iba a ser útil, para que el perrito estuviera cuidando la casa de sus amos. No se dieron por vencidos: otro de los enanitos propuso que se usaran troncos de arbusto del largo y grueso convenientes para que sirvieran de rodillos y poniéndose debajo de la calabaza la pudieran empujar o arrastrar hasta llevarla junto a la entrada de la casa de Bombo. Cómo eran el número suficiente de enanitos y todos trabajaron con mucho entusiasmo, en menos de dos horas ya tenían la dichosa calabaza en el lugar conveniente a un lado del agujero del árbol. Con ladrillos le hicieron una base para que no se fuera a humedecer y podrir el fondo de la calabaza, la montaron en esa base y la barnizaron por fuera y por dentro para hacerla impermeable, le pusieron la cama de paja seca en el piso. Después de que una comisión de dos enanitos inspeccionó debidamente la obra terminada y rindió un informe favorable, se volvió a invitar solemnemente al perrito a que se instalara y él declaró que todo había resultado a la perfección. Bombo y Bombi dieron las gracias a toda la concurrencia y la obsequiaron con galletitas y refrescos hechos por Bombi, que era muy lista para esos asuntos. Y aquí termina la segunda parte de este cuento; ya el perrito también tiene casa. Espero que no se han aburrido los lectores con estas dos partes y seguirán dispuestos a leer u oír la tercera parte, en que se tratará de lago tan importante como es el de darle nombre a nuestro perrito. Así es que ya tenemos al perrito encantado por haber conseguido tan felizmente unos amos inmejorables y una casa como la puede tener ni el mejor perro del mundo. De día se la pasa dormitando metido en su cómoda calabaza o correteando en persecución de las mariposas del bosque; de noche está siempre vigilando muy celosamente la casa de sus amos. Todos los enanitos de la colonia están complacidos de la presencia del perrito por que de paso cuida también a todos y avisa con sus ladridos de la proximidad de cualquier extraño, hombre o animal, que pudiera significar un
peligro para los enanitos. Todos lo quieren mucho y al pasar lo acarician y él les contesta con meneos amistosos del rabo, con brincos y hasta con una que otra lamida. Ya habían pasado varios días de esa vida tranquila y sin incidentes hasta que uno de los enanitos (en todas partes hay gentes que se meten en lo que no les viene) amonestó a Bombo por haber descuidado de hacer lo primero que debe de hacer el dueño del perro: ponerle un nombre a su gusto. Tiene toda la razón ese metiche, pensó Bombo, ha habido negligencia de mi parte; mi perrito necesita tener desde luego un nombre bonito y apropiado. Consultó el asunto con su Bombi; pero no se pudieron poner de acuerdo. Bombo quería de nombre César, Nerón, Napoleón y Bombi se oponía porque decía que esos nombres aparte de estar choteados, son apropiados para perros grandotes y su perrito no iba a crecer tanto para que le quedara bien el nombre de esos. Y cuando Bombi sugería que se le pusiera Pirrín, Chatito, Primor, Chinito y cosas así, Bombo protestaba diciendo que esos son nombres para gatos u otro animal insignificante y no para un perro tan valiente. No hubo más remedio que volver a convocar a la asamblea general de la colonia de enanitos, para tratar un negocio de tanta importancia y trascendencia. Reunida la asamblea resultó peor la cosa, porque cada quien reclamaba a gritos que los demás aceptaran el nombre disparatado que él se le ocurría. Por fin uno de los enanitos propuso que se abriera un concurso y él ofreció como premio un traje nuevo de enanito que él había comprado en la barata del Día del Compadre de los famosos Grandes Almacenes Tienentodo. Era una primoroso traje completo incluyendo desde gorro puntiagudo hasta zapatillas de punta retorcida para arriba, todas las piezas de dos colores, una con el lado derecho verde y el izquierdo amarillo, otras con la mitad derecha amarilla y la izquierda verde, en fin, un verdadero traje de lujo para duendecillo. Todos los enanitos se sentaron en círculo al rededor de una canasta, a la que cada uno echó un papelito muy bien doblado en el que habían puesto su nombre y el nombre que él proponía para el perrito. Bombo revolvió muy bien todos los papelitos y dijo que los iría sacando al azar; si el nombre que venía en el papel no merecía la aprobación de la asamblea, sería destruido ese papel sin mencionar el nombre del autor, para no avergonzarlo. Fue una idea conveniente, por que la mayoría de los nombres eran tontos, absurdos, inadecuados.
Imagínense que algunos pusieron nombres como mango, martillo, pistola, pato, etc., y otros chinchín, priqueto, profuncio, cuasimodo, etc. Total, que ya iban más de veinte nombres y ninguno servía ni gustaba. Por fin salió un nombre que a todos agradó, empezando por el perrito que al oírlo prorrumpió en ladridos de satisfacción. El nombre premiado fue: Valientín. Todos felicitaron al autor, que inmediatamente recibió el traje y fue a cambiárselo y se presentó ante la asamblea con una flamante indumentaria. Bombo se dirigió al perrito y le dijo muy solemnemente: Desde este momento eres Valientín; a ver, Valientín, ven a dar las gracias. Y Valientín dio la vuelta al ruedo ante toda la concurrencia luciendo su nombre con enérgicos ladridos y entusiastas meneos de rabo. Y ya ven ustedes como este afortunado Valientín, antes un infortunado perrito, sin amo, sin casa, sin nombre, tiene ahora todo lo que anhelaba: bondadosos amos, comodísima casa y sonoro y apropiado nombre. Para terminar, hay que hacer constar que Bombo se acordó del dicho "Después del niño ahogado tapan el pozo", y para que no pudiera volver a suceder lo que le sucedió cuando Bombi se le ocurrió treparse a la hoja de nenúfar, consultó la sección amarilla y tomaron Bombi y él, clases de natación y ya ahora en algún día de sol y en alguna noche de luna, atraviesan nadando muy contentos, en compañía de Valientín, el famoso laguito. A que ninguno de mis lectores ha visto a un duendecillo en traje de baño, ni menos a una duendecilla en bikini. Fin.
SER AMIGAS
Había una vez, En un pueblito cualquiera del centro de la Argentina, una niña que vivía en un hermoso barrio de casitas, no lujosas pero sí pulcramente pintadas y de prolijos jardines, esa niña se llamaba Sabina, era amable y simpática, se destacaba en el colegio, deportes y en todo lo que emprendía. Sin proponérselo siempre estaba rodeada de amigas que querían jugar con ella, era lo que se dice una líder por naturaleza. En ese barrio había un colegio al que concurrían todos los chicos, más algunos de zonas cercanas, como Anita, que vivía a la entrada del pueblo, del otro lado de la ruta, en una casilla perteneciente al ferrocarril, cuya empresa le prestó a su papá cuando éste
debió trasladarse buscando asistencia médica para su mamá que debía permanecer largo tiempo internada en el hospital local, y como el papá debía comprar remedios y alimentar a Anita es que comenzó a trabajar, y alternaba la atención de su esposa con las trabajos de jardinería. Era él, el que mantenía tan prolijos los jardines de la mayoría de las casitas y, como le quedaba de paso, mandó a Anita a ese colegio, Anita era morena, delgada y muy dulce, de largas trenzas negras. Llevaba siempre el mismo vestido gastado y descolorido, pero limpio y planchado, en cambio que las otras nenas lucían variados, modernos y coloreados atuendos y hablando en voz baja se referían al único vestido de Anita. A pesar de que la señorita Cecilia intentaba que el grupo integre a Anita, y lo lograba en el aula con los trabajos de equipo, pues Anita, era muy inteligente, prolija e ingeniosa y más de una vez quedaron todos absortos escuchando las bellas leyendas que contaba de su tierra misionera. Pero... fuera del aula, se formaban grupos en los cuales Anita no participaba de ninguno, estaba siempre sola sentada en el cantero dibujando a la sombra del inmenso castaño, eran hermosos y nostálgicos paisajes de árboles y ríos, los varones a menudo se acercaban a ver los animales y pájaros que dibujaba con suma destreza. La mamá de Sabina le preguntó un día porque nunca invitaba a Anita a jugar, pero como estaba tan ocupada con la casa y su trabajo en el banco, no se detuvo a analizar la contestación ambigua y evasiva de la niña. Cierto día Sabina amaneció con dolor de estómago, nauseas y con una coloración en la piel que alarmó mucho a su mamá, que recurrió inmediatamente al médico, este diagnosticó Hepatitis... no podría ir al colegio, debía hacer dieta y reposo durante treinta días. Pasada la primer semana Sabina comenzó a sentirse muy sola, su mamá le informó, que si no compartía el vaso, los alimentos y el baño, no habría peligro de contagio, por lo que Sabina llamó a sus amigas por teléfono, pero cada una le respondió: que no podía, porque tenia muchos deberes... que tenía que ayudar a su mamá... que estaba resfriada... . Sabina se puso muy triste Al día siguiente llegó a visitarla Anita, le traía un ramito de flores silvestres, Sabina le preguntó si no temía contagiarse a lo que Anita respondió que si tomaban las precauciones necesarias no habría problema. Desde ese día a diario llegaba Anita con su carita de terracota y su ramillete de flores que recogía en el camino, le ayudaba a Sabina con la tarea que le enviaba la señorita Cecilia y luego jugaban. Anita aprendía con mucha
facilidad cuando se trataba de juegos de mesa que Sabina tenía en abundancia y que Anita nunca había visto. Y Savina pudo conocerla y saber que Anita era una nena alegre, sin egoísmo , sensible y generosa. Por fin Sabina pudo reintegrarse al colegio, las compañeras la rodearon todo el tiempo contándole los sucesos de esos días. Anita como siempre se encontraba sola a la sombra del castaño tranquilamente dibujando. Al día siguiente, se festejaba el día del amigo, y la señorita Cecilia había ideado un sistema para que nadie se sintiese excluido, debían hacer tarjetas para cada compañero, o sea que cada uno recibiría veintidós tarjetas. Pero... en el recreo les dejó la libertad de que cada uno le hiciese un regalo a su mejor amigo. Cada una de las niñas secretamente esperaba ser elegida por Sabina para el regalo de mejor amiga, cuando ya todos tenían su obsequio, y Sabina había recibido un ramito de flores silvestres, ésta, caminó con el suyo hasta la sombra del castaño y con un beso cariñoso lo depositó en las manos de Anita La sonrisa de la señorita Cecilia se iba ampliando a medida que todas las niñas se acercaban a la sombra del castaño a escuchar la hermosa leyenda de la flor del irupé que Anita estaba cantando. Paty Sartori Corral de Bustos-Argentina
TRES ENAMORADOS MIEDOSOS
CUENTO MAYA Recopilación de: Elisa Ramírez y Ma. Ángela Rodríguez Tres enamorados miedosos VIVÍA EN UN PUEBLO UNA MUCHACHA MUY bonita; tan bonita, que tres hermanos comenzaron a enamorarla. Ella los oyó a los tres y no sabía cómo decirles que no sin que se pelearan. Esto fue lo que se le ocurrió al fin: Llegó el mayor a declararle su amor. —¿De veras me quieres tanto? —le preguntó. —Ay, niña. Tanto te quiero, tanto, que haría cualquier cosa que me pidieras. —Bueno. ¿Irías a cuidar a un muerto en el cementerio?
—Sí. —Ven en la noche, el muerto estará listo, lo llevarás al camposanto. —Bueno. Al rato llegó a declararse el segundo hermano. —Haría lo que me pidieras, para que supieras cuánto me gustas. —¿De veras? —Claro. —Pues esta noche harás como si fueras muerto. Aceptó y le tomaron las medidas para hacerle su caja. El tercer hermano llegó más tarde. —Ay, niña, eres mi amor. Haría por ti lo que me ordenaras. —¿Harías de diablito? —De lo que pidas y mandes. Lo citó para la noche. Cuando llegó el que iba a hacer de muerto, lo amortajaron y lo metieron al ataúd. Al rato llegó el que debía cuidarlo: le dio cuatro cirios y lo mandó al panteón con el difunto a velarlo. Al más chico lo vistieron con un traje cubierto de latas agujeradas. Cada lata llevaba una vela encendida dentro. Le pusieron cuernos. Salió lanzando destellos y chispas; tintineaba al caminar. —¿Y qué debo hacer? —preguntó. —Ve al panteón y te pones a dar de brincos. Llegó al panteón y, aunque con miedo, comenzó a saltar. —¡Ave María Santísima, qué es eso! —gritó el que estaba velando. Se echo a correr. —¡Jam, un diablo! —gritó el muerto y escapó. —¡Un muerto que corre! —gritaba el diablito al emprender la huida. El primero volteaba y veía que lo perseguían. No paró hasta llegar a su casa. Se aventó a su hamaca.
El segundo, para escapar del diablo, se escondió en la misma hamaca. El diablo, con el susto, ni vio que el muerto venía delante de él, se fue a encontrarlo en su mismísima hamaca. Cuando se dieron cuenta de la broma y de su miedo, dejaron en paz a la muchacha: ni la volvieron a ver; ni adiós le dijeron. Fin.
TUCH Y ODILÓN
(Autor: Hernán Lara) Una noche, un cachorro llamado Tuch se encontraba dormido frente a la casa de sus amos cuando oyó que lo llamaban en voz baja: "Tuch, Tuch, despierta." El perrito levantó las orejas, abrió los ojos y cúal no sería su sorpresa al encontrarse frente a Kakazbal, el Genio de la Obscuridad. Tuch empezó a gruñir y a ladrar. "Shh, cállate, le dijo Kakazbal, o vas a despertar a toda la familia." El perro no le hizo caso y siguió gruñendo y ladrando. "Escucha un momento lo que te voy a decir y si no te conviene me voy, le pidió Kakazbal, pero deja de ladrar." Como Tuch no creyó que Kakazbal fuera a hacerle ningún daño decidió escuchar. "Los he estado observando a ti y a Odilón y he visto que te pega, te maltrata y nunca quiere jugar contigo. No le gusta que te rasques ni ladres." "Es que Odilón es todavía niño y además hijo único ", contestó Tuch. "Razón de más, dijo Kakazbal, por eso debería quererte y acompañarte, porque no tiene con quien jugar." "Bueno, contestó Tuch está un poco consentido y a veces es egoísta, pero es mi amo y yo lo quiero." "Ja, ja, ja, se rio Kakazbal de Tuch, no sabes lo que dices. Ese niño es desobediente, llora por cualquier cosa y sólo sabe pensar en él mismo, ¿ crees
que te va a querer si no eres más que un perro corriente? Te llamas Tuch porque deberias ser el ombligo de Odilón, pero te deberís de llamar Zoquete porque además de manso eres menso; ja, ja, ja", se volvió a reir Kakazbal. Fue entonces cuando Tuch se empezó a dar cuenta de que Kakazbal no tenía buenas intenciones. "Odilón es un ingrato, le dijo Kakazbal, por eso debes ayudarme a atrapar su alma en la noche y dármela. Cuando está dormido parece que no mata una mosca, pero mira su alma." Y es que cuando los humanos duermen sus almas se separan de sus cuerpos y vagan en la noche metiéndose muchas veces en lios. Los perros pueden ver esas almas que salen de los cuerpos y cuando son de sus amos tratan de cuidarlas y vigilarlas. "Mira, djo Kakazbal, ahí va el alma de tu amo, ve cómo corre hacia los columpios y la resbaladilla, juega con agua y lodo, avienta piedras y se divierte. Si la atrapas y me la das te prometo un premio." "Nunca, respondió Tuch. Aunque Odilón no me quiera yo sí lo quiero. Los perros nunca traicionamos a nuestros amos." "¡ Ja, ja, ja!, se volvió a reír Kakazbal, eso sólo lo dicen los perros tontos. Conozco a uno que se vengó de su amo que lo maltrataba. Un día que le iba a dar de comer, el perro le tiró una mordida que dejo al amo sin dedos. Ése era un perro inteligente, ¿por qué vas a tratar bien a quien te trata mal?, preguntó Kakazbal muy serio. Anda atrapa el alma de tu amo y te doy el premio que te prometí." "¿Qué premio?" pregunto Tuch. "Lo que tú pidas", prometió Kakazbal. "Me has convencido, dijo Tuch. A Odilón no le gusta que juegue con él, me grita, me pega y me regaña y casi no me da de comer así que te prometo atrapar su alma y dártela hoy mismo en la noche si tu me das tantos huesos como pelos tengo en el cuerpo." Kakazbal sabia que Tuch era glotón. Él tendría que contar todos los pelos del perro para darle el equivalente en huesos. "¡Acepto!", dijo Kakazbal. Y se puso a contar: uno, dos, tres, cuatro..., cien, mil...,cien mil..., un millón;..., dos
millones..., tres millones..., cuatro millones uno. Y ya iba por la mitad de la pelambre de Tuch cuando el perro se empezó a rascar y Kakazbal perdio la cuenta. "¡Ya me hiciste equivocar!", gritó molesto Kakazbal. "Es que me picaron las pulgas", contesto Tuch. Para entonces ya empezaba a amanecer y como Kakazbal sólo podía salir de noche dijo: "¡Tendremos que volver a empezar mañana!, y salió furioso. La noche siguiente Kakazbal se apareció ante Tuch y le dijo: "Mira ahí está el alma de Odilón dando brincos y volantines, marometas y cabriolas, sin saber qué le espera. Anda ve, atrápala y te doy los huesos que tú quieras." "Primero cuenta los pelos que tengo sobre el cuerpo, dijo Tuch; es en lo que quedamos." Con gran trabajo Kakazbal empezó a contar otra vez: "Uno, dos, tres..., cien..., mil..., cien mil..., un millón..., dos millones..., tres millones. Y ya iba llegando a los ocho millones, cuando acercándose el amanecer, Tuch levantó la pata trasera y se empezó a rascar la oreja derecha. "¡Haz hecho que pierda la cuenta otra vez, perro condenado!", le reclamó Kakazbal. "Es que tengo mucha comezón, dijo Tuch; como tú no tienes pulgas no sabes qué ganas dan de rascarse. Y es que como Odilón no me baña tengo que rascarme con mis propias uñas." "¡Me lleva!, dijo Kakazbal muy enojado; vendré mañana en la noche y espero que entonces pueda llevarme el alma de Odilón y darte tus benditos huesos." Kakazbal regresó la noche siguiente y sin perder tiempo se puso a contar rápido, de modo que ya iba en los últimos pelos de la cola del perro: Diez millones, diez millones uno, diez millones dos..., cuando otra vez, Tuch levantó ; una pata y se empezó a rascar con fuerza. "¡Me lleva la trampa! ¡Me has hecho perder la cuenta otra vez y ahora si no te lo perdono!" Al oír los gritos de Kakazbal, Odilón se despertó. Su alma y su cuerpo se
juntaron. Odilón se levantó de la cama y fue hasta donde Kakazbal discutía con Tuch. "No creas que no me di cuenta desde el principio que me estabas engañando. No quisiste entregarme el alma de Odilón, tu amo, aunque te trate con la punta del pie. Ahora lo sé: los perros no pueden ser traidores. Y como ya empieza a amanecer mejor me voy y ya sé que no cuento contigo para apoderarme del alma de tu amo," dijo Kakazbal y desapareció. Cuando Odilón escuchó cómo lo había defendido Tuch, su perrito, de las intenciones de Kakazbal, se sintió orgulloso de él y decidió tratarlo mejor y darle el cariño que se merecía. En adelante iba a jugar con él, a quererlo, a ser su amigo y no se iba a enojar cuando lo viera rascarse porque sabía que las pulgas del perro sirven para defender al amo.
LA ÚLTIMA NAVIDAD Escrito por Marina
En la historia de los tiempos, concretamente en Navidad, todos nos volvemos más humanos, más alegres, más melancólicos... Todos menos Mr. Trodat, un viejo gruñón que siempre detestó la Navidad de una forma exagerada. Cuando llegaban estas fechas, se encerraba en su casa, se armaba de sus libros y cuando sonaban los villancicos, salía por la ventana a echar a los niños que los cantaban. - ¡Malditos niños! ¡Fuera de aquí y dejáos de ñoñeces!-. Todos le temían por su mal genio, y hasta Mrs. Antino, que limpiaba en su casa una vez por semana, le tenía no poco miedo. - De buena gana no le limpiaba más, total, para lo que me paga... pero mis hijos necesitan comer. ¿Este hombre no tiene sentimientos?- Les contaba a los que como ella, le conocían tan bien. Sabían que sus hijos le habían pedido limosna y que con patadas los había echado de su casa. Pero las nieves acechaban con sus garras heladas aquel año, impidiendo a los niños y las gentes cantar y estar felices. El hambre y el frío también tuvieron encuentro, y mucha gente enfermó aquella Navidad, en fin, como casi todas. La noche anterior a Navidad, Mr. Trodat se acostó muy temprano. Cenó un poco de pan con ajo y se fue a la cama. Mientras dormía, alguien picó a la puerta
de su habitación. -¿Quién recórcholis es? ¿Quién ha osado a entrar en mi casa sin mi permiso? ¿Es usted, Mrs. Antino?- Pero nadie contestó. Muy enfadado, sin un ápice de miedo en su retorcido rostro, cogió un trozo de leña y, poniéndose las zapatillas, se acercó a la puerta. Abrió súbitamente, -¡Maldito ladrón, te... !pero no vio a nadie. - ¿Qué clase de broma es esta?-. Y gruñendo de nuevo, volvió a cerrarla. De pronto, cuando solo se hubo acostado en la cama, la puerta se abrió y Mr. Trodat pudo ver asombrado una figura negra llevando consigo una hoz. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?- Dijo titubeante- ¿No sabes quién soy?- Dijo la figura negra. -No, acércate más-. Y la figura negra así lo hizo. Cuando estuvo en sus mismas narices, Mr. Trodat pudo ver quién era. -¡No! ¡No! ¡Eres la Muerte! ¡Vete de mi casa! ¡Aún no me quiero ir!-. La Muerte, silenciosa, se sentó a su lado y le dijo: - Hace muchos años que estás muerto, Trodat. ¿Cuándo fue la última vez que sonreíste a un niño? ¿Cuándo fue la última vez que ofreciste tu cariño a la gente que lo necesitaba? Ya te he concedido demasiado tiempo. Esto se acabó-. ¡No, por favor! ¡Haré lo que me pidas, lo que quieras, pero no me lleves todavía! ¡Sí, sí, es verdad! ¡Soy un cascarrabias y un tonto viejo gruñón! ¡Tengo dinero para toda esta pobre gente! ¿Ves? Lo guardo aquí... - Señaló a una baldosa debajo de su cama.- No puedo creerte. Tienes más de ochenta años y no has cambiado nunca. ¿Qué más da? Tarde o temprano, vendré a por ti, y a donde vas les caerás muy bien -. ¡Dame un día! ¡Sólo un día! ¡Te prometo que cambiaré! Oh, Dios mío, siempre he estado solo y nadie me ha dado cariño. Me he transformado en un monstruo...- Dijo abatido.- He esperado muchos años para oír esas palabras, pero ya es demasiado tarde. Ahora acuéstate, ponte cómodo. Tu nueva vida te espera...- Mr. Trodat hizo lo que la Muerte le había pedido, no sin antes levantar la baldosa y sacar de ella todos los billetes, dejándolos todos encima de su mesita de noche. Y esperó, esperó, hasta que dejó de pensar y sentir. Al cabo de un tiempo que no supo medir, Mr. Trodat, suponiéndose muerto sobre su cama, fue deslumbrado por una luz cegadora, y a lo lejos, creyó oír unos angelicales cánticos. - ¡No puede ser, estoy en el cielo!- Pensó, pero no fue capaz de abrir los ojos, no hasta que escuchó unos fuertes golpes y una voz femenina. -¡Mr. Trodat! ¡Mr. Trodat! ¡Abra la puerta, soy Mrs. Antino!-. Entonces fue cuando abrió los ojos, y vio su cuarto, sus billetes encima de la mesita de noche y un rayo de luz entrando por la ventana. - ¡Vamos, Mr. Trodat! ¡Hoy es Navidad! Le he traído un poco del pavo que he
cocinado. ¡Vamos, no sea tan orgulloso y abra la puerta!- Y Mr. Trodat comprendió que la Muerte le había perdonado la vida. -¡Es maravilloso! ¡Estoy vivo! ¡Vivoooooo!- Así que dio un salto, se puso su batín, sus zapatillas, cogió unos cuantos billetes y bajó a saltos escaleras abajo hasta la puerta. Mrs. Antino ya se marchaba resignada con su pavo entre las manos y al oír los gritos del anciano, se volvió asustada, pensando que se había vuelto loco. -¡Mrs. Antino! ¡Vuelva aquí, por favor! ¡Es Navidad, Navidad, y estoy vivo! ¡Je,Je, vivoooooo!Y con sus gritos de euforia logró despertar a los que todavía dormían. A lo lejos se oyeron villancicos y había dejado de nevar, y habiéndole entregado cinco billetes a Mrs. Antino se fue corriendo hacia los chicos que cantaban, uniéndose a ellos y lanzando billetes a todos los pobres que acudían a su encuentro. -¡Se ha vuelto loco!- Decía la gente, y Mrs. Andino, llorando de emoción, dijo: - Dejadle que disfrute de su locura. Mr. Trodat sabe que ésta va a ser su última Navidad-. Y lo vieron regresar a su casa con un reguero de niños a sus espaldas, cantando y riendo, feliz por poder disfrutar de su última Navidad. Fin. ¡VAYA BANQUETES!
Vaya Banquetes! Había en una aldea lejana dos animalitos que vivían en sus casitas, una frente a otra. Uno de ellos se llamaba don Cigüeño Zanquilargo. Su vecino, don Zorrillo Chungoncete, era un zorro que siempre estaba urdiendo bromas para divertirse a costa de los demás. - Cómo me arreglaré para burlarme de don Cigüeño? -cavilaba el zorro. Estuvo pensando y pensando, y finalmente halló la solución. - Don Cigüeño -dijo un día al pescador, acercándose hasta él-, somos vecinos, pero apenas nos hablamos más de lo indispensable. No le parece que no está bien? Por mi parte, deseo que entablemos una gran amistad, y como prueba del mejor deseo que me guía, le invito a usted a comer en mi casa. - Me parece una idea excelente, señor vecino. Cuente conmigo. Le parece bien mañana?
- Estupendo, don Cigüeño! Mañana le espero a usted sentado a la mesa. - Así, cuando, al día siguiente, se presentó el invitado don Cigüeño, encontró sobre la mesa dos grandes platos de natillas. - Oh, natillas! Con lo que a mí me gustan las natillas... ! -exclamó, haciéndosele el pico agua. - Pues, adelante -dijo riendo el zorro-. Empecemos a comer! Y comía y comía. Pero no así el infeliz don Cigüeño, que picaba en el plato, pero no conseguía retener en su largo pico la golosina. Don Cigüeño Zanquilargo picaba y picaba, ansioso del dulce festín; pero inútilmente. Aquel largo pico no lograba coger la más pequeña porción del apetitoso manjar. Las carcajadas de don Zorrillo se oían desde la calle. Por fin, don Cigüeño se marchó de la casa de su vecino, conteniendo su mal humor. Y, entretanto, la risa del burlón zorro sonaba más y mejor. Transcurrieron dos o tres días, y una tarde que el burlón zorro se paseaba por la alameda, vio llegar junto a ´l a don Cigüeño, que le dijo: - Señor don Zorrillo: tengo preparadas dos raciones de natillas que están diciendo: "Comedme". Quiere venir y las saborearemos tranquilamente? - Natillas...? Son mi bocado predilecto! -aprobó el zorro-. Vayamos allá, amigo don Cigüeño. Precisamente hoy no he logrado encontrar caza y estoy en ayunas desde ayer. - Hemos llegado a mi casa -dijo a este punto don Cigüeño-. Pase usted y sentémonos a la mesa. Penetró don Zorrillo en la casa, pero bien pronto desapareció de su rostro el gesto de contento, al echar una mirada sobre la mesa. Allí había, sobre el limpio mantel, dos altas jarras de estrecho cuello, conteniendo la sabrosa comida. - Siéntese el señor don Zorrillo y empecemos a comer -ofreció el amo de la casa, al tiempo que introducía el pico por el estrecho cuello de una de las jarras y comenzaba así a saborear su contenido. El zorro daba vueltas alrededor de la otra jarra. No podía meter el hocico por la estrecha abertura, y sufría viendo las natillas tan próximas a su lengua y, al mismo tiempo, tan lejos de ella. Y empezó a lamer el cristal de la jarra, ya que no podía hacer mejor cosa,
preguntando después a don Cigüeño: - No tiene usted, señor vecino, alguna otra cosa que darme para postre de este convite? - Sí -contestó el otro, terminando de comerse las dos raciones. A continuación abrió un cajón de la mesa, y, sacando un paquete, se lo entregó a don Zorrillo. Al abrirlo éste, vio que dentro de él había solamente un cartel que decía: Donde las dan, las toman. Escarmentó desde entonces y ya nunca volvió a burlarse de los demás. FIN
VIAJE A LA ISLA MAGICA
En un océano muy lejano hay una isla muy pequeñita la cual no ha visto barco alguno. Cuentan que allí viven unos seres diminutos que tienen alas. También dicen que la isla es mágica, allí las flores y los árboles le hablan a uno, el río canta con mucho talento, y hasta la luna se ríe a carcajadas cuando los simpáticos habitantes cuentan chistes. Cada día nuestros simpáticos amiguitos celebran un sorteo. Un gran cofre contiene el nombre de todos los niños del mundo. Uno de ellos será el elegido para pasar unas horas en la isla. Sólo hay dos condiciones, el niño deberá estar dormido en el momento de ir a buscarlo y además tendrá que haber sido muy bueno durante el día. El protagonista de nuestra historia dormía profundamente cuando un grupo de seres alados entraron en su dormitorio y se lo llevaron volando por encima de los tejados. Al llegar a la isla el niño despertó en medio de una gran fiesta celebrada en su honor. Dulces frutas que no conocía, pasteles adornados con flores y zumos suaves eran expuestos encima de una gran mesa esperando a ser comidos. Después del banquete el niño fue llevado de excursión por toda la isla teniendo la oportunidad de escuchar el canto del río mágico. También visitó un campo de gigantes flores silvestres que tenían cosquillas y se reían cuando las tocaban. Se lo pasó tan bien nuestro amigo que cuando llegó la hora de irse quiso saber si podría volver otro día. "Tú sólo tienes que portarte bien y quien sabe, es cuestión de suerte” le respondieron. Al despertar el niño al día siguiente vio la cara sonriente de su mamá. "¿Qué tal has dormido, cariño?" "muy bien mamá, he tenido un sueño tan hermoso". El hijo relató lo
que él creía que era un sueño a su madre. Ella le asía las manos mientras hablaba y de repente le dijo "hum, hueles a flores silvestres". Sólo entonces el niño dudó que hubiera sido un sueño.
Nuria Roch Royo
LOS ZAPATOS ROJOS
Autor: Hans Christian Andersen
Érase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima. En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba Karen. Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro. Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura: - Dadme la niña, yo la criaré. Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía: - Eres más que linda, eres hermosa. Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos
magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos. Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie. - ¿Son de charol, no? -preguntó la señora-. ¡Cómo brillan! - ¿Verdad que brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue. Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magníficos zapatos. Por la tarde se enteró la anciana señora -alguien se lo dijo de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos. El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso. Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito. - ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! -exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando bailéis - y con la mano dio un golpe a la suela. La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen. Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro. Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas. Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos. Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó - ¿qué había en ello de malo? - y luego se fue al baile y se puso a bailar. Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que era la luna, pues parecía una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que haciéndole un signo con la cabeza, le dijo: - ¡Vaya hermosos zapatos de baile! Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche, especialmente, era horrible! Fin.