Casapalabras14

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Centenario de

Eduardo Solá Franco Homenaje a

Pedro Lemebel Pedro Gil Poesía inédita

Fernando Ampuero: Taxi driver, sin Rober de Niro In memorian

Eduardo Galeano

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editorial Nuestra rendición de cuentas

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etenta años han pasado desde el día en que Benjamín Carrión tuvo la luminosa idea de crear una casa que nos contuviera a todos. Adelantándose a la filosofía del Buen Vivir que buscamos. Benjamín abrió las puertas de una Casa que promoviera y auspiciara el talento y el disfrute del tiempo y del espacio público, para la construcción de relaciones sociales inteligentes, alegres, profundas, solidarias, entre los niños, los hombres y las mujeres de nuestro pueblo, de la mano con sus artistas y sus creadores. Benjamín soñó una potencia cultural, y a eso aspiramos todo el equipo que, dentro de la Casa, de sus 23 Núcleos Provinciales, nos multiplicamos para realizar su sueño, a pesar de que cada vez su presupuesto se ve disminuido, y en cada momento tengamos que suplantar esa falta de recursos inventando con pasión y denuedo nuevas formas de gestión cultural, pidiendo que la imaginación venga en nuestro auxilio, y con la colaboración decidida de artistas y creadores, la mayoría de los cuales también han sentido durante toda su vida la humillación y el olvido. La Casa de la Cultura Ecuatoriana es la gestora de la Cultura de nuestro país; esa cultura permanente y transversal que se bifurca por todos los rincones del saber humano, por todas las expresiones de los pueblos; es la cultura que nos identifica y nos integra, la forma que tenemos de amar, de respetar la memoria de nuestros héroes y heroínas. Es la manera como nos insertamos en la revolución, el modo en que desplegamos para enfrentar las burdas expresiones neocoloniales del imperio, la defensa de nuestra soberanía, esa cultura que se expresa en la calle, en el barrio, en la comunidad, esa inteligencia que anda suelta, como un viento bueno, esa inteligencia que se vuelve contagiosa y nos alerta ante el enemigo, y nos solidariza con él. Nuestro trabajo, entonces, está articulado en algunas ideas puntuales como son: Integración de la CCE, de acuerdo a la Constitución vigente al Sistema Nacional de Cultura; Defensa de la soberanía cultural; Apoyo irrestricto a los proyectos que armonicen y enriquezcan la interculturalidad y el respeto a sus diversidades; Estimular la comprensión de una conciencia social de respecto y preservación de la biodiversidad, del patrimonio cultural tangible e intangible de nuestro país; Procurar la igualdad de oportunidades para crear, difundir, disfrutar en libertad de los bienes de la cultura; Consolidar a nivel nacional e internacional la presencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Ese es nuestro camino y nuestra meta. Así caminamos en el 2014 cuando la Casa cumplió 70 años, así continuaremos en el futuro.

número catorce • abril 2015 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editores Patricio Viteri Paredes Yuliana Marcillo Colaboran en este número: Fernando Ampuero, Freddy Ayala Plazarte, Alberto Barrera Tyszka, Jorge Basilago, Eliecer Cárdenas, Alexis Cuzme, Albert Estrella, Pedro Gil, Edwin Madrid, Gabriela Vargas Aguirre, Santiago Paúl Yépez, Irving Iván Zapater. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Retrato de Eduardo Solá Franco, Luis Cousiño. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. Seis de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

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Homenaje de Yuliana Marcillo al escritor Pedro Lemebel, quien falleció el 23 de enero de este año.

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Centenario de Eduardo Solá Franco, pintor y dramaturgo guayaquileño, a cargo de Irving Iván Zapater.

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Pedro Gil nos presenta sus poemas inéditos, los cuales serán recogidos es su nuevo libro Bukowski, te están jodiendo.

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Patricio Viteri nos traduce al español un cuento del escritor estadounidense Robert M. Coates.

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Una historia mexicana, cuento del venezolano Alberto Barrera Tyszka.

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Freddy Ayala nos narra la experiencia compartida en un centro penitenciario de Buenos Aires, donde se realizó un taller de poesía.

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Albert Estrella, poeta peruano, estudia la poesía contemporánea de su país.

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Muestra de la poética de Gabriela Vargas Aguirre, escritora guayaquileña.

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Alexis Cuzme nos habla de Gordon Comstock, personaje protagonista de la novela Que no muera la aspidistra, de George Orwell.

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Una mirada al blues de Muddy Waters, por el centenario de su nacimiento, a cargo de Silvia Stornaiolo.

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Jorge Basilago explora la vida y obra de Orson Welles, quien en mayo está de centenario.

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El escritor peruano Fernando Ampuero nos entrega su cuento Taxi Driver, sin Robert De Niro.

Eliecer Cárdenas nos ofrece su cuento Trajinera.

Carlos Revelo: el realismo y el expresionismo en su esplendor. Santiago Paúl Yépez nos ofrece una aproximación a su documental Libros malditos o tabúes escondidos.

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La Casa de la Cultura Ecuatoriana publica Cuentos Reunidos, de Enrique Gil Gilber.

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Raúl Pérez Torres recuerda al gran escritor uruguayo Eduardo Galeano.

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Edwin Madrid dedica un tributo al escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, fallecido el 16 de marzo de este año.

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Patricio Herrera analiza el registro fotográfico de Elena Jaramillo Lanham; los árboles de La Mariscal son sus protagonistas.


Foto: María Isabel Silva

poesía

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Las edades

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A mi edad descubro que ha sido bella buena bondadosa la vida con mi vida. 11 años mi primer crimen y castigo: me hago íntimo de Raskolnikof. 13 años me inauguro con una puta horrible desdentada, voy a chuparle los senos y me echa leche dulce a la cara señal de estar embarazada. 15 años pierdo el año en la secundaria: pésimo estudiante de preceptiva literaria. 17 años preño a mi novia me tengo que casar: tremenda bigamia, casado estoy ya con la poesía. 19 años me consideran el Rimbaud ecuatoriano infante terrible, empiezan mis delirios de bajeza. 23 años primer ataque psicótico: inicio una larga carrera de encierros en centros de rehabilitación, cárceles y siquiátricos. 27 años dos hermosos hijos, tres grandes libros. Edgar Allan Poe está en mi sangre, me envían a un centro carcelario: buen tiempo para la lectura. 29 años salgo a sepultar a mi madre: muere con una pierna menos, no logro sepultar mis demonios. 30 años muere de tristeza mi hermana obrera, por sindicalista la fábrica la despide. 32 años en sano juicio publico Sano juicio, mis peores versos. 34 años celebro mi cumpleaños en Argentina con niños sicarios en rehabilitación, estoy en una pasantía como socioterapeuta. 35 años en Cali soy expulsado como misionero cristiano, a escondidas de Dios me encuentran leyendo a Camus. 36 años me sacan de un sanatorio para sepultar a un sepulturero: mi padre. 38 años en el callejón del diablo cosen mi cuerpo con 17 puñaladas pero no mi alma disoluta. 40 años 17 puñaladas no son nada, conozco la fama, el amor, sobre todo a Isabel. 42 años veinte pastillas diarias pabellón de larga estancia del siquiátrico: escribo Crónico. Visitas de mis muertos, de la Guerrera y unos pocos vivos. 43 años matan a mi hermano de un infarto: no les conviene a los mediocres pusilánimes: él tenía mucho para dar. 44 años vivo en la montaña, una calle de Guápulo un departamento frente al cielo una mujer y el talento en perfectas condiciones una gata adoptada para sentirnos buenos escuchamos jazz salsa y nadie molesta es bella buena bondadosa la vida con mi vida Luigi Stornaiolo me invita a una cena.


Oración por la mujer de un drogadicto

Señor, en este día de los enamorados desenamorados, permite que los infieles dediquen palabras tiernas a sus esposas, esposos, haz que la mujer del adicto empiece a enamorarse de sí misma, yo sé, está fuera de tus manos lograr que las ratas de cloacas entonen serenatas, manifiesten los te amo, las caricias. Sabes tú, en mis años juveniles bebía todos los días en una taberna de mala vida, a veces con mis amigos que se emborrachaban con dos botellas se marchaban y eran felices, otras, con extraños de la felicidad, otras con mi destino. Un pantalón jean al año unas monedas arrancadas a los bolsillos de otros una turbulencia en el alma parecida al caos de la torre de Babel. Mi desesperado estilo de morir. Que el amoroso San Valentín lleve regalos dulces a las putas y que no permita que los chulos las golpeen, que este día las damas sean amadas por los maridos infieles, que San Cupido lance flechazos bondadosos a las lesbianas amorosas a los homosexuales amorosos. ¿Recuerdas Señor? Yo era un casi pordiosero, cliente de ‘El duro’, cantina de malvivientes, un alcohólico, anciano de mil derrotas, me pregunta en el alba de una resaca: «Si hay santos para los huérfanos, para las viudas, para las solteronas, para los sin plata, santos para las causas perdidas, santos para que no naufraguen los pescadores y los pecadores, santos como el patrón de los ladrones que hace que sus enemigos tengan ojos y no los vean, tengan pies y no los sigan, santos que proveen de buenos clientes a las putas… Santos santos, más poderosos que Santo el Enmascarado de Plata, ¿por qué Diosito santo se olvida de crear el santo que ampare a la mujer del alcohólico y el drogadicto? Mi Señor, en este día del amor imploro el tuyo infinito: crea, Divino Creador, un santo que proteja, ampare, consuele, guíe de día y de noche a la santa mujer del adicto. Que nadie la señale. Que duerma tranquila las noches. Que la vergüenza no sea la compañía de su alma rota, de su cama sola, de su calma atormentada. Que el marido ya no le robe el abrigo, la risa, el corazón. Concédeme este pedido Señor de Señores.

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Bukowski, te están jodiendo Confinado, con la mano derecha y el alma recuperándose de una operación quirúrgica, te evoco genio de las multitudes. Porque Chinasky, te están jodiendo. En los bares los karaokes los night clubs, desaliñados remedos de rockeros punks versificadores arman recitales, cagones homenajes basándose en tu fama, en tu nombre, si reúnes a una docena apenas alcanza a rescatar un verso blando fofo porque no se trata de una competencia de borrachos porque borracho es cualquiera porque beben dos días citan unos versos tuyos arman una pelea dan y reciben bofetadas de niña buscan el reconocimiento y no la creación y no son reales y no son reales y no son reales. Hank, no nacieron para robar la rosa roja de la avenida de la muerte, sí nacieron para robar las tarjetas de crédito a papi, llaman a mami para que los recoja en las madrugadas mediocres, si llegan a entrar a la cárcel se los culean, repito, primero ser famosos luego ser escritores, sueñan con eso humildes narcisistas enamorados de sus vómitos zorras y zorros subiendo en la internet sus abortos, muchachas y muchachos proclamando sus putadas sus mariconerías creyéndose inventores del agua tibia. Edgar Allan murió alcoholizado el cuerpo, sobrio su talento. A Fante le cortaron una pierna pero no su carrera, su oficio de hacedor de historias auténticas espectaculares. Salinger no asistía a las tabernas pero sigue siendo más irreverente que millones de borrachos que habitan en millones de tabernas, la dura y bella Duras se tomaba 8 litros de licor al día y no se presentaba a escandalizar en los festivales de escritores. Gente real: ¿hijos de Dios? ¿hijos de Satanás? Ni tú ni ellos ni yo lo sabemos. Tal vez nunca lo sabremos.

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Chinasky, te están jodiendo, por conveniencia todos ahora fingen ser perdedores para exhibir sus falsos éxitos sus falsos fracasos. Escriben sobre la marginalidad desde un auto de lujo sobre las cloacas tapándose la nariz. Viven la moda Bukowski la moda digo ‘malas’ palabras soy maldito soy bueno. Sobre la soledad absoluta colocando sus mejillas en los pechos de sus mujeres o sus maridos. En realidad son un salivazo a la realidad porque tú me enseñaste que hay peores cosas que estar solo. A las 7 horas 59 minutos de esta mañana de este inicio de semana te pido un favor: ampárame inspírame protégeme. Que el perro del amor no se queme en el infierno. Que consiga trabajo en la Gran Ciudad. Que por lo menos sea Gerente del Banco Mundial de los Inútiles. Que la fama no me mate. Que no me lance de un segundo piso. El sol hace ejercicios de yoga. Necesita lucidez para enfrentar a los motores. Los jilgueros cantan burlones, confiados, están fuera de la contaminación. Escribo con una mano. La mano derecha se repone. El corazón de mi mujer también. La pelea sigue.

Pedro Gil (Manta, 1970). En los años ochenta perteneció a los Talleres Literarios de Miguel Donoso Pareja. Ha publicado, entre otros, los poemarios Paren la guerra que yo no juego (1989), Delírium Trémens (1993), Con unas arrugas en la sangre (1997), He llevado una vida feliz (2001), 17 puñaladas no son nada (2010), y el libro de cuentos El príncipe de los canallas (2014). Los poemas que aparecen en nuestra revista pertenecen al libro inédito Bukowski, te están jodiendo.

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Yuliana Marcillo

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homenaje

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o veo empinarse sobre sus grandes pies, como si todo él fuera una campanilla a punto de reventar. El ‘mariposuelo de cejas fruncidas’ recorre casi de puntas la sala de su casa tarareando Bésame mucho, de Lucho Gatica, o aullando el Aleluya de Cecilia, mientras afuera los gallos se ocupan del amanecer. «Tengo miedo torero», el verso de una antigua canción de la española Sara Montiel, era la balada que reinaba en sus mañanas de ventanas abiertas. Su parte musical, tan sublime y melancólica, hace que al invocarlo afloren temas como Un día de sol, de Alberto Cortés; El reloj, de Los pasteles verdes; Mucho corazón, de Luis Miguel, entre otras. No por gusto Invítame a pecar, de Paquita la del Barrio, era la cortina sonora en su programa radial Cancionero, apenas diez minutos donde Pedro Lemebel leía sus crónicas que eran ambientadas con sonidos y música incidental. Su público: taxistas, verduleros de feria, mecánicos, obreros y hasta un delincuente que dicen que le perdonó un asalto cuando se dio cuenta de quien se trataba. Había más música, cine y calle que libros en sus conversaciones. Es la auténtica diferencia ante los demás. Lemebel era guerrilla, poesía hecha de escombros y restos de canciones perdidas que seguramente nadie recuerda hoy. Esa era la voz que acompañaba a Pedro el sarcástico, tierno, agudo, anarquista, de una honestidad hirviente, de voz dura y tierna, simple y neobarroca, íntima, pública, política y metropolitana, todo sonando bajo una misma nota como si se tratara de algún instrumento perdido.

Una alianza con lo femenino Autodescrito como «escritor, artista visual, drogadicto, homosexual, traficante. «Pa’ puta no me dio, pero he hecho de todo», Lemebel fue el principal impulsor de la crónica urbana chilena. «Tal vez fue la crónica el gesto escritural que adopté porque no tenía la hipocresía ficcional de la literatura que se estaba haciendo en ese momento. Esa inventiva narrativa operaba en algunos casos como borrón y cuenta nueva. Especialmente en los escritores del neoliberalismo. Ese mercado, esa foto familiar de la cursilería novelada. El Chile novelado por el whisky y la coca del estatus triunfalista. Un país descabezado, sin memoria, expuesto para la contemplación del rating económico», había dicho. Sus escritos describían lo más underground de la sociedad chilena de los noventa y dos mil. Sus obras abordan la marginalidad, también la literatura homosexual y contestataria, dándose a conocer por su particular estilo en el mundo, caracterizado por la provocación. Pasó del anonimato literario a la performance artística, al formar en 1987 junto al poeta Francisco Casas el dúo Las yeguas del Apocalipsis, «que se caracterizó por irrumpir de manera sorpresiva y provocadora en lanzamientos de libros y exposiciones de arte, transformándose a poco andar en un mito de la contracultura». Y entonces ahí comenzó la fiesta, la exposición, su nombre bordado en un mantel blanco con lentejuelas, palpitando en la boca de Chile por ser tan fleto, cola, colita, hueco, mariquita, mariposón, expresiones con las que los chilenos coronan al homosexual, pero también por estar siempre en la lucha y expresando su constante

rechazo hacia la derecha política y la burguesía chilena. El libro Crónicas de otro planeta, editado por Random House México en el 2008, que incluye un completísimo perfil de Lemebel, escrito por Óscar Contardo, después de seguirlo durante largos meses, nos ofrece detalles minuciosos del Lemebel niño, adolescente y viejo: «El escritor chileno, narrador, autor también de los libros de crónicas La esquina es mi corazón, Zanjón de la aguada y Loco afán saca del clóset de su escritorio el álbum de fotografías que testimonian un pasado con más pelo, cuando no usaba en la cabeza ese pañuelo que ahora es como una insignia. Lemebel se mudó hace poco. Su nueva casa está en un cuarto piso, un departamento amplio en el sector más codiciado del centro de Santiago. Una esquina frente al Parque Forestal, a metros del Museo de Bellas Artes y a diez minutos de caminata de la Plaza de Armas. Está en medio de lo que él llama gay town, y que, siguiendo en esa línea anglo, uno podría calificar de barrio trendy. Se mudó aquí en octubre, cuando decidió frenar la intensidad alcohólica en la que vivía desde la muerte de su madre». En el documental Pedro Lemebel: corazón en fuga, de Verónica Quense, el escritor habla mucho sobre la relación que tuvo con su madre en torno a su homosexualismo. «De repente me veía en la tele con zapatos altos, maquillada, y sabía que era yo, pero era un tema del que nunca se hablaba. Ella sabía y no sabía. Es lo más lindo con una madre porque es algo que no lo vamos a estar hablando a cada rato, por eso me cambié de apellido», señala. Su madre murió días después del lanzamiento de Tengo miedo torero en el 2001, novela que lo catapultó como una de las plumas más

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provocadoras de las letras nacionales e internacionales. «El Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti», dijo.

Los tacones de la política

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Lemebel nació en el lodo: en el Zanjón de la Aguada, a orillas del canal que atraviesa Santiago de Chile. Pese a los orígenes muy humildes, tras una formación profesional en forja del metal, logró estudiar en la Universidad de Chile y licenciarse como profesor de Artes Plásticas. Por su condición de homosexual fue despedido de los dos liceos periféricos en que trabajó; por la misma razón, tampoco fue aceptado por la izquierda militante, señalan sus biografías. Fue hijo de un panadero y una mujer que, para sobrevivir, lavaba ropa. Era, en sus palabras, «una madre de manos tajeadas por el cloro, envejecidas de limpieza». Vivió su niñez en los blocs, esas viviendas grises, populares, fuera de la ciudad, habitadas por artesanos y mapuches (sinónimo de panaderos en Chile), los indios del centro y sur. «No nací en un hospital, nací en el Zanjón. Por eso mi madre odió el barro toda su vida, porque mantener limpio todo era un gran trabajo. Si de ella hubiera dependido habría pavimentado todo el mundo, hasta los cerros, hasta las vacas», señala. «Treinta y siete sería el número que le gustaría que tuvieran sus zapatos taco alto, negros, con un broche discreto. Pero en realidad calza cuarenta y dos. Diseño clásico, sin plataforma ni aplicaciones. Si lo usara una mujer podrían ser considerados conservadores o pacatos. Esos son sus zapatos de batalla y los que lleva a cada viaje, a

«No soy un marica disfrazado de poeta No me hable del proletariado, porque ser pobre y maricón es peor Mi hombría es aceptarme diferente No voy a cambiar por el marxismo, que me rechazó tantas veces Soy más subversivo que usted». cada conferencia. Con ellos estuvo en Harvard, en el mismo estrado en el que estuvo Truman Capote, ‘y tal como él, con una botella de whisky’. Con ellos estuvo en La Habana hace un año, cuando la Casa de las Américas le dedicó la semana de autor con la que anualmente destacan a un escritor. Con ellos viajó invitado por la Universidad de Standford a dictar conferencias sobre su obra en mayo de este año. ‘Con esos zapatos hasta puedo correr’, confiesa, esperando admiración como respuesta. ‘Algunas locas les dicen los tacos políticos’, cuenta recordando que su rabia limita por los cuatro costados con los años de dictadura», anota Óscar Contardo en Crónicas de otro planeta. En esa época el

pueblo no usaba tacos, tampoco admitía locas, por eso su militancia en la izquierda política se vio fuertemente obstaculizada por el prejuicio de su homosexualidad. Sus tacoagujas también los usó en 1986, en una reunión política de la Estación Mapocho; combatiendo la dictadura de Augusto Pinochet y con una hoz pintada en el rostro, leyó el manifiesto Hablo por mi diferencia, donde dice: «No soy un marica disfrazado de poeta / No me hable del proletariado, porque ser pobre y maricón es peor / Mi hombría es aceptarme diferente / No voy a cambiar por el marxismo, que me rechazó tantas veces / Soy más subversivo que usted». Esta pieza combina un autorretrato de Lemebel y está compuesta de profunda carga poética.


El discurso de la ‘Loca del frente’ La ‘Loca del frente’ es como Lemebel llama al personaje principal de Tengo miedo torero, un cuarentón gay que lleva una placa dental que a cada rato se le cae, que es casi calva y que no presenta atractivos físicos. La llama así por la ubicación de su casa y su inconsciente participación en el grupo extremista más conocido de Chile. En la novela, poderosa y tierna, habita un homosexual que se viste de mujer o que, aunque no lo haga, se asume como tal. Se trata de una mujer capaz de estar por encima de todas las mujeres. Urbana, coqueta, exhibida, llena de clichés, de sus entonaciones o acentos típicos, pero a la vez de gestos asociados al movimiento del cuerpo, de la música, de la inocencia, del amor, todo dentro de un registro de lenguaje cotidiano. Lemebel escribió Tengo miedo torero con estilo lenguaraz, con sinceridad molestosa y que extrajo sus mejores temas de barrios pobres. Mercados abarrotados y personas anónimas que habitan tan delicadamente como prendas de reinas y reyes. Publicó ocho colecciones de crónicas y una novela. En 2012 fue incluido en las antologías Mucho mejor que f icción, publicada por Anagrama y a cargo de Jorge Carrión, y en Antología de crónica latinoamericana actual, de Alfaguara. Ganador del Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2013, y candidato al Premio Nacional de Literatura, que en 2014 recayó en Antonio Skármeta. El escritor Roberto Bolaño elogió en diversas ocasiones a Pedro, siendo la principal influencia para que se internacionalizara su obra: «Memorioso hasta las lágrimas, no hay campo de batalla en donde Lemebel, fragilísimo, no haya com-

batido y perdido. Para mí es uno de los mejores escritores de Chile y el mejor poeta de mi generación, aunque no escriba poesía». Vestido con un pañolón en la cabeza y tacos durante sus últimos años, el escritor vivió abiertamente su condición sexual. Nunca apagó su voz melodramática y juguetona de quien escribe en masculino y femenino a la vez, aunque desde el 2011 un cáncer de laringe amenazaba con silenciarlo para siempre. Tras dos laringectomías y constantes sesiones de radioterapia, Lemebel vivió sus últimos tres años alejado del mundo, casi en silencio. Se había vuelto vegetariano y dejó los excesos de la bohemia, mas nunca perdió el humor. El pasado 31 de diciembre había difundido este mensaje a través de redes sociales: «El reloj sigue girando hacia un florido y cálido futuro. No alcancé a escribir todo lo que quisiera haber escrito, pero se imaginarán, lectores míos, qué cosas faltaron, qué escupos, qué besos, qué canciones no pude cantar. El maldito cáncer me robó la voz (aunque tampoco era tan afinada que digamos)». Pasó por Ecuador un par de veces y su habla ‘coliza’ (homosexual en jerga chilena) estuvo presente en un par de ferias de libros. La madrugada del viernes 23 de enero de 2015, Pedro Lemebel dejó de existir. ¿Para quién habrá sido el último beso de la niña-loca-loba? ¿En qué baúles se habrá quedado toda la música que lo acompañó? Su pañuelo aún se agita con los vientos de Chile, y él sigue por ahí, al pie del cañón, con esos tacones mortales y con su voz de ultratumba.

Fragmento de la novela

Tengo miedo torero «...Apenas lo acunó en su palma y lo extrajo a la luz tenue de la pieza, desenrollando en toda su extensión la crecida guagua-boa, que al salir de la bolsa se soltó como un látigo. Tal longitud excedía con creces lo imaginado, a pesar de lo lánguido, el guarapo exhibía la robustez de un trofeo de guerra, un grueso dedo sin uña que pedía a gritos una boca que anillara su amoratado glande. Y la loca así lo hizo, sacándose la placa de dientes, se mojó los labios con saliva para resbalar sin trabas ese péndulo que campaneó en sus encías huecas. En la concavidad húmeda lo sintió chapotear, moverse, despertar, corcoveando agradecido de ese franeleo lingual. Es un trabajo de amor, reflexionaba al escuchar la respiración agitada de Carlos en la inconsciencia etílica. No podría ser otra cosa, pensó al sentir en el paladar el pálpito de ese animalito recobrando la vida. Con la finura de una geisha, lo empuñó extrayéndolo de su boca, lo miro erguirse frente a su cara, y con la lengua afilada en una flecha dibujó con un cosquilleo baboso el aro mora de la calva reluciente. Es un arte de amor, se repetía incansable, oliendo los vapores de macho etrusco que exhalaba ese hongo lunar. Las mujeres no saben de esto, supuso, ellas sólo lo chupan, en cambio las locas elaboran un bordado cantante en la sinfonía de su mamar. Las mujeres succionan nada más, en tanto la boca-loca primero aureola de vaho el ajuar del gesto. La loca sólo degusta y luego trina su catadura lírica por el micrófono carnal que expande su radiofónica libación. Es como cantar, concluyó, interpretarle a Carlos un himno de amor directo al corazón…».

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Traducción del inglés: Patricio Viteri Paredes

Robert M. Coates

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l café era pequeño y quedaba justo al oeste de la Sexta Avenida, en Greenwich. Un sitio algo pueblerino, lleno de mujeres sentadas en los altos taburetes de cuero rojo, con las piernas cruzadas, frente al bar, y los hombres alrededor de ellas. Y una de las razones por las que Fred y Flora se citaban allí era que nunca vieron a nadie conocido ni a nadie del barrio que hubiera podido conocerles. Cuando Fred empujó la puerta alrededor de las nueve en esa noche del sábado, la atmósfera estaba en su apogeo, la gente hacía fila de dos

o tres en el bar y se agrupaba alrededor de las mesas, y el aire estaba denso por el humo y la excitación. Por un momento esto lo desconcertó, pues afuera la calle estaba tranquila. Pero incluso antes de que pudiera orientarse, él ya tenía ese sentimiento recurrente cuando se citaba con Flora: que ella ya estaba allí en alguna parte y lo miraba. Era una sensación curiosa, pero tan fuerte que a veces, cuando se equivocaba y llegaba primero al lugar de reunión, sentía que ella ya sabía lo que él estaba haciendo y pensando, y él empezaba a hablarle, en su

mente por supuesto y, cuando ella finalmente aparecía, simplemente ya estaba allí, y esa era la única diferencia. Sin embargo, esta vez no se equivocó. Era un hombre alto, rubio, con un rostro ancho y serio, pequeños y adustos ojos azules, que se tardó como medio minuto en identificar el panorama ante él. Luego la vio. Estaba sentada en una mesa, en un rincón alejado de la sala, un vaso de cerveza a la mitad frente a ella, su codo sobre la mesa, la cabeza descansando en su mano y la mano deslizada tan arriba de


otras lenguas Siempre que ella empezaba a hablar de su esposo, Fred sentía una ira caliente y estéril, tan caliente y tan dentro de él que era casi como un dolor físico. Pero nunca podía dejar de preguntar. Podía sentir la ira creciendo dentro de él ahora y su rostro enrojeciéndose.

su mejilla que sus dedos empujaban sus cabellos cortos y castaños formando un pequeño copete sedoso sobre su cabeza. Su rostro estaba vuelto hacia la puerta, y cuando sus ojos se encontraron ella no sonrió ni saludó con la mano; simplemente lo miró, girando su cabeza sobre su mano para mantenerlo a la vista mientras él avanzaba entre la muchedumbre y se dejó caer en el asiento frente a ella. —Dios, lo siento Flora —dijo él—. Llegué tarde. —No importa —contestó ella. Tenía una cara pequeña y angular

y grandes ojos castaños. Esa noche, notó él, su rostro estaba pálido. —Tú sabes cómo es allá ahora —comentó él—.Ya te lo conté. Los del turno de la noche llegan a las seis, como siempre. Pero hoy nos hicieron una jugada a los del turno de día. Tuvimos que atender la barra hasta las ocho, y nos tocó a nosotros limpiar las mesas de vapor y preparar los platos de la cena antes de irnos. Me fui a casa, me cambié y vine acá... Ella seguía sentada con la cabeza apoyada en su mano, mirándolo, y la fijeza de su mirada lo hacía sentirse incómodo. —Nueve en punto —dijo él—. Creo que no he tardado demasiado, quizá. —No importa —de repente le sonrió—. No me molesta esperar. Tan pronto como ella sonrió, el rostro de Fred también se alegró. —Bien —dijo—, ¿qué estás tomando? —Una cerveza. —Sí, lo sé. Pero te la acabarás pronto. ¿Quieres algo más fuerte? Ella bajó la mirada hacia su vaso y luego la levantó hacia él y asintió. —¿Whisky? —preguntó Fred. —Está bien. Fred hizo señas al camarero. —Whisky con soda —dijo—. Dos. Él y Flora estaban sentados mirándose el uno al otro, un poco incómodos, sonriendo, hasta que el

camarero regresó con las bebidas. Cuando se fue, Fred se inclinó hacia adelante y agarró su vaso. —Bien —dijo—, ¿cómo te fue hoy? —¡Oh!, bien —respondió ella—. Tú sabes... los sábados. Vino a casa. Sólo se había tomado un par de tragos. Y trajo unas cervezas. Siempre que ella empezaba a hablar de su esposo, Fred sentía una ira caliente y estéril, tan caliente y tan dentro de él que era casi como un dolor físico. Pero nunca podía dejar de preguntar. Podía sentir la ira creciendo dentro de él ahora y su rostro enrojeciéndose. Flora no lo notó. Estaba sentada con su cabeza inclinada, mirando el hielo mecerse dentro del vaso mientras revolvía la bebida. —Se bebió casi toda la cerveza —prosiguió— y luego cenamos. Y entonces, cuando vio que yo iba a salir, me preguntó adónde, y le dije que donde mi prima Annie. Y él dijo… —se interrumpió y lo miró— ¡Ah!, Fred. Esto es tan absurdo. —¿Qué es absurdo? —Él había estado escuchándola a medias, y con la otra parte de su mente trató de imaginar lo que pasó en el apartamento, la comida que ella preparó y cómo puso la mesa, y el otro sentado allí, bebiendo cerveza y mirándola, diciéndole lo que él quería, dueño de ella. Por un momento no pudo captar lo que ella dijo—. ¿Qué es absurdo? —repitió.

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—Lo que estamos haciendo. Lo que estamos pensando. Ella tenía unos ojos que podían expresar más emociones que cualquier otra mujer que había conocido, y ahora lo miraba con una expresión tan cansada y sin esperanza que le dejó angustiado. —¿Por qué no te vas? —preguntó ella—. ¿Por qué, sencillamente, no me abandonas? —No podría hacer eso, Flora, tú lo sabes. Ella había posado una mano sobre la mesa y él la tomó entre la suya, y debe haberla apretado demasiado fuerte porque ella dio un ligero estirón y un grito. Fred estaba ligeramente consciente de que alguien se había reído, miró hacia arriba y vio a un hombre de rostro colorado, en el grupo de la mesa de al lado, que lo miraba. «Ellos están bien, me parece», dijo el hombre sonriendo intencionalmente. Fred lo miró a los ojos y luego se volvió a Flora. —Lo que no te das cuenta —dijo Flora en voz baja—, es que un buen camarero puede conseguir trabajo en cualquier lado. Hay restaurantes por todos lados y la organización es siempre la misma. Y los tipos siempre viven sin rumbo. Te puedo llevar a Buffalo, o a Detroit, o incluso más lejos. Podríamos ir a cualquier lado. Yo me ganaría la vida. Él aún agarraba su mano, pero ella la había dejado floja y después de un momento él la soltó. El camarero estaba de nuevo ahí, recogiendo los vasos vacíos. —Dos whiskies más con soda —pidió Fred. Ella sacudió su cabeza tristemente frente a él. —No podría irme —dijo ella—. Fred, te lo he dicho. Donde sea que vayamos, sería una vergüenza para mí. Dondequiera que me lleves. —Nadie hará ninguna pregunta. Para ellos seremos el señor y la señora, ¿y quién pensaría de forma diferente?

—Hasta que la muerte nos separe —citó ella—. Me tomo muy seriamente las cosas como ésta, Fred. No puedes conmoverme. —Podrías divorciarte. —¿Bajo qué motivos? Él no ha sido infiel, ¿verdad? Es un buen sustento. Ya habían discutido de esta forma antes, y siempre el resultado era el mismo. Además, Fred siempre se enojaba.

En la cuadra siguiente vivía ella. Cruzaron la calle Cuarta Oeste. Flora seguía caminando en silencio, casi dócilmente junto a él; pero cuando cruzaron la calle, para Fred fue como si ingresaran en otro aire, más alto, más liviano y más urgente... —¡Bien, Dios, entonces qué! — exclamó él. Flora lo miró con una expresión casi de triunfo en su rostro. —Como dije —replicó—, simplemente abandóname. Tal vez puedas conseguir otras chicas para que salgan contigo de esa forma, pero yo no. Se inclinó lentamente hacia atrás y retiró su mano hasta deslizarla al borde de la mesa y co-

locarla en su regazo. Por un rato, sin hablar, se quedaron sentados observándose fijamente; la mirada de triunfo se desvaneció de sus ojos y la reemplazó una de sufrimiento, y por un momento se colmaron de lágrimas. Después —ahora estaba recostada, su cabeza apoyada sobre la madera oscura de los respaldos de los asientos contra la pared— los ojos se le fueron llenando con una especie de caricia. Durante un tiempo ni ella ni Fred dijeron una palabra, y en el silencio no podían evitar escuchar lo que decían en la mesa de al lado: «Bien, la vieja simplemente miraba al chico y seguía revolviendo», decía un hombre de traje azul oscuro. «No sé dónde se encuentra —decía ella—. Todo lo que sé es que él nunca está cuando se lo necesita». Cuando el hombre terminó de hablar, una chica con un abrigo gris a la medida y corta falda negra dio un chillido y se recostó tan pesadamente contra su silla que casi pierde el equilibrio. Se agarró del brazo del hombre de cara roja para estabilizarse. «¡Dios mío! —gritó—. ¡Qué historia tan loca! Eddie, ¿en dónde te enteras de eso?». El hombre de rostro colorado también se reía. «Ahora escuchen —pidió—, déjenme contarles una». Flora suspiró levemente. —Ah, Fred —dijo—, la gente puede pasar un buen rato, ¿verdad? —Excepto nosotros —replicó Fred. —Menos nosotros. —También nosotros podríamos pasar un buen rato. Ella negó lentamente con la cabeza, sin hablar. «Miren —decía el hombre de rostro colorado—, este es un irlandés, y se debe conocer el acento para imitarlo. Parece que había una tormenta de nieve en Irlanda...». Flora sonrió de pronto. —Sabes Fred, ayer rompí una bombilla. Fred la miró perplejo. —¿Una bombilla?


—Sí, tú sabes, una bombilla eléctrica en la cocina, sobre el fregadero, y se había quemado; así que ayer pensé que podía cambiarla. Y cuando la estaba desenroscando se me cayó, pum, en el fregadero. Se destruyó en mil pedazos. De verdad, Fred, apuesto que si los contabas... Se detuvo por un segundo y lo miró. En la otra mesa estaban gritando de nuevo y Fred no podía dejar de sonreír ni de pensar que era una broma lo que Flora estaba diciendo. —Justo al lado del guiso —continuó ella. Se había inclinado un poco hacia adelante y luego hubo algo en su voz que hizo que Fred dejara de sonreír. Por un instante, su corazón y su respiración se detuvieron—. El guiso donde yo estaba poniendo algunos vegetales —dijo ella— para darle la cena. Y no podía dejar de pensar... Ella había abierto su cartera y buscaba algo. Sacó un recorte de periódico.

—Fred, ¿viste esto? Es que estaba leyéndolo en el News justo antes de empezar a arreglar esa bombilla. El recorte era pequeño, fechado en algún lugar de Ohio. Fred casi no lo podía leer, pero relataba en son de broma cómo una mujer había confesado que alimentó a su marido con casi dos botellas trituradas de cerveza hasta que él murió. La mano de Fred tembló un poco mientras soltaba el recorte. Luego lo recogió de nuevo, hizo una bola con él y lo dejó caer bajo la mesa. Habían hablado antes de esas cosas. —Quitar la vida es un crimen también —dijo él. Flora no discutió. Lo había mirado mientras arrugaba el papel y lo arrojaba. Ahora, sin una palabra, bajó su cabeza y se estuvo mirando la mesa. Fred se inclinó, acercándose. —Y lo que tú no piensas es que si leíste esto en los periódicos, eso demuestra que ella no pudo salirse con la suya, ¿verdad? —dijo él. Ella no contestó. Estaban sentados, con sus cabezas casi tocándose,

y mientras ella se inclinaba hacia adelante el escote de su vestido se abrió, no mucho, pero lo suficiente para que él pudiese ver, mientras ella respiraba, la suave parte superior de sus senos que bajaba y subía de nuevo de forma regular y firme. Por alguna razón, la visión no lo excitó, como era de esperarse; en su lugar, lo llenó de un sentimiento de asombro ante su fragilidad y de admiración por los oscuros mecanismos del cuerpo de ella, y un sentimiento extraño y agitado de vergüenza que debía enfrentar ahora. Le hubiera gustado mirar para otro lado, pero no podía, y mientras se encontraba sentado mirando, ella se reclinó hacia atrás y lo observó. —Bien, de todas formas, me tengo que ir —dijo ella. —¿Por qué? Es temprano todavía. —Eso es lo que tú crees —dijo ella—. Tal vez para él no lo sea. —¿Qué es lo que tiene que ver él con esto? —preguntó Fred. —Ah, Fred —continuó ella—, ¿tengo que decírtelo? De todas for-

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mas, ¿qué quiere un hombre como él de una mujer? ¿Por qué se ha casado con ella? Tú no eres un niño, ¿verdad? Fred sintió que una bola subía por su garganta y se quedaba ahí. Extendió su mano para agarrar la de ella y entonces recordó lo que había pasado la última vez que hizo eso, y miró rápidamente a la mesa de al lado. Los cuatro que estaban allí, ya muy borrachos ahora, no se preocupaban por lo que ocurría alrededor de ellos. Él notó que la muchacha del traje a la medida se había reclinado sobre el pecho del hombre de rostro colorado, su cara estaba tan cerca a la de él que sus labios casi se tocaban mientras hablaban. Sin embargo, Fred apretó cuidadosamente su mano sobre la de Flora. —Me dijo que me esperaría. Él estará esperándome —dijo ella. —Pero escucha, Flora —insistió Fred—. No tienes que hacerlo. Si en verdad no deseas hacerlo. Ella negó con la cabeza, sus ojos serios. —No, Fred. No te das cuenta. Es el deber de una esposa —replicó ella. Liberó su mano y recogió la cartera. Después se mantuvo en el asiento, mirándolo y esperando que llamara al camarero. —Bien, eso es lo que yo tengo que esperar ahora —dijo ella. No dio mucha oportunidad para que él expresara algo más. Vino el camarero y dejó la cuenta sobre la mesa; ella se levantó inmediatamente. Mientras Fred pagaba, ella ya estaba a medio camino de la puerta. Empezó a seguirla y luego se detuvo —¡Espera! —gritó, y regresó a la mesa. El camarero había recogido los vasos y se había marchado, y la mesa estaba vacante. Rápidamente Fred se agachó y empezó a buscar por el suelo. Mientras lo hacía, sintió que una mano le agarraba el hombro. Esto lo hizo saltar un poco, pero cuando miró hacia arriba sólo era el hombre de rostro colorado, mirándolo.

—¿Qué pasa, amigo? —preguntó el hombre vacilante—.¿Se le perdió algo? La mano de Fred ya se había cerrado sobre el recorte arrugado. Sacudió su hombro para liberarse de la mano y se puso en pie. —No —respondió, pero había tanto ruido en el lugar que no estaba seguro si el hombre le oyó—. Está bien. No importa. Vio que el hombre lo miraba, perplejo y algo resentido. Flora salía por la puerta. Ella lo esperaba afuera. —Recuperé esto —dijo apenas la vio y abrió su mano para mostrarle el recorte. Ella echó un vistazo al papel y luego miró al hombre, pero no dijo nada. Era como si no le interesara y cuando empezó a caminar hacia la calle Décima Oeste lo hizo silenciosamente junto a él. Fred había tenido un momento de pánico en el bar, discutiendo con ese borracho y todavía no se le había pasado; se dio cuenta de que estaba respirando fuerte y rápidamente. —No se deben dejar cosas como éstas abandonadas por ahí —le dijo a ella. Aún así Flora no habló. Caminaron hasta la esquina de la Décima y giraron hacia el oeste. Había un leve ruido de autos que subían y bajaban por la Séptima Avenida, y unas pocas personas a lo largo de las aceras, pero en general las calles estaban silenciosas. El calor del día iba disminuyendo y lo reemplazaba una noche apacible y fresca; cuando cruzaron la Séptima, la cuadra que se prolongaba hasta la calle Cuarta Oeste se encontraba casi desierta. En la cuadra siguiente vivía ella. Cruzaron la calle Cuarta Oeste. Flora seguía caminando en silencio, casi dócilmente junto a él; pero cuando cruzaron la calle, para Fred fue como si ingresaran en otro aire, más alto, más liviano y más urgente; volvió su respiración rápida, con una sensación de premura. Más adelante pudo ver las dos columnas

de granito y la pesada cornisa del porche que diferenciaba a esa casa de apartamentos de otras. Sólo le separaban unos doce pasos de la casa, y cuando la vio tan cerca no pudo dejar de pensar en el tiempo que desperdició sin ordenar su mente y sin decidirse en las cuadras anteriores. O más bien, incluso ahora, él no pensaba; lo que empezó a pasar por su mente no eran pensamientos sino olas de emociones, y éstas eran tan veloces en su paso que no significaban más que simples ilustraciones de las palabras. Miedo, separación, amor, muerte, decepción, horror — se presentaban en su mente como un amasijo de sensaciones, y debajo de todas ellas había un sentimiento de que le estaban apresurando, de que le habían empujado a tomar una decisión—. Todavía no podía imaginar qué decisión era esa, pero la sensación era tan fuerte que casi gritó. Si solamente pudiera detenerse, quedarse quieto por un momento, pensar tranquilamente; si solamente ella dejara de estar ahí, caminando silenciosamente junto a él, dejando que todo dependiera de él... Habían llegado a la vereda frente a la casa de departamentos. Fue un dulce aplazamiento cuando ella dijo —Fred, sigamos caminando —lo miraba suplicante—. Hasta la esquina. ¿Podemos? Caminaron hasta la esquina de la calle Bleecker. Había una panadería en la esquina opuesta y tenía las luces encendidas, pero todos los escaparates de las otras tiendas —la librería, el mercado, el almacén del Salvation Army junto al cual se hallaban parados— estaban cerrados y a oscuras. En toda la calle Bleecker, en toda la avenida Décima, ni un alma se movía. Se detuvieron un momento, mirándose. —Bien, ahora tengo que regresar —dijo ella—. Te puedes ir en el metro. Tú vas al centro —hizo una pausa—. Adiós, Fred.


—Adiós —dijo él. —He estado pensando —continuó ella—, mientras caminábamos, que es mejor de esta manera. No te veré nunca más, Fred. Él la miró fijamente. A la luz de la farola podía ver los rasgos de ella, pálidos y nítidos, pero no podía descifrar su expresión o qué estaba pensando. No había una pista, pero repentinamente se dio cuenta de que él tenía la suficiente determinación para los dos. Ya era hora de que él decidiera. La tomó de un codo, casi bruscamente. Bajo el ligero vestido de verano, sintió su piel suave y fresca. —Escúchame ahora —dijo él—. Me vas a ver por mucho tiempo —se sentía fuerte, calmado y decidido—. Regreso contigo. Escúchame ahora —continuó. La hizo regresar de nuevo a lo largo de la Décima Oeste. En ese momento su mente estaba tranquila y en paz. —Te vas arriba donde él. Ves, ahora te vas arriba con él. Y le dices que hay un hombre en el vestíbulo. Un hombre que está molestando a la gente, y que quiso agarrarte cuando entraste y tuviste que correr. Cuando él baje, yo lo estaré esperando. Ella caminaba suavemente junto a él, y lo hacía de una forma tan rápida y libre que él casi tuvo que correr para mantenerse a su lado. Pero la velocidad sólo le produjo placer. —Pero supongamos que él no baja, ¿Fred? —preguntó ella, en voz baja y excitada—. De todas formas, él está en la cama ahora. Estará durmiendo. Y si no lo está, lo único que hará será llamar al portero. Fred pensó que era diferente algo que ella había dicho antes. En su mente, él tenía una imagen distinta. Se había imaginado al otro esperándola a ella. Pero tal vez había entendido mal, y de todas formas no importaba.

—Bien, entonces escucha — dijo él. El hecho de que tenía que alterar sus planes no afectó su confianza; descubrir que podía cambiarlos con tanta rapidez y seguridad, según fuese necesario, sólo aumentó su sensación de poder y certidumbre. Ahora estaban en el vestíbulo, y ella abrió su cartera para sacar la llave. —Entonces iré contigo arriba —dijo él. Ella giró la llave y la puerta se abrió. Estaba impulsada por una prisa tan furiosa como la de él. Entró primera al oscuro recibidor y él la siguió. —Estaré junto a ti —dijo él. —Así será mejor —ahora hablaban en susurros. —Bien, entonces, ¿dónde está él? —En el dormitorio, seguro. Y lo más probable es que esté dormido. Tomó muchas cervezas. Yo me encargué de eso. —¿Dónde está el dormitorio? —Atrás, en la parte del fondo; te lo mostraré. Ah, Fred —dijo ella. Él ya no la podía ver. Por un rato, mientras se encontraban separados en el pasillo, tampoco la podía sentir; era como si ella no estuviera allí, y una especie de vacilación lo invadió. —Necesitaré algo —dijo él—. No puedo hacerlo sólo con mis puños. Pero mientras hablaba, la mano de ella se posó en la suya y luego, habiéndolo localizado, su cuerpo de mujer se acercó con fuerza; por un momento se apoyó en él, y desde algún lugar en la oscuridad los labios de Flora tocaron los suyos en un beso largo e intenso. Mientras su cuerpo se apoyaba contra en el del hombre, él podía sentir un temblor, pero no era una agitación por los nervios o el miedo, era como la vibración tensa y firme de una cuerda o un alambre que había sido estirado al máximo. —¡Ah, el bastardo! —exclamó ella. Su brazo estaba alrededor del

cuello del hombre y su rostro tan cerca de él que cuando ella hablaba, podía sentir el roce de sus labios en los suyos. —¡El bastardo vulgar, taimado y llorón! Con sus caricias torpes y sus súplicas. Venía a casa para tenerme, y luego rogaba. Ahí están mis tijeras —dijo ella. Sentía el brazo de la mujer apretándose en su cuello, y luego el contacto desapareció. Lo siguiente que sintió fueron los dedos de ella cerrándose sobre su mano. —Allá están mis tijeras de costura, sobre la mesa del comedor, justo enfrente de la puerta. Yo sé dónde se encuentran, incluso en la oscuridad. Ahora la mano tiraba de la suya, guiándolo hacia las escaleras. —Ven —dijo ella.

Robert Myron Coates (1897-1973) Escritor estadounidense que trabajó como crítico de arte para el New Yorker. Se lo considera miembro de la Generación Perdida, a la cual pertenecieron, entre otros, Scott Fitzgerald, T.S. Eliot, John Dos Passos y Erich Maria Remarque. Vivió varios años en Europa y fue influenciado por el dadaísmo, el surrealismo y el expresionismo. Su obra más conocida es The Outlaw Years (1930), la historia de unos piratas en Natchez Trace; también publicó tres libros de cuentos.

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Irving Iván Zapater

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e excepción en la historia cultural del Ecuador la figura de Eduardo Solá Franco. No solo por la multiplicidad de tareas que él se impuso sino por esa desbordante energía que ponía en cada una de ellas. Viajaba, buscaba, comprometía, suscitaba, todo en ejemplar culto a los dioses de las artes y las letras, sus dioses preferidos, los que venían de la lejana Grecia, del Mediterráneo que bañaba las costas donde un día la armonía de las formas clásicas lo inundaba todo: los cuerpos de los pescadores, la forma de los templos, las representaciones escultóricas, el modo de concebir el mundo por parte de sus gentes.

Autorretrato (50 años), óleo sobre lienzo, 1965.

Podría decirse que Solá huía de sí mismo o, tal vez, que esa energía suya, propia suya, alimentada por una hiperactividad notoria, buscaba corresponder a esa sabia premonición que los mortales no captamos sino en la última hora, pues entendía que el tiempo es corto y que la existencia, la suya, la nuestra, no pasaba de ser sino un soplo en la incógnita del infinito que nos envuelve. En este año en el cual se recuerda el centenario de su nacimiento (16 de octubre de 1915), se pasa y se repasa el periplo de su existencia. Sus aventuras intelectuales a lo largo de 81 largos años, sus afectos, su soledad existencial, su carácter, su


centenario legado, sus frustraciones y sus éxitos. A primera vista, todo normal en cualquier ser humano que va del nacimiento a la muerte en la continuada armonía biológica de nuestra especie, pero, en Solá, algo más había nutrido todos los pasos de su transcurrir vital. ¿Qué fue aquello? ¿Cómo se lo puede explicar ahora que volvemos la mirada al pasado, a su pasado? En primer lugar, la multiplicidad de sus afanes culturales, casi uno superponiéndose sobre el otro. ¿El resultado? Cuentos, novela, diarios, cartas, programas de exposiciones, sentencias y pensamientos recopilados en pequeñas agendas; acuarelas, gouaches, acrílicos, frescos, óleos, esculturas; filmes, fotografías, grabaciones sonoras; escenografías para representaciones teatrales; maniquíes, figurines, álbumes con diseños de modas. En todas partes su rastro, como en desesperado deseo por dejar su huella vital para evitar el olvido. Después, su inagotable culto a la belleza. A la belleza en todas su manifestaciones. Podía serlo, absorto ante la amplia nave de la catedral florentina «marginando en el silencio los pasos de todos aquellos artistas del Renacimiento cuyos pies habían caminado sobre el pavimento»1; podía ocurrir cuando contemplaba los cuerpos en una soleada playa en tiempos de verano, así, un día «empujó sus gafas de sol sobre la frente y contempló al joven que caminaba en sus manos sobre la arena de la playa […] admiró el cuerpo desnudo donde los músculos estiraban la piel bronceada con el esfuerzo»2; con igual frecuencia, cuando visitaba un museo y se extasiaba ante la obra de los maestros del arte clásico a los que descubrió en el inicio de su real vida artística, «y sucedió que un día entré solo a una conferencia en Provincetown, era un día de lluvia, y el expositor hablaba de Giotto, de Cimabue, de

Diálogos, óleo sobre lienzo, 1991.

19 Autorretrato (62 años), óleo sobre lienzo, 1977.


La tunda o La viuda del río, óleo sobre lienzo, 1948-1949.

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Botticelli, de la pintura del Renacimiento y empecé a comprender la pintura de otra manera, de repente se me había quitado como una catarata de los ojos»3; pero también cuando retrataba a las señoras con esa para él siempre nostálgica mirada al fasto de tiempos idos y siempre mejores, «pintaba a las señoras según la época en que las veía, una vestida a la moda del siglo XVIII, la otra vestida a la del siglo XVII, la otra en el siglo XVI, y con elementos y simbolismos»4; y, en fin, cuando se sentía artista como para entender la misión que le ha-

bía sido dada, pues «el artista debe tener lo que los antiguos llamaban el fuego sagrado y nacer con la visión de la forma»5. De sensibilidad extrema, nunca estuvo contento con su presente y recurrió de continuo al pasado con un grave cargamento de nostalgia sobre sus hombros. «¿Regresarán los pájaros de la infancia a revolotear sobre mí, trayéndome sus alegrías y cantando de qué otros lugares han visitado?»6. Y, en fin, su diversidad. Hoy, cuando se han quitado los velos del qué dirán, del cómo son, de qué bar-


El retato de Dorian Gray, óleo sobre lienzo, 1978.

baridad, aparece, con nitidez inevitable, lo que él conservaba con celosa guardianía y elegancia diamantina: su diversidad sexual. No interesará sino a su biógrafo los detalles de esta ruta, pero a todo avisado analista de su obra le permitirá comprender el mensaje crípticamente encerrado en escritos y obras artísticas. No hay duda que esta actitud suya es la que hoy le va convirtiendo en una especie de referente para todo quien quiera saltarse las letras del añoso precepto ritual. Por ello los jóvenes de ahora lo tienen como valor icónico de estudios y de vidas.

Por esto que abreviadamente se expone y, claro, por mucho más que estas apretadas líneas no permiten, el recuerdo de Eduardo Solá en este año centenario se justifica con creces. Lo que se hace hoy, en esta revista y lo que se podría efectuar en este 2015 para homenajear la vida y obra de Solá, no resulta sino la respuesta de un país agradecido al infatigable trabajo de este artista y a la propia manera de entender la obligación que tenía, por ser uno de aquellos a quienes los dioses les han asistido con sus dones.

1 Encuentro con el minotauro, novela inédita. 2 Tibio día de marzo, novela, original de 1989. 3 Entrevista, 1987. 4 Entrevista, id. 5 Raúl Vallejo Corral, El diario más original. 6 Reflexiones.

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Desnudo, 1944.

22 s/t, acuarela y tinta, 1934.


Eduardo Solá Franco

(Guayaquil, 16 de octubre de 1915)

Momento en el espacio, óleo, 1982.

«...Olvídate de las flores, de los pájaros, de esas mariposas que se tornan cenizas. Es mejor dejar los sueños ordenados en los cajones que no llevarás en el viaje». Eduardo Solá Franco

Al centro Solá Franco abraza a Carlos Rodríguez, a la derecha Eduardo Kingman, Leonardo Tejada y José Enrique Guerrero, (Archivo del Ministerio de Cultura).

De padre catalán y madre guayaquileña. Desde muy joven sintió afición por las artes y recibió sus primeras lecciones en Barcelona, donde vivió su infancia y primera juventud. Antes de cumplir 20 años viajó a Nueva York, solo, e inició un largo periplo existencial por el mundo y en largas estadías en Europa. Trabajó para la revista de modas Vogue en los estudios Disney en Hollywood, donde dibujó buena parte de una película sobre Don Quijote de la Mancha. Exhibe su obra pictórica en las principales ciudades del orbe, París, Roma, Washington, Barcelona, Buenos Aires; escribe relato y poesía, dirige representaciones teatrales y varios cortometrajes. En 1988 retorna a su país para radicarse definitivamente en él, pero por varios problemas personales se ausenta a Chile donde muere el 24 de marzo de 1996. Es autor de un diario pintado sobre su vida en catorce volúmenes —que hoy reposa en la Biblioteca Nacional de Francia— y de varios libros de literatura y teatro. Posterior a su muerte, el Banco Central del Ecuador publica Diario de mis viajes por el mundo, selección de sus diarios pintados y la Municipalidad de Guayaquil organiza una gran exposición antológica de sus trabajos titulada ‘El teatro de los afectos’. La Revista Nacional de Cultura acaba de dedicar un número doble especial sobre su vida y obra. Sus cenizas están depositadas en un nicho en el cementerio de su ciudad natal.

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Fernando Ampuero

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quella noche el motorcito que activa las plumillas del parabrisas estaba fallando y barría mal la llovizna. Pero yo alcanzaba a ver, o bien a imaginar. Se repetía más o menos la historia que ya conocía de cabo a rabo. Los dos borrachos se habían detenido en medio de la calle, indiferentes al tránsito vehicular. Efusivos abrazos, tambaleos y por momentos una firme juntada de cabezas que hacía pensar en dos toros que se alistan a trabar combate. Sin embargo, en vez de pelear, estos pobres tipos —facha atildada de oficinistas, quizá empleados bancarios— se limitaban solamente a reír y vociferar con gestos de cantantes de ópera. Mientras tanto, con el auto estacionado a un lado de la calle, yo aguardaba en silencio. Los faros apagados, la mano en el contacto. Y una vez más me entraba la duda. Era difícil decidir si debía o no continuar con aquel feo asunto. Mis recientes experiencias no habían sido lo que se puede decir buenas. Rentables sí, pero de ninguna manera buenas. Y en eso, de hecho, radicaba mi conflicto. Yo necesitaba ganar mucha más plata. Raulito, mi hijo menor, había nacido con uno de esos males que se dan uno en cada cien mil —debilidad de los músculos del cuello, lo cual le impedía mantener la cabeza en su sitio— y requería terapia y

medicinas. Si yo hubiera estado en el estudio, como un año atrás, no habría tenido tantos problemas. Mi empleo de ayudante de abogado rendía sus dividendos. Pero ahora no lo tenía —los picapleitos de la rama laboralista ya no encontraban clientes, pues al nuevo gobierno le importaban un bledo las huelgas y la estabilidad laboral—. Así que, desde entonces, le metía duro al taxi y, en los fines de semana, recurseaba con los borrachos. Lo primero cayó por su propio peso, porque yo era dueño de un carro, un Pontiac viejo, y no tenía otra cosa que hacer. Trabajaba turnos de doce horas diarias, como si fuera auto alquilado. Lo otro, lo de los borrachos, se me reveló como una locura más en esta enloquecida ciudad y, pasado un tiempo, como una tentación. Un amigo taxista, el negro Raimundo, me puso al corriente del negocio. —Se trata de robar y vender borrachos —afirmó—. ¡Una bendición del Señor! Ganarás en una noche lo que a otros les toma más de una semana. ¿No te animas? Me eché a reír un buen rato. Lo de robar a un borracho lo podía entender, pero era la primera vez que oía que alguien pudiera vender a un borracho. —¿Hablas en serio? —pregunté. —¡Claro! —Raimundo era un amigo de apenas unos meses, pero

me inspiraba confianza—. Primero cacheas al borracho, luego le limpias el billete y finalmente vendes el resto. Esa es la mejor forma de sacarle partido a todo, sin mancharte las manos ni dejar pistas. Sería muy raro que el tipo al cabo de unos días se acordara de ti, pero si te quedas con un encendedor de oro o un reloj fino te mandan al canasto. De ahí que lo mejor sea vender al borracho. —¿Y a quién lo vendes? —Hay varios huecos de fumones y otras ratas que están llenos de compradores. Pueden darte entre quince y dieciocho soles, dependiendo de lo que ofrezcas. Un borracho vale por su ropa, sus zapatos, sus adornos personales y, sobre todo, si es alguien solvente, por sus tarjetas de crédito.


narrativa

Como vi que la cosa no era broma, me inquieté: —De todas formas, lo veo peligroso —dije. —Es peligroso, pero no tanto. Tu mayor riesgo consiste en dar unas vueltas de más y esperar a que el borracho se te duerma en el taxi. —No lo veo así. —¡Te aseguro que no es más que eso! —¿Y qué pasa si el tipo se despierta cuando uno le está pelando la billetera? —¡No pasa nada! No olvides que el tipo está borracho, y que tú tienes una buena excusa. Bien puedes decir que buscabas un documento para averiguar su dirección. Podrías molestarte e incluso recriminarlo por dormirse, por hacerte perder tiempo o por ensuciar los asientos.

El negro Raimundo se las sabía todas. Llevaba un año en el asunto y, fuera de cuidar mucho los detalles, le obsesionaba la seguridad. Lo primero, decía, es aprender a reconocer los bultos bajo la ropa, dado que como están los tiempos mucha gente lleva una pistola al cinto. —¿Y qué haces en esos casos? —Algunos se pelan la pistola y siguen para adelante —me dijo—. Yo no. Prefiero despertar al borracho y pedirle que se baje. Con las armas no se juega. Metódico, minucioso hasta la exageración, Raimundo venía de la administración pública. Era uno de los miles que, tras renunciar a su empleo a cambio de un incentivo económico (de acuerdo con el programa de reducción burocrática), había invertido su capital en un taxi.

Su carro era un Toyota Corolla 1987 en estupendo estado y su labia resultaba de lo más convincente. El interés de Raimundo, de puro amigo, era que yo me volviera su colega, en todo el sentido de la palabra. Unas buenas tres semanas me tomó sopesar las ventajas y desventajas de su propuesta. A lo largo de ese tiempo, consciente de que algo en mí iba cambiando, recorrí mis rutas de costumbre. Pero ya no era lo mismo. Conforme pasaban los días, me sentía distinto: no abría el pico con los pasajeros, no estaba pendiente de las noticias de la radio, no maldecía mi mala suerte. Mi mente le daba vueltas y vueltas al negocio de los borrachos. La idea se me había incrustado como una astilla en un nervio muy delicado.

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Hasta que, a principios de agosto, en una fría madrugada de viernes a sábado, tomé la determinación de seguir los pasos de Raimundo y levanté a mi primer borracho. Ocurrió en Breña. Acababa de dejar a un pasajero y, al momento de entrar a una amplia avenida desierta, en busca de una salida directa hacia el centro, lo vi en una esquina. Era uno de esos especímenes con una fabulosa pinta de ‘candidato’. Iba por la calle haciendo eses y lucía una sonrisa idiota. Y no bien me vio, elevó una mano como si hubiera intentado atrapar un ave en pleno vuelo. Me detuve. El borracho se asomó por la ventanilla de la derecha. —Buenas —dije. —Buenash —contestó—. A Chacarilla. ¿Cu... cuánto es? —Ocho soles. —¡Ocho solesh! —gruñó con la

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mirada nublada—. ¿Usted está mal de la cabeza? Era una ironía que aquel insano me dijera eso, pero yo estaba en plan de aguantarle todo. —Después de la medianoche, hay un recargo del cincuenta por ciento —argüí—. Y además, está la distancia. —Le pago seis —dijo. —No, no me sale a cuenta. —Siete. —No, señor. Ocho. ¿Lo toma o lo deja? El tipo me miró, empequeñeciendo los ojos. La defensa de mi tarifa, junto a mi nula disposición hacia el regateo, le debieron hacer pensar bien, pues un asaltante no se expone tanto a perder una presa. Y subió. —Vamos hacia el puente Primavera —dijo acomodándose en el asiento trasero—. Cuando lleguemos, yo... yo lo guío. ¿Tiene música?

—Claro —dije, y sintonicé una estación de boleros. A los cinco minutos, cuando recién pasaba por Lince, el tipo había caído: dormía como un angelito. Pero yo, ¡maldita sea!, pasaba las de Caín. Sudaba, el timón se me resbalaba en las manos: temía cruzarme con un patrullero o una de esas unidades de Serenazgo. A pesar de todo, trasladé al tipo al Campo de Marte, tomé por una vía oscura y, tras unos leves jamaqueos, cerciorándome de que su sueño era pesado, lo limpié. Tenía un billete de diez dólares y doscientos veinticinco soles en la billetera. No era una fortuna, pero de hecho ese dinero me venía requetebién. Fue un trabajito sin acabados, de primerizo. Busqué una banca de parque, saqué luego al borracho con suaves tirones y, tomándolo de un brazo —el pobre se dejaba llevar


como un ciego narcotizado—, lo instalé de lado para que no se fuera de bruces. ¿Cuánto tiempo duraría así? Imagino que muy poco, pues antes de irme noté que los arbustos del parque se movían de manera sospechosa. Sin embargo, mal que bien, la cosa funcionó. Y estimuló mis deseos de iniciarme con todas las de la ley. Generoso, hablantín, Raimundo se portaría como un eximio maestro. Al siguiente sábado me dedicó más de una hora de su jornada nocturna para enseñarme, aparte de los procedimientos básicos, a dos tipos desnudos durmiendo la mona en la calle («así quedan nuestros clientes», indicó) y, desde luego, varios huecos de venta de borrachos en el barrio de La Victoria. —Primera regla: nunca lleves dos borrachos juntos —me dijo—. Lleva uno. He oído sobre muchos ambiciosos que ya no la pueden contar por comer a dos cachetes... ¡Ah!, y otra cosa que te hará ganar tiempo: estudia la conducta humana y entrena tu ojo. No todos los borrachos son los que tienen pinta de estar a punto de caer; también cuentan los muy erguidos, que casi no se les nota. A estos últimos, ya los verás, la tranca se les concentra en las corvas y de pronto se les doblan las piernas. Yo los llamo los borrachos del aire. —¿Del aire? —Sí, del aire, porque el aire les choca. Es gente que se la pasa chupando en un local cerrado y luego sale a la calle. Se sienten movidos, se resisten, pero enseguida los tienes apoyados en una pared, abriendo y cerrando los ojos, como si estuvieran viendo doble. De estos hay muchos en las puertas de las discos del centro y en los salsódromos, y nomás es cuestión de esperar. Basta que te pasees despacito y te paran. —¿Pero se duermen rápido? —En dos patadas. Por supuesto, cuenta siempre que te van a tocar

los tíos que no ceden, como los porfiados, aunque son más los que terminan aflojando. —A mi borracho yo lo arrullé con boleros. —Buena idea —sonrió Raimundo, examinando la guantera de su carro—. Pero yo te voy a recomendar algo mejor —y al instante me mostró un caset—. Chopin. Sonatas, música de piano, verdaderamente infalible. Puedes comprarlo en el suelo, en los ambulantes. Con Chopin, con un variopinto circuito de bares, discos, clubes departamentales y salsódromos, y con todo el coraje del que era capaz, salí a abrirme trocha. Y en dos meses registré un récord de dieciséis borrachos, equivalente a una media de doscientos cincuenta cada uno, sin contar su venta en los huecos, que rendía entre quince y veinte soles. En todo ese tiempo, además, me fui enterando de muchas cosas. Quienes compraban no solo consideraban el valor de la ropa, los anteojos y demás efectos personales, sino sobre todo la calidad de sueño del borracho. Si era un sueño ligero, daban menos. En cambio, si a los dos jamaqueos el tipo estaba como un tronco, pagaban sin chistar. Los compradores preferían ahorrarse forcejeos, golpes o el roche de un escándalo. Me enteré también de que en este negocio estábamos metidos unos cinco taxistas, a quienes poco a poco iría conociendo. Y aunque no todos vendíamos en los mismos huecos, tres de ellos, por lo menos, acatando el consejo de Raimundo, le sacábamos el jugo a Chopin. Una vez, por el santo de Raimundo, nos reunimos los cinco en un bar y nos emborrachamos. Y luego nos quedamos un buen rato en la calle, mirando cómo pasaban otros taxis. Me dieron escalofríos. Ahora bien, no quiero que se crea que nuestro oficio es cantar y

bordar. Tiene facilidades, sí; manejar en la noche es un placer, las calles están libres y el motor no se recalienta, pero a su vez existen depredadores que nos pueden caer encima de buenas a primeras: los asaltantes de taxistas, de los que unos pocos se han librado empuñando una llave de ruedas —cada taxista del grupo, mínimo, reconocía entre dos y tres asaltos—, y los policías, mucho más duros de pelar, la mayoría expertos en hallar la sinrazón para sacar la suya. Con los borrachos, en suma, se gana y se pierde, pero es más lo que se gana, y eso incluye un considerable caudal de «elementos de juicio», como dice Raimundo, ya que fuera de arreglarme la economía (que es, y sigue siendo, la razón por la que sigo en esta danza), mi visión del mundo ha cambiado. Es, ahora, una «visión directa de espejo retrovisor». Allí, en ese pequeño espejo rectangular, el mundo desfila y toma forma. A veces es una sonrisa; otras, una amenaza. Veo pasar caras, decenas de caras: muchachos tímidos, jaranistas de provincia, hombres ruidosos, hombres callados, ancianos tristes, sujetos indescifrables, mujeres con huellas de maltrato y hasta gentuza, ay caray, que se quiere bajar del auto sin pagar. Y en cuanto a experiencias, tampoco me quedo corto... Hace unos días, pasada la medianoche, recogí en Quilca a una mujer que veía en silencio a dos individuos liados a golpes. La tipa subió adelante —exhalaba una ligera mezcla de perfume y olor a licor—, y me soltó una dirección en Jesús María. A fin de que no treparan sus belicosos amigos, salí del sitio pitando. Parecía una tipa decente. Yo, de reojo, miré dos veces su perfil. Treinta y cinco años, bien vestida, actitud digna y, aunque entrada en carnes, bastante guapetona. Ella no cesaba de mirar al frente. Solo se volvió hacia a mí, girando me-

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dio cuerpo, una cuadra antes de llegar a su destino: «Pare aquí, por favor», me dijo. «No tengo dinero, pero puedo hacer algo por usted». Me tomó tan de sorpresa, que no dije nada. E instantes después me bajaba el cierre de la bragueta, con una turbadora aplicación, y hundía su cara en mi entrepierna. La humedad de su boca, el movimiento de su cabello... No la pude detener. Quedé exhausto en el asiento, la cabeza echada hacia atrás, resollando. La mujer bajó del auto sin decir palabra, en tanto yo permanecí con una sensación extraña en todo el cuerpo. Y no era que pensase en la gasolina o el dinero perdido, o en las medicinas que necesitaba Raulito, o en cualquier otra cosa así de concreta. Creo que me invadía algo parecido a la desazón, a una especie de alivio penoso, aunque tampoco tenía mucho que ver con eso. Otro borracho, que recuerdo a menudo, fue un gordito que no podía con su alma y tropezaba cada dos pasos. Me detuvo, se zambulló en el asiento trasero balbuceando algo referente a la vejez de su madre: «Está viejita, está viejita», decía, y en cosa de diez cuadras se puso a roncar. Mientras buscaba una calle oscura, lo miré con más detenimiento. Era un tipo común y corriente, un tanto ridículo de pinta, pero sin ningún rasgo que lo diferenciara del resto de borrachos. Cuando le saqué la cartera, que no traía más de trescientos soles, sentí que se caía algo. Encendí la luz interior y descubrí que era una foto enmicada, en la que había una dedicatoria: «A mi único hijo, con todo mi amor». Apagué la luz y el gordito se despertó a medias: «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?», preguntó con voz débil. Mostraba un gesto casi infantil, de desconcierto, y antes de que yo

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pudiera decirle algo se volvió a dormir, de modo que enrumbé a uno de mis huecos de venta. En el trayecto, sin embargo, se despertó tres veces más. Por el retrovisor vi que meneaba la cabeza y, con la misma vocecita, repetía: «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?». Pensé entonces que, si insistía una vez más con su pregunta, me iba a estallar el cerebro. Y no bien lo hizo, frené el carro, volví a coger su cartera, le devolví el dinero y lo desperté de veras con dos cachetadas. —¿Dónde vives? —lo cuadré, furioso. El gordito me miraba asustado. —En la avenida Arenales — dijo—. Cuadra 32. Pisé el acelerador y al cabo de diez minutos el gordito entraba a un mugroso edificio de tres pisos. Aún no entiendo por qué ese pobre diablo consiguió sacarme de quicio. Si la cosa quedara en esto, vaya y pase. Lamentablemente no fue así: me sucedió un caso aún más desagradable. Y en eso estaba pensando, al punto de dudar si debía o no continuar con el negocio, como ya dijera, cuando de improviso se apareció el negro Raimundo y se estacionó por delante. Raimundo bajó de su auto, se subió al mío y captó que me hallaba chequeando a los dos borrachos que daban gritos como cantantes de ópera. —¿Estás esperando a que se separen? —Sí —repuse—. Aunque creo que tienen para rato. —Cuando se demoran en despedirse significa que viven en sitios diferentes. —... —A lo mejor nos llevamos uno cada uno. —Es posible —contesté. Cierto desánimo, cierta opacidad

debió evidenciar mi voz, pues Raimundo me observó, preocupado: —¿Te ocurre algo? Podía haber sonreído o haberle dicho no, qué va, pero me sentía bastante cruzado. Y ahí mismo le conté todo. —Es algo que me pasó anoche —dije sin perder de vista mi objetivo—. Levanté a un borracho que tenía las ropas algo sucias, como si se hubiera caído o tal vez recostado en una pared. Era uno de esos tipos a los que se les enreda la lengua al hablar y, a decir verdad, no prometía mucho. —¿Y te quemaste? —No. Todo lo contrario: llevaba mil quinientos soles. —¡Mil quinientos! —casi gritó Raimundo, fascinado—. ¿Quién era? ¿El rey del camote? —Tenía más bien pinta de limeño. Robusto, de hombros anchos, con una cara impasible de hijo de puta; se durmió en el asiento, cayéndose lentamente de lado hasta desaparecer del retrovisor. Debía ser un cambista, o bien un ambulante de artefactos electrónicos, que levantan buen billete; no tengo la menor idea. Pero lucía en la muñeca derecha una pesada esclava de oro, un auténtico chancacón... Imaginando tal vez que me había pelado la esclava del borracho, Raimundo se erizó. Le dije que la cosa no iba por ese lado. —¿Entonces qué? —se impacientó. —Mi problema ha sido otro, negro... El tipo mancó. —¿Mancó? —repitió Raimundo, asombrado—. ¿Me estás diciendo que se murió? —Sí. —¿Pero cómo? ¿Cuando lo revisabas?... ¡No me digas que lo golpeaste con algo!


—No. El tipo se murió de pronto, no sé de qué. Ha debido darle un infarto fulminante porque, desde el momento en que se quedó dormido, no se movió un centímetro. ¡Y lo que más me rayó fue no haberme dado cuenta! Los zambitos del jirón Iquitos, que era el hueco más a la mano, serían los premiados. «Oye, manito, este pata está frío», me dijo el que tasaba la merca. Era el chiquillo más enclenque, el que tiene chuzos en los brazos. Pensé que se quería pasar de vivo, pero al mirar hacia atrás encontré al borracho tumbado de través, de cara al techo, con los ojos abiertos y un hilo de baba que se le chorreaba por el mentón. —¡Puta madre! —exclamó Raimundo—. ¿Y qué hiciste? —Eso es lo que me tiene jodido: lo que hice... Me puse a mirar la calle, aparentando una gran tranquilidad; lo miraba todo, sonriendo, rascándome la cabeza como si no hubiera pasado nada anormal, mientras el zambito, moviéndose dentro del auto, seguía evaluando la esclava, la ropa, los zapatos, los documentos, e intercambiando a su vez miradas con dos de sus socios. «Sí, manito, tu choborra está bien frío», me volvió a decir. Y yo, con las manos aferradas al timón, le contesté: «Entonces te saldrá con impuestos: otros cinco mangos. Quiero veinticinco». El chico hizo un gesto de sorpresa, que pronto se convirtió en mueca de irritación, pero yo no me amilané: «Los muertos no patalean ni se despiertan», dije tajante. «Te la vas a llevar fácil». Se quedó pensando... miró otra vez la esclava, asintió dos veces con la cabeza y, finalmente, acabó metiendo la mano al bolsillo.

Apoyado contra la portezuela del auto, tieso, Raimundo se mostró estupefacto: —¡No lo puedo creer! —murmuró—. ¡Caray, no lo puedo creer! —y permaneció mudo durante unos segundos. Pero luego, como reanimado por una varita mágica, pleno, feliz, estalló en una carcajada convulsiva. Estaba verdaderamente emocionado y tamborileaba con ambas manos a ritmo febril sobre el tablero del auto—. ¡Muy bien, hermano! ¡Muy bien! —añadió—. ¡Has estado genial! ¡Esto significa que has vendido a tu primer fiambre! —y nuevamente matándose de risa—: ¡Ahora tú estás a la cabeza del grupo! No me dio tiempo a reaccionar. Sentí, me parece, que en lo esencial estaba orgulloso de mí, que me admiraba sinceramente y que hasta me colocaba en un pedestal como modelo digno de emulación. Y después, cuando me disponía a hablarle sobre mis dudas y angustias, los cantantes de ópera llamaron nuestra atención. —Mira —señaló Raimundo en estado de alerta. Los tipos daban sus primeros pasos por rumbos opuestos—. Ya se acabaron las despedidas. Vimos a uno de ellos, el más borracho, deteniéndose bajo el rojizo resplandor de un semáforo. —Ese es el mío —dije yo. Y entonces todo cambió, todo nos envolvió, todo se fue canalizando en una idea fija: una común idea fija. Raimundo salió de mi auto y retornó sigilosamente al suyo, mientras yo —archivando el fiambre de mi historia como un caso aceptado, metabolizado— movía la llave del contacto y encendía el motor. Rompió el aire un ronquido dócil, como un trueno domesticado. Exactamente igual, a unos metros,

tronó el taxi de Raimundo, aunque el ruido de su motor se percibía menos poderoso. Y luego, a un tiempo, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, encendimos los faros de nuestros carros. La calle se iluminó. Uno de los borrachos, enceguecido, se cubrió los ojos con un brazo; el otro, dando tumbos, levantó una mano floja en el aire.

Fernando Ampuero (Lima, 1949) Estudió en la Universidad Católica de su ciudad natal. Ha sido subdirector de la revista Caretas, director de las revistas Jaque y Somos, editor general de Canal N y director de los programas televisivos Documento y Uno más uno. Hasta fines del 2008, fue director de la Unidad de Investigación y del suplemento cultural El Dominical del diario El Comercio. Es cuentista, novelista y periodista, así como autor teatral y poeta. Entre sus obras destacan las novelas Caramelo verde (1992), Puta linda (2007) y Hasta que me orinen los perros (2008), y las colecciones de cuentos Deliremos juntos (1975), Malos modales (1994), Bicho raro (1996), Cuentos escogidos (1998) y Mujeres difíciles, hombres benditos (2005).

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Alberto Barrera Tyszka

mi amigo Lencho Mejía lo han asesinado treinta y siete veces en Los Ángeles, cinco en Tijuana y una vez en una coproducción rumano-argentina, filmada en Honduras, que estuvo muy cerca de concursar para el Óscar a mejor película extranjera. Pero sólo en dos ocasiones ha tenido la oportunidad de decir un breve parlamento antes de caer definitivamente al suelo. «Chinga tu madre». Ambas veces. Tuvo que exclamarlo rápido y en voz baja, pero le puso mucho sentimiento. Todo el Stanislavsky que ha estudiado cabe en esas tres palabras. Eso es lo que Lencho siempre dice cuando, a la altura del cuarto tequila, en su casa, va y busca los videos y nos obliga a ver, una tras otra, todas sus muertes. Mi relación con Hilda empezó una de esas noches. También yo había bebido varios tequilas. Estaba sentado en el brazo del pequeño sofá; ella se encontraba a mi lado, en esa misma esquina del mueble. Lencho ocupaba el otro puesto, suspendiendo su cuerpo hacia adelante, en un extraño equilibrio, inclinado como un insecto hacia la pantalla del televisor. Hilda rozó con su mano mi rodilla izquierda. —Aquí me jodió el pinche editor. Porque podía usar la toma de la otra cámara, donde me veía de frente y la caída fue más cabrona. Incluso escupí sobre la tierra. Era mi mejor ángulo. Hilda volvió a pasar su mano sobre mi rodilla. No podía ser una casualidad. La miré de reojo, pero ella parecía estar ausente, permanecía absorta, viendo la pantalla. Sus dedos, sin embargo, quedaron flotando muy cerca de mi pierna, como en un descuido, como si no buscaran nada. Traté de aparentar naturalidad, cambié de posición y dejé mi pierna pegada a su mano. De pronto sentí, o creí sentir, que con una de sus uñas, suavemente, me rascaba.


relato —Aquí es dónde siempre te digo lo mismo, Javier. Fíjate bien para que veas el detalle de la mano. Aparece por el lado derecho. Entra a cuadro sólo un segundo, pero es la mano de Antonio Banderas. Te lo juro, ¡mira! Hilda me dio un pequeño pellizco. Sentí el calor de sus dedos, apretándome, llamándome desde el otro lado de la tela del pantalón ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué me tocaba así mientras su esposo se moría repetidamente en el televisor? Lencho y yo somos amigos desde hace mucho tiempo. Nos conocimos a través de un amigo actor, cuando yo estaba recién llegado a México. De manera inmediata se dio una mutua simpatía, una confianza natural, como si hubiéramos sido unos amigos de la infancia que, de pronto, por algún raro azar, vuelven a encontrarse. Lencho me consiguió mi primer trabajo como asistente de luminito. También fue mi fiador cuando renté el departamento en la colonia Nápoles. Ahí vivió unos meses, tras separarse de Mónica. Luego se fue a trabajar al canal 7 y ahí conoció a Hilda. Tenía catorce años menos que él pero se veían muy bien juntos. Hilda está buenísima. Se casaron en agosto de hace dos años. Yo firmé como testigo en la delegación. A partir de esa noche comencé a sentirme incómodo. Pensaba en Lencho, en nuestra amistad, pero también la figura de Hilda me tenía perturbado. No podía evitarlo. Tampoco podía controlar mi imaginación. A cada rato aparecía. Desnuda, boca abajo, sobre unas sábanas azules, levantando levemente las caderas, alzando sus nalgas brillantes. O la veía hundida sobre mi sexo, jalándolo con sus labios, mojándolo con su lengua. Otras veces, sólo sus ojos venían hacia mí. Como carbón líquido. Mirándome hasta tocarme. Aun antes de empezar a masturbarme, pensando en Hilda, ya me sentía sucio, pensando

en Lencho ¿Qué puede más? ¿La amistad o el deseo? Comencé a dejar de ir a su casa. Trataba de coincidir con él en lugares donde sabía que estaría solo. Y cada vez que me invitaba a su casa, ponía de bulto cualquier excusa, hacía lo imposible por no ir. Desconfiaba de mí. Con toda razón, además. Sabía que si la veía, terminaría sometido por la más mínima tentación. La imaginaba preparando café en la cocina. Lleva un vestido verde, de una sola pieza, que se desliza de manera perfecta sobre sus caderas. Los hombros están descubiertos. El cabello se desordena sobre la nuca. Estoy a un paso de morderla. El riesgo era cada vez mayor. Ya había tenido yo demasiados orgasmos solitarios, ya poseía una colección de jadeos privados que sólo existían para ella, que la estaban esperando. Cuando la vi en la casa del gordo Hernández, sentí piedras de hielo en los testículos. Fue un vértigo, un mareo. Estaba feliz, sonreía hablando con Maite Iturria y con Aleida Ponce. Su mirada cruzó sobre mí y nada más. Ni siquiera me saludó. Era la fiesta por el final de las grabaciones de una serie de documentales sobre los indios huicholes. Había mucha gente del canal 11. Jamás pensé que Lencho y su mujer estarían ahí. Pasé casi toda la noche sin beber, inquieto, incómodo. Nunca hablé con Hilda, pero siempre sentí que estaba cerca, que me miraba con una intención especial, que todo lo que hacía secretamente era una insinuación dedicada a mí. Cuando iba saliendo, me la encontré junto a la puerta del baño. Me detuve junto a ella, pero bajé los ojos de inmediato. Tenía ya una culpa adelantada. —Pareciera que me tuvieras miedo. Alcé la vista, la miré. Una muchacha gorda salió en ese momento del baño. Dejó la puerta abierta. Las cerámicas eran verdes. Como

tu vestido en mi imaginación. Como cuando preparas café en la cocina. Como cuando te muerdo. —¿Quieres entrar conmigo? —dijo con una ambigua sonrisa, dejando siempre abierta la duda: ¿habla en serio? ¿Es una broma? Cuando llegué a mi casa, volví a masturbarme. Todo fue verde. Lo inevitable pasó cuando Lencho se fue a grabar cuatro días a Sinaloa. Era un proyecto importante, una película con Kate Blanche. Hilda me llamó y me pidió que pasara a verla. Necesitaba hablar conmigo. Pasé horas temblando, indeciso. Estaríamos los dos juntos, solos. Esa imagen me llenaba la lengua de saliva. Lencho no ha debido aceptar ese proyecto. Lencho no ha debido dejar sola a su esposa. Decidí no ir y, cinco minutos después, decidí ir. Pasé horas en ese plan. Entre oreja y oreja, tenía una mesa de ping pong. Pero a medida que se acercaban las ocho de la noche, mi excitación iba en aumento. Hice, como siempre, lo peor: decidí ir a ver a Hilda, pero para decirle, con solidaria firmeza, que Lencho y yo éramos cuates, que ella era una puta, que dejáramos de una vez ese jueguito infantil, que yo jamás traicionaría a mi carnal. Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960)

Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV) y profesor de la cátedra de Crónicas de la misma. Es narrador, guionista de novelas en Venezuela, Colombia, México y Argentina; poeta, y columnista a partir del año 1996 en el periódico El Nacional. Es el autor de la primera biografía documentada sobre Hugo Chávez. Ha escrito los poemarios Coyote de ventanas y Tal vez el frío. Entre sus novelas destacan También el corazón es un descuido y La Enfermedad; con esta última fue ganador del premio Herralde de novela en 2006.

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Trajinera Eliecer Cárdenas

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elices los tiempos en que hacían estatuas como esta —dijo un hombre detrás de la pareja. Celio y Martha se volvieron. Era un viejo —llevaba gafas de aspecto descuidado— que había lanzado su comentario quizá como un anzuelo para despertar curiosidad por su figura. O lástima. Ellos se movieron unos cuantos pasos respecto al grupo de turistas para seguir en la silenciosa contemplación de Diana Cazadora, sus airosas líneas, la perfección deseada por el artista, que iba desde los brazos en tensión de la diosa y el arco que disparaba una invisible flecha. Había comenzado el recorrido esa mañana desde los mu-

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ros del Castillo de Chapultepec y avanzaron por aquella hendidura blanca y gris del Paseo de la Reforma, que dividía el muro vegetal del parque flanqueado por jarrones neoclásicos. Miraron la estatua ecuestre de Bolívar que a Celio le recordó al país y a Martha no sabía él qué le recordaba. Había ido a México a celebrar —era un decir— el quinto aniversario matrimonial de una convivencia que se iba a pique sin remedio. ¿Por qué? Se preguntaba Celio. Todos los aniversarios le parecían el recordatorio de una pérdida. Que sí, pensó; se había ido el amor y ahora incluso el simple afecto de una pareja, aquel tenue lazo que permite a dos seguir juntos.

Martha retrocedió unos pasos para fotografiar a Diana Cazadora. Antes, lo había hecho con la estatua de Cuauhtémoc y con la del Ángel de la Reforma, que en realidad era una Victoria Alada, pero los ángeles tenían más prestigio que cualquier motivo mitológico, sobre todo en México. —Ven, te tomo una foto —ofreció ella. De modo mecánico, él se situó en un ángulo aproximado para que Martha captara la Diana como fondo. Martha oprimió el botón del aparato, y ya estaba. —Te fotografío ahora yo —propuso él. Martha le pasó en silencio la cámara y se dejó fotografiar con aquella sonrisa que le hundía las comisuras y le hacía aparecer mayor de lo que era en realidad y que Celio lo había advertido en los últimos meses. ¿Otro signo de que la pérdida del amor hacía lucir envejecido al otro, a la otra? Celio le devolvió la cámara y siguió hacia el monumento del Caballito.


cuento No les tomó mucho tiempo mirarlo, y tras unas cuantas cuadras en el centro del D.F. se hundieron en la penumbra varias veces centenaria de la Catedral. No querían importunar el oficio religioso que estaba celebrándose en mitad de la nave principal. —Los mexicanos son gente muy creyente —comentó Martha por lo bajo, impresionada por la cantidad de marcos y adornos de plata que figuraban, con un brillo mortecino, desde los altares de opulentas molduras platerescas que devoraban y volvían oscuras a las imágenes de los lienzos. Celio se acomodó en una banca y se puso a observar el interior del templo, con la actitud crítica y algo defraudada de quien contempla una escenografía no muy cautivadora. Fueron al metro, y en uno de los vagones Celio compró a un vendedor unos discos de rancheras, y luego de descansar en el hotel viajaron por la tarde a Xochimilco. Martha al lado de

Celio parecía cada vez más lejana, como si aquel viaje más bien tuviera el contradictorio e indeseado efecto de separarlos aún más. ¿Pero acaso un viaje podía reconstruir lo que se había deteriorado, al parecer sin remedio? En los puestos de artesanías del poblado miraron y palparon los polícromos cacharros que los ofrecían por miserias. Martha al fin se interesó por un conjunto de cerámica de diminutos y barrigudos mariachis con los característicos sombreros de charros, pero al fin no lo compró. —Debes llevar ese adorno —se acercó a ella Celio—, son bonitas esas figuras y quedarían bien en una mesa de la sala. —¿Y en qué sala voy a ponerlos? No olvides que decidimos iniciar, apenas regresemos, los trámites del divorcio. Celio casi lo había olvidado. Sí, el divorcio, aquel reconocimiento supremo, decisivo, de que ya no podían aguantarse mutuamente. Agustín, el pequeño, se quedaría con la madre, pero él tendría el derecho de llevárselo en los fines

de semana. Qué siniestros eran aquellos civilizados repartos legales del cariño y el tiempo de los hijos, como si el amor fuera cuestión de horas y días a la semana, pensó Celio. Martha, en el extremo opuesto del espacio cubierto de las ventas, le pareció por unos segundos una elegante turista desconocida, con su traje de dos piezas color beige. Que ya estaba aprendiendo, se dijo, a no reconocerla apenas a unos cuantos metros de distancia. Abordaron uno de los barquillos que llamaban trajineras, cubiertos con raído toldo adornado con flores. La embarcación ostentaba en letras gruesas el nombre de María. Un conjunto de músicos trepó a la trajinera poco antes de que se despegara con lentitud del pequeño muelle, al golpe de las pértigas que los remeros hundían en el agua. El barquillo se iba deslizando sobre aquellas aguas fangosas que, él lo sabía, era el último vestigio de aquel lago donde se alzó la antigua México prehispánica. Los músicos solicitaron temas para tocar a los viajeros, Mujeres divinas, pidió un turista que parecía algo pasado de copas de tequila y mezcal que servían en la barca. Mientras sonaba la melodía y el cantante del conjunto elevaba una bien timbrada voz, desde un extremo de la embarcación, Martha, abstraída al lado de Celio, introdujo una mano en el agua oscura. Él miró el resplandor del anillo de matrimonio que ella llevaba en el anular, hundiéndose en aquel líquido fangoso, y pensó que sería una de las últimas veces que Martha iba a usar aquel anillo. (Tomado del libro El jabalí en el bar, Cuenca, 2014).

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Centro Penitenciario de Buenos Aires

Freddy Ayala Plazarte junto a los coordinadores y los integrantes del taller de poesía Rodolfo Walsh.

E Seis puertas y candados se han abierto y, a la vez, se han cerrado mientras ingreso en una tarde del mes de noviembre; atrás queda el ritmo cotidiano del 34

mundo externo.

l escritor peruano Enrique Verástegui, en uno de sus escritos, destacaba la importancia de las ciudades cosmopolitas, puesto que, con el pasar del tiempo, se convierten en archivos históricos de la memoria colectiva de las culturas. Buenos Aires es una ciudad que tiene un constante ritmo cultural, con una serie de eventos musicales, teatrales, literarios, pictóricos, cinematográficos. A las afueras de Buenos Aires se encuentra ubicada la unidad 48 J. L. Suárez del Penal San Martín, un lugar edificado en los escombros de lo que alguna vez fue un repositorio de basura de la ciudad. Gruesas paredes y alambrados con mallas en todos sus alrededores, y la constante vigilancia, solo me permiten mirar el horizonte hacia arriba. Seis puertas y candados se han abierto y, a la vez, se han cerrado mientras ingreso en una tarde del mes de no-

Freddy Ayala Plazarte viembre; atrás queda el ritmo cotidiano del mundo externo. He venido a este lugar, no para saber por qué motivo se encuentran las personas aquí, ni mucho menos para realizar un reportaje biográfico de sus vidas; mi visita se resume en dar un taller de escritura para los integrantes del taller literario Rodolfo Walsh, que coordinan, desde hace algunos años, los escritores Cristina Domenech y Pedro Nazar. No imaginé que en el interior de este Centro Penitenciario podía haber una pequeña biblioteca con libros y una mesa para empezar a leer y debatir sobre la poesía. Martín, el Chaplu, Larry, y otros tres miembros del taller, se sientan a compartirme sus poemas, escritos a mano, con esfero o lápiz, y con varios tachones y correcciones. Por un instante tomamos mate, y conjuntamente leemos poesía; se muestran interesados y reflexivos


geografías sobre lo que escuchan, empiezan a debatir sobre las imágenes y las palabras, el ejercicio continúa mientras ellos reconstruyen un texto con lo que hayan retenido en su libreta de apuntes. Durante dos horas compartimos risas e ideas sobre la poesía, y los resultados de lo que han escrito dan un matiz emotivo a la tarde poética, en un lugar poco habitual, pero nada ajeno para quienes empeñan sus sentidos y visiones en comprender el mundo desde la palabra. Al final solo me han permitido escuchar lo que han escrito, ya que guardan los poemas que, seguramente, continuarán afinando con sus coordinadores. Cristina y Pedro me cuentan que hace algunos años vienen trabajando en la coordinación del taller en este Centro Penitenciario, que lo denominaron ‘Rodolfo Walsh’, en memoria del célebre periodista argentino que combatió, en los años setenta, al terrorismo de Estado. La clave de esta actividad está en la constancia, pues semanalmente se reúnen, y la dinámica consiste en motivarles a la escritura; además, revisan autores, y de a poco van corrigiendo sus creaciones. Aunque al inicio me dijeron que muchos de ellos eran ajenos a la literatura, sin embargo, luego, la palabra entró a formar parte notable de sus vidas y terminó convirtiéndose en su lema principal de motivación: «La palabra es libertad». Los coordinadores del taller, además de estimular la creación poética en los penitenciarios, y de trabajar en sus textos, han proyectado la publicación de dos libros cartoneros, o antologías poéticas, elaboradas manualmente por los miembros del taller y que recogen lo mejor de sus creaciones, denominadas: Ondas de Hiroshima (2011) y Puertas salvajes (2012). Por otra parte, la Universidad de San Martín es el organismo que patrocina la realización de talleres ubicando coordinadores o profesores;

a más de la escritura, cuentan con uno de pintura, de teatro, etc. Varios penitenciarios, incluso, continúan sus estudios universitarios desde el penal, y también cuentan con una cabina de radio y un programa denominado La palabra es libertad, que se transmite por la web. La tarde se va esparciendo por el horizonte y el viento, como una bisagra en los alambrados, acompaña la salida del lugar, y pienso que haber llegado desde el Ecuador ha sido para confirmar que la poesía desconoce las fronteras del mundo. Martín, poeta y narrador del taller, que pocas veces puede ver a su fa-

milia, debate conmigo su interés en la poesía, en la tercera puerta le indican que tiene que regresar a su lugar, las demás puertas ya son parte de este relato. Cuando Fiódor Dostoievski estuvo preso en una cárcel de Siberia, el escritor ruso cuenta que en dicho lugar leía la Biblia, y al convivir con los presos más peligrosos encontró grandes cualidades humanas. Si algo he aprendido tras la visita, es que mediante la poesía uno puede experimentar la libertad lejos de las paredes y los estatutos, uno puede tomar el camino de la realidad externa e interna para reinventar la condición humana.

Durante dos horas compartimos risas e ideas sobre la poesía, y los resultados de lo que han escrito dan un matiz emotivo a la tarde poética, en un lugar poco habitual, pero nada ajeno para quienes empeñan sus sentidos y visiones en comprender el mundo desde la palabra.

Integrantes del taller de poesía Rodolfo Walsh (Centro Penitenciario J. L. Suárez No. 48, Buenos Aires).

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Albert Estrella

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i uno escribe poesía peruana joven en el buscador de Google, la primera entrada no sorprende demasiado (para alguien que haya leído algo de poesía peruana en el siglo XX), ya que el link traslada a quien busca a los preciados y nostálgicos años sesenta en que un joven poeta llamado Javier Heraud muere acribillado en las orillas del río Madre de Dios.

Javier Heraud

Sí. Javier Heraud, el poeta guerrillero, el poeta del compromiso ético y prototipo ideal para muchos poetas jóvenes hasta fines del siglo XX y que sigue siendo un río en la poesía que fluye hasta el siglo XXI, ‘¿más furiosamente?, ¿más violentamente?’. La siguiente entrada lleva hasta un artículo publicado en el diario La República en 2008, que compar-


ensayo Podemos observar que muy a pesar del gran esfuerzo que supone publicar y compartir textos y traducciones fundamentales en la formación poética, a muchos jóvenes nacidos en los noventa se les da por irse hasta la ‘floreciente’ Alt Lit y entonces beben de otras aguas ‘refrescantes’.

te la siguiente noticia: «Poeta trujillana Roxana Denisse Vega Farfán resultó ganadora del concurso Premio Poeta Joven del Perú 2008, con el poemario Una morada tras los reinos». Seguimos con nuestra búsqueda y le damos click a la tercera entrada, que es un artículo periodístico para la página de RPP (Radio Programas del Perú), fechado en 2012, donde refiere: «El poeta peruano Nilton Santiago obtuvo el II Premio de Poesía Joven de la Fundación Centro de Poesía José Hierro por su libro La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad». Antes de llevar a cabo este artículo, hice un sondeo entre algunos amigos y conocidos poetas peruanos de mi ‘generación’. Pregunté: ¿Qué te parece la poesía joven en el Perú? Un colega me dijo que ya no andaba en ese mundo pero que, igual, a lo mejor seguía en malos pasos como a inicios de siglo; otro, un poco más joven, señaló que la poesía peruana postnoventa es un desierto y que apenas se están posando las nubes para que llueva; y finalmente, uno más ‘maduro’, me dijo que es imposible ser objetivo cuando estás inserto en medio del fenómeno al que vas a estudiar, cuando vives el mismo tiempo y sobre todo cuando lo que vas a estudiar es parte de tu propia realidad.

Hablemos de poesía peruana reciente. Personalmente debo confesar que he leído más la poesía chilena (desde el año 2003) debido a la facilidad con que uno encontraba libros en PDF, bibliotecas con artículos, reseñas y entrevistas en páginas como Letras.s5, más allá de que paralelamente existía (y existe) un proyecto de la literatura peruana en PDF (al que sin duda le faltan muchos libros), más allá de que Urbanotopía, de Martín Zúñiga, sea una colección de biopsias con poemas de algunos poetas peruanos que sirven de punto de partida para seguir a los que tienen las propuestas más interesantes. Por otro lado, es en esta segunda década del siglo XXI que las propuestas mejoran con la aparición del blog Transtierros, de Maurizio Medo, y Vallejo y Co, de Bruno Pollack y Mario Pera. Podemos observar que muy a pesar del gran esfuerzo que supone publicar y compartir textos y traducciones fundamentales en la formación poética, a muchos jóvenes nacidos en los noventa se les da por irse hasta la ‘floreciente’ Alt Lit (literatura alternativa, completar su significado con Google por favor), y entonces beben de otras aguas ‘refrescantes’; pero de las que deberían tener mucho cuidado, porque como decía Gonzales Prada: «Las lenguas son acueductos que llevan a las po-

blaciones el agua y en el agua conducen gérmenes de enfermedades». Y es que según Arturo Sánchez, en su reseña para la antología de poesía joven norteamericana Vomit (El Gaviero ediciones, 2013), a lo mejor «estamos frente a un fenómeno generacional desde un punto de vista estético, habría que decir que es la generación del sujeto débil, o tal vez no tan débil como inconsistente —una generación anémica—». Es pertinente, del mismo modo, preguntarse si acaso en pleno siglo XXI podemos limitarnos geográficamente y hablar de una tradición poética ‘peruana’, ‘chilena’, ‘mexicana’, a secas. Hasta qué siglo teníamos que retroceder para encontrar las raíces de nuestras tradiciones si todos estamos insertos en la lengua española, cuando lo real es que nuestras patrias son

Denisse Vega Farfán

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nuestras bibliotecas, como dijera Fresán. Y nuestra biblioteca, para los que vivimos el tránsito del libro físico al digital, fue muy distinta a la biblioteca que hoy se encuentra disponible a un par de clicks de distancia; por otro lado, es muy distinta la conformación de los nuevos grupos y colectivos literarios gracias al uso masivo y al apogeo de las redes sociales. Regresemos ahora a una de las preguntas esenciales: ¿dónde podemos encontrar las nuevas vertientes por donde debe fluir la poesía del siglo XXI? Tal vez podríamos obviar las respuestas clásicas y respondernos con un poema de Cesárea Tinajero, ese de la línea que se convierte en una onda y luego en una boca de tiburón, es decir, en una broma como dijeran los personajes de Bolaño en Los detectives salvajes; o tal vez podríamos responder diciendo que la poesía es una caja 3D «que puede esconder algo (un objeto) adentro», o una caja 2D «que puede esconder un objeto (algo) afuera», como diría Montalbetti en su libro

Y nuestra biblioteca, para los que vivimos el tránsito del libro físico al digital, fue muy distinta a la biblioteca que hoy se encuentra disponible a un par de clicks de distancia; por otro lado, es muy distinta la conformación de los nuevos grupos y colectivos literarios gracias al uso masivo y al apogeo de las redes sociales.

de metalingüística Cajas (Fondo Editorial de la PUCP, 2012). Una de las metáforas que mejor describe el estado en que se encuentra la reciente poesía peruana la encontramos en Al norte de los ríos del futuro (Álbum del universo Bakterial, 2014), de Jerónimo Pimentel: «Piénsese en el bello proceder del cardofen. Advertido por su entorno de que es imposible sobrevivir por ausencia de lluvias o sequía extrema (barómetro natural), inicia un rito de suicidio complejo. Sus glándulas, en lugar de producir adrenalina para excitar su conducta, segregan endorfinas, por lo que no siente pánico ante la inminencia de la muerte, ni la evita. En cambio, un leve placer lo consume y lo acerca a la serenidad…». Pensemos en el cardofen, que en este caso vendría a ser la representación del poeta que escribe poemas ‘clásicos’ en el siglo XXI y que se extingue y al mismo tiempo escribe endorfinas para su propia aniquilación; pero que deja progenie como sugiere el libro y entonces emite un sonido subsó-


...ya que la poesía peruana postnoventa es un desierto, se inicia el rito porque la muerte es inminente. Pero la muerte, como diría Churata, está en esas cinco letras: ‘muerte’, por lo tanto en el lenguaje, y tal vez el salto evolutivo Nilton Santiago

que estaba esperando la poesía era dejar de ser un género. nico para que estos descendientes se alimenten y continúen esa línea evolutiva. Es decir, ya que la poesía peruana postnoventa es un desierto, se inicia el rito porque la muerte es inminente. Pero la muerte, como diría Churata, está en esas cinco letras: ‘muerte’, por lo tanto en el lenguaje, y tal vez el salto evolutivo que estaba esperando la poesía era dejar de ser un género. Tal vez el mejor aporte de esta poesía peruana reciente y no sólo peruana sino latinoamericana, sea el hecho de revelarnos que había algo más allá de la muerte de la poesía como género, y que muchos de estos escritores ‘jóvenes’ de la segunda década del siglo XXI son como los primeros soldados desembarcando en las costas de Normandía (que es el lenguaje), los primeros en tratar de atravesar ese nuevo campo que es el no encasillarse ni en la novela, ni en el cuento, ni en la poesía, sino sólo en la escritura y en la vida como forma de arte. Pero este salto evolutivo no es reciente, ya aconteció; ya sucedió del mismo modo en la

segunda década del siglo XX y así sucesivamente podemos regresar hasta Cátulo. Para terminar, seguramente todo intento por hacer una antología o una pequeña muestra o lista de nombres sobre la poesía peruana o latinoamericana o norteamericana es de por sí arbitraria, selectiva, antojadiza, rigurosa, amiguista, provocadora o lo que se quiera; como lo atestiguan las siguientes antologías: 2+ No antología No contemporánea de los poetas amigos (Esta no es una puta editorial, 2008), Ese puerco existe, breve antología poética (C.A.C.A Editores, 2012), Confesiones de un descreído, muestra de poesía peruana actual (Eclosión, 2013), Vox Horrisona, muestra de poesía última peruana (Ediciones Eternos Malabares, México, 2013), Mirando sobre el heno, muestra de poesía peruana reciente (Vallejo & Co., 2014). Por lo tanto sugiero repetir la búsqueda en el Google y leer sin rumbo, dejando que sea la nueva escritura la que los guíe.

Albert Estrella (Cielo de Pasco, Perú 1985) Licenciado en Enfermería. Ganador del Primer Premio de Poesía Nacional ‘Jaime Galarza Alcántara’, Jauja, 2010, con el poemario La familia disfuncional y otros poemas hereditarios, director de My Lourdes cartonera; ha publicado Cuchillos afuera (2009), Po-Ética O la construcción del cielo (2011), Las Súper-cuerdas (2013). Poemas suyos aparecen en la antología cartonera Mi país es un zombi, coeditada por editorial 2012 y Casamanita Cartonera (México, DF); es colaborador en la revista virtual Radiador (México, DF) y en la revista de poesía latinoamericana La raíz invertida; administra el blog http://poeticanibal.blogspot. com/

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Contemplación A mi madre, mi primer ejemplo suicida. Siempre estabas mirando por esta ventana el edificio naranja en la mañana que se desarma en distintos tonos naranjas cuando el sol golpea. Siempre, de afuera se acercaba remando un ruido que era casi un silencio que burlaba las espirales del incienso (a veces jazmín, a veces mirra, a veces rosa) que invadía tu cuerpo de nave que se parqueaba siguiendo otros itinerarios con otras familias en una quinta luna, celeste luna, nombrada en otros dialectos (Chandra) mientras yo zapateaba con mis pies chuecos intentando colarme en tu viaje. Siempre estabas mirando por esa ventana. Precisamente aquella ventana con toda la cabeza envuelta en chales de tonos orientales para amarrarte de alas al nido. «Es para no dejar que se salga el cosmos», me decías encaramada en la persecución de una excusa para matarte(me) para pensar, indagar, creer y aferrarte a un mantra que está detrás del vapor de una nube en el altar de dios con cabeza de elefante lejos, donde las estrellas se vuelven azules se enfrían titilan y mueren. d Cualquiera que nos hubiera visto desde fuera habría creído que éramos felices.

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d Anochece y sigues pegada a la misma ventana y a veces está cerrada y a veces su reflejo te aclara y me deja verte más adentro y te miro por encima y te ves más distante que otro planeta y te miras en el espejo y la cara te cambia como si te hubieran apretado lo que te quedaba de alma en otro pedacito de espacio en el que te deformas

y se te caen las manos y la boca en la contemplación de tu ser de agua que busca fundirse con dioses vestidos de seda ( a veces índigo, a veces celestes, a veces azules) de múltiples manos y uñas pintadas (a veces rosas, a veces rojas, a veces dedos en llamas) que entonan flautas y danzan al ritmo de tambores y entonces mi corazón se apaga porque no contemplas tu sangre derramada en piso, y mis manos te buscan y solo siento el sonido primordial que eres y somos: la nada y el blanco.

d He querido saltar por esa ventana todas tus ausencias todas las veces.

A Reinaldo Arenas El hombre se inicia en un poema cuando por primera vez escribe sobre un árbol, un arbusto se nos arrima, de algún lado nos llega una hoja: un papalote extraviado que espera atarse a nuestros dedos, una línea que siempre serán más líneas para hacerte un cuento que hablará de nosotros confabulando. El hombre se inicia en un poema cuando está por encima de los sueños de los niños de ojos colorados, de hambre de manos y de uñas que ahora marcan una plegaria en los troncos que luego será el fuego que aún no conocemos. El hombre se inicia en un poema cuando se ensucia las manos, se astilla y sangra, ese encuentro con la ruptura que es conversa, que es confusa, que es el inicio de los que no pueden ver ni tocar una burbuja que es una canción que escapó de mí para robarte: Para soñar con ser esos niños que atrapan el mar y se lo guardan todo en el pecho. Para dejar crecer más allá del cielo las flores. Para permanecer de pie contra todas las fauces. El hombre se inicia en un poema cuando se sienta sobre el mar y lo reescribe.


poética No he vuelto a escribir

Compromiso

No he vuelto a escribir, de todas formas traigo esta gran bestia. Que son oraciones que aparecen a lo que camino y que se guardan que parece que tuvieran que decirse con urgencia, pero no, no son dichas, solo soy yo y el silencio. Solo estoy yo y el frío y el silencio. Solo estoy yo con mis recuerdos y el pasado que al crecer se volvieron algo muy malo. Algo para no decirse, algo para ocultarle a mis mayores.

Una vez nos prestamos el corazón. Apareciste con un paraguas con el que ibas a frenar el viento, te llevé dentro de mis ojos esa noche y todas las demás, llevabas luciérnagas en los bolsillos y unos lápices para dibujarme unas alas:

Por eso traigo esta noche esta gran bestia que camina tranquila, arrastrándome a dormir durante el día, doblándome la espalda, hincándome los talones. Y aunque salen de mí las palabras como con la luz la voz de los ríos, me callo. Me callo porque esto no ha de decirse. Me callo porque de decirse heriría al infante que fui, a la adolescente que fui, a la madre que no fui. A la sangre que olvidé y que hoy me espera. A la sangre que dejé encerrada y que hoy me espera, que me llama constantemente, que me busca como si fuera su último recuerdo. Por eso solo soy yo y el frío el silencio y el teléfono apagado. La puerta cerrada. La boca cerrada. Una larga excusa de cristal para los conocidos. De todas formas traigo esta gran bestia que apenas puede sostenerse conmigo en el silencio. Que no se atreve a irse, que sostiene en sus manos unos gramos más de tiempo, que apenas puede ir al baño a mirarse al espejo y arrepentirse. No me han encontrado como antes por los corredores de la casa. No me han encontrado, como entonces, riéndome de todos los colores. No he vuelto a escribir desde entonces. Porque traigo está gran bestia que me dice que esperemos hasta mañana: y mañana se desdobla. Y bien podríamos dormir para siempre y bien podríamos morir esperando la gran bestia y yo en el frío y en el silencio.

Mi caballito de hierro. Mi sueñecito de paja. En mi pintura rupestre tienes puesta una capa con colores helados, y en tu lengua hay un barco, y en tu lengua hay un barco que cruza mi puerta, un barco que cruza una puerta es una palabra que alcanza a llamarme. Esa noche el mar estaba escrito de otra forma. Era una acrobacia el tiempo y la niñez es una tirita que enciende la luz, somos niños, esposos de mentira con cosas reescritas en las frentes, con las frentes esperando ‘una tal noche’ para hacernos grandes. Viniste a decirme que había hombres luchando en el centro del sol y que quienes empujaban al mar habían muerto, que solamente quedaba encendernos contra el cielo todas las noches que hiciera falta.

Gabriela Vargas Aguirre (Guayaquil, 1984) Poeta y Diseñadora Gráfica. Mención en el V Premio Nacional de Poesía Joven Ileana Espinel Cedeño 2012. Textos suyos aparecen en cartoneras de Bolivia, Perú, Ecuador y México. En las memorias del Festival Internacional Desembarco Poético en los años 2012, 2013 y 2014. Bandada: Actualidad de la poesía ecuatoriana (Campaña de Lectura Eugenio Espejo, 2014). Ha participado en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil y Quito.

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Patricio Herrera Crespo

os árboles mueren de pie, titulaba un libro que leí en mi juventud. Ese recuerdo me vino a la mente cuando miré las fotografías expuestas por Elena Jaramillo Lanham de los árboles del barrio La Mariscal. ¿Por qué los árboles?, me pregunté, e inmediatamente me di la respuesta: porque es lo único auténtico que queda de ese viejo barrio. Elena regresaba a Quito después de muchos años y quería fotografiar al barrio con el que compartió su juventud, pero ya no era el mismo, por eso se negó a las insinuaciones de que fotografiara las casas y se decidió por los árboles, seguramente más inclinados, con muchas arrugas en sus troncos, con pocas hojas, pero eran los mismos, añejos pero vivos, encorvados pero de pie. Las raíces del barrio y a lo mejor de los árboles se ubican en 1922 cuando éste se construyó respondiendo al concepto de ‘ciudad jardín’. Su nombre era Ciudadela Mariscal Sucre, en honor al Mariscal al conmemorarse los cien años de la Batalla del Pichincha. Según José Ordóñez, el modelo planteado para este barrio bajo la concepción de una ‘ciudad jardín’, difiere mucho del centro histórico ya que aquí se tienen retiros en los cuatro lados que permiten tener áreas verdes al interior del lote. El barrio se consolida en la década del cincuenta. Pero viene el inicio de la era petrolera y la década del setenta trae consigo una fiebre por la construcción de edificios; se derrocan algunas villas y otras se modifican para ubicar parqueaderos y almacenes. La Amazonas, conocida como el ‘Tontódromo’, esa cálida avenida para pasear, tomar helados, entrar a la cevichería La Jaiba o al restaurante La Fuente, el supermercado La Favorita o la iglesia de Santa Teresita, va perdiendo su condición de sitio de


daguerrotipo

encuentro. Va desapareciendo la arquitectura y también la vegetación. Así encuentra Elena su barrio a su retorno de una larga ausencia en Estados Unidos, Europa y Oriente Medio, donde estudia y perfecciona su arte en dibujo, pintura, grabado, arte digital y fotografía; y asume un reto, según José Ordóñez: registrar de una forma artística y con la potencialidad que la fotografía permi-

te, las ‘raíces’ de La Mariscal, las raíces que los árboles guardan a pesar de los frecuentes atentados que han sufrido y gracias a que han sobrevivido a estas etapas de cambios. Elena recoge las memorias del barrio, pero desde la visión de una artista cuya sensibilidad le permite sintetizar en imágenes los sentimientos. José Ordóñez dice que «Elena es una gran artista de artes visuales

y en esta ocasión nos brinda estas obras fotográficas de los árboles. Nos invita a recordarlos y con eso a ubicarlos. A conocerlos con otra mirada, a valorar su textura y colorido y, sobre todo, a apreciar la luz. La luz de Quito en la mitad del mundo, las sombras que por ello se producen y el arte que emana de ese contraste. Luces y sombras captados a diferentes horas del día. »Cielos limpios y sombras intensas. Cielos cargados de nubes y ramas coloridas. Árboles con troncos angulados, que sirven como asientos. En fin, naturaleza viva, dinámica, esplendorosa. Vemos y admiramos este trabajo que nos permite disfrutar de algo tan maravilloso como es el árbol y sus raíces, que en este caso son parte de la historia de muchas vidas».

Elena Jaramillo Lanham Es licenciada en Artes Visuales en Northwestern State University Natchitoches, LA., USA. Tiene especialización en grabado en la Universidad Complutense de Madrid, España, y en la American University en Washington, DC. También ha cursado estudios adicionales en pintura, dibujo, grabado y arte digital en el Museum of Fine Arts School y Massachusetts College of Art, en Boston. Cursos de Arte en computación en la Universidad de California en San Diego. Ha participado en talleres de Arte Tradicional y Arte Digital en universidades de Estados Unidos y Europa. Trabaja diariamente en su Taller de Arte. Participó en exposiciones individuales y colectivas y ha recibido varios premios.

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Alexis Cuzme

El dinero escribe libros y el dinero los vende. ¡Oh, Señor, no me concedas rectitud, sino dinero, solo dinero! Era la falta de dinero, la simple falta de dinero, lo que le privaba de la facultad de escribir. George Orwell, Que no muera la aspidistra.

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a derrota de un poeta se refleja en su silencio, en la nada a la que se sumerge porque quiere, o tal vez no quiere, pero el sistema le obliga, quizá las responsabilidades familiares de por medio, tal vez su ‘maduración’ como persona le ha hecho reconocer que en la poesía no existe futuro. Que no se puede vivir de la poesía. Que la poesía no compra los víveres cada semana, no paga la luz, el agua, el arriendo del departamento, la pensión de la escuela de los niños. Que la poesía no sirve para comprar un par de zapatos, una camisa nueva y dejar a un lado la desgastada con la que se aparece en fotos. La derrota de un poeta está en reconocerse inservible en la sociedad. Dejar de creer en la poesía como arte, dejar de escribirla porque mediante ella no se puede lograr un capital. Así el poeta confundido, cuando sus libros no

se venden, cuando nadie ve en sus textos a un poeta, reniega de todo cuanto ha valorado y se entrega al claustro de un horario de oficina, donde su salario le devuelve la vida y sus placeres. La derrota es dejar de ser poeta. Gordon Comstock1 lo entendió, después de dos años de estar en trabajos miserables, de sobrevivir con salarios paupérrimos, de vestir la misma muda de ropa; después de haber empeñado su chaqueta, de sostenerse en la idea romántica de que se puede ser un poeta descontaminado del capitalismo absorbente, permaneciendo en trabajos que no demanden la concentración del artista, que lo libre de mayores responsabilidades, que le ofrezca aquella vida exigente y mal llevada, porque la creación también es sufrimiento. 1 Personaje protagonista de la novela Que no muera la aspidistra (1936) de George Orwell.


variaciones Gordon lo entendió mal, por eso es un poeta derrotado, uno que jamás asimiló que se puede ser poeta y a la vez permanecer en un trabajo que posibilite la vida. Lo suyo fue un ideal divorciado de la realidad: los poetas no viven del aire, de la caridad ni de otros poetas. Los poetas, en nuestro tiempo, viven de trabajos comunes, los más conectados llegan a la esfera de la docencia universitaria. Pero Gordon no sólo es el modelo del poeta derrotado, aquel que ve incompatible la creación lírica con lo mundano de un trabajo, que dio su brazo a torcer reconociendo que sin dinero el individuo, el poeta, no sobrevive, que necesita llegar a ese círculo donde cada fin de mes se siente seguro bajo la protección de una moneda capaz de titularlo ‘productivo’, capaz de devolverle la esperanza de que vendrán días mejores, donde una casa, un automóvil, un perro y un jardín colorido sean el reflejo del ‘progreso’. Y así los poetas derrotados, como Gordon, regresan sonrientes cada tarde o cada noche a sus hogares, olvidando el pasado, aquel ridículo tiempo en el que alucinaron con el arte, en el que creyeron hacer algo que en su presente no significa nada. Regresan a sus hogares, abrazan y besan a sus hijos, esposa, acarician al perro o gato que llega también a su encuentro. Los poetas derrotados ya no prefieren pensar en que algún día quisieron ser poetas, ahora son ciudadanos de bien, normales y sanos, descontaminados de cualquier parásito literario, limpios para cada domingo ir a la iglesia y escuchar al cura decir su sermón. Los no poetas, ni derrotados, los exitosos ciudadanos que en algún momento, en el soterramiento de una posesión maldita, ahora duermen plácidamente, sueñan con dinero: billetes y monedas abultando su felicidad.

Y Gordon es solo uno de aquella legión abandonada: El militar que no pudo volver a escribir sobre caballos dinamitados. El médico que intentó crear el poema jamás leído. El abogado que se refugió en una vocinglería más provechosa. El ingeniero que sepultó las cuatro líneas concebidas como lo más original. La comunicadora que prefirió retomar su diario donde describe nuevas frustraciones. La madre de familia que quemó sus breves poemas para evitar la vergüenza de sus hijos. La arquitecta que en sus planos encontró una poesía más acorde con el consumismo. El economista que destruyó todos sus borradores mal redactados para que el poema con cifras se erigiera. La enfermera que vio en sus pacientes el verdadero servicio a la vida. La auditora que escarbó y encontró la irregularidad de la vida cómoda. La jueza que después del trigésimo intento por convencerse de que era poeta prefirió continuar en sus veredictos y ser feliz.

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Silvia Stornaiolo


aniversario

Su cortante y golpeador blues, su áspera voz e inconfundible estilo slide con el que acostumbraba abreviar o alargar algunas estrofas al interpretar sus canciones, tuvieron una decisiva influencia para el desarrollo del blues moderno y el posterior rock and roll.

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uando se habla del blues, Muddy Waters es el hombre. Aferrado a sus raíces, orgullosamente sacó adelante el blues del profundo Mississippi a través de todas las modas musicales de su época. En Muddy se funden toda la pasión, la rabia y la sensualidad del blues. En su música estrepitosa están el sudor, las tribulaciones y las fantasías de los esclavos. El blusero rural

que hizo del folclor negro tradicional y el slide su inimitable marca personal. Muddy Waters, cuyo verdadero nombre es McKinley Morganfield, nació en la localidad de Rolling Fork, Mississippi, el 4 de abril de 1915. Su familia vivía en una plantación de algodón, aunque McKinley se mudó a vivir con su abuela Della Jones a la plantación Stoval —ubicada en las afueras

de Clarksdale— cuando tenía tres años de edad. En una entrevista recordaba: «Me levanté una mañana de Navidad y no teníamos nada que comer. No teníamos ni una manzana, ni una naranja ni un bizcocho, no teníamos nada». En aquella época, Muddy soñaba con ser predicador, jugador de béisbol o músico. A esto último quiso el destino que él dedicara su vida, cuando a la edad

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En Muddy se funden toda la pasión, la rabia y la sensualidad del blues. En su música estrepitosa están el sudor, las tribulaciones y las fantasías de los esclavos. El blusero rural que hizo del folclor negro tradicional y el slide su inimitable 48

marca personal.

de siete años aprendió a tocar la armónica a la vez que trabajaba para ayudar a su familia. Su juventud la pasó tocando su guitarra en fiestas: «La noche del sábado era la gran noche. Todo el mundo solía freír pescado y se lo pasaba en grande. Yo tocaba hasta el amanecer por cincuenta centavos y un sándwich, y me sentía contento con eso. Y a ellos en verdad les gustaba el blues sentimental», recordaba Muddy. En 1941 Alan Lomax, un cazatalentos reconocido, conoció a Muddy y quedó impresionado con la fuerza de su música. Lomax grabó de Muddy Country Blues y I Be’s Troubled y se ganó una creciente reputación. En 1943 llegó a Chicago, entró en el ambiente de los

bluesmen, en particular, conoció a un grande de la escena musical, Big Bill Broonzy, con quien se empapó definitivamente del blues. En 1950 conformó una banda con el maestro de la armónica Little Walter, e inmediatamente descubrieron tener una relación milagrosa. En los años siguientes se establece una de las bandas más influyentes de la época: The Muddy Waters Band, conformada por Little Walter, Jimmy Rogers a la guitarra, Otis Spann al piano, y al bajo y la batería una serie interminable de músicos. Durante los años cincuenta, Muddy estuvo a la vanguardia del blues y consiguió éxitos rhythm and blues como Hoochie Coochie Man, Just Make Love to Me y l’m Ready, entre otras.


Su cortante y golpeador blues, su áspera voz e inconfundible estilo slide con el que acostumbraba abreviar o alargar algunas estrofas al interpretar sus canciones, tuvieron una decisiva influencia para el desarrollo del blues moderno y el posterior rock and roll. Muddy Waters fue uno de los primeros artistas que usó la guitarra eléctrica en el blues, lo que en ese tiempo fue visto como algo muy experimental, pero que llevó al blues a una nueva y grandiosa etapa. Su faceta oscura de sexual y salvaje ritmo y dramático fraseo, lo transformaron en un popular y destacado exponente de su característico estilo que ya estaba bien definido en los cincuenta. El bluesman más importante surgido en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, dotado de una voz inigualable, Waters fue un gran compositor, enorme guitarrista y estuvo acompañado de una de las mejores bandas que ha tenido el género en toda su historia. Algunos de los temas más famosos de esa época son: I’be Got My

Mojo Workin (1957), I Just Want to Make Love to You (1954), Mannish Boy (1955) y Rolling Stone (1950). En los años setenta le otorgaron tres Premios Grammy consecutivos por sus álbumes Hard Again, I’m ready y Muddy Mississippi Waters Live. En Chicago, la ciudad que lo vio nacer como estrella de la música, murió el 30 de abril de 1983 de un ataque cardíaco. Waters desvió el curso de la historia de la música blues llegando al público de todo el mundo, como es el caso de Rolling Stones, quienes bautizaron a su banda como el título de una de sus canciones más conocidas. Stevie Ray Vaughan, Smugglers, Yardbirds, Cream y muchos otros, demostraron que Muddy Waters fue la escuela de la cual surgieron algunos de los grandes músicos en las décadas sucesivas. La popularidad y la fascinación que provoca su música permanecen inalterables. Ya lo dijo alguna vez: «Yo deambulé todo el tiempo. Yo era simplemente eso, una piedra que rueda».

The gypsy woman told my mother Before I was born You got a boy child’s coming He’s gonna be a son of a gun Gonna make pretty womens Jump and shout Then the world wanna know What this all about But you know I’m here Everybody knows I’m here Well you know I’m the hoochie coochie man Everybody knows I’m here…

Cuando se habla del blues, Muddy Waters es el hombre. Aferrado a sus raíces, orgullosamente sacó adelante el blues del profundo Mississippi a través de todas las modas musicales de su época. Johnny Winter y Bob Margolin con Muddy Waters.

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Jorge Basilago


memoria

E

n mayo, Orson Welles hubiese cumplido cien años. Y cuentan las noticias que, como forma de homenajearlo, el realizador Peter Bogdanovich —quien fue amigo personal de Welles— y el productor Frank Marshall planean completar y estrenar su película inconclusa The other side of the wind. «Hay algunas escenas sin terminar y falta incorporar la música», reveló Marshall, para agregar que «la buena noticia es que, con la tecnología actual, no nos llevará mucho tiempo». Justo Welles, uno de los directores más formidables y personales de la cinematografía mundial, verá desde el infinito —o más allá— cómo otros corrigen, editan, montan o descartan los fragmentos de un material que ni él mismo sabía muy bien hacia dónde lo llevaría; de un proyecto que ocupó, a desmesurados tropezones, los últimos doce años de su vida. Tal vez, en el fondo de su tumba, se sienta más divertido que honrado por esa idea. O, probablemente, apenas la considere como una manifestación póstuma del fracaso, la definición crítica que más lo acompañó durante su carrera.

Un prodigio A los lectores y cinéfilos actuales, conocedores del favorable juicio de la posteridad, la palabreja sin duda les resultará curiosa. Incluso injusta. Pero así fue tratado nuestro personaje, por distintas causas no siempre relacionadas con la calidad de su obra. Incluso en su obituario, en octubre de 1985, The New York Times enfatizó que muy pocos negaban entonces el «genio» del fallecido, pero advirtió que durante gran parte de sus más de cuatro décadas como cineasta, la carrera de Welles fue considerada «una promesa incumplida». Culpa que pagaron todas sus películas, disminuidas bajo

la sombra de la magnífica ópera prima que fue Citizen Kane. Pero iniciamos mal: las historias rara vez comienzan con una necrológica. Por el contrario, suelen partir de un nacimiento. El pequeño Orson, entonces, llegó al mundo en la primavera boreal de 1915, en un rincón de Wisconsin llamado Kenosha. Y prometió grandes cosas desde el principio: hijo de un inventor y de una pianista dedicada al teatro, las inquietudes creativas y artísticas llegaron junto con él a la cuna. Para completar el cuadro, su pediatra lo consideró «un prodigio» a los dieciocho meses y le obsequió una serie de elementos —un violín, juegos de magia y de maquillajes teatrales, una batuta— que lo ayudaran a sondear más profundo en el mar de las artes. Su madre lo hizo debutar sobre las tablas durante una versión lírica de Madama Butterfly, apenas cumplidos los dos años de edad. Aunque la experiencia no se reiteró porque, tras el divorcio de sus padres y la muerte de su madre, entre los seis y los diez años, el pequeño Welles viajó por distintas partes del mundo junto con su padre. Recién al regreso de aquella travesía inició el único ciclo de educación formal de su vida, en la Todd School de Woodstock, Illinois. Allí, guiado por el director Roger Hill, acabó de definir su inclinación por el arte dramático: con él comenzó a estudiar teatro seriamente, montó y actuó en una serie de puestas shakespearianas, y también editó un libro titulado Everybody’s Shakespeare.

la edad que no tenía, se hizo pasar por un actor experimentado: enseguida debutó en el Gate Theatre y algún tiempo después lo convocaron del Abbey Theatre, una de las salas más importantes de la capital irlandesa. Pasó más tarde por Marruecos y España, donde continuó el lujoso tren de vida aprendido de su padre, antes de volver a Chicago hacia 1934. De nuevo en su tierra, se casó por primera vez —con la actriz Virginia Nicholson— y sus dotes actorales le ganaron el respeto de dos miembros de peso en las artes dramáticas estadounidenses: el dramaturgo Thornton Wilder y el crítico Alexander Woollcott. Ellos le presentaron a la ‘Primera Dama

...junto con esos primeros destellos luminosos de la fama, llegaron también las controversias. Uno de los disparadores de estas últimas fue la forma de actuar de Welles. Para algunos, tenía una personalidad escénica magnética e intensa; otros, lo juzgaron muy proclive a la sobreactuación

Debut y controversias

y excesivamente

Luego de graduarse en 1931, tomó un breve curso de pintura en el Chicago Art Institute y utilizó parte de la herencia paterna para viajar por Europa. En Dublín, con un cigarro como disfraz para fingir

preocupado por concentrar sobre sí mismo todos los reflectores.

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del Teatro’, la enorme actriz, escritora, productora y directora Katharine Cornell, quien lo contrató para cubrir roles de reparto en sus giras con obras clásicas. Así fue como Orson, de escasos diecinueve años, surgió a la consideración del gran público de Broadway, en diciembre de 1934, como Teobaldo en Romeo y Julieta. Aunque junto con esos primeros destellos luminosos de la fama, llegaron también las controversias. Uno de los disparadores de estas últimas fue la forma de actuar de Welles. Para algunos, tenía una personalidad escénica magnética e intensa; otros, lo juzgaron muy proclive a la sobreactuación y excesivamente preocupado por concentrar sobre sí mismo todos los reflectores. En especial desde el momento en que, además de actuar, comenzó a escribir y dirigir sus propias obras para el Federal Theater —un proyecto que formaba parte del New Deal de Franklin Roosevelt—, que luego continuó en forma de compañía independiente bajo el nombre de Mercury Theater.

Éxito en radio

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Ya desde su etapa con Katharine Cornell, aprovechando su clara voz de barítono, Orson había comenzado a ganar algún dinero extra como actor radial. Y en ese medio alcanzaría su primer gran éxito, no exento de críticas, en octubre de 1938, con el célebre montaje de La guerra de los mundos, de H.G. Wells. Su realista narración de una supuesta invasión marciana a los Estados Unidos sembró el pánico entre miles de oyentes, muchos de los cuales tomaron las armas para combatir a los invasores; otros huyeron de sus casas con unas pocas pertenencias, y algunos hasta llegaron al suicidio por pura desesperación. Con su habitual ingenio, Welles aprovechó de un modo muy singular

todos los medios a su alcance en la radio de entonces. Desde las actuaciones hasta los efectos de sonido, cada pieza encajaba perfectamente en el conjunto para generar la tensión dramática deseada. La súbita exposición pública lo convirtió en una celebridad con apenas veintitrés años. La revista Time lo puso en su portada. Y la gran maquinaria de Hollywood no dejó pasar la oportunidad de sumarlo a sus filas: junto con varios integrantes del Mercury Theatre, Orson llegó a California con un jugoso contrato de la RKO que le garantizaba absoluta libertad artística para escribir, dirigir y actuar en dos películas, a cambio de 225 mil dólares y un porcentaje de las ganancias. Toda una fortuna para alguien que jamás había pisado un estudio de filmación.

Citizen Kane y después La primera visita del muchacho de Kenosha a los sets cinematográficos fue tomada con cierta sorna por la prensa especializada: no faltó quien escribiera, dada la cara de niño del protagonista, que aquel era «el tren eléctrico» más costoso del mundo. Pero a Welles no lo intimidaron los agoreros.

Por el contrario, él siempre estuvo convencido de que el arte florecía con más ímpetu cuando las condiciones resultaban más adversas: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos... Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj cucú!», comentaba irónicamente. De aquella experiencia inaugural surgió la incomparable Citizen Kane, estrenada en mayo de 1941, que acalló un tanto las habladurías. La crítica celebró sus innovadores aportes al lenguaje cinematográfico: el uso del flashback, la composición en profundidad, el tratamiento distintivo de la luz y el sonido, los planos en ángulo bajo —contrapicado—, la compleja puesta en escena y el montaje final, serían de allí en más las marcas de autor del cine de Welles. Pero el público y la industria —siempre más dispuestos a favorecer con su simpatía las recetas ya probadas, antes que las novedades— no lo valoraron de la misma forma. Y en la entrega de los Óscar de 1941, sobre ocho nominaciones, apenas obtuvo la estatuilla al Mejor Guión Original.


Su resplandeciente aura genial comenzaría a palidecer, lentamente, con el estreno de su segunda película para RKO. The Magnificent Ambersons pasó casi desapercibida para el público y los críticos, pero no fue eso lo peor. Con Welles en Brasil —donde debía rodar un documental sobre el Carnaval de Río de Janeiro a pedido del gobierno estadounidense— y el filme aún inconcluso, los ejecutivos del estudio decidieron editar sin permiso la cinta, cambiaron el final y eliminaron más de una hora de metraje que jamás pudo recuperarse. El director los acusó de traición, y desde RKO respondieron diciendo que era imposible tratar con él, que no admitía negociación en cuanto a los contenidos y que jamás cumplía con las fechas de entrega del material.

Mientras los años, la obesidad y su propia insatisfacción conspiraban cada vez más contra su trabajo, continuó filmando de manera dispareja y un tanto anárquica hasta el momento de su muerte en 1985. Dejó tras de sí retazos de películas, guiones pendientes, notas manuscritas y un puñado de ideas que jamás se hicieron realidad.

Fracaso teatral y varios clásicos Pese a romper su compromiso con la productora, las cosas no mejoraron demasiado luego del conflicto. Retornó brevemente a Broadway, donde tras acertar con la puesta de Native Son, generó un curioso éxito de crítica que fue fracaso de taquilla: por la producción de La vuelta al mundo en 80 días, con música de Cole Porter, perdió más de 300 mil dólares. Y su fama de hombre difícil, egocéntrico, tan autoexigente que reiniciaba una y otra vez sus trabajos hasta que la frustración lo obligaba a abandonarlos inacabados, empezó a cerrarle las puertas del financiamiento para filmar. Aun así, se las arregló para completar todavía varios clásicos de su filmografía como guionista, actor y director: Touch of evil, The Lady from Shanghai —en la que comparte cartel con su segunda esposa, Rita Hayworth, quien pidió el divorcio al acabar la filmación—,The Stranger, Mr. Arkadin y The Trial, entre otras. Algunos

de ellos los concretó con recursos económicos de amigos europeos y en locaciones del viejo continente. Pero no pudo evitar la intromisión de manos ajenas a las suyas, que en ciertas ocasiones editaron o modificaron el material que él había elaborado, tal como ocurrió en RKO. Los casos de Touch of evil y Mr. Arkadin son los más notorios en este sentido: en el segundo filme fue su mentor y financista Louis Dolivet, quien, cansado por la lentitud con que avanzaba el trabajo, quitó a Welles del proyecto y lo concluyó sin él. Sin embargo, las cálidas luces del éxito no volvieron a iluminarlo demasiado. Pudo volver a trabajar en Hollywood por períodos no muy extensos y recibió algunos premios honoríficos —esos con que la industria pretende enmendar sus errores históricos—, pero ya no habría grandes luminarias ni estrenos multitudinarios para sus obras, que recién muchos años más tarde contarían con el reconocimiento y la

veneración de aquellos que las cuestionaron entonces. De tan ajustado a su historia, el eterno papel del genio incomprendido parece haber sido escrito para que él lo representara.

Con f de falso Mientras los años, la obesidad y su propia insatisfacción conspiraban cada vez más contra su trabajo, continuó filmando de manera dispareja y un tanto anárquica hasta el momento de su muerte en 1985. Dejó tras de sí retazos de películas, guiones pendientes, notas manuscritas y un puñado de ideas que jamás se hicieron realidad. La última producción que alcanzó a completar y estrenar fue F for Fake, en 1974. En ella, a media agua entre el documental y la ficción, narra la historia de Elmyr De Hory, un célebre falsificador de cuadros. De Hory era tan bueno en lo suyo que consiguió que algunos museos compraran sus ‘auténticas falsificaciones’, y que artistas como Pablo Picasso o Kees Van Dongen reconocieran como propios los cuadros que él había pintado imitándolos. Claro que ante la lente de Welles niega ser un falsificador, porque —según explica— nunca se dedicó a copiar obras sino a imitar el estilo de distintos pintores famosos. «En mis buenos días, pinté Matisses que son sin duda mejores que los que pintó el propio (Henri) Matisse en sus malos días», se ufana De Hory en la película. Ahora, cuatro décadas más tarde y como presunto homenaje a Orson Welles, Peter Bogdanovich y Frank Marshall continuarán el legado de Elmyr De Hory, su último personaje cinematográfico: filmar ‘a la manera de’ Welles, para completar The other side of the wind. Orson y Elmyr deben estar riéndose con ganas desde el más allá.

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Desfile, óleo, 2013.

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Jugando con la memoria, óleo sobre madera, 2013.

s tan rico el arte de Revelo, que pasa sin dificultad desde la captación realista, con todas sus minucias, a la máxima estilización, en la que no quedan más que insinuadas las facciones, pero con la suficiente fuerza como para que descubramos la personalidad que late en ese escorzo. Sus trabajos de corte expresionista, con su admirable vitalidad, son los que parecen destinados a quedar, a perdurar. No importa si son esos acrílicos, tan logrados, que el personaje parece querer salirse del estrecho ámbito en el que se ha realizado la composición, e ir más allá del espacio delimitado por el artista; o son esos soberbios dibujos a la sanguina o al grafito, que revelan el oficio del poderoso plástico que es Carlos Revelo; o esos magníficos grabados al aguafuerte o al aguatinta, para los que no se encuentra más que un adjetivo posible: poderosos, que no solo nos muestran el dominio absoluto de materiales y soportes, sino la calidad que alcanza el maestro en todas sus realizaciones. Esa mano que dibuja, que graba, que da color al cuadro, es una mano dotada de especial capacidad, que en el caso de Revelo nos pone una y otra vez ante un artista de cuerpo entero. Cabe constatar su oscilación entre impresionismo y expresionismo. Y es que la realidad (la que se crea) y la Realidad (la que se mira) tienen cobijo en la tarea del artista. Y no desde la contradicción, pues desde ambas formas de discurso se ha mantenido fiel y explorador frente a su línea argumental: devolverle dignidad a la carne. Retornarle su naturalidad objetiva y subjetiva. Desnudar al espectador sin la matriz del escándalo, sin el acomodo del ‘malditismo’, tan gastado en nuestros días. Cabe ‘escuchar’ estos cuadros, ‘oler’ estos cuadros, palparlos: encarnarlos efectivamente, emocional-


paleta Basura, óleo sobre madera, 2013.

mente encarnarlos; es decir, dejarnos seducir por los sabios pinceles de Carlos Revelo y permitir que la corporeidad del espectador se conecte naturalmente con la humana dignidad que estas obras nos devuelven. En su última exposición Transeúntes, realizada entre febrero y marzo en la Casa de la Cultura, compuesta de 39 obras en mediano y pequeño formato, «Carlos Revelo muestra a los transeúntes en su aparecer como sombra que deja huella en los rostros fatigados por el trabajo y en la alegría que produce el regocijo del vivir: la esperanza de lo venidero, de lo aún no dicho… de lo inatrapable», según María Elena Cruz. Afirma que «los transeúntes son rumiantes en tierra ajena, son los ausentes que carecen de identidad porque su caminar va de un lugar a otro sin anclar jamás. Así, los transeúntes niegan la identidad, fugan de la rutina de la realidad para mostrar su sombra». ( JDV y CVM).

Carlos Revelo (Quito, 1966)

Soledad, óleo, 2013.

Estudió en la Facultad de Artes de la Universidad Central del Ecuador, en esta institución obtuvo la maestría en Estudios del Arte y es profesor en la misma facultad. Tiene más de diez exposiciones individuales y más de quince colectivas. Obtuvo las siguientes distinciones: Mención Especial en Pintura en el Salón Luis A. Martínez (Ambato), Mención Especial en Grabado en el Municipio de Quito, Primer Premio Mural en Baños, Mención de Honor en el II Salón Nacional de Grabado en el Municipio de Guayaquil, entre otros.

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Santiago Paúl Yépez Director del Documental

«No he sufrido nunca una pena que una hora de lectura no me haya quitado». Montesquieu, 1756.

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as más recientes investigaciones de la Unesco-Cerlalc son alarmantes: manifiestan que el promedio de lectura de los ecuatorianos no alcanza ni siquiera a un libro leído por año, el índice más bajo en toda la región latinoamericana. Evidentemente un cáncer que inspiró emprender un estudio profundo y serio sobre los libros, la lectura y el cerebro lector, esfuerzos apreciados en el documental Libros malditos o tabúes escondidos. El documental presenta la realidad que viven muchas instituciones educativas fiscales, inmersas en un anacronismo absurdo que, en pleno siglo XXI, obliga a leer a estudiantes de 14 años, libros como Don Quijote de la Mancha, La Ilíada, La divina comedia, entre otros, que nada tienen que ver ni con sus gustos ni con los intereses propios de su edad. En relación con la lectura, es necesario dar a conocer que hubo muchos estudiantes investigados a los que les llamaba la atención libros como Las cincuenta sombras de Grey, el Kama Sutra, El arte de amar y los Poemas eróticos de Ovidio, y otros autores como el Marqués de Sade, o libros con temática de seducción. Estas obras fueron muy leídas por los estudiantes en las sesiones de lectura empleadas en clases por el investigador, libros que estaban lejos del currículo obsoleto vertido desde las autoridades ministeriales. Detengámonos un poco en el polémico Kama Sutra. El libro original fue escrito hace aproximadamente

1.700 años por un sabio de la India; el contenido de la obra superpone el conocimiento sensual antes que el acto sexual, y, en acotación, es un libro que llama el interés de los lectores porque es y ha sido tachado como ‘prohibido’; pero como se observará en la historia, todas las lecturas que, a modo de Inquisición, han sido negadas al público, resultaron ser las más propagadas y releídas. El acto de leer este tipo de obras se convertiría en un desfogue consciente y una expresión sana del instinto sexual reprimido o no en el inconsciente. En el documental se puede observar la historia de los ‘libros malditos’: obras de pensadores como Descartes, Diderot, Voltaire, Darwin, Sartre han sido parte del ‘índice de libros prohibidos’. Hasta el día de hoy, el Opus Dei contiene más de

60.000 obras prohibidas y censuradas, por ejemplo, Los miserables, Libro de Manuel, El hombre rebelde, El otoño del patriarca o El evangelio según Jesucristo. Por otra parte, el documental también critica a la llamada ‘lataratura’, aquellos best-sellers que han desterrado el arte literario de sus líneas. Autores como Paulo Cohello, E.L. James, Walter Risso, Cuathémoc Sánchez o Napoleón Hill son los primeros que encontramos en los quioscos. Por lo tanto, es tan absurdo prohibir la lectura de cualquier obra como también leer a aquellos autores. La parte científica de este trabajo audiovisual hace referencia a los primeros experimentos y hallazgos neurológicos en el país, Latinoamérica y el mundo sobre la lectura y el cerebro masculino y femenino, y sobre las reacciones emocionalescognitivas que produce el acto de leer. Para estos experimentos se tomó como voluntarios a cuatro estudiantes adolescentes; se dividió a los jóvenes en dos grupos de experimentación: Adrián y Jénifer (primera experimentación – texto El maluco) poseían un elevado hábito de lectura, 17 años, sin ningún tipo de patología cognitiva. Sharon y Fausto (segunda experimentación – texto La Ilíada) también gozaban

La lectura del texto El maluco produjo en los estudiantes ( Jénifer y Adrián) de esta experimentación una actividad cerebral en las zonas del sistema límbico (ínsula, amígdala, hipocampo, etc.). Jénifer activó el doble que Adrián estas áreas. Los estudiantes que leyeron la obra La Ilíada tuvieron una muy pobre o casi nula actividad en la zonas referentes a la emoción.


documental

Este tipo de libros catalogados ‘tabúes’ por muchos docentes son los más solicitados por los adolescentes, en especial por las mujeres. Su lectura permitiría un desfogue consciente y una expresión sana del instinto sexual reprimido o no en el inconsciente del púber.

de un considerable hábito de lectura, 16 años, sin ninguna patología cognitiva. La única diferencia en los grupos fue el estímulo empleado en el paradigma de la lectura; es decir, el tipo de estrato de texto que leyeron mientras se les aplicaba una resonancia magnética funcional. Mediante estos experimentos se trató de establecer si existían diferencias entre la cognición masculina y la cognición femenina al momento de leer. En los hallazgos de la primera experimentación de la nueva novela histórica El maluco se encontró una cierta actividad en el sistema límbico: amígdala, hipocampo, ínsula, etc., estructuras estas que tienen que ver con las emociones y que permitirían que el sujeto disfrute de la actividad lectora, según el criterio neurocientífico. Los resultados dados en el cerebro de Jénifer en cuanto al estímulo de lectura, no fueron los mismos que los de Adrián. La actividad cerebral de Jénifer demostró que las áreas del sistema límbico, en comparación con Adrián, tuvieron una prominente y superior activación en ambos hemisferios (izquierdo y derecho) durante la lectura. Otro dato muy curioso fue que la chica leyó tres veces el mismo estrato de texto destinado aproximadamente para tres minutos, superior a Adrián, que alcanzó a leer casi en su totalidad por una sola vez, tomando

en cuenta que ambos estudiantes tenían un considerable hábito de lectura. En cuanto a la segunda experimentación, en la cual se utilizó un extracto de La Ilíada, las áreas involucradas en Sharon y Fausto expresaron una muy pobre y casi inexistente actividad en las áreas límbicas, a comparación del otro estudio. Aquí también se evidenció que Sharon leyó más rápido a comparación de su compañero. En ambos experimentos se observó la activación de las zonas lingüísticas cerebrales (hemisferio izquierdo, lóbulos occipitales). ¿Qué supone estos experimentos? Pues junto con el respaldo y la plena coincidencia del doctor Guido Enríquez (Hospital Axxis), en las teorías que se plantea en este estudio y gracias a los hallazgos tanto del primero como del segundo experimento, se concluyó que la lectura debe tener un gran contenido emocional con el fin de que las personas tengan gusto por esta actividad y posteriormente desarrollen un hábito lector, ya que cuando la lectura es fría y eminentemente objetiva, las personas tienden a no leer. Se determina asimismo que la lectura con un matiz ameno, humorístico y erótico tiende a favorecer la actividad cerebral. Y finalmente, se deduce que los libros obligados por el currículum educativo nacional, catalogados por los estudiantes como «aburridos»,

no despiertan una emoción negativa, sino que más bien bloquearían cognitivamente al sujeto para que éste pierda el interés de desarrollar su lectura y por lo tanto se desarrollaría el hábito de no leer al no presentar ninguna automotivación ni emocional ni contextual. Las razones por las cuales se escogió un fragmento de La Ilíada fueron precisamente con la finalidad de comprobar hasta qué punto este tipo de libros intervienen en el desarrollo de las capacidades cognitivas, y además, para determinar cuán útiles resultan las obras clásicas que usualmente utilizan los profesores para obligarles a leer a sus estudiantes. Mientras que La Ilíada es una epopeya, El maluco es el referente de la nueva novela histórica que expresa una fina picardía, un lenguaje gracioso, irónico y sarcástico, que expone lo puramente humano, adornada con gran habilidad humorística y con pasajes eróticos a lo largo de toda la obra. Libros malditos o tabúes escondidos recopila el criterio de reconocidos escritores e historiadores a nivel nacional. Asimismo, toma la opinión de las mejores librerías del país, alentando al gobierno nacional a formar una verdadera política pública de incentivación a la lectura libre. Sin embargo, desde el punto de vista de las teorías que se plantea, la voz de los mismos estudiantes hace un fragoso y sincero eco durante todo el documental ante la triste circunstancia de los colegios fiscales que obligan a leer obras obsoletas. Resultó conmovedor que al estreno de este documental estuvieron cientos de jóvenes colegiales y universitarios; no obstante, pocos escritores apreciaron este trabajo. En fin, el objetivo primordial es instar a las autoridades ministeriales educativas-culturales a emprender un programa serio de fomentar el hábito de la lectura en nuestra población, una lectura libre que reescriba y reinterprete su mundo.

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ENCUENTRO DE INTELECTUALES SOBRE EL ESTADO Y LA CULTURA Un ‘Encuentro de Intelectuales sobre el Estado y la Cultura’ se realizó en la Casa de la Cultura Ecuatoriana con la asistencia de 110 personas vinculadas a la cultura, tanto de Quito como de provincias, con objeto de llevar a cabo una amplia reflexión acerca de las relaciones entre el Estado y la Cultura, en un ambiente de libertad y respeto. El evento, organizado por la CCE Matriz y coordinado por el escritor Fernando Tinajero, se cumplió durante los días 26 y 27 de marzo en el Teatro Prometeo con los siguientes paneles: 1. ‘Los conceptos de política y cultura en el pensamiento de Bolívar Echeverría’: Valeria Coronel, Rafael Polo, Wladimir Sierra. 2. ‘La prensa y la cultura’: Tatiana Hidrovo, Mónica Mancero, Juan Valdano, Ángel Emilio Hidalgo. 3. ‘ Usos políticos de la cultura’: Catalina León, Carol Murillo, Nelson Reascos. 4. ‘Interculturalidad y cultura nacional’: Marisol Cárdenas, Ileana Almeida, Ariruma Kowii, Samuel Tituaña.

Fotos: Iván Mejía

Los participantes mostraron verdadero interés en las diferentes ponencias con su participación al abrir el respectivo foro. Se recibió también de parte de los asistentes la sugerencia de organizar otros eventos similares que pueden convocar a diferentes grupos relacionados con el arte y la cultura.

Nelson Reascos, Catalina León, Irwin Zapater (moderador) y Carol Murillo.

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Asistentes al evento.


RECTIFICACIÓN En la edición número 12 de Casapalabras, en diciembre de 2014, en las páginas 58-59, publicamos un homenaje al fallecido fotógrafo Paúl Navarrete. Las fotos que están en el artículo fueron proporcionadas por el Departamento de Comunicación del Municipio de Quito, a quien la redactora solicitó su ayuda para ilustrar el trabajo de Paúl. Meses después, el fotógrafo Martín Jaramillo nos visitó en nuestras oficinas y afirmó que las fotos eran de su autoría. Nuestra revista ha sido y será siempre respetuosa de los derechos y créditos de nuestros colaboradores, y sentimos que se haya cometido este error. Ofrecemos disculpas a Martín Jaramillo y a la familia de Paúl Navarrete.

CONCURSO LITERARIO ‘AURELIO ESPINOSA PÓLIT’ DE ENSAYO

PREMIO ‘LA LINARES’ DE NOVELA BREVE

La Pontificia Universidad Católica del Ecuador convoca al XL Concurso por el premio Aurelio Espinosa Pólit 2015 en el género Ensayo Literario. Pueden participar solamente escritores ecuatorianos y los trabajos se entregarán hasta el 3 de julio de 2015 a las 17h00. El premio es de $ 5.000.

La Casa de la Cultura Ecuatoriana y la Campaña de Lectura Eugenio Espejo convocan al Premio ‘La Linares’ de novela breve 2015, en el que podrán participar escritores ecuatorianos y extranjeros con cinco años de residencia en el Ecuador. El plazo de entrega vence el 30 de septiembre de 2015. El premio será de $ 6.000 más la publicación de la obra, con circulación en la red de suscriptores de la Campaña de Lectura Eugenio Espejo.

Dirección: XL Premio Nacional de Literatura ‘Aurelio Espinosa Pólit’

Pontificia Universidad Católica del Ecuador Facultad de Comunicación, Lingüística y Literatura (FCLL) Escuela de Lengua y Literatura Oficina 128 ó 114 FCLL Apartado 17-01-2184 Quito – Ecuador Teléfono: 2991700, ext. 1381 ó 1460

Dirección:

Campaña de Lectura El Heraldo 244 y Juan de Alcántara Telf. 243 2980 o CCE, Oficina de Presidencia Avs. 6 de Diciembre y Patria

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anaquel

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l cuarto tomo de la colección Esenciales de la CCE está dedicado a los relatos de Enrique Gil Gilbert, el gran escritor guayaquileño. Estos Cuentos reunidos agrupan más de treinta años de creación literaria, desde aquellos incluidos en el libro paradigmático Los que se van (1930) y los publicados posteriormente en Yunga (1933), Relatos de Emmanuel (1939), La cabeza de un niño en un tacho de basura (1967) y Otros cuentos (años diversos). Gil Gilbert (1912-1973) perteneció a la generación de 1930 y al ‘Grupo de Guayaquil’, conformado por José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Alfredo Pareja Diezcanseco, Demetrio Aguilera Malta y él, aquellos «cinco como un puño». Su novela Nuestro pan obtuvo, en 1941, el segundo lugar en el concurso de narrativa convocado por la Editorial Farrar & Rinehart, de Nueva York, y en el cual John Dos Passos figuraba como jurado; el primer lugar fue para la novela El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Alegría. Benjamín Carrión señala sobre Enrique Gil Gilbert: «El más joven del grupo, apenas egresado de una

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escuela secundaria de Riobamba, se presentó en la colección de Los que se van, con un cuento de singular maestría: El malo. Si me dieran a elegir entre todos los cuentos ecuatorianos de las generaciones realistas, mi duda se plantearía irresoluble entre Chumbote, de José de la Cuadra, y El malo, de Enrique Gil Gilbert. Allí se encuentra ya, prefigurada, su obra posterior: intensidad emocional, arquitectura y carpintería del relato cuidadosamente estudiadas y realizadas, casi perfectas... »Yunga, libro de relatos cuajados de calor, confirmó la esperanza que todos pusimos en el muchacho, en el colegial éste que, antes de los 20 años había escrito El malo. Nos topamos allí con su relato que oscila entre el cuento grande y la novela corta: El negro Santander, donde la capacidad de caracterización —de paisaje y de tragedia— se afirman definitivamente. »Luego nos dio algo bello, en realidad muy bello: Relatos de Emmanuel, de tema universal, de realización perfecta. En este libro, además de las cualidades objetivas, externas, Gil nos revela su capacidad de entrarse por los caminos del dolor interno de los hombres».


Entre la sumisión y la resistencia Autora: Jenny Londoño López Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 444

Este libro habla de la vida de las mujeres en la Audiencia de Quito, en el lapso que va desde 1765 a 1830. Es una visión que incorpora un abanico de aspectos relacionados con la mentalidad de la época colonial en relación con las mujeres, desde una perspectiva histórica y socióloga y con una mirada de género de la sociedad patriarcal y de la ciudad colonial. Analiza a las mujeres en el marco jurídico colonial y su variada presencia en el marco de la estratificación y diversidad social.

La muchedumbre de tu risa Selección e introducción: Carlos Garzón Noboa Género: Poesía Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 305

«La luz labrada es un canto glorioso al orgullo de amar a una mujer negra, así, con mayúsculas, mujer cuya singular belleza se manifiesta gracias al magnético resplandor de su piel teñida con el sudor de la noche y a su inextinguible erotismo que seguirá floreciendo como un árbol en llamas desde el jardín del Edén... Esta labor la realicé con tanto empeño que desearía que cada poema se convirtiese, al mejor estilo de Las mil y una noches, en una maravillosa ofrenda para la mujer negra del Ecuador y del mundo». C.G.N.

Era o no un colibrí Autor: Rosa Cecilia Abril G. Género: Narrativa infantil Editorial: CCE Colección: Casa de Niños Año: 2015 Páginas: 140

«El estilo de la obra es certero, en la medida en que acertadamente incorpora el diálogo ágil, ligero, aéreo; la reiteración; las imágenes de alta plasticidad e inclusive el humor que contribuyen a que los cuentos tengan frescura y calidad, hablen a niños y niñas, les llame la atención; en definitiva, vayan directo al blanco con sus certeras flechas de palabras. Era o no un colibrí es una interesante y valiosa contribución a la literatura infantil en nuestro medio y en el país». E.C.E.

Ciencias jurídicas Director de la revista: Hernán Rivadeneira Játiva Género: Revista de la Sección Académica de Ciencias Jurídicas de la CCE Editorial: CCE Año: 2015 Páginas: 124

La revista de la Sección Académica de Ciencias Jurídicas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Nº5, Época II, del 2015, está conformada, entre otros temas, por: ‘Pertenencia-Estado actual y prospectiva de la carrera de Derecho’, ‘Dos principios del debido proceso’, ‘Vigilar y castigar’, ‘Inversión extranjera, noción y definiciones’, ‘Responsabilidad civil extracontractual’. 61


La siembra de mi alma Autora: Magdalena Chauvin Hidalgo Editorial: CCE Núcleo de Loja Año: 2014 Género: Poesía Páginas: 148 Obras completas Autor: Miguel Donoso P. Editorial: Mar Abierto Año: 2014 Género: Ensayo Páginas: 671

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«… En esta oportunidad, Magdalena Chauvin entrega a la comunidad su primera obra titulada La siembra de mi alma, libro que recoge en sus páginas no sólo su extraordinaria sensibilidad poética, sino también el desarrollo de varios géneros literarios que se hallan plasmados en reminiscencias, semblanzas y emotivos discursos, donde las palabras presentan a la mujer, a la madre, a la hija, a la esposa, intelectual, educadora, política y a la generadora de riqueza social. (GCC)

«Las obras completas dan a pensar que nunca están todas las que debieron estar, menos si el autor es una cumbre a la vista de seguidores o detractores, y más, si como él mismo se ha inventado o lo han inventado… Piezas de enorme valor de lectura necesaria para comprender el curso de nuestra narrativa a partir de la divulgación de autores puestos en la sombra y hoy reconocidos, o incluso para reconocernos entre la diversidad que nos parte desde la formación del país».

Filosofía, ensayos, cultura, educación y política. Obras selectas Autor: Medardo Mora S. Editorial: Mar Abierto Año: 2014 Género: Ensayo Páginas: 347

«Medardo Mora Solórzano ha compuesto en el cuerpo mismo del libro, un verdadero catálogo de la sabiduría estoica, expresada con sencillez, sin aspavientos. Usando el mismo estilo aforístico cuyo mayor maestro en Occidente fue ese loco genial que se llamaba Nietzsche, Mora ha hilvanado su saber de la vida, saber práctico como no hay otro, y sus páginas hacen pensar en el sabio que va adelante, guiando al viajero, levantando en la mano una luz para iluminar la noche». (FT)

La red Autor: Luis Vela Editorial: CCE Núcleo Tungurahua Año: 2014 Género: Narrativa Páginas: 175

«…Existe en este libro como un universo lleno de condicionantes, con un narrador que va labrando la historia con un lenguaje de elipsis y frases que cortan el tiempo con una voz particular. Sencillo sería decir que esa voz es incorrecta o provocadora, pero eso significaría caer en la tentación de confundir el todo con las partes. Y es que Luis Vela es un artista, así lo conocí, como un apasionado por lo que crea, por lo que transmite, por lo que vive. ( JS)

Diplomáticos en la literatura ecuatoriana Textos: Alejandra Adoum y Francisco Proaño Arandi. Investigación histórica: Martha Flores Impresión: Edicuatorial Género: Ensayo, 2014 Páginas: 533

«Una gran mayoría de los más altos representantes de la literatura y del pensamiento del Ecuador han sido parte del Servicio Exterior, que se ha enriquecido y consolidado con su experiencia… Este libro recoge, por una parte, el devenir público de algunos de ellos, con énfasis en lo que fue su paso por la diplomacia y en sus ejecutorias, y, por otra, la trascendencia y profundidad de su obra literaria… Junto a cada semblanza biográfica se ha incluido fragmentos breves, pero ilustrativos de la obra de los diferentes autores escogidos…».


«Redobles y la luz, de Nelson Silva, es una obra ambiciosa,

Redobles y la luz Autor: Nelson Silva Editorial: CCE, Núcleo de Tungurahua Año: 2014 Género: Teatro Páginas: 155

potente y honesta, en un tiempo de fantasías inmediatas e ideologías urgentes para la praxis; de filosofías de nuestro tiempo para elevar al ser desde la postración; de literatura existencialista, por su esencia, pletórica de humanismo, ansiosa de transcender por el bien de las generaciones del universo». (DNJ)

Poemario, II taller de poesía 2014 Dictado por: G. Ramos Editorial: CCE, Núcleo de Tungurahua Año: 2014 Género: Poesía Páginas: 50

«…En este taller participaron cultores del verso de variadas edades, algo que trajo consigo un severo trabajo a la hora de ‘talleriar’ los poemas presentados. Se fue cuidadoso para equilibrar las apreciaciones, se preservó la armonía, se dio la libertad necesaria para generar un ambiente de confianza, empatía y respeto. Toda esa labor trajo consigo este honesto volumen que no tiene el propósito de la transcendencia sino que procura, sobre todo, estimular la creación literaria en una ciudad que lo merece». (GRG)

La fortuita intimidad del asombro Autor: Julio Saltos Abril Editorial: CCE, Núcleo de Tungurahua Año: 2014 Género: Poesía Páginas: 94

«Las palabras están allí en ofertorio de altivos, humildes, ajenos, convidados, significantes invitados a significar. De modo que allí están, arcaicas y novísimas, si armas con deleite o te olvidas de sintaxis lógica a lo mejor alguna otra dimensión alumbra. En este libro las definiciones son ajenas a la poesía, más bien la poesía presume, juega con imágenes que andan por allí con la aspiración de que algún duende trasnochado o ‘trasdiurnado’, en trance, las entrelace diligente». ( JSA)

Devaneos Autor: Ignacio Irigoyen Editorial: Dunken Año: 2014 Género: Narrativa Páginas: 67

«La siguiente obra, si se me permite el término tan atrevido, no es más que el resultado de un intento (los lectores decidirán si fue algo exitoso o no) por sustraer jirones del alma, de la mía o la de alguien más, que al cabo es lo mismo. Devaneos está conformado por siete relatos cortos, esta palabra especifica sin especificar mi sentir por ella».

‘Vida, canto y gratitud’ Autora: María del Rocío Chiriboga León Impresión: Prograf Año: 2015 Género: Poesía Páginas: 83 Sueños de arcoíris Autora: Piedad Soria Editorial: CCE, Núcleo Tungurahua Año: 2014 Género: Poesía infantil Páginas: 95

«Esta obra literaria está llena de elementos de la cotidianidad, no sólo concentrados en un paisaje predeterminado, sino como un canto a la naturaleza. La poetisa y la tierra tienen un romance inspirador que les permite ver el cielo y disfrutar del campo, contemplar una puesta del sol y bendecir la vida, recordar la cabaña asentada en la ladera verde de un monte o el canto melodioso de las aves; sentir la noche, o cantar a la llovizna que bañó a las flores en bella sinfonía». «El libro Sueños de arcoíris es un sinónimo de vida enmarcado en la ternura vital de la magia de las palabras. Piedad Soria, a través de su poesía leve, diáfana, pura, de la niña-mujer que transita en el tiempo inmutable del mundo de los niños, intima con ellos; su palabra es más liviana en el asombro e imaginística de la voz alta y significativa de sus sentimientos». (SAG) 63


A Eduardo Galeano, In Memoriam

Raúl Pérez Torres

E

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sa frase profunda, filosófica, dejó caer a la pasada Lila, la nieta de Galeano, de cinco años y sonrisa para tragarse el mundo. En un principio a Eduardo se le movió el piso, se espantó de pensar que su nieta había leído a Nietzsche a escondidas, empezó a dudar de que estaban en Montevideo, llamó a Helena para que le escuchara, y finalmente sacó su libreta diminuta y anotó la frase para luego embarcarla en algún libro suyo, a fin de que recorra los cielos y los mares. Siempre la vida le prodigó a Eduardo perlas literarias como ésta, creo que hasta le perseguían y competían como si dijeran ‘yo también quiero estar en tus libros’; perseguidor de inteligencias, buscador de leyendas y promesas, de ritos y anécdotas que son la respiración de los pueblos, fino amanuense de lo extraordinario y del gato del lenguaje, oidor de la tierra y el viento, escuchador del rumor del agua y el fuego; memorias de fuego sus memorias, memorias de dolor y de amor, de coraje y de muerte, como él dice de Sherezade: del miedo a morir nació la maestría de narrar.


elegĂ­a

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Y nos narró con sus venas abiertas, cambiando para siempre las reglas del ensayo, la explotación de América, el saqueo de sus recursos naturales, el genocidio, la ambición y la codicia de esos conquistadores salvajes que asolaron la tierra desde el siglo XV al siglo XIX, y escribió, con un lenguaje donde estaban escondidos los dioses ancestrales, cosas como esta: «Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros la Biblia…». Me ha dolido su muerte. Le veo todavía en 1976, recorriendo juntos las calles de Quito, asombrado de sus iglesias y sus recovecos misteriosos, con su mínima libreta en la mano, buscando un teléfono y diciéndome con infinita tristeza que su guía telefónica cada vez es más reducida, que los amigos mueren, que desaparecen, que está lleno de tachaduras y amarguras, hablando con esa voz ronca, melodiosa, pausada, contagiada de café y cigarrillo, de tango y mate amargo, voz siempre a punto de contar, de recordar, voz que ya traía implícita la memoria de Nuestra América, de su inventario de música y de

hambre, de violencia y de literatura, de ecología y fútbol. Listo el chascarrillo, listo el buen humor, la necesidad de transparentar con el lenguaje el lado oculto de la vida. Y hablando de fútbol, para poner un pase en mi tristeza, Galeano nos contaba que Maradona le aconsejaba a Messi cómo debía cobrar los tiros libres, y que le decía: «No le saqués tan rápido el pie a la pelota porque así ella no sabe lo que vos querés». Metafísica pura. Extrañaré su charla y sus consejos, extrañaré su lúcida, vertiginosa inteligencia, me ampararé en sus libros para saber adónde vamos, para entender la condición humana, y nunca olvidaré su nota cuando leyó mis cuentos. En alguna parte decía: «Me gusta esta literatura. En ella reconozco el pulso de una generación nueva, que tiene cosas para decir y ganas de vivir sin anestesia, aunque sea al precio de la muerte o la locura. Entre tanta gente rota y resignada, entre tanto enfermo de egoísmo y de miedo, bienvenido sea el insomnio del escritor. Como vos decís, descobija a los demás». Sus palabras resonarán siempre en mi literatura y en mi corazón.

Dos microcuentos de Galeano

Pájaros prohibidos

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Por increíble que parezca, la principal cárcel de la dictadura militar uruguaya se llamaba ‘Libertad’. Y por increíble que parezca estaba prohibido en esa cárcel llamada Libertad que los presos dibujaran o recibieran dibujos de mariposas, estrellas, parejas y pájaros. Uno de los presos, Didaskó Pérez, maestro de escuela, preso por tener, como dijo el oficial que lo detuvo, «ideas ideológicas», recibió un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trajo un dibujo de pájaros, como los pájaros estaban prohibidos los censores rompieron el dibujo a la entrada de la cárcel. Al domingo siguiente la niña trajo un dibujo de árboles... como los árboles no estaban prohibidos... el dibujo pasó. Y el padre le preguntó: —Esas frutas, esas frutas de colores que hay... ¿qué son?, ¿naranjas, limones, manzanas?, ¿qué son? Y la niña lo hizo callar: —Sssshhhhh, bobo, ¿no ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.


Celebración de la fantasía Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente; otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca: —Me lo mandó un tío mío que vive en Lima —dijo. —Y anda bien —le pregunté. —Atrasa un poco —reconoció.

Eduardo Galeano (Montevideo, 1940-2015). Periodista y escritor uruguayo que tuvo una gran influencia en la literatura latinoamericana y en la reinterpretación de la historia de nuestros países. Su libro Las venas abiertas de América Latina (1971) se convirtió en un ícono de la izquierda al narrar la conquista y la explotación del continente desde la perspectiva de los vencidos y oprimidos. Fue encarcelado por la dictadura uruguaya en la década del setenta y vivió exiliado en Argentina y España. Fue editor de los diarios Marcha, Época, y el semanario Brecha. Entre sus obras se pueden citar: La canción de nosotros (1980), Memoria del fuego (trilogía, 1982-1986), El libro de los abrazos (1989), Espejos (2008) y Los hijos y los días (2011). Obtuvo los premios Casa de las Américas (Cuba, 2011) y Stig Dagerman (Suecia, 2010), entre otros; fue nombrado Doctor Honoris Causa por varias universidades latinoamericanas. Falleció el 13 de abril de este año, en su ciudad natal, sin haber claudicado jamás en su defensa de la justicia social y los derechos humanos. 67


tributo

Edwin Madrid

L

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a primera vez que vi a Miguel Donoso Pareja fue una casualidad: yo estaba en la Casa de la Cultura y se me ocurrió averiguar sobre sus talleres. Cuando una secretaria me daba información, de pronto se puso de pie y, moviendo la mano, como si llamara a alguien, dijo: «¡Miguel, Miguel!, este muchacho necesita saber sobre los talleres». Miguel había entrado en la oficina y yo me vi manos a boca con él. Entonces le hice la misma pregunta que a la secretaria: «¿Cuáles son los requisitos para ingresar al taller?». Miguel me miró con curiosidad y dijo: «Ninguno, pero me gustaría saber lo que usted escribe». «Poesía», respondí secamente. Y él, en tono ceremonioso, dijo que le gustaría leer. Si le podía dejar, en esa misma oficina, unos cuatro o cinco textos, para saber si no estaba más adelantado que sus muchachos. Le respondí que llevaría al día siguiente mis poemas. Dijo que él los retiraría por la tarde, y me dio un número de teléfono para que lo llamara luego de dos días. Lo hice al pie de la letra. Cuando respondió, me dijo: «Edwin, tus textos son muy buenos, quiero invitarte a que trabajes conmigo en el grupo del miércoles, nos reunimos en la Casa de la Cultura a las siete de la noche». Salté de alegría y sentí, por el cambio de tono en su voz, que me acogía como a uno de los suyos; es decir, como a un escritor. En el taller ya conocía a algunos amigos, a otros no; si no recuerdo mal, en mi grupo estaban Alfredo Noriega; Víctor Romero; Gustavo Garzón; Pancho Torres; había un argentino, Pablo Bergel; Jaime García Calderón, quien junto a Miguel hizo la película Nuestro juramento; René Jurado; Rubén Darío Buitrón; Alejandro Velasco. Algún tiempo también participó su hijo Miguel Donoso Gutiérrez. Fueron tiempos gloriosos, yo llegué un poco tarde, el taller había empezado casi un año antes, en el 82 u 83. Los amigos que conocía me preguntaban cómo había palanqueado mi ingreso. «¡Nada! — contestaba—, solo le entregué mis poemas, los leyó y aquí estoy». Luego me enteré de que había dos grupos: uno de avanzada, al que me uní, y otro, de principiantes, en donde estaban otros compañeros. Creo que todos disfrutamos de ese primer Miguel que llegó de México, donde había creado y desarrollado los Talleres Literarios. Era un hombre alto, fornido, bien parecido, un verdadero marinero, con el vigor y la energía como para viajar en autobús cada semana, de Quito a Guayaquil, a los primeros talleres que abrió, durante tres años. Tenía una fortaleza y una lucidez con la que nos demostraba que todo lo que inventáramos sería cierto.

Para mí, sus clases fueron no solo de cómo se construye un texto literario, sino también de vida. Él me enseñó a mirar el mundo con profundidad y a ser honesto hasta la médula conmigo mismo. Recuerdo que cuando tenía nuestros poemas bajo su mirada, no había ninguna concesión pero también se entusiasmada con los buenos escritos. Las sesiones podían terminar a las 12 de la noche. Dedicaba a cada texto el tiempo necesario, no importaba si para hablar de un cuento o de un poema tenía que remontarse a lecturas o experiencias pasadas siglos atrás o a leyendas contemporáneas. Las reuniones eran aleccionadoras, salpicadas de humor, yo nunca falté. Me sentía agradecido y complacido de llegar a cada sesión y admirar el trabajo que hacía Miguel. Para esa época ya estaba convencido de que quería ser un escritor. Pero cuando lo escuchaba y aprendía de sus enseñanzas, quería ser un escritor exactamente como él. Tan generoso y tan definitivo en su manera de mirar el mundo y la literatura. Decía para mis adentros que un escritor debe ser así como Miguel, sin prestarse, ni un ápice, para convertirse en florero de un gobierno o para dorarles la píldora a sus pares por quedar bien con el medio espeso y municipal, sino que debe ser frontal con sus juicios y argumentos para desestimar una obra, aparentemente honesta y bien construida, o para validar un trabajo de buena escritura. Durante los tres años que estuve en su taller, Miguel fue mi maestro y el padre que no tuve. Le admiraba tanto que dejé la universidad y me dediqué a escribir; luego propuse la creación de los talleres literarios permanentes en la Casa de la Cultura, en la misma sala en la que dictó el maestro, y los empecé a dirigir, siempre con sus enseñanzas en mi cabeza y cuidando de que los alumnos salgan pensando como escritores. Desde entonces me hallo en eso, ya han pasado más de 25 años, y conocerle a Miguel fue una casualidad que me cambió la vida. Un destino que espero nunca defraudar.



Feria DĂ­a internacional

del

libro 2015

del 20 al 25 abril


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