En busca del tiempo perdido

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En Busca del Tiempo Perdido I

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el gigantesco coleccionador de ritmos que ha escrito Baghavat y el Levrier de Magnus dijo la verdad, por Apolo que saborearás, caro maestro, los nectáreos gozos del Olimpo. Me había pedido en tono sarcástico que lo llamara «caro maestro», y así me llamaba él también; pero, en realidad, nos recreábamos bastante con aquella broma, porque aun no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear. Desgraciadamente, no pude calmar, hablando con Bloch y pidiéndole explicaciones, la inquietud que me causara diciéndome que los buenos versos (a mí que no les pedía nada menos que la revelación de la verdad) eran tanto mejores cuanto menos significaran. Porque no se volvio a invitar a Bloch a venir a casa. Primero se le hizo una buena acogida. Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los demás y lo llevaba a casa, se trataba siempre de un judío, cosa que en un principio no le hubiera desagradado .su amigo Swann también era de familia judía., a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores. Así que cuando llevaba a casa algún amigo nuevo, casi siempre se ponía a tararear: «¡Oh Dios de nuestros padres, de la Judía» o «Israel, quebranta tus cadenas!», sin la letra, naturalmente (ti la lam ta lam talim) ; pero yo siempre tenía miedo de que mi compañero conociera la música y por ahí fuera a acordarse de la letra. Antes de verlos, sólo al oír su nombre, que muchas veces no tenían ninguna característica israelita, adivinaba no ya sólo el origen judío de mis amigos que en realidad lo eran, sino hasta los antecedentes desagradables que pudiera haber en su familia. -¿Y cómo se llama ese amigo tuyo que viene esta tarde? -Dumont, abuelo. -¿Dumont? No me fío... Y se ponía a cantar: Arqueros, velad bien, velad, sin tregua y sin ruido. Y después de hacernos, con la mayor habilidad, algunas preguntas más concretas, exclamaba: .¡Alerta, alerta!., o si era el mismo paciente, el que, obligado, sin darse cuenta, por medio de un disimulado interrogatorio, confesaba su procedencia, entonces, para hacernos ver que ya no le cabía duda alguna, se contentaba con mirarnos, tarareando imperceptiblemente: ¿Qué, qué me traéis hasta aquí a ese tímido israelita?,

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