Gealittera 12 puertas

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algo en oro que pudiera ayudar, y es que, a veces, el oro no sirve para nada. Él, un pobre marinero, le dio un empujón a una escotilla. No había marcha atrás, se sintió culpable y muy pequeñito. Como un mosquito, miró al frente y observó las montañas nevadas. Presintió la noche larga y fría que les aguardaba en cubierta, ante aquella soledad compartida. El capitán se auto inculpó, él debería de haber sido el último en abandonar el submarino; el cocinero se derrumbó, sabía que por su culpa todo se quemaría; el alquimista recordó que antes, cuando era muy joven, había asistido a una escuela de magia e incluso había ejercido durante un corto periodo de tiempo. Él podría convertir la escotilla de un submarino en cualquier otra cosa. Estaban muertos de frío, de hambre y muy asustados. Cuatro conjuros después, realizados con objetos que llevaban en los bolsillos consiguieron un imposible. Atónitos, ante sus ojos, surgía una muralla de piedra antigua, parecía la parte de atrás de un castillo. El sol brillaba como nunca a sus espaldas. Existían varias puertas en la muralla, cada una era de un color diferente y sobre ellas, cestos de mimbre que recogían plantas llenas de jazmines, celindas y otras flores de primavera. Del muro pendían buganvillas y rosas, se podía apreciar su aroma. El cocinero explicaba las entradas al castillo como él las entendía. La puerta verde era la de la esperanza, la amarilla traería mala suerte y la negra, seguramente, les llevaría a la muerte. Había una puerta roja pero el 147


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