Ramon Amaya Amador - Prision Verde

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PRISIÓN VERDE

suyo o, si con ello, pudiera ayudar a la muchacha amiga. La desesperada mujer, al ver a la India, se fijó en ella y, con una respiración gruesa de yegua que ha corrido kilómetros, le dijo: — ¡Qué bien pariría, si mi hijo tuviera un padre como Máximo, I como tu Máximo, de bueno. . — ¡Calla, tonta! —ordenó la madre, adivinando o presintiendo que tanta dificultad en el nacimiento provenía del interés que Catuca tenía en que el fruto de su vientre, debido a la indeseada paternidad, no, sobreviviera—. ¡Más fuerza, hija! ¡Otro poquito! ¡Será de Máximo el cipote! ¡Párate, párate firme! ¿No? I Bueno, bueno, agárrate del catre! ¡Adelante, Catuca! ¡Apretá, mujer, que ya no sos una ch¡gü¡na! ¡Qué carajol ¡No es padre el que pone la queresa, sino el que cría! ¡Ayúdame, Juana! Tivicho, con disimulo, se escurrió hacia la puerta, pero se quedó allí, sin salir, dispuesto a cooperar, si se lo pedían. Sole se aproximó al catre, siguiendo a Juana y cerró los ojos viendo la sangre. — ¡Más fuerte! ¡Aprieta! iMáx¡mo d¡jo que servirá de tata! ¡Más. . . otro poqu¡to más h¡ja de mi alma! ¡Sé mujer y cerra la boca! ¡Apúrate! ¡Apúrate, te d¡go! ¡Sote, acercate ese cantil un tantitol ¡Vámole, mi hija! ¡Aquí viene, aquí viene! ¡Rufina, el agua callente, lueguito! ¡San Ramón, ayuda a este que viene, medio ahogado! ¡Así. . . así.. . así. . ., Catuca! ¡Macanudo! ¡Macanudo! El "cusul" sombrío se llenó del vagido de un niño, La tens¡ón nerv¡osa, que mantenía los presentes en aquellos Instantes supremos del parto, se esfumó en un suspiro de satisfacc¡óh. — ¡Vaya! —exclamó, paternal, el viejo Lucio—. ¡Si nació vivo ese "güirro"! ¿Qué es, Plácida? La mujer no contestó porque estaba operando de comadrona, ayudada por Rufina, la concubina del "yardero". El cachorro seguía llorando y, en la estancia, el candil parpadeaba con rapidez. Por una ranura de la puerta apareció un ojo de hombre, que interrogó. —¿Cómo va eso, señora Plác¡da? —¡Salió sin novedad, a Dios Gracias! ¡Caramba qué c¡potón! —¿Es mach¡to? —insiste en preguntar Lucio, muy interesado. — ¡Es mach¡to! —afirma Rufina, envolviendo el puño de carne cálida y bronceada en una manta. Catuca, agotada de fatiga, se adormec¡ó.

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- ¡Qué alegre se va a poner Máximo! —pero, al decir esto, el viejo volvió a caer en sus meditaciones y, en voz baja, dijo a Tivicho que se había aproximado a su tarima:— quién sabe qué será del pobre compañero en manos de esos brutos. —Sí; yo también estoy muy preocupado. La noche campeña, indolente y negra, era golpeada por los puños recios del "viento abajo", aullador. En Culuco no se oían gritos ni conversaciones altas; la gente, callada, parecía querer esconderse.


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