Historias de Gatos

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Prólogo

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os gatos tienen siete vidas, eso lo sabemos todos. Pero hasta después de haber conocido las 35 historias felinas de Carlos C. Laínez no he caído en la cuenta de que, además, tienen una multitud de existencias clandestinas, maneras ocultas y cualidades inesperadas. Era necesaria la visión entre pictórica y poética de Carlos para vislumbrar detrás del pelaje morisco de una gata asilvestrada, o tras la suavidad de nube de un angora, el secreto de estos animales. Quizá lo adivinó adentrándose en sus miradas, en ese ojal finísimo en el que se convierten sus pupilas cuando el sol las hiere, o analizando un modo particular de ladear la cabeza antes de lanzar el maullido. No sé. Tal vez tuvo que volverse un poco gato, arrebujarse con ellos junto a una chimenea o salir a cazar la luna cualquier noche de agosto. La cuestión es que, de un modo natural o acudiendo a magias inconfesables, Carlos C. Laínez ha logrado desentrañar el misterio de los gatos. Ese que desde Egipto hasta nuestros días, pasando por pálpitos de pitonisas y clarividencias de Lewis Carroll (¡esa sonrisa del gato de Cheshire!), se columbraba apenas.

Él ha tenido la osadía y la deferencia de desvelarlo, contarlo y pintarlo, para que ninguno de nosotros, lectores y observadores asombrados, nos quedemos en la ignorancia. Ahora sabemos que hay gatos sombrero y gatos jaula. Gatos ovillo y gatos libro. Que hay unos que se mimetizan en pájaro y otros que se enamoran de mujeres y de sirenas. Que unos crecen y otros menguan. Que cantan ópera o escriben libros. Que nos enseñan la necesidad del viaje y también la quietud del centinela. Ya nunca acariciaremos del mismo modo a nuestro gato, ni oiremos su ronroneo con la displicencia que solíamos. Estas historias felinas, maravillosas, líricas pero turbadoras, nos recordarán continuamente que “en la naturaleza nada es lo que parece” (según palabras del Profesor Cuidado) y que cada animal, cada imagen, cada gesto, quizá guarde un rincón de sombra en el que otro animal, otra historia, otro gesto sean posibles. Miren a estos gatos y déjense arrastrar por la intuición y por la fantasía. Y luego miren a su gato, y pídanle que les cuente… JOSEFA PARRA

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No es sano Desde el jueves, Walter Poomp no encontraba su pipa. Era extraño. Siempre la dejaba en el mismo lugar. Llamó a su abuela que estuvo en su casa de visita el mismo día. Le preguntó si, por equivocación se la había llevado. ¿Para qué querría yo una pipa? No es que la quieras para

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nada, simplemente busca en tu bolso por si está allí, respondió. Antes de colgar le dijo: “miraré”. Después de una semana seguía sin encontrarla. Intentó fumar en otra que compró pero no conseguía acostumbrarse. La pipa que se la había regalado su padre hacía más de veinte años, era una parte más de él. Su obsesión por encontrarla era tal, que se despertaba por las noches oliendo su aroma entre sueños. Incluso, si encendía la luz de la mesilla de noche,

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le parecía ver nubes de humo flotando por la habitación. Hoy, exactamente a las cuatro de la madrugada, se volvió a despertar. Notó el olor dulzón de su marca de tabaco. Pero, a diferencia de otras noches, estaba seguro de haber escuchado el sonido al cerrarse de la lata donde lo guardaba. Se levantó y vio en la sala a un gato con su pipa, fumando placenteramente. Lo hacía de forma pausada y elegante. Sentado en el sofá, estuvo en silencio contem-

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plándolo hasta que el sueño le venció. Cuando despertó, el animal ya no se encontraba allí. Su pipa, en cambio, estaba colocada en el sitio de siempre. Llamó a su abuela inmediatamente para contarle lo que había visto. Su tranquila respuesta le dejó perplejo: Mejor que fume él y no tú. No es sano.

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Peces Al abrir la puerta de su casa, Margarita Flench se asustó. Una gran algarabía se escuchaba desde el salón. No podía creerse lo que estaba viendo: el gato, que había comprado el día anterior, estaba metido en la pecera. Enroscado en el fondo, la miraba tranquilamente desde

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dentro del agua. Se acercó y comprobó que respiraba por la cola, única parte de su cuerpo que no estaba sumergida. Mientras, a sus pies correteaban sus peces, que habían abandonado el recipiente. Se les veía contentos y excitados. Se daban las buenas tardes unos a otros, con voces agudas y chillonas. Se desplomó en el sofá. No podía dejar de mirar. Los peces no paraban de deambular y de saludarse.

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-Buenas tardes, buenas tardes, buenas tardes, buenas tardes… Siempre pensó que estos animales eran silenciosos y por eso le gustaban. Estuvo toda la tarde observando. De hecho siempre había preferido mirar durante horas a los peces, hasta hoy mudos e hipnóticos, que ver la televisión. Le dolía la cabeza de escuchar tanto escándalo. Llegó a la conclusión de que la algarabía de

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saludos era tal que, para evitarla, el gato prefería vivir bajo el agua en silencio. Al caer la noche, vio cómo el felino salía del agua lentamente y, uno a uno, fue cazando a sus molestos vecinos. Después del festín, se volvió a introducir en la pecera. La miró dulcemente antes de dormirse. Reinaba el silencio. Ella también se durmió. -¿Vienes a devolverme el gato? Ya te comenté que

gato y peces son una mala combinación, le dijo el dependiente de la tienda de animales al día siguiente. -No, respondió Margarita. Vengo por peces. Son el plato preferido de mi gato acuático.

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Un gran gato Mi gato fue desde pequeño un gran gato. Lo digo de forma literal. Era un animal de proporciones colosales. Me lo encontré una noche al salir de la librería. Vivo solo y hacía tiempo que pensaba adoptar uno que me hiciera compañía. No me importó que estuviera tan

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crecido porque su aspecto era de gato tranquilo. Como yo lo quería, pensé. Al poco de tenerlo, viendo que sólo bebía leche, y que crecía rápidamente, deduje que era un cachorro más grande de lo normal. A los tres meses y a base de muchos kilos de comida al día el gato me duplicaba en tamaño y peso. Consulté todos los libros que, sobre gatos, caye-

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ron en mis manos. Nada. No encontré ninguna referencia a ningún animal de su especie de tales dimensiones. Aunque su alimentación era toda una carga económica difícil de llevar, yo estaba encantado con él. El animal, con unos seis meses de edad y más de doscientos kilos, había parado de crecer. Su sitio favorito de la casa, al igual que el mío, era la biblioteca. Soy un lector empedernido, poseo gran cantidad de libros, unos nueve mil

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más o menos. Era muy agradable su compañía en mis horas de lectura. Un día por equivocación, me senté encima de él cuando me disponía a leer. Lejos de molestarse, noté al gato feliz de tenerme encima. Fue todo un descubrimiento. Era mullido, estaba calentito y además, con el suave ronroneo, me hacía un relajante masaje mientras leía. Todo un placer. Yo, Ramón Winsley, poseía al único Gato Butaca que existía en el mundo.

No duró mucho mi alegría. A la semana siguiente se lo vendí a un circo que pasó por la ciudad. No soporto que me miren por encima del hombro mientras leo.

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Elegancia extrema Me llamo Ezequiel Burni. Soy fabricante de sombreros. Seguramente les suene: “Sombreros Burni. Elegancia extrema”. Si no les suena no se preocupen, el negocio está de capa caída. Ya no se llevan sombreros como antes. A principios del siglo pasado, cuando mi abuelo

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fundó la empresa, nuestra marca era conocida en el mundo entero. Los Sombreros Burni eran sinónimo de distinción. La alta sociedad pagaba altas cantidades de dinero por lucirlos. A eso de las once entró en la tienda una elegante señora portando un maravilloso sombrero. ¡Qué obra de arte! le dije, no pude reprimirme. Me acerqué a mirarlo. Nunca había contemplado ningún sombrero similar. El

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material en el que estaba confeccionado no era visón, tampoco armiño. Era la piel más suave y bella que yo había visto jamás. Además, la forma tan delicada, el elegante acabado eran, sin duda obra de un maestro sombrerero. – Déjeme acercarme un poco más señora, por favor. Después de más de cincuenta años al frente del negocio nunca había visto nada igual. ¡Por favor! Se lo ruego, déjeme estudiar su maravilloso acabado…

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– No le aconsejo que se acerque demasiado, me dijo, le puede arañar. En ese momento, el gato abrió los ojos y bostezó.

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Pura lana Como todos los años, el trece de marzo, fui a casa de mi abuela. Es el día de mi cumpleaños, soy su único nieto y esta visita es obligada. Tengo que llegar a las doce en punto. Ni un minuto antes. Si llamara al timbre antes de esta hora no abriría la puerta hasta que en el gran reloj

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de pared del salón diera las doce campanadas. – ¿Quién es? – Soy yo, Alfredo. – ¿Qué Alfredo? – Alfredo Willmor, tu nieto. – ¡Ah! Alfredo, pasa. Como todos los años, pasamos al salón. Nos sentamos en el sofá. Qué te pareces a tu abuelo, me dice,

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señalando a la foto que preside la habitación. Nunca logro ver el parecido. Creo que sólo nos parecemos en el nombre. Yo asiento y ella sonríe dándome mi regalo de cumpleaños. Yo abro el paquete y simulando alegría miro el jersey de lana que, como todos los años, me ha regalado. El mismo color turquesa, la misma forma. Gracias, abuela, qué bonito.

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¿Sabes? Es de lana de gato. Tengo un gato madeja. Nunca lo has visto porque son una raza muy tímida. Vive escondido debajo de los muebles. Creo que es porque le asustan las agujas de punto. Yo asiento y sonrío. Todos los años me cuenta la misma historia y hago como si la creyera. A las doce y media salgo del portal. Por si acaso, en la primera papelera que veo tiro el regalo. Soy alérgico a los gatos.

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Caminante Mi gata ha desaparecido. Hace ya dos semanas que no la veo. He inundado el barrio de carteles: “Desaparecida gata. Atiende al nombre de Pimienta. Se gratificará. Llamar al teléfono, etc…” Una foto de ella completa el aviso. En el retrato está muy bonita. Siempre ha sido una gata muy bella.

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Al principio no me extrañó su ausencia porque siempre gustó de hacer excursiones nocturnas por el barrio, incluso de un par de días en algunas ocasiones. Al abrir la puerta por las mañanas me la encontraba tumbada en el felpudo. Siempre con un pequeño objeto a sus pies, una flor, una pluma, un calcetín… el trofeo de su paseo noctámbulo. De donde vendrás… , le decía mientras ella entraba en la casa.

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Un mes después, cuando ya la daba por perdida, apareció. Traía una postal del Alto Ampurdán. Venía muy delgada, sucia y cansada. Estuvo tres días seguidos durmiendo. La observaba mientras dormía, con la postal en la mano, pensando que era imposible que hubiera llegado tan lejos. Comprobé en un mapa de carreteras que la distancia hasta el Alto Ampurdán era de más de seiscientos kilómetros. No puede haber recorrido tanta distancia, me decía a mí mismo.

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Volvió a ausentarse una vez restablecida. Otra vez pegué carteles. Al mes y medio regresó. “Tarifa, puerta de Europa” ponía en el llavero. Perplejo, recordé la película Amelie y al enano de jardín. No podía ser. Estaba siendo víctima de una broma. Desapareció en una tercera ocasión. Mientras veía el informativo, reconocí a mi gata pasando por detrás del periodista en Galicia. Fue un solo momento, pero estaba

seguro de que era mi gata la que había visto en la televisión. Pimienta retornó al tiempo con un imán para frigoríficos en el que se leía: “Recuerdo del Camino de Santiago”. Me rendí a la evidencia, tenía una gata viajera. Hace un rato que la observo cómo mira curiosa un folleto de viajes que me dejaron en el buzón. “Toronto, You’re Welcome Here” pone en la portada. Me temo que la espera esta vez va a ser muy, muy larga.

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