En busca del tiempo perdido

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En Busca del Tiempo Perdido I

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mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclinación ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella; y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas, que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto. Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos los quehaceres, a todas las obras y a todas las perspectivas de la ciudad, era el campanario. Desde mi cuarto sólo alcanzaba a ver su base, cubierta de pizarra; los domingos, cuando veía en una cálida mañana aquellas pizarras flameantes como un negro sol, me decía: «¡Dios mío!, las nueve. Tengo que vestirme ya para ir a misa, si quiero que me quede tiempo para subir a dar un beso a la tía Leoncia»; y ya veía exactamente el color que iba a tener el sol en la plaza, y el calor y el polvo que haría en el mercado, y la sombra del toldo de la tienda donde mamá entraría, quizá, antes de misa, atravesando un olor de tela cruda, a comprar un pañuelo, pañuelo que le haría mostrar el amo, el cual se preparaba ya a cerrar y acababa de salir de la trastienda, con su americana de domingo y con las manos bien jabonadas, aquellas manos que tenía por costumbre restregarse una con otra cada cinco minutos, y aun en las más tristes circunstancias, con aire de audacia, de galantería y de triunfo. Cuando después de misa entrábamos a decir a Teodoro que nos mandara un brioche mayor que de costumbre, porque nuestros primos, aprovechando el buen tiempo, habían venido de Thiberzy a almorzar con nosotros, teníamos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el cielo azul. Y por la tarde, al volver de paseo, cuando ya pensaba yo en que pronto tendría que despedirme de mamá y no volver a verla, mostrábase el campanario tan suave en el acabar del día, que parecía colocado y hundido como un almohadón de terciopelo pardo, en el cielo pálido, que había cedido a su presión, ahondándose ligeramente para hacerle hueco, y refluyendo en los bordes; y los chillidos de los pájaros que revoloteaban por alrededor acrecían su silencio, daban más impulso a su aguja y lo revestían de inefable carácter. Hasta cuando había que ir por las calles de detrás de la iglesia, donde no se la veía, todo parecía ordenado con arreglo al campanario, que surgía aquí o

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