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Theodor W. Adorno

B. F. Dolbin, 1931

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Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA Núm. 2: Theodor Adorno Departamento de Literatura ISSN 1909–2504 Rector: Moisés Wassermann Lerner Vicerrector sede Bogotá: Fernando Montenegro Lizarralde Decana de la Facultad de Ciencias Humanas: Luz Teresa Gómez de Mantilla Directora de Bienestar Universitario: Marta Devia de Jiménez Jefe Unidad de Gestión de Proyectos: Elizabeth Moreno Directora de Bienestar Universitario Facultad: Juanita Barreto Gama Directora del Departamento de Literatura: Carmen Elisa Acosta EDITOR: Pablo Castellanos C. COMITÉ EDITORIAL: Fernando Urueta G., Luis Manuel Zúñiga R., Mario Henao, Pablo Castellanos C., Manuel Alejandro Ladino R. AGRADECIMIENTOS: Alianza Cultural Vrindavan, Shabda Brahma Das y Astrid Verónica Bermúdez (U.N.) DIAGRAMACIÓN: Pablo Castellanos C. DISEÑO DE CARÁTULA: César David Martínez R. (sabdab@gmail.com). Portada: Theodor W. Adorno, Autorretrato en el espejo, 1963. Foto de Stefan Moses. Ilust. de Adorno; y contraportada: Adorno disfrazado para una función de teatro, hacia 1910. Humboldt 140. Goethe-Institut, 2004. Dibujos interiores de Franz Kafka, novelista checo de lengua alemana (1883-1924), en Franz Kafka. Imágenes de su vida de Klaus Wagenbach. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1998. Caricatura de Adorno, en Theodor W. Adorno. Ein letztes Genie de Detlev Claussen. Frankfurt am Main: Fischer Taschenbuch Verlag, 2005. Impresión UNIBIBLOS Año 2006 Correspondencia: Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA, Departamento de Literatura, Edificio Manuel Ancizar, oficina 3055. Teléfono: 3165229. e-mail: educacionestetica@gmail.com EDUCACIÓN ESTÉTICA es una revista de estudiantes y egresados de la carrera Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Está permitida la reproducción total o parcial del contenido de la revista siempre y cuando se cite la fuente.

Distribución gratuita

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NOTA EDITORIAL El número 2 de la revista está dedicado a las reflexiones teóricas y críticas sobre el arte de Theodor Wiesengrund Adorno (19031969), filósofo, sociólogo, teórico del arte y músico compositor alemán. Este autor hace parte de una tradición de pensadores, como Friedrich Schiller, comprometidos en la formación del espíritu crítico de los individuos frente a la sociedad y los productos culturales, en la teorización del arte y, finalmente, en la valoración de las manifestaciones artísticas de su tiempo, siendo conscientes de los saltos o cambios del arte occidental a lo largo de la historia. Para este volumen hemos contado con la colaboración de reconocidos académicos, como es el caso de los profesores Pedro Aullón de Haro de la Universidad de Alicante (España), Vicente Jarque de la Universidad de Castilla-La Mancha (España) y David Jiménez de la Universidad Nacional de Colombia, quienes han encontrado interesante el concepto de la revista y destacado la pertinencia y calidad de la misma. Asimismo, otros investigadores conocedores igualmente de la obra de Adorno, como lo son los profesores William Díaz V. y Enrique Rodríguez, ambos de la Universidad Nacional de Colombia, dieron junto a sus escritos el visto bueno al proyecto. Representa un gran estímulo para nuestro grupo de estudio el hecho de que la revista esté generando tal interés en el ámbito académico, pues a las referencias anteriormente señaladas se suman las de estudiantes de pregrado, como Juan Manuel Mogollón y Fernando Urueta G., y de estudiantes de maestría, como es el caso de Alejandro Molano y Johana Sánchez, cuyos ensayos también integran el presente número. En cuanto a los reseñadores que nos acompañan, nos agrada contar con las profesoras Patricia Simonson y Patricia Trujillo, del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional, con los estudiantes Mario Henao, Alejandro Ladino y Humberto Sánchez, los egresados Alexander Caro y Jimena Gamba, y con los estudiantes de maestría Fernando Astaiza y Jaime Báez. Tanto a ensayistas como a reseñadores agradecemos la participación, pues esta obra no hubiera adquirido la consistencia de la cual goza sin 7

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su trabajo. De forma similar, damos las gracias a la Dirección de Bienestar de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, al Departamento de Literatura, a nuestras familias y amigos involucrados. Como anotación final anunciamos al lector que el número 3 de Educación estética se ocupará de la tragedia en tanto género artístico y literario, así como del sentido de lo trágico, un número para el cual los profesores José Luis Villacañas de la Universidad de Murcia (España) y Amalia Iriarte de la Universidad de los Andes, entre otros invitados especiales, han aceptado escribir.

Pablo Castellanos C.

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CONTENIDO Introducción 15

Theodor W. Adorno y la educación estética

Ensayos 29

El concepto de crítica literaria en Theodor W. Adorno William Díaz Villarreal

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El problema de la teoría del ensayo y el problema del ensayo como forma según Theodor W. Adorno Pedro Aullón de Haro

77

Theodor W. Adorno y Hannah Arendt. Sobre pensamiento, ideología y arte Alejandro Molano

103

Belleza, apariencia e intuición en la Teoría estética de Adorno Enrique Rodríguez

125

Una convergencia en el infinito. Benjamin y Adorno ante las artes plásticas Vicente Jarque

163

Valéry según Adorno Fernando Urueta G.

187

La autonomía artística y la industria cultural en Th. W. Adorno Juan Manuel Mogollón

203

Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la audición Johana Sánchez

215

Adorno: la música y la industria cultural. Primera parte (1928-1938) David Jiménez 9

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Contenido

Reseñas 259

Jimenez, Marc. Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte Humberto Sánchez Rueda

263

Buck-Morss, Susan. Origen de la dialéctica Negativa: Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt Jaime Báez

272

Lunn, Eugène. Marxismo y modernismo. Un estudio histórico de Lukács, Brecht, Benjamin y Adorno Mario Henao

280

Jay, Martin. Adorno Jimena Gamba

285

Wellmer, Albrecht. Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno Fernando Astaiza

294

Nicholsen, Shierry Weber. Exact Imagination, Late Work: On Adorno’s Aesthetics Patricia Simonson

300

Gómez, Vicente. El pensamiento estético de Theodor W. Adorno Manuel Alejandro Ladino R.

310

Müller-Doohm, Stefan. En tierra de nadie. Theodor W. Adorno: una biografía intelectual Patricia Trujillo

315

Zamora, José Antonio. Theodor W. Adorno. Pensar contra la barbarie Alexander Caro

Autores 325 10

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Introducci贸n

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THEODOR W. ADORNO Y LA EDUCACIÓN ESTÉTICA

Lo que, más allá del fetichismo cultural, resulta lícito denominar sin rubor cultural, es únicamente lo que se realiza y comunica sólo en virtud de la integridad de la propia configuración intelectual, lo que retroactúa en la sociedad a través de esta integridad, no por inmediata adaptación a sus mandatos. La fuerza para ello no crece en el espíritu procedente de otra parte que de lo que en su momento fue la educación. Si el espíritu se limita, en cambio, a hacer lo socialmente correcto mientras no se funde en identidad indiferenciada con la sociedad, entonces ha llegado el momento del anacronismo: aferrarse a la educación una vez que la sociedad la ha privado de base. No le queda sin embargo otra posibilidad de supervivencia que la autorreflexión crítica sobre la pseudocultura en la que se convirtió necesariamente. (Adorno, “Teoría de la pseudocultura”)

Desde hace mucho tiempo la cultura, en general, es un negocio

alrededor del cual se organizan una serie de industrias que buscan estandarizar al máximo todos sus procesos (de producción, reproducción, difusión, distribución, etc.) con el objetivo de alcanzar y mantener un rendimiento económico que las haga competitivas en el mercado. Esa tendencia a la estandarización no sólo incide sobre lo que de manera muy general y restringida se denomina “cultura ligera”, sino también sobre el arte autónomo, que formalmente está mediado por la sociedad de mercado y, en cuanto mercancía, desempeña un papel en el proceso económico. Esto, por supuesto, afecta igualmente la manera en que concebimos y nos relacionamos con la cultura, una cultura que, casi en su totalidad, es hoy producida y reproducida para el consumo inmediato. En ello se manifiesta indirectamente el punto desde el cual hay que partir: el hecho de que, para bien o para mal, la industria cultural genera procesos de formación, incluso sin que los contenidos de sus productos estén dirigidos a formar a las 15

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Introducción

personas. Es más, los procesos de formación cultural –queremos utilizar este término para enfatizar la diferencia con respecto a lo que más adelante llamaremos educación estética– generados hoy, por ejemplo, por la televisión, la red y la radio, tienen mucha más fuerza y alcance que los procesos de formación que se dan dentro del marco de la educación institucionalizada. Formación cultural o pseudocultura Theodor W. Adorno analizó en muchos escritos esos procesos de formación cultural, no propiamente en términos de formación cultural, sino hablando, por ejemplo, de adiestramiento, de pseudoeducación o de pseudocultura. Estas expresiones manifiestan claramente su comprensión de la industria cultural como ideología, con lo cual se hace referencia a que los productos de dicha industria orientan la formación de una conciencia falsa entre las personas; y la orientan no sólo a través de contenidos ideológicos, sino también a través de un “carácter ideológico-formal”, que fue una expresión utilizada por Adorno en una conversación con Hellmut Becker sobre el tema “Televisión y formación cultural”, transmitida por la Radio de Hesse en junio de 1963. Con el término contenidos ideológicos se hace alusión, por ejemplo, a cómo la mayoría de series televisivas difunde una gran cantidad de valores positivos, cuya validez efectiva es aceptada dogmáticamente por las personas, pero a costa de ocultar y deformar la realidad. Esos valores positivos tienen que ver con lo que Adorno llamaba “el espantoso mundo de los modelos y arquetipos de una «vida sana»”, mundo que no se corresponde con lo que pasa en la vida fuera del set de televisión o del estudio fotográfico, pero que induce a las personas a creer que esa vida sana producida artificialmente puede compensar o resolver los problemas sociales, o incluso que dicha vida sana es la verdadera vida. En otras palabras, la carga de contenido ideológico de los productos de la industria cultural consiste, especialmente, en alimentar un falso realismo, la imagen de un mundo armónico y sin problemas (o cuyos problemas particulares siempre acaban resolviéndose a la perfección), que es sobrevalorado como si se tratara del mundo real. Por eso Adorno consideraba que, en cuanto a formación de conciencia, las realizaciones de la industria

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cultural pueden llegar a ser “políticamente mucho más peligrosas” que un debate político televisado. Pero más allá del contenido ideológico hay un carácter ideológico-formal de los productos de la industria de la cultura, que se refiere a problemas analizados por Adorno, sobre todo, en escritos de la década de 1930 y de los primeros años de la década de 1940, como “Sobre la situación social de la música” (1932), “Sobre el jazz” (1936), “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del escuchar” (1938) o “Sobre música popular” (1940). Según Adorno, este carácter ideológico-formal genera la dependencia de las personas respecto de los productos de la cultura de masas, e implica también formación de falsa conciencia, aunque a través de un proceso de formación que es diferente de aquel que se promueve a través de los contenidos. En primer lugar, hay que decir que los productos de la industria cultural generan dependencia por varias razones, pero fundamentalmente porque, al estar fabricados de acuerdo con esquemas prefijados y siempre iguales, motivan formas de utilización o de reacción que han sido fijadas también con anterioridad y que varían sólo en la superficie. Mejor dicho, estas formas de utilización o de reacción, que consisten en el simple reconocimiento de estructuras que son repetidas una y otra vez, generan un placer y una tranquilidad que el televidente o el radiooyente está siempre deseoso de volver a sentir. Por eso no debe sorprender que la industria cultural forme a hombres y mujeres, desde los primeros años, para que eviten cualquier esfuerzo sensible e intelectual durante el tiempo libre que les deja el estudio y el trabajo; y no debe sorprender porque de eso depende el negocio, del convencimiento de las personas, por un lado, sobre la idea de que las producciones culturales, incluidas las obras de arte, no requieren ser comprendidas sino que sirven para entretener, para generar placer, y, por otro, sobre la idea de que ese es el beneficio inmediato que deben brindar en la medida en que son bienes por los cuales se paga un dinero. En segundo lugar, la industria cultural forma falsa conciencia –sobre todo entre niños y jóvenes, que son hoy el centro de

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casi todos sus mitos–, también en el sentido de que gracias al esquematismo formal de sus producciones, del cual hablamos hace un momento, las personas son preparadas para adaptarse, sin oponer resistencia, sin reflexionar realmente sobre ello, a las precarias condiciones materiales que esta sociedad les impone. Los productos con los cuales las personas se divierten, supuestamente para alejarse del esquematismo del trabajo, son a su vez tan esquemáticos, están hechos sobre moldes tan rígidos, que las personas ya no disfrutan realmente, sino que durante el tiempo libre llevan a cabo “reproducciones del mismo proceso de trabajo”, como se lee en Dialéctica de la Ilustración, libro que Adorno escribió junto con Max Horkheimer durante el exilio en Estados Unidos y que se publicó por primera vez en 1944. Posiblemente en otra época el disfrute artístico sí implicó un valor subjetivo en relación con las obras de la cultura, pero hoy es presumible que la popularidad de, por ejemplo, una canción reemplace casi por completo el valor que podía representar en el pasado el disfrute personal. Para decirlo de otra manera: disfrutar de la canción que hoy está de moda en la radio es casi lo mismo que reconocerla, reconocerla apenas se escuchan los primeros compases y sentirse familiarizado con lo que sigue. De allí la frase de Adorno según la cual “del proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina sólo es posible escapar adaptándose a él en el ocio”, con lo que se da a entender que el automatismo físico y mental en el que los productos de la industria de la cultura sumen al consumidor es, en definitiva, una manera de adaptarlo al automatismo físico y mental en el trabajo, que es lo que la “sociedad socializada” espera de las personas en la edad adulta. En todo este proceso de formación de falsa conciencia, de una conciencia cosificada, Adorno veía un fenómeno en estrecha relación con la pérdida de la experiencia de las personas en la modernidad. Pero no hablaba de pérdida de experiencia sólo en el sentido de cuán grande es el “empobrecimiento del tesoro de imágenes” que conserva hoy en día la memoria de cada persona, o de cuán grande también el “empobrecimiento del lenguaje y de la expresión en general”, como resultado de los procesos de formación al hilo de los productos de la industria cultural, sino en el sentido literal de que la relación de consumo, de simple utilidad frente a esos productos, provoca en las personas una “no-capacidad-de-experiencia”. Las personas ya no son capaces 18

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de experimentar –decía Adorno en 1966 en otra de sus conversaciones radiales con Hellmut Becker, esta vez sobre el tema “Educación ¿para qué?”–, precisamente porque “entre ellas y lo que ha de ser experimentado se interpone activamente esa capa estereotipada” del consumo (aquel esquematismo formal y aquellos contenidos culturales positivos aprobados colectivamente, así como el esquematismo del pensamiento que resulta de ello), que excluye precisamente lo que hacía posible la experiencia, es decir, el pensamiento inmanente al objeto, a lo que Adorno llama concienciación, y la espontaneidad. Adorno expresó esta idea en un pasaje del fragmento “No llamar” de Minima moralia (1951), con cuya lectura podemos terminar esta primera parte. “De la extinción de la experiencia no es poco culpable el hecho de que las cosas, bajo la ley de su pura utilidad, adquieran una forma que limita el trato con ellas al mero manejo sin tolerar el menor margen, ya sea de libertad de acción, ya de independencia de la cosa, que pueda subsistir como germen de experiencia porque no pueda ser consumido”. Educación estética En sus conversaciones con Hellmut Becker durante la década de 1960 y en conferencias sobre el tema de la educación, como “Teoría de la pseudocultura” (1959) y “Educación para la emancipación” (1969), Adorno sostuvo la idea de que la educación, durante mucho tiempo, estuvo determinada por una dialéctica: se trata de la dialéctica entre la adaptación social y la determinación autónoma de las personas. La educación en el siglo XVIII aún se refería a ambas cosas, a conducir a las personas a fundamentar su propia conciencia de manera libre y a que actuaran en correspondencia con las exigencias más generales de la sociedad, ya que los dos momentos eran considerados tácitamente como necesarios para construir una sociedad racional, humana. La autodeterminación efectiva de las personas parecía entonces la garantía de una sociedad cada vez mejor determinada en su conjunto. Sin embargo, dice Adorno, desde el siglo XIX y poco a poco de manera más fuerte y abarcadora, debido a la presión de la creciente burocratización de la sociedad y a los procesos que en la primera parte llamamos de formación cultural, la educación sufrió una importante transformación. En ella se fue disolviendo la tensión entre autodeterminación y adaptación, y esta última adquirió mayor importancia, de modo que la educación 19

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para que las personas asimilen las condiciones de trabajo y la exigencia de competir entre sí ha tendido, incluso, a convertirse en la medida de la eficacia de casi todos los procesos educativos. Como era característico en la mayoría de sus reflexiones, Adorno fue muy categórico a este respecto: decía que los procesos de educación, de educación institucionalizada y de formación cultural, hacen hoy posible la supervivencia de la persona al socializarla, pero que esto no va más allá de permitir una supervivencia de la persona “sin yo”, sin la capacidad de pensar por sí misma y sin poder actuar espontáneamente. Debido a ello concebía que una educación auténtica hoy, incluida una educación en el ámbito del arte, debería fortalecer la resistencia de las personas, su autodeterminación racional en tanto que personas libres, y no reforzar los mecanismos de adaptación a unas condiciones sociales que son muy malas. Lo que Adorno llama educación para la resistencia –que no significa, por supuesto, educar a las personas para que se aíslen de la sociedad– es de suma importancia porque su realización es políticamente necesaria para la construcción de una sociedad realmente democrática, que exige la formación de personas capaces de pensar y de actuar autónomamente. A esto mismo hacía referencia cuando decía, en una conferencia titulada “La educación después de Auschwitz” (1966), que la educación carece de sentido mientras no sea “educación para una autorreflexión crítica”. Dicha educación debería conducir ya desde la infancia, por ejemplo, a no identificarse de manera ingenua con aquellos imaginarios y arquetipos aprobados socialmente de los que hablamos antes, a desenmascarar pronto el carácter formal y los contenidos ideológicos de la cultura de masas, y posteriormente a “elevar clarificadoramente a conciencia” el contexto y las circunstancias del fracaso de esa cultura, que por supuesto no es un fracaso económico. Estas son las razones por las que la palabra educación, en la obra de Adorno, se refiere esencialmente a la consecución de una conciencia cabal. En el ámbito del arte, conseguir esa conciencia cabal exige tener presente, antes que nada, dos cuestiones que son mencionadas por Adorno en un pasaje de la introducción esbozada para la póstuma Teoría estética (1970). En ese pasaje se lee que “una relación genuina entre el arte y la experiencia de la conciencia del arte consistiría en la educación que enseña a oponerse al arte en tanto que bien de con20

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sumo y hace comprender sustancialmente al receptor qué es una obra de arte”. En primer lugar, entonces, la educación estética debe permitir la comprensión de que las obras de arte auténticas no son objetos de consumo, es decir, de que no existen simplemente para generar placer sin la mediación del pensamiento y para ser desechadas una vez que se las ha utilizado. En segundo lugar, y esto va de la mano con lo anterior, la educación estética debe permitir la comprensión de que las obras de arte poseen un contenido de verdad, un contenido de verdad que no es conceptual y que, precisamente por eso, exige la mediación del pensamiento y de los conceptos. Es fundamental, incluso, saber que mientras uno no comprenda qué es lo que ve al enfrentarse, por ejemplo, a una pintura, no sólo no disfrutará de ella sino que tampoco será capaz de percibirla, debido a que la experiencia artística quedará reducida inevitablemente a la aceptación de ideas estereotipadas sobre el arte y, posiblemente, a la repetición de actitudes que las personas adoptan frente al arte por considerarlas culturalmente correctas. La educación estética debe por ello hacer comprensible que la percepción y el disfrute del arte no son lo más inmediato, sino la meta de una experiencia artística plena, que implica necesariamente el conocimiento objetivo de las obras. Por supuesto, la educación estética no sólo debe hacer esto comprensible; debe sobre todo, lo cual es mucho más difícil, generar un proceso de autoformación para que las personas estén en la capacidad de realizar ese conocimiento objetivo, que significa esencialmente comprender las características materiales y formales de las obras de arte y las intenciones de verdad inherentes a ellas, o como lo llama Adorno –siguiendo la tradición de la teoría romántica del arte estudiada por Walter Benjamin en El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán–, comprender el arte en virtud de la “inmanencia reflexiva de las obras”. Ahora bien, para que la experiencia del arte se dé como un proceso de conocimiento objetivo, es indispensable que la persona se olvide de sus intereses personales más inmediatos, y que concentre su atención en lo que la obra de arte expresa material y for21

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malmente. En palabras de Adorno, la experiencia artística “exige algo así como la autonegación del contemplador, su capacidad de captar lo que los objetos dicen y callan por sí mismos”; por eso en el capítulo final de Teoría estética se dice que la educación estética no sólo pone de manifiesto que las obras de arte están constituidas objetivamente, sino que “afecta también al comportamiento” en la medida en que “pone fuera de acción al receptor (en tanto que persona empírico-psicológica) en beneficio de su relación con la cosa”. Vale la pena subrayar que cuando se habla de poner fuera de acción al receptor o de la autonegación del contemplador, no se hace referencia a que la educación estética lleve a cabo un debilitamiento de las capacidades sensibles e intelectuales de las personas. Por el contrario, si lo que se busca es comprender objetivamente las obras de arte, entonces es necesario que cada persona desarrolle plenamente las capacidades que ese proceso de comprensión exige: según Adorno, la espontaneidad y la concienciación. La persona debe desarrollar, por un lado, una “sensibilidad micrológica” que haga posible sentir los pasajes o los estratos de una obra de arte, antes de prestarle atención a la forma en su conjunto, ya que sin ello no se da el proceso de pensamiento; y por otro, desarrollar la concienciación, que no se refiere solamente al “decurso lógico-formal” del pensamiento, sino a la capacidad de pensar en el objeto, porque la concienciación implica precisamente, en palabras de Adorno, una “relación entre las formas y estructuras de pensamiento del sujeto y lo que no es el propio sujeto”. Es en razón de esto que una educación estética genuina se opone a la pseudocultura, pues sólo cuando el contemplador de una obra de arte se olvida de sus intereses personales puede actuar espontáneamente, sin prestarle atención a ideas culturales prefabricadas, y al mismo tiempo experimentar un incremento de la concienciación. Lo que se ha dicho hasta aquí explica por qué Adorno pensaba, como lo expresa en Teoría estética, que “el resultado” de un proceso serio de educación estética es “el distanciamiento”: la educación estética implica distanciarse de la idea de que el arte es consumible como cualquier producto fabricado para el consumo inmediato, y que el contemplador se distancie de sus intereses personales en el momento de la experiencia objetiva del arte. Sin 22

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embargo, la educación estética produce un distanciamiento en otro sentido, tal vez más importante y sobre el cual el lector posiblemente ya haya reflexionado. Para decirlo sin rodeos, una experiencia artística que tenga como base una buena educación estética es un distanciamiento, y sobre todo un “correctivo”, según Adorno, de la falsa conciencia, de la conciencia cosificada que produce la sociedad de consumo. En Teoría estética se dice que el momento de autonegación del contemplador, para el cual debe formar la educación estética, convierte la experiencia con las obras de arte en “el modelo de un estado de la conciencia en el que el yo ya no tiene su felicidad en sus intereses, en su reproducción”, sino sencillamente en comprender lo que está fuera, lo que el yo no es y sobre lo cual no puede esgrimir ningún derecho de pertenencia; en fin, en establecer y esclarecer la relación, una auténtica relación, con “lo-otro-de-sí”, sin utilizarlo, sin consumirlo. Posiblemente la educación estética contribuya también –esto ya no lo afirma Adorno pero vale la pena dejar planteado el asunto– a revitalizar la capacidad de experimentar que es paralizada por los procesos de formación de la pseudocultura, y es posible porque, como ya lo mencionamos al final de la primera parte, para Adorno la capacidad de tener experiencias, en general, se sustenta precisamente en el proceso dialéctico de concienciación y espontaneidad en que consiste la experiencia del arte. “Lo que engendra el contenido objetivo de la experiencia”, asegura en uno de sus últimos escritos, “Sobre sujeto y objeto” (1969), es esencialmente “la remoción de lo que impide a esa experiencia, en cuanto no plena, entregarse al objeto sin reservas”, es decir, “con la libertad que distiende al sujeto cognoscente hasta que se pierde en el objeto”. Finalmente, es preciso decir que toda educación está en la obligación de ser consciente de sus propias limitaciones. Adorno consideraba que la educación tiene que ser autorreflexiva, y eso debe llevarla a comprender que “la educación por sí sola no garantiza la sociedad racional”, que no estará garantizada entretanto las condiciones materiales de la existencia sean las que han sido hasta el día de hoy. Está bien que el ideal de la educación estética sea contribuir, desde el medio de la experiencia de conocimiento de las obras de arte, a liberar a las personas de su dependencia 23

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mental frente a la burocracia social y la industria de la cultura. Sin embargo, el papel cumplido por dicha educación no debe absolutizarse, porque sería muy ingenuo creer que el conocimiento de las obras de arte puede resolver todos los problemas. Cuando esto pasa, cuando se cree ciegamente en que la sola experiencia del arte puede salvar a los hombres y sacar a flote a la sociedad, entonces la educación estética no realiza lo que puede y debe realizar –esa contribución a la corrección de la falsa conciencia y a la formación de una conciencia cabal–, sino que acaba generando falsas expectativas y cayendo del lado de la pseudocultura.

Fernando Urueta G. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. Disonancias. Música en el mundo dirigido. Madrid: Rialp, 1966. ---. Consignas. Buenos Aires: Amorrortu, 1973. ---. Educación para la emancipación: conferencias y conversaciones con Helmutt Becker (1959-1969). Madrid: Morata, 1998. ---. Essays on Music. Berkeley and Los Angeles: University of California Press, 2002. ---. Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada [Obra completa, 4]. Madrid: Akal, 2004. ---. Escritos sociológicos I [Obra completa, 8]. Madrid: Akal, 2004. ---. Teoría estética [Obra completa, 7]. Madrid: Akal, 2004. ---. Escritos musicales I-III [Obra completa, 16]. Madrid: Akal, 2006. Horkheimer, Max y Th. W. Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta, 2001.

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EL CONCEPTO DE CRÍTICA LITERARIA EN THEODOR W. ADORNO William Díaz Villarreal

1. Prismas

En su estudio sobre el Romanticismo alemán, Walter Benjamin

decía que, para los románticos, “la crítica posee un momento cognoscitivo, tanto si se la toma por un conocimiento puro como si se la considera ligada a valoraciones” (1988, 29-30)1. De manera más precisa, el concepto romántico de crítica implica “el conocimiento de su objeto” (85). La crítica no era para los románticos una actividad meramente evaluadora, sino fundamentalmente productiva y creativa. En palabras de Benjamin, para los románticos “ser crítico quería decir impulsar la elevación del pensamiento sobre todas las ataduras hasta el punto de que, como por encanto, a partir de la inteligencia de lo falso de esas ataduras vibre el conocimiento de la verdad” (81-82). De este modo, el objeto de la crítica no son solamente las obras de arte, sino todo aquello susceptible de ser conocido2. Aplicada a la obra de arte, la crítica conlleva el desenvolvimiento de la verdad que aquélla encarna. Así la crítica para los románticos “es mucho menos el juicio sobre una obra que el método de su consumación”, pues debe captar y ejecutar las “recónditas intenciones” de ésta (105).

En un sentido que sigue los postulados románticos, Hegel justificaba la reflexión sobre el arte en la medida en que éste ya no tiene el “alto destino” que tenía antaño. El arte, argumentaba, ya El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán fue la tesis doctoral que Benjamin presentó en 1918 y que publicó por primera vez en 1920. 2 De acuerdo con Benjamin, el concepto de crítica de arte descansa sobre supuestos gnoseológicos, de modo que la obra se constituye como un objeto que, en gran medida, se asemeja a los objetos del conocimiento. “Por consiguiente, la exposición del concepto temprano-romántico de crítica exige una caracterización de la teoría del conocimiento objetivo que la subyace”. La crítica y la teoría del conocimiento de la naturaleza “dependen en la misma medida de supuestos sistemáticos comunes y, en tanto que proceden juntamente de ellos, concuerdan entre sí” (Benjamin 1988, 85). 1

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no tiene “esa proximidad, esa plenitud vital o esa realidad que tenía en la época de su florecimiento entre los griegos”. Ya que “nuestras necesidades e intereses se han desplazado a la esfera de la representación”, su satisfacción se encuentra en la esfera de los pensamientos y la reflexión. “Por ello, el arte no ocupa ya, en lo que hay de verdaderamente vivo en la vida, el lugar que ocupaba en el pasado, y su lugar ha sido llenado por las representaciones y las reflexiones”. A causa de ello, “el arte mismo, tal y como es en nuestros días, está destinado a ser un objeto de pensamientos” (Hegel 29). Para Adorno, la necesidad de la reflexión sobre el arte, que implica la necesidad de la estética misma, parte de supuestos similares. Como Hegel, Adorno supone que, en las sociedades premodernas, la aparente inmediatez del arte estaba garantizada por la “inmediatez” del sentido teológico y metafísico, tal y como puede percibirse, por ejemplo, en la estrecha vinculación que tiene con la sociedad el arte religioso de la Edad Media. En el borrador de la introducción a Teoría estética3, Adorno afirma que el advenimiento de la modernidad ha implicado una disolución del sentido metafísico que se agudiza en el arte como la crisis de su propio sentido (452). “Si, como pensaba Hegel, ya ha pasado la hora del arte ingenuo, el arte tiene que acoger a la reflexión e impulsarla hasta que ya no flote sobre él como algo exterior, ajeno” (454). Así, dada la disolución del sentido que, en cierta medida, impregnaba inmediatamente las obras de arte del pasado, en el momento presente, más que en ningún otro, el arte demanda la mediación conceptual para poder seguir diciendo algo. Sin embargo, el desarrollo histórico del arte obliga a una forma de mediación que incorpore los momentos que determinan la obra misma y que no se base en la imposición arbitraria de preceptos emanados de un sistema filosófico exterior. Por esta razón, aunque Adorno comparte algunos supuestos de Hegel y de los románticos alemanes, también aboga por la necesidad de superar la estética tradicional que ellos representaban. En el mismo texto, Adorno reconoce lo anticuado del concepto de estética Adorno planeaba terminar su Teoría estética a mediados de 1970. Sin embargo esta obra quedó sin terminar ya que Adorno murió de un ataque al corazón en agosto de 1969. En 1970 se publicó el texto en una edición póstuma, en la que se incluyó, como apéndice, un borrador de introducción que Adorno había redactado. 3

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filosófica. Agrega, no obstante, que tal obsolescencia se debe al carácter general y normativo que ha caracterizado a la estética, incluso en los planteamientos dialécticos de Hegel: “Kant y Hegel fueron los últimos que, dicho crudamente, pudieron escribir una estética grande sin entender nada de arte. Esto fue posible mientras el arte se orientó por normas generales que la obra individual no ponía en cuestión, si bien las licuaba en su problemática inmanente” (443). Desde la segunda mitad del siglo XIX, el arte ha puesto cada vez más en duda tales normas generales. Ya que “lo que se instaura como norma estética eterna ha llegado a ser y es perecedero”, las categorías tradicionales con las que se evaluaba el arte, como por ejemplo, las nociones a priori de los géneros literarios, se han vuelto problemáticas. Así ocurre en las obras de Beckett, que no pueden tomarse literalmente como tragedias o comedias –y ni siquiera como tragicomedias–; en cambio, ellas “ejecutan el juicio histórico de esas categorías en tanto que tales, [...] en conformidad con el arte moderno a tematizar sus propias categorías mediante la autorreflexión” (451). Una estética que dé verdadera cuenta de las obras de arte contemporáneas no puede formarse de conceptos a priori que, por decirlo así, flotan libremente sobre las obras concretas, sino que debe desplegar de manera inmanente sus posibilidades. Ahora bien, tal estética no puede desligarse de la actividad crítica y el comentario. Como los románticos alemanes, Adorno define la crítica literaria por su papel en el desenvolvimiento de la verdad que se adscribe a las obras artísticas. Ya que el arte está sometido a presiones históricas reales, las obras deben comprenderse como objetos en devenir y no como objetos eternos e inmutables. En Teoría estética, Adorno afirma que “lo que las obras dicen mediante la configuración de sus elementos significa en épocas diferentes algo objetivamente diferente, y esto afecta finalmente a su contenido de verdad” (258). La labor de la crítica y del comentario sobre las obras consiste en consumar su devenir, es decir, en llevar a cabo el despliegue histórico que, en la obra concreta, se encuentra tan sólo como germen. Sin embargo, tal despliegue sólo adquiere sentido en la medida en que estas dos actividades “alcancen el contenido de verdad de las obras”, lo cual sólo es posible cuando ellas 31

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“se agudizan como estética”. En otras palabras, “el contenido de verdad de una obra necesita la filosofía” (453). En un pasaje crucial de Teoría estética, Adorno afirma lo siguiente: El contenido de verdad de las obras de arte es la resolución objetiva del enigma de cada una. Al reclamar una solución, el enigma remite al contenido de verdad. Éste sólo se puede obtener mediante la reflexión filosófica. [...] La crítica postula que se comprenda el contenido de verdad. No se ha comprendido aquello cuya verdad o falsedad no se ha comprendido, y éste es el negocio del crítico. El despliegue histórico de las obras a través de la crítica y el despliegue filosófico de su contenido de verdad están interrelacionados. [...] Las obras de arte no alcanzan lo que se ha querido objetivamente en ellas. La zona de indeterminación entre lo inalcanzable y lo realizado conforma su enigma. (174-175)

Desde un punto de vista decisivo, la crítica es una tarea interpretativa cuyo horizonte sería la verdad de la obra, que en el pasaje citado se designa como la solución del enigma que ella encarna. El contenido de verdad es, así, “una extrapolación de lo irresoluble” en la obra. Ahora bien, este enigma no puede determinarse como una idea en la que pueda disolverse la obra, pues una noción semejante es siempre exterior y abstracta a las obras mismas, a causa de su indiferencia con respecto a la historia. Igualmente abstracta y exterior es la intención subjetiva del artista. Tal intención no es más que uno de los momentos del proceso artístico, pero no agota el contenido de verdad, ya que –tal y como afirma Adorno en “Parataxis”4– es fácil ver en la experiencia del artista cuán determinado está éste por la coerción de la obra: de hecho, ésta será más lograda “cuanto más se supere sin dejar rastro la intención de lo configurado” (2003, 430). Por estas razones, el contenido de verdad no puede formularse explícitamente por la investigación filológica o histórica. Tampoco puede identificarse inmediatamente, y en cambio sólo puede ser perfilado por la mediación de la crítica. “Lo que trasciende a lo fáctico en la obra de arte, su contenido espiritual, no se puede atribuir a un fenómeno sensorial concreto, sino que se constituye a través de éste”. Desde este punto de vista, el enigma de “Parataxis” fue una conferencia sobre la poesía tardía de Hölderlin que Adorno pronunció a mediados de 1963. Una versión ampliada se publicó en Neue Rundschau en 1964 y fue, finalmente, incorporada por el autor al tercer volumen de Notas sobre literatura, que apareció en 1965. 4

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la obra –su contenido de verdad– está mediado en sí mismo por su forma. De hecho, “las obras completamente formadas, a las que se acusa de formalismo, son las más realistas porque están realizadas en sí mismas y en virtud de esa realización realizan su contenido de verdad” (Adorno 2004, 176). La mediación que lleva a cabo la crítica debe dar cuenta ante todo de la dimensión formal de la obra, lo que significa en otras palabras que se debe tener presente su carácter de apariencia. Sin embargo, la crítica no puede agotarse en este momento de la apariencia, pues su objetivo se encuentra más allá de ella. A propósito de la poesía de Hölderlin, Adorno comenta: La verdad de un poema no existe sin su estructura, la totalidad de sus momentos; pero al mismo tiempo es lo que excede a esta estructuración en cuanto la de la apariencia estética: no desde afuera, a través de un contenido filosófico enunciado, sino gracias a la configuración de los momentos, los cuales, tomados en su conjunto, significan más que lo que la estructura denota. (2003, 433)

Aunque la poesía necesita la filosofía para sacar a la luz su contenido de verdad, ésta no puede secuestrarlo por medio de la identificación con un sistema conceptual, ya que “lo que es verdadero y posible como poesía no puede serlo literal e íntegramente en cuanto filosofía” (435). De esta manera, la limitación más importante de la crítica de Heidegger a la poesía de Hölderlin consiste, a los ojos de Adorno, en su casi total indiferencia hacia lo específicamente poético: el filósofo del ser parte erradamente de lo pensado por Hölderlin –de sus frases gnómicas y sentenciosas–, sin determinar su relevancia para lo específicamente poético de sus poemas5. Heidegger devuelve la poesía de Hölderlin al género de la “poesía de ideas” (Gedankendichtung) y mezcla lo real de los poemas, su contenido de verdad, con lo inmediatamente dicho –es decir, con los contenidos intelectuales que puedan integrarse en la obra–6. Adorno argumenta, contra tales interpretaciones de Hölderlin, que “las frases gnómicas pertenecen a lo poetizado de Los ensayos de Heidegger sobre Hölderlin están reunidos en el volumen titulado Aclaraciones a la poesía de Hölderlin (2005). 6 Adorno dirige una crítica similar a los ataques que Lukács lanzó contra la vanguardia literaria en su polémico libro de 1958, Wider den mißverstandenen Realismus (que fue traducido al español en 1963 como Significación actual del 5

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manera meramente mediatizada, en su relación con la textura de la que, ella misma medio artístico, sobresalen” (437). La lectura equivocada de Hölderlin por parte de los filósofos del ser se basa así en una confusión que se deriva del hecho de que las abstracciones del poeta se asemejan al medio de la filosofía. Sin embargo, el uso de tales abstracta no denota ni palabras guía ni fundaciones del ser, sino que está determinado por “la refracción de los nombres” que caracteriza la poesía de Hölderlin. Al dar testimonio de la diferencia entre el nombre y el sentido evocado, los nombres abstractos se convierten en “reliquias de aquello de la idea que no se puede hacer presente” (445). Según Adorno los nombres en los siguientes versos, extraídos de la elegía “Pan y vino”, no representan un lugar más allá de la historia, sino que se reconocen como históricos en su uso poético: El pan es el fruto de la tierra, pero la luz lo bendice, y del dios del trueno procede la alegría del vino. Por eso recordamos a los celestiales que antaño estuvieron aquí y vuelven a su debido tiempo. Por eso los vates cantan también con gravedad el dios del vino y no le suena ociosamente compuesta al viejo la loa7. (cit. en Adorno 446-447)

La interpretación de Adorno desarrolla al mismo tiempo una crítica a la estética clasicista según la cual la idea y la intuición se unen en el símbolo, principio básico de la traducción ontológica que caracteriza las interpretaciones de Heidegger. Según Adorno, en el poema de Hölderlin los celestiales no son ningún en realismo crítico). De acuerdo con Adorno, Lukács simplifica el arte moderno al suponer que, en éste, el estilo, la forma y la técnica están sobrevalorados, pues no parece darse cuenta de que son precisamente los momentos formales de la obra los que distinguen el arte como conocimiento de otro tipo de conocimiento: un arte que niegue su modo de representación niega su propio concepto. De este modo, argumenta Adorno, Lukács malinterpreta los momentos formales de la obra como mero accidente, en lugar de entender su función en la sustancia estética (2003, 242-269). 7 “Brot ist der Erde Frucht, doch ists vom Lichte gesegnet, / Und vom donnernden Gott kommet die Freude des Weins. / Darum denken wir auch dabei der Himmlischen, die sonst / Da gewesen und die kehren in richtiger Zeit, / Darum singen sie auch mit Ernst, die Sänger, den Weingott / Und nicht eitel erdacht tönet dem Alten das Lob”.

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sí inmortal, sino aquello a lo que los vates cantan “con gravedad”, pues dejaron el pan y el vino como signos de algo perdido y esperado junto a ellos. En este sentido, los celestiales no son ideas platónicas que encarnan el ser, sino algo perdido: el poeta dice de ellos que “antaño / estuvieron aquí”. Tal pérdida, dice Adorno, “ha emigrado al concepto y arranca a éste del insípido ideal de lo universalmente humano”. Este poema no es entonces un canto a la confianza en el origen y la tierra, como sugiere una lectura en la línea de Heidegger. En cambio, los celestiales, en tanto que abstracción, acaban con “la ilusión de su reconciliabilidad” y de este modo adquieren una segunda vida, más concreta, en el ámbito de la lengua. Este ejemplo deja ver que el análisis formal de las obras no es indiferente de su contenido filosófico o intelectual que, en este caso, se señala por la abstracción a la que remite la imagen de los celestiales. En otras palabras, en una obra literaria el contenido y la forma no son dos cualidades abstractas y separadas, sino que configuran una unidad. Sin embargo, esta unidad no es necesariamente orgánica, sino que se revela como tensión entre sus momentos. Así, “en lugar de investigar vagamente la forma, hay que preguntarse qué es lo que esta misma, en cuanto contenido sedimentado, aporta” (450). En el caso de la poesía de Hölderlin, puede observarse, desde esta perspectiva, que el lenguaje se aleja, transmite aislamiento y separación del sujeto y el objeto. De este modo, la forma lingüística aporta alienación y no, como creía Heidegger, la reintegración de lo separado en el origen. Por otra parte, la alienación del lenguaje que se lleva a cabo en la poesía de Hölderlin tiene un correlato fundamental en la alienación general del sujeto en la modernidad. El hecho, por ejemplo, de que los abstracta de Hölderlin no sean vistos meramente como ideas ahistóricas sino como cristalizaciones que aspiran a una concreción en el lenguaje, hace evidente el aspecto histórico de la obra. Tal aspecto, en todo caso, no puede ser introducido subrepticiamente como una proyección subjetiva del crítico, sino que debe estar mediado en la forma misma. Lo que justifica su introducción no es, entonces, una relación de contemporaneidad entre el origen de una obra y sus circunstancias históricas, sino el hecho de que la historia y la sociedad se sedimentan, por decirlo así, como un momento de la obra que aparece en ella de manera negativa.

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El ensayo de Adorno acerca de “La posición del narrador en la novela contemporánea” es un ejemplo de la puesta en práctica de estos principios8. En primer lugar, en este ensayo es evidente el interés de Adorno por entender de qué manera las cualidades formales de las obras están sometidas a una serie de transformaciones históricas que responden a algo semejante a un desarrollo inmanente de las formas literarias. A partir de los presupuestos de Lukács en Teoría de la novela, Adorno argumenta que “la novela ha sido la forma específica de la época burguesa”, cuya demanda de objetividad hizo del realismo (definido como el intento de presentar el contenido de las novelas de tal modo que de ellas emana la sugestión de la realidad) su procedimiento formal inherente. Sin embargo, debido al desarrollo histórico de esta forma literaria, tal procedimiento se volvió cuestionable durante el siglo XX: un subjetivismo como el actual, que “no tolera ya nada material sin transformación”, no permite que haya espacio para la representación de la objetividad. Este proceso –que se acelera con la espiritualización del lenguaje de Flaubert, y pasa por la novela psicológica de Dostoievski, la técnica micrológica de Proust y la forma del monólogo interior de Joyce– no sólo ha transformado la novela, sino que ha puesto en duda su propia validez. Mientras que la ilusión de las novelas realistas del siglo XIX producía ante el lector una distancia semejante a la del “escenario de tres paredes en el teatro burgués”, las novelas contemporáneas intentan deshacerla. Es así como en Proust la distancia “varía, como las posiciones de la cámara en el cine: al lector tan pronto se le deja fuera como, a través del comentario, se lo lleva a la escena, tras los bastidores, a la sala de máquinas”; y en Kafka esa distancia es completamente abolida: “a base de shocks, [Kafka] destruye el recogimiento contemplativo del lector ante lo leído” (2003, 41-47). Además, la crítica de Adorno vincula este desarrollo a transformaciones culturales más amplias que dan cuenta, por ejemplo, de nuevas formas de experiencia. En el mismo ensayo, Adorno sugiere que el proceso de disolución de la distancia estética está ligado a un proceso histórico doble. Por un lado, “del mismo “La posición del narrador en la novela contemporánea” tuvo su origen en una conferencia radiofónica para una emisora berlinesa. Este ensayo fue publicado por primera vez en 1954 en la revista Akzente. Luego, Adorno lo incluyó el en primer volumen de Notas sobre literatura, que apareció en 1958. 8

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modo que la fotografía relevó a la pintura de muchas de sus tareas tradicionales, así han hecho con la novela el reportaje y los medios de la industria cultural, especialmente el cine”. Los nuevos medios de comunicación, que aparecieron durante la segunda mitad del siglo XIX, obligaron a la novela a cambiar su forma. Las demandas de objetividad que el realismo hacía a la novela fueron asumidas por las nuevas tecnologías de comunicación, de modo que “la novela debería concentrarse en lo que la crónica no puede proveer”. Por otro lado, “la identidad de la experiencia, la vida en sí continua y articulada que es la única que permite la actitud del narrador, se ha desintegrado”. Este fenómeno puede captarse, por ejemplo, en “la imposibilidad de que cualquiera que haya participado en la guerra cuente de ella como antes uno podía contar de sus aventuras” (42-43)9. Para continuar teniendo sentido en un mundo administrado, la novela –la forma realista por excelencia– se había visto obligada a abandonar su tradicional impulso hacia una objetividad basada en la técnica de la ilusión teatral. En un estado de alienación universal, en el que los individuos se transforman en meros agentes de producción, la apelación de la novela realista a la ilusión pierde todo su sentido. Al contrario, se convierte en una afirmación de ese mundo, al ser incorporada al esquema de producción en serie para el entretenimiento fácil. Así, la novela ha tenido que abandonar cualquier aspiración a la ilusión y nombrar las cosas directamente, disolviendo la distancia estética. Este es el lugar histórico-literario de Kafka, por ejemplo, cuyas obras son “la respuesta anticipada a una constitución del mundo en la que la actitud contemplativa se convirtió en escarnio sanguinario, porque la amenaza permanente de la catástrofe no permite ya a ningún hombre la observación neutral y ni siquiera la imitación estética de ésta” (47). Desde En estos análisis la influencia de Benjamin sobre Adorno es indiscutible. Las referencias al reportaje y la imagen de los soldados que vuelven mudos de los modernos campos de batalla aparecen en “El narrador”, que Benjamin publicó en 1936 (1991, 111-134). Una discusión detallada sobre las relaciones entre Benjamin y Adorno puede encontrarse en los libros de Susan Buck-Morss (1981, 274-357), Richard Wolin (1994, 163-212) y Shierry Weber Nicholsen (1997, 137-225). También ha sido publicado en español un volumen de textos de Adorno sobre Walter Benjamin (1995), así como la correspondencia entre ambos (1998). 9

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este punto de vista, las obras de arte no representan el mundo circundante, sino que se enfrentan a él como una negación determinada de las condiciones históricas y sociales. En este punto, cabe hacer una breve referencia a las ideas de Adorno sobre los géneros literarios y artísticos. Desde la perspectiva de Adorno, cada obra es una mónada, “centro de fuerza y cosa a la vez”, de modo que “las obras están cerradas una frente a otra, son ciegas entre sí” (2004, 240). Sin embargo, ellas “representan lo que está fuera” y por eso no se puede renunciar al concepto de género literario. Según Teoría estética, a pesar de que, “ciertamente, nunca ha habido una obra de arte importante que haya correspondido por completo a su género” (265), el principio de individuación que subyace a cada obra particular sólo es posible en la generalidad que plantea la noción de género. Son, pues, las necesidades históricas de los materiales las que determinan lo sustancial de los géneros y las formas. La autenticidad de una obra literaria depende, así, de una exigencia objetiva que da coherencia a la obra, y tal exigencia es siempre general. Por esta razón, los procedimientos específicos de los novelistas del siglo XX –la técnica micrológica de Proust, por ejemplo– sólo tienen sentido como el producto de la necesidad histórica de renovar aquellos procedimientos que el realismo burgués había determinado. De este modo, en su exposición sobre la posición del narrador en la novela contemporánea, Adorno plantea la continuidad histórica del género novelesco a través de su negación por parte de cada obra individual, sin caer en la simple indiferencia con respecto a la noción de género. Como lo afirma en Teoría estética: La obra individual no hacía justicia a los géneros subsumiéndose a ellos, sino mediante el conflicto en que los justificó durante mucho tiempo, luego los creó desde sí misma y finalmente los destruyó. Cuanto más específica es la obra, tanto más fielmente cumple su tipo: la frase dialéctica de que lo particular es lo general tiene su modelo en el arte. (268)

La crítica no puede ser indiferente a esta mediación entre lo particular y lo general en la obra de arte, y por eso las demandas objetivas que plantea la noción de los géneros no pueden dejarse de lado a través de una falsa sobrevaloración del genio creador. En tanto que artista, el sujeto está condicionado por las limitaciones objetivas que plantea el material, y por eso su trabajo con 38

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la forma no es el puro reducto de la irracionalidad. “El elogio del artista como creador es injusto, pues relega a invención involuntaria a lo que no lo es”. Al contrario, en las grandes obras puede observarse que quien crea formas auténticas satisface sus demandas objetivas, que están vinculadas a la ley formal que ellas imponen (266). 2. Skoteinós, o cómo ha de leerse Para Adorno la comprensión adecuada de los momentos formales de las obras artísticas y la tensión con los contenidos intelectuales implica, al mismo tiempo, un despliegue histórico de su forma. Tal despliegue se fundamenta, así, en la comprensión básica del hecho de que el contenido de verdad se transforma históricamente. Por eso, el análisis inmanente de las obras de arte por medio de la crítica requiere de una mirada prismática, que dé cuenta tanto de los elementos formales como de los materiales que se sedimentan y se han sedimentado históricamente en la obra. Esta cualidad de la crítica de Adorno implica, de este modo, una enorme conciencia de la forma de exposición, en la medida en que sólo un pensamiento que se asume a sí mismo dialécticamente puede dar cuenta de la riqueza de la obra artística10. Esta actitud de Adorno casi siempre genera una enorme resistencia por parte de quienes se acercan por primera vez a sus textos. Es común escuchar contra él el reproche que, de acuerdo con el mismo Adorno, se le suele dirigir a Hegel: “no valdría la pena desperdiciar el tiempo en quien no sea capaz de expresar inequívocamente lo que quiera decir”. En este sentido, ocurre con frecuencia que formulaciones como el famoso inicio de la Es pertinente citar, en este contexto, una descripción de la obra de Adorno por parte de Peter Uwe Hohendahl –quien, por otro lado, caracteriza el pensamiento de Adorno como “prismatic thought” (pensamiento prismático)–: la obra de Adorno “resiste el deseo de un orden sistemático, la búsqueda de un diseño general que le dé sentido a todos los textos individuales. Cada pieza, el pequeño ensayo o el gran estudio, sigue su propia lógica interna, que no puede extenderse esquemáticamente a otras partes de la obra de Adorno. Para ponerlo en otras palabras, no hay un punto de Arquímedes obvio desde el que todas las partes puedan leerse y entenderse. Así la diferencia entre el centro y el margen se hace inestable. Incluso los lectores avanzados de Adorno han encontrado difícil vérselas con las consecuencias de esta estructura” (Hohendahl vii-viii). 10

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inacabada Teoría estética son intolerables para quien está acostumbrado a la claridad sin equívocos: Ha llegado a ser evidente que ya no es evidente nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida. La pérdida de actuación sin reflexión ni problemas no queda compensada por la infinitud abierta de lo que se ha vuelto posible ante la que se encuentra la reflexión. En muchas dimensiones, la ampliación resulta ser estrechamiento. El mar de lo nunca presentido en el que se adentraron los revolucionarios movimientos artísticos de 1910 no ha proporcionado la dicha aventurera prometida. En vez de esto, el proceso desencadenado por entonces ha devorado las categorías en cuyo nombre comenzó. Cada vez más cosas fueron arrastradas al remolino de los nuevos tabúes; por doquier, los artistas no disfrutaron del reino de libertad que habían conquistado, sino que aspiraron de inmediato a un presunto orden apenas sostenible. Pues la libertad absoluta en el arte (es decir, en algo particular) entra en contradicción con la situación perenne de la falta de libertad en el todo. En éste, el lugar del arte se ha vuelto incierto. (9)

Esta cita reúne muchos de los recursos retóricos que uno podría caracterizar como “adornianos”: el uso frecuente de afirmaciones paradójicas (es evidente que nada en el arte es evidente, la ampliación de las posibilidades del arte resulta ser un estrechamiento); la yuxtaposición de temas y problemas aparentemente inconexos (¿qué tiene que ver el arte en la primera oración con la reflexión en la segunda?); la introducción impertinente de términos técnicos y filosóficos (el todo, la reflexión, la infinitud, el tabú, lo particular); las referencias históricas y culturales eruditas (los movimientos artísticos de 1910); las explicaciones de términos que, a primera vista, confunden más de lo que aclaran (el arte es “lo particular”); las afirmaciones que suenan dogmáticas en su pesimismo (la falta de libertad del todo es una situación perenne); y el uso de imágenes dramáticas para retratar la situación actual (el proceso desencadenado por los movimientos de 1910 ha devorado las categorías que lo alimentaron y las cosas fueron arrastradas al remolino de nuevos tabúes). Todos estos recursos, apretados en una prosa compacta y sentenciosa, producen en muchos lectores una profunda incomodidad, cuando no un rechazo inmediato.

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Sin embargo, denunciar a Adorno por su falta de claridad equivale a renunciar a entenderlo. La actitud que Adorno demanda del lector es la misma que él emplea en su crítica literaria: sólo una lectura inmanente, que siga los giros dialécticos de su argumentación, puede dar alguna cuenta de lo que plantean sus obras. Así, pueden aplicarse a Adorno las palabras que éste usa para referirse a Hegel: Hegel espera del lector dos cosas, que no le sientan mal a la esencia misma de la dialéctica. Debe deslizarse, dejarse llevar por la corriente, no obligar a lo momentáneo a detenerse. De lo contrario lo modificaría pese a su fidelidad y a través de ella. Por otro lado hay que formar un proceso de lupa intelectual, debe retardarse el tempo de los apartes nebulosos de modo tal que éstos no se evaporen, sino que se dejen captar por la vista como en movimiento. (1971, 355; 1981, 160-161)11

Para Adorno, la claridad que se suele exigir al pensamiento sólo es plausible cuando se supone que las cosas carecen de dinámica, es decir, cuando se asume que la distinción entre los objetos es completa, absoluta y estática. Sin embargo, al obrar de este modo el sujeto está decidiendo a priori acerca de los objetos del conocimiento, en lugar de forzar al pensamiento a adecuarse a ellos. La demanda de claridad es propia del pensamiento positivo, cosificado, que congela los objetos para que estén disponibles para fines prácticos exteriores. La dialéctica, que es la base del pensamiento de Adorno, muestra en cambio que no sólo el objeto está en movimiento; “el sujeto no descansa sobre un trípode como una cámara, sino que en virtud de su relación con el objeto que se mueve en sí, también se mueve” (1971, 126-131; 1981, 331334). En estas condiciones, el pensamiento debe cumplir una labor paradójica: “decir claramente lo no claro, lo no firmemente definido, lo no docilitado de la cosificación, de tal modo que sean señalados con la más alta claridad los momentos que se le escapan al brillo de la mirada fijadora o que en general no son En ésta, como en todas las citas en las que la traducción al español disponible se desvía del original, he preferido corregir la traducción de acuerdo con el texto en alemán. Por eso se citan, en un solo paréntesis, tanto la edición de las obras completas de Adorno en su idioma original, como la muy imprecisa traducción española. 11

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accesibles” (1971, 335; 1981, 132). La forma de exposición de Adorno se caracteriza, así, por el intento paradójico de asir las cosas en su particularidad por medio del concepto, que apunta a lo general. Para ello, el pensamiento debe ponerse en movimiento según las transformaciones del objeto y debe evitar la imposición abstracta de categorías externas. Además, el principio que moviliza la dialéctica consiste en que los objetos no se reducen a su concepto, por lo cual los objetos entran en contradicción con la norma del pensamiento tradicional que consiste, precisamente, en adecuar la cosa al concepto y no en hacer que aquella rija la oscilación del pensamiento. Esta contradicción es, por otro lado, “un indicio de la no-verdad de la identidad, del agotamiento de lo concebido en el concepto” (2005, 16-17). Los problemas de los que se ocupa “El ensayo como forma” están íntimamente ligados a estas cuestiones12. El ensayo, dice Adorno, es reacio a la identidad y evita la reducción a cualquier principio; así, “se revuelve contra la doctrina, arraigada desde Platón, de que lo cambiante, lo efímero, es indigno de la filosofía”. Por el contrario, el ensayo parte del principio de que la verdad tiene un núcleo temporal, de manera que “todo contenido histórico se convierte en momento integrante de ella” (2003, 19-20). Ahora bien, la captación de este movimiento de la verdad implica, por un lado, renunciar a las aspiraciones de las corrientes filosóficas que pretenden superar las mediaciones objetivas a las que el pensamiento debe hacer frente para llegar a supuestos protodatos (Urgegebenheiten) originarios. Por el otro, el ensayo debe renunciar a definir sus conceptos y, en cambio, debe introducirlos “sin ceremonias, ‘inmediatamente’, tal como los recibe”. Esto no quiere decir que el ensayo asuma que los conceptos son indeterminados o que los trate arbitrariamente: En verdad, todos los conceptos los concreta ya implícitamente el lenguaje en que se encuentran. El ensayo parte de estos significados y, siendo ellos mismos lenguaje, los hace avanzar. [... El ensayo] no puede pasarse sin conceptos generales –tampoco el lenguaje que no fetichiza al concepto puede prescindir de ellos–, ni procede con ellos arbitrariamente. Por eso se toma la exposición “El ensayo como forma” es uno de los textos más importantes de Adorno, pues pone en evidencia cuáles son las bases cobre las que descansa la forma de exposición de sus textos críticos y filosóficos. Quizá por esta razón este trabajo abre el primer volumen de Notas sobre literatura. 12

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más en serio que los procedimientos que separan método y asunto y son indiferentes a la exposición del contenido objetualizado. [...] No menos sino más que el procedimiento definitorio impulsa el ensayo la interacción entre sus conceptos en el proceso de la experiencia espiritual. En ésta aquéllos no constituyen un continuo de operaciones, el pensamiento no avanza en un solo sentido, sino que los momentos se entretejen como los hilos de un tapiz. La fecundidad de los pensamientos depende de la densidad de la trama. Propiamente hablando, el pensador no piensa en absoluto, sino que se hace escenario de la experiencia espiritual, sin desenmarañarla. (22)

La densidad de la trama de momentos que se entretejen en el ensayo hace evidente la importancia de la forma de exposición. Al enfrentarse a la obra de arte –o a un objeto particular–, el pensamiento no puede buscar la identidad de ésta con el concepto, y por eso debe activar el momento correctivo de la fantasía y el juego, cuya expresión en la forma de exposición inyecta en el ensayo cierta semejanza con la autonomía estética. Por esta razón, afirma Adorno en Dialéctica negativa, “no es el momento estético accidental para la filosofía” (25). Desde este punto de vista, el ensayo se asemeja al arte. No obstante, sería equivocado identificar sin más el ensayo con una forma artística, pues su medio son los conceptos y su aspiración es la verdad despojada de apariencia estética (2003, 13)13. Pero, en todo caso, esta afinidad entre la filosofía y el arte “no autoriza a la primera a tomar préstamos del segundo, menos aún en virtud de las intuiciones que los bárbaros toman por prerrogativa del arte”14. Una filosofía que imitara al arte y que quisiera convertirse a sí misma en obra de arte, dice Adorno, renunciaría al pensamiento en la medida en que postularía el principio de identidad, según el cual el objeto es completamente absorbido por la filosofía (2005, 25-26). Los procedimientos formales que el lector identifica como “adornianos” descansan en estos postulados. Sus ensayos soDe acuerdo con Adorno, el joven Lukács no entendió esta diferencia, y por eso se apresuró a identificar al ensayo como una forma artística en su carta a Leo Pöpper “Sobre la esencia y forma del ensayo” (1985, 13-39). 14 Las intuiciones, por lo demás, como todo lo que cae bajo la mirada humana, no descienden milagrosamente del cielo, sino que en la obra individual siempre “han crecido junto a la ley formal de la obra” (Adorno 2005, 25). 13

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bre literatura no buscan atrapar las obras individuales en una red conceptual externa, sino ponerlas en movimiento, activar el proceso de reflexión que les es inherente. De este modo, el lector que acude afanosamente a un diccionario filosófico para poder conocer el sentido estricto de los términos que Adorno usa está procediendo de una manera inversa a la que reclaman sus ensayos. La actitud del lector de Adorno se debe asemejar más a la que señala una metáfora que él mismo usaba frecuentemente: Con lo que mejor se podría comparar la manera en que el ensayo se apropia de los conceptos sería con el comportamiento de quien en un país extranjero se ve obligado a hablar la lengua de éste en lugar de ir acumulando sus elementos como se enseña en la escuela. Leerá sin diccionario. Si ha visto la misma palabra treinta veces, cada vez en un contexto diferente, se ha asegurado de su sentido mejor que si hubiera consultado la lista de significados, normalmente demasiado estrechos en relación con el cambio constante de contexto y demasiado vagos en relación con los inconfundibles matices que el contexto aporta en cada caso. (1992, 23)

3. Una reconciliación extorsionada En Los testamentos traicionados, Milan Kundera ataca los estudios musicales de Adorno por su excesivo sociologismo15. Según el escritor checo, “Adorno descubre la situación de la música como si se tratara de un campo de batalla político”. En el retrato de Adorno, dice Kundera, Schönberg aparece como un “héroe positivo, representante del progreso”, mientras que Stravinsky es el “héroe negativo, representante de la restauración” (Kundera 73). Así, las disonancias, que fueron antaño la expresión de un “sufrimiento objetivo”, se convierten en Stravinsky en las improntas de una coacción social. La disonancia en Stravinsky se compara pues “(mediante un brillante cortocircuito del pensamiento de Adorno) con la brutalidad política” (87). A partir de estas afirmaciones, Kundera comenta lo siguiente: Lo que me irrita en Adorno es el método del cortocircuito que vincula con temible facilidad las obras de arte con causas, conseEl texto al que se refiere Kundera es Filosofía de la nueva música, que Adorno publicó en 1948. 15

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cuencias o significaciones políticas (sociológicas); las reflexiones extremadamente matizadas (los conocimientos musicológicos de Adorno son admirables) conducen así a conclusiones extremadamente pobres; en efecto, dado que las tendencias políticas de una época pueden siempre reducirse a dos únicas tendencias opuestas, se termina fatalmente por clasificar una obra de arte o del lado del progreso o del lado de la reacción; y como la reacción es lo malo, la inquisición puede incoar sus procesos. (99-100)

Por medio de la imagen del cortocircuito, Kundera indica una profunda y empobrecedora arbitrariedad en el pensamiento de Adorno. El salto lógico de la noción de disonancia a la de coacción social carece de justificación aparente, sobre todo cuando se observa que, para Adorno, las mismas disonancias en el caso de Schönberg son profundamente progresistas. Si tal salto es arbitrario, Kundera tiene razón al suponer que ello conduce por lo general a conclusiones pobres con respecto a las obras artísticas. Desde esta perspectiva, es aún más arbitrario dividir las tendencias políticas en dos polos, el progreso o la reacción, y luego poner las obras individuales en uno de los dos. Estos argumentos justificarían el odio “profundo” y “violento” que Kundera –en tanto que artista y crítico– experimenta ante quienes ven en la obra de arte “una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.)”, en lugar de “una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad” (100). Kundera se basa en el principio de que “las causas más profundas que rigen el ritmo de la historia de las artes no son sociológicas, políticas, sino estéticas: vinculadas al carácter intrínseco de éste o aquél arte” (67)16. Desde el punto de vista estético, la voluntad de Stravinsky como compositor consistía en “abarcar el tiempo entero de la música”, voluntad que Kundera expresa mediante una sugestiva imagen: “Según una creencia popular, en el instante de la agonía el que va a morir ve desarrollarse ante sus ojos toda su vida pasada. En la obra de Stravinsky, la música europea recordó su vida milenaria; fue su último sueño antes de irse hacia un eterno sueño sin sueños” (86). Este principio es una cualidad del arte moderno: “El arte moderno: una rebelión contra la imitación de la realidad en nombre de las leyes autónomas del arte. Una de las primeras exigencias prácticas de esta autonomía: que todos los momentos, todas las parcelas de una obra tengan igual importancia estética” (Kundera 172). 16

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A los ojos de Kundera, Stravinsky hizo una “transcripción lúdica” de obras del pasado, y así sostuvo un diálogo directo con compositores como Chaikovski, Pergolesi, Gesualdo y otros: “la transcripción lúdica de una obra antigua era para él algo así como una forma de establecer una comunicación entre los siglos”. Desde esta perspectiva, el procedimiento de Stravinsky tiene semejanzas con la manera en que Kafka, por ejemplo, reelabora algunos tópicos de David Copperfield en su novela América17. El descubrimiento de Stravinsky consistió, como lo demuestra el pasaje del sacrificio de una joven para que resucite la naturaleza en La consagración de la primavera, en dar forma musical a los ritos bárbaros. De acuerdo con Kundera, lo que Adorno percibía como coacción y violencia sobre la forma musical, y como simple identificación con la instancia destructora, es precisamente aquello que nos permite imaginar la belleza de la barbarie. “Sin su belleza, esa barbarie seguiría siendo incomprensible. [...] Decir que un rito sangriento posee belleza es un escándalo, insoportable, inaceptable. Sin embargo, sin emprender este escándalo, sin ir hasta el final de este escándalo, poca cosa puede comprenderse del hombre” (100). La técnica de Stravinsky, como la de los escritores y novelistas, sirve según Kundera para captar el mundo real de nuevas formas, descubrir dimensiones de la experiencia que antes habían permanecido desconocidas. Sin embargo, Adorno dirige una crítica similar a sus contemporáneos. En su recensión del trabajo de Lukács sobre la vanguardia, por ejemplo, cuestiona duramente la oposición despreocupada que éste hace entre las nociones de lo sano y rebosante de fuerza por un lado, y lo enfermo y decadente por el otro, como cateSegún Kundera –y Kafka mismo lo reconocía– Kafka tomó de la novela de Dickens ciertos motivos (“la historia del paraguas, los trabajos forzados, las casas sucias, la amada en una casa de campo”), algunos personajes y, en general, “la atmósfera que envuelve las novelas de Dickens: el sentimentalismo, la ingenua distinción entre buenos y malos” (89-90). De manera semejante, Kundera hizo una “transcripción lúdica” de Jacques el fatalista en su obra Jacques y su amo. La obra teatral del escritor checo no es una adaptación de Diderot: “era una obra mía, mi variación sobre Diderot, mi homenaje a Diderot: recompuse totalmente su novela; aun cuando las historias de amor están tomadas de las suyas, las reflexiones en los diálogos son más bien mías; cualquiera puede descubrir inmediatamente que hay frases impensables en Diderot; el siglo XVIII era optimista, el mío ya no lo es, yo mismo lo soy aún menos, y los personajes del Amo y de Jacques se entregan en mi obra a oscuros excesos difícilmente imaginables en el Siglo de las Luces” (88). 17

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gorías para la evaluación del arte. Lukács asocia el realismo decimonónico con la salud, y la vanguardia –prácticamente desde Flaubert y Dostoievski– con la enfermedad. Esta grosera distinción parte del supuesto de que la vanguardia se caracteriza por una excesiva atención a una visión sórdida de la existencia, que exacerba la soledad ontológica que caracterizaría la existencia del individuo moderno. Los tipos vanguardistas, como por ejemplo los personajes de Beckett, son casi siempre idiotas, esquizofrénicos, incapaces de establecer una relación armónica con el entorno: en otras palabras, son tipos enfermos. Esta cualidad se debe, según los argumentos del propio Lukács, a un problema de perspectiva: en las obras de vanguardia los elementos subjetivos predominan sobre la configuración objetiva, con lo cual el mundo aparece deformado y decadente. Si quiere tener una verdadera dimensión social, un arte sano y vigoroso debe, en contravía de la vanguardia, encontrar la perspectiva adecuada que permita una mirada más objetiva de la realidad (Lukács 1963, 21-57). Por esta razón, afirma Lukács, la alternativa entre el realismo de Thomas Mann y la vanguardia de Kafka revela los dos polos en los que se ha de debatir la literatura: la salud social o la enfermedad, el progreso o el formalismo. En esta alternativa se ponen de bulto preguntas fundamentales en las que lo que está en juego es la actitud del ser humano hacia la vida: “¿debe concebirse al hombre como víctima indefensa de fuerzas trascendentes, incomprensibles e invencibles, o como miembro de una sociedad humana en la cual su actividad tiene cierto papel, mayor o menor, pero en todo caso codeterminante de su destino?” (104-105). Ahora bien, según Adorno, en los juicios de Lukács “las categorías naturales son proyectadas sobre algo socialmente mediado”, como lo es el arte. Tales categorías son, como las de Heidegger, abstractas con respecto a las obras artísticas, y en esa medida sus análisis caen en el dogmatismo y la asignación de etiquetas pretendidamente estéticas, pero en última instancia determinadas de antemano. Para Adorno, una prueba de tal dogmatismo está por ejemplo en el hecho de que “Lukács reúne bajo los conceptos de decadencia y vanguardismo –para él ambas cosas son lo mismo– cosas totalmente heterogéneas: no solamente Proust, Kafka, Joyce, Beckett, sino también Benn, Jünger, incluso Heidegger; como teóricos, a Benjamin y a mí mismo” (2003, 244-248). Esta distinción entre progreso y barbarie supone, por lo demás, que 47

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existen formas de arte que permiten a la sociedad avanzar hacia una futura reconciliación. Desde este punto de vista, Lukács estaría obrando sobre la vanguardia como, desde el punto de vista de Kundera, Adorno se aproxima a Stravinsky: en el campo de batalla político de la literatura del siglo XX, Thomas Mann y ciertos exponentes del realismo socialista son los representantes del progreso, y Kafka y los escritores más experimentales encarnan la reacción conservadora, reacción sobre la cual la inquisición puede “incoar sus procesos”. No obstante, tanto Kundera, como Lukács y Adorno coinciden en que el arte permite conocer la realidad. El núcleo de las diferencias entre los tres autores se encuentra, pues, en la manera en que conciben tal conocimiento. Para Lukács, el conocimiento que debe proporcionar la obra se ha de basar en una aproximación objetiva a la realidad que dé cuenta tanto de sus posibilidades abstractas como de sus posibilidades concretas, y que sepa distinguir entre ambas. Las primeras son producto de las proyecciones del sujeto, mientras que las segundas tienen como premisa la acción del sujeto en el mundo objetivo. Por esta razón, la reducción de la experiencia al tejido de posibilidades abstractas, que caracteriza las obras de Kafka, Musil, Joyce y Beckett entre muchos otros, empobrece la realidad: “la imposibilidad de diferenciar entre posibilidades abstractas y concretas, así como la reducción del mundo interior del hombre al nivel de una subjetividad abstracta, trae siempre consigo el profundo desvanecimiento de los contornos de su personalidad” (Lukács 1963, 25-27). Para Adorno, esta distinción obligaría a la obra artística a una “rígida contemplación del objeto desde afuera”, y sólo toleraría las huellas del subjetivismo como “perspectiva”. Con ello, Lukács se adhiere irreflexivamente a “un tradicionalismo cuyo atraso estético es indicio de su falsedad histórica”. En efecto, Lukács aboga por un arte que muestre sin ambages la naturaleza social del ser humano, su existencia determinada por la distinción entre sus posibilidades abstractas y concretas. Pero no parece darse cuenta de que es justamente la “soledad ontológica”, que él adscribe al arte de vanguardia, lo que es social en su configuración. En otras palabras, las categorías de decadencia, esteticismo y decadentismo, que pueden percibirse ya en Baudelaire, no son en los artistas modernos una esencia invariante del hombre, sino que son la esencia de la 48

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modernidad. De hecho, dice Adorno, “la estatura de la poesía vanguardista casi podría someterse al criterio de si en ella los momentos históricos se han hecho esenciales como tales, si no han sido allanados hasta la intemporalidad” (2003, 248-252). De este modo, dice Adorno, Lukács lee equivocadamente el arte moderno como si fuera la mera duplicación de una realidad cosificada. Para Adorno, la literatura no se relaciona con la realidad de un modo tan inmediato, pues “el contenido de las obras de arte no es real en el mismo sentido que la sociedad real”: El arte se encuentra en la realidad, tiene su función en ésta, está incluso mediado en sí con la realidad de múltiples modos. Pero, sin embargo, en cuanto arte, según su propio concepto, se enfrenta antitéticamente con lo que ocurre. La filosofía ha dado a esto el nombre de ilusión estética. [...] Frente a lo meramente existente el arte mismo, si no es que lo duplica antiartísticamente, ha de ser, por esencia, esencia e imagen. Sólo así se construye lo estético; así, no meramente contemplando la mera inmediatez, se convierte el arte en conocimiento, es decir, hace justicia a una realidad que esconde su propia esencia y reprime lo que ésta expresa en aras de un orden meramente clasificatorio. Sólo en la cristalización de la propia ley formal, no en la pasiva admisión de los objetos, converge el arte con lo real. (251)

En otras palabras, los momentos sociales que determinan a las obras de arte están contenidos en éstas en tanto que negación determinada. Así, el solipsismo que Lukács achaca a la vanguardia, como si ésta fuera simplemente una teoría del conocimiento mal formada, no implica en el arte la negación del carácter objetivo de la realidad, sino una reconciliación con la objetividad alienada: el sujeto acoge el objeto como imagen en lugar de “petrificarse reificado frente a él”, tal y como ocurre en un mundo alienado. Proust, por ejemplo, descompone la unidad del sujeto al sumergirse en él, de manera que éste “acaba por convertirse en un escenario en el que las objetividades se manifiestan”. De este modo, su supuesto individualismo se convierte en un profundo antiindividualismo: “las grandes obras de arte vanguardistas hacen saltar por los aires esta ilusión de la subjetividad poniendo de relieve la fragilidad de lo meramente individual y al mismo tiempo captan en esto aquel todo del que lo individual es un momento y de lo que, sin embargo, no puede saber nada” (251-252). La obra 49

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de arte vanguardista verdadera se convierte en el conocimiento negativo de la realidad en virtud de la contradicción entre el objeto espontáneamente asimilado en el sujeto como imagen y “el exterior realmente irreconciliado”. Las críticas de Kundera contra Adorno deben ponerse bajo la lupa de las observaciones de éste que han sido tratadas hasta ahora. Ambos coinciden en la defensa de la autonomía estética y en el hecho básico de que las causas más profundas que rigen la historia del arte son estéticas y no políticas18. Sin embargo, la diferencia entre ambos autores se basa en el nervio dialéctico que caracteriza a Adorno y que Kundera califica de “cortocircuito”. En efecto, desde una perspectiva no dialéctica, el valor de ciertos pasajes de Stravinsky estaría en su capacidad para hacer evidente la belleza de la barbarie y, de ese modo, arrojar luz sobre nuevas dimensiones de una realidad que hasta entonces permanecían a oscuras. Sin embargo, para Adorno esta cualidad del arte de Stravinsky debe ser desplegada dialécticamente, si no se quiere caer en la simple apología del statu quo o la mera formulación provocadora. Tal despliegue implica, necesariamente, una comprensión inmanente de los elementos formales que entran en juego en la obra de arte a través de la apariencia estética. Adorno señala en Filosofía de la nueva música que, “como una pieza de virtuosismo de la regresión, La consagración de la primavera es un intento por dominarla a través de su copia, y no en el puro abanLukács, por su parte, antepone la dimensión política del arte, peligrosamente disuelta en categorías naturales. Desde este punto de vista, las nociones de progreso y reacción son moralistas y por lo tanto dogmáticas. Aunque no es el propósito de este trabajo, cabría agregar que formas similares de “reconciliación extorsionada” son hoy comunes en muchas de las propuestas de los estudios culturales y de las lecturas politizadas del arte y la literatura. En este caso, a menudo las obras literarias son concebidas como mimesis de la identidad sexual, racial, de clase o, en general, social, y desde este punto de vista se evalúa su calidad. Estas nociones se complican, además, con el principio arbitrario de que las obras de autores marginales deben ser, por su propia naturaleza, experimentales, pues de lo contrario caerían en los paradigmas modernos occidentales. Por su exterioridad con respecto al objeto artístico, la noción de identidad es dogmática en su corrección política, y su extrapolación a las cualidades formales de la obra suele ser más el producto de los intereses políticos del crítico, que de los aspectos específicos de las obras de arte. El libro de Guillory (2001) es un excelente análisis de los supuestos ideológicos del multiculturalismo y de su incidencia en el debate sobre el canon literario que se desarrolló en la década de 1980. 18

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dono en ella” (1962, 156; 1975, 137). En Stravinsky, el “gusto” se impone sobre la cosa misma, de manera que, mientras que los ritmos en Stravinsky evocan los rituales primitivos, en Schönberg el concepto mismo de ritmo es denunciado como abstracto (1962, 161; 1975, 143). Así, lo que Kundera señala como un intento por abarcar la historia entera de la música con el fin de hacer evidente la belleza de la barbarie es, a los ojos de Adorno, una aproximación externa y abstracta a esa barbarie. Desde este punto de vista, el principio “dogmático” que Adorno exige en las obras literarias modernas es la obediencia, de parte del sujeto creador, a las demandas objetivas de la obra. Toda imposición arbitraria sobre el material es regresiva, en la medida en que lo fuerza a moldearse a los impulsos subjetivos del autor o del consumidor, y de este modo disuelve una relación genuina con el arte19. El supuesto dogmatismo de Adorno es, entonces, la consecuencia de una visión coherente sobre la literatura y el arte: así como la obra literaria obliga al análisis inmanente por parte del crítico y del lector, del mismo modo el artista debe someterse a la ley formal de su obra. Ahora bien, las demandas objetivas de la obra no son principios arbitrarios emanados de la obra como si se tratara de una entidad metafísica. Tales demandas provienen, fundamentalmente, del momento social que la obra incorpora bajo la forma de la negación. Es por esta razón que sería equivocado suponer que Adorno no es consecuente al ver en las disonancias de Schönberg un momento progresivo, y en Stravinsky un momento regresivo. Si la noción de disonancia se comprende dialécticamente, se puede observar que mientras que en Schönberg ella es una exigencia del material musical que pone 19 La industria cultural se vale, precisamente, de este momento regresivo, en la medida en que siempre le promete al individuo, convertido ahora en consumidor, un producto adecuado a sus deseos. Así, el individuo proyecta irracionalmente sus deseos sobre el objeto que, por otro lado, ha sido previamente catalogado y descrito por los periodistas, comentaristas y publicistas de los medios de comunicación. En esa medida, la industria cultural traiciona las pretensiones de la crítica. Adorno se ocupó de este tema muchas veces a lo largo de su carera. Su primer escrito consistente sobre el particular es, seguramente, “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión del oído” de 1938 (1966, 17-70; 1973, 14-50). Igualmente, cabe destacar el capítulo sobre “La industria cultural” compuesto por Adorno para Dialéctica de la Ilustración (1944), obra escrita en colaboración con Max Horkheimer (165-212). El libro de Marc Jimenez (2001) es un sugestivo estudio sobre los análisis de Adorno acerca de la industria cultural.

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en tela de juicio el concepto de ritmo, en Stravinsky es un recurso técnico para evocar lo prehistórico. Esta distinción permite ver un último aspecto del concepto de crítica de arte de Adorno. Se ha dicho que la crítica sirve al contenido de verdad de las obras de arte. No obstante, uno puede preguntarse por el papel de la crítica en aquellas obras que, por decirlo esquemáticamente, carecen de contenido de verdad. En este caso, Adorno señala que la tarea de la crítica consiste, justamente, en separar el contenido de verdad de los momentos de falsedad de las obras. Esto indica que las obras no son ni puramente verdaderas ni puramente falsas, sino que la verdad y la falsedad de las obras se interpenetran dialécticamente. Es un hecho que la obra más lograda, por ser apariencia estética, no es más que una promesa de felicidad no realizada y, en esa medida, reproduce ideológicamente la sociedad. Pero, como se afirma en Teoría estética, también hay obras “de rango muy alto” que son verdaderas “en tanto que expresión de una conciencia falsa” (176). Este es el caso, como se ha visto, de las composiciones de Stravinsky, cuyas disonancias son el índice de una coacción social. Los juicios negativos de Adorno sobre algunas obras literarias ponen en evidencia precisamente este despliegue dialéctico de la conciencia falsa que se encierra en algunas obras. Por ejemplo, en un ensayo sobre Un mundo feliz de Aldous Huxley20, Adorno encuentra que la oposición, en el mundo administrado de la novela, entre la alienación general y la vida salvaje es profundamente ideológica, pues los dos polos contrapuestos carecen de dinamismo: la oposición entre individuo y sociedad se da en Huxley como una contradicción irreconciliable entre la naturaleza humana y la vida artificial. Huxley quiere hacer del salvaje que anhela la soledad la encarnación de la naturaleza pura que protesta contra la dura caparazón del mundo civilizado. Hay una escena de la novela que, desplegada dialécticamente, muestra cómo ese deseo de Huxley se convierte precisamente en su contrario, es decir, en una protesta en contra de la ética luterana de El ensayo “Aldous Huxley y la utopía” fue escrito por Adorno en 1942, durante su exilio en Los Ángeles, y publicado por primera vez en 1951. Adorno lo incluyó posteriormente en Prismas, que apareció en 1967. 20

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Huxley. Se trata del pasaje en el que el salvaje John y Lenina, una mujer “civilizada” del mundo feliz, encaran el amor que sienten uno por el otro. Lenina, quien está adaptada a la satisfacción inmediata de sus deseos, se lanza sobre el salvaje pidiéndole que la posea. A pesar del amor que siente por ella, John la rechaza con odio y terror, pues no quiere mancillar el objeto de su amor. La escena se torna ridículamente mojigata cuando John golpea a la mujer desnuda y le grita que es una puta –“¡Impúdica ramera!”, grita John, repitiendo las palabras de Otelo a Desdémona–. Con mucha agudeza, Adorno muestra que esa encarnación sublime de la naturaleza que quiere ver Huxley en John sería, a lo ojos de Freud, la imagen de un neurótico que tiene una homosexualidad reprimida. “El ‘salvaje’ insulta a la ‘puta’ como el hipócrita que tiembla de cólera santa contra aquello que él no puede hacer”, dice Adorno (1983, 106). Desde este punto de vista, la desfachatez de Lenina no es una muestra de inhumanidad, sino su contrario: la apertura a un mundo en el que el deseo sexual ha dejado de ser un tabú. Al mismo tiempo, la reacción del salvaje no es una protesta de la naturaleza en contra de la cosificación de la libido, sino el resultado de un proceso de represión que ha hecho del deseo sexual un fetiche. En su falsedad, la novela de Huxley revela la ideología de lo “eternamente humano” que, en la práctica, se ha convertido en inhumanidad. Así, la alternativa para el ser humano no es entre el estado totalitario y el individualismo puro, tal y como lo sugiere la novela. Esta perspectiva sólo funda una nueva reconciliación extorsionada en la que se anula toda dialéctica y todo impulso realmente crítico. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. Philosophie de la nouvelle musique. Paris: Gallimard, 1962. ---. Disonancias. Música en el mundo dirigido. Madrid: Rialp, 1966. ---. Zur Metakritik der Erkenntnistheorie. Drei Studien zu Hegel. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1971. ---. Dissonanzen. Einleitung in die Musiksoziologie. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1973. ---. Philisophie der neuen Musik. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1975. ---. Tres estudios sobre Hegel. Madrid: Taurus, 1981. 53

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EL PROBLEMA DE LA TEORÍA DEL ENSAYO Y EL PROBLEMA DEL ENSAYO COMO FORMA SEGÚN THEODOR W. ADORNO Pedro Aullón de Haro

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El problema de la teoría del Ensayo remite de manera directa, si atendemos a la historia del saber e incluso a aquello que epistemológicamente se denomina “ciencia real”, a la cuestión del género literario, a la vez que esta última categoría remite por principio al concepto más general de forma, se haga explícito o no. Y ya el asunto consiste, en primer lugar, en si se asume el Ensayo como género y, asimismo, como necesariamente ha de ser si no media dejación, qué sentido o contenido teórico se le otorga, y, en segundo lugar, en qué se entienda por forma, y por forma en relación al ensayo y a la verdad.

Theodor Adorno, cuyo pensamiento estético incide en el centro problemático de la cultura moderna occidental, es autor de la reflexión más importante realizada acerca del Ensayo, el único género literario, junto al estrictamente artístico del poema en prosa y el ambivalentemente artístico e ideológico del fragmento, configurado de manera definitiva por la Modernidad. Pero Adorno, si bien no sólo ejerce una estética, una filosofía del Ensayo sino asimismo una poética por cuanto presenta un conjunto de reflexiones de valor y función prescriptivos, no incorpora el concepto de género sino que hace suyo, hasta el punto de elevarlo a término sustantivo del título de su trabajo, el concepto más general de forma. Se comprende este modo de actuar, pues Adorno no se propone una doctrina sino una filosofía crítica y, por demás, proceder a explicitar un concepto de género literario hubiese supuesto penetrar en una tradición poetológica que necesaria y enmarañadamente empieza por Platón y Aristóteles y por sí misma como disciplina le hubiese impedido la libre elaboración de una idea de forma para el Ensayo al tiempo que componer un texto sobre el Ensayo justamente a su vez en forma de Ensayo. Es 55

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así que utilizaría este ensayo como pórtico y fundamento para la edición compilada de sus ensayos, dándole a éstos la titulación figurada de Notas, se entiende que por relación menor a las nociones de obra mayor como habría de ser la Teoría estética, la cual, en su criterio, y todo sea dicho, no admitiría la designación filosófica de Sistema, ya que la propuesta formal, y no sólo, en este caso consistía en destruir la forma vigente o tradicional de la filosofía académica heredada. Más adelante observaré las conexiones de todo ello. En lo que sigue presentaré una síntesis de mi propio argumento, y efectuaré para ello las definiciones técnicas que Adorno ni quiso ni pudo ejercer, para después, finalmente, proponer igualmente con brevedad una exposición crítica del pensamiento de Adorno y sus relaciones acerca del ensayo y su forma1. Este concepto, y sus atingentes, es el que selecciono para la reconstrucción teórica. 2 La constante germinación durante el siglo XVIII de las ideas que habrían de provocar el asentamiento de la revolución romántica cabe decir que estatuye los inicios de lo que también sería un cambio radical del pensamiento en torno a la creación literaria Para ello tengo en cuenta la serie de mis trabajos anteriores sobre la materia: Teoría del ensayo (Madrid: Verbum, 1992; libro que en lo fundamental procede de una Lección impartida con ese mismo título en 1989); “El Ensayo y Adorno” (en V. Jarque [ed.]. Modelos de Crítica: la Escuela de Frankfurt. Madrid-Alicante: Verbum-Universidad, 1997. 169-180); La Modernidad poética, la Vanguardia y el Creacionismo (Málaga: Analecta Malacitana, 2000); “Las categorizaciones estético-literarias de dimensión: género/sistema de géneros y géneros breves/géneros extensos” (en Analecta Malacitana XXVII, 1 [2004]: 7-31); “El género ensayo, los géneros ensayísticos y el sistema de géneros” (en V. Cervera, B. Hernández y M.D. Adsuar [eds.]. El ensayo como género literario. Murcia: Universidad de Murcia, 2005. 13-23), así como por otra parte los materiales de investigación histórica imprescindibles para poder haber efectuado la reflexión teórica señalada, materiales que siguiendo las circunstancias he ido dando a imprenta según se me ha solicitado y tomando como objeto la historia literaria española, cuyo ejemplo es más que suficiente para el estudio al caso: El ensayo en los siglos XIX y XX (Madrid: Playor, 1984), Los géneros ensayísticos en el siglo XVIII (Madrid: Taurus, 1987), Los géneros ensayísticos en el siglo XIX (Madrid: Taurus, 1987) y el inacabado Los géneros ensayísticos en el siglo XX (Madrid: Taurus, 1987). Estos materiales historiográficos no son más que la conformación del esquema de la obra que ofreceré en no mucho tiempo con el título de El Ensayo y los Géneros Ensayísticos en la España moderna. 1

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y sus formas. Es evidente que los poetas y pensadores del Sturm und Drang atacaron toda noción de regla artística en la medida en que éstas se oponían a la libertad e individualidad del hombre y del genio. Esto quedaría sancionado por Kant en el parágrafo 46 de la tercera Crítica. Lo importante radica así en que, por una parte, la dogmática neoclásica de la teoría de los géneros fue reducida hasta los extremos de lo ridículo; y por otra, en que la libertad asumida permitió incorporar definitivamente una visión real de la existencia de las formas y géneros literarios. Nótese que si los románticos se propusieron la destrucción de toda normativa heredada, es claro también que su propósito de destrucción de toda rigidez en el sistema de géneros estuvo precedido por un nítido entendimiento de la realidad de los mismos absolutamente superador de la envarada concepción clasicista, que no obstante subestimaron. Cuando el Romanticismo quiso disolver las estructuras estáticas de los géneros literarios artísticos desde fuertes configuraciones temáticas y desde los elementos métricos de la poesía y el drama a través de la polimetría, la ametría, la mezcla de prosa y verso, etc., hasta las realizaciones de amplia proyección formal y de preconcebida noción textual mediante, por ejemplo y sobre todo, la creación de nuevos géneros, el poema en prosa y el fragmento, ya había hecho suya tanto una concepción propia de la poesía llamada lírica como una teoría de la novela y había asumido, aún inconscientemente, una forma de ensayo que ya escapaba a las limitaciones de la Ilustración neoclásica. En el barroco hay un antecedente de todo esto. Lo que sucede es que si los románticos intentaron romper las fronteras, al igual que las leyes, de los géneros, obviamente no estuvo en su espíritu el ponerse, en principio, a elaborar un tipo de teorización genérica que de algún modo marcase límites y de alguna manera habría de ser entendida como prescriptiva, y aún menos del ensayo pues teóricamente no estaba a su alcance. Al romántico le interesaba la infinitud, no el límite. La primera generación romántica -cosa que he intentado mostrar en diferentes ocasiones- en realidad se encontró con el trabajo grande ya hecho; a ella sólo le restaba el aplicarse a ciertas particularizaciones y sutilidades en orden a un régimen y un campo de juego que ya estaba trazado. Es Friedrich Schiller quien elabora, desde supuestos helenísticos neoplatónicos, la

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radical teoría idealista de géneros, es decir la teoría metafísica de éstos como modos del sentimiento o tendencias del espíritu, concluyentes en un vértice utópico, el Idilio, que no es sino la integración de la Idea platónica en el Idealismo moderno. Pero ésta es una teoría de la poesía. Sin embargo, esa idea integradora será imprescindible para la habilitación del ensayo, aunque en otro modo. Una determinación de la relación de la poesía con el tipo de texto que adscribiríamos al ensayo, así el mismo Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, no era contemplable en el horizonte de posibilidades estéticas en aquel momento. Para ello, como veremos, era necesario no destruir sino completar o reformular el concepto neoclásico en términos modernos de libertad. Es algo que puede observarse fácilmente mediante las también schillerianas Cartas sobre la educación estética del hombre, en las cuales subsiste, si bien de manera ya meramente externa, una concepción ilustrada neoclásica, que por lo demás entronca con la raigambre última de su ideología crítica rousseauniana. Es un hecho que la ciencia literaria, que en su día no lo hizo de manera anticipada mediante la ideación de la Poética, contemporáneamente no ha sabido o no ha querido afrontar este asunto del ensayo y sus repercusiones, quizás por sobrevenido abrumadoramente en tiempos tanto de desagregación poetológica como de degradación de la historiografía literaria. Si las cuestiones de género habitualmente se han desenvuelto con lentitud y pérdida de la intensa inmediatez teórica, el caso del ensayo en nada desmiente tal perspectiva de cosas. Esto a pesar de que, aun tardíamente, el siglo XX alcanzó a producir con Adorno la gran poética del género, mediante si bien se mira uno de los textos mayores del pensamiento moderno, tanto en sentido poetológico como general, lo cual no ha sido reconocido2. A este ensayo de Adorno se ha de sumar otro antecedente, del joven Lukács (“Sobre la esencia y forma del Th. W. Adorno. “Der Essay als Form” (“El ensayo como forma”). Noten zur Literatur. Edición de Rolf Tiedemann. Frankfurt: Suhrkamp, 1974. 9-33. Cito la versión española de Manuel Sacristán en el volumen Notas de Literatura. Madrid: Ariel, 1962. 11-36. Existe nueva versión de Alfredo Brotons Muñoz en Notas sobre literatura [Obra completa, 11]. Madrid: Akal, 2003, siguiendo la edición completa de Tiedemann. 2

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ensayo” 1985), y uno posterior, algo menos importante, de Max Bense (“Über den Essay und seine Prosa” 1947)3. Pero estos autores no actuaron como críticos o teóricos de la literatura sino a veces un tanto restringidamente como filósofos. Por ello se hace necesario por nuestra parte dar resolución a un cierto vacío que en tal sentido persiste en sus escritos. Es necesario formular una teoría del discurso del ensayo. La serie de textos preferentemente, y ya en tradición secular desde Michel de Montaigne y Francis Bacon, denominada, con cierta aproximación categorial, ensayo, al igual que la extensa gama de su entorno genérico, que he designado géneros ensayísticos, constituye sin duda y por principio una determinación problemática. Ello por cuanto el ensayo no ha disfrutado históricamente de una efectiva definición genérica y, de manera paralela a la referida gama de su entorno, no posee inserción estable ni en la historiografía literaria ni, desde luego, en la antigua tríada de los géneros literarios en tanto que sistema de géneros restringidamente artísticos, a los cuales se solía añadir de modo un tanto subsidiario el aditamento de cierta clase de discursos útiles o de finalidad extraartística como la oratoria, la didáctica y la historia. Esa dificultad, que no es sino una grave deficiencia de quienes por inercia la han mantenido a fin de no trastocar el cómodo esquema clasicista, atañe de manera central e inmediata, como es evidente, al concepto de literatura; y de manera secundaria, aunque también deciEn razón de su importancia y su escasa accesibilidad incluí una exposición detenida de este artículo, casi en traducción literal, en mi Teoría del Ensayo, ed. cit., 42-52. Como es sabido, Bense acabó por derivar, siguiendo el más radical formalismo de su época, hacia una semiótica matemática en sí misma encerrada. Adorno realizó en su ensayo sobre el ensayo, texto que en realidad es un desafío a la capacidad de pensamiento neopositivista en contraposición a la suya propia expresada en ese mismo ensayo, la más penetrante y radical crítica a ese neopositivismo formalista de su tiempo, para el cual sin duda pensaba en Bense, a quien cita. Dice ahí Adorno que “el pensamiento tiene su profundidad en la profundidad con que penetra en la cosa, y no en lo profundamente que la reduzca a otra cosa”. Es difícil enunciar con mayor tino, brevedad y precisión una crítica penetrante de los positivismos. Los argumentos fundamentales de Bense acerca del ensayo se fundan en las ideas de experimentación; de “ars combinatoria” literaria; confinium entre estadio creador y estadio estético de una parte y, de otra, entre estadio ético y tendencia; afecto a las revoluciones abiertas o secretas, las resistencias y las transformaciones; determinación del contorno de las cosas. 3

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siva, a un conjunto de problemas muy relevantes que ahora no es momento de considerar. Creo que no será necesario realizar un puntilloso planteamiento epistemológico y terminológico en relación al régimen de presuposiciones que toda denominación de género ejerce ya sobre la base del argumento a desarrollar desde el momento en que es enunciado. De hecho, a mi juicio, en esto vendría a consistir sobre todo lo que llamó Croce en términos absolutos “error” epistemológico (Croce 61-62) haciendo sobrepasar un aspecto perteneciente al estricto plano de lo instrumental y cognoscitivo a una negación ontológica. Pero aun así, como ya he dicho en alguna ocasión, bastaría con la respuesta de Banfi en el sentido de que los géneros existen cuando menos en tanto que entidad teórica de nuestra reflexión (Banfi 92). Es decir, entenderemos, a fin de actuar con natural progresión argumentativa desde un principio, que el ensayo es un tipo de texto no dominantemente artístico ni de ficción ni tampoco científico ni teorético sino que se encuentra en el espacio intermedio entre uno y otro extremo estando destinado comúnmente a la crítica o a la presentación de ideas. El género ensayo y, en conjunto, la amplísisma gama de lo que podemos denominar géneros ensayísticos viene a constituir, por así decir, una mitad de la Literatura, una mitad de los discursos no prácticos ni estándares, esto es de las producciones textuales altamente elaboradas, la mitad no estrictamente artística. El hecho de que esa “mitad” o parte haya recibido, relativamente, muy escasa aplicación crítica y, en consecuencia, escasos resultados de categorización, cabe interpretarse como resultado no sólo de una mera deficiencia o dejación sino también de una realidad compleja que es justamente en la época contemporánea cuando adquiere una dimensión inocultable y una situación intelectual sencillamente escandalosa. Entenderemos, pues, por géneros ensayísticos la extensa producción textual altamente elaborada no artística ni científica. Lo referido requiere alguna indicación importante en orden a la historia de la literatura y el pensamiento estético. Con anterioridad a los tiempos de la modernidad, los antecedentes de los géneros que hoy, con legitimidad, podemos llamar ensayísticos 60

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manifestaban un grado de desarrollo no únicamente mucho más reducido, incluso en sentido cualitativo, pues lo cierto es que se confundían en parte con los productos textuales de las “ciencias” y, en parte, con los discursos de régimen más utilitario, o bien de tradición popular, o bien del ámbito retórico y pedagógico, es decir de la “oratoria”, la “didáctica”, y también de la “historia”. Llegados a ese punto axial según representa la Estética hegeliana, como después indicaré, queda clara la distinción de géneros “poéticos” y géneros “prosaicos”, es decir de géneros artísticos y no artísticos, o, por mejor decir, de géneros eminentemente artísticos y aquellos otros que lo son en mucha menor medida y, por tanto, no crean representaciones autónomas. Los géneros prosaicos, esto es, las producciones de representación y lenguaje no poéticos, son aquéllos en los cuales, siguiendo lo argüido por Hegel, la materia de la realidad no es considerada en referencia a lo interno de la conciencia, sino según una conexión de tipo racional (Hegel 1985). El ensayo propiamente dicho es el gran prototipo moderno, la gran creación literaria de la modernidad, con todas las genealogías y antecedentes que se quiera; el cual, asimismo, es necesario determinar, pero específicamente es aquel que señala sobre todo una perspectiva histórico-intelectual de nuestro mundo, de Occidente y su cultura de la reflexión especulativa y la reflexión crítica4. Tomado el hecho de la fundamental caracterización moderna del ensayo, lo pertinente es proceder a explicar qué principios conforman su identidad. Estos principios necesariamente habrán de ser modernos, pues no cabe pensar que la tradición clásica haya enunciado en algún momento el fundamento de algo que escapa al curso de su propia racionalidad antigua y su horizonte intelectual. De ahí justamente el problema teórico-histórico, pues el almacén retórico carece en rigor de medios fehacientes que allegar a nuestro objeto. (Quizás el camino por el que la realización literaria más lejos fue en este sentido de tendencia hacia el ensayo en la tradición antigua, a diferencia de lo que se 4 En la literatura asiática, naturalmente, existen aproximaciones a las formas del discurso del ensayo, pero no de manera tan característica como en Occidente ni con su habitual aspecto de estilo crítico. Durante el siglo XX, sobre todo en lo que se refiere a Japón, sí que existe una convergencia por traslación occidental. En cualquier caso, el mejor antecedente nipón es del siglo XIV: Kenko Yoshida. Tsurezuregusa [Ocurrencias de un ocioso]. Madrid: Hiperión, 1996.

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suele creer, haya sido el de los discursos de la controversia, tal es el caso de San Jerónimo en lengua latina.) Como no podía ser de otro modo, ni la dispositio retórica ni la teoría aristotélica de los géneros retóricos ofrecen una modalidad de discurso susceptible de ser conducida al género del ensayo. Narración, descripción y argumentación no pueden identificar, a no ser parcialísimamente, la forma del discurso del ensayo. Ni realidad o acción perfectiva y conclusa de la narración y sus consiguientes habilitaciones verbales, ni acción imperfectiva e inacabada de la descripción y asimismo sus consiguientes habilitaciones verbales del presente y la continuidad, y, por último, ni argumentación declarativa, confirmativa o refutativa fundada aristotélicamente en la prueba y la lógica del entimema son modalidades del discurso del ensayo. En lo que sigue expondré cómo por dicha razón la cuestión ha de ser centrada, según es evidente, en la discriminación, definición y categorización del tipo de discurso que produce el género del ensayo y distintivamente lo configura y articula dando lugar a esa realización diversa de las correspondientes a la tradición antigua y clasicista. Y añadiré por lo demás que, desde luego, no se habrán de confundir discurso y género, como no los confundieron ni Platón en la República ni Aristóteles en la Poética y sin embargo algunos comentaristas lo hacen en sus exégesis. Pero antes, pienso, será preciso intentar determinar, por encima de la formalidad del discurso, esos principios más generales que en la historia del pensamiento necesariamente han de dar razón del portentoso fenómeno de la creación, o más bien cristalización definitiva, del nuevo género. En lo que tiene que ver con el ya referido caso del poema en prosa, el fundamento reside (o así yo lo he interpretado de manera histórico-literariamente mostrada) en el principio romántico de la intromisión o integración de opuestos o contrarios; principio que, por otra parte, considero no ajeno a la constitución del ensayo en tanto que en éste ha lugar la convergencia de discurso de ideas y de expresión artística, o de pensamiento teórico o especulativo y arte. Un diferente asunto es que, más allá de la integración de contrarios en tanto que formación de artes compuestas característicamente moderna, en sumo grado la ópera, haya recaído en la configuración de los géneros de extensión breve (ensayo, poema en prosa, fragmento) la responsabilidad de las decisiones genéricas esencialmente modernas.

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Ahora bien, es únicamente el proyecto de libertad que en sentido convencional podemos llamar kantiano, de un lado, y la caída de la Poética clasicista en tanto que, sobre todo, caída de su concepto de finalidad artística y literaria, también kantianamente sancionada en la tercera Crítica en los nuevos términos de “finalidad sin fin”, por otro, aquello que permite explicar la constitución de esa nueva entidad establecida mediante el género moderno del ensayo. La finalidad sin fin, reformulada por Hegel como fin en sí mismo, es concepto estético de inserción artística, pero representa no sólo una disolución de finalidad artística en lo que de esto, de artístico, el ensayo tiene, sino una concepción general de abandono del pragmatismo pedagógico sin cuya desaparición el ensayo no ha lugar pues habría de permanecer situado entre las modalidades de finalidad retórica o de tal investidura didáctica o divulgadora. Aquí el sentido de libertad, que abraza, como no podía ser de otra manera, tanto el propósito finalista como la actividad productora, estatuye, aun en sus diversos sentidos, la idea moderna de “crítica”, tal como entendió Adorno otorgándole el lugar definitorio. El ensayo representa, pues, el modo más característico de la reflexión moderna. Concebido como libre discurso reflexivo, se diría que el ensayo establece el instrumento de la convergencia del saber y el idear con la multiplicidad genérica mediante hibridación fluctuante y permanente. Naturalizado y privilegiado por la cultura de la modernidad, el ensayo es centro de un espacio que abarca el conjunto de la gama de textos prosísticos destinados a resolver las necesidades de expresión y comunicación del pensamiento en términos no exclusiva o eminentemente artísticos ni científicos. El discurso del ensayo, y subsiguientemente la entidad constitutiva del género mismo, sólo es definible mediante la habilitación de una nueva categoría, la de libre discurso reflexivo. La condición del discurso reflexivo del ensayo habrá de consistir en la libre operación reflexiva, esto es, la operación articulada libremente por el juicio. En todo ello se produce la indeterminación filosófica del tipo de juicio y la contemplación de un horizonte que oscila desde la sensación y la impresión hasta la opinión y el juicio lógico. Por tanto, el libre discurso reflexivo del ensayo es fundamentalmente el discurso sintético de la pluralidad discursiva unificada por la 63

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consideración crítica de la libre singularidad del sujeto. El ensayo posee, por otra parte, la muy libre posibilidad de tratar acerca de todo aquello susceptible de ser tomado por objeto conveniente o interesante de la reflexión, incluyendo privilegiadamente ahí toda la literatura misma, el arte y los productos culturales. La libertad del ensayo es atinente, pues, tanto a su organización discursiva y textual como al horizonte de la elección temática. Es de advertir que el ensayo no niega el arte ni la ciencia; es ambas cosas, que conviven en él con especial propensión integradora al tiempo que necesariamente imperfectas e inacabadas o en mero grado de tendencia. Por ello el género del ensayo se muestra como forma poliédrica, síntesis cambiante, diríamos, para un libre intento utópico del conocimiento originalmente perfecto por medio de la imperfección de lo indeterminado. Si retomásemos la distinción de Schiller de los géneros poéticos como “modos del sentimiento” y añadiésemos la de los géneros científicos como “modos de la razón”, pudiérase considerar el género del ensayo en tanto que realización de un proyecto de síntesis superador de la escisión histórica del espíritu reflejada en la poesía, como discurso reflexivo en cuanto modo sintético del sentimiento y la razón. El ensayo, entonces, accedería a ser interpretado como el modo de la simultaneidad, el encuentro de la tendencia estética y la tendencia teorética mediante la libre operación reflexiva. 3 Adorno, más allá de una cuestión retórica y la negación de las convenciones estructurales en el ensayo, en ningún momento se propuso inmiscuirse en los aspectos técnicos ni del discurso ni del género y, como dijimos, optó para ello por el único concepto, y no otro, que podía solventar o superar esa brecha teórica desde una postura asumida de horizonte más general, ajena a la tradición de las doctrinas estéticas y literarias. Pero, como se verá, sí afrontó el problema del lenguaje y su compleja dimensión para el género. Ahora, sea como fuere, si, en lo que tiene de proyección abarcadora y de reducción posible a concreción poetológica, se da por correcta en general la reflexión de Adorno, ésta no podrá suscitar contradicción en nada significativo con nuestro anterior argumento. Pues bien, he dicho intencionadamente “concreción po64

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etológica”, porque a pesar de que Adorno mantiene un régimen de crítica filosófica, el suyo más característico y aun yo diría que en su mayor grado de densidad y penetración, lo cierto es que su ensayo sobre el ensayo es sustancialmente una poética, preferentemente todo lo general y filosófica que se quiera pero una poética, es decir un conjunto de reflexiones y principios acerca de qué es y cómo se ha de construir determinada clase de objetos. Y si desde el punto de vista de la particularidad técnica cabe argüir que no contiene especificaciones técnicas de discurso y estructura verbal más allá de la de sentido negativo señalada y los aspectos relativos a conceptualidad que después veremos, no sólo habría que empezar por decir que una poética decididamente filosófica puede no tener propósito de estrictas concreciones verbales y de discurso, así el ejemplo de Friedrich Schiller, sino además que respecto de las formas lingüísticas mucho menos aún compete esto en lo referente al ensayo que a los géneros dominantemente artísticos. Pero es más -y sólo por agotar los argumentos-, puesto que el ensayo es una modalidad genérica que se enfrenta distintivamente a problemas de índole en general reflexiva o bien filosófica, y ésta es su caracterización eficiente por encima de cualquiera otra, formal o no, será imprescindible que la teoría de esa modalidad se ocupe centralmente de esa índole reflexiva o filosófica que le es propia. Aquí se entra en una continuidad de identidades en relación al objeto, que por lo demás el mismo Adorno se plantea, pero continuidad no sólo natural sino exigible y, de otra parte, menos problemática que la usual representada por aquellas poéticas escritas artísticamente en verso teniendo por objeto la poesía. Adorno culmina la poética de un género de la literatura, el último gran género, la invención moderna que cierra el arco inaugurado tratadísticamente por la tragedia en la Poética aristotélica. En este sentido, es preciso aducir que se trata de uno de los momentos mayores del pensamiento estético y literario de Occidente. Es obra asimismo de la que es necesario decir que entreteje varios aspectos cuya repercusión teórica y en líneas generales filosófica es de primer orden a partir de diferentes consideraciones. El problema del ensayo, del género a un tiempo filosófico y literario, o del Tratado, o de la “exposición” que proponía Benjamin, es clave para el pensamiento del siglo XX y la forma de filosofía. Porque Adorno, al seleccionar el concepto de forma diríase que está refiriéndose no sólo a un problema de forma que atañe al ensayo 65

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aisladamente, puesto que además éste no posee un pasado teórico que le prescriba forma, saber autoconsciente objetivo y conceptualizado de su forma de ensayo, sino también a la forma amplia de la filosofía, para la cual postula la forma del ensayo como modo de sobrepasar el cerramiento del Sistema. Pero aquí el problema reside justamente en qué se conciba mediante ese concepto de forma. De una parte, pareciera que Adorno se propone otorgar forma a algo que teóricamente aún no le ha sido otorgada y que, por lo demás, es la forma aquel aspecto que ha de ser elegido y él elige como relevante para el caso. Estos dos aspectos son complementarios y factibles de asumir en conjunto. Ahora bien, es de recordar que el término grecolatino forma (sin entrar ahora en otros elementos conexos) puede tener una significación, aun con diversos matices de detalle, proclivemente material, en cierto modo empírica si se pudiera decir, de lo perceptible, asociable a un tiempo a la teoría clásica y clasicista de la belleza, geométrica y matemáticamente fundada en su deslizamiento despitagorizado o desligado del espíritu. Forma también tiene un significado tradicional aristotélico relativo a lo que es esencial o sustancial y por tanto rigurosamente metafísico, mientras que en la concepción kantiana del a priori del conocimiento se diría que el sentido metafísico queda trasladado de lo que está en la cosa a lo que el sujeto concibe de ésta. A su vez, kantianamente, belleza es forma, lo cual, aun con todo el apriorismo del juicio estético y su subjetividad, se separa hacia la cosa, ya sea ésta un hecho de la naturaleza o una realización original del genio, que es naturaleza. Todo parece indicar que el título del texto de Lukács sobre el ensayo aspira a totalizar este horizonte de significaciones. Con todo y pese a seleccionar limitadamente el concepto de forma, es posible entender que Adorno puede referirse a todo ello en conjunto o por partes; quiero decir, que atiende a lo que es esencial, pero también a lo perceptible puesto que en el ensayo hay menos forma perceptible, aunque también la hay y decisiva, que en los géneros dominantemente artísticos. Visto de este modo, vendría a referirse el autor a la detección de cuál sea la forma esencial del ensayo, que lo es más escasamente de forma perceptible; y asimismo a la dación o enunciación de cuál sea la forma esencial en su conjunto. Y si Adorno no desarrolla extensamente cuestiones de discurso y verbales, se habrá de asumir que éstas no son, a su juicio, la clave interpretativa, pues desde luego no 66

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cabe entender que se ocupe de los elementos no decisivos, pero sí que trata, como hemos señalado, aparte de la cuestión del trabajo conceptual, de la forma en rango de mayor entidad que la reducidamente verbal, siendo esto decisivo desde el punto de vista de la dispositio retórico-literaria, de la organización composicional, que justamente es presentada como negativa en el sentido de arbitraria o, mejor dicho, sólo sujeta al ejercicio de la propia libertad del ensayista dictada por el curso de su reflexión: “es inherente a la forma del ensayo su propia relativización: el ensayo tiene que estructurarse como si pudiera suspenderse en cualquier momento. El ensayo piensa discontinuamente, como la realidad es discontinua, y encuentra su unidad a través de las rupturas, no intentando taparlas” (Adorno 1962, 27). Ésta es la clave de la forma adorniana de la filosofía, que se cumple en su máxima entidad en la Teoría estética, donde se crea un problema de extensión irresoluble. El autor se propuso, siguiendo el concepto de parataxis5, según han explicado sus editores, que esta parataxis filosófica fuera fiel al programa hegeliano de no violentar las cosas mediante preformaciones subjetivas, un método afín al de los escritos estéticos de la última época de Hölderlin, de quien se ocupa precisamente en ese escrito titulado con tal término. Léanse estos dos explicativos testimonios epistolares: Es interesante que al trabajar me vienen como al asalto ciertas consecuencias respecto de la forma que proceden del contenido del pensamiento. Es cierto que suelo esperarlas desde mucho antes pero, con todo, me sorprenden. Se trata sencillamente de mi teoría de que filosóficamente no existe nada ‘primero’. Consecuentemente no se puede construir una argumentación en la forma usual escalonada, sino que hay que construir la totalidad a partir de una serie de conjuntos parciales que de alguna manera tienen pareja importancia y se ordenan concéntricamente, en el mismo nivel. La constelación de todas ellas y no su consecuencia es la que nos entrega la idea. Consisten [las dificultades de exposición] en que la consecuencia entre el antes y el después, casi inevitable en un libro, es tan irreconciliable con la cosa de que trata que la disposición tradicional de un libro que yo he seguido hasta ahora (en la Véase Th. W. Adorno. “Parataxis. Zur späten Lyrik Hölderlins”. Noten zur Literatur. 1974. 446 y ss. En la versión de Alfredo Brotons Muñoz, “Parataxis. Sobre la poesía tardía de Hölderlin”. Notas sobre literatura. 429-472. 5

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misma Dialéctica negativa) se me presenta como irrealizable. El libro tiene que ser escrito en partes concéntricas, del mismo peso, paratácticas, ordenadas en la dirección de un punto medio que expresan por medio de su constelación. (“Epílogo de los editores”, Teoría estética 470)

Es muy importante advertir que Adorno traslada al pensamiento un par de elementos muy reconocidos de la crítica de arte, cerramiento y apertura (Wölfflin), y recibe de Benjamin el problema de la exposición: El ensayo es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional. Es más abierto en la medida en que, por su disposición misma, niega toda sistemática y se basta tanto mejor a sí mismo cuanto más rigurosamente se atiene a esa negación; en el ensayo, los residuos sistemáticos, las infiltraciones, por ejemplo, de estudios literarios con filosofemas comunes y tomados ya listos, infiltraciones que acaso aspiran a dar respetabilidad al texto, no tienen más valor que las trivialidades psicológicas. Pero el ensayo es también más cerrado de lo que puede gustar al pensamiento tradicional, porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición. La conciencia de la no identidad de exposición y cosa impone a la exposición un esfuerzo ilimitado. Esto y sólo esto es lo que en el ensayo resulta parecido al arte; aparte de ello el ensayo está necesariamente emparentado con la teoría, a causa de los conceptos que aparecen en él, los cuales traen de afuera no sólo sus significaciones, sino también sus referencias teoréticas. (Adorno 1962, 29)6

Según Bense, es difícil juzgar si se experimenta con una idea o se experimenta con una forma y en consecuencia no es nada sencillo averiguar si nos encontramos ante un verdadero o falso ensayo ni hasta qué punto el autor ha resaltado la pura información; por eso piensa que el ensayo representa en realidad la forma literaria más difícil de dominar y más difícil de juzgar. Para Bense, la esencia tanto formal como de contenido no consiste sino en una intención socrática, sobre todo en el sesgo experimental y progresivo de este término (Bense 1947). Lukács concibe que si comparásemos las diferentes formas de la poesía con la luz solar 6 Adorno llegaría a decir de Lukács que el error de su segunda época, la marxista se entiende, fue creer que de una doctrina se podía sacar un ensayo. Inteligente observación ésta acerca tanto de las predeterminaciones como de la causa final, emparentables con el clasicismo poetológico.

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refractada por el prisma, los escritos de los ensayistas serían la radiación ultravioleta. Se trata de la conceptualidad entendida como vivencia sentimental, realidad inmediata y espontáneo principio de existencia, el acontecimiento anímico o la fuerza motora de la vida como una concepción del mundo en su propia pureza; la formulación directa acerca de la vida, el hombre y el destino, pero únicamente en cuanto que pregunta, “pues la respuesta no aporta tampoco aquí ninguna solución, como la de la ciencia o, en alturas más puras, la de la filosofía, sino que es más bien, como en toda clase de poesía, símbolo y destino, y tragedia” (Lukács 23 y ss.). Piensa Lukács: mientras que la poesía recibe su forma del destino, y sólo así, en el ensayo la forma se hace destino o principio de destino. En estos escritos desprovistos del destino ordenador que es carne de su propia carne, unicidad, el material sin cuerpo es tan incapaz de dar forma como de prescindir de su inclinación natural a “adensarse en forma”. Por ello el ensayo habla de las formas y el crítico es quien ve en las formas el elemento del destino. Es éste el momento crucial del crítico, el de su destino, cuando los sentimientos y vivencias de más acá y más allá de la forma fundiéndose se adensan en forma; el momento místico unificador de “lo externo y lo interno”, del “alma y de la forma”. A diferencia de lo que sucede con la poesía, el ensayo todavía no habría concluido su proceso de independencia a partir de la primitiva e indiferenciada unidad con la ciencia, la moral y el arte, porque sucede que el imponente inicio de ese camino, Platón, no ha hecho posible hasta ahora más que meros acercamientos. Y, ciertamente, el ensayo aspira a la verdad, pero el ensayista que es capaz de buscarla, al término encontrará lo no buscado, la vida. Digamos que han existido dos grandes épocas de crisis y constructivas respecto del género ensayo durante la Modernidad. La primera de ellas corresponde a los tiempos y las corrientes de pensamiento que podemos designar prerrománticos, esto es los empiristas ingleses (Hume, Shaftesbury, Addison...) y los predecesores y sucesores de la Ilustración alemana (Winckelmann, Lessing, Herder..., Shopenhauer) hasta alcanzar la crítica literaria y artística de la Europa del XIX y, como figura emblemática quizás general, Nietzsche, que se diría que culmina todos los años del decadentismo. La segunda gran época corresponde sobre todo a los tiempos de la Vanguardia histórica y pudiérase 69

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decir que posee, principalmente, dos vertientes, la artística de las hibridaciones, especialmente en la prosa novelística, que se funde con el ensayo, caso muy específico de Musil, y la filosófica. No me interesa ahora entrar en particularidades. En realidad el problema central de la filosofía estuvo decisoriamente ligado durante esas décadas, cuando menos hasta la segunda gran guerra, a la cuestión de género. Si bien se mira, así sucede con Bloch, que aspiraba a algo como un tratado sin sistema, lo cual se cumplirá elevadamente en El Principio Esperanza; así sucede con Eugenio d’Ors, quien en Lo Barroco diríase que propone un sistema sin tratado desde una organicidad naturalista barroca; con Rosenweig y su intento del nuevo pensamiento. Ejemplo paralelo, si bien diferente al de éstos, es el de la opción más cómodamente ensayística de Ortega y, acaso, del joven Lukács, que, como hemos comprobado, compone muy pronto la primera gran poética del género. Benjamin y Adorno, pero sobre todo este último, fueron sin duda grandes creadores de ensayo en sentido restringido, propio. Los textos reunidos en Noten zur Literatur configuran por muchas razones un ejemplo canónico para el género difícilmente superable. Adorno, como filósofo y como teórico y crítico literario y musical, fue un pensador muy superior a Benjamin. Ambos autores, en realidad de manera vinculada, aunque desde dos circunstancias históricas muy diversas y distantes (o quizás no tanto: la Vanguardia histórica y la Neovanguardia, no se olvide) conducen sus obras mayores, en cuanto construcciones textuales, a un extremo de conflicto, conflicto de género. Es evidente que fueron muy conscientes de ello. Ahora bien ¿en qué medida calcularon el problema y creyeron que poéticamente podrían dominarlo? ¿Acaso sucumbieron a la idea vanguardista de lo nuevo, tan penetrantemente examinada luego por el propio Adorno en la Teoría estética? En el ensayo sobre el ensayo afirma Adorno que el objeto del ensayo es lo nuevo en tanto que nuevo. Benjamin, que como estudioso del Romanticismo es ya heredero de su fragmentariedad, en la introducción a El origen del drama barroco alemán propone sutilmente la cuestión, siguiendo la tradición clásica platónicoaristotélica de “modos del discurso”, en términos de “modo de exposición”. Conviene leer el comienzo de esas páginas: Es característico del texto filosófico enfrentarse de nuevo, a cada cambio de rumbo, con la cuestión del modo de exposición. En su 70

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forma acabada el texto filosófico sin duda terminará convirtiéndose en doctrina, pero la adquisición de tal carácter acabado no se debe a la pujanza del mero pensamiento. La doctrina filosófica se basa en la codificación histórica. Por tanto, no puede ser invocada more geometrico. Cuanto más claramente las matemáticas prueban que la eliminación total del problema de la exposición (eliminación reivindicada por todo sistema didáctico rigurosamente apropiado) constituye el signo distintivo del conocimiento genuino, tanto más decisivamente se manifiesta su renuncia al dominio de la verdad, intencionado por los lenguajes. Lo que en los proyectos filosóficos es método, no se extiende a su organización didáctica. Y esto quiere decir simplemente que a estos proyectos les es inherente una dimensión esotérica que ellos no pueden descartar, que les está prohibido negar y de la que no pueden vanagloriarse sin pronunciar su propia condena. Lo que el concepto decimonónico de sistema ignora es la alternativa representada para la forma filosófica por los conceptos de doctrina y de ensayo esotérico. (9-10)7

Robert Musil se planteará, en El hombre sin atributos, el problema del género ensayo trasladándolo a problema existencial, aspecto que es complementario de la visión de Lukács y también es de tener en cuenta para la postura que tomará Adorno, más atento a la realidad objetiva como objeto de pensamiento. Musil, recuperando en realidad una idea de Montaigne, concibe -por boca de su personaje Ulrich- que de la misma manera que el ensayo en sus diferentes capítulos trata desde diferentes puntos de vista una misma cosa, así se podría hacer con el mundo y la vida propia; y de la misma manera que con las partes auténticas de un ensayo no se puede hacer una verdad, tampoco cabe extraer de ahí, de ese estado, una convicción, al igual que el amante ha de despojarse del amor para poder describirlo. Lukács entendía que el ensayista es un puro precursor, que el ensayo es dador de forma por cuanto es esencialidad que desde la estética y su elevado estadio penúltimo aspira a unidad y permanencia; que la vida y el arte son modelos para el ensayo, haciendo paradoja análoga a la del retrato, mientras que la poesía obtiene sus motivos de la vida y el arte. Adorno explica que la aspiración a la verdad del ensayo “es horra de apariencia estética”, y achaca a Lukács que Es de notar que los términos “ensayo esotérico” son traducción absolutamente literal: esoterischen Essay (Walter Benjamin. Ursprung des deutschen Trauerspiels. Gesammelte Schriften. I,1. Frankfurt: Suhrkamp, 1974. 207). 7

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llame al ensayo “forma artística” (Adorno 1962, 13). Por su parte, escribe Musil: Había algo en el ser de Ulrich que obraba de un modo distraído, paralizante, desarmador, contra el orden lógico, contra la voluntad inequívoca, contra los impulsos de la ambición concretamente dirigidos, y también esto estaba comprendido con el nombre por él elegido de “ensayismo”, aun conteniendo los elementos que él, al correr del tiempo e inconscientemente, había eliminado de aquel concepto. La traducción de “ensayo” mediante la palabra “prueba”, según se suele hacer, contiene sólo aproximadamente la alusión esencial al modelo literario; pues un ensayo no es la expresión provisional o accesoria de una convicción que podría ser elevada a verdad en una oportunidad mejor y que también cabría reconocerla como error (de este género son únicamente los artículos y composiciones que las personas letradas llaman “desperdicios de su escritorio”), sino que un ensayo es la forma definitiva e inmutable que la vida interior de una persona da a un pensamiento categórico. (Musil 308)

Piensa Adorno que en nombre de la disciplina se condena la espontaneidad subjetiva, la cual es indispensable para desvelar la plétora de significaciones que existe encapsulada en cualquier fenómeno espiritual. No resulta factible conseguir pasivamente mediante interpretación algo a su vez no introducido por un interpretar activo. “Los criterios de esta actividad son la compatibilidad de la interpretación con el texto y la fuerza que tenga la interpretación para llevar juntos a lenguaje los elementos del objeto. Con esto se acerca el ensayo a cierta independencia estética que es fácil reprocharle tomándola por mero préstamo del arte, del cual, empero, el ensayo se diferencia por su medio, los conceptos, y por su aspiración a verdad” (Adorno 1962, 13). Por ello, en el ensayo las asociaciones y juegos retóricos, que debilitan la voluntad del receptor sometiéndola al orador, se funden con el contenido de la verdad (34). Por el contrario, el dogmatismo del espíritu cientifista, dice Adorno, siente alergia a las formas, como accidentes, y pretende responsabilidad con la cosa mediante una palabra irresponsable; pretende hablar del espíritu careciendo de él. El ensayo, que no busca lo eterno en lo perecedero sino hacer acceder lo perecedero a lo eterno, tiende a cierto utopismo. Discierne Adorno que la armonización lógica es un engaño acerca de lo antagónico sometido a orden y por ello el ensayo está determinado por la unidad de su objeto, su discontinuidad 72

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en el pensar es la discontinuidad real y no el empeño de encubrir las rupturas. El ensayo -siempre según Adorno- tampoco se encapricha con el más allá de las mediaciones sino que busca en sí mismos los contenidos de verdad históricos; ni pregunta por protodatos originarios: denuncia la ilusión de que el pensamiento pueda escapar de la cultura para irrumpir en la naturaleza, a la cual honra confirmando que ella ya no es el hombre; niega la definición de conceptos de una ciencia aún apegada a la escolástica y que no sustituye sus definiciones de ese origen por conceptuaciones de los conceptos obtenidos de los procesos en que se producen, mientras el ensayo asume el impulso antisistemático e introduce tal cual los conceptos de manera inmediata apoyados en sí mismos y en función de sus relaciones, superando esa ciencia que se quiere exclusiva y exige tabla rasa para su dominio cuando de hecho todos los principios se encuentran previamente concretados por el lenguaje. Así, el planteamiento ensayista urge a la interacción conceptual siguiendo el curso del espíritu y, al margen de lo lineal o del sentido único, consigue la fecundidad del pensamiento mediante la densidad de un intrincado entretejimiento de interacciones. El ensayo no es escenario, como el pensador que no piensa, sino organización conceptual de la experiencia del espíritu que es adoptada como modelo; si pudiera decirse así, el ensayo es metódicamente ametódico empezando por prescindir de la certeza libre de duda y denunciar su ideal. En realidad el ensayo sería una profunda protesta contra las reglas del método cartesiano, a lo cual se aplica con relativa extensión y concienzudamente la interpretación de Adorno. Para él, el ensayo, que desde el punto de vista de los principios y los conceptos es esencialmente lenguaje, se propone ayudar al lenguaje y evitar sus manipulaciones científicas, lo cual, en fin, no significa renunciar a conceptos generales ni tampoco usar éstos a capricho sino constituir una manera de exposición fundada en una precisión capaz de suplir aquello que se sacrifica en la renuncia a las definiciones. Decía Benjamin que la filosofía, como exposición de la verdad y no mera guía de la adquisición de conocimiento, para mantenerse fiel a la ley de su forma ha de dar importancia al ejercicio de ésta; que ha de adquirir un carácter propedéutico correspondiente al término escolástico de tratado, el cual alude aún de modo latente a los objetos teológicos indispensables para pensar la verdad; que

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el método es rodeo y el pensamiento siempre comienza de nuevo y regresa a la cosa misma incesantemente, es decir el modo de existencia de lo que Benjamin entiende por contemplación; que estas formas en Occidente han sido el mosaico y el tratado; que la filosofía ha venido a ser la lucha por la exposición de unas pocas palabras, las ideas, como en Platón, que siempre son las mismas. Se desprende de las especulaciones de Benjamin una identificación entre Tratado y ensayo, y esto en ciertos aspectos puede ser así, pero sólo en ciertos aspectos, pues resulta factible ensayar con la posibilidad global del Tratado y, también, es factible introducir el discurso del ensayo, o diversos discursos ensayísticos, de otros géneros ensayísticos que no sean el ensayo, dentro de un Tratado, pero éste posee un concepto estructural que alberga la función del todo el cual no se aviene con la indeterminación o suspensión abierta propia del Ensayo. El Tratado de alguna manera ha de pretender alguna especie de totalidad que se parangonará con la totalidad de su objeto, como por otra parte ocurre en el mosaico que dice el mismo Benjamin. Adorno arguye que el ensayo querría desembarazar las fuerzas de lo opaco; llegar a la determinada concreción del contenido en el tiempo y en el espacio y sustraerse a la tiránica eternidad de la definición de la idea, una idea que siga siendo idea porque no capitula; y por ello la medida del ensayo es la entusiástica nietzscheana del sí al instante único que lo es para toda la existencia y habría de ser como la felicidad, pero el ensayo desconfía y encuentra lo negativo, pues “incluso las supremas manifestaciones del espíritu que expresan la felicidad siguen intrincadas en la culpa que consiste en obstaculizarla en cuanto siguen siendo mero espíritu. Por eso la más íntima ley formal del ensayo es la herejía. Por violencia contra la ortodoxia del pensamiento se hace visible en la cosa aquello, mantener oculto lo cual es secreto y objetivo fin de la ortodoxia” (39). Es preciso recordar cómo Adorno, que recurría a los conceptos de constelación y parataxis en su primer e importante escrito programático, de 1931, comenzaba entonces por advertir que el trabajo filosófico actual había de comenzar por la renuncia a apresar la totalidad de lo real mediante la fuerza del pensamiento. Es profesión de fragmentarismo8. Pero el problema Ahí concluye con un párrafo que es necesario leer entero: “Los empiristas ingleses al igual que Leibniz llamaron ensayos a sus escritos filosóficos, porque

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se acabará centrado mediante el concepto de forma. El propio Adorno definiría el ensayo en el bellísimo escrito “Caracterización de Walter Benjamin”: “consiste como forma en la capacidad de contemplar lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la ‘cultura’, como si se tratara de naturaleza” (1970, 118), apresurándose a añadir que Benjamin poseía esa capacidad como pocos; en fin, que “su ensayismo consiste en tratar textos profanos como si fuesen sagrados” (121). A mi modo de ver, la forma kantiana de la belleza es o se puede tomar por neutra, pero es aquella forma que hereda el formalismo de la teoría de la crítica artística y más radicalmente de la teoría de la crítica literaria, es decir de la forma al fin heredada de la teoría clásica oficialista de la belleza que probablemente amparada en la necesariedad cuantitativista y proporcional de las artes plásticas abandonó el pitagorismo espiritualista en favor de una tendencia de sesgo científico que traza y cumple la ambición positivista. Y, precisamente, es la ideación de Schiller el medio de introducción del espíritu en la forma kantiana; así la forma se hace neoplatónica, figura viva, belleza, pues ya había sido forma la belleza en las Enneadas de Plotino, es decir figura o forma con alma o que reencuentra alma. Esto es importante porque Adorno, como se ha podido comprobar, desarrolla su pensamiento sobre el ensayo como una crítica de ataque radical a la filosofía académica y al positivismo, en lo cual viene a situarse de manera análoga a como hizo Schiller en su fuerte crítica de la cultura y las instituciones académicas occidentales desarrollada sobre todo en las Cartas sobre la educación estética. Diré que a partir de ahí se centra, como no podía ser de otro modo, el espíritu crítico de la violencia de la realidad recién abierta con la que tropezó su pensamiento les forzaba siempre a la osadía en el intento. Sólo el siglo postkantiano perdió junto con la violencia de lo real la osadía del intento. Por eso el ensayo se ha trocado de una forma de la gran filosofía en una forma menor de la estética, bajo cuyo aspecto, pese a todo, huyó a cobijarse una concreción de la interpretación de la cual no dispone hace ya mucho la filosofía propiamente dicha, con las grandes dimensiones de sus problemas. Si al arruinarse toda seguridad en la gran filosofía el ensayo se mudó allí, si al hacerlo se vinculó con las interpretaciones limitadas, perfiladas y nada simbólicas del ensayo estético, ello no me parece condenable en la medida en que escoja correctamente sus objetos, en la medida en que sean reales. Pues el espíritu no es capaz de producir o captar la totalidad de lo real; pero sí de irrumpir en lo pequeño, de hacer saltar en lo pequeño las medidas de lo meramente existente”. (Adorno 1991, 102).

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Adorno, ahora superador sobre todo de la pobreza de la crítica marxista mediante el encuentro, encuentro aun desidentificado, que ha de dar un nuevo paso, pero no en dirección neoplatónica sino crítico-reflexiva: el camino de la forma como espíritu del pensamiento sobre la cosa, crítica representada por el ensayo, lo que éste siempre fue, “la forma crítica par excellence”. Así coincide con el joven Lukács, quien mantiene un eco neoplatónico e identifica crítica y ensayo, pero, ya dijimos, diverge en que éste atribuye una determinación artística al género, por extrema oposición a la prosa utilitaria (Lukács 15), que Adorno sólo considera en el sentido de que ambos, crítica y ensayo, trabajan “enfáticamente en la forma de la exposición”. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. Notas de literatura. Barcelona: Ariel, 1962. ---. Crítica cultural y sociedad. Barcelona: Ariel, 1970. ---. Noten zur Literatur. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1974. ---. Teoría estética. Madrid: Taurus, 1980. ---. Actualidad de la filosofía. Barcelona: Paidós, 1991. Banfi, Antonio. Filosofía del arte. Barcelona: Península, 1987. Benjamin, Walter. El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus, 1990. Bense, Max. “Über den Essay und seine Prosa”. Merkur, I (1947): 414-424. Croce, Benedetto. Estética como ciencia de la expresión y lingüística general. Málaga: Ágora, 1997. Hegel, G. W. F. Estética. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1985. Lukács, George. El alma y las formas & Teoría de la novela. México: Grijalbo, 1985. Musil, Robert. El hombre sin atributos. Vol. I. Barcelona: Seix Barral, 1969.

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THEODOR W. ADORNO Y HANNAH ARENDT. SOBRE PENSAMIENTO, IDEOLOGÍA Y ARTE Alejandro Molano

1. La importancia de Walter Benjamin

A l ensayar la comparación de algunos aspectos del pensa-

miento de Theodor Adorno y Hannah Arendt no se puede pasar por alto la inmensa desconfianza que Arendt sentía por el filósofo de Frankfurt. Ella creyó que Adorno no había prestado ayuda suficiente a Walter Benjamin durante su exilio en París y su huida frustrada hacia Estados Unidos. Creyó también que Adorno malentendía a Benjamin y que trataba de imponer en él un método marxista que no concordaba con el pensamiento benjaminiano (Arendt 1990). Adorno sintió un profundo dolor por aquello que él entendía como una “… acción concertada…” en contra suya y que atacaba una de las amistades más fértiles y sinceras que tuvo (2001, 93). Con todo, Adorno no quiso llamar a Arendt “contrincante”1, pues ello hubiese supuesto que en verdad había monopolizado la interpretación de Benjamin y sus archivos. Tampoco Benjamin ni Adorno habrían podido ser nunca mutuos contrincantes a menos que hubiesen traicionado su propio pensamiento. Ambos rechazaron reducir la verdad a objeto de posesión y monopolio. Al respecto de la polémica sobre los archivos de Walter Benjamin, la investigación exhaustiva de Stefan Müller-Doohm absuelve a Adorno de las sospechas de Hannah Arendt (2003, 347). Aún así, Adorno habló así, recordando la última velada con su amigo: “La última velada que pasé con Benjamin, en enero de 1938 en el puerto de San Remo, mi mujer y yo, convencidos ya entonces de la inminencia de la guerra y de la inevitable catástrofe francesa, aconsejamos una vez más a Benjamin del modo más apremiante que intentara venir a América lo antes posible; todo lo demás ya se vería allí. Benjamin se negó y dijo literalmente: ‘hay posiciones que defender en Europa’. No hay más que añadir a la acción concertada contra mí. Su única finalidad es hacer de la nada un escándalo que dé publicidad a aquellos [Hannah Arendt y Helmut Heissenbüttel] a los que desde luego no quisiera llamar mis contrincantes”. 1

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Adorno es una personalidad controvertida. Su “ceguera política” durante los primeros años del régimen fascista en Alemania, sus críticas contra la industria cultural, el cine y el jazz, y sus decisiones en el enfrentamiento con los movimientos estudiantiles de la década de 1960, han provocado el juicio severo de algunos. Juzgar a Adorno implica interpretar estas actuaciones en sus contextos determinados, naturalmente. Lo que no resulta necesario es convertirlo en figura del conservadurismo cultural o hacer apología de sus críticas sociales. En ambos casos se limita enormemente la materia del juicio, es decir, el propio significado que la vida de Adorno pueda tener para nosotros hoy. No evoco aquí la controversia entorno a la memoria de Benjamin con el objeto de absolver o condenar las decisiones de Adorno, ni para sostener que Arendt se equivocaba completamente al respecto; sino para hacer notar la importancia que Hannah Arendt y Theodor Adorno le concedieron a Benjamin, como filósofo y como amigo. Benjamin concibió de una manera particular la filosofía y a ello se debe en parte la influencia que ejerció sobre Adorno y sobre Arendt. La filosofía, según Benjamin, debía acceder a la verdad, pero no de la forma en que cree apropiarse de ella la ciencia. En el “Prefacio epistemológico” de El origen del drama barroco alemán, Benjamin expone una distinción entre la verdad científica y un concepto de verdad como “ser no intencional formado a partir de las ideas” que sólo es accesible al pensamiento filosófico (18). A pesar de que Adorno no llegó a aceptar una definición semejante del concepto de verdad, ni tampoco Arendt, la distinción benjaminiana entre ciencia y filosofía fue reelaborada por ambos. Veamos hasta qué punto puede pensarse que la distinción entre ciencia y filosofía es común a los tres. En el contexto de una sociedad tecnificada en la que el campo de lo político sufría grandes deformaciones, para estos tres filósofos fue determinante examinar el papel del pensamiento y la filosofía en la vida del hombre. En su lección inaugural de 1931, en Frankfurt, titulada “Actualidad de la filosofía”, Adorno asumía una posición crítica respecto a distintas corrientes filosóficas de entonces. Lo hacía desde la tesis según la cual “la plenitud de lo real” no puede reducirse a las leyes de la razón: “a quien busca conocerla [a la realidad], sólo se le presenta como realidad total en cuanto objeto de polémica, mientras únicamente en vestigios 78

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y escombros perdura la esperanza de que alguna vez llegue a ser una realidad correcta y justa” (1991, 75). Así pues, el papel de la filosofía no podía ser el de sacar a la luz la verdad absoluta o, como era para él la pretensión máxima del idealismo, “aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento” (73). En lugar de la posesión de la verdad por el pensamiento, aparece una función distinta para la filosofía que Adorno llama interpretación. Lo que el filósofo hace propiamente es interpretar la realidad a partir de la conciencia de que el “mundo en que vivimos […] está constituido de otro modo” distinto al de nuestras figuras organizadas de él: “el texto que la filósofa ha de leer es incompleto, contradictorio y frágil, y buena parte de él –dice– pudiera estar a merced de ciegos demonios” (86). Esta necesidad de mantener la tensión entre el pensamiento y lo que está más allá de él fue constante en la obra adorniana. De hecho la definición que hace Adorno en Dialéctica negativa de la dialéctica como un pensar contra sí mismo, significa, en las propias palabras del autor, que “el pensamiento no necesita someterse exclusivamente a su propia legalidad” (144). La interpretación como función de la filosofía anticipa el método del pensamiento por constelaciones que Adorno trata de aclarar en Dialéctica negativa. Siguiendo la argumentación de Adorno, si el pensamiento se enfrenta con “algo” que está más allá del pensar mismo y que no puede ser reducido a nuestras capacidades cognoscitivas, entonces es evidente que la filosofía no puede perseguir el descubrimiento de la verdad mediante lo que Benjamin llamó un “proceso deductivo sin lagunas” (1990, 15). Por ese camino se producía el pensamiento científico que Adorno y Benjamin observaban como un tipo de posesión del objeto por la conciencia y que en últimas implicaba la reproducción de la estructura de la mercancía al interior de la conciencia, como explica Susan BuckMorss (1981, 360). Por el contrario, la verdad debía aparecer no como producto de la conciencia, sino como “algo que se automanifiesta” en la organización de los elementos, en el establecimiento de sus relaciones mutuas; de ahí la analogía benjaminiana: “Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas” (1990, 16). Si bien la verdad no es producto del concepto ni queda aprehendida en él, por otra parte sólo puede buscársela por medio de conceptos que se ponen en relación unos con otros. De ese modo surge para Adorno “la utopía del conocimiento”, que 79

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consiste en “penetrar con conceptos lo que no es conceptual, sin acomodar esto a aquéllos (1975, 144). Lo anterior no significa en absoluto que la filosofía debiera renunciar a la verdad, sino que ésta no podía concebirse como un producto definitivo del conocimiento sistemático. La verdad era pensada por Adorno –y antes por Benjamin– más bien como un “horizonte en el que realidad e interpretación eran puestas en mutua relación” (Müller-Doohm 221); la creación de constelaciones conceptuales, es decir, la disposición de material conceptual, era justamente la manera en que el pensamiento entraba en relación con la realidad, interpretándola, aunque no se identificara con esta última. El principio de no identidad era definitivo para mantener la mirada puesta en la utopía final de la iluminación de la verdad, pues ésta podía definirse como lo no controlado por el pensamiento humano. En este sentido puede entenderse que la actividad del filósofo no esté orientada hacia la obtención de resultados, y más bien se describa como una actividad incesante en la que el ser humano se confronta con el universo que lo rodea sin poder apropiarse de la verdad. “Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma” (Benjamin 1990, 10). Adorno, a su vez, entendía la filosofía como una interpretación constante, “cada vez con la pretensión de verdad”, pero sin hallar nunca una clave cierta de interpretación. Y se refería a la paradoja de que las figuras lingüísticas de lo existente y sus asombrosos entrelazamientos no le sean dadas [al pensamiento] más que en fugaces indicaciones que se esfuman. La historia de la filosofía –termina diciendo Adorno– no es otra cosa que la historia de tales entrelazamientos; por eso le son dados tan pocos resultados; por eso constantemente ha de comenzar de nuevo; por eso no puede aún así prescindir ni del más mínimo hilo que el tiempo pasado haya devanado y que quizás complete la trama que podría transformar las cifras en un texto. (1991, 87)

En la obra de Hannah Arendt también es importante una tesis semejante a la del “Prefacio epistemológico” de Benjamin que tanto influyó en Adorno: “la tesis de que el objeto de conocimiento no coincide con la verdad…” (1990, 12). Pero esa distinción de conocimiento y verdad adquiere una terminología y unas consecuencias distintas. Arendt plantea el problema en términos de actividades del espíritu humano. En La condición humana aparecen las categorías de “razonamiento lógico”, “cognición” y 80

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“pensamiento”, que guardan entre sí relaciones análogas a las que sostienen las actividades no espirituales de labor, trabajo y acción. Los tres niveles en que esa analogía puede establecerse serían los siguientes: primero, en la medida en que el razonamiento lógico es una especie de poder cerebral, cuyas leyes fijas e invariables provendrían de la naturaleza mental del ser humano, puede equipararse con el concepto de labor, pues éste se define como actividad determinada por las necesidades naturales de un individuo. Segundo, la cognición está estrechamente relacionada con el trabajo, porque ambos tienen que ver con una actividad productiva, ya de conocimientos, ya de objetos concretos. Tanto la cognición como el trabajo son actividades finitas que cesan cuando han conseguido el objeto que perseguían. Por último, el pensamiento puede asemejarse a la acción en cuanto actividad infinita que no se agota en la obtención de productos, ni parece que posea resultados predecibles ni definitivos. Pensamiento y cognición no son lo mismo. El primero, origen de las obras de arte, se manifiesta en toda gran filosofía sin transformación o transfiguración, mientras que la principal manifestación del proceso cognitivo, por el que adquirimos y almacenamos conocimiento, son las ciencias. La cognición siempre persigue un objetivo definido que puede establecerse por consideraciones prácticas o por ‘ociosa curiosidad’; pero una vez alcanzado este objetivo, el proceso cognitivo finaliza. El pensamiento por el contrario carece de fin u objetivo al margen de sí, y ni siquiera produce resultados […]. (1993, 187)2

Ahora bien, si para Adorno el objeto de la filosofía es la verdad, para Arendt aparece como la “búsqueda de significado” (2002, 109) y la “comprensión” (2005, 9). Desde luego que el pensamiento de Arendt revela su herencia fenomenológica, aunque Adorno también toma posición frente a la Fenomenología (que había estudiado cuidadosamente) con el concepto de verdad En otro lugar anota: “La actividad de conocer es una actividad de construcción del mundo como lo es la actividad de construcción de casas. La inclinación o la necesidad de pensar, por el contrario, incluso si no ha emergido de ningún tipo de ‘cuestiones últimas’ metafísicas […], no deja nada tangible tras de sí, ni puede ser acallada por las intuiciones supuestamente definitivas de los ‘sabios’. La necesidad de pensar sólo puede ser satisfecha pensando, y los pensamientos que tuve ayer satisfarán hoy este deseo sólo porque los puedo pensar ‘de nuevo’” (1993, 41). 2

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como no idéntica o reductible a la conciencia humana3. Ante los ojos de Adorno, si la filosofía se proponía descubrir el sentido o el significado del mundo, se hacía partícipe inmediatamente de una verdad justificatoria que renunciaba implícitamente a la transformación de la realidad. Por el contrario, dice Adorno, “la auténtica interpretación filosófica no acierta a dar con un sentido que se encontraría ya listo y persistiría tras la pregunta, sino que la ilumina repentinamente e instantáneamente, y al mismo tiempo la hace consumirse” (1991, 89). En este sentido, una filosofía de la comprensión convertía la verdad en algo pensado, en un acto de la conciencia y, por tanto, intencional. La categoría “sujeto-objeto” en la conciencia intencional, que asimilaba el objeto al sujeto en vez de oponerlos como diferentes, era un “sujeto disfrazado”. Como apunta Susan Buck Morss, era característico del pensamiento de Adorno presentar los conceptos por sus polos opuestos: “a nivel filosófico, Adorno criticaba no sólo el dualismo entre sujeto alienado y objeto reificado, sino simultáneamente la identidad entre sujeto y objeto” (1981, 359). El efecto tranquilizador de la comprensión y el significado proviene esencialmente de que al identificar la verdad con un acto de la conciencia, ésta pierde de vista su carácter histórico y entonces tiende a adquirir el aspecto de lo dado, de lo definitivo e irrevocable: lo histórico pasa a ser natural y la filosofía tiende a convertirse en ideología. Adorno pensaba que la dialéctica negativa, en la medida en que intentaba mantener la verdad como algo distinto al puro acto de la conciencia, podía evitar la ideologización del pensamiento y su pérdida conexa de la conciencia histórica. Al mismo tiempo resultaba que negarse a identificar la verdad con el acto de conciencia implicaba una actitud materialista. Para Adorno el materialismo es “ese tipo de pensamiento que prohíbe con el máximo rigor la idea […] de lo significativo de la realidad” Al menos parte de la polémica de Arendt contra Adorno tiene también este trasfondo de luchas contra ciertas tradiciones. Hannah Arendt veía en Adorno a un filósofo atrapado en la ideología materialista, que lo había hecho ciego frente a ciertos aspectos del pensamiento de Benjamin (“Walter Benjamin”. Hombres en tiempos de oscuridad 1990). A su vez Adorno veía en Arendt a una filósofa que, por influencia heideggeriana sobre todo, caía en la identificación sujeto y objeto, es decir, en la posición idealista de la verdad como producto de la conciencia. (“Sobre la interpretación de Walter Benjamin. Notas para un proyectado artículo [1968]”. Sobre Walter Benjamin 2001). Ambos lanzaron juicios severos y sesgados, en buena medida, contra el otro. 3

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(1991, 90); o, a la inversa, de que significado alguno o acto de conciencia pueden comprender definitivamente la realidad, pues nada nos obliga a aceptar que aquello sobre lo cual debemos pensar, sea simplemente lo pensado. Sin embargo, establecer hasta qué punto es materialista el pensamiento de Adorno no resulta una cuestión sencilla. De todas formas que se acepte la no intencionalidad de la verdad y con ello su carácter irreducible a un acto de conciencia, no implica que renunciemos al pensamiento y nos debamos contentar con lo dado como única verdad posible para nosotros. En otras palabras, que se asuma la no significación de la realidad, no quiere decir que se abandone sin más la posibilidad (o la necesidad) de significado. A este respecto es muy sugerente uno de los aforismos de Minima moralia, en donde Adorno cuestiona el amor nietzscheano a la pura existencia, el amor fati, como una forma de abdicación a la verdad. Nietzsche expuso en el Anticristo el más vigoroso argumento no sólo contra la teología, sino también contra la metafísica; que la esperanza es confundida con la verdad; que la imposibilidad de vivir feliz, o simplemente vivir, sin pensar en un absoluto no presta legitimidad a tal pensamiento. […] Pero fue el mismo Nietzsche el que enseñó el amor fati, el “debes amar tu destino”. […] Y habría entonces que preguntarse si existe algún otro motivo que lleva a amar lo que a uno le sucede y afirmar lo existente porque existe que el tener por verdadero aquello en lo que uno espera. ¿No conduce esto de la existencia de los stubborn facts a su instalación como valor supremo, a la misma falacia que Nietzsche rechaza en el acto de derivar la verdad de la esperanza? Si envía al manicomio a la “bienaventuranza que procede de una idea fija”, el origen del amor fati podría buscarse en el presidio. Aquel que ni ve ni tiene nada que amar acaba amando los muros de piedra y las ventanas enrejadas. En ambos casos rige la misma incapacidad de adaptación que, para poder mantenerse en medio del horror del mundo, atribuye realidad al deseo y sentido al contrasentido de la coerción. No menos que en el credo quia absurdum se arrastra la resignación en el amor fati, ensalzamiento del absurdo de los absurdos, hacia la cruz frente a la dominación. Al final, la esperanza, tal como se la arranca a la realidad cuando aquélla niega a ésta, es la única figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas sería pensable, y la falsedad cardinal es hacer

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pasar la existencia mal conocida por la verdad sólo porque ha sido conocida. (103)

Tampoco resulta fácil resolver la cuestión sobre el materialismo y el idealismo en el pensamiento de Hannah Arendt. En qué medida su concepto de significado y comprensión caía en el idealismo que Adorno tanto criticó, no es algo que podamos deducir indudablemente de la influencia de Heidegger. En la introducción a Los orígenes del totalitarismo, Arendt describe la comprensión como un “atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un soportamiento de ésta, sea lo que fuere” (12). En otro lugar indica que dicho enfrentamiento a la realidad, que caracteriza a la comprensión, trata de hacer posible que el mundo no nos sea simplemente ajeno, sino un hogar en el que podamos vivir. Comprensión implica tanto el intento de reconciliación y, de este modo, de apropiación del mundo, como el reconocimiento de que aquello que tratamos de comprender es esquivo, ajeno, hostil y que resiste y escapa siempre a la capacidad nuestra de comprender y otorgar significado. “La comprensión no tiene fin y por tanto no puede producir resultados definitivos; es el modo específicamente humano de vivir, ya que cada persona necesita reconciliarse con el mundo en que ha nacido como extranjero y en cuyo seno permanece siempre extraño a causa de su irreductible unicidad” (2005, 9-10). 2. Pensamiento Sin duda sería un error identificar la teoría política de Hannah Arendt con el pensamiento dialéctico adorniano4, pero espero Quizá el elemento dialéctico en el pensamiento de Adorno fue parcialmente comprendido por Arendt. Adorno era, como él mismo lo afirmó, un conocedor exacto de la teoría de Marx, pero no fue un marxista ortodoxo. Su concepto de dialéctica difería en mucho del término “dialéctica” usado por los ideólogos marxistas. “Al formado en la teoría dialéctica –escribía Adorno– le repugna explayarse en representaciones positivas de la sociedad justa, de sus ciudadanos, incluso de aquellos que la realizarían. Las huellas asustan; al que mira atrás se le desvanecen todas las utopías sociales, desde la platónica, en turbia semejanza con aquello contra lo que fueron ideadas” (2004, 271). Por otra parte el pensamiento dialéctico de Adorno no se puede restringir a la dialéctica materialista de corte marxista. De hecho, habría que tomar muy en serio la herencia hegeliana que proporcionó a Adorno un modelo tan importante como el de Marx, en lo que al “pensamiento dialéctico” se refiere. 4

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no mentir cuando señalo que existen cercanías en la filosofía de los dos5. Ambos pudieron haber encontrado afinidades importantes en su pensamiento, una de ellas radicaba justamente en que era necesario tanto pensar nuestro mundo, como reconocer la irreductibilidad del mundo al pensamiento. Y al mismo tiempo, así como antes hemos visto que la alienación de los sujetos y la cosificación de los objetos se corresponden con la identificación de sujeto y objeto, ahora encontramos que la tensión del pensamiento frente al mundo que debe ser pensado, se corresponde con una gran resistencia a dividir el universo en actividad espiritual y “vida empírica” o “mundo de apariencias”. La tensión entre lo que debe ser pensado y el pensamiento, se revela como la otra cara de una cierta pertenencia del uno al otro. En esa dirección apuntaba Adorno sus críticas contra el positivismo (y contra la ontología de Heidegger). En Minima moralia escribe: El positivismo reduce todavía más la distancia del pensamiento y la realidad, una distancia que la propia realidad ya no tolera. Al no pretender ser más que algo provisional, meras abreviaturas de lo fáctico que ellos subsumen, los tímidos pensamientos ven desvanecerse, junto con su autonomía con respecto a la realidad, su fuerza para penetrarla. Sólo en el distanciamiento de la vida cobra vida el pensamiento que está verdaderamente enraizado en la vida empírica. Si el pensamiento se refiere a los hechos y se mueve en la crítica de los mismos, no menos se mueve por la diferencia que establece. Éste es su modo de expresar que lo que es no es del todo como él lo expresa. (2004, 132)

A su vez, Hannah Arendt consideraba la relación entre la vida del espíritu y el mundo de apariencia desde dos perspectivas. En primer lugar, aunque siempre determinada por sus circunstancias históricas y materiales, existe una actividad espiritual que guarda cierta independencia respecto a dichas determinaciones. Algunos intérpretes de Hannah Arendt han tendido a exaltar su figura sobreponiéndola a un no siempre proporcionado pesimismo adorniano (Paolo Flores D’Arcais 1995). Posiciones como esta falsean ciertamente el pensamiento de Th. W. Adorno, y en esa medida no prestan un gran servicio a la comprensión de las teorías de Hannah Arendt. 5

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Pensamiento, voluntad y juicio, las tres formas de actividad espiritual, para Arendt, no son simples reflejos de la vida material. Pero en vez de estar desvinculadas de esta última, en ellas descansa en gran medida la manera en que cada ser humano actúa, y son finalmente, las que pueden constituir nuestro mundo común. Los seres humanos aunque totalmente condicionados en su existencia […] pueden trascender mentalmente todas estas condiciones, pero sólo mentalmente, nunca en la realidad o en el conocimiento y el saber. Son capaces de juzgar, afirmativa o negativamente, las realidades en las que han nacido y que les condicionan; pueden desear lo imposible, la vida eterna, por ejemplo; y pueden pensar, es decir, especular con sentido sobre lo desconocido y lo incognoscible. Y aunque todo esto no pueda cambiar jamás la realidad de manera directa […] los principios a través de los cuales se actúa y los criterios a partir de los cuales se juzga y se conduce la vida, dependen, en última instancia, de la vida del espíritu. (2002, 93)

En segundo lugar, para Hannah Arendt son fundamentales el lenguaje y la imaginación como elementos que vinculan la actividad del espíritu con el mundo de apariencias. Por un lado, la imaginación6 permite que el mundo de apariencias sea objeto de pensamiento, la voluntad y el juicio, de manera que cada individuo pueda tomar cierta distancia de los hechos cotidianos y reflexionar sobre ellos, no quedar como sepultado debajo 6 El concepto de “imaginación” es uno de los más interesantes del pensamiento arendtiano. Juega un papel relevante en La condición humana, pues de la imaginación (estrechamente vinculada con el concepto de “pensamiento”) proviene la capacidad para concebir primero y luego construir un mundo en el que es posible trascender la pura ciclicidad de la vida orgánica y en el que se abre espacio para actividades distintas a la rutina de la satisfacción de las necesidades primarias. Posteriormente, Arendt vincula el concepto de imaginación con el de comprensión y juicio (y no necesariamente con la irracionalidad, como es cliché de muchos filósofos, periodistas culturales y artistas profesionales). Muy cercana a los argumentos que habían empleado algunos románticos ingleses, como Wordsworth y Shelley, para ella la imaginación es el fundamento mismo de la capacidad de vivir en un mundo en el que existen muchos otros seres diferentes de nosotros y en el que es posible también el horror. Gracias a la imaginación somos capaces de enfrentarnos con esa realidad extraña para tratar de convertirla en un hogar. “Sin este tipo de imaginación, que en realidad es la comprensión, no seríamos capaces de orientarnos en el mundo. Es la única brújula interna de la que disponemos” (2005, 34).

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suyo. Por otro lado, el lenguaje, especialmente la capacidad metafórica de los seres humanos, hace que la actividad espiritual, apartada en cuanto tal del mundo de las apariencias, esté siempre arraigada en este último. “Con independencia de lo cercanos que estemos de lo que está al alcance de la mano, el yo pensante nunca abandona del todo el mundo de las apariencias. La teoría de los dos mundos, como ya he dicho, es un engaño metafísico […]. No hay dos mundos porque la metáfora los une” (2002:132). Semejante correspondencia entre aquel mundo de apariencias y la vida espiritual, subrayémoslo, sólo puede darse sobre la base de una tensión permanente entre los dos elementos. Dicha tensión se expresa, tanto en Arendt como en Adorno, mediante la imposibilidad de llegar a instancias definitivas de la comprensión, en el lenguaje de Arendt, o de la interpretación filosófica, según el concepto adorniano. Por supuesto hay matices que destacar. Uno de ellos consistiría en que, para Adorno, la infinitud característica de la interpretación filosófica proviene de la inadecuación de la realidad al pensamiento y la no identificación de la verdad con los actos de la conciencia. Hannah Arendt, por el contrario, ponía énfasis en el carácter de la actividad espiritual misma. Para ella es la actividad espiritual la que no tiene un fin determinado, fuera del propio pensar, desear o juzgar. Concientes de que existen diferencias entre los dos pensadores, observemos aún otras posiciones semejantes. Tanto para Adorno como para Arendt, era importante que la filosofía como ejercicio del pensamiento se mantuviera siempre como actividad carente de productos definitivos. Lo contrario era dar pasos en falso hacia lo que Adorno podría llamar una conciencia cosificada, y que para Arendt era la renuncia a comprender más allá de los prejuicios y las aproximaciones científicas. El concepto que podría expresar la renuncia al pensamiento, la conformidad con los prejuicios y la sobrevaloración de los métodos científicos es el de ideología. 3. Ideología La ideología es una comprensión conformista y demasiado segura de sí misma, una comprensión degradada que ha renunciado a su mejor riqueza: el enfrentarse con lo que no se deja comprender. Para Arendt son justamente los hechos incomprensibles los que 87

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estimulan la comprensión. El totalitarismo sería el paradigma. Pero si la comprensión se aplica a lo incomprensible de la tortura, la masacre, el campo de concentración, las fábricas de la muerte, no es, en efecto, para explicar el hecho de que la infamia es posible y cómo lo es. Con ello habría simplemente una aceptación pasiva e incluso una cierta legitimación del mal. La comprensión nada tiene que ver con aceptación y la palabra reconciliación, que usaron en su momento los dos filósofos que nos ocupan, no puede concebirse como una simple adaptación de los seres humanos a las circunstancias y los hechos. Más bien es la ideología el concepto en el que cabe este tipo de adaptación y de aceptación. En este sentido no todo tipo de conciencia es ideológica para Arendt; tampoco lo era para Adorno. Dice Hannah Arendt: “Las ideologías –ismos que para satisfacción de sus seguidores pueden explicarlo todo, cualquier hecho, deduciéndolo de una sola premisa– son un fenómeno muy reciente, y durante nuevas décadas desempeñaron un papel desdeñable en la vida política” (1981, 693). Ensanchar el concepto de ideología hasta la genérica correspondencia entre formas de conciencia o visiones del mundo y grupos humanos hacía que quedara completamente distorsionado el problema. En la década de 1930, Adorno advirtió que bajo la nueva forma de considerar el concepto de ideología, éste perdía importancia y se hacía no sólo inútil para la filosofía, sino que además se constituía en la vía de legitimación de cualquier posición por barbárica que fuese (1991, 98)7. Para Arendt también resultó necesario que el concepto de ideología no se perdiera en la vaguedad de cualquier forma de conciencia. Todo lo contrario: para Arendt las ideologías son un fenómeno concreto. Y quizás Este argumento se pronunciaba en contra de la teoría de Karl Mannheim y el fortalecimiento de posiciones relativistas durante la década de 1930 (MüllerDoohm 2003). Ha sido dominante, de cierto modo, interpretar las críticas de Adorno a la ideología y las formas cosificadas de conciencia, como un ataque ideológico del mismo Adorno. Sin embargo, esa no parece una lectura del todo comprensiva de su pensamiento. El filósofo de Frankfurt no partía de la distinción entre lo que se cree y lo que se sabe; de hecho, esa distinción entre creencia y ciencia que suponía la verdad como producto de la actividad científica (incluso filosófica), dejando todo lo demás al terreno del saber popular, la creencia infundada y la falsedad ideológica, le parecía manida a Adorno. Para él (como para otros miembros de la escuela de Frankfurt, e incluso para filósofos ajenos a esa escuela, como Hanna Arendt), uno de los graves problemas de la moderni7

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el rasgo más notorio en ellas radica en su pretensión de convertir a la filosofía en una especie de ciencia. “Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica” (1981, 69). De nuevo, la tesis benjaminiana –según la cual verdad y objeto de conocimiento no coinciden– es la sombra bajo la que crecen estos argumentos sobre la ideología. Al hacer coincidir objeto de conocimiento y verdad, ciencia y filosofía, la reflexión y el pensamiento quedan convertidos en pura explicación. De una causa a su efecto o de una premisa a su consecuencia necesaria, las ideologías pretendían alcanzar la verdad como totalidad sistemáticamente aprehensible. De esa manera conservaban siempre la estructura de la explicación. Según Hannah Arendt, toda ideología propone siempre ciertas causas primeras o principios originales (Dios, la raza, la lucha de clases) a partir de los cuales se despliega la historia. Ya no habita allí ningún intento de comprensión o de interpretación del mundo, sino sólo la pretensión de justificar lo existente y la resignación a ello. De ahí que estos principios o causas primeras se revelen siempre, no como la apropiación de un mundo, sino más bien como una alienación de éste, en la medida en que la lógica inexorable que rige su desarrollo, resulta independiente por completo de los destinos humanos. Dichas causas primeras constituyen leyes de movimiento y cambio auto-justificado, frente a las cuales el sujeto sólo es un organismo más dentro del gran proceso. Una ideología es muy literalmente lo que su nombre indica: la lógica de una idea. Su objeto es la historia, a la que es aplicada la idea; el resultado de esta aplicación no es un cuerpo de declaraciones acerca de algo que es, sino el despliegue de un proceso que se haya en constante cambio. La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma ‘ley’ que la exposición lógica de su ‘idea’. Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico, los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro –merced a la lógica inherente a sus respectivas ideas. (1981, 694) dad radicaba en que la ciencia –al pretender erigirse en la poseedora exclusiva de la verdad– se ponía al servicio de la ideología, cuando ella misma no era ideológica. Así como Adorno se resistía a describir positivamente la sociedad deseable, se resistía también a formular un concepto de verdad positivo. Sólo de ese modo, sosteniendo la inaprehensibilidad definitiva de la verdad, podía aspirar a la superación del pensamiento cosificado.

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En la medida en que mantienen la estructura de la explicación, las ideologías tienden a olvidar la experiencia, de la cual, por su parte, surge cualquier intento de comprensión y pensamiento. El riguroso encadenamiento de premisas y conclusiones o de causas y consecuencias termina por reducir nuestra experiencia del mundo a la condición de una capa superficial, detrás de la cual siempre debe hallarse el gran proceso de transformaciones necesarias determinado por la idea: la ley misma del cambio. “Siempre hay que buscar una realidad ‘más verdadera’, oculta tras todas las cosas perceptibles, dominándolas desde este escondrijo y requiriendo un sexto sentido que nos permite ser conscientes de ella” (1981, 696). Y como nada puede escapar de aquel proceso, como no hay hecho alguno que escape a la jurisdicción de la inexorable ley del cambio, entonces es muy notorio que la ideología rechace lo nuevo e inesperado, el “milagro de la existencia”, aquello que no se puede deducir de ninguna premisa y que no es simple consecuencia obligada por su causa: el comienzo, que “es la suprema capacidad del hombre” y que, “políticamente, se identifica con la libertad del hombre” (1981, 707). Como puede apreciarse, Hannah Arendt se aleja completamente del sentido estricto de ideología como falsa conciencia. En cambio, Adorno piensa el problema partiendo –de cierta manera– de dicha definición. Sin embargo, “… no es la ideología la que es falsa –dice Adorno–, sino su pretensión de estar de acuerdo con la realidad” (1962a, 26). Lo anterior debe ser puesto en relación directa con la identidad de sujeto y objeto, que, por otra parte, estaría en la base de un conocimiento sistemático que aspira a la posesión de la totalidad desde la razón. Guardadas así las proporciones, Adorno podría coincidir con Arendt a propósito del carácter de la ideología en cuanto que se manifiesta como la asunción de la realidad como sistema, como totalidad conmensurable con la conciencia humana. Dicho en otras palabras, el rasgo característico de la ideología que tanto Adorno como Arendt señalaban, consiste en que lo ideológico borra las diferencias y tensiones entre la conciencia y la realidad. La realidad se convierte en puro objeto de explicación de la conciencia y, de ese modo, el pensamiento se convierte en una relación de dominio. Adorno rechaza la ideología postulándola como falsedad, donde lo falso es justamente esta identidad de conciencia y realidad, esta relación de dominio. Por ello resulta comprensible que para 90

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este autor fuese crucial el enjuiciamiento de la ideología. Si se abstrae el problema de la verdad del de la ideología, no tendría sentido hablar de ninguno de los dos, pues en ese momento se habría aceptado como verdadero aquello que la conciencia posee. Por su parte, afirmar sencillamente que todos los productos de la conciencia son ideológicos, es decir, adoptar la posición relativista, lejos de ser para Adorno una crítica radical contra la ideología y contra la cultura, implicaba la aceptación igualmente radical de la identidad sujeto-objeto, y, en esa medida, lo que pretendió ser crítica se convierte a su vez en ideología. Hemos observado antes cómo Arendt identificó la ideología con una visión de la realidad y de la experiencia, visión que no puede tener a éstas más que por las manifestaciones externas de un proceso incesante de transformación. Adorno ciertamente no caracterizó la ideología por ser lo que Arendt llamaba una “filosofía de la historia”, pero su pensamiento parece llevarnos, como el de Hannah Arendt, a concluir que en su forma más radical la ideología pierde contacto con la experiencia y en todos los casos tiende a convertirla en un elemento secundario, “aparente”, que sólo cobra valor en tanto se convierte en caso que ejemplifica una ley universal (1962b, 12). De esa forma, para Adorno y para Arendt la ideología es una especie de vacío, de negación de la experiencia: a fuerza de someter la realidad a la conciencia, de identificar sujeto y objeto, se impide justamente el reconocimiento de aquello que se sitúa más allá del pensamiento mismo y con ello la posibilidad de la reconciliación (Adorno 1975, 139). Desde luego el otro nombre para la ideología es “cosificación de la conciencia”. Dicha negación de la experiencia en que consiste la ideología, se expresa en la ley de transformación histórica, para Arendt; Adorno, a su vez, la concibe como expresión de las leyes del mercado. “En cuanto la cultura se cuaja en “bienes culturales” y en su repugnante racionalización filosófica, los llamados ‘valores culturales’, peca contra su raison d’être. En la destilación de esos valores –que no en vano recuerdan el lenguaje de la mercancía– se entrega a la voluntad del mercado” (1962a, 143). A su manera, los dos filósofos concibieron la ideología como fetichismo: una mistificación que convierte en natural lo que es histórico (incluso si se trata de una filosofía de la historia), que supone condicionante lo que es condicionado y que, finalmente, 91

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asume por verdad absoluta lo que es producto de la conciencia. Asimismo, ambos vieron la estrecha relación existente entre totalitarismo e ideología, a la que pudieron oponer la constelación que forman libertad y pensamiento. En este sentido, resulta quizá discutible lo que Susan Buck-Morss señalaba como “paradoja final” en el pensamiento adorniano, pues el hecho de que la razón perdiese su carácter instrumental mediante la dialéctica negativa (1981, 365-6), no parece anular ipso facto su “utilidad política”. Más bien cuestiona el mismo ámbito político tal y como se aplica en las sociedades modernas y, entonces, obliga a pensarlo de nuevo. Dialéctica es el desgarrón entre sujeto y objeto, que se ha abierto paso hasta la conciencia; por eso no la puede eludir el sujeto, y surca todo lo que éste piensa, incluso lo exterior a él. Pero el fin de la dialéctica sería la reconciliación. Esta emanciparía lo que no es idéntico, lo rescataría de la coacción espiritualizada, señalaría por primera vez una pluralidad de lo distinto sobre la que la dialéctica ya no tiene poder alguno. Reconciliación sería tener presente la misma pluralidad que hoy es anatema para la razón subjetiva, pero ya no como enemiga. La dialéctica está al servicio de la reconciliación. (Adorno 1975, 15)

4. El arte La reconciliación es un problema crucial también para el arte en la teoría de Theodor Adorno. Aunque en este punto la comparación sea un tanto desequilibrada por la gran complejidad de la estética adorniana que contrasta con las esporádicas –pero relevantes– alusiones al arte en el pensamiento de Hannah Arendt, puede decirse que para ella ocupa un papel fundamental en la constitución de una comunidad auténtica y no es un ornamento de complacencia hedonista. En cierto sentido, los dos filósofos pertenecen a la tradición romántica que confería al arte un peso ético y político considerable, representada principalmente por Schiller8 y Hölderlin en Alemania y Blake, Wordsworth, Coleridge e incluso Shelley y Keats en Inglaterra. “Estos escritores –sostiene el crítico norteamericano Meyer Howard Abrams– […] No me atrevo a incluir aquí a Hegel, pero es sin duda un filósofo del que Adorno heredó un enorme legado y con el que está confrontándose continuamente, incluso cuando no hace esas confrontaciones explícitas. 8

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eran todos, según el término de Keats, humanistas. Establecían la importancia central y la dignidad esencial del hombre […]; proponían como meta del hombre una vida abundante en este mundo, en la que podría dar libre juego a todos sus poderes creadores; estimaban la poesía por la medida en que contribuye a este fin; y su imaginación poética era una imaginación moral, y su visión del mundo, una visión moral” (1991, 438). Pero la pertenencia de Adorno y Arendt a esta tradición no significa que ellos exigieran un compromiso explícito del arte respecto a las causas sociales. Ambos rechazaban el género de obras concebidas como instrumentos ideológicos y de propaganda, bien fueran representados por el realismo socialista o por la industria del entretenimiento. Por el contrario, la relación del arte con la sociedad era –en ambas teorías– algo inherente al arte, donde los valores estéticos no eran una exigencia exterior a aquéllos. Detengámonos en este aspecto. Para tratar de comprender el vínculo del arte con el mundo común9 que Hannah Arendt sostiene, es oportuno recordar que este mundo común establece una distancia considerable entre las fuerzas de la naturaleza y la vida humana. Sin el mundo común, la vida de los seres humanos no sería substancialmente diferente de la vida de cualquier otro organismo en la naturaleza. Los rasgos más notorios de la existencia orgánica son, por un lado, que la actividad de dicha existencia se concentra casi totalmente en actividades cuyo fin es mantener vivo al organismo, y, por otro lado (aunque en directa relación con lo anterior), que la temporalidad de la existencia orgánica queda constreñida inexorablemente a los ciclos biológicos. Así pues, el mundo común que los seres humanos son capaces de instaurar les otorga una independencia relativa respecto a la mera existencia orgánica. Al preguntarnos por la manera en que los seres Arendt es crítica del concepto moderno de “lo social”, en tanto que dicho concepto reduce la esfera política a la administración de los recursos y a la satisfacción de las necesidades básicas. El concepto de política que la pensadora trata de elaborar –inspirada en gran parte por los modelos de la Grecia Clásica y, especialmente, en una interpretación de la política aristotélica– no tiene, ni mucho menos, ese carácter administrativo. La política tiene que ver para ella con el reconocimiento de las individualidades en el seno de una comunidad en la que no hay gobernados ni gobernantes, sino pares que se expresan mediante el discurso y son reconocibles públicamente por sus acciones (Arendt 1993, 1997 y 2005). 9

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humanos crean el mundo común, empezamos a acercarnos al rol del arte en la teoría arendtiana, pues ese mundo común tiene realidad sólo a partir de la creación humana de objetos que, en diferentes medidas, simbolizan la capacidad y el deseo humano de una vida no sometida exclusivamente a la existencia orgánica. Dicha actividad de creación es llamada por Arendt trabajo (que a su vez trae muchos ecos del concepto antiguo de poiesis, hacer), y es de notar que incluye tanto la elaboración de objetos artísticos, como la de útiles e instrumentos (1993, 157). No debemos confundir el concepto de trabajo que Arendt formula con lo que normalmente solemos llamar “trabajo” y que no implica necesariamente la producción de objeto alguno. Con todo, las ideas de Arendt sobre el arte no se abrirían a nosotros si no introducimos la cuestión del pensamiento como actividad inagotable, de la cual surge la posibilidad de concebir una existencia diferente de la orgánica. Aunque el pensamiento no es un objeto mundano, la posibilidad de un mundo común humano depende del rasgo principal del pensamiento. Dicho rasgo es para Arendt el de la infinitud. Tal infinitud del pensamiento se revela, a su vez, en dos sentidos: en primer lugar, la actividad espiritual es inagotable y, en segundo lugar, no tiene fin fuera de sí misma, es autotélica (1993, 187). Cuando Arendt afirmaba que el pensamiento era el origen del arte y de la gran filosofía o que inspiraba la productividad mundana, probablemente pensaba que la inagotabilidad y el autotelismo del pensamiento eran el modelo original del mundo común que los hombres anhelan instaurar (188)10. Mundo en el cual se debería reconocer la unicidad de cada individuo y su diversidad, al mismo tiempo que se debería afirmar la permanencia de la comunidad como único espacio para una vida propiamente humana. Pero esta comunidad sólo comienza a ser real cuando existen objetos que sirven como Pero debe ser claro que Hannah Arendt no sostenía que el pensamiento determinaba el proceso de creación artística en cuanto tal. Para evitar el malentendido es oportuno referirse al pasaje textual: “El pensamiento […] aunque inspira la más alta productividad mundana del homo faber [i.e. el hombre que crea objetos], no es en modo alguno su prerrogativa; únicamente empieza a afirmarse como fuente de inspiración donde se alcanza a sí mismo […] y comienza a producir cosas inútiles, objetos que no guardan relación con las exigencias materiales o intelectuales, con las necesidades físicas ni con su sed de conocimiento”. (El énfasis es mío.) 10

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pilares durables sobre los cuales se erige el mundo común de los hombres. ¿De qué tipo son esos objetos durables?; ¿por qué deben o pueden servir de base a la comunidad humana?; ¿en qué sentido se habla de objetos “durables”? La teoría de Hannah Arendt no desarrolla detalladamente estas preguntas, pero hace ciertas afirmaciones que pueden indicar la dirección de su pensamiento. Esperando no forzar sus ideas, podríamos desarrollar así las tres cuestiones planteadas: En primer lugar, para Arendt los objetos durables son de muchos tipos, tanto instrumentales como artísticos: “Entre las cosas que confieren al artificio humano la estabilidad sin la que no podría ser un hogar de confianza para los hombres, se encuentran ciertos objetos que carecen estrictamente de utilidad alguna…” (1993, 184). La tipología del objeto durable tampoco está regida imperativamente por la materialidad del objeto. Es decir, un objeto durable puede ser tanto la construcción en piedra de una vivienda, como el efímero sonido de las palabras en una narración oral o las imágenes en una pantalla de cine. En cuanto al problema físico, parece bastar con que el objeto tenga algún tipo de presencia material para que pueda convertirse en objeto durable. Pero esta es, como parece, sólo parte del problema. Los objetos más durables para Arendt son las obras de arte, no porque sean necesariamente palpables o visibles, o porque estén construidas en materiales de gran resistencia como la piedra o el bronce, sino porque reproducen la infinitud del pensamiento, son inagotables en su significación y en su diversidad, y su finalidad se cumple radicalmente en su manera de aparecer, en su presencia. En las obras de arte “el pensamiento se alcanza a sí mismo” en la medida en que se convierte en objeto sin que pierda su infinitud: Es como si la estabilidad mundana se hubiera hecho transparente en la permanencia del arte, de manera que una premonición de inmortalidad, no la inmortalidad del alma o de la vida, sino de algo inmortal realizado por manos mortales, ha pasado a ser tangiblemente presente para brillar y ser visto, para resonar y ser oído, para hablar y ser leído. (1993, 185)

En segundo lugar, si el sentido del mundo común humano consiste en romper la temporalidad cíclica de la existencia orgánica, resulta comprensible que debería instaurar una temporalidad distinta

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en la que no hay repetición, sino novedad, y en la cual no hay simples organismos determinados por sus funciones específicas dentro de una gran cadena metabólica, sino sujetos únicos que no actúan exclusivamente por necesidades naturales y que se reconocen mutuamente en una comunidad. Existen de ese modo paralelismos entre los ámbitos del mundo común, el arte y el pensamiento que es preciso anotar. Lo inagotable de la actividad del pensamiento se corresponde, en el campo estético, con la diversidad de las obras de arte y sus interpretaciones, mientras que en el contexto del mundo común se relacionaría con la diversidad de los sujetos y con la potencialidad impredecible de sus actos. A su vez el carácter autotélico del pensamiento estaría en consonancia con la unicidad de las obras de arte y con el reconocimiento de la unicidad de los sujetos como principio elemental de la comunidad. El ideal de un mundo común propiamente humano, originado en la actividad misma del pensamiento, se materializa en la obra de arte y a partir de ella se hace visible; aun cuando sólo como ideal, pues la realización efectiva de la comunidad humana que Hannah Arendt tiene en mente no procede de los objetos creados por el hombre, sino de sus acciones y sus opiniones, esto es, de la actividad política. Con el fin de que el mundo sea lo que siempre se ha considerado que era, un hogar para los hombres durante su vida en la Tierra, el artificio humano ha de ser lugar apropiado para la acción y el discurso, para las actividades no sólo inútiles por completo a las necesidades de la vida, sino también de naturaleza enteramente diferente de las múltiples actividades de fabricación con las que se produce el mundo y todas las cosas que cobija. (191)

En tercer lugar, podemos hablar de objetos durables, y no simplemente funcionales, en la medida en que estos son capaces de aparecer ante los sujetos y provocar en ellos el juicio. “Todo lo que existe ha de tener apariencia, y nada puede aparecer sin forma propia; de ahí que no haya ninguna cosa que no trascienda de algún modo su uso funcional, y su trascendencia, su belleza o fealdad, se identifica con su aparición pública y el que se la vea” (190). La necesidad de que el objeto posea una cierta materialidad para ser durable, está íntimamente vinculada con la capacidad de juicio de los sujetos. En efecto, el valor de la aparición de una obra de arte, de su presencia, está determinado por el juicio

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del espectador. Lo cual no es necesariamente contradictorio con el autotelismo del arte, pues la presencia sólo es posible como presencia ante alguien. Donde no hay sujetos no puede haber objetos, ni arte, naturalmente. De este modo, la durabilidad de los objetos sólo puede ser tal cuando hay sujetos capaces de juzgar y otorgar valor a lo que aparece ante ellos. Excedería mis capacidades hablar aquí de lo que Hannah Arendt entendía por juicio, de manera que me limitaré a citar el siguiente pasaje: “… incluso los objetos se juzgan no sólo de acuerdo con las necesidades subjetivas de los hombres, sino también con los modelos objetivos del mundo donde encontrarán su lugar para ser vistos y usados” (190). El juicio y los criterios que el hombre aplica para determinar el valor de los objetos no está determinado exclusivamente por “el puro funcionalismo de las cosas producidas para el consumo y la pura utilidad de los objetos producidos para el uso” (191), sino por “los modelos objetivos del mundo” que se originan en el pensamiento. Incluso podría decirse que es la actividad misma del pensamiento, como actividad inagotable y autotélica, i.e. infinita, la que parece llegar a convertirse, para Hannah Arendt, en modelo del mundo y en criterio de valor para el juicio estético de los objetos y de las obras de arte en particular. En lo concerniente a la teoría del arte adorniana, su desarrollo mucho más complejo nos obliga a renunciar, por ahora, a su examen detallado. Sin embargo, nos interesa destacar algunos de sus aspectos determinantes. Hemos dicho que tanto Adorno como Hannah Arendt pertenecen en cierta medida a la tradición de humanismo estético, representada esencialmente en el Romanticismo alemán e inglés. Debemos agregar ahora que el pensamiento estético de Adorno pertenece también, por supuesto, a una tradición de crítica estética marxista11, marcada principalmente por Engels y Lukács, como muestra Martin Jay (1974, 258). De esa tradición había extraído Adorno su preocupación por el contenido social de las obras de arte, pero el resultado adorniano no reducía simplemente el arte a reflejo ideológico de la conciencia de clase del artista. Adorno reconocía, sí, la mediación del sujeto por la sociedad y cómo ésta mediaba también 11 Otro elemento interesante dentro de las corrientes de pensamiento con las que Adorno tiene relación directa o indirectamente es lo que Eugene Lunn llama “Modernismo” (1986).

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el arte, tanto en los materiales con que está elaborado, como en los procesos de recepción. Aún así, el contenido social más importante en el arte no radicaría exclusivamente en ninguno de estos factores, sino que estos mismos se constituirían en momentos necesarios, cuyo elemento culminante sería “la aparición de algo no existente, como si existiera” en las obras de arte (1983, 114). Esto “no existente” que aparece en las obras de arte es, fundamentalmente, el ideal de una sociedad distinta de la actual, la “promesse du bonheur”. El hecho mismo de que lo no existente aparezca en la obra de arte se convierte en condición de posibilidad para que llegue a realizarse. En ese sentido, para Adorno todo tipo de arte genuino llevaba implícita la protesta contra la sociedad existente, al mismo tiempo que la esperanza de realización de un mundo diferente. Pero insistía inmediatamente en el carácter negativo de la promesa de reconciliación del arte: Aunque en las obras de arte lo no existente debe aparecer bruscamente, sin embargo no cabe apoderarse de ello en la realidad como con un golpe de varita mágica. [...] No puede decirse, partiendo de la existencia del arte, si esa no-existencia que se manifiesta en él existe por lo menos como manifestación o se queda en mera apariencia. (1983, 115)

La imposibilidad de que el arte represente positivamente aquella sociedad mejor, debe ser comparada con la resistencia de Adorno a concebir la verdad como posesión y producto de la conciencia. Tanto en el instante de identificación entre conciencia y verdad, como en la representación positiva de una determinada sociedad como sociedad mejor, se accedía para Adorno al terreno ideológico y se traicionaba así, no sólo al pensamiento, sino también al arte. O, a la inversa, si la tensión entre lo que debe ser pensado y el pensamiento está a la base de lo que Adorno parecía entender por verdad, una tensión semejante parece hallarse en el centro mismo de la experiencia estética: es la tensión entre permanencia y temporalidad, entre duración y fugacidad, pero también entre lo propio y aquello que no puede ser apropiado (1983, 111). La importancia de estas tensiones parece radicar, para Adorno, en que gracias a ellas se mantienen abiertos el pensamiento y la sociedad hacia los horizontes de la verdad y de un mundo mejor, particularmente de libertad y justicia. En el lado opuesto, la ideología cerraría esos horizontes al pretender la posesión de la

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verdad y de la sociedad deseada, y es en ese sentido que Adorno la llama “no verdad, conciencia falsa, mentira”, y agrega: “... las obras de arte son exclusivamente grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología. Lo quieran o no, su consecución, su éxito como tales obras de arte, las lleva más allá de la conciencia falsa” (1962b, 55-6). La representación del arte como “trascendencia quebrada” y como “enigma” es la forma en que Adorno expresaba la tensión estética entre lo perdurable y lo temporal, entre lo existente y lo no-existente. “El carácter enigmático de las obras de arte consiste en que son algo quebrado. Si la trascendencia estuviera presente en ellas no serían enigmáticas, sino misterios; son enigmas porque al estar quebradas, desmienten lo que sin embargo pretenden ser” (1983, 170). Era Benjamin quien había anticipado el significado de la ruina y de la alegoría para una teoría del arte. Adorno evoca esas apreciaciones: “Miradas retrospectivamente, todas las obras de arte se asemejan a esas pobres alegorías de los cementerios, a columnas truncadas. Las obras de arte, por mucha que sea la plenitud con que se presenten, son sólo torsos” (170). Aquello que aparece pero queda en suspenso, lo que Adorno llama lo no-existente y la promesse du bonheur (que es cuestionada por la obra misma en la que aparece), esa tensión (“enigma” en la terminología adorniana), como hemos venido diciendo, se convierte en el contenido de verdad del arte en la medida en que no sólo provoca, sino exige la interpretación, siendo esta una característica eminente del arte: “Las obras, especialmente las de máxima dignidad, están esperando su interpretación. Si en ellas no hubiera nada que interpretar, si estuvieran sencillamente ahí, se borraría la línea de demarcación del arte” (172). Lo que quisiera resaltar aquí es que, tanto en Arendt como en Adorno, la presencia de un intérprete o de un espectador que se enfrenta con la obra es fundamental. Pero Adorno lleva esa necesidad mucho más allá, pues ve aquí no sólo la relación entre la obra y el espectador o el intérprete. El carácter enigmático del arte y su contenido de verdad llevan a Adorno a plantear nada menos que la relación entre filosofía y arte, no en el muy extendido –y a menudo vicioso– sentido de que la filosofía es capaz de traducir las obras de arte a un lenguaje conceptual; sino, como

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habría de esperarse de Adorno, como una “aporía” en la cual no puede reducirse la intuición que brinda la experiencia estética al concepto (1994, 24-5). Arte y filosofía, en este sentido, apuntarían hacia un mismo fin desde orillas distintas y sometidas cada una a tensiones semejantes. Por otra parte, ese fin no es la posesión del conocimiento, ni la representación positiva de la sociedad perfecta, sino la libertad y la verdad que se presentan en las obras de arte como aquél mensaje imperial del relato de Kafka, a un tiempo inaprehensible y próximo. *** Comparar a Hannah Arendt y a Theodor W. Adorno no tiene que ver con la comprobación de unas ciertas tesis como tesis comunes a los dos filósofos (en el especial sentido en que concebían cada uno el pensamiento y la filosofía). Mucho menos he pretendido la asimilación del uno al otro. No se trata de desconocer las diferencias irreductibles entre ambos, como por ejemplo toda la herencia del materialismo dialéctico que puede encontrarse en Adorno o el interés arendtiano por caracterizar la condición de los seres humanos en términos de actividades discernibles e interrelacionadas a la vez. Tampoco creo que las confluencias que he tratado de presentar sean las únicas. Teniendo en cuenta que fueron contemporáneos y vivieron la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, lo cual dejó profundas huellas en sus obras, se hace interesante explorar la cercanía de los dos filósofos al hablar de política. Es diciente que ambos coincidan en darle un papel preeminente al concepto de libertad y que lo caractericen como lo no idéntico, lo plural, lo diverso. Pero no se trata de curiosidades. La comparación específica de Hannah Arendt y Theodor W. Adorno tiene que ver con que sus planteamientos no hacen juego a la especialización del conocimiento, a la asimilación de la filosofía a la ciencia y a la pretensión de producir sistemas explicativos y definitivos del universo. Tampoco evitaron las preguntas más difíciles por la libertad, el hombre, la verdad, la belleza; o el terror, la irracionalidad, el mal. El pensamiento de Arendt y Adorno no es una forma “blanda” o “romántica” de hacer filosofía, o una pura jerga incomprensible. Por el contrario, en sus obras se revela –a través de su lenguaje y, muchas veces, en su lenguaje– una energía inagotable que es la de la libertad del pensamiento.

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Casa del jardín de Goethe

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BELLEZA, APARIENCIA E INTUICIÓN EN LA TEORÍA ESTÉTICA DE ADORNO Enrique Rodríguez

Frente a todo ello, los textos de Adorno son densos a la manera de complejos fragmentos musicales escuchados en todos y cada uno de sus matices –“pensar con las orejas” era uno de sus lemas–; son composiciones textuales concentradas, a las que subyace la idea de que los pensamientos tienen justamente el valor de la forma lingüística en que se exterioricen. Idea a la que a su vez subyace la profunda desconfianza de Adorno hacia las formas de comunicación lingüística tanto cotidianas como científicas. (Wellmer 1993, 135)

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n los contextos actuales es necesario volver a pensar la relación arte y sociedad. A medida que avanza el siglo XXI la crisis continúa, y parece agudizarse. Las relaciones de dominación aún determinan la vida de los pueblos en el planeta. La dirección que ha tomado la economía de mercado causa heridas insuperables. Los espacios para la cultura y el pensamiento se ven restringidos. La sociedad de la comunicación, esa prolongación de la industria cultural de la que hablaban Theodor Adorno y Max Horkheimer, se ha propagado de una manera irrefrenable. Esta situación tiene una doble implicación: de una parte, las posibilidades para todos se amplían interculturalmente, pero, por otra, se favorecen procesos de alienación cada vez más velados, cada vez más penetrantes. En este contexto, la relación arte y sociedad se vuelve más compleja. Si se considera la época presente, a la vez, como el fin y la persistencia de las utopías, entonces, el arte, pensado a la manera de Nietzsche, muestra esos procesos posmetafísicos. En este sentido la estética de Adorno, en la medida en que nos hace pensar la obra de arte desde sus contextos histórico-sociales, se convierte en una fuente imprescindible para volver a pensar hoy la relación arte

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y sociedad. Su teoría estética, compleja y sugestiva, aún nos habla sobre la condición actual del arte. Adorno es un pensador de los límites; si se le mira desde la perspectiva contemporánea, es decir, desde la relación modernidad-posmodernidad, tal como lo hace Wellmer, hallamos en su obra esa experiencia fronteriza entre lo estable y lo inestable: entre lo racional y lo caótico. En medio de esa tensión, la obra de arte ejerce una violencia irreconciliable; se manifiesta en una intensidad no idéntica y se señala una ruptura que es un acabamiento y un comienzo a la vez. En un sentido, el capitalismo ha seguido firme; los ideales del comunismo, del cristianismo y de todas las manifestaciones de la modernidad aún persisten. El arte, justamente, se desprende de esos fundamentos. Adorno vislumbra esa ruptura. Después de la muerte del arte anunciada por Hegel, en el pensamiento de Adorno el arte se experimenta como una agonía, una resistencia, un sufrimiento, que es a la vez un acontecimiento histórico. El arte se resiste a morir. Entonces, al situarse en los límites, sobre todo en esa fractura del idealismo y del pensamiento metafísico racionalista, el arte toma vuelo. Pero parece un vuelo hacia abajo, una aproximación a la tierra. El espíritu deja de ser ideal y se vuelve materia. La obra estalla como un rompimiento instantáneo. El arte recobra lo efímero y al hacerlo se espiritualiza. De no ser así, terminaría en la identidad de lo mismo, en el juego de la dominación, en la certidumbre de la razón como instrumento. Al encontrarse entre límites, el arte incluye su otro, lo empírico, lo que no es arte. Lo hace mediante un movimiento inverso a la espiritualización que Hegel propone en su estética. Con un movimiento hacia abajo el arte vuelve a su materia: precisamente lo empírico, lo real, lo contextual. No puede evadir la efectividad de lo próximo: ese prosaísmo del mundo que también mostró la ruptura que quiso curar Hegel en su momento. Si en su estética el movimiento de idealización mostraba que el arte se elevaba por encima de la prosa y se desprendía de la materia sensible; en la estética de Adorno eso que ha quedado por fuera del arte ideal, vuelve a ser parte de su propia naturaleza. Efectivamente, el arte ejerce ese trabajo de reconciliación; sin embargo, no de conciliación, porque precisamente al incluir lo otro, lo no artístico, 104

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que es variable, áspero, irregular, extraño, afronta su posibilidad más profunda: la contradicción. Es este el contexto desde el cual se comprende en el pensamiento de Adorno la relación entre arte y sociedad. La escisión hegeliana, de corte platónico, convierte el arte en mera idea. La espiritualización de lo sensible se realiza con costos muy altos: el arte se convierte en un ente abstracto, ajeno a la vida, ajeno a lo finito. En este sentido, la relación del arte con la sociedad se borra. Pero se trata, entonces, de rebelarse contra ese proceso. Así, se pone en evidencia que el platonismo, entendido como metafísica racionalista, ha eliminado el mundo. Obviamente, esto implica la supresión del mismo. Las consecuencias son evidentes: el capitalismo, la cosificación, la alineación, comienzan su proceso de consolidación. Esta es una manera muy testimonial de mostrar la muerte del arte: el arte lejano de la sociedad; el arte de espaldas a la historia. ¿Qué queda? La nada, el vacío. Esta materia del arte, que está relacionada con lo sensible y lo múltiple, se vuelve ajena a sí misma. El arte contemporáneo, por tanto, tiene que enfrentarse con ese vacío, y la palabra se rompe en sí misma para poder nombrarlo. ¿Cómo incluir lo no ideal en la obra de arte? Este será el nuevo propósito del arte del siglo XX para superar la metafísica racionalista. De nuevo las cosas, el caos, la miseria, la crisis ingresan al terreno del arte. Así, después de las Lecciones de estética de Hegel, nos encontramos con la Teoría estética de Adorno. Ahí está el juego de la contradicción: dos maneras de concebir el arte, dos épocas, una transición. El movimiento de ascenso se convierte en movimiento de descenso. El anhelo de unidad se transforma en utopías de lo no idéntico. El arte no muere, sencillamente se encuentra con su materia mortal. Esa contradicción no ideal entre el ser y la nada, que tiene carácter lógico en el idealismo hegeliano, se torna contradicción material en la obra de arte. El arte acentúa su carácter efímero en medio de la incertidumbre de lo que no se puede nombrar, de lo que no se puede integrar como artístico. Es decir, con esa otredad del arte que se encuentra incluida en él, pero que a su vez debe negar para que la obra no se convierta en un útil de la industria cultural. El arte en su proximidad man105

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tiene la distancia con lo empírico, refracta esa materia, se libera. En este sentido, para Adorno, el arte es el único modo en el que el carácter emancipatorio aun se puede realizar en la sociedad, aunque de forma opuesta a Hegel. De modo que, al revisar íntegramente la obra de Adorno, advertimos que el pensamiento mismo se ha transformado. Por lo tanto, el pensador, en este caso, ha de aproximarse sin mediación al arte, y así su escritura cambia; en cierta medida, se vuelve artística. El pensamiento sistemático y cerrado ya es insuficiente para comprender la complejidad de lo social. Por esta razón comienza con Adorno el pensamiento fragmentario, que se acerca a la escritura poética. De la misma forma que la relación entre arte y filosofía toman una dirección distinta. La experiencia artística le ha permitido a Adorno liberar el pensamiento del estancamiento platónico. Su obra sugiere y oscurece, se vuelve compleja y múltiple. No se trata ya de un pensamiento contemplativo o aclarador, sino más bien de un pensar que, en la cercanía del dolor, escucha la ruptura, el sufrimiento del ser humano desprotegido, sometido a la condición de mercancía, esclavizado por fuerzas que no le pertenecen, y por ello, condenado a continuar en ese proceso alienante. De este modo, Adorno se encuentra en una perspectiva crítica que le hace desconfiar de los procesos del pensamiento moderno y de la política. El pensamiento que busca una unidad no violenta de lo múltiple ahora es una manifestación de otra forma de hablar y ser, tal como lo insinúa Wellmer: Ya había mencionado antes hasta que punto es central para Adorno la idea de una “unidad sin violencia de lo múltiple”, unidad que para él se encontraría en oposición a las formaciones sistemáticas del espíritu instrumental: desde los sistemas y subsistemas racionalizados de la sociedad moderna, pasando por los sistemas deductivos de la ciencia, hasta llegar a la unidad represiva del sujeto burgués. (1993, 156)

Este cambio de mirada exige una experiencia reflexiva que se vuelva esencialmente artística. Teoría estética revela esa experiencia; estamos ante un texto complejo: universo de idas y vueltas, de aperturas y cierres. No es más que la manifestación del sufrimiento de un pensador que quiere nombrar aquello que no se 106

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puede evadir. Así, hemos visto cómo su visión del arte implica ese padecimiento insoslayable de una contradicción que ya no es ideal sino material. El arte, entonces, es el modo como puede afrontarse esta ruptura porque permite reconciliar en la heterogeneidad. De modo que puede insinuarse una superación de la metafísica, un ingreso a otro modo de pensar en el que el arte y su concepto se vinculan íntimamente, y al hacerlo también se transforma la relación entre arte y sociedad. Belleza histórica de la obra de arte Para comenzar, es necesaria una breve referencia a la obra que Adorno escribe con Horkheimer: Dialéctica de la ilustración. En el apartado dedicado a la Odisea, expone una actualización de la obra homérica de una forma muy sugestiva e incitante. Entre otras referencias a los mitos de Odiseo, hay una que llama la atención: es el mito de las Sirenas. Lo que se destaca es el modo como aborda la obra. Justamente, por ser obra de arte, lo que la Odisea muestra es esa contradicción no unificante. Es posible, ahora, que en ella misma se encuentre su otro, la condición ilustrada que históricamente corresponde al momento de la actualidad adorniana. Eso silenciado, en el mundo griego, todavía estrictamente no ilustrado, se configuró como posibilidad de ilustración. Es decir, la obra incorporó su otro, lo no artístico, lo no griego, para que en su apariencia se velara y, a medida que la historia fuera entrando en la modernidad y las escisiones se hicieran más persistentes, la obra siguiera nombrando eso otro. Surge entonces, en la lectura de estos teóricos, ese carácter ilustrado que va a determinar un destino para la sociedad moderna: la unificación, la dominación y el mercantilismo apoyados en la identidad del sujeto y en la unificación en torno a modelos que facilitan la repetición para que penetre en las masas. Pero veamos la interpretación: En el mito, cada momento del ciclo satisface al que lo precede y ayuda de ese modo a instaurar como ley el nexo de la culpa. A ello se opone Odiseo. El sí mismo representa la racionalidad universal frente a la ineluctabilidad del destino. Pero como encuentra lo universal y lo ineluctable ya estrechamente ligados entre sí, su racionalidad adquiere necesariamente una forma restrictiva, a saber: la de la excepción. Odiseo debe sustraerse a las relaciones jurídicas que lo circundan y amenazan y que en cierto modo están inscritas en toda figura mítica. Él satisface la norma jurídica de tal 107

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forma que ésta pierde poder sobre él en el momento mismo en que él se lo reconoce. Es imposible oír a las Sirenas y no caer en su poder: no pueden ser desafiadas impunemente. Desafío y ceguera son la misma cosa, y quien las desafía se hace con ello víctima del mito al que se expone. Ahora bien, la astucia es el desafío hecho racional. Odiseo no intenta seguir otro camino que el que pasa delante de la isla de las Sirenas. Tampoco trata de hacer alarde de la superioridad de su saber y de prestar atención libremente a sus tentadoras, pensando que le basta su libertad como escudo. Más bien se hace pequeño del todo, la nave sigue su curso prefijado, fatal, y él acepta que, por más que se haya distanciado conscientemente de la naturaleza, en cuanto oyente sigue estando sometido a ella. Él observa el pacto de su servidumbre e incluso se agita en el mástil de la nave para echarse en los brazos de las agentes de perdición. Pero ha descubierto en el contrato una laguna a través de la cual, al tiempo que cumple lo prescrito, escapa de él. En el contrato primitivo no está previsto si el que pasa delante debe escuchar el canto atado o no atado. La acción de atar pertenece a un estadio en el que ya no se mata inmediatamente al prisionero. Odiseo reconoce la superioridad arcaica del canto en la medida en que, ilustrado técnicamente, se deja atar. Él se inclina ante el canto del placer y frustra a éste como a la muerte. El oyente atado tiende hacia las Sirenas como ningún otro. Sólo que ha dispuesto las cosas de tal forma que, aún caído, no caiga en su poder. Con toda la violencia de su deseo, que refleja la de las criaturas semidivinas mismas, no puede ir donde ellas, porque los compañeros que reman están sordos -con los oídos taponados de cera-, no sólo a la voz de las Sirenas sino también al grito desesperado de su comandante. Las Sirenas tienen lo que les corresponde, pero está ya neutralizado y reducido en la prehistoria burguesa a la nostalgia de quien pasa delante sin detenerse. El poema épico no dice qué les ocurre a las Sirenas una vez que la nave ha desaparecido. (110)

En este texto, lo primero que se percibe es la sutileza del tratamiento de la obra de arte por parte de Adorno y Horkheimer. La lectura que hacen de la Odisea va indicando cómo la naturaleza artística de la obra le impide convertirse en algo idéntico, y deja ver eso no idéntico en la medida en que, históricamente, en su aparecer, silencia el sufrimiento de lo no artístico. Ni más ni menos que la obra prefigura la edad Ilustrada. La belleza no sólo es formal. En su inclusión, la historia va haciéndose materia no idealizada. Al contrario de la lectura hegeliana de Homero, que

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insiste en el carácter ideal del héroe que porta lo universal desde lo sensible. Aquí, por el contrario, el héroe, Odiseo, muestra que esa universalidad se ha convertido en sujeto, se ha desensibilizado y, por lo tanto, se ha vuelto un modelo de repetición idéntica, en el sí mismo, que engaña a las Sirenas y a sus remeros al taparles los oídos, y porque ha decidido no detenerse. El barco se lanza a la modernidad ilustrada, a la dominación de la naturaleza. Atrás ha quedado la naturaleza encantada y la música, ahora todo está dispuesto para el señorío del hombre sobre ella. Dialéctica del pensamiento y dialéctica del arte En otro nivel de análisis en la obra de Adorno, se observa que el pensamiento también debe recomponerse. De ahí su propuesta de transformación de la dialéctica positiva en dialéctica negativa. Por este camino, vemos una proximidad entre el pensar dialéctico y la constitución dialéctica de la obra de arte. Adorno afirma en su obra Dialéctica negativa: Y así no es de extrañar que el concepto se caracterice por su relación con lo que no es conceptual. Pero a la vez se distingue por el alejamiento de lo óntico, en cuanto unidad abstracta de los onta que abarca. Cambiar esta dirección de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente en sí mismo: ahí está el gozne de la dialéctica negativa. El concepto lleva consigo la sujeción a la identidad, mientras carece de una reflexión que se lo impida; pero esta imposición se desharía con sólo darse cuenta del carácter constitutivo de lo irracional para el concepto. La reflexión del concepto sobre su propio sentido le hace superar la apariencia de realidad objetiva como una unidad de sentido. (1984, 21)

La nueva relación del arte y del pensamiento se origina, como se ve, al dar un giro radical al idealismo. La no unificación, tanto del arte como del pensamiento, muestra que la contradicción no se resuelve sino que se mantiene en la diferencia, es decir, en lo que se resiste a la unificación. Esta salida de lo repetible instrumentalmente, que sería la condición de una sociedad ilustrada, va indicando, en cierta forma, la autonomía del arte y del pensamiento en una época en la que no es posible hablar de ello. Pensar tiene que ver con mantener una apertura dialéctica que impida la identidad. Así, lo real y el concepto se sostienen en una tensión que, de algún modo, tiende al no

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decir. Escapa a la interpretación, de la misma forma que en la obra de arte; guarda su carácter enigmático y no resuelto. La cercanía con el aforismo es un indicio de ese pensamiento desestructurado y asistemático. De esta manera, arte y pensamiento van llegando a su proximidad, y sobre todo, abandonan esa tendencia idealista y racionalista a determinar el arte como objeto de estudio o de no aceptar, desde el arte, la reflexión sobre sí mismo por ser material no filosófico. Pero la contradicción no cerrada sitúa a Adorno en un lugar intermedio que rompe con una racionalidad instrumental, aunque todavía tenga alguna esperanza en la racionalidad, claro, de un modo diferente. Su reflexión sobre el arte lo sitúa en un límite que Franco Crespi enuncia en su artículo “Ausencia de fundamento y proyecto social”: Adorno se niega a absolutizar -frente al idealismo- la identidad; y -frente a los distintos tipos de irracionalismo- la no identidad. Al mismo tiempo, reconoce que esta última, cuando resulta elegida en detrimento de o contra la identidad, acaba por transformarse -¡ella misma!- en identidad; y precisamente esta negativa, con sus peculiares características, constituye el momento de máximo acercamiento entre las concepciones de Adorno y aquellas otras que subrayan los límites del pensamiento. (352)

Esta particularidad de Adorno desde todo punto de vista lo convierte en un pensador inquietante. Si tanto el tratamiento de lo bello como de la dialéctica están configurados por esa ambigüedad, el problema no se ha resuelto, ni frente al arte ni frente al pensamiento. De todos modos, se insinúa que ahora el arte nos pone ante una ausencia de fundamento, ante una nada y ante un silencio que marca cierto límite a la razón. La cuestión es seguir ahondando en el sentido que tiene lo bello para Adorno, y ver si es posible hoy reconocer el estado de la sociedad. En este mismo sentido, lo que hay que pensar es la relación entre lo bello, la naturaleza y el pensamiento. Las escisiones han sido tan marcadas que las salidas se vuelven complejas. Pero se trata, por esto, de pensar lo bello para romper con las limitaciones de ese pensar. En el encuentro con la obra de arte se dan esos estallidos fugaces que nos conceden silencios y abismos. ¿No es acaso un indicio de que la obra de arte aún nos asombra? ¿O más bien, de que hay que pensar lo sublime? ¿De asumir sin temor ese límite desconcertante? 110

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De la Belleza artística y la apariencia Pasemos ahora a la concepción de la obra de arte en Teoría estética. Esta reflexión ya no se concentra en la crítica a la razón ilustrada, instrumental y dominadora, sino que explora la obra de arte en ese mismo contexto. No sólo el arte y el poema están en crisis; la sociedad y el ser humano también. Pero la pregunta por lo bello puede indicarnos la medida de esa situación. Afirma Adorno: Los polos entre los que se da la pérdida de la esencia artística son el que se convierta en una cosa más entre las cosas y el que sirva como vehículo de la psicología de quien la contempla. Todo aquello que las obras de arte cosificadas ya no pueden decir, lo sustituye el sujeto por el eco estereotipado de sí mismo que cree percibir en ellas. La industria de la cultura es la que pone en marcha este mecanismo a la vez que lo explota. (31)

Además de la industria de la cultura, que convierte a la obra de arte en fetiche y mercancía, nos encontramos también ante la disolución de sus materiales. Sin duda, la idea de lo artístico requiere de una revalorización radical. La armonía que logra el arte ya no es posible. Si además consideramos el ansia de novedad en el arte, esa búsqueda de la experimentación, nos enfrentamos a un dilema difícil de superar. En qué medida este ansia de lo nuevo no es más bien una manifestación de la decadencia del arte. Por esto hay que reflexionar sobre la teoría y la obra de arte en estas nuevas condiciones. De hecho, la concepción de lo bello, en el sentido clásico, es insuficiente para afrontar estas nuevas circunstancias: “Ni la teoría ni el arte mismo pueden hacer concreta la utopía; ni siquiera en forma negativa. Lo nuevo nos ofrece una enigmática imagen del hundimiento absoluto y sólo por medio de su absoluta negatividad puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía” (51). Eso inexpresable de la utopía es el material del arte. Pero esa utopía no nombrable no puede ceder ante la presión de la cosificación. Por este motivo, hay que pensar en una dialéctica negativa, es decir, en una negación de la negación que no progrese hacia lo ideal, sino que se sostenga en la negatividad, y en esa medida se resista a la unidad, unidad que ha determinado la supresión del arte o –en últimas– la supresión de la vida misma. Esta dirección 111

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del pensamiento y de la actitud, cuyo indicio es la oscuridad, es la única manera posible de enfrentar las nuevas condiciones que se le presentan a la obra de arte: El postulado de la oscuridad, tal como los surrealistas lo convirtieron en programa en el humor negro, se ve difamado por el hedonismo estético que ha sobrevivido a las catástrofes: la afirmación de que aun los momentos más tenebrosos del arte deben proporcionar placer coincide con la afirmación de que el arte y una recta conciencia de su dicha es lo único que tiene capacidad de resistencia y perduración. (60)

Si pretendemos comprender en qué consiste la belleza artística, es indispensable pensar en un “más” como apariencia. Es indudable que en la naturaleza se encuentra lo bello como aquello que dice más sobre lo que ello mismo es. Aquí la relación con lo que no es artístico cambia también. En Hegel la belleza natural, al fin y al cabo es un momento de la belleza espiritual. Por el contrario, en Adorno no se establece una oposición y menos una superación a través de la belleza artística. Lo que hace el arte es volver apariencia ese “más” que hay en lo contingente y negarlo como irrealidad única, es decir, sin otorgarle carácter metafísico. Por tanto, la obra de arte sólo es una articulación de momentos. En esto consiste la belleza artística. Sin embargo, esa articulación no puede determinarse como articulación conceptual; más bien es una manera de enmudecer. Aquí nos encontramos ante la relación con el silencio. La belleza, por esto, está vinculada con la experiencia de la escucha y no de la contemplación visual. Si lo bello del arte tiene que ver con la articulación de los momentos, esta nueva forma de “contemplación” auditiva implica movimiento. Si hay movimiento, hay desaparecer. La experiencia de lo bello, por tanto, estremece, en la medida en que se está ante lo abismal de su fugacidad. En este juego que se da entre lo estable y lo inestable la obra de arte equilibra lo permanente en lo efímero: El estremecimiento ha pasado ya y, sin embargo, sobrevive. Las obras de arte que lo objetivan son el vehículo de la sobrevivencia, pues si los hombres se estremecieron en su impotencia ante la naturaleza como ante lo real, no es menor ni menos abismal su temor de que se les escape. Toda clarificación racional se acom-

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paña de la angustia de que pueda desaparecer lo que ella ha puesto en movimiento y que por ella amenaza con ser devorado, es decir, la verdad. (111)

Como se ve, la experiencia estética ha de transformarse, puesto que las obras se encuentran en el mundo de la objetivación. Esa estabilidad metafísica que ha confundido el ser con el ente y que ha configurado el mundo de los dispositivos, recordando las afirmaciones Heidegger, es el ámbito en el que las obras de arte se sitúan. Esta experiencia tiene que ver con el estremecimiento, con la angustia de lo que se abre en un momento y desaparece ahí mismo. Sólo así, la belleza del arte puede sobrevivir en el mundo de los artefactos de consumo: “de esta forma, aún en la era de la objetivación, persiste en ellas el estremecimiento precósmico; algo pavoroso vuelve a repetirse ante la realidad objetivada” (111). Esta visión de lo bello permite pensar en una nueva relación entre lo racional y lo estético. Hay que hablar de una “clarificación racional” en la medida en que hay un estremecimiento estético: esa apertura que se anuncia en el aparecer de la obra. Ese rayo aclarador que estremece. Lo bello es instantáneo, transitorio, pero extremadamente intenso. Esa intensidad es una manera de clarificación del mundo. Pero de la misma manera que sucede en la obra de arte, en el pensamiento ese esclarecimiento es momentáneo. Entonces, estas experiencias se vuelven estremecedoras. La razón y la sensibilidad se quiebran en el instante. La belleza ya no es ideal, es instantánea. En este sentido, Adorno se distancia del “pensamiento identificador” y muestra su intención de abogar por lo no idéntico (como lo ha sugerido Wellmer), cuando afirma: “Su clarificación racional consiste en su deseo de hacer conmensurable al hombre el recordado estremecimiento que en su mágica antigüedad era realmente inconmensurable” (111). Puede deducirse que lo instantáneo aparece en lo cotidiano y que el trato con las obras en el mundo objetivado corre el peligro de convertirse en mero manejo útil. Sin embargo, lo que se ve es como si las antiguas divinidades iluminaran la materia. Como si el cielo tocara, a través de las obras de arte, las cosas. Por ello, las obras de arte a pesar de su carácter cósico se encuentran por encima del mundo. Algo se manifiesta en ellas, ese “más” que está

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por encima de lo aparente. A diferencia de Hegel, que muestra más bien un proceso de elevación hacia la eternidad, para Adorno lo bello desciende hacia lo mundano y se mezcla con la apariencia. Es un destello celeste. Un instante de apertura. Aquí encontramos grandes proximidades con la concepción de Heidegger sobre el arte. Mencionemos esa lucha entre mundo y tierra que se da en la obra y que contiene también la lucha entre los mortales y los inmortales. La belleza es pura manifestación material que no regresa a lo espiritual eternizado, sino que se consume en la apariencia y en la fugacidad. Adorno lo menciona: Las antiguas divinidades aparecían ocasionalmente en sus lugares de culto o, por lo menos, habían aparecido en tiempos anteriores; tales apariciones son la ley de permanencia de las obras de arte aunque al precio de la encarnación de lo que aparece. Muy cercana al arte como aparición en sentido estricto, la celestial. Las obras de arte tienen con ella en común la forma de descender sobre los hombres, no afectada por sus intenciones ni por el mundo de las cosas. Si se expulsase del todo de las obras este elemento aparicional no serían más que fundas vacías, peores que la mera existencia, porque ni siquiera viven para algo. (112)

Se observa, a su vez, que esa apariencia implica un contacto entre lo sagrado y lo cósico. Entre los hombres y los dioses instantáneamente se da un destello. El estremecer de las obras tiene que ver con esa lucha apariencial que en un momento nos afecta. Lo anterior hace pensar en otro elemento que está relacionado con la idea de la belleza artística: la lejanía. Si este estremecimiento es instantáneo, en el mismo instante se aleja: la aparición se desvanece. Esa irrealidad que brota en lo aparente se destruye. Lo que queda es esa sensación de lo lejano. Lo lejano que ha tocado las cosas. El descenso que ha partido. Como una cifra queda la obra. Como un mensaje cifrado, como algo indeterminable y difícilmente capturable por el pensamiento racionalizador. Las obras de arte se parecen, entonces, a los fuegos artificiales. En este sentido, el pensamiento también requiere de una modificación en sus fundamentos teóricos. ¿Cómo hacer teoría de lo instantáneo? Esta es la tarea del teórico. El ejercicio del pensamiento tiene que vérselas con lo aparente, lo no fundamentado y lo no metafísico: “Los fuegos artificiales pueden ser el prototipo de las

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obras de arte, ya que son algo que por su transitoriedad y su carácter de mero entretenimiento apenas ha sido considerado digno de una reflexión teórica” (112). Se trata ahora de una estética no metafísica. De una liberación del pensamiento platónico. De hecho, aquí se establece un cambio del sentido de la verdad. Lo inconsistente forma parte de lo artístico. Esa sombra evanescente del mundo sensible constituye efectivamente el arte. Esto para el platónico es la prueba de lo limitado del arte. Para Adorno, por el contrario, es la posibilidad de comprenderlo. El arte es un hecho aparencial: “En la aparición de algo no existente, como si existiera, es donde encuentra su piedra de escándalo la cuestión sobre la verdad del arte” (114). Todas esas condiciones conducen a caracterizar la obra de arte como “explosión”. Esto quiere decir que la obra de arte establece un juego entre la creación y la destrucción. Reúne en la manifestación lo que es y lo que no es. La apariencia, en cierta forma, es una manera de la imitación, que es como el juego que brota. En la medida en que la obra aparece como explosión, ella misma se destruye. En esto consiste lo histórico de las obras de arte, porque lo histórico es propio de las obras y no es ajeno a ellas. Entonces, no podemos poner en movimiento las obras por encima de la historia o determinarlas exteriormente por ella. Por el contrario, se trata de comprender que las obras mismas son históricas, momentáneas, móviles. Si las obras de arte son históricas, la experiencia que se tiene con ellas también es de carácter histórico, móvil y circunstancial; lo que implica una relación directa con las condiciones de la sociedad en determinado momento. De alguna u otra manera, el estremecimiento y la clarificación racional que se da en las obras de arte muestra la necesidad de lo colectivo, puesto que así se manifiesta la experiencia histórica, no ocurre solamente de modo individual. De este modo, se desborda el subjetivismo y el objetivismo mediante esa instantaneidad. Entonces, la belleza en la apariencia de las obras des-fundamenta estos conceptos. Pero, de igual manera, esa manifestación aparente de las obras en el instante se constituye en un modo de espiritualización:

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El espíritu de las obras de arte es lo que las convierte, en cuanto manifestaciones, en más de lo que son. Determinarlas como espíritu está cerca de su determinación como fenómenos, como lo que se manifiesta, no como ciega manifestación. Espíritu es eso, lo que se manifiesta, que no es más elevado que la manifestación, pero tampoco es idéntico a ella, es lo que en su facticidad no tiene carácter fáctico. Por él las obras de arte, cosas entre las cosas, se tornan en algo diferente de lo cósico y llegan a serlo precisamente por el hecho de ser cosas, no por su localización espacio-temporal, sino por un inmanente proceso de cosificación que las convierte en lo igual a sí mismo, en idéntico a sí mismo. (120)

Si se continúa con la caracterización de lo bello en la estética de Adorno, se halla también esta ruptura frente a lo que significa la espiritualización del arte. Es profundamente significativo el hecho de que Adorno establezca una relación muy íntima entre lo fenoménico y lo espiritual. Es como si en la obra misma el espíritu y las cosas se encontraran en un estallido momentáneo. Las obras de arte, por ello, son ese ámbito enigmático que permite el encuentro entre el aparecer y el desaparecer. El espíritu no es absoluto, se pierde aparentemente en la relatividad de la manifestación. La obra, entonces, es más que la cosa; la obra es espiritual, pero su espíritu es inconsistente: un espíritu que desciende, se desvanece y se manifiesta en la materia evanescente de la obra y, sin embargo, se sostiene como espíritu. El espíritu de las obras de arte trasciende igualmente el fenómeno sensible y el carácter cósico, pero sólo existe en la misma medida que éstos. De forma negativa, esto quiere decir que, literalmente, el espíritu no es nada en las obras, fuera de sus palabras; es su éter, lo que habla por medio de ellas o, más estrictamente, lo que las convierte en escritura. (120)

De este modo, el espíritu en la obra de arte parece una ausencia. Con estas precisiones, se percibe el carácter negativo de la estética de Adorno –que muestra esa retirada del contenido-, que representaba en Hegel lo espiritual. La forma, sobre todo en la forma del arte romántico o, lo que es lo mismo, en el arte moderno, es simplemente una sombra de ese contenido en la estética de la subjetividad ideal hegeliana. Entre tanto, en Adorno se percibe un giro radical en la concepción del arte. Tan profundo como el giro de Nietzsche. Adorno también lo muestra a través de un 116

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juego de luz y sombra: en la apariencia se da un brillo, una luminosidad; es el espíritu. La diferencia es que conserva ese carácter de apariencia. De esta manera, lo espiritual se sensibiliza; pero es una espiritualización al contrario de la idealista. Aquí el espíritu se deshace en la materialidad de lo instantáneo. No existe ninguna dialéctica de la superación que anule lo sensible. Más bien, lo sensible se mezcla con lo espiritual y esa entremezcla posibilita el juego de los dos. Se observa también cierta cercanía con el pensamiento de Derrida cuando propone que eso sensible de la escritura no es más que una marca de una espiritualidad ausente, como una archi-huella. Ambos, Adorno y Derrida, han dado la vuelta al pensamiento de Hegel sobre el arte. Al hacerlo están respondiendo a nuevas condiciones del mundo. Ese abismo que se ha creado entre lo ideal y lo real se convierte en el ámbito del arte, pero el propósito no es superarlo, sino constituirlo como apertura, como experiencia abismal, como desajuste, como enigma. Bajo estas características se pone en juego el concepto de verdad. Muy cercano a Heidegger, este juego entre luz y sombra en lo sensible tiene bastante que ver con la idea de des-ocultamiento. Mientras más brillo espiritual, más oscuridad se proyecta; más evanescencia, más apariencia. Lo espiritual no es metafísico, no es un mundo eterno que se encuentra más cerca de lo sensible, por el contrario, lo espiritual se vuelve apariencia, manifestación sensible. La dialéctica que se establece ahora tiene otro sentido, mucho más profundo, cercano al poetizar. Ni lo sensible ni lo espiritual son fundamento, pero tampoco inexistencia. De este modo, el planteamiento de Adorno muestra el giro en profundidad. La obra de arte es enigmática en la medida en que oculta la verdad y produce el cierre para que el intérprete no alcance su esencialidad ni la convierta en concepto: “El espíritu, al ser la tensión entre los elementos de la obra de arte en lugar de una sencilla existencia sui generis, se torna en proceso y, por tanto, en la obra misma. Reconocerlo así es apoderarse de ese proceso. El espíritu de las obras de arte no es un concepto, pero por su medio aquéllas se hacen conmensurables al concepto” (122). Esta dialéctica de la espiritualización tiene que ver con lo sublime. Aquí encontramos la otra raíz del pensamiento estético de Adorno que es la estética kantiana. En ese juego libre de la imaginación 117

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donde las facultades se vinculan a través del juicio estético, lo sublime se convierte en el elemento desestabilizador del orden racional. Bajo esta idea estética se cohesiona toda la propuesta de Adorno. Ese abismo que se abre entre lo racional y el sentimiento determina lo sublime en el arte. Se trata, por ello, como de una espiritualización que se desespiritualiza, porque no es abarcante sino fragmentaria. Wellmer lo señala de la siguiente manera: Considerado estructuralmente, lo sublime en el arte es la negación de toda síntesis estética sin fisuras ni rupturas, es decir, de toda compenetración sin rupturas entre lo sensible y espiritual en el sentido de un concepto idealista de belleza. La negación, por tanto, de la forma bella, de la medida, del equilibrio, de la unidad sin contradicciones, de la armonía, en una palabra: de la bella apariencia. (1996, 202)

Lejos de conciliar, la experiencia de lo sublime deja al sujeto estético en la oscuridad de la lejanía de lo espiritual. Pero son las condiciones históricas posteriores al idealismo las que han determinado la relación con lo sublime. Como indica Kant, sólo se conoce el fenómeno, la manifestación; lo en sí, la cosa misma, se pierde en las profundidades metafísicas. La diferencia es que para Adorno esa profundidad es instantánea, silenciosa, abismal. Pero a pesar de su cercanía con Kant la experiencia de Adorno tiene otras características. Precisamente, porque no busca fundamentos metafísicos en lo-en-sí, lo sublime no se sostiene como eternidad que sustenta la apariencia: Lo sublime de la naturaleza no es en él otra cosa que la autonomía del espíritu frente al poder de la existencia sensible y esto sólo se afianza en la obra de arte espiritualizada. En la espiritualización del arte hay ciertamente un oscuro poso. Si lo concreto de la estructura estética no la soporta, el elemento espiritual que queda libre se convierte en un estrato material de segundo grado. Agudizada en su oposición contra el momento sensual, la espiritualización se vuelve ciega frente a sus diferenciaciones, factores espirituales, y se torna abstracta. (Adorno 1983, 127)

Esta experiencia de lo sublime conduce a otra relación bastante particular en Adorno. La des-espiritualización ahora tiene que ver con una experiencia vinculada con el caos. Existe como un

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blanco irracional que la obra de arte conjuga en la apariencia. Esa nada llena de todo, que desentraña el todo, es también la materia del arte. La obra no constituye el orden de ese caos claro u oscuro, sino que más bien lo libera en lo sensible. De esta forma, la obra de arte entra en una relación mucho más compleja y emancipatoria respecto de lo empírico. No hay manera, por ello, de reducir el arte a concepto ni tampoco de circunscribirlo a una relación de utilidad como mera cosa de intercambio. Por lo tanto, es necesario destacar que tampoco el arte puede reducirse a mera intuición porque estaríamos limitando sus posibilidades. En este sentido, la relación entre impresión sensible y concepto también se vuelve compleja: “La evidencia sensible no es una characteristica universalis del arte, sino algo intermitente” (133). Ese carácter momentáneo y discontinuo del arte escapa a los conceptos. La obra de arte como proceso, como articulación de momentos no logra estabilizarse en conceptos. Se convierte en creadora del caos, que tampoco es fundamento sino desaparición, y, por lo tanto, experiencia de lo sensible. La forma, la escritura, el sonido, siempre en ese devenir de lo sensible van a mantener una vinculación más honda puesto que se convierten en manifestaciones de lo espiritual. A su vez, lo espiritual no es capturable, desde lo irracional se vuelve negativo. El proceso instantáneo configura la obra; de esta manera, lo otro del arte no queda excluido. Esa estrecha cercanía con lo sensible hace que la obra de arte vincule lo real, pero a la vez lo niegue en tanto se espiritualiza. La obra de arte y el abismo de lo histórico: entre la profundidad y la intensidad Este breve recorrido por la relación entre la apariencia, la espiritualidad y la intuición en la Teoría estética de Adorno, ha mostrado cómo se resuelven las relaciones más complejas que la obra de arte establece entre lo empírico y lo no empírico. De esta forma, en medio de las crisis de materia y contenido, si se atiende al lenguaje de Hegel, se efectúa una transformación en la visión del arte, en una época en la que la industria cultural en tanto realización de la Ilustración exige cambios radicales al interior de la teoría estética. 119

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La Teoría estética de Adorno es un ejercicio de vinculación de muchos elementos que, a partir del pensamiento dicotómico metafísico, han quedado excluidos. En particular, ese encuentro entre lo espiritual y lo sensible tomó otro rumbo. Al hacerlo la relación arte y sociedad se ve alterada. A través de esta aproximación a la idea de belleza artística de Adorno, se hace evidente que con su obra se cierra un modo de pensar y se abre otro. Esa es su importancia. Puede llamarse posmodernidad, pensamiento de la diferencia, pensamiento posmetafísico o pensamiento débil; lo que sí resulta claro es que a partir de las reflexiones que Adorno hace sobre el arte nos hemos encontrado más profundamente con la experiencia de lo sublime: el encuentro entre lo racional y lo irracional, entre el orden y el caos, entre el fenómeno y la cosa en sí. Por lo tanto, la obra de arte, vista como la heterogeneidad instantánea, se constituye como ámbito de lo enigmático. En consecuencia, no renunciamos a la idea de que el arte siempre hace posible la emancipación. Esta reflexión que realiza Wellmer sobre Adorno muestra el significado de su obra en relación con la situación del mundo contemporáneo: Contra la proliferación de toda clase de brotes de una racionalidad técnica y burocrática, y por tanto contra la forma de racionalidad dominante en la sociedad moderna, el arte moderno vendría a hacer valer un potencial emancipador de la modernidad; en el arte se haría visible un nuevo tipo de “síntesis”, de “unidad”, en que lo difuso, no integrado, insensato y escindido se introduciría en un espacio de comunicación sin violencia -lo mismo en las formas ilimitadas del arte que en las estructuras abiertas de un tipo ya no rígido de indignación y socialización. (1993, 161)

Podemos entonces afirmar con Adorno en su Teoría estética (cuando se refiere al carácter de profundidad de la obra) lo siguiente: “La contradicción íntima de las obras de arte, la más amenazante y tremenda, radica en que, por su reconciliación, son irreconciliables, mientras que su constitutiva irreconciliabilidad les corta la reconciliación. Respecto del conocimiento, se le parecen en su función sintética, en la unión de lo separado” (250).

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Y finalmente, cuando habla de la categoría de la intensidad: La mutua inmanencia de lo uno y lo múltiple en las obras de arte se puede entender en la cuestión de su intensidad. Intensidad es la mimesis efectuada por la unidad, cedida a la totalidad por lo múltiple, aunque esa totalidad no esté presente de tal forma que pueda ser percibida como grandeza intensiva; la fuerza por ella embalsada es devuelta a los detalles. (246-247)

De esta forma, profundidad e intensidad en la obra de arte van a determinar su carácter de autonomía. Es un juego intensamente profundo que irrumpe en medio de una sociedad determinada por lo utilitario y por las leyes del mercado. Profundidad e intensidad conforman esa contradicción irresoluble que la obra de arte manifiesta. Estamos ahora ante una perspectiva sobre la obra arte que da iluminaciones sobre nuestro tiempo. Todo porque “las obras de arte comparten con los enigmas la ambigüedad tensa entre determinación e indeterminación” (167). Sin embargo quedan muchas cuestiones abiertas cuando leemos a Jauss en su Pequeña apología de la experiencia estética: La crítica más aguda a toda experiencia placentera del arte se encuentra en la póstuma Teoría estética de Theodor W. Adorno: quien en las obras de arte busca y halla placer es banal; “palabras como ‘regalo para los oídos’ le delatan”. Quien no sea capaz de desprenderse del gusto placentero en el arte se queda a la altura de los productos culinarios o la pornografía. En último término, el placer artístico no sería otra cosa que una reacción burguesa contra la espiritualización del arte y, con ello, el fundamento para la industria cultural de nuestro tiempo, la cual, en el estrecho círculo de la necesidad dirigida y de la satisfacción estética sustitutoria, sirve a los ocultos intereses dominantes. En una palabra: “El burgués desea el arte exuberante y la vida ascética; lo contrario sería mejor. (34)

O cuando afirma: La otra, la cara negativa, sale a relucir cuando se plantea por qué los grandes puritanos en la larga tradición de la filosofía del arte –y en sus filas figuran nombres tan ilustres como Platón, san Agustín, Rousseau y, en nuestros días, Adorno–

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han visto la experiencia artística bajo otra luz, sospechosa o peligrosa, y por esto han minimizado o recortado sus pretensiones éticas y gnoseológicas. (45)

Sin embargo, resuenan las palabras al inicio de sus “Meditaciones sobre la metafísica” en Dialéctica negativa, que fundamentan el pensamiento que rompe con ese carácter ideal y racional de herencia platónica que ha situado el arte en un lugar secundario y lo ha sometido a los conceptos y a las determinaciones de la historia. De otra parte, se reitera ese encuentro entre la dialéctica negativa y la dialéctica de la obra de arte que hace pensar, más bien, en un vínculo más íntimo entre filosofía, política y estética. Sólo así, como Adorno mismo lo dice, puede aún escucharse el poema y la obra de arte hoy, después de Auschwitz y sus réplicas más recientes: Que lo inmutable es verdad y lo movido, lo efímero, es apariencia, la indiferencia recíproca entre lo temporal y las ideas eternas, no puede seguir afirmándose ni siquiera con la temeraria explicación hegeliana de que el ser-ahí temporal, gracias a la aniquilación inherente a su concepto, sirve a lo eterno que se representa en la eternidad de la aniquilación. (2005, 330)

Referencias bibliográficas Adorno, Theodor. Teoría estética. Barcelona: Orbis, 1983. ---. Dialéctica negativa. Madrid: Taurus, 1984. ---. Dialéctica negativa & La jerga de la autenticidad. Madrid: Akal, 2005. Adorno, Theodor y Max Horkheimer. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta, 1994. Crespi, Franco. “La ausencia de fundamento y el proyecto social”. El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 2000. Jauss, Hans Robert. Pequeña apología de la experiencia estética. Barcelona: Paidós, 2002. Wellmer, Albrecht. Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno. Madrid: Visor, 1993. ---. Finales de partida: la modernidad irreconciliable. Madrid: Frónesis, Catedra, 1996.

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UNA CONVERGENCIA EN EL INFINITO. BENJAMIN Y ADORNO ANTE LAS ARTES PLÁSTICAS Vicente Jarque

I El concepto como “imagen”

A pesar de su extraordinaria -y acaso creciente- influencia en la

reflexión sobre la cultura artística del presente, parece como si el pensamiento estético de la Teoría Crítica no hubiese dado apenas frutos importantes en el ámbito específico de las artes plásticas. Se diría que la profusa hermenéutica del arte contemporáneo no ha encontrado en aquella atmósfera ni los fundamentos ni las orientaciones teoréticas que necesita, y ha preferido saciarse en otras fuentes -a veces bastante tóxicas-. De hecho, los intereses de los críticos de Frankfurt y de sus asociados se dirigieron de modo prioritario hacia otros dominios estéticos. Benjamin y Löwenthal, por ejemplo, se ocuparon ampliamente de la literatura; también lo hizo Adorno, aunque, como es notorio, éste se centrara sobre todo en la música. Sobre las artes plásticas, sin embargo, no escribieron gran cosa. Y cuando lo hicieron fue casi siempre de pasada, o sólo a título de ilustración secundaria de algún problema estético de orden más general. A este respecto, no debería engañarnos la enorme repercusión de los ensayos de Benjamin sobre cine y fotografía, y en particular su célebre escrito sobre “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, de 1935 (Benjamin 1973). Puesto que, en realidad, es precisamente ahí donde más evidente se hace su escaso interés teorético por la pintura o la escultura como tales, artes que consideraba sólo en cuanto que carentes de actualidad histórica. Por lo demás, sus alusiones a la nueva arquitectura de cristal, al futurismo y el dadaísmo, o incluso su célebre escrito sobre la “iluminación profana” procurada por la experiencia surrealista (centrado en sus productos literarios), no constituyen 125

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una auténtica confrontación de la realidad de las artes plásticas contemporáneas, sino que se inscriben, más bien, en el contexto de sus esfuerzos de interpretación y, en su caso, de “salvación” de la modernidad1. Uno se pregunta si las razones de ese relativo distanciamiento no habría que buscarlas en los márgenes de una suerte de concurrencia que se suscitaba entre los caminos de la crítica filosófica, tal como la entendían Benjamin y Adorno, y los de las artes plásticas. En efecto, de entre todos los miembros o colaboradores del Institut, fueron ellos quienes mayores esfuerzos dedicaron a la teoría estética. Ahora bien, ambos compartieron la idea de que la única forma “dialéctica” de combatir las ilusiones sistemáticas de la filosofía, en cuanto que expresión de la voluntad de dominio de un sujeto reducido a identidad, consistía en asumir la negatividad del fragmento. De lo que se trataba era de combatir el proceder de la racionalidad “instrumental” mediante la “interrupción” de la continuidad del curso argumental (con “un antes y un después”, como decía Adorno en su defensa de la estructura alternativa, “concéntrica”, “paratáctica” [1980, 470; 1981, 471]) y su sustitución por la discontinuidad de una “constelación” de elementos yuxtapuestos y, por ende, virtualmente separados por abismos lógicos. Esto significaba optar por una tensión entre el concepto abstracto, determinado por la identidad, y la “imagen” concreta presuntamente caracterizada por su apertura a la diferencia, es decir, a aquello irreductible a concepto: frente a la temporalidad del orden deductivo, la simultaneidad espacial de los fragmentos; frente al pausado desarrollo del discurso en cuanto que seguro camino del sujeto, la súbita cristalización de la figura objetiva de una “constelación” que luce en el vacío. No es inconsecuente que Adorno propusiese, a este propósito, el modelo del Vexierbild: una especie de enigma, rompecabezas o jeroglífico, una adivinanza expuesta en términos visuales. Este modelo de pensamiento lo había encontrado Adorno formulado en Benjamin, concretamente en El origen del drama trágico alemán, donde el discurso filosófico, en actitud de resistencia a De hecho, los más fecundos ensayos de recepción del pensamiento de Benjamin en el ámbito estricto de las artes plásticas del presente vienen a construirse como extrapolaciones de ideas nacidas en otros contextos y, más en particular,

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la temporalidad lineal del razonamiento lógico, se articularía en forma de “tratado” y se aproximaría a la condición de una “constelación” compuesta de una yuxtaposición de centros (las “ideas”) en torno a los cuales se recogerían los fenómenos, cristalizando así en la “imagen” de una “verdad no intencional”, esto es, no guiada por los intereses del sujeto racional (Benjamin 1990, 9; Jarque 1992, 105). En esta misma dirección prosiguió Benjamin su pensamiento, sus “discursos interrumpidos”, a saber, sirviéndose en los momentos clave de metáforas más o menos visuales (“iluminación”, “aura”) y legitimando con ellas su propio proceder fragmentario: basta considerar su caracterización de la obra de los Pasajes como una “imagen histórica” cuyo “método” sería el del “montaje literario” (“no tengo nada que decir. Sólo que mostrar” [Benjamin G. S., V, 574]). Con razón describiría Adorno Dirección única como “una colección de imágenes del pensamiento [Denkbildern]” (1974, 680). En realidad, toda su obra podría ser considerada como una “colección” semejante. Por otro lado, según sugiere Adorno en su Teoría estética, ésa sería igualmente la determinación esencial de la obra de arte tal como se nos habría de aparecer en nuestro tiempo: un “enigma”, esto es, no un “misterio”, una manifestación positiva de la trascendencia, sino un objeto predestinado a la interpretación, como el fragmento de un “lenguaje” de una “escritura jeroglífica” o “cifrada” cuya clave desconocemos. Pues de lo que se trata es de la exposición de una “trascendencia quebrada”, negativa, que ya no habla en nombre del “absoluto”, sino como “aparición” de la imagen de una “utopía” que entretanto ha quedado “cubierta de negro” y sólo se manifiesta bajo la tenue luz de la “constelación”, y ello tanto en la filosofía como en el arte; éstos, en efecto, serían “convergentes” en cuanto a su “contenido de verdad”: ambos participan de una misma dialéctica de mito e ilustración, de “mímesis” (en cuanto que experiencia preconceptual) y racionalidad. Sólo que el camino hacia la forma de la “constelación” habrán de recorrerlo, de algún modo, en sentido inverso: en un caso, desde la racionalidad hasta la “mímesis”, desde el dominio subjetivo (la identidad) hasta la verdad “no intencional” (la difede sus interpretaciones del barroco en cuanto que “origen” de la modernidad y del mundo de Baudelaire en cuanto que modelo estético de su culminación.

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rencia); en el otro, desde el inmediato hechizo mítico hasta el concepto, desde la “mímesis” originaria hasta la autoconsciencia (Adorno 1980, 159)2. Ahora bien, es cierto que la convergencia de ambos procesos (en el infinito) puede ser descrita con notable éxito en los términos propiciados por ese conjunto de tan potentes, persuasivas y, por lo demás, hábiles metáforas (“imagen”, “constelación”, “lenguaje”, “escritura”, “cifra”, junto a otras como “alegoría”, “construcción”, “expresión”) de las que Benjamin y Adorno se sirvieron profusamente, cada uno a su manera. Como es natural, el problema se plantea cuando de lo que se trata es de aplicarlas no al “arte” en general, sino a alguna de sus formas en particular, es decir, cuando se hace necesario atender a los materiales específicos y a la tradición de un arte en concreto, y se impone la obligación de comprometer el discurso estético con una penúltima vuelta de tuerca. De hecho, cabe reconocer que tanto Benjamin como Adorno salieron bastante airosos en lo que concierne a la literatura y la música, respectivamente. Pero es que, en ambos casos, la empresa resultaba tanto más fácil cuanto que todo aquel aparato metafórico había sido elaborado, en buena medida, al hilo de una voluntad explícita de dar cuenta justamente de esos dominios artísticos. A propósito de las artes visuales, sin embargo, parece que se encontraron con mayores dificultades. Y aquí lo decisivo es, tal vez, la preeminencia de la metáfora de la “imagen”. Benjamin consideraba el primitivo reconocimiento de las constelaciones en el cielo como una “lectura de las estrellas”, es decir, “la más antigua” lectura (1977, 107)3. Pero fue también Benjamin quien citaría con aprobación una frase de Georges Salles: “tout oeil est hanté” (G. S., III, 591). Con ello se invoca la sospecha de que en todo fenómeno visual hay depositado un elemento de encantamiento, de expectativas mágicas, si se quiere. Por eso mismo era Algunos de los mejores comentarios sobre la Ästhetische Theorie se encuentran en Burkhardt Lindner y W. Martin Lüdke, Materialen zur Ästhetischen Theorie Theodor W. Adornos Konstruktion der Moderne. Frankfurt: Suhrkamp, 1980. 3 En ella se trataría, en efecto, de “leer lo que nunca ha sido escrito”, “Lehre vom Ähnlichen” (1933), en G. S., II, 213. 2

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la dimensión negativa del carácter de “imagen” del discurso filosófico la que, a manera de concesión a aquello “otro” reprimido por la racionalidad dominadora, lo determinaba como “ensayo” fragmentario y lo alejaba de las tentaciones sistemáticas (Adorno 1962a, 11). Dicho de otro modo: la filosofía sólo podría ser “imagen” legítima, como ya vislumbraron los primeros románticos, a condición de asumir la forma eminentemente crítica del fragmento, de la “constelación”, si se quiere. Por el contrario, toda pintura es ya “imagen” en sentido literal, y no inmediatamente “concepto”, de modo que, en este caso, toda esa metafórica relativa a la forma “constelación” en cuanto que “discurso interrumpido” habrá de hilar más fino. La intención subyacente a las páginas que sieguen es la de examinar el modo en que Benjamin y Adorno afrontaron esta dificultad. II Benjamin y la “hora fatal” del arte Como ya hemos sugerido, las referencias de Benjamin a las artes plásticas (con exclusión, si se quiere, de la fotografía) son más bien escasas. Más aún: sus ideas al respecto tienden a resultar un tanto inconcluyentes y hasta, en ocasiones, sencillamente confusas. Ni siquiera el preciso sentido de su ensayo sobre “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, que en principio se nos tendría que presentar como el más directamente vinculado a la problemática de las artes visuales (o, al menos, a su configuración como “vanguardia”) termina de aparecérsenos todo lo diáfano que algunos han imaginado. De hecho, como ya hemos sugerido, Benjamin concibió su célebre escrito en cuanto que contribución a una “teoría materialista del arte” cuya clave estribaba en el reconocimiento de la “signatura” de su “hora fatal” (Benjamin 1978). Para Benjamin, todo eso que hasta entonces había venido siendo designado como “arte” (esto es, en sentido enfático) debía ser entendido como parte de ese “botín” cultural del que se había apropiado la burguesía. En esa medida, el acabamiento de la tradición del arte, su pérdida de sentido y de actualidad histórica en el contexto de un mundo dominado por las nuevas técnicas de representación, no podía sino brindar una ocasión de oro (lo que en sus Tesis sobre el concepto de historia

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llamaría una coyuntura redentora, una “chance revolucionaria”4) en orden a “salvarla” por medio de su correspondiente negación dialéctica. El problema, no obstante, reside en la ambigüedad fundamental sobre la que se erigen los argumentos de Benjamin. Puesto que, o bien la “reproductibilidad técnica”, en cuanto que portadora del “fin del aura”, implica asimismo la constatación de un “fin del arte” en general, es decir, la definitiva ruptura con la experiencia artística del pasado y la inauguración de una era estética dominada por la praxis técnica o política, o bien la consumación del arte “aurático”, en virtud de la irrupción de los nuevos medios de comunicación de masas, no conduce sino a una transformación “materialista” del concepto de “arte” en el sentido de una ampliación de su campo de referencia, de manera que, en adelante, quedasen incluidos en él no sólo las nuevas técnicas de representación (como la fotografía o el cine), sino también las orientaciones anti-auráticas de la vanguardia radical. Dicho de otro modo: o bien la fotografía y el cine son también “arte” (como los productos de la vanguardia), y entonces se hace necesario, en lo sucesivo, concebir el arte de otra manera (i.e., como algo eventualmente carente de “aura”), o bien lo que esos nuevos medios anuncian es, sin más, la actual carencia de sentido del concepto mismo de arte y, por tanto, su final histórico. Como es obvio, el problema estriba en que ambas posibilidades, de muy diferentes consecuencias, se encuentran igualmente presentes en el ensayo de Benjamin. Puesto que reducir la cuestión a un dilema bizantino, invocando el hecho de que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo sostener que al “arte” le ha llegado su fin, o decir que su concepto tradicional (de origen burgués) se ha transformado hasta llegar a significar, en cierto modo, lo contrario de lo que hasta le fecha se suponía, sería optar por una solución demasiado fácil y permanecer en la superficie del asunto. En efecto, un concepto de arte que acogiese en su seno la fotografía y el cine podrá, quizás, responder adecuadamente a los desafíos de ciertas vanguardias, al menos en la medida en que éstos sean considerados, a la manera de Benjamin, como una anticipación Sobre la vision benjaminiana de la historia, cfr. Meter Bulthaup (ed.). Materiales zu Benjamins Thesen ‘Über den Begriff der Geschichte. Frankfurt: Suhrkamp, 1975. 4

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pictórica o literaria de lo que más tarde lograrían “sin esfuerzo” los medios de masas (1973, 49-52)5. Sin embargo, esta perspectiva apenas será de utilidad de cara a una eventual “salvación” (ni aun por la vía de la “negación dialéctica”) de los productos mejores de la tradición artística en general, incluso de la moderna, los cuales, una vez perdida su “aura” originaria, se convertirán por necesidad en objetos paradigmáticos de una experiencia imposible. Nada tiene de extraño, por tanto, que Adorno se sintiese en el deber de advertir que el propio Benjamin, “en conversaciones privadas”, y “no obstante su forma desesperada de defender la reproducción mecánica”, “se negó a desechar la pintura contemporánea”, convencido de que “se debía conservar esa tradición y dejarla a salvo para tiempos menos sombríos” (1980, 415). Una muestra de sensatez por su parte, sin duda, pero que no nos sirve de mucho a la hora de teorizar el problema. Fantasía y color En efecto, algo es algo. Pero la perplejidad permanece. De modo que quizás no sea mala idea trazar un pequeño rodeo por aquellos pocos escritos en los que Benjamin se ocupa específicamente de problemas de orden plástico. En buena parte, se trata de textos tempranos no destinados a su publicación y, hasta cierto punto, dependientes de intereses externos al ámbito estricto de las artes. Los aforismos y textos breves de su período de juventud, entre 1914 y 1921 (G. S., VI, 109-29), nos ofrecen consideraciones algo extrañas: ideas sobre cuestiones como “fantasía y color”, o sobre la experiencia estética infantil, aparte de algunas observaciones pasablemente abstrusas acerca de la pintura (pensando, sobre todo, en el expresionismo): cosas éstas bastante (o por completo) al margen de los desarrollos contemporáneos de la vanguardia. Ni siquiera las relaciones que estableció hacia 1919 con el dadaísta Hugo Ball, del Cabaret Voltaire, parecen haber dejado una huella reconocible en sus escritos de aquellos años. Sin embargo, esto no significa que esos fragmentos no merezcan un poco de atención. De hecho, en ellos encontraremos algún que otro atisbo germinal de ciertos motivos que más tarde habrían de desempeñar un importante papel en el pensamiento estético de Benjamin. Incluso “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierrbarkeit”. G. S., I, 1980, 500-3. 5

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la circunstancia de que bastantes de aquellas primeras reflexiones girasen en torno al universo infantil resulta ya significativa: como se sabe, el mundo del niño sería uno de sus centros permanentes de interés; de ahí extraería, en buena parte, su modelo de eso que Adorno solía denominar “experiencia no reglamentada”, con la que se halla claramente emparentada su noción de experiencia “auténtica” y, por tanto, la del “aura”6. A este propósito, el núcleo de sus consideraciones aparece asociado al problema del color en cuanto que dimensión “espiritual”. Benjamin se interesa por la visión infantil del color. Afirma que, para el niño, el color se presenta como “médium de todas las transformaciones”, desvinculado de cualquier referencia a los objetos, al mundo cósico articulado en forma de identidades espacio-temporales permanentes, tal vez sustanciales, y dominadas por la causalidad. En esta misma línea, Benjamin habla del arco iris como imagen característicamente gratuita y “no intencional” de ese universo “no reglamentado”. Por último, su reflexión sobre los libros infantiles ilustrados en blanco y negro le lleva a celebrar esas imágenes sin color que proporcionan al niño un campo abierto de figuras en las cuales sumergirse, abandonarse, para dejarse envolver por ellas [hineindichten] y así entregarse a la fantasía pura donde los colores se presentan al margen de las relaciones cósicas, desprovistos de adherencias conceptuales (G. S., VI, 110-3). De hecho, Benjamin parece creer que los colores pictóricos (es decir, la materialización del color) no son sino “una falsificación espacial (...) de la pureza con que aparecen en la fantasía”. Puesto que en ésta son esencialmente “Buntheit” en cuanto que libre y aparentemente gratuita policromía (tal como se mostrarían en la imagen del arco iris, o en forma de reflejos en las pompas de jabón). Mientras que, por otro lado, las figuras en blanco y negro se vinculan con el objeto de su representación no a través de la eventual adición del color (que para el niño sigue siendo 6 Cfr. la carta (7.5.40) en la que Benjamin le confiesa a Adorno el origen de su “teoría de la experiencia”, la misma que movilizaba en los Passagen, en un cierto recuerdo infantil (Briefe. Frankfurt: Suhrkamp, 1978. 848). En cuanto a Adorno, su concepción de una “experiencia no reglamentada” le valía, sobre todo, como instancia frente a eso que llamaba “positivismo”. Cfr. su Introducción al Positivismusstreit in der deutschen Soziologie (G. S., 8, 342-3).

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el “médium de las transformaciones”, de las diferencias, y no el instrumento de las identidades), sino en virtud de la mediación de la “palabra”. En el libro ilustrado, en efecto, el niño aprende a reconocer las referencias de las imágenes a través del lenguaje, asociándolas con las palabras correspondientes. De esta manera, añade Benjamin, no sólo se familiariza con el lenguaje, sino incluso con la escritura en su dimensión más originaria, a saber: la “jeroglífica”7. En cualquier caso, lo que parece claro es que el concepto predominante en aquellos tempranos esbozos estéticos era el de “fantasía”. Ésta, sostiene Benjamin, es “puramente receptiva, no creadora”, y consiste “en un mirar dentro del canon”, lo que no equivale a un mirar “conforme a él”. Se trataría, por así decir, de una contemplación “no reglamentada” precisamente en el interior de un cierto orden intuitivo (el “canon”). En esa medida, los auténticos productos de la fantasía no serían algo “construido” o, de alguna manera, positivamente compuesto (algo “fantástico” o, de modo paradigmático, “grotesco”), sino el resultado de un proceso que el sujeto experimenta como “puramente negativo”. A este respecto, Benjamin define toda manifestación de la fantasía como una suerte de “desfiguración de lo configurado” [Entstaltung des Gestalteten], como una “disolución” [Auflösung] sin destrucción. De hecho, esa “desfiguración” se distinguiría de toda “ruina destructiva de la empiria” en función de dos momentos: “en primer lugar, se da sin violencia, procede desde el interior, es libre y, por tanto, indolora, incluso silenciosamente reconfortante; y, en segundo, nunca desemboca en la muerte, sino que eterniza el ocaso y lo alza en una secuencia infinita de transiciones” (1990). Esta visión tan idealizada de la fantasía como una especie de imaginación infinitesimal responde a lo que Benjamin consideraba por entonces como uno de los dos componentes básicos de las artes plásticas, y en particular de la pintura. El otro, igualmente necesario y “correlativo”, sería el momento de la “reproducción” [Abbild], el del ajuste o la conformidad con lo externo. En toda pintura coexistirían ambos aspectos, pero de tal modo que uno La recurrencia del lenguaje “jeroglífico” constituyó, como es notorio, uno de los motivos fundamentales sobre los que se sustentaría su libro sobre El drama barroco alemán (1990, 160). 7

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de los dos funciona como la “clave” del otro, que por su parte se oculta. En Tiziano y en Macke, propone Benjamin, es el AbbildCharakter el que se esconde, mientras que en los viejos maestros alemanes y holandeses lo hace el Phantasie-Charakter. Por otro lado, cabe preguntarse hasta qué punto podría esta polaridad corresponderse con aquella que Benjamin establece entre la “forma” [Form] y la “materia” [Stoff] en la obra de arte. El elemento material, en cuanto determinado por una exterioridad previa, se hallaría esencialmente sometido al principio de la repetición; por el contrario, el elemento formal -en su sentido más preciso- sería siempre irrepetible, “algo primero y único” [Einmaliges und Erstmaliges], esto es, como las manifestaciones de la fantasía. Por su parte, el “contenido” [Inhalt] podría ser tanto originariedad (por ejemplo, en la lírica) como repetición (por ejemplo, en la novela) (1990). Sobre la pintura Pero el escrito en donde Benjamin presentaría sus más elaboradas reflexiones de aquellos años en torno a la pintura es, sin duda, “Über die Malerei oder Zeichen und Mal”, de 1917. Los argumentos se nos ofrecen tan abstrusos como cabía esperar, pero esto no impide reconocer en ellos unas cuantas ideas dotadas de algún sentido aproximativamente formulable. Al parecer, Benjamin redactó esas páginas al hilo de una carta de Scholem donde éste había incluido un comentario sobre el cubismo como ejemplo de pintura “acromática” [farblose], relativamente negativa e intensamente intelectualizada. En su respuesta, entre matizaciones y asentimientos, Benjamin se declaraba interesado en establecer la continuidad esencial que, pese a todas sus obvias disparidades, existiría entre el arte del pasado (Rafael, por ejemplo) y el del presente (Picasso) (1978, 154-6). Pero lo cierto es que su escrito habría de discurrir, en apariencia, por unos caminos bastante alejados de tales propósitos. Esos caminos conducen a una diferenciación entre Zeichen (signo gráfico, en cuanto que inscripción de un trazo lineal) y Mal (signo pictórico, en el sentido de mancha de color). En lo que concierne a la inscripción, Benjamin deja fuera de consideración la constituida por la línea geométrica o la de la escritura, para centrarse en una caracterización de la “línea gráfica” (la del dibujo) y el 134

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“signo absoluto” [absolute Zeichen]. Ahora bien, la inscripción gráfica poseería una significación “no sólo visual, sino metafísica”. La razón es sencilla: el significado de esa línea depende de su distinción con respecto al plano que, en la medida en que se determina como “fondo”, completa la contraposición originaria en la que ambos elementos se procuran recíprocamente su identidad (G. S., II, “Ubre Malerei oder Zeichen und Mal”, 603). Pero todavía más relevante -de una “importancia enorme”- sería la contraposición entre el “signo absoluto” y la “mancha [Mal] absoluta”. Hay que advertir que Benjamin viene a identificar ese carácter “absoluto” con la “esencia mítica” o “mitológica” de ambos extremos. El “signo absoluto” se orienta hacia el espacio y hacia la persona; la “mancha absoluta”, por el contrario, hacia el tiempo y hacia una cierta dimensión “excluyente” de lo personal. Ejemplos de “signos absolutos” son el signo de Caín, los signos inscritos en las viviendas de los israelitas durante las plagas de Egipto, el de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones. ¿Y en cuanto a las “manchas absolutas”?...: ¡todas! Puesto que “la mancha es siempre absoluta”. ¿Por qué? Eso ya no está del todo claro. Puede tratarse de algo relacionado con el hecho de que el signo sea “impreso”, esencialmente condicionado por la superficie en la que se estampa, mientras que la mancha “se destaca” respecto al plano, lo cual remitiría a su determinación en cuanto que “médium” incondicionado; por lo demás, y al contrario de lo que sucede con el signo, la mancha aparece de una manera preponderante en el contexto de “lo viviente”. Ahora bien, es ésta precisamente la cualidad que vincula a la mancha con la problemática de la “culpa” y su “expiación”, cuyo nexo temporal es de un orden “mágico” y “mítico” que Benjamin califica como “absoluto”8. Convincentes o no, estas ideas implican una caracterización del signo pictórico como “mancha absoluta”. En la pintura, a diferencia de lo que sucede en el ámbito gráfico, “la imagen no tiene fondo”. El signo pictórico, según entiende Benjamin, no se deLa idea de la “culpabilidad de lo viviente”, ineludible de cara a una comprensión del pensamiento de Benjamin, aparece ya en 1919 en ”Destino y carácter” (1977, 85-99); la desarrolla en términos estéticos en su ensayo sobre “Las afinidades electivas de Goethe”, de 1922 (1970, 33); y la aprovecha asimismo en su Origen del drama barroco alemán, de 1925 (1990, 122). En sustancia, la culpa de lo viviente reside en su destinación a la muerte: la madre de todas las deudas. 8

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termina por referencia a esa dualidad, sino que aparece en el propio “médium” de la pintura. El factor del que depende el sentido, el que distribuye las identidades, no reside en el contraste línea/plano, sino en la “composición” [Komposition]. A su través ingresa en la pintura un elemento “trascendente”, “algo que no es ella misma” pero que, de algún modo, es “nombrado” en ella. Por lo demás, esto se cumple sólo en virtud de un cierto “poder superior”. “Este poder -explica Benjamin- es la palabra lingüística que, invisible como tal, sólo se manifiesta en la composición, se deposita en el médium del lenguaje pictórico”. Así pues, añade, “la imagen es nombrada según la composición” (G. S., “Ubre Malerei oder Zeichen und Mal”, 606-7). Pero ¿cómo interpretar todo esto? Por un lado, parece que Benjamin contempla la experiencia infantil como una especie de modelo originario de la experiencia estética. Su órgano es la “fantasía pura”, que en el niño aún actuaría libremente, inmersa en el “canon”, pero al margen de cualquier constricción derivada de estructuras conceptuales o dispositivos instrumentales. Por otro lado, la esfera del arte se nos presenta provista de unos rasgos bastante diferentes. En efecto, en ella proliferan las dualidades: el color queda “falseado” en virtud de su inevitable materialización espacial; la fantasía entra en tratos con las necesidades de la refiguración; la irreductible singularidad de la forma artística queda condicionada por el carácter de repetición que determina la presencia de la materia; finalmente, Benjamin inscribe el signo pictórico (y la pintura misma) en el universo del mito, en el contexto de lo viviente y, por tanto, en el de la culpa. Lo más intrigante, sin embargo, es el papel que Benjamin atribuye aquí al lenguaje. Para el niño, la “palabra” es el camino que le saca de la pura fantasía para llevarle a la escritura “jeroglífica”. En la pintura, la “palabra” se embosca en la “composición”. Lo que Benjamin trata de convocar en estos enclaves no es sino la voz del logos, la única que introduce límites allí donde no los hay o son inaparentes. El logos es, en este marco, la ley de la negación. De hecho, ya por aquellos años había establecido la condición culpable, babélica, en que se encontraría la palabra humana tras la comisión del primer pecado y la consiguiente expulsión del paraíso: el lenguaje edénico, recordaba Benjamin, era puramente nominal (el hombre culminaba la Creación nombrando propia136

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mente las cosas), y sólo tras la caída degeneró en juicio abstracto (atreverse a juzgar es, precisamente, el pecado original) y, en fin, en instrumento de dominación de una Naturaleza deprimida y “enmudecida” (1980b, 139-53) . Por cierto, que esta diferenciación entre nombre y juicio la encontramos de nuevo en la caracterización benjaminiana de las épocas del arte en función de las relaciones entre “médium” y “composición”, es decir, entre “mancha” y “palabra”: en las pinturas de Rafael, sugiere, predominaría el “nombre”; en las de los contemporáneos, por el contrario, “la palabra juzgadora” (G. S., II, 607). ¿Sería entonces concebible la pintura moderna como el producto de la culpa, de una “caída” desde el paraíso? ¿Habría sido la pintura premoderna, de algún modo, ajena al contexto de la culpa? Mito, lenguaje, neoclasicismo En realidad, no parece que fuera ésa la idea de Benjamin. De hecho, una de las convicciones que conservaría a lo largo de toda su vida es la que concierne al carácter de “apariencia” de toda belleza reconocible en el ámbito de lo viviente9. Ahora bien, en la medida en que el arte “participa” de la belleza, y en cuanto que la obra se nos ofrezca -a la manera clásica preconizada, por ejemplo, por Schiller y Goethe- como una suerte de fruto espontáneo de una “genialidad” natural, “ingenua”, como una configuración autónoma en donde cada una de las partes se hallaría tan orgánicamente articulada en el todo, tan integrada en lo universal como en cualquier producto de la naturaleza, entonces la obra de arte asumirá, además, los rasgos de una apariencia de vida que, de algún modo, la convertirán en un producto doblemente culpable o, si se quiere, doblemente aparente: por “bello” y por “vivo”. Ahora bien, es ese ineluctable carácter de bella apariencia el que la obra debe expiar o redimir. En efecto, afirma Benjamin, “la belleza tiene como presupuesto la acción latente del mito”: aun cuando su “tiempo propio” discurre “desde la decadencia del mito hasta su estallido”, la belleza La idea de la belleza como apariencia dominó el concepto benjaminiano de la crítica de arte, tal como se evidencia, por ejemplo, en su ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe. 9

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no se da en ningún momento sin una peculiar referencia a ciertos “elementos míticos”, fragmentos del mundo tal como se presentaría tras la caída originaria (G. S., VI, 128). Puesto que “el orden artístico es paradisíaco”, pero únicamente al niño, en la medida en que sólo tiene “visión” [Schau], no “reflexión” [Reflexion], le sería concedido el acceso a su experiencia en cuanto que ámbito de la inocencia original (111-2). En el arte, sin embargo, ese “orden paradisíaco” no puede aparecer sino como un orden perdido, por siempre precipitado en la dimensión histórico-natural de la culpa, es decir, aquella traída por obra del logos y junto con la cual, en la medida en que toda culpa reclama expiación, ingresaría el mito en el mundo. Esta especie de irresuelta “dialéctica” entre mito y logos pasaría a formar parte de la concepción benjaminiana de la historia. De hecho, ambos se encontrarían del mismo lado: el de la culpa. Una culpa que sólo en el seno de una más amplia perspectiva de orientación teológica podía quedar redimida. No obstante, como es obvio, esto no significa que Benjamin olvidase las diferencias existentes entre el orden mítico y el orden racional. Más bien tendía a contemplarlos como sendos momentos específicos de un mismo proceso de “ilustración”, a la manera en que años más tarde aparecerían en el famoso libro de Adorno y Horkheimer. Entretanto, Benjamin no dejó de aplicar esa particular “dialéctica” a los dominios del arte: ya en 1929, en el primero de los dos textos breves que dedicaría a aquellas veleidades más o menos “neoclasicistas” que florecieron durante los años veinte, y a las que se entregaron gentes como Gide, Picasso, Strawinsky o Cocteau, Benjamin celebraba su manera de recuperar el mundo de la mitología griega en un contexto en donde, más allá de la teología cristiana, se hacía posible “conjurar la ratio (...) en toda su enigmática determinación”: “quizás en el templo de Apolo en Calcis hay una puerta secreta que comunica con el aula de dibujo del Bauhaus” (G. S., II, 627)10. Poco después, en 1932, su favorable actitud aparecía formulada con la mayor nitidez incluso en el título mismo de su reseña: “Oedipus oder Der vernünftige Mythos”. Se trataba de un comentario sobre el Edipo de su estimado Gide11. Entre los motivos 10 11

“Neoklassizismus in Frankreich”. Los escritos de Benjamin sobre Gide se encuentran en Iluminaciones I (127-156).

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de interés de una reinterpretación contemporánea de los mitos clásicos, Benjamin destacaba que, “para los propósitos constructivistas, no podía haber mayor incentivo que el de entrar en competición con las obras que se han mantenido a lo largo de los siglos como canon de lo orgánico, de lo vigente como aquello con lo que medirse”; por lo demás, de este modo podía hacerse la “auténtica prueba histórico-filosófica de la eternidad (...) del mundo griego” (G. S., II, 391)12. Ahora bien, la “prueba” de esa “eternidad” exigía un reconocimiento del carácter “fundamentalmente racional” de los mitos griegos, tal como el propio Gide había subrayado con énfasis más de doce años antes, en sus Pensamientos sobre la mitología griega. De hecho, afirma Benjamin, lo que el presente (y sólo el presente) podía descubrir en aquellas antiguas leyendas no era sino “la construcción, la lógica, la razón”. Más aún: Benjamin se pregunta qué es lo que le ha sucedido a Edipo durante estos últimos veintitrés siglos; y se responde: “poco”; pero “¿qué ha significado este poco? Mucho. Edipo ha accedido al lenguaje” (393). Puesto que el Edipo originario, en cuanto que figura emblemática del héroe trágico, era “mudo, casi mudo”. Por el contrario, el Edipo moderno ha sido dotado de la palabra: su logos, antaño oculto, se ha hecho por fin explícito, justamente en virtud del arte contemporáneo13. Klee. El ángel y la criatura En cualquier caso, finalmente, ¿cómo encajar en este panorama la conocida fijación de Benjamin por un artista tan peculiar como Klee? Puesto que, como es natural, semejante interpenetración de motivos extraídos del ámbito de la teología, el mito, la filosofía de la historia, la teoría del conocimiento, la metafísica y la estética no puede llevar sino a un campo sembrado de ambigüedades -aun cuando eventualmente fecundas-. Es cierto que, en un principio, su aproximación fue de un orden más escuetamente estético: hasta comienzos de los años veinte, no faltan los testimonios en los que Benjamin da pruebas de su admiración por “Oedipus oder Der vernünftige Mythos”. La relación entre logos y mito la planteó Benjamin de muchas maneras, sobre las que no podemos extendernos aquí. En lo que concierne a la mitología griega, el motto complementario a la figura de Edipo fue la de Ulises, que tanto protagonismo adquiriría luego en la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. 12 13

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Klee en conexión con la pintura más o menos “expresionista” de Franz Marc, Chagall, Kandinsky y Macke, que él contemplaba por entonces, por así decir, como la única alternativa moderna a la altura del cubismo -y, en el caso de Klee, la única en la que atisbaba “manifiestas relaciones” con aquél (1978, 154-5)14-. No obstante, él mismo reconocía su incapacidad para derivar ninguna teoría estética a partir de tales intuiciones; más aún: en una carta a Scholem de 1921 admitía su progresiva disposición a “abandonarse, en cierto modo, ciegamente” a esa pintura (260). No parece necesario subrayar lo difícil que habría de resultar la construcción de un discurso teorético mínimamente consistente o, cuando menos, responsable sobre la base de una confrontación de las artes visuales presidida por esa virtual ceguera. Scholem, que ha sido quien mayor cantidad de informaciones nos ha suministrado sobre aquella fascinación de Benjamin, la ha relacionado -aun cuando no muy productivamente- con determinados motivos angelológicos procedentes de la tradición talmúdica y cabalística (1983, 35). Ahora bien, esto es algo que el propio Benjamin no parecía tomarse demasiado en serio15 y que, por lo demás, apenas explicaría la relación de Benjamin con la obra de Klee en su conjunto, sino que, en sentido estricto, sólo valdría a propósito del Angelus Novus, la acuarela que su amigo adquirió en 192116; la que le inspiró el título -y acaso, en parte, el espíritu- de la revista que poco después proyectaría (G. S., II, 242)17; la que en su ensayo sobre Kraus, en 1931, aparecía como 14 A propósito del expresionismo, la única crítica de una exposición de pintura que escribió Benjamin fue la dedicada a una de Ensor que tuvo la oportunidad de visitar en París. Lo que en ella veía Benjamin eran “máscaras, máscaras, máscaras”, incluso los peces de las naturalezas muertas le parecían “maskenhaft”; cfr. “Möbel und Masken”. G. S., IV, 477-9. En 1930 volvería sobre Ensor, con motivo de su 70 aniversario, para calificarle como “probablemente el más llamativo” de los pintores vivos. En 1933, en mascarada de Ensor se le aparece como imagen del moderno empobrecimiento de la experiencia (1973, 168). 15 Sobre las ambigüedades de las relaciones de Benjamin con la cultura judía, cfr. Jarque 1993. 16 Además de esta célebre acuarela poseyó otra pintura de Klee, comprada también por aquellos años, a la que su esposa Dora bautizó como “Vorführung des Wunders” (algo así como “Presentación del milagro”). Acerca de ambas obras, cfr. Scholem 1983, 45. 17 El “anuncio” con el programa “crítico” de la revista, la cual debía “testimoniar el espíritu de su época”.

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ese ángel “que prefiere liberar a los hombres al quitarles algo, en lugar de satisfacerlos dándoles algo”(1980a, 187), y que ya en 1940 resplandecería como imagen de “ángel de la historia”, la alegoría fundamental de la célebre Tesis IX (1973, 177). Ahora bien, no hay duda de que el interés de Benjamin por Klee se vio sustancialmente determinado por sus reflexiones sobre filosofía de la historia y sobre el sentido de la modernidad, que constituyeron el núcleo de su pensamiento a partir de la segunda mitad de los años veinte. De cualquier modo, el punto en que tales consideraciones enlazan con sus concepciones estéticas habría de buscarse, posiblemente, un poco más allá de la problemática del Angelus y de sus etéreos parientes. De hecho, lo primero que se reconoce en la confrontación benjaminiana de la obra de Klee es una clara vinculación con su interés por el mundo de la infancia. En el contexto de un breve comentario acerca de una exposición de juguetes antiguos celebrada en el Märkische Museum de Berlín, en 1928, Benjamin escribe: “Uno se topa con el lado cruel, grotesco, feroz de la vida infantil. Mientras que los pedagogos mansurrones perseveran en su dependencia de los sueños rousseaunianos, escritores como Ringelnatz o pintores como Klee han captado lo despótico y lo inhumano de los niños” (G. S., IV, 515)18. Estas frases no sólo nos recuerdan lo poco que Benjamin idealizaba la experiencia de la infancia, por muy originaria que la considerase, sino que nos sirven de orientación a propósito de su percepción del mundo plástico de Klee. En efecto, lo que en él encontraba era la expresión de una suerte de visión auroral de las cosas, de una forma nueva de contemplación del mundo, aunque accesible sólo a través de una cierta regresión, de un radical despojamiento de lo adquirido. A este respecto, la más patente confirmación la podemos hallar en “Experiencia y pobreza”, de 1933, uno de esos textos memorables en los que Benjamin se esforzaba, de tanto en tanto, en reunir algunos de los motivos teóricos de los que habitualmente se ocupaba de manera fragmentaria y dispersa. Como es notorio, lo que Benjamin tematizaba aquí era la figura de la “pobreza de nuestra experiencia”. Esta “pobreza” moderna, producto del “enorme 18

“Altes Spielzeug”.

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desarrollo de la técnica”, se manifestaría en forma de “una especie nueva de barbarie” que induciría al ser humano “a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo, a pasárselas con poco”. Por supuesto, es en este marco en donde Benjamin reconoce a Klee. Pero lo curioso es la compañía en que nos lo presenta: gentes que hicieron “tabula rasa”, como Descartes o Einstein. “Y este mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al atenerse a las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con formas estereométricas”, afirma Benjamin un punto superficialmente, para enseguida añadir: “Paul Klee, por ejemplo, se ha apoyado en los ingenieros. Sus figuras se diría que han sido proyectadas en el tablero y que obedecen, como un buen auto obedece hasta en la carrocería sobre todo a las necesidades del motor, sobre todo a lo interno en la expresión de sus gestos. A lo interno más que a la interioridad: que es lo que las hace bárbaras” (1973, 168-9). El sentido de estas frases es claro: lo que Benjamin invoca es ese momento histórico en donde el sujeto, por así decir, pierde pie y se ve obligado a “construir” sin el substrato de experiencia y el contenido de “interioridad” transmitidos en forma de “tradición”. En cuanto a que semejante tesitura fuera efectivamente extrapolable a la de un Descartes o un Einstein, mejor será dejarlo. A continuación, Benjamin empareja a Klee con el arquitecto Loos, en la medida en que “ambos rechazan la imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de esta época” (170). Se trata de la sombra de la imagen de la “criatura”: el hombre concebido no como sujeto autoconsciente y autodeterminado, mayor de edad, provisto de juicio, sino como humilde habitante de la “Creación” divina. Sólo que, entretanto, esa “Creación” ha quedado penetrada hasta en lo más profundo por la culpa histórica. La nueva “criatura” humana no es ya el producto inmediato de Dios, sino el “nuevo bárbaro” que resulta del triunfo de la técnica y, por tanto, del juicio: no reside en la Naturaleza inmaculada para “completar” la obra de Dios “nombrando” las cosas, sino en la Historia en cuyo curso -al hilo de su constitución como sujeto- ha “instrumentalizado” el lenguaje del que el Creador le había dotado para otros fines.

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Al igual que Kafka, según afirmaría Benjamin en otro lugar, Klee “vive en un mundo complementario”; es decir: “percibía el complemento, sin percibir lo que le rodeaba”. Su experiencia correspondería a la de “la otra cara” de las cosas (1971, 206 ó 1978, 762). Aunque no a la “cara real” o “esencial”, sino a la de los “forros” de la apariencia en cuanto que “reverso” de la Nada en que se queda el mundo en ausencia de Dios, de sentido, de “tradición” (Benjamin y Scholem 146). Tal es el momento en que se impondría “empezar de nuevo”, desde la improvisada cuna del sujeto humano que de pronto vuelve a reconocerse mera “criatura” pobre en experiencia. De ahí el aspecto infantil y rudimentario de sus productos, su dimensión, por así decir, oblicuamente ingenua y desprejuiciada, en donde se manifestaría el carácter regresivo de la modernidad. Es esto, en definitiva, lo que Benjamin apreciaba más en la obra de Klee: la expresión fatalmente balbuceante de la recién estrenada condición de “criatura”. Por lo demás, una criatura para la que tal vez valdrían aquellas últimas palabras del padre en el conocido relato de Kafka: “Es cierto que eras un niño inocente, pero mucho más cierto es que también fuiste un ser diabólico. Y por lo tanto escúchame: ahora te condeno a morir ahogado”: a continuación el hijo se suicida arrojándose al río (1972, 21). Uno se pregunta si no es eso lo que sucede, en efecto, con la experiencia del arte en el seno de la cultura de masas. En aquel mismo texto, cuando Benjamin se aplica a describir el modelo existencial de la nueva “criatura”, ya no nos remite a la experiencia de la pintura moderna, ni siquiera a Brecht, sino al mundo del ratón Mickey, cuya existencia es el “ensueño de los hombres actuales”. Y añade: “es una existencia llena de prodigios” (1973, 172)19. Es importante recordar que este mismo personaje de los dibujos animados ocuparía un lugar prominente, pocos años después, en la primera versión del ensayo sobre “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Allí aparece Mickey nada menos que como ejemplo de la manera en que el cine -merced a esta clase de figuras nacidas del “sueño colectivo”, capaces de producir una “terapéutica voladura del inconsciente”- “abre una brecha en la vieja verdad heracliteana: que los hombres en vigilia comparten un solo mundo, mientras los durmientes tienen cada uno el suyo propio” (G. S., I, 462)20. 19 20

“Erfahrung und Armut”. “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduziebarkeit”.

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¿Responde acaso la pintura de Klee al tipo de representación que demandaría el ratón Mickey, esa prodigiosa criatura del “sueño colectivo”, si le diera por hacerse coleccionista de arte en ese nuevo mundo técnico, tan fantástico como cruel? III Adorno, el músico No puede decirse tampoco que Adorno se emplease demasiado a fondo en asuntos de artes plásticas. El motivo, en su caso, es bien patente: como es sabido, sus inclinaciones le llevaron desde siempre a los dominios de la música, en función de cuya experiencia desarrolló no sólo su teoría estética, sino incluso su pensamiento en general. Ya hacia 1946, en un breve fragmento de las Minima moralia, formulaba la prioridad de la música en cuanto que piedra de toque de todo discurso estricto sobre el arte: “Probablemente el puro y riguroso concepto de arte deba tomarse tan sólo de la música, mientras que la gran literatura [Dichtung] y la gran pintura -justamente en su grandeza- arrastran consigo por necesidad un elemento material que sobrepasa el ámbito de la jurisdicción estética, un elemento no resuelto en la autonomía de la forma” (236-7). De algún modo, estas frases nos confirman el sesgo resueltamente formal, más que ingenuamente formalista, de su pensamiento estético. En efecto, la carencia inmediata de “materia”, en cuanto que referencia intencional dirigida al mundo exterior, no implica la ausencia de un “contenido de verdad” en la música, sino sólo la exigencia de buscarlo en el ámbito de la pura forma, es decir, en aquella dimensión en donde básicamente reside la “autonomía” de la obra de arte, la que la caracteriza como objeto singular que se contrapone a los restantes objetos del universo. Por cierto, esta prioridad estética de la música no representa ninguna novedad en el contexto de una tradición filosófica alemana en donde, como es notorio, el atisbo adorniano contaba con precedentes tan gloriosos como los de Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche o Weber. En el pensamiento estético de Adorno ese protagonismo desempeña, además, una función específica de un orden diferente: la música no sólo sería el medio de reflexión más adecuado de cara a la elaboración de un “puro y riguroso con144

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cepto de arte”, sino que ofrecería también el espacio más propicio para el estudio de su opuesto, es decir, la cultura de masas, que tanto preocuparía a Adorno desde los años de su debate con Benjamin. Él lo explica con argumentos posiblemente aceptables, aunque un tanto forzados: “La diferencia antropológica del oído respecto al ojo se adapta a su papel histórico como ideología”, puesto que, en efecto, “el oído es pasivo”: no puede cerrarse, como el ojo, ni zafarse de determinados estímulos, como se hace con la vista mediante una simple desviación de la mirada; el oído, por así decir, no trabaja, o no demanda trabajo: por eso se convierte en la más directa vía de penetración de la falsa conciencia en el “mundo administrado” y dominado por la “racionalidad instrumental” (G. S., 14, 14)21. También podría haber aducido a este respecto esa dimensión primitiva, regresiva, que hace de la música la “inmediata manifestación del instinto” al tiempo que “la instancia apropiada para su apaciguamiento” (1966a, 17): algo, sin duda, muy fácil y ampliamente manipulable en el seno de la regresión cultural que Adorno contempla generada por la ciega racionalización consumada por la sociedad tardocapitalista. El entretejimiento (negativo) de las artes En cualquier caso, una estética fundada en la experiencia musical no puede quedar eximida de dar cuenta de las condiciones específicas de las restantes artes y de sus relaciones mutuas. De hecho, Adorno expuso sus ideas al respecto en uno de los ensayos que componen Ohne Leitbild (“Die Kunst und die Künste”. G. S., 10, 432). El texto, de 1966, comienza constatando el reciente desarrollo del fenómeno de la que denomina Verfransung de las artes: una interpenetración de sus flecos respectivos, un entretejimiento residual, un desdibujamiento de sus “líneas de demarcación” que conduciría a una suerte de “promiscuidad”: música solidaria de la pintura informelle, pero también del principio constructivo de un Mondrian; influjos de la gráfica en la notación musical y viceversa (Sylvano Bussotti), o del serialismo en cierta “prosa moderna” (Hans G. Helms) (1981, 430-46); pinturas que se desprenden de la profundidad de la perspectiva (como la música de la armonía clásica), o que saltan de la superficie y se introducen en el espacio del espectador (Nesch, Bernhard Schultze), y esculturas que dan21

Einleitungin die Musiksoziologie.

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zan al ritmo del “principio azaroso de las arpas de Eolo” (Calder) o que se confunden con la arquitectura (Fritz Wotruba); música que renuncia a la temporalidad de las relaciones causales, o que se hace ruido (Franco Donatoni), o que se detiene más allá de toda tonalidad reconocible (György Ligeti, Edgar Varèse), happenings que se presentan como “anti-obra-de-arte-total”... Lo que Adorno reconoce en este proceso, tanto más intenso y manifiesto cuanto más inmanentes y fundadas las razones por las que cada arte se excede a sí mismo, es un producto de aquello que en la Teoría estética denominaría “dialéctica de la espiritualización” del arte (1980, 120-9). En efecto, el rechazo moderno de los elementos más limitadamente materiales, sensuales, “culinarios” del arte no podía sino llevar a la priorización de un “espíritu” difícilmente reductible a un espacio con fronteras. Puesto que la diferenciación de las artes no es de orden inmediatamente espiritual, sino material. Pero justamente por eso no habría de quedar anulada sin más. Ello podría conducir a una sobrevaloración del papel del “espíritu” en el arte, hasta presentarlo como un mero imperativo abstracto, o caer en la superstición teosófica, como Kandinsky, o incluso en la paradójica espiritualización de los materiales mismos, como Cage (Ohne Leitbild. G. S., 10, 435). La Verfransung de las artes puede ser vista como el producto de un ideal de la época romántica. Por entonces, el principio de unión se ubicaba en la subjetividad presuntamente ilimitada. Hoy esto ya no es posible. Como tampoco lo sería vincular las diversas artes mediante la noción de un “estilo” compartido. Adorno subrayó, con bastante razón, lo poco que servía una noción como la de “barroco” en cuanto común caracterización de cierta música, cierta pintura o cierta literatura del siglo XVII (10, 401). En esa misma línea recordaba la escasa penetración de un Hofmannsthal o un George en su apreciación de las artes plásticas: en el seno de un difuso Jugendstil (post-romántico, simbolista, esteticista), sus preferencias no iban más allá de gentes como Burne-Jones, Puvis de Chabannes o Böcklin, mientras que una transposición inmediata de sus poemas al ámbito de la pintura hubiera resultado simplemente kitsch. Puesto que “aquello mismo a lo que las artes aluden como su Qué se convierte en algo otro a través de cómo aluden a ello”: el “contenido de verdad” del arte sólo es tal en la medida en que no se deja reducir a una identidad fija; 146

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ahora bien, es el “cómo”, la condición material, la que introduce la diferencia. El contenido de la obra de arte es “la relación entre el qué y el cómo”; el arte, por tanto, “necesita su cómo, su lenguaje específico”: en el seno de un genérico “más allá del género”, el arte “se deshace” (441-2). Esta clase de posiciones, con su dialéctica defensa de los géneros, o mejor, de las diferencias específicas existentes entre las artes históricamente cristalizadas, hace pensar en oposiciones radicales como las de Ad Reinhardt, tan paradójicamente empeñado en la producción de la última pintura, que siempre acababa siendo la penúltima. De hecho, atenerse a ese estricto modelo del “arte como arte”, o a la pintura en cuanto que nada más que pintura, era su manera de distanciarse de actitudes como las de Duchamp, abiertamente orientadas hacia la destrucción de la tradición artística en bloque. Resulta obvio que ésta era una encrucijada en la que podrían haberse encontrado Reinhardt y Adorno. Por lo demás, la experiencia que subyace a las tardías pinturas “negras” de Reinhardt es comparable a la que condujo a Adorno a preconizar en su Teoría estética, y no sólo en ella, la “methexis en lo tenebroso” (1980, 179)22. En cualquier caso, el criterio de Adorno era que tanto los “materiales” específicos como el elemento “espiritual” del arte serían algo históricamente sedimentado. Olvidarlo no podía sino llevar a despropósitos como los de Rudolf Borchardt o Heidegger, de los que se ocupa con algún detenimiento en una especie de inesperada reprise del asunto (“Die Kunst und die Künste”) en la segunda parte del mismo ensayo. El error de Borchardt le habría conducido a despreciar las artes plásticas alegando que su “musa” no sería tal, sino sólo “Techné”, donde “faltan los demonios, lo incalculable” que sí se haría presente en la literatura entendida Respecto a las conexiones entre Reinhardt y Adorno, cfr. Vicente Jarque 1995, 53. Por otro lado, con todo ello se puede vincular una serie de importantes problemas en los que no podemos profundizar aquí. Por ejemplo, el de la relación entre arte moderno, arte de vanguardia y arte posmoderno, y la manera en que Adorno las habría entendido. O la cuestión de los nexos existentes entre la estética de la posmodernidad y la experiencia de lo sublime, frente a la cual sería improcedente esgrimir ningún límite que la historia –el pasado- hubiese establecido. Aceptamos, entretanto, que Adorno no se movió justamente en los límites de la modernidad, y que es eso lo que le confiere el mayor interés. 22

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en su más pura expresión, es decir, en forma de Dichtung poética. Mientras que, en el otro extremo, la virtual reducción heideggeriana de todo arte a Dichtung no derivaría sino de una sobrevaloración de los poderes ontológicos del lenguaje (verbal) y una consiguiente infravaloración de sus condicionamientos históricos, que son precisamente la puerta de una relativización a través de la cual podrían ingresar otras formas no verbales de “lenguaje” artístico (”Die beschworene Sprache. Zur Lyrik Rudolf Borchardts” 198123). La idea es que, si las artes todas son algo “espiritual”, ello se debe a su participación de la esencia del “lenguaje”. Sólo que no se trata del lenguaje verbal, sino de una suerte de articulación de señales o rastros cuyo auténtico significado se define esencialmente como algo trascendente e irreductible a ninguna identidad racional, a una significación escuetamente conceptual. En esta medida puede hablar Adorno, en efecto, de una virtual “convergencia” de arte y filosofía, pero sólo en cuanto a su “contenido de verdad”, y no en cuanto a la disposición de su apariencia, siempre dependiente de los respectivos y heterogéneos materiales (1980, 174). Una vez nos hemos situado en ese plano de convergencia determinado en virtud de su común condición de “lenguaje” sui generis, parece razonable esperar alguna indicación acerca de la forma específica en que cada una de las artes participa de ese carácter. Ahora bien, aquí nos encontramos de nuevo con una posición en donde la música resulta abiertamente privilegiada. “Si, como opinaba Benjamin, en la pintura y la escultura el mudo lenguaje de las cosas es traducido a un lenguaje superior, pero semejante, entonces podría admitirse, respecto a la música, que ésta salva el nombre como sonido puro, aunque al precio de separarse de las cosas” (1975, 236). El “lenguaje” de la música aparece, por tanto, como un ámbito de salvación. Es “de un tipo totalmente diferente que el lenguaje significante. En ello estriba su aspecto teológico”; “su idea es la figura del Nombre divino”; representa “la tentativa humana de enunciar el Nombre mismo”, Este texto fue la introducción de una edición de poemas de Borchardt seleccionados por el propio Adorno. Aquí su discurso se mostraría mucho más matizado y hasta benevolente. En cuanto al desencuentro de Adorno con Heidegger, cfr. el extenso trabajo de Hermann Margen 1981, 560.

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“apunta hacia un lenguaje carente de intenciones”, es decir, hacia “el verdadero lenguaje” negativamente purificado de cualquier adherencia subjetiva, de identidades abstractas, de orientación instrumental (G. S., 16, 458)24. Se entiende que la música, en cuanto que suprema forma de arte, pueda converger en esos términos con el pensamiento filosófico tal como Adorno lo concebía (aun cuando no fuese sino al elevado precio de “separarse de las cosas”). Pero también se hacen bastante previsibles las dificultades con las que había de tropezarse a la hora de determinar la manera en que las demás artes, y en particular las visuales, podían entrar sin mella en ese portentoso marco. Ahora bien, Adorno se ocupó del asunto sólo de manera ocasional. El motivo inductor parece haberlo sido, sobre todo, su esfuerzo por neutralizar los argumentos en favor de la tendencia del “reaccionario” Strawinsky hacia la “espacialización” de la música (decir, por ejemplo, que “el paso de Debussy a Strawinsky sería análogo al paso del impresionismo al cubismo”), un rasgo que en ciertos contextos podía incluso ser presentado como prueba de la “modernidad” del ruso, de su particular agilidad de cara a establecer una conexión con los movimientos de vanguardia más recientes, frente al presunto fundamentalismo de un Schönberg obcecado en la prosecución radical de la “lógica inmanente” de la música pura, “inexorable”, que reniega de toda “conciliación” positiva con lo existente (1966b, 99). Para Adorno, esa “espacialización” strawinskiana de la música no era sino el “testimonio de una pseudomorfosis con la pintura” (174)25. Parece, por tanto, que habrá de ser este concepto de “pseudomorfosis” el que nos indique la clave de la concepción que Adorno se hizo de las relaciones entre las artes.

“Musik, Sprache und ihr Verhältnis im gegenwärtigen Komponieren“ (1956). La música, en el límite, tendría como “punto de partida“ el tema judío de la “prohibición de las imágenes”. Su “lenguaje”, por tanto, puede llegar a adquirir un sesgo cabalístico. 25 Es notorio que también Schönberg mantuvo intensos vínculos con la pintura, aunque de un orden muy diferente: basta con examinar sus propias pinturas, sus bocetos para Die glückliche Hand o su correspondencia con Kandinsky. 24

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Música y pintura En un breve escrito de alrededor de 1950 (G. S., 18, 140)26, Adorno se demora en algunas reflexiones algo más elaboradas sobre el tema. Su punto de partida es el reconocimiento de las evidentes analogías entre los desarrollos de la nueva música y la pintura moderna: ambas se han definido por su oposición a una “segunda naturaleza” específica (la tonalidad, la figuración tradicional), ambas pasaron por una fase más o menos “anárquica, revolucionaria” (atonalidad libre, fauvismo y expresionismo), y ambas habrían recogido velas en busca de un “nuevo orden” (dodecafonismo, cubismo, nuevo realismo y neoclasicismo). Con independencia de lo que podamos considerar acerca de lo ajustado de tales equivalencias, lo cierto es que Adorno se resiste a concederles más que una importancia relativa. En el fondo, no se trataría más que de sendas vías de respuesta a la moderna crisis de la subjetividad heredada. En realidad, “análogas tendencias formales deben tener un significado diferente, e incluso opuesto, en la música, en cuanto que arte del tiempo, y en la pintura, en cuanto que arte del espacio” (142). Más aún, ni siquiera los vínculos de Debussy con la poética impresionista tendrían el mismo sentido que los coqueteos de Strawinsky con la plástica de Picasso, entre un cubismo ya residual y un neoclasicismo de rasgos surrealizantes (el mismo que había fascinado a Benjamin27). La opción de Debussy quedaría justificada, en parte, por la peculiaridad de la situación artística francesa de su tiempo, donde la pintura presentaba un nivel de desarrollo superior al de la música. El resultado fue una obra en la que aún podía distinguirse una “última huella” del sujeto musical en fase de extinción (144). Nada de esto reconoce Adorno en la aproximación de Strawinsky a la pintura. Aquí se trataría del producto de un “giro hacia la objetividad” cuyo sentido estético habría que buscarlo en el recurso al “juego”, incluso a la “mascarada”, en respuesta a la im“Zum Verhältnis von Malerei und Musik heute”. Se trata de un asunto que no podemos detenernos a explorar aquí, pero valdría la pena reflexionar sobre el hecho de que Adorno dedique su “Strawinsky. Ein dialektisches Bild”, de 1962, a Walter Benjamin: la caracterización del ensayo como imagen dialéctica traicionaba una revisión de sus posiciones, antaño tan implacables, frente al músico ruso. En sus mejores momentos, reconoce Adorno, “su espíritu deviene criatura” (Quasi una fantasia. G. S., 16, 382). 26 27

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posibilidad de seguir confiando ingenuamente en el sujeto como “creador y sustancia” de la obra, lo cual, por lo demás, no dejaba de implicar también una asunción del triunfo del “positivismo” ilustrado. Es cierto que también Picasso se encontró en su momento inmerso en semejante operación aparentemente regresiva. No obstante, en primer lugar, Picasso sólo habría transitado por esos ámbitos, al igual que antes y después lo haría por otros bien diferentes, como resultado de su incansable afán de búsqueda, como afirmación de su libertad individual y artística frente al “inventario” con el que se aseguraría la existencia el sujeto burgués. En segundo lugar, y sobre todo, aquella orientación habría contado en Picasso con una especie de fundamentum in re totalmente ausente en Strawinsky. A este respecto, Adorno moviliza su teoría de que en la pintura existe una suerte de compromiso intrínseco con el “mundo cósico”, con el mundo de la “praxis” cotidiana en donde dominarían las relaciones instrumentales con los objetos y, por tanto, con sus figuras aparentes. Todo objeto visual, como una pintura, “permanece ligado a semejanzas con el mundo visible, porque el ojo que constituye la imagen es, en virtud de su organización, tanto en sentido literal como figurado, idéntico al que percibe el espacio”, es decir, el espacio “cósico” ordinario. Es esto lo que “dicta los límites de la libertad en materia de imágenes” (146-7). El artista plástico puede distanciarse, “desfigurar” o conducirse más o menos irónicamente con respecto a ese mundo visual que siempre se le presentará como sustrato -o como fantasma-, pero que no podrá eludir como último punto de referencia. Muy distinto es el caso de la música, la cual se encuentra “de antemano libre de cualquier vínculo con la objetualidad”, dado que “el oído no percibe las cosas” (145)28. Por eso Strawinsky no tendría excusa. Su pacto con el “mundo cósico”, su “espacialización” de la música y, en definitiva, su renuncia al “acaecer” temporal que presuntamente protege a la música de la “mera existencia” a la que se atiene el “positivismo”, no le podía conducir sino a la exposición del “triunfo de la cruda y violenta objetividad”, a la sadomasoquista exaltación de la impotencia. En un texto posterior, de 1965 y dedicado a Daniel-Henry Kahnweiler con ocasión de su 80º aniversario, Adorno volvía soRecuérdese que también el color, según el joven Benjamin, trascendía a su manera el mundo cósico. 28

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bre el tema pertrechado de un aparato argumental bastante más imponente (G. S., 16, 628). El núcleo de la cuestión seguía siendo la “pseudomorfosis”. Y su convicción al respecto, la expresada en la siguiente fórmula ligeramente lapidaria: “Las artes convergen sólo allí donde cada una sigue su propio principio inmanente” (629). Por lo demás, su aplicación al asunto de las relaciones entre música y pintura la conduce Adorno de una manera desenvueltamente “dialéctica”: ni el tiempo para la música, ni el espacio para la pintura son sólo su médium respectivo, sino su problema respectivo, la fuente de sus conflictos, de sus contradicciones y paradojas. La música sería “objetivación del tiempo”, aquello a través de lo cual ella “coagula en objeto y, en cierto modo, en cosa”, en algo intemporal, virtualmente fijado en un cierto espacio. Por otro lado, el tiempo es también “inmanente” a la pintura, como su curso lo es respecto de la simultaneidad inmediata de la imagen, la cual es ella misma, en cuanto que unidad, “resultado” de un proceso lleno de tensiones y, por ende, algo intrínsecamente temporal (628, 631-3). En la perspectiva de Adorno, la práctica de la “pseudomorfosis” no representa sino una falsa solución de tales dialécticas. Su camino es el de la mera ilusión (como la “velocidad” en la pintura futurista) o el entreguista “como si” (Strawinsky) (629-30). La constatación de sinestesias, la posibilidad de hablar de “armonía” o “disonancia” a propósito de la pintura, o los vínculos de la música con el “color” sonoro, con la gráfica (la partitura) o con el espacio mismo (volumen, condiciones acústicas) son cosas que no llevan demasiado lejos (636-8). De hecho, como sabemos, su auténtica convergencia la cumplirían música y pintura “en cuanto que algo espiritual”, es decir, a través de un “tercero”, una especie de “lenguaje no-subjetivo” del que serían ambas “esquemas”. O mejor, en cuanto que “escritura”, por supuesto, “cifrada”: “algo intemporal como imagen de lo temporal”, frase brillante y convenientemente ambigua, típica de Adorno, que igual puede servir como caracterización de una partitura (o de la articulación de los sonidos en ella consignados y, de algún modo, confirmados en su “coseidad” espacial), que como definición de toda representación pictórica (o de su carácter de registro esencialmente “jeroglífico”) (633-5).

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En sus últimos años, ya desde tiempo atrás consciente del “elemento de brutalidad y de violencia” que supuso el paso de la libre atonalidad al dodecafonismo, y una vez constatado el fatal “envejecimiento” de la nueva música, Adorno preconizaría lo que denominaba una musique informelle (Quasi una fantasia. G. S., 16, 493). Apenas es necesario indicar que su manera de definirla es puramente negativa, ni ha de extrañar que reconozca las afinidades de dicha música con la idea kantiana de la “paz perpetua” en cuanto que modelo de utopía concreta. Pero lo que a nosotros nos interesa subrayar es la respetuosa distancia que Adorno establece entre su perspectiva informal y algunas otras opciones contemporáneas más directamente emparentadas con los desarrollos de las artes plásticas, corrientes de signo más bien destructivo, honesta y valientemente “antiartístico”, pero fácilmente asimilables por la “sociedad socializada”, como sería el caso de las autosatisfechas músicas aleatorias, la ingenuidad de la action composing, o incluso el jocoso neodadaísmo pseudo-espiritualista de Cage, todo ello a un paso de caer en una “anarquía alejandrina” donde el abandono del métier, junto con sus exigencias técnicas, no podía llevar sino a la catástrofe final. En cualquier caso, frente a las tentaciones de la Verfransung y los peligros de la “anarquía alejandrina”, Adorno pensaba la relación entre el arte en general y las distintas artes en particular en unos términos que la harían comparable, “sin violencia”, a la que se da entre “la orquesta históricamente formada y sus instrumentos”: una metáfora demasiado fácil e imprecisa que no oculta la incomodidad con que se movía cuando su discurso no podía limitarse a la música (o, en su caso, a cierta literatura) ni a la estética filosófica en sus dimensiones más especulativas. No extraña, pues, que sólo unas líneas más abajo se refugie en su figura favorita. En efecto, y como era de prever, el arte y las artes forman una “constelación”, de modo que la relación de cada una de las artes particulares con el todo del arte no puede ser sino negativa, interrumpida. Y por eso habrá de ser también negativa su interpenetración mutua, cuyo modelo originario en tiempos recientes lo encuentra Adorno en el “principio del montaje” imperante ya en la “explosión” cubista y luego desarrollado de manera independiente por Schwitters, el dadaísmo y el surrealismo (Ohne Leibild. G. S., 10, 448-50).

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En definitiva, el problema estribaba en lo siguiente: si las distintas artes siguiesen hasta el límite su compromiso histórico con la “espiritualización” y se desprendiesen de sus ataduras con respecto a sus “materiales” específicos, no sólo desaparecerían en cuanto que artes particulares, sino que la idea misma del “arte”, en cuanto que universal, perdería definitivamente su sentido. Si el arte representa una instancia crítica frente al avance implacable de la razón que se revela como mero instrumento de dominio, ello deriva justamente de su fidelidad a la “mimesis”, es decir, a esa clase de experiencia “originaria” únicamente desde la cual sería posible marcar unos límites, contener la hybris de una racionalidad tendente a transfigurar su legítima autonomía en autosuficiencia delirante. Si las artes abandonan esos límites, históricamente cristalizados en unos determinados “materiales”, o bien se convierten en “espíritu” puro y, por tanto, en algo carente de fundamento, o bien, como parece suceder en nuestros días, tienden a diluirse en el ámbito de una suerte de filosofía de muy bajo rango. Excurso. Una visita al Jeu de Paume En realidad, no sería justo reprocharle a Adorno la eventual falta de profundidad de su confrontación de las artes plásticas. Está claro que no es posible saber de todo, ni interesarse por todo. Una de las consecuencias más evidentes de la disgregación del sujeto estético, característica de la modernidad, es la pérdida de sentido de aquel ideal de Bildung conducente al desarrollo “omnilateral” de las capacidades del individuo y, por tanto, de su disposición para asimilar por igual un poema, una pintura o una sonata. Lo cierto es que eso es algo de lo que ni siquiera fue capaz el propio Goethe, habitante de un mundo donde la solidaridad entre las artes era bastante mayor y, sobre todo, más espontánea que en la actualidad. De hecho, podría decirse que la actitud de Adorno ante las artes plásticas no sobrepasó apenas los límites de la consideración profana. Quizá lo entendamos mejor si recordamos aquel elegante ensayo de 1953, incluido en Prismas, donde meditaba sobre la diferente visión que Valéry y Proust tuvieron de los museos (187). Según Adorno, el primero contemplaba el museo, con disgusto, como “casa de la inconexión”, lugar donde las obras de arte se presentan yuxtapuestas, bárbaramente cercenadas de su medio vital, del taller del artista conocedor de su 154

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métier, o de las arquitecturas en donde cobraron su sentido: en el museo “ejecutamos el arte del pasado”. Proust, por el contrario, se comporta en él con la mayor desenvoltura, como un flâneur de las galerías, un degustador del arte, un aficionado ligeramente diletante que convierte a las obras en objeto de sus proyecciones, de sus libérrimas evocaciones personales: el museo sería como una estación de ferrocarriles, un lugar hechizado por el simbolismo del viaje, lleno de promesas y de despedidas29. Ambos se equivocan: Valéry fetichiza la obra en cuanto que privilegiada identidad orgánica, objetivamente originaria; Proust sobrevolara la libertad y la felicidad que el sujeto individual tiene derecho a esperar del arte. Como advierte Adorno en una de sus características sentencias: “el hecho de que el mundo está desquiciado se patentiza siempre en que, hagamos lo que hagamos, lo haremos mal” (188). A pesar de todo, él vislumbra todavía una posible alternativa: “Sólo puede defenderse del mal diagnosticado por Valéry aquel que deja en conserjería, junto con el bastón y el paraguas, el resto de su ingenuidad, sabe exactamente lo que quiere, se busca dos o tres imágenes y se concentra tenazmente ante ellas como si realmente fueran ídolos” (200). De hecho, es esto más o menos lo que tuvo ocasión de hacer el propio Adorno unos años después, según se deduce de sus notas “garabateadas” en el Jeu de Paume, en 1958, que luego incluiría en Ohne Leitbild (G. S., 10, 697)30. En apariencia, se trata de unas breves improvisaciones resultantes de esa experiencia en la que el sujeto “se concentra tenazmente” ante unas cuantas imágenes. Lo que a Adorno le llama la atención en la pintura impresionista es la presencia en el paisaje de los “signa de la modernidad”, sobre todo, sus momentos técnicos, los artefactos: no sólo los bosques o los ríos, sino los puentes y los ferrocarriles que los atraviesan. Aquí se manifestaría el carácter “eminentemente conservador” de la “innovación” imDe hecho, lo que Proust apreciaba en los museos era justamente el aislamiento con que las obras de arte eran presentadas: “Nuestra época tiene la manía de no querer mostrar las cosas sino junto a lo que las rodea en la realidad, y de este modo suprimir lo esencial, el acto del espíritu que las aísla de ella; por el contrario, la sala de un museo simboliza mucho mejor, por su desnudez y su despojamiento de toda particularidad, los espacios interiores en los que el artista se abstrae para crear”. Precisamente Benjamin citaba estas líneas de A la sombra de las muchachas en flor en Das Passagen-Werk. G. S., V, 697. 30 “Im Jeu de Paume gekritzelt”. 29

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presionista: el intento de “llevar al sujeto a casa”, de hacer de lo extraño algo próximo, sublimando lo material en algo “puramente pictórico”. Adorno evoca la fascinación de Sisley por la nieve, así como el aprovechamiento formal, constructivo, de los “árboles desnudos” de Pissarro. Manet y Cézanne, Van Gogh y Monet le inspiran consideraciones de historia de los estilos, de la manera paradójica en que se entrelazan (impresionismo y Jugendstil, por ejemplo) o se emboscan y se redescubren los unos en los otros, o la manera en que el arte sobrevive justamente cuando se entrega “à fond perdu”, como Picasso, “al instante de la explosión”, a la moda “en cuanto que esfuerzo metafísico de la obra de arte”. A continuación, y frente al tópico que hace del impresionismo una operación donde el mundo es “subjetivado”, lo que Adorno subraya es su fuerza constructiva, su capacidad para la organización integral de los materiales, que conduciría a una reconciliación con el objeto justamente a través de su negación. La visita al Jeu de Paume concluye con una serie de breves meditaciones sobre asuntos como la experiencia convulsa del “shock” en la emancipación de los colores en Manet (cosa que le aproximaría a Baudelaire), la sublimación del cartel publicitario en Toulouse-Lautrec, la regresión formal del tardío Renoir (muchas “jeunes filles en fleur, pero ninguna Albertina”... figuras que parece “como si hubiesen sido hechas para la exportación”), consecuencia de un cierto “sentimiento de lo vegetativo”, precisamente aquél que Beckett había considerado como el núcleo de la obra de Proust y que Adorno atisba en la base de “la unidad de Jugendstil e impresionismo”. IV Los extremos se tocan La verdad es que, al menos a primera vista, no parece fácil sacar mucho partido de todas estas ideas con vistas a servirse de ellas en el discurso crítico contemporáneo sobre las artes plásticas. En definitiva, se tiene la impresión de que las metáforas principales con las que Benjamin y Adorno abordan el pensamiento y el arte apenas funcionan, no ganan en concreción ni cobran la menor fuerza cuando se aplican a la pintura (o, en su caso, a la escultura). Se diría que su campo de referencia más propio abarca un vasto espacio que va desde la filosofía hasta la cultura de masas, 156

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pasando por algunas de las artes, como la música o la literatura, pero que deja un curioso vacío en lo concerniente a las artes plásticas, como si éstas constituyesen una especie de enclave extraña e inesperadamente resistente a la teoría. De hecho, Benjamin pensaba en términos de imágenes, pero, quizá precisamente por eso, no se interesó en particular por las de la pintura, salvo en casos excepcionales y teoréticamente poco rentables. Para él, la imagen era la contraseña de lo otro del concepto, el lenguaje de la naturaleza “enmudecida” por causa del pecado original (el juicio, la abstracción). La imagen se contrapondría al “espíritu” en cuyo nombre domina el sujeto racional. En el seno de la imagen, ese sujeto detentador de la identidad se niega a sí mismo, se cosifica, se autocritica y se entrega a la diferencia, pero también, de algún modo inevitable, se dispersa. Se comprende que esta concepción resulte difícil de articular a propósito de la pintura, donde la imagen no puede conformarse con esa función meramente negativa, sino que ha de comprometerse positivamente, y hacerse “espíritu”, pero en solidaridad con sus propios materiales. Sin embargo, hay un lugar donde se hace facilísimo reconocer los efectos de la imagen en cuanto que correctivo del “espíritu”, a saber, en la cultura de masas: en el cine y la fotografía. A veces se supone que Benjamin se interesó grandemente por la fotografía y el cine. En realidad, eso no es del todo cierto. O lo es de una manera relativa. Se comprende que, según él mismo ha confesado, durante su viaje a Italia en 1912 no se detuviese más de treinta segundos ante la Última Cena de Leonardo (era joven y, además, tenía prisa) (Autobiographischen Schriften. G. S., VI, 271). Pero es que tampoco parece haber dedicado demasiado tiempo a ver cine, por así decir, en actitud de estudioso. De su detallado Diario de Moscú, donde daba cuenta de su viaje de 1925, se deduce que, si hubo algo en lo que no perdió mucho tiempo, fue precisamente el cine soviético (292). Dos años después, sin embargo, defendería a Eisenstein y Vertov con bastante conocimiento de causa (G. S., II, 292)31. También se sabe que ese mismo año, en París, frecuentaba las salas de cine y no se perdía ninguna película en la que apareciese Adolphe Menjou (Scholem 1987, 141). Es 31

“Zur Lage der russischen Filmkunst”.

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asimismo notoria su perdurable admiración por el ratón Mickey y por Chaplin32. Prestó algo más de atención a la fotografía, pero de un modo ambiguo, incluso un poco confuso y hasta negativo: no tanto por lo que en ella se diese concretamente a ver, cuanto por los rastros del aura perdida que se ocultarían en toda imagen fotográfica. En la segunda entrega de su “Pariser Brief”, de 1937, donde se ocupa de manera específica de las relaciones entre pintura y fotografía, se limita a reproducir debates ajenos y a glosar a Gisèle Freund y a Louis Aragon, para al final proponer a Dix y a Grosz como sendos modelos de lo que habría de ser la pintura contemporánea (G. S., III, 495-507)33. Por su parte, Adorno parece haberse mantenido siempre fiel a aquella concepción del joven Benjamin que veía en ella algo así como un originario “lenguaje del mundo cósico”. Siendo así, no deja de resultar sorprendente que no le prestase mayor atención. Tal vez lo que sucede es que ni ese mundo ni ese lenguaje se dejan reconocer fácilmente en la pintura, al menos en la moderna, sino más bien, de nuevo, en la fotografía o el cine, e incluso en la televisión, cuyas repercusiones no tuvo Benjamin oportunidad de conocer. En “Die Kunst und die Künste”, en efecto, Adorno termina remitiéndose al cine, advirtiendo lo inútil que resulta preguntarse si es o no es arte, y citando a Kracauer, quien había visto en él “una especie de salvación del mundo cósico extraestético”, algo “estéticamente posible sólo a través de la renuncia al 32 Chaplin y Mickey aparecían juntos en el pasaje antes mencionado de la primera versión de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (cfr. “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit”, Erste Fassung. G.S., I, p. 462). A propósito de Chaplin, cfr. sus comentarios de 1928-29 sobre El circo: “Chaplin” (G. S., VI, 137-8) y “Rückblick auf Chaplin” (G. S., III, 157-9), con los que, por cierto, podría enlazarse su recensión de Le cirque, versión francesa del libro de Ramón Gómez de la Serna (G. S., III, 70-2). Se conoce también su convicción, formulada en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, de que la relación de la masa con la obra de arte, “de retrograda, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin” (G. S., 496-7). Adorno, por su parte, le reprocharía esa aproximación entre el cine y la vanguardia: el público que ría ante una película de Chaplin no sólo no es “revolucionario”, sino que está “lleno de sadismo” (cfr. Benjamin. G. S., I, 1003-4). Quizá no sea inoportuno recordar aquí los breves comentarios que Adorno dedicó a Chaplin, a quien tuvo la oportunidad de conocer, en curiosas circunstancias, en una villa de Malibú: en 1930 le califica de “lento meteoro que vaga por el mundo” (“Zweimal Chaplin”. Ohne Leitbild. G. S., 10, 362-6). 33 “Pariser Brief -2-. Malerei und Photographie”.

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principio de estilización, a través de la inmersión no intencional de la cámara en el estado bruto de lo existente” (Ohne leitbild. G. S., 10, 451; Kracauer 1989). En ello, sin embargo, Adorno reconoce todavía un “principio de estilización”, aun cuando negativo: el de la “ascesis frente al aura”, una actitud que, a fin de cuentas, compartiría ese cine “no intencional” con las formas más avanzadas de la música o la pintura. En su “rebelión” contra el aura artística, el cine “es todavía arte y amplía sus límites”, como asimismo lo harían “de manera ejemplar” los happenings (452). Ahora bien: en estos argumentos se hace difícil hallar otra cosa que una elegante serie de extrapolaciones sutilmente encadenadas, pero de dudosa consistencia. Y la mejor prueba de ello la tenemos en los comentarios de Adorno sobre la televisión, escritos durante la primera mitad de la década de los cincuenta (1969, 63-89). En este ámbito, y a esas alturas, ya no se hacía ni la menor ilusión respecto a las virtualidades emancipatorias de la cámara: lo que la televisión ofrece no es sino un “duplicado del mundo”, algo muy distinto de lo supuestamente transmitido por el “lenguaje del mundo cósico” de la pintura “auténtica” y, suponemos, del cine “no intencional”. Parece como si Adorno reconociese una diferencia sustancial en cuanto a la dimensión “espiritual” del cine y la televisión. Si respecto al primero, y aun a regañadientes, llegó a admitir la posibilidad de que fuese un “arte”, con la televisión no está ya dispuesto a transigir ni lo más mínimo. Lo que se le antoja decisivo es “la cercanía fatal” del televisor, su carácter doméstico: “la situación misma es la que idiotiza”. La apariencia de disponibilidad absoluta del “mundo” que en ella se reproduce y al que, por tanto, tan fácil resulta acomodarse sin necesidad de salir de casa, como exige el cine. Por otro lado, Adorno ve a los personajes que aparecen en la televisión, de una manera paradójicamente literal, como simples “enanos” a los que no se puede tomar en serio, al contrario de lo que sucedería en la llamada pantalla grande. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. Por un lado, la “cercanía” del televisor cuenta con un glorioso precedente en la radio. Lo que sucede es que esa proximidad de lo acústico no le inquieta tanto como la de las imágenes. En efecto, aun cuando “el oído es sin duda más ‘arcaico’ que el sentido de la vista, arrojado atentamente sobre el mundo de las cosas, el lenguaje de las 159

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imágenes, que reemplaza al medio conceptual, es mucho más primitivo que la palabra” (69). La regresión, por tanto, se impone con tanta mayor facilidad cuanto más doméstico se hace el “lenguaje de las imágenes” bajo cuya pregnancia se desdibuja el discurso verbal en cuanto que “medio” de los conceptos. Por otro lado, y en el mismo ensayo, Adorno interpreta la cultura de masas en general, y el cine y la televisión en particular, como una especie de “escritura jeroglífica”. Ese “lenguaje de imágenes” que en ella domina “se ofrece fácilmente como el lenguaje de los objetos” que en él se presentan. Ahora bien, prosigue, “en cuanto se despierta y se representa figurativamente lo que dormía en el sujeto como algo preconceptual, se le propone al mismo tiempo lo que debe aceptar”; así pues, “las imágenes del cine o la televisión, fluidas y centelleantes, se aproximan a la escritura. Son comprendidas, no contempladas. El ojo es arrastrado por sus rayas como por las líneas, y el plácido cambio de escenas tiene lugar como si se pasase la página”; se trataría de una escritura que “pone a disposición del hombre moderno imágenes arcaicas, pero también de “una magia sin encanto” que “no transmite enigma alguno”. Las imágenes de la cultura de masas serían, por tanto, algo así como fragmentos de una escritura compuesta de “esfinges sin enigma” y, en el caso de la televisión, además, en miniatura (70-1). Lo que todo esto nos recuerda, por supuesto, es la considerable ductilidad de las metáforas estéticas de Adorno, que tanto valen para la más abstrusa pieza de Schönberg como, adecuadamente matizadas, para un programa cualquiera de televisión. Pero lo que más nos importa aquí es constatar finalmente con cuánta facilidad las metáforas asociadas a la “imagen” acaban por saltar desde los dominios de la filosofía a los de la cultura de masas, dejando en medio ese vasto e incómodo espacio que queda reservado para las artes plásticas. Tanto para Benjamin como para Adorno, el término “imagen” designa la puerta por la que penetra en el discurso “lo otro” del concepto, es decir, el componente de autocrítica sin el cual se hace imposible seguir legitimando la ilustración. Pero esa alteridad tiene un precio: el reconocimiento de que el “espíritu” no puede avanzar históricamente sin portar consigo su opuesto, es decir, la “materia” que siempre se manifiesta como elemento de resistencia. Ahora bien, esa resistencia, en cuanto que negación del orden conceptual, hace siglos que no se encuen160

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tra ya en el seno, demasiado “espiritualizado”, de la pintura o la escultura. En nuestros días, sin duda alguna, tiene su lugar más propio en el ámbito de la cultura de masas. Por eso se entiende que, una vez sumidos en la dialéctica entre concepto e imagen, ni Benjamin ni Adorno hallasen motivos para detenerse demasiado en el mundo ambiguo de las artes plásticas. Tal vez ese mundo forme parte de aquello que Adorno apenas sabía cómo tratar y que designaba como Halbbildung, un término difícil de traducir: “semicultura”, “cultura de medio pelo”, “pseudocultura”… En definitiva, algo que no participa enteramente de las exigencias de la “alta cultura” (que para Adorno se reduce a la música, la literatura y la filosofía), pero que tampoco se puede adscribir sin más a la presuntamente perversa “cultura de masas” (Adorno y Horkheimer 175-99). Ahora bien, hay razones para pensar que es en ese amplísimo e inmarcesible ámbito intermedio, irreductible a los fáciles radicalismos fundamentalistas, donde la cultura del porvenir habrá de jugarse su destino. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. Notas de literatura. Barcelona: Ariel, 1962a. ---. Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. Barcelona: Ariel, 1962b. ---. Disonancias. Música en el mundo dirigido. Madrid: Rialp, 1966a. ---. Filosofía de la nueva música. Buenos Aires: Sur, 1966b. ---. Gesammelte Schriften (G. S.). Frankfurt: Suhrkamp, 1970-1986. ---. Intervenciones. Caracas: Monte Ávila, 1969. ---. Noten zur Literatur. Frankfurt: Suhrkamp, 1974. ---. Minima moralia. Caracas: Monte Ávila, 1975. ---. Teoría estética. Madrid: Taurus, 1980. ---. Noten zur Literatur. Frankfurt: Suhrkamp, 1981. Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer. Sociológica. Madrid: Taurus, 1979. Benjamin, Walter. Las afinidades electivas de Goethe. Caracas: Monte Ávila, 1970. ---. Iluminaciones I. Madrid: Taurus, 1971. ---. Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1973. ---. “Sobre la facultad mimética”. Para una crítica de la violencia. México: Premià, 1977. 161

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---. Briefe. Frankfurt: Suhrkamp, 1978. ---. Gesammelte Schriften (G. S.). Frankfurt: Suhrkamp, 1980a. ---. Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Barcelona: Planeta Agostini, 1980b. ---. El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus, 1990. Benjamin, W., G. Scholem. Correspondencia 1933-1940. Madrid: Taurus, 1987. Mörchen, Hermann. Adorno und Heidegger. Untersuchungen einer philosophischen Kommunikationsverweigerung. Stuttgart: KlettCotta, 1981. Jarque, Vicente. Imagen y metáfora. La estética de Walter Benjamin. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha, 1992. ---. “Benjamin i el judaisme. Crónica d’una experiencia”. Walter Benjamin i l’esperit de la modernitat. Jordi Llovet (ed.). Barcelona: Barcanova, 1993. ---. “Ad Reinhardt. La moral en al pintura”. Kalías, 13. Valencia: IVAM, 1995. Kafka, Franz. La condena. Madrid: Alianza, 1972. Kracauer. Teoría del cine: la redención de la realidad física. Barcelona: Paidós, 1989. Scholem, G. Benjamin und sein Engel. Frankfurt: Suhrkamp, 1983. ---. Walter Benjamin. Historia de una amistad. Barcelona: Península, 1987.

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VALÉRY SEGÚN ADORNO Fernando Urueta G.

Palabras preliminares

Theodor W. Adorno escribió tres ensayos acerca de la obra de

Paul Valéry: “El artista como lugarteniente”, “Museo ValéryProust” y “Desviaciones de Valéry”. El primero fue en origen una conferencia transmitida por la Radio Bávara, publicado luego como artículo en la revista Merkur [Mercurio] en 1953 e integrado en 1958 a la primera edición de Notas sobre literatura I. El segundo fue redactado en 1953, en memoria de Hermann von Grab, y publicado por vez primera el mismo año en Die neue Rundschau [El nuevo panorama]; posteriormente haría parte del volumen de ensayos Prismas. El tercero, con dedicatoria a Paul Celan, también se publicó originalmente en Die neue Rundschau, pero siete años más tarde que el anterior, y luego, en 1961, pasó a formar parte de la primera edición de Notas sobre literatura II. Además de estos ensayos hay numerosas referencias de Adorno a Valéry diseminadas en otros trabajos de crítica de arte y en la póstumamente publicada Teoría estética (1970). En general, de esos tres escritos pueden destacarse dos asuntos muy interesantes. Por un lado, lo original y sugerente del comentario, si se tienen en cuenta las reflexiones de otros comentaristas acerca de la obra del lírico francés. La historia de la recepción de la obra de Valéry se ha movido casi con exclusividad en un ámbito netamente estético-filosófico (en los trabajos de Marcel Raymond y E. R. Curtius, por ejemplo) y, cuando ha trascendido dicho ámbito, en el de una rígida crítica de las ideologías que tiende a señalar sólo los rasgos políticamente conservadores de la estética y de la filosofía política, en cuanto tal, del discípulo de Mallarmé (como sucede, entre otros, con Albert Béguin y PierreJean Jouve). Los ensayos de Adorno, por el contrario, han permitido ver que en la estética de Valéry hay también un contenido social progresista.

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Por otro lado, llama la atención el hecho de que Adorno no haga referencia a la obra lírica de Valéry, a pesar de considerar su estética como una teoría progresista en casi todos los aspectos. Menciona solamente sus escritos en prosa, entre ellos la Introducción al método de Leonardo da Vinci, Mensieur Teste, Eupalinos o el arquitecto, Piezas sobre arte, Degas Danza Dibujo y los cuadernos de notas y aforismos compilados en dos volúmenes bajo el título Tel quel. Si no nos equivocamos, el único poema de Valéry que Adorno nombra es Les pas [Los pasos], pero no para interpretarlo sino para ponerlo como ejemplo de las deficiencias de la traducción que hizo Rainer Maria Rilke al alemán de algunas obras de Valéry. Por lo demás, no sobra decir, como lo hace Adorno, que se trata de uno de los poemas más célebres y más bellos del poeta francés. Queda claro entonces que en estos ensayos Adorno no analiza los poemas de Valéry, sino su teoría estética. “El artista como lugarteniente” es una apología de Valéry que busca rescatar el contenido de verdad social inherente a sus ideas sobre arte. “Museo Valéry-Proust” intenta superar ese carácter apologético sopesando la estética objetiva de Valéry con la estética subjetiva de Marcel Proust, aunque la dialéctica de Adorno enseña que ni la estética de aquél es simplemente objetivista, ni la de éste simplemente subjetivista. Puede decirse que “Desviaciones de Valéry” corrige los dos ensayos anteriores en virtud del completo despliegue de la crítica determinada de Adorno, pues no se trata aquí de una apología y tampoco se recurre a otros autores para dialectizar el objetivismo de la estética de Valéry. Más bien, haciendo una interpretación inmanente de los escritos de éste, Adorno hace justicia a la dialéctica entre lo regresivo y lo progresivo como pilar de la estética valeryana, y encuentra, además, que en tal estética la mayor importancia de lo objetivo es sólo aparente, ya que Valéry piensa fundamentalmente en una mediación recíproca entre sujeto y objeto en la esfera del arte. Cabe anotar al margen que “Desviaciones de Valéry” pone en práctica la técnica del montaje según la entiende Adorno. Su concepción al respecto difiere de la concepción de montaje que Walter Benjamin pensaba utilizar para darle forma a los inacabados Pasajes de París. Ambos veían en la técnica formal del montaje, difundida por algunos movimientos de vanguardia, un modelo 164

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susceptible de ser usado en la construcción de ensayos filosóficoliterarios. Sin embargo, mientras Benjamin pensaba que la yuxtaposición de citas, con el mínimo comentario, podía hacer salir a la superficie un significado que se encontraba oculto, Adorno creía que una concepción semejante del montaje eliminaba al sujeto analítico de la filosofía y, junto con ello, el desarrollo teórico de los motivos filosóficos, los cuales quedarían reunidos pero sin interpretación. Siguiendo este camino, dice Adorno, la filosofía degeneraría en magia y en positivismo, en la ciega aceptación de lo dado fácticamente (Adorno y Benjamin 270-273). “Desviaciones de Valéry” es, por consiguiente, un escrito desplegado formalmente a través de un montaje de citas tomadas de Valéry, pero acompañada cada una del respectivo comentario interpretativo de Adorno. Finalmente, vale la pena mencionar que el especial vínculo de Adorno con la obra de Valéry se debe, tal vez, al mismo Benjamin. Éste admiraba los escritos de Valéry, sobre todo sus ensayos y diálogos literarios. Los trabajos de Benjamin de la década de 1930 se apoyan constantemente en afirmaciones de Valéry provenientes de allí, y la interpretación hecha por Adorno dos décadas más tarde sigue de cerca, en muchos aspectos, lo que Benjamin expresó entonces acerca de la teoría estética del francés1. Es más, Adorno recibió ediciones francesas de libros de Valéry que Benjamin le envió desde París. Ahora bien, a pesar de ser promovido por su amigo, el primer acercamiento de Adorno a Valéry no estuvo exento de dudas, si bien desde el principio es igualmente notorio su entusiasmo frente al nuevo descubrimiento. Adorno le manifestó a Benjamin esta actitud ambivalente en una carta fechada el 15 de octubre de 1936: “Leí a Valéry con el mayor entusiasmo y también con mucho temor. La relación entre guerra y poesía absoluta es efectivamente evidente. Sobre todo, naturalmente, en el ensayo sobre el progreso. A pesar de ello –o en virtud de ello–: ¡qué gran figura!” (154).

Confróntese sobre todo dos ensayos de Benjamin: “Sobre la situación social que el escritor francés ocupa actualmente” (Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. Madrid: Taurus, 1998) y “Paul Valéry” (Selected Writings vol. 2: 1927-1934. Cambridge: The Belknap Press, 1999). 1

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1 Pero lo que agudiza su pensamiento es la sumisión sin reservas al objeto, nunca el juego consigo mismo... La capacidad de ver las obras de arte desde dentro, en la lógica de su producción –una unidad de acción y reflexión que ni se esconde detrás de la ingenuidad ni volatiliza apresuradamente sus determinaciones concretas en el concepto general–, es sin duda la única forma posible de estética hoy en día. (Th. W. Adorno, “Desviaciones de Valéry”) La prosa de Valéry puede caracterizarse, en principio, con las mismas palabras que él utiliza para describir su libro sobre el pintor Edgar Degas: parece una serie de “pequeños seres o vagos ramajes” garabateada por “un lector medio distraído” (1999, 13). Adorno precisa esta impresión al dialectizarla, pues si la prosa de Valéry formula sencilla y juguetonamente los problemas, detrás de ello hay un “pensamiento cargado al máximo”. La facilidad con que cuenta Valéry para expresar las ideas más complejas de la manera más sencilla ha implicado un gran esfuerzo del pensamiento; esa facilidad no es producto de la genialidad, ni de la distracción del lector que hace arabescos en una hoja, como querría hacerlo creer el propio Valéry. No obstante, el esfuerzo del pensamiento no se debe a simples preocupaciones estilísticas, pues no hay nada más alejado de los escritos de Valéry que la retórica vacua. Lo que hace necesario el esfuerzo del pensamiento para expresar las ideas es, precisamente, que “la transmisión perfecta del pensamiento es una quimera” (Valéry 1995, 220). La voluntad cartesiana de Valéry le impide aceptar algo sin resolver o aclarar, y para él, como sugiere Adorno, la sencillez en la expresión es un indicio del éxito del pensamiento. Valéry le impuso a su prosa un principio que, según una anotación de los cuadernos, es condición de la bella pintura: “Divina simplicidad ningún engaño a la vista; nada de empastes, de fondos rocosos, de luces suspendidas; nada de contrastes intensos. Me digo a mí mismo que la perfección sólo se consigue a través del menosprecio de todos aquellos recursos del efectismo” (1977, 12). Pero el interés de Adorno por los ensayos literarios de Valéry no se finca solamente en sus cualidades formales. En realidad, lo 166

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que le interesa es que las ideas de Valéry sobre arte –en todo caso inseparables de la forma de sus escritos– trascienden la especificidad de la obra artística a la que se refieren, trátese de la poesía de Mallarmé o Baudelaire, trátese de la obra de algún pintor, como Manet o Corot. Las ideas de Valéry superan la comprensión de la obra particular porque, paradójicamente, son el resultado de la proximidad absoluta que logra frente a lo más particular de la obra. Adorno da por descontado que el acercamiento total al objeto estético sólo puede practicarlo quien, a su vez, produce artísticamente de la manera más responsable, y de sobra es conocida la responsabilidad de Valéry en la construcción de sus poemas. Esta es una idea constante en la producción teórica de Adorno, planteada tanto en los escritos sobre Valéry como en Filosofía de la nueva música (1941-1948) y Teoría estética. Una frase de la planeada introducción a la obra póstuma lo dice de la siguiente forma: “Hegel y Kant fueron los últimos que, dicho crudamente, pudieron escribir una estética grande sin entender nada de arte” (443). Adorno consideraba que quien quiere hacer crítica o teoría del arte en la actualidad, debe enfrentar personalmente los problemas que plantea la construcción de una obra de arte, y tenía plena autoridad para afirmarlo en la medida en que él era músico compositor. Pero esta exigencia de Adorno al crítico y al teórico del arte no es un simple capricho personal, sino que está determinada históricamente. Desde mediados del siglo XIX, lo que decide sobre la calidad del arte avanzado no son ni los intereses de la industria cultural, ni el gusto público que ella promueve por intermedio de sus agentes, los comentaristas de prensa. Tampoco deciden sobre esa calidad las grandes categorías estéticas que la filosofía del arte define a priori, ni los estilos e ideas programáticas que plantean los movimientos artísticos más reputados. Es más, Adorno piensa que hoy es imposible juzgar desde fuera sobre la “calidad” de las obras de arte, decir si es buena o mala una pieza musical, o bueno o malo un poema, pues lo que ahora define el “rango” de una obra, que sea o no de vanguardia, es el momento de la configuración de sus elementos particulares, el momento de la construcción inmanente (2003a, 17). A eso se debe la distinción que hace Adorno, en “El artista como lugarteniente”, entre dos caminos opuestos para llegar a intuiciones serias sobre arte (2003b, 114): uno es el camino de distanciamiento absoluto, a través del 167

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concepto, con respecto al entendimiento específico de la obra de arte, que fue el camino que transitaron Kant, Hegel y la filosofía del arte en general hasta el Romanticismo; otro es el de quien se enfrenta disciplinadamente a los procedimientos constructivos y a las particularidades objetivas de la obra, el de quien habla de arte por oficio propio, que es el camino recorrido por la teoría estética y la crítica de arte de Valéry, de Benjamin y del propio Adorno. Valéry era consciente de que su camino era éste, y lo describe con palabras que recuerdan la noción benjaminiana de “iluminación profana”. Según el poeta francés, al verdadero artista la cotidianidad del oficio se le transforma en una especie de revelación; en virtud de una práctica lenta, pero continua y sobre todo rigurosa, en la que deben sortearse “las resistencias e insubordinaciones del oficio”, el artista logra “presentir el misterio mismo o la esencia” del arte (1999, 58). Lo que Valéry define aquí como el presentimiento de la esencia del objeto en virtud de la máxima concentración en el objeto, es lo que Adorno llama la “intuición teórica” de Valéry, es decir, una reflexión que trasciende la comprensión de la obra de arte particular y llega a plantear problemas artísticos generales, precisamente porque ha comprendido las obras de arte en su más plena determinación material. Pensando en esto es que Adorno dice que Valéry “no filosofa sobre arte” –lo cual puede decirse también de Adorno–, en el sentido en que no adopta la posición de distanciamiento absoluto frente al objeto del conocimiento, tan característica de algunas filosofías tradicionales y del positivismo. Y sin embargo, por otra parte, la posición de Valéry frente a la obra de arte es para Adorno un modelo de cómo tendría que asumirse actualmente el pensamiento filosófico. Adorno expresó esto, en muchas ocasiones, diciendo que si la filosofía quiere mantener su “fuerza vinculante”, si no quiere conformarse lisa y llanamente con sobrevivir de manera autárquica en medio de un mundo cada vez más bárbaro, debe “abrir brecha en la ceguera del artefacto”, descubrir, mediante la crítica determinada del objeto, las mediaciones históricas que hablan desde el interior de él acerca de las contradicciones de la sociedad. Esto ayuda a entender dos aspectos relacionados directamente con el tema que nos ocupa. Por un lado, cuál es el interés de un 168

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escritor como Adorno por la obra de un escritor como Valéry, cuyo pensamiento parece tan distante del de aquél. Ese interés radica en que la teoría y la crítica de arte de Valéry manifiesta tanto un profundo conocimiento del arte moderno, como un agudo sentido para comprender la situación del individuo en la sociedad del capitalismo tardío. Por otro lado, entendemos la idea de Adorno según la cual Valéry lleva la noción del arte por el arte hasta el extremo en que trasciende sus limitaciones, en la medida en que construir la obra de arte de manera estrictamente objetiva, según lo teoriza Valéry, implica no sólo alcanzar una intuición teórica del arte, sino también ir más allá de la comprensión específica de lo artístico. En la teoría estética de Valéry la construcción requiere que el artista interprete los problemas que plantea el material en el contexto de la obra que está elaborando, y que dé una respuesta técnica a dichos problemas; pero como los procesos sociales determinan todo material y se sedimentan en él –como dice Adorno en el ensayo titulado “Sobre la situación social de la música”–, interpretar los problemas que presenta el material artístico implica al mismo tiempo una interpretación indirecta de los problemas sociales (2002, 399)2. En otras palabras, la dinámica inherente a una estética como la de Valéry desplaza, según Adorno, de su lugar central la idea de belleza en-sí en que se fundaba el principio del arte por el arte, en favor del carácter de verdad y de conocimiento de las obras. Ahora bien, contrario a lo que sucede epistemológicamente en la ciencia y en la filosofía, el arte no integra sus elementos para formular juicios (Adorno 2000, 28), es decir, el conocimiento o contenido de verdad que comportan las obras de arte no es En Filosofía de la nueva música se especifica esto de la siguiente forma: “Las exigencias que el material impone al sujeto derivan más bien del hecho de que el «material» mismo es espíritu sedimentado, algo preformado socialmente por la conciencia de los hombres. En cuanto subjetividad olvidada de sí misma, primordial, tal espíritu objetivo del material tiene sus propias leyes de movimiento. Del mismo origen que el proceso social y una y otra vez impregnado de los vestigios de éste, lo que parece mero automovimiento del material discurre en el mismo sentido que la sociedad real, aun cuando nada sepan ya ni aquél de ésta ni ésta de aquél y se hostilicen recíprocamente. Por eso la del compositor con el material es la confrontación con la sociedad, precisamente en la medida en que ésta ha emigrado a la obra y no se contrapone como algo meramente externo, heterónomo, como consumidor u oponente de la producción”. (39)

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lógico-discursivo (tampoco se trata, evidentemente, de si la obra construye una apariencia fiel a la imagen de la naturaleza, y menos aún de si los sentimientos que el artista “pone” en la obra son verídicos). Se trata más bien de un conocimiento no basado en el concepto, aunque sólo posible, como asegura Adorno, en la medida en que muchos elementos de las obras de arte se parecen a los conceptos. Esto que Adorno llama “elementos” podemos nosotros llamarlo topoi, para enfatizar que su función se repite en las obras de arte y que por ello hacen posible la especificación artística, de la misma manera que el concepto abstracto posibilita la especificación del objeto particular. Dichos topoi, sin embargo, no cumplen funciones exactamente iguales en todas las obras sino que deben ser corregidos de su abstracción mediante la inmersión en el contexto singular de cada obra de arte, así como el concepto debe corregirse de su propia abstracción por la mediación con la particularidad del objeto. La diferencia entre los conceptos y los topoi artísticos radica en que mientras los conceptos abstractos refieren inmediatamente a un objeto exterior, sólo en el cual encuentran su identidad, los elementos de la obra de arte refieren inmediatamente a sí mismos, encuentran su identidad en su propia existencia dentro de la obra, y únicamente por la mediación de la reflexión puede hallarse su relación profunda con el exterior (26). Esta falta de referencia externa es propia del momento no conceptual del arte, y de ello se desprende que el conocimiento comportado por una obra resulte ambivalente para el pensamiento, pues el contenido de verdad de una obra de arte, según Adorno, es el desciframiento del enigma que la autorreferencialidad de sus elementos le propone al observador. En esto se funda la posibilidad y la necesidad de la estética y la crítica de arte, en que hay que descifrar el enigma, comprender la relación entre los elementos artísticos y su relación con el exterior para hacer justicia a la verdad que se manifiesta en la obra. Pero también en ello se encuentra el límite de toda crítica y de toda estética, el fracaso preestablecido del observador, ya que la reflexión esperada por la obra de arte, en cuanto medium del conocimiento, implica a un tiempo comprender la obra adecuadamente y dejar irresuelto el enigma. Siempre que se interpreta una obra de arte, como dice Adorno, “el enigma vuelve a abrir de repente los ojos”, y ello es lo único que les otorga autoridad a la estética y a la crítica de arte 170

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frente al contenido de verdad y el carácter de conocimiento de las obras, pues “sólo al mantenerse ésta [la incomprensibilidad] como carácter de la cosa, la filosofía del arte se libra de cometer actos de violencia contra el arte” (2004, 461). 2 Quisiera mostrar qué contenido histórico y social alienta precisamente en la obra de Valéry, la cual se niega todo cortocircuito con la praxis; quisiera dejar claro que la persistencia en la inmanencia formal de la obra de arte no tiene necesariamente que ver con la preconización de ideas inalienables pero deterioradas y que en tal arte y en el pensamiento que de él se nutre y le equivale puede revelarse un saber de las transformaciones históricas de la esencia más profundo que en manifestaciones que pretenden tan ansiosamente la transformación del mundo que amenaza con escapárseles la pesada carga precisamente del mundo que se trata de transformar. (Th. W. Adorno, “El artista como lugarteniente”) Según Adorno, toda la obra de Valéry gira conscientemente alrededor de esta paradoja: en cada producción artística, científica o filosófica, lo que está en juego es la satisfacción de necesidades y deseos del individuo, y sin embargo la satisfacción de esas necesidades y deseos sólo ha llegado a cumplirse luego de un proceso de Ilustración que no reflexiona sobre sí mismo y que conduce finalmente a un debilitamiento de la integridad del individuo (2003b, 114). El poeta francés lo expresa con palabras muy parecidas a las de Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración (1944). Valéry dice que si, so pretexto de satisfacer plenamente sus necesidades y deseos, el individuo debe ser adiestrado sistemáticamente “con vistas a su adaptación a un futuro máximamente organizado”; si la sociedad se ordena tan rígidamente “que nuestras necesidades se encuentran previstas y satisfechas” desde antes de surgir en nuestro interior, ¿puede aún hablarse de la existencia de individuos? Se percibe más bien, dice, una tendencia histórica general a identificar exactamente a los hombres entre sí, pero ya no como individuos, sino como “elementos” indiscriminadamente sustituibles dentro de una sociedad sobreorganizada (1993, 214-216). Con acentos que recuerdan 171

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al Friedrich Schiller de las Cartas sobre la educación estética del hombre, para Valéry el “hombre entero” se está muriendo. “Hombre entero” u “hombre total” llama él a la conjunción, en una persona, de todas las facultades individuales posibles, y es precisamente tal integridad del individuo la que se pierde en la época del capitalismo industrial. En cada uno de los ensayos de Valéry se percibe la conciencia de esta tendencia histórica, mientras que su idea del arte es una crítica implícita a ella y un deseo de contrarrestarla: “Lo que llamo Gran Arte –dice Valéry en Degas Danza Dibujo– es simplemente arte que exige que en él se empleen todas las facultades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las facultades de otro se ven requeridas y deben interesarse para comprenderlas” (1999, 69). Por supuesto que Adorno no comparte una expresión como “hombre total”, ya que trae a la memoria los ecos del régimen hitleriano, pero sabe que la concepción de Valéry se dirige en sentido contrario a la concepción fascista encarnada en el mismo término. Valéry se refiere al ideal de un “hombre indiviso”, un hombre cuyas facultades sensibles e intelectuales –“facultades abstractas” dice el lírico francés– no estén fragmentadas en sí mismas y entre sí, un hombre cuyas formas de percepción y de reacción no se encuentren alienadas respecto de su propia razón, ni cosificadas según las necesidades de la producción estandarizada; en fin, un hombre que no responda simplemente al esquema del hombre impuesto por el mercado y por la división y especialización del trabajo social (Adorno 2003b, 115). Lo que resulta verdaderamente paradójico es que para Valéry ese ideal de un hombre indiviso sólo puede realizarse en virtud de una especialización absoluta del artista en su oficio (1999, 58). Adorno comparte esto como posibilidad, pero sin el optimismo de Valéry. En Teoría estética dice que en todo caso siempre quedará la duda sobre si la especialización absoluta en el oficio artístico cumple en su realización una intensificación efectiva de las facultades y de la fuerza estética del sujeto, o si, por el contrario, con ello sólo se ratifica su completa anulación de acuerdo con la dinámica del progreso (40). Sobre lo que no hay dudas es que en estas ideas de Valéry se manifiesta una compresión más penetrante de la situación del arte y de la situación de los hombres en la actualidad que la de quienes teorizan y defienden la idea de un arte comprometido políticamente. 172

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Uno los objetivos centrales de los ensayos de Adorno sobre Valéry es, precisamente, superar la dicotomía rígida entre “arte comprometido” y “arte puro”, que no es más que otro síntoma de la cosificación del pensamiento en la medida en que concibe el oficio artístico como si de una elección simplista se tratara: o se defiende ciegamente el valor intrínseco del arte o se hace ciegamente del arte un instrumento que sirva para modificar la conciencia colectiva y, de ese modo, sea útil dentro de la disciplina revolucionaria. Siguiendo un ensayo de Adorno titulado “Compromiso”, hay que subrayar que ambas posiciones pierden validez al polarizarse: la de quien defiende un arte politizado porque no acepta que, inevitablemente, hay una separación entre sus obras y la sociedad, pues aquéllas siguen siendo construcciones formales realizadas por un sujeto, y la de quien defiende la idea del arte por el arte porque no acepta que, a pesar de la independencia, sigue habiendo relación entre sus obras y la sociedad (2003b, 394). Lo que semejante polarización implica es, más que nada, la disolución de una de las tensiones de las que vive el “arte autónomo radical”, esto es, su carácter doble en cuanto hecho social y al mismo tiempo independiente de las dinámicas de la sociedad. Aquí se llega a la comprensión de otro de los propósitos de Adorno en los ensayos sobre Valéry, como lo es el devolverle al concepto de arte autónomo el carácter dialéctico que le es inherente. En la conocida carta de marzo de 1936, Adorno criticaba el ensayo de Benjamin titulado “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” por escamotearle ese carácter dialéctico a la obra autónoma. Benjamin hacía una separación tajante entre arte politizado y arte autónomo, otorgándole a éste inmediatamente una función contraria a la revolución. Adorno decía ser consciente del fetichismo del arte autónomo, pero decía también que el momento fetichista de la obra independiente es dialéctico (Adorno y Benjamin 134). En Teoría estética retoma esta idea y la desarrolla con mayor claridad. Allí dice que “el contenido de verdad de las obras de arte (que también es su verdad social) tiene como condición su carácter fetichista” (300). Aparentemente, la idea de que las obras de arte se dirijan a un público y tengan inmediatamente una función –idea en la que se basa la propuesta de politizar el arte–, es el opuesto del fetichismo de la obra de arte autónoma que quiere ser únicamente para sí 173

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misma y no cumplir ninguna función. Sin embargo, la idea de que las obras sean para-otro y cumplan funciones es idéntica al principio de la utilidad y el intercambio de las mercancías, tras el cual se esconde la manipulación y el dominio sobre los hombres. Es en este sentido que sólo aquello que no se acomoda a la idea de la utilidad y el intercambio es capaz de denunciar y “cepillar a contrapelo”, para usar las palabras de Benjamin, lo que la sociedad capitalista ha consumado. Por eso Adorno recalca que la apariencia de ser en-sí, el fetichismo de la obra construida según su propia ley formal, es el órganon de la verdad social del arte autónomo, mientras que el arte que no insiste con vehemencia en su propio fetichismo carece de valor estético y de valor social debido a que, en un mundo mediado en su totalidad por el fetichismo de la mercancía, no hay nada que pueda curarse voluntariamente de su propio fetichismo, ni siquiera las obras de arte que buscan hacerlo a través de intervenciones políticas. Por esta vía el arte suele caer, más bien, en la falsa conciencia de la simplificación de la práctica artística con miras a la manipulación psicológica colectiva, y por ello dice Adorno que “en la praxis de cortas miras a la que se entregan” las obras politizadas “se prolonga su propia ceguera”, es decir, la del arte politizado y la de la sociedad (301). Adorno piensa que el mejor programa para un arte objetivo, materialista, es construir la obra siguiendo exclusivamente las leyes impuestas por el propio material, y la teoría estética de Valéry posee “esta sustancia explosiva en sus células más íntimas” (Adorno y Benjamin 134). Quien, por el contrario, le prescribe un compromiso político al arte, destruye la lógica interna por la que debe objetivarse cada obra particular, lo cual es el fundamento de su verdad social, y destruye igualmente la tensión dialéctica entre sujeto y objeto en la esfera del arte. El arte politizado, que quiere ser inmediatamente para un amplio público y cree ir así más allá del supuesto formalismo del arte autónomo (considerado equivocadamente subjetivo, por lo menos en el caso de Valéry), desemboca en el más puro formalismo al reducir la construcción de la obra de arte a la imposición de intenciones subjetivas. Queriendo transmitir un mensaje político directo, el arte politizado llega únicamente a configurarse de acuerdo con la intención autoritaria del artista, quien sólo introduce en la obra los materiales que considera políticamente correctos. De 174

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este modo, la idea del compromiso reduce el momento formal del arte a un simple medio del “sistema de efectos” a través del cual se busca adiestrar al receptor sobre cómo debe comportarse; por ello la noción de compromiso resulta anacrónica con respecto al desarrollo histórico de la técnica artística, ignorante frente a las transformaciones históricas del material y atrapada dentro del círculo mágico de la sociedad de mercado, uno de cuyos principios es unir la mínima exigencia objetiva de los productos con la menor competencia sensible e intelectual de los consumidores (Adorno 2003b, 117). Al igual que los productos de la industria cultural, el arte comprometido no hace justicia a la imagen posible del hombre: se conforma con dirigirse a personas formadas y deformadas por la misma industria cultural. Por el contrario, como señala Adorno, las obras en las que piensa una estética como la de Valéry les hacen justicia a los hombres precisamente porque se niegan a hablarles directamente. 3 El artista de Valéry es un minero sin luz, pero los pozos y galerías de su mina le prescriben sus movimientos en la oscuridad: en Valéry el artista como crítico de sí mismo es aquél que juzga “sin criterio”. (Adorno, “Desviaciones de Valéry”) En una sociedad instrumentalista como lo es la sociedad actual, el artista debe, según Adorno, convertirse voluntariamente en instrumento, transformarse en ejecutor de lo que la obra de arte exige objetivamente de él, porque de lo contrario su trabajo se le reifica por completo. Lo que la estética de Valéry esperaba del artista deriva, dice Adorno, de la conciencia de esa situación, cosa que le permitió al poeta francés liberar al arte, sobre todo a la lírica, de la idea que afirma que las obras de arte son un producto del genio creador. Valéry enfatizó siempre que el objeto construido le debe muy poco a las intenciones de quien lo construye, de lo cual se desprende que su idea del artista es una respuesta polémica contra la idea del genio que puso en boga el idealismo alemán. En repetidas ocasiones dijo Valéry que a partir del Romanticismo surgió un prejuicio en contra del artista en tanto que artífice o artesano, una reacción frente a él basada en palabras íntimamente ligadas con la noción de genialidad, como 175

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creación, sentimiento, emoción, entusiasmo o inspiración. Para muchos románticos (William Wordsworth, Heinrich von Kleist, Victor Hugo, entre otros) valía como una idea central lo que el pintor alemán Caspar David Friedrich decía hacia 1830, esto es, que “el sentimiento del artista es su ley”; que una pintura, o una obra de arte en general, “que no haya surgido de ese manantial sólo puede ser artificio artesano”, y que “el arte no consiste en solucionar problemas”, pues “eso sería en todo caso hacer piezas de arte” (Arnaldo 94-95). Un siglo después, sin embargo, el artista Valéry argumenta en un sentido opuesto, y en ello coincide con Adorno. La única ley que debe cumplir el artista es, para ambos, la que le prescribe el material que ha de ser configurado. Ambos percibieron el hecho de que la disolución casi total del artesanado implicó para el arte heredar técnicas artesanales supremamente especializadas, y también que, desde que esto sucedió, el material de cada obra de arte presenta problemas que exigen una respuesta técnica certera por parte del artista. Valéry estaría completamente de acuerdo con la idea de Adorno según la cual las obras de arte no pueden ser hoy “nada más que tales respuestas, nada más que la solución de rompecabezas técnicos” que ejecuta el artista (2003a, 41)3.

En todo caso es necesario aclarar que sin la existencia del movimiento romántico, sobre todo del alemán, no habría sido posible para Adorno especificar la idea de la construcción inmanente, de la construcción según la interpretación de las leyes objetivas del material. Esta idea tiene uno de sus orígenes en la misma teoría temprano-romántica del arte, formulada esencialmente por Friedrich Schlegel y Novalis y estudiada sistemáticamente por Benjamin en el magnífico libro titulado El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. Atiéndase, por ejemplo, a esta formulación de Novalis: “Cada obra de arte lleva en sí un ideal a priori, una necesidad interna para existir”. O a esta otra, también muy cercana a las formulaciones de Adorno: “Un material debe tratarse a sí mismo para ser tratado”. Asimismo pudo ser importante para la idea de Adorno de la construcción inmanente la teoría de estos románticos sobre el conocimiento objetivo. Para Novalis y Schlegel el conocimiento del objeto sólo es posible en la medida en que, como dice Novalis, “todo lo que se puede pensar, piensa a su vez”. En otras palabras, el conocimiento objetivo sólo es posible por la autoconciencia del objeto en sí mismo, cosa que implica un momento de actividad del objeto del conocimiento, así como para Adorno el material artístico es un espíritu activo en la medida en que es histórico y prescribe sus propias leyes; es subjetividad olvidada de sí misma, espíritu sedimentado como dicen sus palabras en la nota anterior. 3

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Ahora bien, esa limitación voluntaria del artista a ejecutar los impulsos del material, como dice Adorno, no significa la pérdida de fuerza e integridad del sujeto estético, ya que la absoluta consecuencia objetiva en la construcción de la obra de arte exige siempre, a un tiempo, la plena conciencia y la máxima espontaneidad del artista (1962, 199). Sólo un artista enteramente consciente de su oficio está a la altura de interpretar las exigencias técnicas del material, y sólo a través de la mayor independencia y espontaneidad podrá cumplirlas. Es por eso que, según Adorno, en una estética como la de Valéry se cifra la posibilidad de una ratio o racionalidad artística verdadera, es decir, una posición correcta del sujeto frente al objeto en la esfera del arte. En la construcción artística sujeto y objeto no son polos rígidos, y ninguno de los dos debe subsumir bajo su dominio a su opuesto, pues lo que se da es más bien una relación dialéctica en la que ambos se determinan y deben desarrollarse recíproca e históricamente4. Valéry lo manifiesta con otras palabras, pero es esencialmente la misma idea de racionalidad: “Se trata, podríamos decir, del fenómeno que crea su observador tanto como el observador que crea su fenómeno, y hay que reconocer entre ellos una relación recíproca tan completa como la que existe entre los dos polos de un imán” (1993, 218). Con esto último queda apenas aludido el problema de la tensión que veía Valéry entre la construcción íntegramente racional de la obra y el azar, lo imprevisto, lo arbitrario. Como lo ha señalado Adorno, Valéry era plenamente consciente de que el concepto de obra de arte racionalmente construida, comprometida únicamente con su lógica interna, no agota la idea del arte, en cuanto que las obras de arte no son el resultado de un proceso enteramente técnico-racional. Por el contrario, para Valéry son obras de arte precisamente porque se desvían de la completa racionalización, porque tienen en cuenta, como añade Adorno, lo que el desarrollo histórico de la civilización olvida, aquello que la razón instrumental busca excluir de una vez por todas, lo azaroso y Adorno aborda esta idea en múltiples ensayos sobre música y literatura. Confróntese por ejemplo el conocido ensayo titulado “El compositor dialéctico” (2002, 205), o el también conocido “Discurso sobre poesía lírica y sociedad” (2003b, 56). A propósito de la noción de racionalidad artística en la obra de Adorno ver el libro de Vicente Gómez titulado El pensamiento estético de Theodor W. Adorno. 4

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arbitrario, es decir, lo que se escapa al cálculo estadístico. Esta es la razón por la que Adorno dice que en esa desviación está contenida la fuerza que le permite al arte afirmarse en un mundo que tiende a la racionalización total (2003b, 165-166): el arte es un intento de preservar los momentos de la verdad social que la ciencia y la técnica, en su afán por dominar la naturaleza, han dejado de lado, y pierde su sentido si se identifica inmediatamente con la racionalidad. Sin embargo, aunque suene paradójico, Adorno piensa que el arte no puede desviarse completamente de la racionalidad si quiere liberarse de la racionalidad instrumental del capitalismo industrial. El abandono inmediato al irracionalismo implica para el arte, más que la resistencia frente a la racionalidad técnica, entregarse sin resistencia al mecanismo de la industria cultural. Además, si no se comprende que el arte posee, por su cualidad específica, un momento de clarificación racional del espíritu, no se hace más que perpetuar la “separación bárbaro-burguesa” entre racionalidad e irracionalidad, entre artificio y naturaleza, como dice Adorno. De hecho, para él las obras de arte avanzado son en sí mismas el medium5 de un pensamiento que posibilita corregir dicha racionalidad meramente instrumental, tanto por seguir una lógica objetiva en la construcción, como por comportar esos momentos que el progreso histórico racional de la sociedad ha eliminado –como el del azar, pero también como el de la mímesis o el de la no-identidad–. Por eso Adorno asegura que “los auténticos artistas de la época –Valéry a la cabeza de todos–” no se han abandonado al simple irracionalismo, ni se han resignado a obedecer el esquematismo de la producción que la sociedad industrial tiende a imponerle también al arte, sino que han sido conscientes de la reflexión que exigen las obras y por ello han fomentado su construcción técnica y racionalmente como una manera de conjurar aquel esquematismo que aboca en el irracionalismo campante de la cultura y de la sociedad en La palabra medium cumple aquí la doble función que le prescribiera Benjamin en libro ya mencionado sobre El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. El arte es medium del pensamiento de acuerdo con la relación permanente de obligatoriedad que establece con un pensamiento externo, sea el de la crítica o la estética, cuando no el de la filosofía propiamente dicha. Pero también es medium en la medida en que el pensamiento se mueve en las obras de arte, o mejor, en la medida en que las obras de arte son en sí mismas un pensamiento que se moviliza. 5

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general (1966, 177). Ya debe haberse hecho evidente que, para Adorno, técnica y racionalidad no significan en el arte lo mismo que significan en la ciencia o el trabajo industrial. En cuanto el arte autónomo se eleva como una esfera separada de la eficacia inmediata de la producción, de la finalidad y el beneficio inmediato, en él la técnica y la razón no participan del significado que tienen en el mundo práctico sino que poseen su propio significado en cuanto técnica y racionalidad artísticas, y a esto se debe que el arte autónomo sea en sí una oposición y conlleve por ello una crítica implícita a la sociedad industrial. Ciertamente, la producción social y la producción artística coinciden en el uso consciente de sus propios medios técnicos, pero a diferencia de lo que sucede en la ciencia o el trabajo industrial, técnica y razón no cumplen en el arte la función de dominar la naturaleza, generar un rendimiento programado y producir un ahorro de trabajo, sino esencialmente la de elaborar contextos materiales de sentido (178)6. En la construcción de una obra de arte, por lo tanto, no sólo trabaja la razón atenta a responder técnicamente a las exigencias del material, ya que igualmente trabaja lo que Valéry llama “el conjunto de los accidentes, de los juegos del azar mental”, que hacen parte de “la actividad del pensamiento” como aquello que en últimas se le escapa (1993, 49). En otras palabras, los procesos mentales que no domina el pensamiento racional se introducen como azar en la construcción de la obra de arte que sigue una coherencia objetiva. Contrario a lo que comúnmente se dice, para Valéry este azar no es algo superfluo. En alguna de sus anotaciones relaciona ese conjunto de accidentes mentales con la consciencia y les otorga un papel central (1977, 66) en la medida en que, para Valéry, el trabajo del artista sólo puede llevarse a feliz término por un acto de libertad individual, un movimiento que permita al hombre ceder y actuar sin las ataduras de la voluntad7, Para un desarrollo más amplio de la relación, fundamental en la obra de Adorno, entre arte autónomo y sociedad industrial, ver esencialmente el capítulo “Sociedad” de Teoría estética. Confróntense también los interesantes trabajos Origen de la dialéctica negativa de Susan Buck-Morss, Theodor Adorno: arte, ideología y teoría del arte de Marc Jiménez y Marxismo y modernismo de Eugene Lunn. 7 En el ensayo de Piezas sobre arte titulado “Las dos virtudes de un libro”, Valéry dice que “en todas las artes, y por eso lo son, la necesidad [de la relación entre 6

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movimiento que resulta en todo caso “orientado” por esta inteligencia voluntaria. Por esa razón Adorno asegura que el azar, en la teoría estética de Valéry, significa “lo no idéntico con la ratio”, que en todo caso es indispensable, no sólo en la elaboración de una obra de arte en el más pleno sentido del término, sino también en la consecución de una verdadera figura de la racionalidad en la esfera del arte. Ahora bien, para Valéry el azar que hace parte de la construcción de una obra, como señala Adorno, no proviene solamente de la subjetividad liberada, separada de la continuidad del pensamiento. El poeta francés cree que la participación de esa subjetividad contingente degenera fácilmente en una producción artística mediocre, y por eso recalca, como fuente principal del azar, las “resistencias” o “rechazos” del material a ser integrado en la obra. Para Valéry, una obra de arte cuyo material no oponga resistencia, por su simple existencia, a ser configurado por el artista, degenera en lo fácil, en lo dominado desde el principio por el sujeto, en lo conocido de antemano y que por ello termina en lo perfectamente construido (Adorno 2003b, 168). Esa falta de resistencia del material es indicio de que el artista impone sus propias intenciones por encima de la ley formal de la obra, y eso se da, según Valéry, con graves perjuicios no sólo para la supervivencia de la obra de arte como artefacto, sino también para el hombre que la produce y para quien la contempla. Entre los factores que hacen posible a las obras de arte mantener una conexión efectiva con la vida están las tensiones materiales irresueltas en su interior, que son el producto de las resistencias del material en el momento de la construcción. Según Adorno, Valéry llega a ser consciente de que la obra pura que él esperaba, la obra perfectamente terminada, cerrada en sí misma y sin tensiones internas, al igual que las producciones de la industria cultural “está amenazada por la cosificación y la indiferencia. Con esta experiencia le aplasta el museo” (1962, 193). En los museos Valéry descubre que las únicas obras que resisten son las obras impuras, no totalmente acabadas, pues son ellas las únicas que los elementos] que debe sugerir una obra felizmente lograda sólo puede originarse en lo arbitrario” (97).

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no se agotan en la contemplación y que, por sus tensiones internas, aluden a las tensiones sociales8. Lo que molesta realmente a Valéry de los museos es, dice Adorno, que en ellos se cumple su propia noción de arte puro, de obras que, al no remitir a nada fuera del museo, se hacen absolutas y se ofrecen al observador como puros en-sí intuibles, y por ello consumibles, inmediatamente. Es claro que no se trata de que los museos le inflijan ese mal a las obras, pues los museos son, en buena medida, producto de la muerte del arte, o por lo menos de la pérdida parcial de su relación efectiva con los hombres. Adorno piensa que lo que afecta la vida de la obra de arte es, más bien, su propia vida perfecta que, al ocultar las manchas de las contradicciones sociales, le escamotea al arte toda su carga crítica y lo convierte en un producto más de la cultura de masas instituida (199)9. 8 También en esto se funda la posibilidad del carácter de conocimiento de las obras de arte. En Filosofía de la nueva música leemos que “la obra de arte cerrada no conocía, sino que hacía desaparecer en sí al conocimiento. Hacía de sí un objeto de mera «intuición» y llenaba todas las brechas a través de las cuales el pensamiento podía escapar al dato inmediato del objeto estético. Con ello la obra de arte tradicional se privó a sí misma del pensamiento, de la referencia perentoria a lo que ella misma no es. [...] Sólo la obra de arte trastornada abandona con su cerrazón la intuitividad y con ésta, la apariencia. Se plantea como objeto del pensamiento y participa del pensamiento mismo” (112). 9 Evidentemente, esto no significa que el arte autónomo avanzado se substraiga a la esfera de la industria cultural. También en este sentido el arte mantiene un carácter doble, en tanto que autónomo con respecto a la administración de la industria, que desea decretar a priori cómo debe ser todo producto para que sea vendible masivamente, y en tanto que heterónomo con respecto a la industria, que es la que en últimas hace posible su promoción y distribución. De hecho, Adorno piensa que ese carácter heterónomo es fundamental para que el arte corrija la fetichización que implica su autonomía. A este respecto, en Teoría estética ilustra con el ejemplo de la gran música que, “al ser tocada en un café” o al ser reproducida “en un restaurante, puede convertirse en algo completamente diferente” en la medida en que a su “expresión se añade el murmullo de quienes hablan y el ruido de los platos”. Según Adorno, “la desatención de los oyentes”, que se obtiene como resultado de esa subordinación de la música a fines heterónomos, es necesaria para que la música cumpla su función en cuanto autónoma, ya que “si una obra de música auténtica se extravía en la esfera social del trasfondo, puede trascenderla inesperadamente mediante la pureza que el uso mancha” (333). En otras palabras, para Adorno el arte auténtico se transforma en la negación mercantilizada del mercantilismo al sumirse en aquella esfera social del trasfondo, en la que se encontraban en su momento, y aún hoy se encuentran, tanto los libros de Beckett como los discos de Schönberg si se los compara con los más apetecidos productos de la cultura de masas.

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Por otra parte, la facilidad que implica aquella falta de resistencia del material, esto es, el dominio de la composición de manera arbitraria, el conocimiento previo del margen de maniobra que tiene el artista y su habituación excesiva a lo que quiere hacer y a cómo lo debe hacer, disuade a los artistas, dice Valéry, de poner en uso sus “facultades abstractas” y, de acuerdo con ello, reduce las posibilidades de que el observador de la obra deba recurrir a esas mismas facultades para comprenderla (1999, 68). Esta es la razón de la vehemente insistencia de Valéry, aunque no siempre de manera explícita, en que la exclusión de los criterios objetivos en el momento de la construcción de una obra de arte (como ocurría en un amplio sector la vanguardia francesa, en las producciones del arte politizado y en las de la cultura de masas), separa cada vez más la idea del arte, de la idea de un desarrollo completo del artista y, por ese camino, de quien contempla sus producciones. Epílogo Una obra de arte construida según la idea de Valéry, es decir, según eso que él llamaba criterios objetivos, evoca en la acción del artista la imagen de lo que como hombres podemos ser. Adorno asegura por ello que la estética de Valéry representa, en la esfera del pensamiento, “la antítesis a las alteraciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas tardoindustrial”, dominada por los estados totalitarios y las industrias de la cultura, que preparan el terreno para que continúe una situación de manipulación y barbarie. Según Adorno, la obra del discípulo de Mallarmé debe comprenderse en esa dirección: como resistencia contra una tendencia histórica que, en función del beneficio económico, evade la necesidad concreta de impulsar un desarrollo lo más completo posible de las personas. La noción de un sujeto indiviso, a la que Valéry refiere el concepto de obra de arte, es la imagen utópica de hombres que sólo como individuos plenos podrían ser realmente sujetos sociales. De allí que el artista Valéry, en cuanto que la ejecución de las exigencias objetivas del material requiere la participación de todas sus facultades, sea para Adorno el verdadero “lugarteniente del sujeto total y social”, aquél sujeto que no se atonta, que no se deja engañar y que no se hace cómplice del envilecimiento de los hombres producida por la maquinaria social: 182

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ésos son los comportamientos sociales que se decantaron en la obra de Valéry, la cual se niega a jugar el juego del falso humanismo, del consentimiento social con la degradación del hombre. Para él construir obras de arte significa negarse al opio en que se ha convertido el gran arte sensible a partir de Wagner, Baudelaire y Manet; rechazar la humillación que hace de las obras medios y de los consumidores víctimas de la manipulación psicotécnica. (2003b, 121)

Por supuesto, semejante idea contradice una mucho más difundida según la cual Valéry es uno de los mejores ejemplos del artista que se abandona al espíritu y es indiferente a lo que pase fuera. Esta vertiente de la historia de la recepción de la obra de Valéry tuvo su origen en algunos escritores de la vanguardia francesa, incluido André Breton en un momento determinado, que asumieron como una de sus tareas de autoafirmación el desacreditar a Valéry. Pierre-Jean Jouve, por ejemplo, describía en su momento a Valéry como el personaje más destacado de la reacción política del arte en Francia. Según Jouve, la fetichización de la forma y el extremo dominio de la subjetividad ligarían a Valéry con tendencias autoritarias. En realidad no hay motivo para sorprenderse con estas palabras, repetidas regularmente no sólo por los poetas de la vanguardia oficial sino también por los críticos más reconocidos. Albert Béguin se expresó en términos muy parecidos a los de Jouve al participar en un homenaje póstumo dedicado a Valéry en 1946. El autor de El alma romántica y el sueño decía que en la obra de Valéry había características que lo conectaban con el fascismo, entre ellas el que sus concepciones estéticas y políticas se opusieran abiertamente a los anhelos de libertad e igualdad, los cuales debían, según Béguin, impulsar en ese momento histórico la concreción de unas relaciones sociales justas. La oposición de Valéry a los anhelos de libertad e igualdad, sumada a su aislamiento espiritual, constituía para Béguin uno de los temas fundamentales de los escritos valeryanos: “el rechazo de la naturaleza humana” (1998, 68-69). En fin, la nota del crítico francés estaba dirigida a señalar el carácter conformista del pensamiento de Valéry, expresado en su “rechazo del compromiso y el aristocratismo de los mandarines” (77).

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También en la década del cincuenta, como lo señala Adorno al escribir sus reflexiones en torno a la obra de Valéry, esa era la impresión que se imponía sobre el lugar del lírico en la tradición de la poesía francesa: a mano derecha de Baudelaire, morigerando o eliminando por completo la fuerza revolucionaria contenida en Las flores del mal. Había excepciones al respecto, pero el compromiso que la ortodoxia marxista le prescribía al arte se encontraba en su hora durante los años de posguerra. Adorno era consciente de esta situación, en cierto modo porque los ataques contra su propia persona, provenientes de la “izquierda radical”, eran similares a los que debía soportar la recepción de Valéry. Ello explica que sus ensayos sobre éste –en realidad como todos sus ensayos– no evitaran la polémica sino que la animaran. Es claro que Adorno no cerró los ojos frente a giros de Valéry claramente conservadores, pero tampoco lo hizo frente al hecho de que el significado de su obra no se agota en esos giros. Fue muy simplificador condenar a Valéry, sin ninguna diferenciación, a la reacción estética y política. La dialecticidad de las reflexiones de Adorno resulta en este sentido muy fecunda, pues revela la supuesta estaticidad del pensamiento de Valéry como la piedra de toque de su dinamismo, su visión conservadora de los fenómenos como el motor de una conciencia, en verdad, sumamente comprensiva. A ello se refiere cuando dice que en el pensamiento de Valéry “lo progresista y lo regresivo no están diseminados, sino que lo progresista es arrancado por la fuerza a lo regresivo y la inercia de esto transformada en el propio impulso” (2003b, 158). Siendo consecuentes con esto podemos decir nosotros que si por un lado Béguin tiene razón cuando asegura que el conservadurismo le impidió a Valéry entregarse de lleno a buscar en la práctica la realización de ideas como las de libertad e igualdad social, por otro lado eso es falso en la medida en que fue justamente el conservadurismo lo que le permitió a Valéry comprender la situación de esas ideas en la sociedad capitalista. Él no se hizo ilusiones con respecto a la fe panhumana que parecía reinar durante los años de entreguerra, fe que se manifestaba en la utilización que los grupos nacionalistas hacían de palabras como igualdad y libertad. Si Valéry se distanció de tales ideas fue porque comprendió que se habían convertido en fetiches al servicio de la manipulación de los hombres, en una puerta que

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conducía a la barbarie, y el tiempo le dio la razón10. “Mucho antes de Auschwitz, Valéry vio que la inhumanidad tenía un gran futuro” en esas ideas –así lo dice Adorno en su famosa carta de 1967 a Rolf Hochhuth–, por lo cual resulta equivocado identificar su pensamiento con una mentalidad autoritaria, cuando lo que hay en el fondo es un distanciamiento. Finalmente, el gesto de Valéry no fue nunca el del simple snob que busca refugio en la cultura. Antes bien, como lo expresó más de una vez Adorno defendiendo su propia postura, el reproche contra el hombre que se preocupa seriamente por los problemas de la cultura, sin pactar con ningún poder social, parece provenir de la falsa conciencia del partido o de la industria cultural, que no dejan tranquilo a quien se aparta de ellos hasta que no deponga la fuerza crítica que le permite su posición independiente y acepte lo que uno u otra justifica y promueve. Quizá fue la independencia intelectual lo que hizo tan irritante a Valéry, pues de otro modo no se explica que se rechazara unívocamente su llamado “espiritualismo”, su noción de un arte puro, y que al mismo tiempo se omitiera malintencionadamente la certera autoconciencia crítica que alcanzó con respecto a esa noción, lo cual es parte del contenido materialista de su teoría estética. El Valéry maduro supo mejor que nadie que “nada lleva a la perfecta barbarie más indefectiblemente que una dedicación exclusiva al espíritu puro” (1999, 99). Referencias bibliográficas Adorno, Th. W. Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. Barcelona: Ariel, 1962. ---. Disonancias. Música en el mundo dirigido. Madrid: Rialp, 1966. ---. Sobre la música. Barcelona: Paidós, 2000. ---. Essays on Music. Berkeley: University of California Press, 2002. ---. Filosofía de la nueva música. Madrid: Akal, 2003a. ---. Notas sobre literatura. Madrid: Akal, 2003b. ---. Teoría estética. Madrid: Akal, 2004. Ver a este respecto el bello ensayo de Estudios filosóficos titulado “Informe sobre los premios a la virtud”. 10

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Adorno, Theodor W. y Walter Benjamin. Correspondencia 19281940. Madrid: Trotta, 1998. Arnaldo, Javier (ed.). Fragmentos para una teoría romántica del arte. Madrid: Tecnos, 1987. Béguin, Albert. Creación y destino II. La realidad del sueño. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. Benjamin, Walter. El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. Barcelona: Península, 2000. Buck-Morss, Susan. Origen de la dialéctica negatica.Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt. México: Siglo XXI, 1981. Curtius, Ernst Robert. Marcel Proust y Paul Valéry. Buenos Aires: Losada, 1941. Gómez, Vicente. El pensamiento estético de Theodor W. Adorno. Madrid: Cátedra, 1998. Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta, 2001. Jimenez, Marc. Theodor Adorno: arte, ideología y teoría del arte. Buenos Aires: Amorrortu, 1977. Raymond, Marcel. De Baudelaire al surrealismo. México: Fondo de Cultura Económica, 2002. Valéry, Paul. Tel Quel. Barcelona: Labor, 1977. ---. Estudios filosóficos. Madrid: Visor, 1993. ---. Estudios literarios. Madrid: Visor, 1995. ---. Teoría poética y estética. Madrid: Visor, 1998. ---. Piezas sobre arte. Madrid: Visor, 1999.

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LA AUTONOMÍA ARTÍSTICA Y LA INDUSTRIA CULTURAL EN TH. W. ADORNO Juan Manuel Mogollón

Adorno percibió el surgimiento de la sociedad de masas no

sólo como un alarmante fenómeno de deterioro cultural, sino como una situación de férreo control y reglamentación estricta. Lejos de ser el advenimiento de una sociedad igualitaria, la industria cultural fue para él, como para muchos otros teóricos pertenecientes a la denominada escuela de Frankfurt, la consecuencia irreversible de un proceso histórico de racionalización de todas las esferas de la vida social, cuyo resultado era, en su fase industrial, el perfeccionamiento técnico de los modos de dominación y explotación del individuo. La determinación irrevocable con que Adorno vincula la sociedad de masas a un estado de adormecimiento social, le ha valido el recelo de muchos que han creído ver en su teoría la manifestación paranoide de un tipo de intelectual aristocrático que –al decir de Umberto Eco– ostenta “un desprecio que sólo aparentemente se dirige a la cultura de masas, pero que en realidad apunta a toda la masa”1. Si bien es cierto que siempre es posible encontrar un tono aristocrático y apocalíptico en los escritos de Adorno, en varias ocasiones inducido por el momento de desgarramiento social y político en el que vivió, también es cierto que Adorno –al mismo tiempo– parece redefinir los alcances de la crítica y del arte autónomo. A este respecto habría que citar los innumerables intentos en los que Adorno redefinía la función del arte autónomo en el mundo administrado. Para citar por ahora sólo un ejemplo, en el ensayo titulado “El artista como lugarteniente”, Adorno revindica, en la posición de Valéry, la genuina experiencia estética del arte Ver lo que dice al respecto Umberto Eco en su libro de 1965 titulado Apocalípticos e integrados.

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moderno. La lección de Valéry le sirve a Adorno para dejar claro que, en lo que respecta al arte moderno, la persistencia en la inmanencia formal de la obra de arte no tiene necesariamente que ver con la preconización de ideas inalienables pero deterioradas, y que en tal arte y en el pensamiento que de él se alimenta y le equivale, puede revelarse un saber de las transformaciones históricas de la esencia más profunda que en aquellas manifestaciones que pretenden tan ansiosamente la transformación del mundo que amenaza con escapárseles la pesada carga precisamente del mundo que se trata de transformar. (2003, 112)

En este sentido se entiende perfectamente que la propuesta teórica de Adorno, lejos de alimentar cierto resquemor apocalíptico por el futuro del hombre en la sociedad de masas, lo que hace es combatir la enfermedad a través de la enfermedad misma. En efecto, Adorno entendía el arte autónomo no sólo como un diagnóstico del problema, sino, y con mayor insistencia, como la imagen de un hombre emancipado del proceso de reificación de la sociedad moderna. Otro ejemplo que ilustra la manera como Adorno entendió el problema de la autonomía del arte en el contexto de la industria cultural, es el de Baudelaire. Al igual que Benjamin en su ensayo precursor sobre la experiencia poética de Baudelaire, Adorno creía que en la poesía de éste se describían no sólo los síntomas de la catástrofe sobrevenida con el surgimiento de la sociedad de masas y la industria cultural, sino que había allí un aliciente para hacer ver los anhelos incumplidos de la historia. La subjetividad poética en la obra de Baudelaire era para Adorno un signo de resistencia ante la reificación y el olvido del sujeto en la sociedad moderna. El poeta empecinado en la reconstrucción de su yo poético, mediante las innumerables mediaciones formales que esto exige, experimenta, dirá Adorno, todo aquello que lo rodea como algo hostil y opresivo hasta el punto que su desarraigo y sufrimiento se convierte en el testimonio de una humanidad doliente: La obra de Baudelaire es la primera que registró esto por cuanto, suprema consecuencia del dolor cósmico europeo, no se limitó a los sufrimientos del individuo, sino que escogió como objeto de su reproche a la modernidad misma en cuanto lo antilírico por

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antonomasia y prendió la chispa poética gracias al lenguaje heroicamente estilizado. En él se anuncia ya una desesperación que aún mantiene el equilibrio en la punta de su propia paradoja. Cuando luego se agudizó hasta el extremo la contradicción entre el lenguaje poético y el comunicativo, toda la poesía lírica se convirtió en el juego del todo por el todo; no, como quería la opinión zoquete, porque se hubiera vuelto incomprensible, sino porque, gracias a la vuelta a sí mismo del leguaje artístico, por el esfuerzo en pos de la universalidad absoluta, no disminuida por ninguna consideración sobre la comunicación, al mismo tiempo se aleja de la objetividad del espíritu, de la lengua viva, y sustituye una ya no presente por la actividad poética. (2003, 57)

El desafío que lanza Adorno al arte en general y a la literatura es una prueba más en contra de aquella crítica que se complace en destacar el pesimismo de Adorno. En efecto, en la negación artística del mundo reificado, Adorno encuentra las huellas de una humanidad doliente, y aún más, la imagen de un nuevo hombre que, consiente de dicha situación, emprende su propio camino de salvación. Destacar este aspecto de la teoría de Adorno es el propósito de este ensayo. Con esto en mente, tal vez lo más pertinente sea comenzar por aquellos malentendidos que aún subsisten con respecto a la teoría de Adorno –en especial, aquel que afirma su oposición aristocrática a la masificación de la cultura– para luego profundizar en el problema del arte autónomo como “negación de la falta de libertad” en un mundo administrado. En repetidas ocasiones se ha dicho que en la teoría de Adorno existe un recelo en contra de la masificación de la cultura. Pero lejos de ser su tesis la de que “la cultura tiende a decaer a medida que se difunde entre las mayorías”, su análisis de la industria cultural lo que busca es desenmascarar los mecanismos mediante los cuales la sociedad industrializada ha llegado a administrar la totalidad de la existencia humana. De ahí que el caso privativo de la industria cultural sea un fenómeno que no puede ser entendido aisladamente del proceso de racionalización y funcionalización de la sociedad moderna. Las polémicas entorno a la industria cultural y la sociedad industrializada carecen de esta visión aproximativa al problema. “Con 189

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la expresión tópica de sociedad de masas, que en ningún caso explica nada, sino que señala simplemente un punto ciego al que debería aplicarse el trabajo del conocimiento” (Adorno 1972, 142), “los abogados de la industria cultural” se mueven en un terreno favorable, olvidando los complejos movimientos sociales que serían, en un principio, los primeros en penetrar. Según Adorno, sería preciso derivar, a partir del movimiento social y hasta su concepto mismo de formación cultural, “un espíritu objetivo negativo a partir de ésta”, ya que lo que llamamos cultura, “se ha convertido en una seudoformación socializada, en la ubicuidad del espíritu enajenado, que, según su génesis y su sentido, no precede a la formación cultural, sino que la sigue” (142). Lo anterior nos recuerda además que lo que en la actual sociedad industrializada se denomina cultura, término que antiguamente “en su sentido propio no solamente obedecía a los hombres, sino que protestaba siempre contra la condición esclerosada en la cual viven” (Adorno 1964, 11), es todo aquello que, en consentimiento total y sin reservas, se adapta sin problemas a la ideología de consumo. En la sociedad de masas, dirá Adorno: El individuo no recibe nada en cuanto a formas y estructuras de una sociedad virtualmente descualificada por la omnipotencia del principio de intercambio –nada con lo cual, protegido de cierto modo, pudiera identificarse de alguna forma, nada sobre lo que pudiese formarse en su razón literal; mientras que, por otra parte, el poderío de la totalidad sobre el individuo ha prosperado hasta tal desproporción que este tiene que reproducir en sí lo privado de forma. (1972, 154)

Lo anterior ha afectado no sólo los criterios a partir de los cuales recibimos los bienes culturales, necesarios para construir pensamiento crítico, sino que ha afectado también la formación cultural en todos sus campos; sean estos pedagógicos en las academias de formación especializada, o sean estos los de la producción artística aislada. De acuerdo con esto apunta Adorno que los síntomas de colapso de la formación cultural que se advierten en todas partes, aun en el estado de las personas cultas, no se agotan con las insuficiencias del sistema educativo y de los mé-

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todos de educación criticados desde hace generaciones. Las reformas pedagógicas aisladas, por indispensables que sean, no nos valen, y al aflojar las reclamaciones espirituales dirigidas a los que han de ser educados, así como por una cándida despreocupación frente al poderío de la realidad extrapedagógica sobre éstos, podrían más bien, en ocasiones, reforzar la crisis. Igualmente se quedan cortas ante el ímpetu de lo que está ocurriendo las reflexiones e investigaciones aisladas sobre los factores sociales que influyen en la formación cultural y perjudican, sobre su función actual y sobre los innumerables aspectos de sus relaciones con la sociedad: pues para ellas la categoría misma de formación está ya dada de antemano, lo mismo que los momentos parciales, inmanentes al sistema, actuantes en cada caso en el interior de la totalidad social. (1964, 141-142)

La industria cultural, y la seudocultura de la que se alimenta, se encarga de eternizar esta situación, explotándola, en aras de la integración. Resultado de esto es la homogenización y la estandarización de la vida material y espiritual del hombre. En efecto, cuando Adorno empleaba el término de industria cultural no lo hacía para referirse a “una cultura que surge espontáneamente de las masas, en suma, de la forma actual del arte popular” (Adorno 1972, 9), sino que lo empleaba para referirse a “la integración deliberada de los consumidores en su más alto nivel”. Desde el momento en que los productos materiales y espirituales del hombre perdieron su capacidad de reflejar la subjetividad humana, gracias a la razón abstracta y niveladora del principio del intercambio, el hombre ha tenido que pagar “el precio de dejar modelar sus cualidades, adquiridas desde el nacimiento, por la producción de mercancías que pueden adquirirse en el mercado” (Horkheimer y Adorno 68). La sociedad de masas, regida por el principio del intercambio, a redundado en la reificación del espíritu, y con ella, “fueron hechizadas las mismas relaciones entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo” (81). Esto no significa, que una vez la obra de arte auténtica entra en la dinámica interna del mercado pierde, mágica e inexplicablemente, todas sus cualidades y ya no es posible recibirla de otra manera distinta a la de una mercancía fungible. Esto significa, 191

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como apuntaba Benjamin en su famoso ensayo titulado “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, que “cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo” (1973, 44). Como consecuencia: A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura se inculcan al individuo los cuadros normativos de conducta, presentándolos como únicos naturales, decentes y razonables. El individuo queda así determinado sólo como cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la autoconservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los modelos que le son fijados. (Horkheimer y Adorno 81-82)

No es difícil deducir de lo anterior que nunca se ha huido tanto como ahora a la posibilidad de que la cultura llegue a las masas. “Decir que la técnica y el nivel de vida más alto redundan sin más en bien de la formación cultural en virtud de que lo cultural alcance a todos es una seudodemocrática ideología de vendedor, que no lo es menos porque se tache de snob a quién dude de ello, y que es refutable mediante la investigación empírica” (Adorno 1964, 161). Evidentemente, el aumento de la necesidad artificial de consumir productos “nuevos” ha auspiciado el correspondiente incremento de productos destinados a suplir dicha necesidad. La creciente capacidad reproductiva de los medios de comunicación y las nuevas técnicas de distribución y producción, amplían cada vez más el espectro de posibilidades para el consumidor. Siempre es posible encontrar no sólo el espacio para la exhibición y comunicación de experiencias, sino un público interesado en éstas. Pero la ampliación del mercado no compensa el analfabetismo al que han sido inducidas las masas. Basta con echar un vistazo al tipo de experiencias que se consumen diariamente. El grado de tolerancia sexual en los medios de comunicación masiva ha aumentado considerablemente por la sencilla razón de que éstos, en bien de la ampliación del mercado del entretenimiento, han explotado al máximo los instintos no sublimados de los individuos. Es muy frecuente encontrar que experiencias emoti-

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vas, en vez de ser simbolizadas o representas en la forma estética, son inducidas de manera tal que sólo es posible ver en ellas la provocación que, por medio de una imagen ya confeccionada de antemano, banaliza toda experiencia. De ahí que del espectáculo se disfrute sin pensar. En la industria cultural, nos advierte Adorno, “toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada” (Horkheimer y Adorno 182). Decir que esto no afecta la formación intelectual y la capacidad crítica de los individuos, puesto que éstos tienen aún la opción de elegir en el bombardeo mediático productos culturales destinados al cultivo del espíritu, sería negar la capacidad que tienen los medios de maniobrar no sólo lo que se transmite, sino también la frecuencia e intensidad con que se hace. De tal suerte, la contrariedad que surge en la era de reproductibilidad técnica está en el hecho de que con el incremento de la capacidad de producción y distribución no se ha ensanchado a su vez el espectro de posibilidades de educación, sino que, por el contrario, el nivel cultural de los individuos, y en consecuencia, su autonomía, no ha crecido de manera proporcional a las nuevas posibilidades técnicas. De ahí que sea importante hacer una diferenciación entre el concepto de técnica empleado según criterios artísticos y el concepto de técnica empleado por la industria cultural. De acuerdo con Adorno, “el concepto de técnica que reina en la industria cultural no tiene en común más que el nombre con aquello que vale en las obras de arte. Éste se refiere a la organización inmanente de la cosa, a su lógica interna. Al contrario, la técnica de distribución y de reproducción mecánica permanece siempre al mismo tiempo exterior a su objeto” (1964, 13). Para argumentar lo anterior, bastaría solamente aducir que la industria cultural se establece en un sistema económico sólido que se rige por el principio de utilidad burgués. De esta manera, el mismo principio de libre competencia que asegura el enriquecimiento propio, es el que se encarga de enfrentar a los individuos como compradores y consumidores. Lo anterior no sólo propicia una dinámica competitivamente destructora, sino que establece toda una red de condicionamientos sobre los cuales deben operar, si quieren sobrevivir, los productos culturales.

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Vale la pena citar aquí un fragmento del cahier de dolénces que Umberto Eco recopila en su libro Apocalípticos e integrados, y que sintetiza de manera perfecta, aún a pesar del escepticismo de Eco frente a la crítica reaccionaria de la cultura de masas, lo dicho anteriormente. “Los mass media, inmersos en un circuito comercial, están sometidos a la «ley de la oferta y la demanda». Dan, pues, al público únicamente lo que desea o, peor aún, siguiendo las leyes de una economía fundada en el consumo y sostenida por la acción persuasiva de la publicidad, sugieren al público lo que debe desear” (65). Al imponer modelos de identificación y proyección, reconocibles de inmediato por quién los consume como aceptables, la industria cultural impide un verdadero proceso de formación que sería, en cualquier caso, el que exige el desarrollo pleno de la subjetividad humana. Otra cosa sería pensar que las masas, olvidadas y circunscritas al proceso alienante del trabajo, pudieran, gracias a las nuevas técnicas de producción y distribución, acceder a niveles de fruición más exigentes que redundaran en la autoconformación de una conciencia crítica. Sin embargo, aún a pesar de esta posibilidad, la integración en una dinámica feroz de consumo que involucra a miles de millones de personas, ha obligado a la utilización y uso de dichas técnicas para la reproducción en serie, los montajes, la circulación extensa de productos convertidos en mercancía y la nivelación de estos a una medida media. La sociedad de masas y la industria cultural, lejos de lograr la tan pretendida democratización de la cultura, lo que se ha conseguido, de manera deliberada, es que “las mismas necesidades sean satisfechas con bienes estándares” (Horkheimer y Adorno 166). Esta “tendencia apasionada a superar la singularidad de cada objeto acogiendo su reproducción”, fue descrita por Benjamin como la pérdida del aura en el arte. Tal vez ningún crítico de la cultura haya comprendido mejor que él este problema. Una lúcida acotación de Benjamin al respecto basta para captar el sentido de su crítica: “quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le ha ganado terreno a lo irrepetible” (1973, 25). La anterior cita de Benjamin nos descubre además la primera característica de la producción en serie: el primado de lo efímero. La

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obra dispuesta desde un comienzo a ser reproducida, lejos de encontrar su fundamentación en una experiencia auténtica del individuo, digna de ser transmitida generación tras generación, se inscribe en una práctica distinta que es la del derecho a ser consumida y olvidada rápidamente. No es un misterio que la homogenización del gusto y la producción según una medida adecuada al nivel de fruición de las masas, ha servido, en el contexto de los regímenes totalitarios, para despertar una sensibilidad empobrecida por un espíritu nacionalista y anti-indivualista. Incluso cuando esta medida es aplicada por tendencias liberales que defienden la libertad de producción y consumo, amparada bajo la política mercantilista que pretende satisfacer las necesidades del consumidor, el resultado es la eliminación de la diferencia y de los distintos niveles de fruición, tan necesarios para el asentamiento de una postura crítica. Ante tal situación de empobrecimiento y de profunda crisis, corroborada por el surgimiento de los regímenes totalitarios: el exterminio nazi y la barbarie soviética, por citar solo algunos, Adorno encontró en la experiencia estética del arte moderno no sólo el testimonio de los horrores vividos por una humanidad doliente, sino que encontró también, en la autonomía de éste, una firme protesta en contra de dicha situación. Es precisamente en este punto donde la tarea del creador y del crítico converge. La reflexión sobre el papel que juega el arte autónomo en la sociedad administrada, se concibe entonces como algo que atañe un compromiso ético y político, circunstancia que, por demás, obedece al hecho histórico de la división del trabajo, del lugar asignado a la actividad intelectual y a la distinción entre individuo y sociedad. En el caso particular de Adorno, muy al contrario de aquellos que atribuían la renuencia de éste a toda acción política inmediata a un esteticismo lenitivo, “lo que hacía que la retirada de Adorno a la estética fuera todavía política en su sentido más profundo era su convicción de que el arte verdadero contenía un momento utópico que exigía una futura transformación social y política” (Jay 147). Siempre es posible reparar, con cierta desconfianza, en la posición ventajosa del crítico o del artista que, con aparente desdén, parece 195

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desentenderse desde arriba de los problemas más terminantes que aquejan su sociedad. Este gesto de rechazo parece ser aún más culposo en un momento que exige soluciones políticas urgentes si de no caer en la barbarie y destrucción total se trata. La culpa se agrava, naturalmente, si dicho crítico comparte una tradición marxista que manifiesta la necesidad de una transformación radical de las condiciones materiales de existencia. ¿Cómo explicar entonces que el artista y el crítico parezcan afirmar más contundentemente su compromiso social, precisamente cuando más alejado se encuentra su arte y su crítica de su sociedad? ¿No es esta salida de la política a la estética una forma de evadir la responsabilidad social del escritor y de caer así en un esteticismo que parece cobrar derechos de nacimiento, casi a manera de un privilegio aristocrático? Adorno expresó tal situación paradójica de la literatura en una frase memorable para la crítica: “es de bárbaros seguir escribiendo poesía lírica después de Auschwitz” (2003, 406). Bien entendida, lejos de ser ésta una invitación a la acción política y un olvido de lo que concierne al espíritu, en ella se encuentra expresada, fuera de toda ambigüedad, la miseria y el empobrecimiento de todo arte que se niegue a afrontar, abiertamente, dicha encrucijada. Para el teórico marxista de origen judío –que no permanece ajeno a la experiencia del exterminio nazi– incluso la búsqueda de la libertad es una especie de fatalidad. Pero, en todo caso, muy distinta del optimismo soviético, su raigambre marxista lo obliga a oponer a la brutalidad actual, la imagen de un hombre distinto, difícilmente comparable a la imagen idílica propuesta por el marxismo soviético, que tuviera en cuenta los anhelos incumplidos de la historia. Tal vez sea conveniente traer a colación en defensa de lo anterior, la polémica que entabla Adorno en contra de las declaraciones hegelianas que pregonan el fin del arte como manifestación suprema del espíritu. En el ensayo titulado “Compromiso”, Adorno anota, precisamente que: El sufrimiento, la conciencia de la aflicción como dice Hegel, también exige la continuación del arte que él mismo prohíbe; casi en ninguna otra parte sigue encontrando el sufrimiento su propia voz, el consuelo que no lo traicione enseguida. Los artistas más

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importantes de la época se han atenido a esto. El radicalismo absoluto de sus obras, precisamente los momentos proscritos como formalistas, les confiere la terrible fuerza de la que carecen los poemas inútiles sobre las víctimas. (2003, 406)

Ejemplo de lo último sería “la llamada elaboración artística del desnudo dolor físico de los derribados a golpe de culata que –en opinión de Adorno– contiene, se tome la distancia que se tome, la posibilidad de extraer placer de ello” (407). Algo no muy lejano a lo que Benjamin denominó “la estetización de la guerra”. Contrario a esto, el verdadero arte, que no hace caso omiso al sufrimiento humano, se aleja de éste, mediante las innumerables mediaciones formales que esto requiere, para encontrar las imágenes de un mundo diferente. Aunado a lo anterior, debe quedar claro también que la actitud del artista ante el dolor humano no es la de quien se ha propuesto fraguar la imagen de un hombre ajena a la realidad social al volver su mirada hacia un pasado idílico, sino la de quien se ha cuestionado bajo que circunstancias la relación del hombre con el sistema lo ha reducido a ser una víctima de éste y hasta que punto es preciso elaborar una imagen del hombre que se oponga, si es preciso superándolas, a dichas condiciones. Hay que anotar entonces que la salida de Adorno hacia el arte autónomo obedecía, ante todo, a su descubrimiento de éste como un tipo de experiencia desde la cual era posible plantear los problemas que había traído consigo el proceso de la racionalización moderna. El arte cumplía una función crítica en la medida en que éste era capaz de revelar la situación de “dominio ciego y nueva barbarie” a la que había sido empujado el hombre desde la modernidad misma. Para Adorno, la racionalidad que se había encargado de establecer, desde los inicios de la modernidad, la explotación y el dominio como únicas formas de garantizar las relaciones entre los hombres y entre éste y la naturaleza, planteaba a su vez, a través del arte modernista, una forma diferenciada de racionalidad capaz de confrontar dichas prácticas alienantes. Es precisamente por su valoración del arte moderno como una forma de experiencia diferenciada y autónoma, no regida por las leyes de la mercancía, que Adorno podrá plantear una crítica a los problemas de la racionalidad moderna. No de otra manera puede ser entendido el vínculo de la teoría de Adorno con la experiencia estética moderna. 197

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Tal vez en ninguna otra parte se exprese con mayor precisión la exigencia de autonomía artística, que en la poesía lírica. Tradicionalmente, la poesía ha sido aquel espacio reservado exclusivamente para la interioridad del sujeto. Incluso poetas como Valéry o Mallarmé, que concibieron la poesía como un acto de despersonalización al enfatizar que ésta estaba hecha preponderantemente con palabras y no con sentimientos, advertían que –al decir de Valéry– “el gran arte es aquel que reclama para sí todas las facultades de un hombre y cuyas obras son tales que todas las facultades de otro tienen que sentirse llamadas y ponerse a contribución para entenderlas” (cit. en Adorno 2003, 115). Éste autor, que representa para Adorno la imagen del verdadero poeta lírico, fue conciente del proceso de alienación llevado a cabo por la división del trabajo en la sociedad burguesa. Su poesía misma es una respuesta a ésta. De acuerdo con Adorno, la poesía de Valéry “apunta al hombre indiviso, aquel cuyos modos de reacción y facultades no están disociadas ellas mismas, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones aprovechables, según el esquema de la división del trabajo” (115). En la forma estética, en el énfasis del procedimiento espiritual, en la búsqueda de una forma adecuada que exprese las cualidades constantes del sujeto (imaginación, memoria, entendimiento, sensibilidad), está el esfuerzo del sujeto por constituirse como tal en un mundo que le ha negado dicha posibilidad. Sólo aquí se descubre completamente el contenido de verdad objetivo y social de Valéry. Él representa la antítesis a las alteraciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas tardoindustrial, dominada por los regímenes totalitarios o consorcios gigantescos, y que reduce a los hombres a aparatos receptores, puntos de referencia de los conditioned reflexes, y prepara por tanto la situación de dominio ciego y nueva barbarie. El arte que él propone a los hombres tal como éstos son significa fidelidad a la imagen posible del hombre. La obra de arte que exige lo máximo de la propia lógica y de la propia exactitud así como de la concentración del receptor es para él símil del sujeto dueño y consciente de sí mismo. (Adorno 2003, 120-121)

En su “Discurso sobre poesía lírica y sociedad”, Adorno expresaba la anterior situación ejemplificada por Valéry, no como la disociación entre poesía y sociedad, sino como la consumación de 198

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un proceso en el que el artista toma finalmente conciencia de su posición en la sociedad mediante la negación estética de ésta. De ahí su recelo a considerar la autonomía del arte como un mero esteticismo. Las palabras que Adorno dedica a la poesía lírica en este ensayo son tal vez la mejor forma de comprender qué significa la autonomía estética y pueden resumirse, ostensiblemente, en el siguiente fragmento: Ustedes sienten la poesía como algo contrapuesto a la sociedad, algo totalmente individual. Su afectividad insiste en que así debe seguir siendo, en que la expresión lírica, sustraída a la gravedad objetual, conjura la imagen de una vida libre de la compulsión de la praxis dominante, de la utilidad, de la presión de la autoconservación tenaz. Sin embargo, esta exigencia a la poesía lírica, la de la palabra virgen, es en sí misma social. Implica la protesta contra una situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresiva, y la situación se imprime en negativo en la obra: cuanto más inflexiblemente se resiste la obra, sin inclinarse ante nada heterónomo y constituyéndose enteramente según su propia ley. Su distancia de la mera existencia se convierte en medida de la falsedad y maldad de ésta. En la protesta contra ella el poema expresa el sueño de un mundo en el cual las cosas serían de otro modo. La idiosincrasia del espíritu lírico contra la supremacía de las cosas es una forma de reacción a la reificación del mundo, al dominio de las mercancías sobre los hombres, el cual se extendió a partir del comienzo de los tiempos modernos y desde la revolución industrial se ha desarrollado hasta convertirse en la fuerza dominante de la vida. (2003, 52-53)

La reivindicación de la propuesta modernista que hace Adorno, expresada como acabamos de ver en la posición de Valéry, es de un talante muy distinto a la experiencia estética planteada por el romanticismo. Aunque puedan aparentemente tener puntos en común, en el sentido de que ambas comparten su crítica al proceso de racionalización de la vida moderna, fue en la experiencia estética del arte moderno, y no en estética idealista, en donde Adorno creía haber encontrado una forma de dar solución al problema con el que se había topado desde la Dialéctica de la Ilustración. Dicho problema consistía en encontrar una formulación legítima para una crítica a la racionalidad moderna que no impidiera, a su vez, la posibilidad de hallar una solución a través del medio mismo de la razón. Esta solución al problema que Adorno creyó encontrar en la experiencia estética del arte 199

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moderno, pretendía corregir la forma ilegítima de hacerlo que había planteado hasta entonces la estética idealista o romántica. El error romántico en su crítica de la racionalidad moderna había consistido en identificar la deformación de la razón emprendida por el capitalismo, deformación que había dado al traste con los sueños de emancipación de la ilustración, con la razón misma. Según Christoph Menke en su libro titulado La soberanía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida, desde dicha posición romántica la racionalidad moderna termina por producir un tipo de razón subjetiva que recae en crisis y paradojas imposibles de solucionar. De esta manera, la experiencia estética planteada por el idealismo, “produce siempre lo contrario de lo que quisiera, dominación y mito en lugar de libertad e ilustración. Y, en esa insoluble aporía de la razón subjetiva, termina la racionalización moderna” (280). De ahí que la experiencia estética del arte romántico hubiese querido solucionar el problema, erradamente, acudiendo a las presuntas facultades irracionales del individuo como la única manera de solventar las aporías que planteaba la razón moderna. Sin embargo, dicha salida sólo perpetraba la condición de la que quería escapar. La tendencia romántica hacia la unidad entre arte y religión es un ejemplo de ello. Según Menke, que estudio este problema a la luz de la propuesta de la experiencia estética moderna de Adorno, éstas “son concepciones remitificadoras que describen el funcionamiento diferenciado de nuestras prácticas y discursos como algo irremediablemente aporético porque lo someten a las leyes de una razón subjetiva para postular luego, más allá de esta razón, plagada de contradicciones, una forma de experiencia que, por su naturaleza transracional, se escapa de los problemas” (284-285). En otras palabras, el papel así atribuido a lo estético terminaba siendo ese más allá desde el cual se pretendía, falsamente, solucionar las aporías de la razón moderna. A diferencia del modelo romántico, Adorno ve en la experiencia estética del arte moderno no una forma de escapar a las aporías de la razón moderna, sino la única manera capaz de plantear los problemas que traía consigo la racionalidad moderna. Según esta nueva puesta en perspectiva del problema que hace Adorno, el carácter aporético de la razón no precede a la experiencia esté-

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tica, sino que le sigue, en el sentido de que es sólo a partir de ésta que podemos darnos cuenta de él. En su concepción moderna del arte Adorno entiende cómo éste sirve de catalizador para el surgimiento de problemas que no podrían presentarse ni ser pensados sin la experiencia estética. El arte no resuelve aporías diagnosticadas con anterioridad a la experiencia estética, sino que confronta las prácticas y los discursos no estéticos con una experiencia crítica ante la cual éstos se convierten en aporéticos o inextricablemente dialécticos. (Menke 286)

Se trata entonces de comprender como la experiencia estética soberana y autónoma del arte moderno, sigue una lógica propia que en vez de integrarse al proceso de reificación moderna, lo que logra es negar éste mediante un proceso de diferenciación. Un concepto no restringido de razón, es decir, no subordinado a los procesos de racionalización moderna, debe tener como base la complementariedad diferenciada entre la razón cognitivoinstrumental y la razón práctico moral y estética. Esto no implica, sin embargo, que la experiencia estética deba ser subordinada a los procesos no estéticos, perdiendo su autonomía, sino, al contrario, que ésta interactúa con ellos de manera que provoca una apertura sin la cual sería imposible entender los problemas mismos de la racionalización moderna. Esto prueba, para Adorno, que la relación entre la experiencia estética y los discursos no estéticos, no es una relación de reconciliación, sino de tensión y crisis permanente. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. “La industria cultural”. Communications 3 (1964). ---. Filosofía y superstición. Madrid: Alianza-Taurus, 1972. ---. Crítica cultural y sociedad. Madrid: Sarpe, 1984. ---. Notas sobre literatura. Madrid: Akal, 2003. ---. Teoría estética. Madrid: Akal, 2004. Adorno, Theodor W. y Walter Benjamin. Correspondencia (19281940). Madrid: Trotta, 1998.

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Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1973. Eco, Uco. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Ediciones 62, 2004. Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta, 1994. Jay, Martin. Adorno. Madrid: Siglo XXI, 1984. Menke, Christoph. La soberanía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida. Madrid: Visor, 1997. Zamora, José Antonio. Theodor W. Adorno: pensar contra la barbarie. Madrid: Trotta, 2004.

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SOBRRE EL CARÁCTER FETICHISTA DE LA MÚSICA Y LA REGRESIÓN DE LA AUDICIÓN Johana Sánchez

La noción de fetichismo ha tomado varias significaciones después

de su invención en la era colonial. Su increíble adaptación a diversos contextos y campos de expresión hacen imposible extraer de esta noción, por medio de una síntesis universalizante, un concepto. Mirar a través de esta noción diferentes campos de la actividad humana aparentemente autónomos, permite revelar relaciones entre ellos. Así, por ejemplo, se atribuyen a la música las cualidades más nobles y libres de la vida material, mientras que se ha convertido en un componente esencial de la sociedad mercantil. Adorno fue el primero en teorizar el cambio de función de la música en la época del capitalismo tardío, en particular en el texto de 1938 “El carácter fetichista de la música y la regresión de la audición”, en el cual se encuentran los elementos de análisis de la Teoría estética de Adorno, texto inacabado y publicado en 1970. Una evolución histórica de la música En el prefacio de su Filosofía de la nueva música, Adorno describe el “triple objetivo” que se proponía al escribir “El carácter fetichista de la música y la regresión de la audición”: Indicar el cambio de función de la música actual, mostrar las transformaciones internas que sufren los fenómenos musicales como tales dentro del contexto de la producción comercializada de masas, y señalar cómo ciertas modificaciones antropológicas en esta sociedad estandarizada se extienden hasta la estructura de la audición musical. (1)1

Todas las citas referidas en este escrito son traducciones del francés realizadas por mí. 1

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Para alcanzar ese triple objetivo, Adorno tiende las bases de una comprensión dinámica de la historia de la música occidental, que no será disecada en géneros separados –culto/popular con historias diferentes–, como lo quisiera la industria cultural, sino, por el contrario, comprendida globalmente. Él no presenta entonces las nuevas formas de música de masas como una producción ex nihilo. La música ligera no nació con el fonógrafo, por el contrario, es el resultado inconsciente de la disolución de las formas últimas de la obra de arte burguesa y culta. La música popular hereda el material de la música culta, pero es despojada de su forma: la construcción, que es el trabajo propiamente dicho del compositor. Adorno desarrolla extensamente este argumento al comienzo del ensayo de 1938, mostrando que numerosas características de la música ligera del siglo XX son una recuperación de momentos que ha atravesado la historia de la música occidental, en particular la seducción sensual (lo que Adorno llama los “momentos de encanto” de una obra), el culto a la personalidad y la superficialidad. Adorno señala que esas tres características, esos tres “momentos”, son desde Platón el blanco de los reproches más habituales hechos a la música en el curso de su historia, como signos de la degeneración que marca la decadencia del gusto. Para Adorno, detrás de esos reproches, en realidad son “la variedad sensible y la conciencia diferenciadora las que son atacadas” (2001a, 12). Esos “momentos” han sido –en el curso de la historia de la música– las “pulsiones productoras” que han permitido la revuelta contra las convenciones; la música ha actuado como “fuerza de síntesis” sobre ellos: “esos momentos entraron en la gran música y fueron asimilados por ella; no han sido ellos quienes han absorbido la gran música” (13). Pero en la época capitalista, “esos viejos adversarios de la alienación cósica sucumben ahora a ésta” (15). Así, los momentos de encanto no se rebelan más contra las convenciones sino que se han puesto, por el contrario, “al servicio del éxito”. Ya no forman parte de un todo: aislados, “pierden su poder y terminan por constituir lugares comunes”. La felicidad inmediata en la cual esos procedimientos de seducción quieren hacer creer, no es más que aparente. Adorno llega a afirmar que: “todo arte ‘ligero’ y agradable se ha convertido en ilusión y mentira”. En realidad, es necesario “desenmascarar” esta “falsa felicidad”, esta mentira, para no matar la promesa de felicidad: únicamente donde no hay la apariencia de felicidad 204

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“se continúa creyendo en su posibilidad”, de la misma manera que la fuerza seductora del encanto no puede sobrevivir más que en la disonancia. Al observar la historia de la música en los últimos siglos, se comprende cómo esos momentos sensuales de la música pasaron de una función de rebelión a una función de promoción del éxito. Al comienzo la música era un arte cultual cuya única meta era expresar la gloria de Dios mas no seducir. En el siglo de las Luces y de la “razón triunfante”, mientras que el pensamiento y la sociedad buscan distanciarse del Mito y de la Magia, la música busca escapar del yugo de la religión y autonomizarse. Los momentos de seducción sensual le ayudan en esta autonomización, puesto que le permiten existir por sí misma, por el solo placer sensual y no por su función cultual. Pero es justamente esta tendencia de ir hacia lo sensual y el encanto lo que, en la era capitalista y de la evolución técnica, ha llevado a la música a su pérdida. Los elementos de su autonomía han sido sacrificados a su instrumentalización por la racionalidad mercantil. Finalmente, la historia de la música occidental sigue el mismo movimiento que la historia de la sociedad y el pensamiento. En efecto, al movimiento de emancipación que acompañaba el progreso de la razón en el siglo de las Luces, ha sucedido rápidamente una búsqueda cada vez más fuerte de la racionalización de todas las esferas de la actividad humana. El carácter fetichista de la música Si la producción musical avanzada se ha apartado del consumo para escapar de esta instrumentalización, el resto de la música “seria” ha entrado de lleno en éste y entonces, “sucumbe ella también a la escucha mercantil”. Así, al nivel de la audición, esas dos esferas de la música: la música ligera y aquella llamada clásica caen al mismo nivel. Sólo las razones comerciales empujan a considerar estas dos esferas separadamente, para que los consumidores sean confortados en su posición social. En el momento en que la música accede al mundo del consumo, sucumbe a la escucha mercantil e ingresa en el dominio del fetichismo. El estrellato totalitario, que es una marca de esta fe205

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tichización, no sólo afecta a la música ligera sino igualmente a la música clásica; también, a las personas que son puestas en un panteón de nuevos ídolos, a las obras que forman un “panteón de best-sellers” e incluso a los extractos de esas obras, sus “momentos de encanto”. Se puede ligar ese fenómeno a aquel, fácilmente observable, de la disminución de la variedad de programas que son emitidos, en los cuales la selección no reposa sobre la calidad sino sobre la celebridad de las obras musicales. Así, este estrellato se auto-alimenta en un movimiento circular: las obras, compositores o intérpretes más conocidos son los más difundidos y por lo tanto se vuelven aún más conocidos, y así sucesivamente. El fetichismo musical llega al punto de sacralizar la voz, que sin embargo no es más que un material. Es el material el que es venerado y ya no su función, entendiendo por función la interpretación de una obra y la escucha de su composición. Para Adorno, las voces se han convertido “en mercancías igual de sagradas a una marca de fabrica nacional”. Esta glorificación del material, del útil, es llevada al paroxismo en el culto consagrado a los violines de marca -a los que a priori se les otorga un buen sonido-, mientras que, según Adorno, la calidad o no de un instrumento sólo se deduce a partir de su sonido. Adorno vuelve sobre el fetichismo de medios en la Filosofía de la nueva música (1948), atacando en particular a Stravinsky: La preeminencia de la especialidad sobre la intención, el culto a la prestidigitación, el placer a las manipulaciones hábiles […], todo esto opone los medios al fin. Se hipostasía el instrumento, el medio en el sentido más estricto: él tiene precedencia sobre la música. La composición se enorgullece de sacar de un instrumento el sonido más conforme a su naturaleza, es decir, el efecto más impactante, en lugar que, como lo exigía Mahler, los valores instrumentales sirvan para hacer clara la construcción, para descubrir las estructuras puramente musicales. Esto es lo que ha valido a Stravinsky la gloria de un músico hábil, infalible conocedor del material, y la admiración de todos esos auditores que adoran el skill. (178)

Esta veneración del material se hace en detrimento de la escucha de la composición y de la interpretación, las cuales son olvidadas. Así fetichizados, los momentos de encanto sensual, la voz, 206

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el instrumento, son aislados de todo lo que les da un sentido; no desencadenan entonces más que ”emociones ciegas e irracionales”, aisladas ellas también de la significación del todo y determinadas por el éxito. Adorno dice de esas emociones que: “ellas tienen una relación con la música que no tiene más relación con ella”. Aun cuando el fetichismo musical desencadena ese tipo de emociones, Adorno afirma sin embargo que aquél no tiene un origen psicológico, sino que tiene su fuente en la mercantilización de la vida musical contemporánea. Así, el fetichismo musical denunciado por Adorno se asemeja al fetichismo de la mercancía, analizado y denunciado por Marx: Lo que es misterioso dentro de la forma mercancía, consiste simplemente en que ella devuelve a los hombres la imagen de los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres objetivos de los productos del trabajo [mismo], como cualidades sociales que esas cosas poseyeran por naturaleza: ella les devuelve así la imagen de la relación social de los productores [respecto] al trabajo global, como una relación social existente al exterior de ellos, entre los objetos. (1983, 82-83)

Tomando el caso particular de la música-mercancía, a propósito de las palabras de Marx, Adorno escribe: [El éxito] es el simple reflejo de lo que se paga en el mercado por el producto: el consumidor adora verdaderamente el dinero que ha gastado a cambio de un billete para el concierto de Toscanini. Él mismo es quien ha «fabricado» este éxito, al cual reifica y acepta como un criterio objetivo sin que se reconozca en éste. Pero no es porque el concierto le haya gustado que fabrica tal éxito; solamente es porque ha comprado su tiquete. (2001a, 29-30)

Como todas las mercancías, las mercancías culturales tienen un valor de uso y un valor de cambio; aunque las mercancías culturales tienen la particularidad de querer aparecer como liberadas del valor de cambio, esto no es más que una ilusión, pues “ellas son fabricadas para el mercado y se adaptan a éste”. Ahora bien, si el sistema comercial quiere dar la apariencia de inmediatez a la mercancía cultural, tal inmediatez se ejerce en realidad sobre lo que ha sido objeto de mediación, el valor de cambio. Así, la inmediatez, además de asegurar su propia función, asegura igualmente, pero de manera insidiosa, la función del valor de uso. Es aquí, dice Adorno: 207

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En este quid pro quo, que se constituye el carácter fetichista propio a la música: los efectos que provoca el valor de cambio instituyen la apariencia de la inmediatez, mientras que al mismo tiempo la ausencia de relación con el objeto la desmiente. Esta ausencia de relación con el objeto tiene su fundamento en la abstracción del valor de cambio. De tal sustitución social dependen todas las satisfacciones «psicológicas» ulteriores, todos los sustitutos de satisfacción. (31)

Más allá del mundo del arte, de la música en particular, Adorno reencuentra ese fenómeno del “valor de cambio [que] busca hacerse pasar por objeto de placer” en toda la sociedad comercial. Ese fenómeno ha actuado como un cimiento que ha consolidado la sociedad mercantil: “uno se embriaga con el acto mismo de comprar”. Según Adorno, “la relación con aquello que está sin relación [-el placer y el acto de comprar-] traiciona su esencia social en la obediencia” (32). Adorno ve en ese comportamiento de los fetichistas de la mercancía y en particular de los fetichistas de la música de masas una actitud masoquista, que “corresponde al comportamiento del prisionero que ama su celda porque no se le deja nada más que amar” (33). La producción musical de masas es en efecto una producción estandarizada, cuyos productos son muy poco diferenciados los unos de los otros. No obstante, para satisfacer una ilusión de individualidad en los auditores-consumidores, ella tiene que disimular esta estandarización manipulando el gusto, presentando y clasificando las producciones en estilos afirmados diferentes, cuando en realidad son esencialmente parecidas. Las obras fetichizadas, convertidas en mercancías culturales, son pervertidas, degradadas. No solamente se desgastan a fuerza de ser tocadas, sino que además su misma estructura interna resulta perjudicada. La repetición incesante transforma la obra en una continuación de momentos aislados «que suenan de manera romántica a los oídos alienados». Estos oídos ya no permiten al auditor acceder a la estructura del conjunto de la obra. Si Adorno concluye que “[esta] romantización de los momentos aislados destruye el cuerpo del conjunto” y entonces pone la obra en peligro, también advierte que ella refuerza aun más el carácter fetichista de esta obra. En efecto, los momentos aisla-

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dos son cada vez más reificados, se les escucha religiosamente, como si su interpretación fuera el instante de la revelación de su carácter divino. Para Adorno se vuelve a encontrar a la vez esta perversión de las obras musicales y esta atribución de un carácter mágico, en la práctica de los arreglos. Él muestra cómo, bajo pretextos falaces, los adaptadores deshacen la unidad de la obra para así, una vez más, hacer resaltar exclusivamente ciertos momentos de seducción, llegando a veces hasta el punto de no conservar nada más que una compilación de esos momentos. Otra técnica de los adaptadores es jugar con el color musical de ciertas obras clásicas, para volver a ponerlas al gusto del día y hacerlas asimilables a los auditores contemporáneos. Las obras adaptadas de esta manera son el objeto de lo que Adorno llama la “diversión refinada”, que “toma de las mercancías culturales su pretensión de un cierto nivel, pero […] asigna al mismo tiempo a estas una nueva función de entretenimiento, semejante al aire en boga” (43). Frente a este sistema, existen solamente dos alternativas posibles: “O bien participar con aplicación al sistema, con sólo estar presente al frente del altavoz de la radio los domingos en la tarde, o bien reconocer de manera intratable y con perseverancia que lo que es producido por las necesidades supuestas o reales de las masas es francamente una baratija” (43). Aquellos que han optado por rechazar la diversión refinada, no están sin embargo a salvo de la fetichización. Adorno constata así, que, “la pureza con la cual [la música llamada seria] se pone al servicio de la cosa, aquella con la cual reproduce las obras, les es a menudo tan perjudicial como la perversión y las adaptaciones” (44). Para ilustrar lo anterior, Adorno toma el ejemplo de la práctica que busca la interpretación fiel y perfecta. En esta práctica, el nombre de las obras no es fetichizado y no hay arreglos que vengan a recalcar los momentos de encanto; pero el fetiche está siempre ahí: es esta “disciplina férrea” que busca alcanzar la interpretación perfecta. Adorno subraya que “es al precio de su reificación definitiva que una interpretación perfecta e irreprochable, en el estilo más reciente, preserva la obra” (45). Pero después escribe:

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Es el gesto mismo, por el cual se la fija a fin de conservarla, el que termina por provocar la destrucción de la obra: porque es solamente en la espontaneidad –sacrificada en el momento en que se la fija- que se realiza su unidad. Este último fetichismo, que toca a la esencia misma de la obra, termina por asfixiarla: estando absolutamente conforme a la obra, su manifestación la contradice e, indiferente, la relega al segundo plano, detrás del aparato que sirve para manifestarla. (46)

La regresión de la audición Como lo anuncia en el título de su ensayo, Adorno constata que “el fetichismo de la música se acompaña de una regresión de la audición”, no una baja del nivel de los auditores ni una disminución de su número, pero si una regresión de la audición misma, de la cual Adorno dice que “ha quedado en un estado infantil”. El tema de la infantilización de la audición, que se inscribe en uno más amplio: el de la “infantilización general de las mentalidades, aparece varias veces en el ensayo. Así, Adorno compara la inclinación de los auditores modernos al color musical con aquella “poderosa admiración que experimentan los niños delante de lo que es abigarrado”, y más adelante escribe que “los auditores en regresión se comportan como los niños. Piden siempre de nuevo y con una malicia obstinada el mismo plato que ya se les había servido”. El auditor infantilizado no cree más en “un conocimiento plenamente consciente de la música” ni en una música diferente. Rechaza incluso con vehemencia toda música que se aleje de lo que él conoce. Esta escucha infantil implica también una simplificación de la música, que debe ser fácilmente asimilable y reconocible. La nueva escucha efectúa un verdadero lavado de cerebro sobre el auditor: la repetición y la publicidad le hacen creer que necesita de los productos musicales que le han persuadido de comprar. Como el auditor-consumidor llega a identificarse con estos productos, Adorno subraya que es por esta “identificación del auditor con el fetiche que el carácter fetichista de la música produce su propio disimulo”. Esta identificación da al fetiche autoridad sobre el auditor, autoridad que se manifiesta particularmente en el olvido y el reconocimiento: la canción en boga, por ejemplo, se olvida tan rápidamente como había aparecido, pero permanece

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familiar y el auditor la reconoce desde que escucha la primera estrofa. Ciertos auditores quieren resistirse a la fetichización y se niegan a continuar siendo consumidores pasivos. Pero Adorno estima que la actividad que ellos despliegan –por “sustraerse al mecanismo de la reificación musical a la merced de la cual ellos se encuentran”– no es en realidad más que una “seudo-actividad” que los hace hundirse aún más profundamente en el fetichismo. La voluntad de ser auditores ilustrados se convierte en la primera motivación, la música pasa una vez más a segundo plano. Ellos se refugian en este “interés” que declaran tener por la música, lo que hace poco probable que intenten llevar algo a cabo para cambiar verdaderamente el sistema. Al mismo tiempo, y Adorno ve aquí otro fundamento del masoquismo de la audición regresiva, el auditor –que ha encontrado un refugio en el interés dirigido hacia la música– tiene el oscuro presentimiento de que esta situación no durará. El temor a ser superado lo lleva a quemar y a burlar lo que él adoró ayer. Adorno escribe: “los auditores en regresión son auténticamente destructores”. El balance del fenómeno de la música de masas aparece positivo para algunos, pues trae “vitalidad y progreso técnico”, es universal y permite un acercamiento de los intelectuales a la masa. Pero para Adorno “ese balance positivo, por el cual se congratula la nueva música de masas y la audición regresiva, es en efecto negativo: es la irrupción de una fase catastrófica de la sociedad en la música” (79); incluso llega a afirmar: “La música de masas fetichizada amenaza las mercancías culturales, [igualmente] fetichizadas. […] Dentro de la escucha regresiva crece un enemigo sin piedad, no solamente para las mercancías culturales museales, sino también para la ancestral función sagrada que ejerce la música considerada como instancia de control de la pulsión” (80). La música de la cultura oficial –llamada clásica– es maltratada, sus productos “han sido abandonados al juego irrespetuoso y al humor sádico”. El final del ensayo “El carácter fetichista de la música y la regresión de la audición” aporta una nota optimista en este sombrío cuadro. Adorno explica que la nueva música radical, en particular la de

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Schönberg de la cual él es un gran admirador, quiere, en efecto, combatir la regresión de la audición. Ella lo logra “[dando] forma a una angustia, a un terror, y al mismo tiempo a la comprensión de nuestra situación catastrófica” (84). Adorno defiende esta música llamada individualista, aunque, según él, “no es en realidad más que un diálogo con las potencias que destruyen la individualidad”. Adorno retomará y desarrollará nuevamente los temas abordados en este ensayo en Filosofía de la nueva música, y, más tarde, en Teoría estética, donde extenderá el debate a toda la esfera del Arte. Si bien se reprocha a Adorno –con justa razón- el radicalismo de sus juicios, tal radicalismo se explica por el hecho de que representa la única vía posible para quien no quiere hacerle concesiones al sistema. La denuncia que él hace de la industria cultural triunfante y de la racionalidad económica que la acompaña, parece incluso ligera frente a la realidad contemporánea. En todo caso es innegable que el texto de Adorno es de una sorprendente modernidad y, más que nunca, de absoluta actualidad. No se debe ver el rechazo de Adorno a ciertos medios modernos de expresión artística (como el jazz, el cine o la novela policíaca) como muestra de un pensamiento reaccionario –su apoyo a la música de vanguardia, por ejemplo, prueba lo contrario-, sino como el rechazo a la evolución consumista del arte, de la cual los nuevos medios de expresión son símbolos. Referencias bibliográficas Adorno, Theodor W. Philosophie de la nouvelle musique. Paris: Gallimard, 1962. ---. Théorie esthétique. Paris: Klincksieck, 1995. ---. Le caractère fétiche dans la musique. Paris: Allia, 2001a. ---. Minima moralia. Réflexions sur la vie mutilée. Paris: Payot, 2001b. ---. Prismes: critique de la culture et société. Paris: Editions Payot Marx, Karl. “Le caractère fétiche de la merchandise et son secret”. Le Capital, Livre I, Chapitre I. 1983.

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ADORNO: LA MÚSICA Y LA INDUSTRIA CULTURAL David Jiménez

Primera parte (1928-1938) I

Los primeros escritos musicales de Adorno, casi siempre reseñas

o breves notas de análisis formal, se remontan al año 19211. Ese año y los tres siguientes escribe sobre algunos compositores que serán tema recurrente a lo largo de su obra: Bartok, Hindemith y Richard Strauss. En 1925 publica los textos iniciales de una serie que no se interrumpirá durante toda su carrera: Schönberg, Berg, Webern, la nueva música, el método dodecafónico. Comienza también, en esta etapa temprana, a elaborar ciertas nociones, como las de material musical, mediación y segunda naturaleza, que habrán de desarrollarse y perdurar en sus trabajos posteriores. De Adorno se ha dicho, con frecuencia, que su pensamiento, sus inquietudes filosóficas y hasta su estilo mantuvieron una alarmante unidad en el tiempo, como si hubieran surgido ya formados y sin urgencias mayores de cambio. Hay mucho de cierto en esa afirmación, aunque habría que matizarla, por lo menos, con dos anotaciones: el encuentro con Walter Benjamin y su experiencia en los Estados Unidos, momentos que significaron crisis y cuestionamientos de fondo en la vida intelectual de Adorno2. El autor es para entonces un joven de diecinueve años, estudiante del Conservatorio de su ciudad natal, Frankfurt, ansioso de figurar y con expectativas de una carrera profesional en el campo de la composición. Con este propósito se traslada a Viena, en 1925, donde se hace alumno de Alban Berg y estudia piano con Eduard Steuermann. Ese mismo año compone Dos piezas para cuarteto de cuerdas, op. 2, estrenada en 1926. Mientras adelanta estudios universitarios de filosofía, escribe reseñas de conciertos y artículos sobre temas musicales en varias revistas. Su actividad de compositor ya se había iniciado en 1918, con dos canciones sobre textos poéticos de Theodor Storm. 2 El encuentro con Benjamin, dice Susan Buck-Morss, fue “un punto de transformación para Adorno”. Hasta su estilo cambió: “a partir de 1928 casi todo lo 1

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En uno de estos textos tempranos3, anterior a 1930, aparece la cuestión, central para el futuro sociólogo de la cultura de masas, acerca de la división de la música en seria y ligera, y del momento histórico en que surge esta separación. Adorno afirma que la revolución francesa y la escisión de la sociedad en clases antagónicas fueron las causas de la segmentación de la música en esas dos categorías que habrían de convertirse con el tiempo en irreconciliables. El tono de la explicación ya resulta inconfundiblemente adorniano: en medio de condiciones sociales desgarradas, en las que resultaba inconcebible una alegría auténtica de los poderosos, la música prestó un servicio ideológico a la sociedad al crear una alegría irreal, mientras abandonaba al mismo tiempo el campo de la verdad al arte más serio. En el siglo XIX, la soledad y el patetismo serán dos de los rasgos más sobresalientes de la música seria, no ajenos a esa redistribución de funciones mediante la cual la música de diversión fue, por su parte, volviéndose cada vez más liviana. Mientras más ruido se escuchaba en uno de los campos, más pesado se sentía el silencio del otro. Sin embargo, el joven crítico musical no deja de advertir los secretos nexos que los ligan. Las operetas de Léhar son una transformación de la ópera de Bizet, pero en el paso se han perdido los rasgos de contenido humano que todavía se hallaban ocultos en Carmen. No sólo los valses de Chopin sino la misma Fantasia Impromptu manifestaron su aptitud para el deporte de la danza y el fácil éxito de la moda. Y hasta en la solemnidad de la música de Wagner encuentra Adorno una predisposición al encanto de los bares nocturnos y a los llamados del jazz. Las obras artísticas, por más serias y autónomas que sean, no pueden sustraerse a la historia. Y la historia, para cada una, es su aquí y ahora. No existe una “obra en sí”, cuya eternidad la ponga escrito por Adorno lleva el sello del lenguaje de Benjamin” (Buck-Morss 63). En cuanto a sus años de permanencia en los Estados Unidos, es el mismo Adorno el que confiesa: “En Estados Unidos me liberé de la ingenuidad de la credulidad cultural, adquirí la capacidad de ver desde fuera la cultura. A despecho de toda mi crítica social, y pese a que tenía conciencia del predominio de la economía, desde siempre tuve por evidente la absoluta preeminencia del espíritu. Que esa evidencia no es válida sin más vine a saberlo en América, donde no impera ningún respeto tácito por lo espiritual. La ausencia de este respeto lleva al espíritu a la conciencia crítica de sí mismo” (“Experiencias científicas en Estados Unidos” 1973, 136). 3 “Nocturno” (1929), en Reacción y progreso y otros ensayos musicales, 1984. 27-34.

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a salvo del devenir y la decadencia. “El estado de la verdad en las obras”, escribe Adorno en este breve ensayo, “responde al estado de la verdad histórica” (“Nocturno” 1984, 30). Pretender que las obras eternas se salvan del envejecimiento y que hay en ellas un elemento de permanencia que resiste al deterioro del tiempo es una idea reaccionaria. Por el contrario, “el carácter de verdad de la obra se encuentra ligado, precisamente, a la decadencia misma” (31). El tema de la inmortalidad de las obras ha llevado a la manipulación de los clásicos en conciertos y festivales que pretenden perpetuarlos mediante interpretaciones inactuales, rentables, “cual tapices solemnemente oscurecidos para el confortable auditorio”. Según Adorno, los verdaderos valores que debería resaltar la interpretación son aquéllos que pertenecen a “la plena actualidad de la obra”. Apelar exclusivamente a la reconstrucción del pasado, como si la obra careciese de nexos con los sucesivos presentes de la historia en que perdura, es la solución cómoda y aparentemente correcta. Pero ninguna obra permanece en su verdad original. Su decadencia es el escenario en el que se representa la disociación entre la verdad y su imagen, es decir, entre el contenido y su apariencia formal. No obstante, Adorno sostiene que esa apariencia, ese restituir en la interpretación la autenticidad exterior, audible, de la música, permite que los valores sumergidos en ella iluminen su despliegue externo y brillen como “cifras de la verdad”. El problema que deja abierto el autor en este escrito es el de la interpretabilidad de las obras musicales del pasado. “¿Cómo debe realizarse musicalmente el pasado en el momento presente?” Responde que las obras se vuelven ininterpretables, porque los contenidos que la interpretación intenta captar se han transformado. Si la historia se encarga de revelar el contenido original de las obras pasadas, sólo puede evidenciarlo a través de la decadencia de las mismas en su unidad estructural. Era esa unidad la que hacía posible la interpretación justa. “Los contenidos aparecen hoy claros y lejanos”, escribe Adorno, “mientras las envolturas próximas de las que surgieron no les proporcionan ya calor alguno” (28). Así sucede con Bach, por ejemplo. La unidad del sentido espiritual y las estructuras formales de su música se ha diluido para nosotros. En su momento de surgimiento histórico, en cambio, esa unidad aparecía indisoluble y regulaba la libertad de la interpretación. Ahora, la objetividad de esa obra parece redu217

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cida a un principio estilístico, cuya única interpretación posible consiste en reproducir los contornos enigmáticos de la forma. La libertad de interpretación puede así degenerar en arbitrariedad o, en el polo opuesto, plegarse a la imposición externa de un esquema racionalizado4. Son esos problemas anteriormente expuestos los que abren una primera perspectiva a la cuestión del arte autónomo y su relación con la industria cultural. Adorno ve en la decadencia histórica de las obras, esto es, en la inevitable fragmentación de las mismas como efecto de la ruptura interna de su unidad, la puerta triunfal para la entrada de la música seria en el ámbito del entretenimiento. Las obras entran en ruinas al mercado cultural. Perdido ya su contenido teológico, la música de Bach mantiene un bello orden formal, que admite el goce desligado del sentido original. Algunos de sus consumidores actuales, dice Adorno, se han apartado de la fe y tampoco creen en su propia autodeterminación, pero buscan en Bach la imagen musical de una autoridad trascendente, pues sería bueno sentirse protegidos: “se goza del orden de la música de Bach porque así puede uno someterse a algún orden” (“Defensa de Bach contra sus entusiastas” 1962b, 142). O se pone al servicio de los neoconversos y se empobrece aun más. O se anula en un triste destino de compositor para festivales de órgano. En todos los casos, la función de mercancía cultural ha comenzado a prevalecer, y la perfección formal de la música, una vez desatado el nudo que la unía a su contenido de verdad, entra en relación con una amplia oferta de contenidos insustanciales. Podría pensarse que, para Adorno, la pérdida irreparable de la unidad y la dignidad de la obra sería un efecto perverso de la industria cultural, pero no es así. Por el contrario, explícitamente sostiene, como presupuesto estético general, que los elementos de esa unidad no son inseparables y que la historia de la obra es La interpretación actual de una obra musical del pasado se realiza, según Adorno, “en la intimidad entre el texto y la historia”. Interpretar una obra de manera actual significa interpretarla “según la situación objetiva actual de la verdad”, pero al mismo tiempo “interpretarla fielmente”. Es precisamente la historia la que hace surgir los contenidos latentes objetivos de la obra. Éstos no pueden dejarse a la arbitrariedad sujetiva del intérprete. La mirada que se acerca al texto y con esmero objetivo “desvela los trazos que antes se hallaban escondidos y esparcidos” es la que permite que esos contenidos latentes se manifiesten a través del texto (“Nuevos ritmos” [1930] 1984, 44). 4

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el proceso de disolución de su totalidad. Aunque ésta aparece como la imagen misma de la verdad, su destrucción a lo largo de la historia nos devuelve fragmentos de obras que sobreviven aislados y conservan brillos intermitentes de lo verdadero. Pero “la unidad de la obra completa no es para nosotros una realidad canónica” (“Nuevos ritmos” 1984, 45). Las totalidades muertas pertenecen al mundo de los anticuarios y se muestran ineptas para la experiencia estética, pues han perdido su inmediatez vivida. “Son las ruinas vivas las que nos satisfacen”, dice Adorno. En cuanto a la dignidad, declara que ya no puede considerarse una característica de la verdad. No es más un rasgo vinculante, pues ha perdido históricamente todo su poder. La apariencia de dignidad en el arte sirvió en el pasado para “sugerir una expresión de rotunda plenitud del ser que resulta ya inalcanzable para nosotros” (44). En el presente, no podría ser adquirida sino al precio de un total aburrimiento. Curiosamente, la unidad y la dignidad como rasgos de las obras musicales del pasado se convierten en marcas de su condición actual de mercancías. Cierta música de los siglos XVI y XVII, favorita en los festivales de música religiosa, es interpretada con un fuerte acento en la pompa y la solemnidad. Se procede con ella como si aún no se hubiese fragmentado y preservase su imagen original. Sin embargo, tanto las estilizaciones como la pretensión de ser fieles reproducciones de la tradición indican que la relación viva e inmediata con las obras se ha perdido. Además del aspecto moralizador y reaccionario de tales intentos, lo que se hace evidente es la adaptación de esta música a las exigencias del mercado cultural refinado. Cuando se desatiende la objetividad histórica de la decadencia de las obras y se finge mantener sus partes bien soldadas y conciliadas en un todo, contra toda posibilidad, el resultado que se obtiene es la fantasmagoría: en lugar de las ruinosas y vivas, las amortajadas se apoderan de los escenarios y hacen su aparición en forma de sagradas mercancías. II En 1932 aparece uno de los textos fundamentales de Adorno sobre la relación entre música y sociedad: “Sobre la situación social de la música”5. Es el primer ensayo de síntesis sistemática 5

“On the Social Situation of Music”, en Essays on Music, 2002. 391-437. Se publicó

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de su pensamiento y el borrador inicial de una sociología de la música (Adorno 1962a, 233 nota). Es también el primer intento de aplicar a la música el método de análisis y algunos conceptos del marxismo, de una manera que él mismo calificó de “cruda”. Aunque el autor se opuso a la reedición de este ensayo, hoy muchos lo consideran el momento crucial de su desarrollo como filósofo de la música y un documento ineludible para el conocimiento de su teoría (Paddison 97). Antes de llegar al décimo renglón, ya el lector de este ensayo se encuentra enfrentado con los presupuestos esenciales del mismo: la música expresa de la manera más clara las contradicciones de la sociedad actual; música y sociedad están separadas por una profunda enajenación; la función social de la música queda sometida a su condición de mercancía; ya no está al servicio directo de necesidades sociales sino por mediación de las demandas del mercado; es éste el que determina el valor de la obra; la sociedad ya es incapaz de asimilar los valores propiamente musicales: lo que le queda de ella son sus ruinas. Todo lo anterior se entiende como parte de un proceso histórico más amplio: la producción y el consumo de la música han sido absorbidos por el sistema de producción capitalista. Efecto de su inmersión en éste y del sometimiento a sus leyes, la música pierde el carácter de inmediatez que antes parecía ser la definición misma del arte. La tendencia a la racionalización que se advierte en todas las esferas de la producción social empieza a imponerse también en la música. Adorno compara la tradición burguesa de “hacer música” en casa, propia del siglo XIX, con la tecnologización del consumo, a través de la radio y el cine. La primera ha quedado reducida a islotes precapitalistas, frente a los monopolios que ya se han apoderado de la producción y consumo de la música en la época de redacción del ensayo. “Han tomado posesión hasta de lo más originalmente en la revista del Instituto de Investigación Social, Zeitschrift für Sozialforschung, en el primer número. Ese mismo año comenzó a escribir el libreto de una ópera titulada El tesoro del indio Joe, inspirado en la novela de Mark Twain Las aventuras de Tom Sawyer. El libreto fue concluido al año siguiente, pero de la música sólo llegó a componer Dos canciones con orquesta. Adorno envió copia del texto a Benjamin. La opinión de éste fue negativa, sobre todo con respecto a la escogencia del tema (Müller-Doohm 242).

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interno y privado de las prácticas musicales”, escribe. Eliminada, por fin, esta última forma de inmediatez representada en la costumbre doméstica de tocar música por afición, sólo por el gusto y el amor de la música, y convertida en ilusión anacrónica, se hace evidente la enajenación de la música, su extrañamiento con respecto a la experiencia humana directa. La idea de la música como poder sublimador de las pulsiones y expresión vinculante de lo humano se hunde igualmente. La obra musical autónoma, la que no se somete a las leyes de producción de mercancías sino a su propia legalidad, se ve también afectada por la enajenación, aunque de manera distinta: exiliada en un espacio hermético, termina con frecuencia culpándose a sí misma por su distancia con respecto al público, intimidada por el poder económico de la industria musical. Pero el aislamiento de la música autónoma no es un problema que pueda resolverse exclusivamente en el campo musical. La enajenación de la música es un hecho social y sus correctivos no pueden proceder sino de un cambio en la sociedad. Si, por sus propios medios, intenta restablecer la perdida inmediatez, su logro no pasará de una grosera simulación, un disfraz de las condiciones históricas objetivas. La inmediatez no es reconstruible, ni siquiera deseable, afirma Adorno. La música nada puede hacer, con respecto a la situación social, sino expresar, en la materia que le es propia y con sus leyes formales autónomas, el sufrimiento de los hombres. Lo que adquiere, en compensación por la pérdida de la espontaneidad, es el carácter de conocimiento. Apartada de la sociedad, la música es, sin embargo, un reflejo de los antagonismos sociales y los representa por sus propios medios. Contiene la sociedad, pero sedimentada en el material sonoro: de ahí proviene su sentido (Paddison 98-99). Las contradicciones de la sociedad están presentes en el material musical y se expresan en la obra como antinomias de su propio lenguaje formal: “Aquí y ahora, la música es impotente”, escribe Adorno, “pero retrata en su propia estructura las antinomias sociales que, a su vez, son las responsables de su impotencia y aislamiento” (“Sobre la situación social de la música” 2002, 393). El compositor “radical”, como llama Adorno al que compone música autónoma, se enfrenta a la tarea de responder a las demandas del material musical, y es allí donde 221

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se ve obligado a confrontar las contradicciones sociales. El material musical no es, entonces, puramente natural: no es un fenómeno físico sino un producto histórico y social, que impone sus límites y sus exigencias concretas al compositor. En sentido estricto, “es la única estructura histórica vinculante para el autor” (“Reacción y progreso” 1984, 14), pero a través de ella entra en la obra el proceso social. La música se vuelve autorreflexiva, consciente de la enajenación. Es como si llegara a la edad madura, al momento histórico de la ilustración, mediante la desmitificación del material. Éste deja de ser natural, ahistórico, inmodificable, para volverse libre en su contingencia, “arrancado para siempre de las míticas combinaciones, como las que dominan la armonía tonal” (19)6. La racionalidad se manifiesta tanto en el principio constructivo de dar forma unitaria, integrada, al material, como en el control técnico de todos los aspectos de la composición. Sin embargo, la misma fuerza histórica que lleva la música a la autonomía, a darse sus propias reglas, conduce la obra a la objetivación, a ser cosa a merced del tiempo, sometida a las condiciones sociales. Ya no es posible -y éste es un presupuesto del materialismo histórico al cual, explícitamente, se acoge Adorno en este ensayo- concebir la música, ni siquiera la más elevada y metafísica, como un fenómeno espiritual, perteneciente a una esfera no subordinada a las leyes históricas y libre de los problemas reales. Adorno retoma la división de la música en seria y ligera. Aparentemente, la primera correspondería a las obras autónomas, que se niegan a integrar las demandas del mercado dentro del proceso compositivo; y la segunda, a las que reconocen su condición de mercancía y se acomodan a ella. Pero hay música supuestamente seria que se produce de acuerdo con cálculos de mercado y se protege bajo el manto de la moda, con lo cual su carácter de mercancía se disfraza de manera más aceptable. Por el otro lado, cierta música llamada ligera, despreciada y comparada a menudo con la prostitución, trasciende la sumisión a la ley que supuestamente sigue y se pone en conflicto con ella, por 6 El mejor ejemplo, para Adorno, es la música dodecafónica. La historicidad del material musical obliga al compositor a emplearlo en su estadio más avanzado, según cada fase histórica. No todo el material está disponible en todo momento. Su contingencia implica el inevitable agotamiento y la caducidad.

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el mismo hecho de mostrar los deseos socialmente producidos como deseos insatisfechos, negados por la misma sociedad que los produce. Por esta razón, sostiene Adorno, “la distinción entre música seria y ligera debe reemplazarse por otra en la que las dos mitades de la esfera musical sean vistas igualmente desde la perspectiva de la alienación, esto es, como mitades de una totalidad que ya no puede ser reconstruida por una simple suma de las partes” (“Sobre la situación social de la música” 395). La evidencia empírica de una ruptura en el conjunto de la música no puede remediarse mediante una declaración que le devuelve su unidad por encima de las distinciones. El consumo de música en la sociedad moderna es un fenómeno ideológico diferenciado y complejo, y no cabe reducirlo a una simple fórmula. Carecería de sentido afirmar que el consumo musical ya no obedece a ninguna necesidad auténtica y que se reduce a un decorado tras del cual se ocultan los verdaderos intereses. La necesidad de música sigue presente en la sociedad capitalista y no se debilita sino que se incrementa por el carácter problemático de las condiciones sociales, pues éstas obligan al individuo a buscar satisfacciones más allá de la realidad inmediata que se las rehúsa. En la tendencia a evadirse de la realidad y a reinterpretarla con contenidos que ella no puede proveer, el individuo encuentra en la música un sustituto ideológico, una “intoxicación”, en la terminología de Nietzsche. Esta relación ocurre “bajo la protección del inconsciente”, lo cual explica el componente de fetichismo que impregna los objetos musicales. La reverencia que se proyecta, en forma distorsionada, de la esfera teológica a la estética, prohíbe cualquier aproximación analítica, pues la comprensión de la música queda reservada al sentimiento. Reverencia y sentimiento preservan las celebridades, tanto del pasado como del presente, de todo asedio crítico. La apología o el silencio son las dos opciones básicas de la cultura musical oficial. En el siglo XIX, el intérprete romántico fue el último refugio de la irracionalidad en la reproducción de la música. Modelo de expresividad individual, personalidad que se impone por encima de la objetividad textual de la obra, el intérprete jugaba el papel de un recreador. Liszt y Rubinstein son los ejemplos citados por Adorno, ambos compositores expresivos y personalidades interpretativas. La libertad en la interpretación musical se fue volviendo 223

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desde entonces cada vez más problemática. En el mercado de la música, la personalidad interpretativa perdura como un producto altamente valorado. Su escenificación corporal, exhibición de fuerza expresiva y comunicativa, proyecta el sueño de la plenitud vital y de la interioridad no alienada, lo cual garantiza el efecto sobre el público. Pero los intérpretes más modernos se enfrentan a dos opciones racionales: o bien se limitan estrictamente al texto escrito, ajustándose a las exigencias de la obra, o bien se ajustan a las exigencias del mercado y dejan en segundo plano la obra. Los segundos tienden a imponer su autoridad tanto sobre los textos como sobre la audiencia, pero lo que se oculta detrás de su soberanía musical es el abismo entre el libre intérprete y la obra. La producción musical autónoma, en la medida de su independencia con respecto al mercado, reclama la total subordinación del intérprete al texto7. Es éste uno de los efectos de la racionalización de la música y, para algunos, una terrible muestra de su desespiritualización. Sin embargo, Adorno desestima tal observación, pues la considera basada en una errónea concepción de espíritu como equivalente a individualidad privada, en sentido burgués. Mientras más repugna a la ideología del consumidor el carácter cognitivo de la música, más valor se atribuye a la función de intoxicación y a la oferta de satisfacciones sucedáneas. En la vida musical, tal como se desarrolla en salas de conciertos y de ópera, la sociedad burguesa ha sellado una especie de armisticio con la música enajenada, según Adorno, y esto se manifiesta en los códigos de comportamiento cuidadosamente regulados. La alta burguesía ama los conciertos porque en ellos cultiva la ideología del humanismo idealista, sin comprometerse con la realidad social. En la sala de conciertos se reconcilian las clases educadas, incluidos los sectores empobrecidos de la burguesía, no obstante la ambigua fórmula “educación y propiedad”8. Cuanto más se distancia de las contradicciones sociales, más placentera resulta “Ahora se escribe en el texto hasta la última nota y el matiz de tempo más sutil. El intérprete se vuelve ejecutor de la voluntad inequívoca del autor. En Schönberg, este rigor tiene su origen dialéctico en el rigor del método compositivo” (“Sobre la situación social de la música” 414). 8 Adorno menciona, en este contexto, la duplicación de orquestas en algunas ciudades: mientras la filarmónica toca para la alta burguesía, en conciertos caros, obras de ceremonia con intérpretes consagrados, la orquesta sinfónica toca para la clase media educada y arriesga cautelosas dosis de novedades den7

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esta experiencia y más cercana a la ilusión de una comunidad inmediata. Si la función cognitiva de la música consiste en revelar, a través de las antinomias de la forma estética, las antinomias de la sociedad, la función de la vida musical burguesa consiste en estabilizar la conciencia y producir una falsa reconciliación. La música de Wagner sirve a este propósito de manera ejemplar, por la lejanía, en tiempo y espacio, de sus temas, y el carácter arcaico, propicio a la evasión y al olvido de las intenciones sociales. Adorno menciona también a Richard Strauss, cuya tendencia al exotismo y al decadentismo perverso le parece una maniobra de adaptación al mercado de orientalismos, antigüedades y temas del siglo XVIII, abierto por la literatura simbolista, y un sacrificio de su poder productivo en aras de satisfacer demandas comerciales de los consumidores. La crítica fundamental de Adorno a la música ligera no es distinta, en principio, de la crítica que dirige a la música de Wagner y de Richard Strauss: falsear el conocimiento de la realidad y proporcionar, a cambio, satisfacciones sustitutivas. Una de las diferencias consiste en que la música ligera satisface necesidades inmediatas, no sólo de la burguesía, sino de todas las clases sociales. Como mercancía pura es, al mismo tiempo, la música más cercana a la sociedad y la más ajena a ella. La más cercana porque produce las representaciones elementales de los sueños no cumplidos, conscientes e inconscientes, que identifican a todos los hombres. La más lejana porque, en el cumplimiento de esa tarea, no admite la vigilancia crítica del conocimiento. Es lo que Adorno llama “la paradoja de la música ligera”: se divorcia de la realidad para estar más cerca de las ilusiones y venderlas en forma de diversión inocente. No reclama reconocimiento estético, lo cual la pone fuera del alcance de la crítica, sino que se presenta como “una felicidad menor”, inofensiva, indigna de la consideración educada. Sin embargo, su predominio y eficacia en la vida social son mayores que los de la música seria. En “Sobre la situación social de la música”, igual que en Dialéctica del iluminismo, Adorno sostiene que la teoría social debe ocuparse de este tipo de música, sin hacer caso de sus reclamos de ingenuidad, y desentrañar sus mecanismos tan profundamente arraigatro del programa tradicional, con talentos locales (“Sobre la situación social de la música” 420).

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dos en el inconsciente. Las observaciones sobre la técnica musical valen poco en este campo. El análisis tendría que centrarse en la tipología de símbolos y figuras, cuya procedencia arcaica guarda correspondencia con las estructuras de la vida instintiva9. La oposición entre música vulgar y música artística sólo llega a radicalizarse en la fase avanzada del capitalismo. En épocas más tempranas, reconocían su parentesco y se alimentaban la una de la otra. Esto es claro desde la polifonía medieval hasta La flauta mágica de Mozart. En el siglo XX, la posibilidad de un equilibrio entre ambas se ha desvanecido y los intentos de fusión, ensayados por diligentes compositores de música seria en relación con el jazz, han resultado improductivos10. En una fase intermedia, los autores de música ligera se habían sentido forzados a entrar en la producción masiva por la intensidad de la competencia. Autores como Leo Fall y Oscar Strauss establecieron normas para la manufactura en serie de la opereta y calcularon, por anticipado, las ventas de sus obras. No obstante, aún mantenían estrechas relaciones con el arte musical. El desarrollo industrial de la música ligera terminó por abolir la responsabilidad estética y transformó este tipo de música en mero artículo de mercado. La revista musical vino a liberarla de las últimas demandas de actividad intelectual y entregó el escenario al juego irresponsable con las fantasías y deseos del consumidor. La música vulgar reciente dio el paso decisivo: “la ruptura definitiva de su relación con la producción autónoma, su creciente vacuidad y trivialización corresponden exactamente a la industrialización de la producción” (“Sobre la situación social de la música” 428). La producción se racionaliza en fábricas de música para películas y canciones de éxito, con una estricta división capitalista del trabajo, y el capital Muy de paso señala Adorno que la ambigüedad irónica con que la música ligera, igual que ciertas películas, se ríe de sí misma, no es de fiar, y sirve más bien de salvoconducto para hacer pasable, sin cuestionamiento, su fatal poder de seducción y decepción (“Sobre la situación social de la música” 427). 10 Entre los nombres citados por Adorno a este respecto se cuentan Igor Stravinsky, Darius Milhaud, Ernst Krenek, Kurt Weill. Según él, buscaban “escapar de su aislamiento y entrar en contacto con el público, mediante la experimentación con este nuevo tipo de música, tan estimulante en su técnica y de tanto éxito popular” (Theodor W. Adorno. “Jazz”. Encyclopedia of the Arts. D. Runes and H. Schrickel [eds.]. New York: Philosophical Library, 1946. 511-513. Citado en Robinson 1994). 9

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monopólico se afianza de tal manera en este terreno que alcanza dimensiones de omnipotencia. La industria del jazz vive de los arreglos de música seria, según Adorno, y es la herencia clásica la que provee de materia prima a los músicos de este género. Cuando el autor dedica, al final de este ensayo, unas pocas páginas al jazz, quizá el primer acercamiento de cierta extensión al tema en su carrera como crítico y teórico de la música, se está refiriendo a lo que los europeos, y en particular los alemanes, conocían como jazz, esto es, música para bailar, no tradicional, tocada por grandes bandas. Forma contemporánea de la música vulgar para el consumo de la alta burguesía, su función consistía en ofrecer, bajo ese nombre, bienes culturales de calidad, ocultando al mismo tiempo su condición de mercancías. Si algo despierta el recelo y la animosidad de Adorno contra el jazz, sentimientos que lo acompañaron hasta el final casi inmodificados, es la “maniobra” de presentarse como arte de la inmediatez y de la libre improvisación. Él considera que la improvisación no es, en esta música, sino apariencia, aplicación de normas que remiten a unas cuantas fórmulas básicas. Tampoco puede hablarse de inmediatez en un género ya intervenido por una estricta división del trabajo en el que participan autores, armonizadores y arreglistas instrumentales. Libertad y riqueza rítmica son ilusorias, desde una perspectiva puramente musical. Lo que se oculta bajo la opulenta superficie sonora del jazz es el primitivismo de sus esquemas armónicos y métricos. Y algo más que ya había anotado el joven ensayista en relación con la música de Paul Hindemith y Hanns Eisler: la ilusión de superar el propio aislamiento y sentirse parte de una colectividad. III Adorno escribió su primer artículo sobre el jazz en 1933. Es un breve texto, titulado “Adiós al jazz”11, escrito con ocasión de una medida del régimen nazi, en octubre de ese año, que prohibía la transmisión de este tipo de música por las emisoras de radio en Alemania. Adorno no se detiene a lamentar las implicaciones legales del decreto. Va directo a la cuestión musical, tal como él la entiende: “Sin importar lo que uno quiera entender por jazz, 11

“Farewell to Jazz”, en Essays on Music, 2002. 496-500.

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blanco o negro, aquí no hay nada qué rescatar. El jazz ha estado, desde hace tiempo, en proceso de disolución, en regresión hacia las marchas militares y toda clase de folclor” (2002, 496). No obstante la frialdad de estas frases, dada la situación política en la que fueron redactadas12, el autor está muy lejos de compartir las motivaciones de la prohibición, aunque hay críticos de Adorno que pretenden encontrar atisbos de racismo en sus escritos sobre jazz. Basta avanzar un poco más en la lectura del texto para encontrar los matices y distinciones que permiten deslindar el planteamiento del autor de cualquier argumentación basada en prejuicios raciales: “El jazz no tiene ya nada que ver con la auténtica música negra; ésta ha sido falsificada y pulida industrialmente desde hace tiempo, con lo cual ha perdido sus cualidades amenazadoras o destructivas”. Lo anterior podría entenderse como una refutación indirecta de los argumentos esgrimidos por las autoridades nazis según los cuales se trataba de una música degenerada, propia de razas inferiores. Para Adorno, por el contrario, se trata de la versión alemana del jazz, un producto comercial desprovisto de todo aquello que el jazz original prometía y tampoco cumplió, según él. En todo caso, una mercancía de consumo interno que los nazis identificaron no sólo con los negros sino también con los judíos, “música judeo-negroide” (Morton 2003) fue la expresión acuñada entonces, fabricada en serie y ya sin relación con los modelos lejanos y el poco de libertad y espontaneidad que éstos pudieran inspirar. Con la pretensión de prohibir la influencia de la raza negra sobre la nórdica y el bolchevismo cultural, lo que en realidad prohibieron las autoridades fue la difusión de una música estereotipada, muy de moda, para bailar, entre las clases altas de la primera postguerra13. En septiembre de 1933, Adorno había recibido una comunicación oficial del Ministerio de Ciencia, Arte y Educación de Prusia, en la cual se le revocaba la autorización para ejercer la docencia en la Universidad. También ese año fue clausurado, por orden oficial, el Instituto de Investigación Social. Con el fin de asegurarse algunos ingresos, Adorno intentó pasar las pruebas para obtener la aprobación oficial como maestro de música, pero se le indicó que sólo podría tener alumnos “no arios”. El mismo año fue obligado Arnold Schönberg a abandonar su cátedra de música en la Academia Prusiana de Artes (MüllerDoohm 263-265). 13 El historiador inglés Eric Hobsbawm cuenta en sus memorias que hacia 1933, a los dieciséis años, ya había comenzado su amor por el jazz y sus primeras compras de discos en el todavía estrecho mercado de Londres. Bessie Smith, Louis Armstrong, Fletcher Henderson, Duke Ellington son algunos de los nom12

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Sobre el tipo de música que Adorno entendía por jazz se ha especulado mucho. El compositor y musicólogo J. Bradford Robinson ha dedicado a esta cuestión varios ensayos, siempre citados como autoridad cuando se trata del tema, y la conclusión parece ser convincente: el jazz al que se refería Adorno tenía muy poco que ver con el jazz norteamericano, menos aun con la música de tradición afroamericana, y sí mucho que ver con la música de salón y la marcha militar (Robinson 1994). Su experiencia del jazz, por lo menos la inicial, está enmarcada en la época de la República de Weimar, una Alemania de contacto restringido con el jazz original, que produjo su propio estilo distintivo, con base en modelos de bandas conformadas por músicos blancos, en especial la de Paul Whiteman, muy popular en ese entonces. La banda de Whiteman imprimió “una marca indeleble en la imagen del jazz de la Alemania de Weimar”, escribe Robinson; en cambio, “el jazz negro americano era todavía un territorio prácticamente inexplorado”. Con respecto a la improvisación, Robinson afirma que la generalidad de los músicos de jazz alemán de esa época la aprendieron en manuales de instrucción, sobre fórmulas prefijadas. “Adorno se percató de que el jazz sinfónico de Whiteman, pomposamente inflado, era sólo un intento de llegar a un nuevo círculo de potenciales compradores deseosos de aceptar el consumo como disfrute artístico” y no había en él ni asomo de rebeldía cultural. “El rechazo de Adorno a esa música estaba, sin duda, bien fundado, pero no se refería al jazz sino a la música popular para bailar de ese momento”, escribe Berndt Ostendorf en un erudito estudio titulado “El impacto del jazz en la cultura europea”14. Y agrega: “poco de lo que él pudo haber escuchado en la radio de Frankfurt sería considerado jazz hoy en día”, afirmación que coincide con las conclusiones de Robinson. Según éste, los ensayos de Adorno sobre el jazz son “brillantes análisis sociológicos y estéticos sobre la música popular de Weimar, firmados por un comprometido observador contemporáneo que entendió, mejor que cualquiera en ese tiempo, los orígenes pecubres que menciona. Lo interesante está en la siguiente observación: el adolescente, que asistía a la primera presentación de la orquesta de Duke Ellington en Londres, despreciaba a los bailarines que, en el Palais de Danse, se concentraban en sus parejas y no en la música admirable (Hobsbawm 80-81). 14 “Liberating Modernism, Degenerate Art, or Subversive Reeducation? –The Impact of Jazz on European Culture?”, en http://www.ejournal.at/Essay/impact.html, nota 37.

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liares, la fabricación musical, los prerrequisitos institucionales y la desaparición predeterminada de esta música exclusivamente alemana”. Curiosamente, el jazz alemán encontró un aliado inesperado en la ópera Jonny spielt auf (1926), de Ernst Krenek, amigo muy cercano de Adorno desde el año 1924. Aunque la música, y en especial el fragmento titulado “Jonny’s blues”, tenía apenas un lejano parecido con el jazz, ocasionó un gran entusiasmo por esta música. La aproximación de Krenek al jazz ayudó, según Ostendorf, a establecer el llamado “jazz de Weimar”, sucedáneo que resultó tan ofensivo para el oído de Adorno. Después de la segunda guerra mundial, un público mejor informado y con capacidad de discriminación por su mayor familiaridad con los discos comenzó a escuchar y reconocer el verdadero jazz norteamericano. Pero en los primeros decenios del siglo XX, el público europeo tendía a etiquetar como jazz todos los ritmos procedentes de América que le sonaban exóticos, especialmente si eran tocados por músicos negros. Esta primera ola del jazz entró a Europa, como dice Ostendorf, por los pies, esto es, por la vía del baile popular, y transformó todos los estilos tradicionales de música y danza europeos. Las nuevas danzas, como el cakewalk, el ragtime, el foxtrot, el charleston y el shimmy tuvieron tal éxito que se apoderaron de los salones de baile de la sociedad, desde las cortes hasta los cabarets, y desterraron casi todas las danzas tradicionales, con excepción del valse. La recepción de esta música en Europa estuvo en muy estrecha relación con el sentimiento de crisis cultural expresado en las vanguardias. Lo que para Adorno significaron Schönberg, Berg y Webern como respuesta musical a la crisis del lenguaje tonal, significó el jazz para otros como alternativa a la encrucijada de la cultura europea del siglo XIX, al lado de las máscaras y estatuillas africanas y otros objetos rituales. El jazz satisfizo las aspiraciones y profecías del modernismo mejor que cualquiera de las artes clásicas, afirma Ostendorf. Y, además, dio a la voluntad de transgresión de las vanguardias europeas un lenguaje popular, con lo cual preparó el triunfo subsecuente de la industria cultural. Utilizado como instrumento estratégico para marcar el ritmo de ruptura con la vieja cultura europea, en consonancia con la consigna futurista de destrucción del pasado, el jazz sirvió de

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respuesta, según Ostendorf, a la pregunta de Marinetti: “¿quién nos librará de Grecia y Roma?” Adorno miró siempre con gran desconfianza este entusiasmo con los exotismos, y más aun cuando se pretendía encontrar en ellos una nueva posibilidad de arte comunitario, por oposición al racionalismo individualista de la cultura europea. Elogios del jazz como los tributados por el director de orquesta Leopold Stokowski, a mediados de los años veinte, que ponen en circulación la imagen del músico negro no atado a convenciones y tradiciones, de mente abierta y mirada desprejuiciada, en experimentación permanente, siempre tras nuevas ideas, habrían indignado a Adorno, por provenir de músicos educados, capaces de percibir las limitaciones y estereotipos de esta clase de música. Stokowski afirma que los músicos de jazz hacen correr sangre nueva por las viejas venas de la música y, al tocar sus instrumentos de una manera no admisible para los instrumentistas cultivados, encuentran sonidos inéditos, territorios desconocidos hacia los cuales avanzan como auténticos pioneros. Ernest Ansermet, otro afamado director de orquesta, escribió en 1919 un artículo, titulado “Sur un orchestre Nègre”, en el que habla de la “sorprendente perfección, el gusto elevado” de los músicos negros, sobre todo en las improvisaciones. En particular se refirió a las interpretaciones de Sidney Bechet, de las cuales afirmó que le recordaban, por su rigor, el segundo Concierto Brandenburgués de Bach. Desde su primer artículo sobre el jazz advirtió Adorno la ambigüedad con que se presentaba esta música, expresión avanzada de modernidad y, al mismo tiempo, forma popular ligada a tradiciones y a sectores al margen de la modernización, en sus inicios. Es la manera paradójica como el jazz llegó a ser un símbolo de libertad primitiva en medio de la racionalización de la vida en el capitalismo a comienzos del siglo XX, sin dejar de ser él mismo producto de esa racionalización. En él coexisten los recuerdos arcaicos y las audacias rítmicas y armónicas. Para Adorno estuvieron muy claras, desde 1933, las reivindicaciones que tanto los estudiosos como los entusiastas proponían en relación con el carácter vanguardista del jazz, sobre todo en dos aspectos: la superación de la distancia entre la música y el público, ya casi insalvable en la música de tradición erudita, por una

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parte, y de la separación entre el compositor y el intérprete, por la otra. Esto equivalía, poco más o menos, a la superación de las dos formas esenciales de enajenación de la música en la cultura moderna. Adorno, como era previsible, examina estas pretensiones con total escepticismo: la posibilidad de reconciliar la música como arte con la música como consumo masivo forma parte, según él, de una utopía cuyo cumplimiento pasa por instancias más allá de la música misma. Conciliar disciplina y libertad, producción y reproducción, calidad y éxito popular, aunque sean metas de validez indiscutible, están lejos de su realización plena en el jazz, y los reclamos en tal sentido son, para el autor, etiquetas comerciales para un artículo de consumo. La objeción esencial de Adorno al jazz es exactamente la misma que hace al surrealismo e, incluso, a ciertos escritos de Benjamin. Obsesionarse con un regreso a las imágenes de la prehistoria, o del precapitalismo, como promesa de recuperación de la espontaneidad y, en últimas, de un nuevo reino de la libertad, era para Adorno una manera de diluir el contenido crítico del arte en visiones míticas cuya inmediatez es meramente ilusoria, aunque no necesariamente desprovista de gratificación estética. Para Benjamin, esas imágenes contenían potencialidades utópicas y, en consecuencia, cierta fuerza redentora. Para Adorno, suponen un riesgo: suprimir la categoría de mediación y renunciar, con ello, al carácter dialéctico del arte y a su fuerza de negación de la realidad presente15. IV Adorno escribió su segundo ensayo sobre el jazz en 1936, en Inglaterra, a donde había llegado en 1934, huyendo de las difíciles condiciones políticas de Alemania. Durante cuatro años permaneció en Oxford, como estudiante de doctorado en Filosofía, ocupado en un proyecto de disertación sobre la fenomenología El artículo de Richard Wolin “Benjamin, Adorno, Surrealism”, contiene un amplio análisis de estos temas. El autor cita varios pasajes de la Teoría estética con la intención de demostrar que en esta obra póstuma muestra Adorno una actitud más comprensiva con la vanguardia y admite que incluso en el irracionalismo del expresionismo y del surrealismo hay una crítica a la violencia, la autoridad y el oscurantismo (Wolin 1997). 15

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de Husserl. El artículo “Sobre el jazz”16 apareció originalmente, igual que “Sobre la situación social de la música”, en la revista del Instituto de Investigación Social, radicado por entonces en Nueva York. En marzo de 1936 envió una extensa carta a Benjamin, en la que comenta el ensayo de éste titulado “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, todavía inédito en ese momento, y se refiere a su propio escrito, en proceso, acerca del jazz (Correspondencia 133-139). Las discrepancias que Adorno pone de presente en relación con el texto de Benjamin son fácilmente trasladables a su actitud frente al jazz. La oposición entre el concepto de aura y el concepto de reproducción técnica es el centro del ensayo de Benjamin: “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta” (Benjamin 22). Si por aura se entiende la unicidad de la obra de arte, su existencia irrepetible, su lejanía con respecto al contemplador, lo que hace la técnica reproductiva es acercar, romper el éxtasis ritual, privilegiar la presencia masiva en lugar de la presencia irrepetible, con lo cual lo reproducido se desvincula del ámbito de la tradición, que es el propio del aura. Para Benjamin era fundamental el nexo entre movimientos de masas y reproducción técnica, pues ésta permitía una nueva función política del arte, cuyo interés inmediato se situaba en la perspectiva de la lucha contra el fascismo en el campo artístico. Por el contrario, nociones como creación y genialidad, perennidad y misterio, le parecían más cercanas al sentido fascista del arte. Adorno comienza por reconocer la importancia del planteamiento en lo que respecta a deslindar el arte, en cuanto producción y elaboración constructiva formal, de las nociones teológicas y mágicas. Pero le parece muy cuestionable que se transfiera el concepto mágico de aura a la obra de arte autónoma y se le atribuya sin más una función política reaccionaria. La obra de arte autónoma no cae del lado mítico, dice Adorno, sino del lado dialéctico: “entrelaza en sí misma el momento mágico y el signo de libertad” (Correspondencia 134). Por dialéctico que parezca el trabajo de Benjamin, no lo es con respecto a la obra de arte autónoma, pues ésta, en la búsqueda de una legalidad técnica y una conciencia de lo fabricable, se acerca mucho más a lo racional y secular que a la fetichización y al tabú. “Mi intención no es poner a salvo la autonomía de la obra de arte como una suerte de reserva, y creo con usted que el momento 16

“On Jazz”, en Essays on Music, 2002. 470-495.

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aurático en la obra de arte está a punto de desaparecer, no sólo a causa de la reproductibilidad técnica, dicho sea de paso, sino fundamentalmente a causa del cumplimiento de su propia ley formal autónoma. Pero la autonomía, es decir, la forma material de la obra de arte, no es idéntica al momento mágico que hay en ella”, escribe Adorno. Y agrega que no es mediante la supresión de la autonomía en nombre de la inmediatez del uso como se llega a una concepción dialéctica del arte: “ambas llevan consigo los estigmas del capitalismo, ambas contienen elementos transformadores, ambas son las mitades desgajadas de la libertad entera, que sin embargo no es posible obtener mediante su suma (…). Usted ha sacado al arte de los rincones de sus tabúes, pero parece como si temiera la barbarie que así ha irrumpido y se amparase erigiendo lo temido en una especie de tabuización inversa” (135-136). Quizá con la misma insuficiencia dialéctica que reprocha a Benjamin, termina la carta de Adorno con un comentario sobre el jazz en el que pretende haber llegado a un “veredicto completo” al respecto en su artículo aún inconcluso. Todos los elementos aparentemente progresistas del jazz: montaje, trabajo en equipo, primado de la reproducción sobre la producción, “son la fachada de algo en verdad totalmente reaccionario” (138). Si Adorno se molesta, no sin razón, por la forma como Benjamin prescinde de la tensión dialéctica entre arte de masas y arte autónomo, despidiendo al segundo con un gesto político de descalificación y reduciéndolo a un capítulo superado de la función ritual, más o menos disfrazada de secularización, él hace exactamente lo mismo, pero en sentido inverso. Le concede todo el beneficio de la ambivalencia al “gran arte” y ninguno a la cultura de masas (Wellmer 47). Cuando Adorno juzga el jazz como pura regresión cultural, sin admitir en él una mínima potencialidad liberadora, cuando no ve en él de progresista sino la fachada y todo lo demás le parece reaccionario, ha dejado a un lado la dialéctica para proceder con la misma “tabuización inversa” que reprochaba a Benjamin. Esa ambivalencia, que se espera siempre del dialéctico Adorno, no se encuentra sino muy esporádicamente en el tema del jazz, y sólo a regañadientes. Sus palabras de la carta, las mismas que le sirven para lamentar la insuficiencia dialéctica de Benjamin, podrían aplicarse a sus análisis del jazz: tanto los es-

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tigmas del capitalismo como los elementos transformadores son propiedad común del jazz y de la música autónoma. En el tercer párrafo del ensayo “Sobre el jazz” se desarrolla el planteamiento esbozado en la carta a Benjamin: si se considera el valor de uso del jazz, su idoneidad en cuanto mercancía masiva, como correctivo al aislamiento del arte autónomo en la sociedad burguesa, se cae en la más tardía forma de romanticismo, esto es, en proclamar el carácter liberador de lo enajenado y su capacidad para superar la enajenación17. La ansiedad por hallar una salida conduce a afirmar aquello que se quiere evitar, convirtiéndolo en alegoría de la libertad venidera. El jazz, dice Adorno, es mercancía en el sentido más estricto: las demandas del mercado penetran en el proceso mismo de su producción y lo modifican, lo cual entra en contradicción con cualquier aspiración a la inmediatez. El problema con este tipo de afirmaciones ya ha sido señalado por algunos críticos: Adorno, tan cuidadoso en referir sus análisis de música seria a obras concretas e, incluso, a pasajes muy bien delimitados, pocas veces menciona intérpretes, autores o títulos de piezas cuando se trata de jazz, con lo cual sus comentarios sobre el tema dejan casi siempre la impresión de generalizaciones sobre un objeto abstracto o, por lo menos, muy escasamente precisado18. 17 Benjamin tenía en mente la relación entre fascismo y futurismo cuando puso punto final a su escrito “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” con esta frase: “La humanidad que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte” (Benjamin 57). La frase literal de Adorno dice: “La burguesía se ha reservado, como privilegio, el encontrar placer en su propia alienación” (2002, 473-474). 18 Aunque reconoce períodos de desarrollo y variaciones de estilo, no tiene en cuenta estas distinciones en sus análisis, como si fuera igualmente válido para el bebop lo que afirma sobre el swing, dos denominaciones que utiliza, de paso, en sus escritos sobre jazz, lo cual equivale a nivelar por lo bajo las diferencias estilísticas y de valor estético entre la música de Glenn Miller y la de Charlie Parker, por ejemplo. En un artículo de Robert W. Witkin titulado “¿Por qué Adorno odiaba el jazz?” (“Why did Adorno ‘Hate’ Jazz?”), el autor subtitula uno de sus capítulos así: “¿Estaba Adorno realmente hablando de buen jazz?”. Es difícil sostener que Adorno no hubiera oído auténtico jazz en la época en que escribió el ensayo “Sobre el jazz”, afirma Evelyn Wilcock en su artículo “Adorno, jazz y racismo: sobre el jazz y el debate sobre el jazz británico 1934-

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Como arte característico de la era de reproducción mecánica, sus medios propios de difusión están en la radio, el disco y el cine. Su medio vivo y directo en las jam-sessions tiende a ser una excepción frente a las exigencias del capital que controla la producción discográfica y limita las posibilidades de elección en la esfera del consumo. En un momento muy revelador de este ensayo, Adorno se refiere a ciertas piezas en las que se expresa “la idea pura del jazz como interferencia” y afirma que en ellas aparece “un cierto exceso de la fuerza productiva musical que va más allá de las demandas del mercado” (“Sobre el jazz” 2002, 475). Éstas reciben un lánguido consentimiento, una vez aseguradas las ventas de los éxitos comerciales, e incluso sirven como argumento para la promoción masiva. Subrayar estos breves pasajes en los escritos de Adorno resulta de la mayor importancia, pues en ellos se vislumbra otra visión y valoración del jazz, nunca desarrolladas a cabalidad. En “Adiós al jazz” hay un pasaje semejante en el que, por un instante, el autor se permite imaginar lo que sería el jazz si llevara los impulsos de improvisación y de emancipación rítmica hasta sus últimas consecuencias. La vieja simetría se rompería en pedazos, lo mismo que las estructuras repetitivas y la armonía tonal, como sucede en ciertos experimentos jazzísticos de Stravinsky, con lo cual el jazz se convertiría en arte musical serio, pero perdería su fácil comprensión y, por lo mismo, su arraigo en el gusto popular (2002, 498-499)19. El jazz relativamente progresivo y moderno no sólo permite a las clases altas un sentido de identidad a través del gusto musical consciente, sino que produce una cierta ilusión de emancipación erótica a través de aquello que parece moderno y perverso. Pero lo que se abre camino en la memoria pública son las melodías más fáciles y los 1937”. Según testimonios, citados por la autora, de personas que estudiaron en Oxford en los mismos años que Adorno, el jazz se oía por todas partes. Era la música de los botes que navegaban río abajo en el verano, la que se oía en la cafetería donde los estudiantes tomaban su café matutino y la que, en discos o radio, escuchaban los estudiantes en sus cuartos para estimularse antes de escribir los trabajos escolares. Adorno no pudo ser totalmente ajeno a este ambiente musical de su Universidad (Evelyn Wilcock. “Adorno, Jazz and Racism: ‘Über Jazz’ and the 1934-1937 British Jazz Debate”. Telos 107 [1996]: 63-80. Citado en Witkin 2000). 19 Las innovaciones del jazz a partir de los años cincuenta y la radicalización de esta música en los sesenta por parte de algunos músicos como Ornette Coleman y John Coltrane llevaron a su cumplimiento estas vislumbres que Adorno nunca vio realizadas pero previó como posibilidades en el jazz (Schönherr 1991).

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efectos rítmicos más triviales. Si se pregunta a los promotores comerciales las razones detrás del éxito musical, probablemente responderán con fórmulas mágicas tomadas del vocabulario del arte: la inspiración, el genio, la originalidad. El momento de la irracionalidad en el éxito nunca puede pasarse por alto, acepta Adorno, pero está lejos de anular el elemento predeterminado y controlado por el sistema de producción industrial. Todo lo anterior parece abrir paso a la convicción de que el jazz es falsamente democrático: mientras más profundamente penetra en la sociedad y recibe la aceptación de su público, más se trivializa y menos propenso se muestra a tolerar las irrupciones de la libertad imaginativa. Los elementos formales del jazz han sido completamente reelaborados de acuerdo con las exigencias del intercambio capitalista, y de nada vale recurrir a falsos orígenes o a la ideología que supone en el jazz una fuerza elemental con la cual podría regenerarse la decadente música europea (“Sobre el jazz” 477). Adorno repite, en los tres ensayos sobre el tema, sus puntos favoritos de controversia: la relación directa entre el jazz y la música negra auténtica es altamente cuestionable, sus promesas de reconciliación decepcionan, las improvisaciones y rupturas son ornamentos ocasionales y no partes determinantes de la totalidad formal, el jazz es un fenómeno urbano en el cual la piel de los músicos negros desempeña sólo una función colorística. Esta última afirmación ha sido tachada de racismo por algunos críticos. Sin embargo, el cuestionamiento de Adorno se dirige más bien a la estrategia de la industria cultural que empaca y rotula la mercancía jazz como música afroamericana, y a la función que cumple ese empaque en cuanto disfraz para algunos de los usos ideológicos que se le asignan. Más que un ataque contra el jazz en su conjunto, el ensayo de Adorno es un debate sobre lo que la industria cultural presenta como jazz, aunque el mismo autor parezca a veces indeciso entre tomarlo como una creación de la industria cultural o como su prisionero (Gunther 2003)20. En lo que sí es inequívoco Adorno es en afirmar que lo supuestamente primitivo en el jazz es la forma En “Conversing with Ourselves: Canon, Freedom, Jazz”, Catherine Gunther Kodat dice que Adorno era un crítico de la industria cultural, no un aficionado al jazz: su interés estaba más centrado en los usos y formas de consumo del jazz, en sus implicaciones ideológicas, en su relación con el capital y los medios de difusión, que en la música misma. 20

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específica que adopta esta mercancía para su distribución comercial, una respuesta a la demanda moderna de arcaísmo, que le merece el calificativo de “regresiva”. Lo que pervive desde los orígenes, lo primigenio, está íntimamente ligado a lo nuevo, esto es, lo original en el sentido de aquello que no proviene de un modelo anterior. El jazz ofrece lo más antiguo y lo más nuevo, lo que se repite al lado de lo irrepetible, como una receta mágica. Las dos demandas son irreconciliables, y por eso mismo revelan la contradicción del sistema capitalista, obligado a desarrollar y, al mismo tiempo, a encadenar las fuerzas productivas. Cuando lo nuevo penetra, ocasionalmente, en los esquemas repetidos del jazz, lo hace con la apariencia de lo individual. El estilo de salón al cual tiende el jazz más moderno, bajo la influencia del impresionismo, busca lo expresivo como si anhelase anunciar algo íntimo, del alma. Pero el buen gusto en el jazz, con su aspecto de modernidad y sus resonancias armónicas de Debussy, según Adorno, resulta tan decepcionante como su reverso, la falsa inmediatez. El refinamiento educado convierte el jazz en música convencional: “jazz clásico estabilizado” es la expresión irónica de Adorno, quien cita, en este contexto, a Duke Ellington como modelo del músico de jazz entrenado y admirador de los impresionistas. Menciona, igualmente, el estilo susurrado de los cantantes para ponerlo en el polo sujetivo del jazz, el de la música de salón, aclarando que entiende aquí sujetividad en el sentido de un producto social cosificado en forma de mercancía. El jazz se muestra, de esta manera, como un cruce entre la música suave de salón y la marcha militar, mientras su núcleo esencial, el hot21, se va estabilizando en una línea intermedia, de cuidadosa artesanía y buen gusto. Es éste último el encargado de restringir los excesos de la improvisación que se presentaban en la concepción original del jazz y de afianzarlo en una apariencia de arte autónomo, con el consecuente abandono de todo lo que había contribuido a su promesa de inmediatez colectiva. En cuanto a la marcha, Adorno no se equivoca al señalar la conexión histórica Desde los años veinte, esta palabra designaba, en la terminología del jazz, toda interpretación ejecutada con calor y expresividad, por oposición a las interpretaciones de las orquestas de baile, frías, pulidas, aferradas a las normas del buen gusto, pero carentes de fuerza y espontaneidad. En general, puede decirse que hot es sinónimo de jazz, en el sentido propio del término (Diccionario del jazz 581). 21

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del jazz con la banda militar, pero la lleva demasiado lejos, hasta concluir que “el jazz puede ser fácilmente adaptado para uso del fascismo” (“Sobre el jazz” 485). En la historia de la función social del jazz, Adorno señala una tendencia a la desmitologización de la danza, aunque advierte que ese lado secularizador termina por convertirse en su contrario, esto es, en una nueva magia. El jazz parece liberar al bailarín de la sujeción a gestos exactos, propios de la danza tradicional, y sumergirlo, en cambio, en la naturaleza arbitraria de la vida cotidiana. Con el jazz, la contingencia de la existencia individual se afirma, en apariencia, frente a las constricciones sociales normativas. Según Adorno, la música suena, a veces, como si hubiera renunciado a la distancia estética para adentrarse en la realidad empírica de la vida ordinaria. El jazz se ha mostrado particularmente apto para acompañar las acciones contingentes y prosaicas en el cine, pero, al mismo tiempo, las carga con un significado sexual explícito, cercano a la gestualidad obscena. Los movimientos hacen referencia directa al coito y el ritmo es similar al de la relación sexual. Si las nuevas danzas han desmitificado la magia erótica de las antiguas, también resulta claro que la han reemplazado por la insinuación abierta del acto consumado, con lo cual el jazz se atrajo el odio de grupos religiosos y ascéticos de la pequeña burguesía. Adorno compara esta representación simbólica de la relación sexual en el jazz con el contenido manifiesto del sueño en el psicoanálisis. Igual que en el sueño, el contenido sexual manifiesto del jazz, en su crudeza y transparencia, intensificado más que censurado, oculta un segundo contenido, más profundo y peligroso, de orden social, un significado latente que se encuentra en relación con el sentido de contingencia del jazz. Este contenido latente es el núcleo esencial de su función social y se cumple en un ritual de identificación del individuo con la colectividad: no del sujeto libre que se eleva sobre lo colectivo sino del que es víctima de lo colectivo. En el jazz se cumple un ritual de sacrificio humano, y Adorno se permite ilustrarlo en un breve paralelo con La consagración de la primavera de Stravinsky, el músico que precisamente considera más cercano al jazz. La música y la danza en el jazz, igual que en el ballet de Stravinsky, simbolizan la muerte histórica del sujeto, si bien este significado latente es reprimido, como 239

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sucede en el sueño, bajo la presión de la censura. En su contenido manifiesto, el jazz se aleja de lo colectivo, igual que la síncopa lo hace del compás regular; busca lo excéntrico como el súmmum de la sujetividad autónoma y abomina de la mayoría regulada, anterior al sujeto e independiente de éste. Pero esa mayoría lo espera, no obstante sus protestas en contra: en ella se sumerge y a ella se pliega, como si fuera un destino final irremediable. Y aunque el ritmo de la arbitrariedad se subordina a otro más acorde con la norma general establecida, el jazz, sin embargo, mantiene su ambivalencia: obedecer la ley, pero ser diferente. Incluso en la práctica de las más clásicas orquestas de jazz, la excentricidad sigue siendo una marca de fábrica, desde los malabarismos de los bateristas, hasta las notas falsas deliberadas y las improvisaciones fuera de compás. La síncopa, que en Beethoven era expresión de una fuerza sujetiva acumulada y dirigida contra la autoridad con el fin de producir su propia ley autónoma, en el jazz no es sino excentricidad sin propósito, expresión de una impotencia sujetiva que Adorno compara con la del individuo frente a la autoridad en las películas mudas de Chaplin o de Harold Lloyd. Igual que en éstas, ve en el jazz una marcada tendencia al sadomasoquismo: el sujeto encuentra placer en su propia debilidad, como si al final fuera a ser recompensado por ella, es decir, por adaptarse a la colectividad que lo golpea y debilita. El yo contingente termina por entregarse a la ley y seguir el patrón colectivo. Aprende a temer la autoridad, a experimentarla como una amenaza de castración y, en últimas, a identificarse con ella. A cambio, interioriza la máxima reguladora y paradójica por excelencia: obedece y serás parte, admite ser castrado y dejarás de ser impotente. Las manifestaciones de debilidad en el jazz aparecen, según Adorno, en sus aspectos paródicos o cómicos, peculiares de las secciones hot, sin que, por otro lado, sea posible precisar qué es exactamente lo parodiado. En la interpretación del jazz se representa la oposición del individuo a la sociedad pero a la vez su debilidad. El conocimiento de las reglas de juego musicales, el virtuosismo, los excesos irónicos, la excentricidad son la otra cara del miedo a la disonancia, a la emancipación completa de sus fuerzas productivas, que mantiene el jazz siempre a un paso

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de lo convencional. La amalgama de música de salón y marcha guarda un paralelismo simbólico con la interrelación del sujeto históricamente sacrificado y el poder social que lo produce, lo objetiva y lo elimina. Para Adorno, la unidad de lo seudo-liberado en su expresión sujetiva y lo mecánico en el metro regular de la marcha constituye la clave para entender el sentido social del jazz. El sonido objetivo de la banda militar se embellece con efectos expresivos, pero éstos no consiguen ser dominantes y terminan reforzando los elementos grotescos inherentes al jazz. Sin embargo, lo sentimental y lo cómico nunca son separables en este tipo de música. Ellos caracterizan, en opinión de Adorno, una sujetividad que se rebela contra el poder colectivo, pero termina golpeada y acallada por el sonido de la batería, ridiculizada por las distorsiones de los instrumentos de viento, desmentida por el histrionismo de la exhibición interpretativa22. V Nada más parecido a estas páginas de Adorno sobre el jazz que las reflexiones sobre Stravinsky en Filosofía de la nueva música. El trasfondo histórico y filosófico es el mismo: ritual, juego paródico, sadomasoquismo, expresión burlada, disolución del sujeto. En escritos anteriores había afirmado que algunos compositores modernos acudían al jazz en busca de nuevas formas de comunicación con el público, con la intención de superar la soledad de la música seria, y mencionaba a Stravinsky entre ellos. En una larga nota de Filosofía de la nueva música presenta una versión diferente de la relación de Stravinsky con el jazz: “A diferencia de los innumerables compositores que, flirteando con el jazz, creían estar ayudando a su propia ‘vitalidad’, signifique esto lo que signifique en música, Stravinsky descubre, mediante la dePodría pensarse que estas críticas de Adorno son excesivas y no guardan proporción con la realidad del jazz en ese momento. Sin embargo, resultaría muy interesante compararlas con las críticas de los propios músicos de jazz que, en los decenios siguientes, llegaron, con posiciones muy cercanas a las de Adorno, a demoler casi todas las tradiciones del jazz anterior y a ensayar el atonalismo, la libre improvisación e, incluso, el radicalismo político y la oposición a los esquemas comerciales. Una de las figuras más controvertidas fue Louis Armstrong, maestro indiscutible, pero modelo negativo por su tendencia, precisamente, al masoquismo en el sentido explicado por Adorno: víctima del racismo e histrión al servicio del opresor, según sus críticos. 22

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formación, cuanto hay de raído, gastado, comercial en la música de baile establecida desde hace treinta años. En cierto modo la obliga a que ella misma manifieste su oprobio y transforma los giros estandarizados en cifras estandarizadas de la disgregación. Con ello elimina todos los rasgos de falsa individualidad y expresión sentimental que forman partes inseparables del jazz ingenuo y con feroz sarcasmo hace de tales huellas de lo humano que pudieran subsistir en las fórmulas compuestas de una hábil discontinuidad fermentos de la deshumanización” (2003, 150). Lo que atrae al compositor hacia el jazz no es el éxito de masas sino al contrario: anda en busca de “escombros de mercancías”, como los surrealistas en la misma época trabajaban con materiales de desecho de la vida cotidiana, cabellos, hojas de afeitar, papel de estaño, para construir sus montajes oníricos. Esos desechos vienen, para el compositor, de la música que la radio y los gramófonos vierten sobre las ciudades, como una especie de monólogo ininterrumpido, un segundo lenguaje musical, tecnificado y primitivo, procedente de la esfera del consumo. En el intento de recoger ese lenguaje y convertirlo en material de construcción estética, Stravinsky coincide con Joyce. Sus pastiches de jazz, dice Adorno, prometen conjurar la tentación de abandonarse al consumo masificado, cediendo a él. Comparada con la suya, la relación de los otros compositores con el jazz no fue más que un sencillo congraciarse con el público, una simple venta. En cambio, “Stravinsky ritualizó la venta misma, más aún, la relación con la mercancía en general. Él baila la danza macabra en torno al carácter fetiche de ésta”. Adorno encuentra en la música de Stravinsky la misma tendencia del jazz al placer sadomasoquista de la autoextinción del sujeto, la misma incapacidad o intolerancia para la introspección y la autorreflexión. Obras como Piano Rag Music, escrita para piano mecánico, o el Concertino para cuarteto de cuerdas, compuesto para la formación instrumental que la tradición clásica consideraba más adecuada al humanismo musical, convertido por el compositor en pieza mecánica al exigir a los intérpretes que imitasen el zumbido de una máquina de coser, llevan a Adorno a concluir que, en Stravinsky, la angustia de la deshumanización se convierte en un juego, cuyo placer deriva del instinto de muerte. Se suprime el aspecto sujetivo en favor de la reproducción mecánica, con lo cual las obras musicales, que en sí mismas contenían una exigencia de libre interpretación, dejan de ser interpretables 242

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y se acumulan como cosas en archivos sonoros (“Las curvas de la aguja” 2002, 272)23. Igual que en el jazz, Adorno señala en Stravinsky una alienación de la música con respecto al sujeto, una objetividad no dialéctica por ausencia de tensión con su opuesto. En contraste con lo que sucede en la música de Schönberg, en la de Stravinsky y en el jazz se reprime la expresión del sufrimiento y la autoconciencia de la alienación, mientras se privilegian las sensaciones y la conciencia del cuerpo como un objeto ajeno. De Petrushka, por ejemplo, destaca Adorno varios rasgos que lo aproximan al jazz tal como aparece descrito en sus ensayos: el sentido de acrobacia sin significado, la falta de libertad de quien repite siempre lo mismo hasta que logra lo más arriesgado, el virtuosismo sin objeto, la imitación paródica de las formas musicales rechazadas por la cultura oficial, la atmósfera de cabaré, la desdeñosa demolición de lo interior. El rechazo de todo psicologismo y la reducción de la música a fenómeno puro inducen a hipostasiar como verdad lo que queda, una vez se ha sustraído el contenido que se supone fraudulentamente impuesto a la obra musical. Ésta, relegada con respecto al sujeto y privada así de su elocuencia humana, en lugar de significar, funciona como estímulo corporal del movimiento, y prepara de esta manera la entronización del consumo en cuanto ideal estético incuestionado (Adorno 2003, 124-125). Adorno sugiere que en Petrushka hay una especie de sublevación contra las pretensiones espirituales de la música a lo más elevado y una tendencia a limitar la música al cuerpo, a la apariencia sensible. Esta tendencia, dice, va del arte decorativo que considera el alma como mercancía, a la negación del alma en protesta contra el carácter de mercancía. Igual que en el Pierrot Lunaire de Schönberg, la transfiguración neorromántica del clown anuncia, en su tragedia, la impotencia creciente de la sujetividad. Pero divergen en la manera de tratar la figura del clown trágico. Schönberg concentra todo en el sujeto solitario que se repliega sobre sí mismo. Libre de las trabas empíricas, casi sujeto trascendental, se reencuentra en un plano imaginario, figurado por música y texto como imagen de la esperanza sin esperanza. El Petrushka de Stravinsky permanece ajeno al pathos expresionista del Pierrot de Schönberg. No carece de rasgos sujetivos, dice Adorno, pero “en lugar de 23

“The Curves of the Needle”, en Essays on Music, 2002. 271-276.

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tomar partido por el maltratado, la música se pone de parte de los que lo maltratan y, por consiguiente, el clown no se convierte para la colectividad en símbolo de reconciliación sino en siniestra amenaza. En Stravinsky, la sujetividad asume el carácter de víctima; sin embargo -y en esto se burla de la tradición del arte humanista- la música no se identifica con la víctima sino con la instancia agresora. Por la liquidación de la víctima, se deshace de su propia sujetividad” (127). El sujeto sacrificado a la objetividad regresiva de lo colectivo, el individuo cansado de la diferenciación, el primitivismo como recurso estético para desembarazarse del peso de lo racional, la autoridad de lo mecánico, la felicidad de deshacerse del propio yo para identificarse con lo masivo son, para Adorno, signos históricos que acusan el declive del arte autónomo y el predominio de la industria cultural. Las críticas al jazz y a la música de Stravinsky no son sino parte de una elaboración teórica más amplia sobre el futuro del arte y de la sujetividad en la modernidad avanzada24. VI Adorno escribió su libro sobre Wagner entre 1937 y 193825. Fue, pues, comenzado en Inglaterra y terminado en Nueva York. A esta ciudad llegó, en febrero del 38, para unirse a un grupo de investigación, dirigido por el sociólogo Paul Lazarsfeld, que trabajaba en un proyecto titulado Princeton Radio Research Project. El objetivo era investigar, de manera empírica, los efectos de la transmisión radiofónica de música, utilizando los instrumentos metodológicos proporcionados por la sociología de la comunicación. Adorno se encontró, por primera vez en su vida, escribiendo un libro sobre música alemana y, al mismo tiempo, ocupado en tareas de investigador social, con encuestas sobre tipos de oyentes, preferencias o rechazos del público según géneros prede“Es pensable, y no una mera posibilidad abstracta, que la gran música –un desarrollo tardío- sea posible sólo durante una fase limitada de la humanidad”, escribe Adorno en su Teoría estética. La sublevación del arte contra el mundo se ha convertido en sublevación del mundo contra el arte, afirma, y no es seguro que éste logre sobrevivir (1997, 3). 25 Tres capítulos aparecieron, con el título de “Fragmentos sobre Wagner”, en la Revista de Investigación Social I/2 (1939): “Carácter social”, “Fantasmagoría” y “Dios y mendigo”. El libro completo fue publicado trece años más tarde, en 1952, bajo el título de Ensayo sobre Wagner (Müller-Doohm 357). 24

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terminados de música, análisis de motivación para la recepción de los programas, todo dentro de una concepción pragmática de investigación por encargo, para aumentar sintonía y mejorar rendimientos. Escuchó, entonces, expresiones como “Likes and Dislikes Study”, “Success or Failure of a Programme”, “Administrative Research”, cuyo significado no podía imaginar siquiera. El proyecto, financiado por la Fundación Rockefeller, estipulaba expresamente que la investigación debía aplicarse al sistema de radio comercial de los Estados Unidos. “Todo podía ser objeto de análisis”, dice Adorno, “menos el sistema mismo, sus supuestos sociales y económicos y sus consecuencias socioculturales” (“Experiencias científicas en Estados Unidos” 1973, 112). Su interés se orientó hacia el tema que ya venía siendo objeto de preocupación, sobre todo en sus escritos de música: la cultura de masas. Muy pronto aparece la conexión: “Los fenómenos de que ha tratado la sociología de los medios de comunicación de masas, sobre todo en Estados Unidos, no pueden separarse, en la medida en que constituyen fenómenos estandarizados, de la transformación de las creaciones artísticas en bienes de consumo, de la calculada seudoindividualización y de manifestaciones semejantes a aquello que, en el lenguaje filosófico alemán, se llama cosificación. Corresponde a ellas una conciencia cosificada, casi incapaz de experiencia espontánea, en sí misma manipulable” (115-116). El tema de Wagner no estaba tan lejos de esas inquietudes como podría parecer. En el primer ensayo que escribió para el Radio Research Project, titulado “Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del oído”, también escrito en 1938, Adorno afirmaba que “el carácter fetichista del director de orquesta es el más evidente de todos y al mismo tiempo el más oculto” (1966a, 43). El nombre de Toscanini aparece mencionado como ejemplo del ídolo en el cual se adora el valor de cambio, su carácter de mercancía valorizada en el mercado, sin que los consumidores de tal mercancía, que han pagado por ella en el concierto, hayan alcanzado de hecho la conciencia de las cualidades específicas que aparentan consumir. En el Ensayo sobre Wagner se habla del compositor como director de orquesta: Wagner no sólo abrazó la profesión de dirigir sino que compuso la primera música de gran estilo para director de orquesta. Su música, según Adorno, “fue concebida según el arte del gesto que marca el compás” (1966b, 245

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33). Si compositor y público están necesariamente separados, la música de Wagner tiende a remediar esta alienación, implicando al público en la obra en cuanto efecto de la misma. “Como abogado del efecto, el director de orquesta se vuelve abogado del público en la obra” (34). En Wagner encuentra Adorno una actitud premeditada en relación con el efecto que la música debe producir en su público, por una parte, y un cálculo de los efectos dramáticos del gesto autoritario al dirigir, por otro. En ambos casos se trata de rasgos que anuncian la cultura de masas y que arrojan sobre la soberanía del director de orquesta los destellos premonitorios del caudillo totalitario (“Sobre el carácter fetichista en la música...” 43). Una de las funciones del leitmotiv wagneriano, además de sus funciones estéticas, es la de fijarse en la memoria, tal como lo hace la publicidad. Si la comprensión musical depende, en gran medida, de la facultad de recordar y de prever, el leitmotiv se asemeja a la idea fija, repetida para los olvidadizos, para los que no entienden nada de música, y ligado a la ausencia de una verdadera construcción de motivos a favor de un discurso musical asociativo. Este procedimiento ya tiene en cuenta, en sus oyentes, lo que cien años más tarde se llamará “debilidad del yo”. La música de Wagner, comparada con el clasicismo vienés, parece concebida para escucharse a una distancia mayor, de igual manera que la pintura impresionista demandaba una mirada de más lejos que la pintura anterior. Escuchar a una mayor distancia es también escuchar con menor atención. Adorno aplica aquí a la música de Wagner la misma noción de “recepción distraída” que Benjamin, en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, aplicaba al arte de masas. Las óperas de Wagner son monstruosamente largas y se explica que su público se distraiga, como dejándose llevar por la corriente, mientras el efecto se logra por innumerables repeticiones. Un tema desarrollado en el Ensayo sobre Wagner, que recuerda ciertas críticas de Adorno al jazz, tiene que ver con el “histrionismo”. Igual que en las interpretaciones de jazz, hay en Wagner una especie de regresión: si la música occidental se ha desarrollado en un alejamiento progresivo de la mímesis a favor de la racionalización, tendencia que Adorno relaciona con la cristalización de una lógica musical autónoma, en Wagner parece no existir 246

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ese miedo a la mímesis. Según Adorno, las insuficiencias técnicas de composición en las obras de Wagner provienen siempre de que la lógica musical es reemplazada por la gesticulación, de manera semejante a como los agitadores políticos reemplazan el desarrollo discursivo del pensamiento por gestos verbales y consignas. Adorno sostiene, como parte sustancial de su teoría estética, que toda música se remonta a lo gestual y lo conserva. Pero lo interioriza y lo espiritualiza en forma de expresión, mientras el conjunto del discurso musical obedece a la síntesis lógica de la construcción. La gran música intenta conciliar los dos elementos, a lo cual Wagner se opone. En su música, el elemento expresivo apenas logra contenerse en la interioridad y estalla en gesto exterior. A esto se debe, dice Adorno, esa penosa sensación de que la música parece estar siempre tirando de la manga al oyente. Tal exteriorización es un índice del carácter de mercancía. El elemento gestual en Wagner no es, como él lo pretendía, manifestación de un hombre íntegro, sino reflejo imitativo de un elemento cosificado, en relación deliberada con el efecto sobre el público. Como en la cultura de masas, vale en cuanto espectáculo, transposición a la escena de los comportamientos de un público imaginario: rumor popular, olas de entusiasmo, aplausos, triunfo de la afirmación del yo. El gesto, con su mutismo arcaico y su ausencia de lenguaje, se afirma como un instrumento de dominación extremadamente moderno. El director de orquesta-compositor, portavoz de todos, los constriñe a la obediencia muda. En cuanto elementos desligados de la totalidad, los leitmotive wagnerianos se convierten en alegorías. La exégesis ortodoxa de la obra de Wagner ha subrayado este carácter alegórico, asignando a cada leitmotiv su respectivo nombre que lo identifica de manera rígida, como en los cuadros religiosos en los que la leyenda surge al descifrar el significado fijo de cada elemento. Adorno relaciona este aspecto de la música de Wagner con la música de cine, en la cual ya se ha delimitado la función de los leitmotive a estereotipos que sirven sólo para anunciar la presencia del héroe o determinada situación, de manera que el espectador se oriente más rápidamente. Detrás de un velo de desarrollo continuo, Wagner ha escindido la composición en leitmotive alegóricos, yuxtapuestos como objetos. Éstos se sustraen tanto a las exigencias de una totalidad formal 247

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musical como a las exigencias estéticas del simbolismo. Esto implica, según Adorno, un abandono de la tradición del idealismo alemán. Sin embargo, esta falta de unidad y de coherencia inmanente en Wagner tiene, para Adorno, un valor revolucionario, pues tanto en arte como en filosofía los sistemas tienden a producir, a partir de sí mismos, la síntesis de la diversidad, como resultado de una crisis histórica que cuestiona la totalidad y resalta sus aspectos problemáticos. “En la música wagneriana”, afirma Adorno, “reacción y progreso no se dejan separar sino que se entrelazan casi indisolublemente” (1966b, 59). Y cita, a propósito, un pasaje de Los maestros cantores: “¿Cómo encontrar la norma? –Pónla tú mismo y síguela”. La hostilidad wagneriana contra las formas recibidas se manifiesta en su técnica de división del material musical en elementos ínfimos, una atomización que recuerda, no por azar, la división del proceso de trabajo en unidades cada vez menores en la industria. En uno y otro caso, la subdivisión del todo permite dominarlo y plegarlo a la voluntad del sujeto que se ha liberado de toda idea preconcebida. Adorno señala una analogía de la técnica wagneriana con el impresionismo, lo cual apunta, según él, a la unidad de las fuerzas productivas de la época. Wagner fue un impresionista “malgré lui”, si bien la coincidencia se limita a “episodios de atmósfera”, y esto se explica porque Wagner, en quien aparece tan clara la interferencia de lo nuevo con lo viejo, buscaba el estímulo de lo nuevo, pero sin llegar a contrariar bruscamente los hábitos de audición consolidados. La novedad impresionista limita en Wagner con la superstición tradicional que identifica la importancia de la idea estética con la grandiosidad de los temas escogidos y la monumentalidad de la obra, concepción estética acorde con el atraso de las fuerzas productivas humanas y técnicas en la Alemania de mediados del siglo XIX. Resulta claro en este ensayo el propósito del autor de “conciliar los análisis sociológicos con los técnico-musicales y estéticos” y de interpretar los aspectos técnicos de la obra de Wagner como “cifras de realidades sociales” (“Experiencias científicas en Estados Unidos” 110-111). Estas páginas de Adorno parecen destinadas a preparar los futuros desarrollos sobre la industria cultural. Cuando el autor se refiere, por ejemplo, a la atomización del material musical como técnica de composición autoritaria y totalitaria, parece estar buscando en Wagner las raíces del fascismo y de 248

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la cultura de masas26. Lo mismo puede decirse de su observación sobre la “devaluación del elemento individual con respecto a la totalidad, que excluye las verdaderas interacciones dialécticas” (1966b, 63). Según Adorno, “en la música de Wagner ya se alcanza a percibir la tendencia que habrá de seguir la evolución de la conciencia burguesa en su estadio tardío: ella obliga al individuo a afirmarse con tanta mayor energía cuanto más se ha vuelto, de hecho, fantasmagórico e impotente”. El capítulo sexto del libro, titulado “Fantasmagoría”, es central para el tema del fetichismo musical y de la disolución del sujeto. En el ensayo “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión del oído”, Adorno recurre a la fuente directa, el primer capítulo de El Capital, para definir el concepto de fetichismo. Marx dice que las cosas, como valor de uso, no tienen misterio: satisfacen necesidades sin dejar de ser lo que son. Pero en cuanto se presentan como mercancías, se vuelven enigmas. La fantasmagoría consiste, según él, en que la forma mercancía hace aparecer el carácter social de los productos del trabajo como si fuera una propiedad natural de las cosas27. Es lo que sucede con la apariencia estética convertida en mercancía. Según Adorno, “disimular la producción bajo la apariencia del producto es la primera ley de la forma en Richard Wagner” (1966b, 114). El fenómeno estético no permite que las fuerzas y las condiciones de su producción real aparezcan como tales. La realización de la apariencia formal es al mismo tiempo la realización del carácter ilusionista de la obra. Las óperas de Wagner tienden a la fantasmagoría y Según Andreas Huyssen, “siempre que Adorno dice fascismo, está diciendo también industria cultural”. Y continúa: “El libro sobre Wagner puede leerse entonces no sólo como un análisis del nacimiento del fascismo del espíritu de la Gesamtkunstwerk, sino también como un análisis del nacimiento de la industria cultural en el más ambicioso arte elevado del siglo XIX” (Huyssen 74). 27 “La relación de valor de los productos del trabajo nada tiene que ver con su naturaleza física. Se trata sólo de una relación social determinada de los hombres entre sí, que adquiere para ellos la forma fantástica de una relación entre cosas. Para encontrar una analogía a este fenómeno hay que buscarla en la región nebulosa del mundo religioso. Allí los productos del cerebro del hombre tienen el aspecto de seres independientes que se comunican con los seres humanos y entre sí. Lo mismo ocurre con los productos de la mano del hombre, en el mundo de las mercancías. Es lo que se puede denominar fetichismo adherido a los productos del trabajo en cuanto se presentan como mercancías” (Marx 87). 26

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ésta se extiende desde los efectos sonoros, “los dulces cantos lejanos”, como fantasmagoría acústica, por ejemplo, hasta la ilusión de eternidad por el efecto de tiempo detenido que produce la música o la situación de los personajes que, al entrar en el mundo de los seres irreales, pierden su carácter empírico, temporal. Si los personajes wagnerianos pueden utilizarse ad libitum como símbolos, dice Adorno, es porque su existencia se esfuma nebulosamente en la fantasmagoría. Pero es el lado no romántico de la fantasmagoría, es decir, el de la apariencia estética convertida en mercancía, el que interesa en este análisis. El ilusionismo consiste aquí no sólo en el intento de disimular que la apariencia estética ha sido engendrada en el trabajo sino también en que su valor de uso es subrayado como valor auténtico con el fin de imponer su valor de cambio. Como en las vitrinas de las tiendas exhiben las mercancías su lado aparente hacia la masa de los compradores, en un movimiento de seducción, así las óperas de Wagner adoptan un valor exhibitivo, una apariencia mágica con la cual responden, en cuanto mercancías, a necesidades del mercado cultural. Mientras más se exalta la magia, más cerca se está de la mercancía, dice Adorno. “La fantasmagoría tiende al sueño no sólo en cuanto satisfacción engañosa del deseo de los compradores sino ante todo en procura de disimular el trabajo. El soñador impotente reencuentra su propia imagen como si se tratase de un milagro” (122). Por el olvido de que él ha sido el productor de la cosa, se le regala la ilusión de que no se trata de un producto del trabajo sino de una apariencia que remite a la esfera de lo absoluto. Ésta es la manera peculiar como se impone el valor de cambio en el ámbito de los bienes culturales: éstos aparecen en el mundo de las mercancías como si no le perteneciesen, como si fuesen ajenos al poder del mercado; y, sin embargo, pertenecen a este reino, y para disimularlo se exhiben con la apariencia fantasmagórica de las revelaciones sobrenaturales (“Sobre el carácter fetichista en la música...” 32). En la música de Wagner, el elemento nuevo, burgués, y el prehistórico regresivo, convergen en la fantasmagoría. Wagner intenta forzar la totalidad estética mediante una práctica invocatoria que obstinadamente omite el hecho de que a esta totalidad le faltan las condiciones sociales necesarias. La obra wagneriana es como una protesta contra la estrechez del 250

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espíritu objetivo cuyo sujeto social y estético ha quedado reducido al individuo. Su tarea artística, cuyo propósito es sobrepasar al individuo aislado, queda en manos de éste y reducida a sus propias fuerzas, razón por la cual la idea de “obra de arte total” (Gesamtkunstwerk) nace condenada, por sus propias condiciones históricas, al fracaso. La reunión de todos los medios artísticos en una sola obra, al dictado arbitrario del artista aislado, no puede sino mostrar cuán extraños han llegado a ser esos medios los unos con respecto a los otros, dada su evolución separada y desigual. Es el ojo humano el que mejor se ha adaptado al orden racional burgués y a la realidad de las cosas como una realidad de mercancías. En comparación con la vista, el oído es arcaico y tiene un retardo con respecto al desarrollo técnico. La música parecería llamada a armonizar las relaciones cosificadas de los hombres como si éstas fuesen todavía humanas. En la experiencia contingente de la existencia burguesa individual, afirma Adorno, los órganos aislados de los sentidos no son adecuados para percibir una realidad unificada: cada órgano de los sentidos percibe no sólo otro mundo sino también otro tiempo. Música, escena y palabra se integran por el hecho de que el autor las trata como si todas convergiesen en una unidad, pero ésta descansa en la existencia contingente del individuo. Desde el horizonte individualista, la universalidad se deja evocar sólo como falsa universalidad. El drama musical wagneriano, con su grandiosa idea totalizante, es la forma de la falsa identidad. La metafísica ha encontrado su último refugio en el arte, pero viene de la mano con el desencantamiento del mundo, dato histórico inevitable al que Wagner responde con el mito de un mundo intacto del origen, recuperado por la música y opuesto a la razón. Es la pretensión wagneriana de crear, a partir del individuo y su realidad profana, una nueva esfera de lo sagrado: de ahí procede su carácter fantasmagórico (1966b, 144). La obra ya no obedece a la definición hegeliana del arte como apariencia sensible de la idea. Por el contrario, la idea parece ahora subordinada a la configuración sensible, puesto que la autonomía reposa en la soberanía del artista. Adorno ve ahí el puente entre el arte autónomo y la industria cultural. La “obra de arte del porvenir”, saludada con tanto entusiasmo por el joven Nietzsche, se realiza finalmente en el cine. Si en la forma artística, según Hegel, la verdad aparenta y se exhibe, en el arte de masas 251

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lo que se exhibe y alardea es el poder del capital. Adorno es enfático al afirmar: “hay un error en creer que la cultura de masas le haya sobrevenido al arte autónomo desde el exterior: fue por la fuerza de su propia emancipación por lo que el arte se convirtió en su contrario” (145). Parsifal, obra sagrada cuya técnica decorativa hace pensar en el cine, le sirve de ejemplo. En ella, la magia sueña su reverso exacto: la obra de arte mecánica (148). Si bien es cierto que todo proceso creativo implica elementos de racionalización técnica, lo que Adorno subraya es la paradoja de un proceso racional de producción cuyo fin último es el efecto mágico y el disimulo del desencanto racional. En lugar de llamar la totalidad social por su nombre, Wagner la convierte en mito. La omnipotencia del proceso social que experimenta el individuo al identificarse con las fuerzas dominantes de tal proceso es glorificada en la obra wagneriana, mistificada como secreto metafísico. Wagner imagina el ritual de la catástrofe histórica y en él sacrifica al individuo. El lugar de éste vienen a ocuparlo conceptos regresivos como pueblo y ancestros, que él confía a la verdad del origen, y que harán explosión en el horror del fascismo28. VII “El marco para la teoría de la industria cultural de Adorno ya estaba dado antes de su encuentro con la cultura de masas en los Estados Unidos. En el libro sobre Wagner, las categorías centrales de fetichismo y reificación, debilidad del yo, regresión y mito, aparecen acabadamente desarrolladas, esperando su articulación en la industria cultural norteamericana”, escribe Andreas Huyssen Philippe Lacoue-Labarthe sostiene en su libro Musica ficta tesis muy cercanas a las de Adorno, a quien dedica su último capítulo. Primero, que Wagner es el fundador del arte de masas. Segundo, que en su obra, la función de la estética se vuelve esencialmente política, ligada a la “configuración de un destino o un ethos nacional”. Tercero, que toda su música está puesta al servicio de producir un efecto predeterminado en el público y para ello requiere una amplificación de sus medios técnicos. Cuarto, que el efecto fundamental podría describirse con el término de Benjamin: “estetización de la política”, un propósito que Benjamin considera esencial al fascismo y a la política de masas, y que LacoueLabarthe califica, referido a Wagner, de proto-fascismo. Lacoue-Labarthe trae a cuento un pasaje de Nietzsche donde el filósofo sostiene que la decadencia de la música occidental comienza con la obertura del Don Juan de Mozart en la que se encuentra ya este afán de poner los recursos orquestales en función de un efecto buscado, en este caso el terror ante lo sobrenatural (Lacoue-Labarthe 1991). 28

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(Huyssen 86). De hecho, cuando Adorno se refiere a la audición distraída que impone la música de Wagner, está indicando que la regresión del oído es un proceso en marcha desde mucho antes de consolidarse, con toda contundencia y amplitud, en la industria de la música. Y su observación sobre la “obra de arte total” y el cine se traslada nueve años más tarde, en Dialéctica del iluminismo, a la televisión. Ésta tiende a una síntesis de radio y cine, dice Adorno, y sus posibilidades serán tanto más ilimitadas cuanto más se empobrezcan sus materiales estéticos. Triunfará, entonces, la industria cultural, como una especie de burla histórica, con la realización del sueño wagneriano de la “obra de arte total”. El acuerdo de palabra, música e imagen se logrará con mayor perfección que en Tristán e Isolda, pues aquí los elementos constitutivos ya no serán extraños los unos a los otros, como en Wagner: todos serán producidos mediante el mismo proceso técnico y expresarán su unidad en el registro de la realidad social reducida a su superficie (“La industria cultural” 1987, 150). La industria cultural no es ajena, en principio, a la utopía, pues contiene en sí la idea de un mundo sin privilegios culturales, punto sensible en la teoría de Adorno y que él no se cansa de enfatizar en otra versión: la culpabilidad de la alta cultura burguesa por excluir a las mayorías29. Sin embargo, la democratización de la cultura era sólo una parte de la gran promesa no cumplida del capitalismo. Se aduce con frecuencia, como argumento en el debate entre alta cultura y cultura masiva, que como la primera no se mostró compatible con la participación de las masas, la industria cultural fue el precio que hubo que pagar por la democratización. Y no fue el capitalismo de libre competencia del siglo XIX, sino el fordista del siglo XX, caracterizado por la fuerte centralización del capital, el énfasis en el cambio tecnológico y “La pureza del arte burgués, hipóstasis del reino de la libertad en oposición a la praxis material, ha sido pagada con la exclusión de la clase inferior. Para ésta, la seriedad se ha convertido en burla, a causa de la necesidad y de la presión del sistema. Por necesidad se sienten contentos cuando pueden gastar pasivamente el tiempo que no pasan atados a la rueda” (“La industrial cultural” 1987, 163). “No podemos eludir la pregunta de si no habrá envejecido el concepto de cultura en que hemos crecido, si lo que, de acuerdo con la tendencia general, hoy le sucede a la cultura no será la respuesta a su propio fracaso, a la culpa que contrajo por haberse encapsulado como esfera especial del espíritu sin realizarse en la organización de la sociedad” (1973, 138), dice Adorno en su conferencia “Experiencias científicas en Estados Unidos”.

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la administración científica de todos los aspectos de la actividad de la gran empresa, el que sirvió de modelo para la teoría de la industria cultural. La clase obrera, enfrentada a la minuciosa especialización del trabajo y con acceso al consumo expandido a gran escala, se convirtió en una masa disciplinada, colaboradora y apolítica. En ella encontró la teoría de Frankfurt el nuevo fenómeno social que hizo posible la industria de la cultura (Hohendahl 126-128). Con el paso de la era liberal al capitalismo fordista, la dicotomía entre alta cultura y cultura masiva se debilitó hasta casi desaparecer, pues el mercado mantiene estas distinciones sólo como etiquetas comerciales, no como diferencias cualitativas. La cultura se vio así obligada a salir del aislamiento en su esfera espiritual, en la que durante tanto tiempo permaneció separada de la economía, y a integrarse al mercado, como uno más de los bienes de consumo. Precisamente esa fuerza integradora es lo que Adorno y Horkheimer juzgan esencial en la industria de la cultura. Ellos, igual que Marcuse, vieron en el capitalismo avanzado un sistema de control total, frente al cual el individuo es cada vez más débil, y consideraron el consenso que la industria cultural produce y propaga como una forma velada de autoritarismo30. Los críticos de Adorno se equivocan, según Hohendahl, al confundir su defensa del arte autónomo con una defensa de la alta cultura. En últimas, la racionalidad instrumental es la que destruye la cultura tradicional para reemplazarla por una cultura de mercado que no penetra sólo en el arte popular sino en todos los aspectos de la cultura. La dialéctica de la ilustración produce, al mismo tiempo, la industria cultural y la resistencia a su lógica. El intento de distanciarse propio del arte autónomo forma parte de esa dialéctica (137). Hohendahl anota, como un dato más reciente, la resistencia postmoderna a los sistemas totales y a la cultura centralizada, a lo cual corresponde, según él, un nuevo modo de producción que favorece la flexibilidad y la descentralización por encima de la estructura y el control (Hohendahl 127). Mientras el marco de referencia sea el capitalismo fordista, afirma Hohendahl, los presupuestos de la escuela de Frankfurt sobre la industria cultural parecen plausibles. Desde la perspectiva contemporánea, a partir de l980, bajo el signo del posmodernismo, la cultura masiva ya no se percibe como un sistema unificado sino como una variedad de estilos, formatos y estructuras que requieren otra explicación (143). 30

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Jimenez, Marc. Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte. Buenos Aires: Amorrortu, 1977. 176 páginas.

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n 1970, un año después de la muerte de Theodor Adorno, aparecieron los últimos escritos del pensador alemán gracias a los esfuerzos de su esposa Gretel y de su ex-alumno y amigo Rolf Tiedemann. Entre estos escritos apareció por primera vez la Teoría estética. Muy rápidamente, el texto fundamental del pensamiento adorniano fue traducido al francés por Marc Jimenez debido, muy probablemente, al prestigio y el interés con los que contaba no sólo la escuela de Francfort, sino también el mismo Adorno. Desde el contacto privilegiado que posee todo traductor, Marc Jimenez reconstruye las principales directrices del pensamiento de Adorno en su texto Theodor Adorno. Arte, ideología y teoría del arte publicado en 1973, tan sólo cuatro años después de la muerte del pensador alemán. El texto de Jimenez hace parte de los primeros textos críticos que se acercan al pensamiento adorniano señalando a la obra de arte como el eje central del pensamiento del alemán, por encima del desentrañamiento de las relaciones sociales y la misma denuncia ideológica. Para poder entender la primacía y la importancia de la obra de arte en el pensamiento de Adorno, señala Jimenez, es fundamental la aparición de la Teoría estética. Pero antes de llegar ha dicho reconocimiento, el pensamiento de Adorno tuvo que superar las obligaciones que implica el desarrollo de una teoría crítica de la sociedad. Como es bien sabido por muchos, la escuela de Francfort, de la que Adorno era un actor fundamental, desarrolló una teoría crítica de la sociedad que identifica las contradicciones y elementos de la sociedad industrial. La teoría crítica elaborada por la escuela “afirma ante todo su carácter de «denuncia» y emprende un análisis crítico riguroso de la razón instrumental en la cual se confunden la racionalidad de los medios técnicos y la racionalidad del poder. Afirma igualmente su carácter multicrítico, en la medida en que se esfuerza por desmontar los mecanismos más sutiles mediante los cuales este poder obtiene la integración de lo existente en el seno de la totalidad racional y opresiva” (22-23). Sin embargo, la base de las críticas que se levantaron contra la escuela obedecía a la falta de programas de acción prácticos e inmediatos para superar el estado crítico de la sociedad contemporánea. El mismo Adorno se vio envuelto en acontecimientos de reclamo y descontento frente a la aparente posición de la escuela, como manifestaciones estudiantiles, manifiestos o mujeres con los senos desnudos irrumpiendo en los salones de clase. Pero como lo resalta Jimenez, la posición de la escuela, en este caso particular la posición de Adorno, no es de renuncia o desesperanza como puede parecer en un primer momento. En primer lugar, el temor 259

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de actuar revolucionariamente responde al miedo de ser integrado al sistema y generar un estado ideológico con las mismas perversiones que el anterior. En segundo lugar, en un lectura detenida de Adorno, notamos que la realización de la teoría crítica no es más que el primer paso en la praxis, ya que “si «pensar» implica «hacer», la denuncia radical es «acto», quizás el primero, precisamente el acto del cual ninguna praxis política puede prescindir en un primer momento” (26). Sin embargo, señala Jimenez, el error de Adorno fue haberse quedado en este primer paso. La continua denuncia ideológica y la crítica acerba a los medios culturales llevan a Adorno no a la formulación de un programa de acción político-social, sino a la consideración de la obra de arte en la actualidad. La obra de arte no sólo es un medio de “protesta radical contra todo poder” (29), sino que también es el único lugar donde se evoca lo que la ideología oculta. Se hace necesario dar el paso de una teoría crítica a una teoría del arte en el pensamiento adorniano, con el objetivo de prescindir del estado industrial e ideológico para acceder al mundo reconciliado. Por tanto, la estética “se justifica como reflexión filosófica que intenta aprehender el contenido de verdad o, dicho de otro modo, la resolución objetiva del enigma [de la obra de arte]: «El contenido de verdad es la solución objetiva del enigma contenido en cada obra [...] no puede obtenerse sino mediante la reflexión filosófica. Esto, y nada más, justifica la estética»” (153). Sin embargo, no podemos olvidar que la obra de arte se encuentra en una “inserción progresiva [...] en la esfera de la industria capitalista. Al reducir las obras a la condición de mercancías sujetas a la ley de la oferta y la demanda, al incorporar el arte al ciclo de la producción y el consumo, no solo se le «vulgariza», se le «desacraliza», sino que en él se suprime cualquier veleidad de oposición al poder artístico y cultural tradicional” (72). El arte se convierte en una clase de mercancía de lujo para la sociedad industrial. Por tanto, las consecuencias de la explotación económica de la obra de arte en la sociedad industrial contribuyen a lo que Adorno ha llamado Entkunstung del arte (algo así, en nuestro idioma, como el proceso de desencantamiento o envilecimiento del arte). La sociedad actual, para Adorno, se encuentra en un estado permanente de mentira y “representa la alineación radical que caracteriza a las relaciones con la totalidad. Todo lo que emana de ésta no puede ser sino falso, y jamás es signo de verdad” (75). Tal aserción, para Jimenez, es un ejemplo de los eclipses que subyacen al pensamiento dialéctico del alemán, que se deben a la postura de total falsedad que Adorno le otorga a la sociedad contemporánea.

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No obstante, la obra de arte posee de cierta forma una postura salvadora en la sociedad actual. La posición de la obra de arte difiere a la de los distintos campos de conocimiento. Adorno se alza contra la concepción de una historia lineal del arte. La historia del arte no es homogénea, ya que está constituida, a lo sumo, por series continuas inevitablemente separadas entre sí [...] A la inversa de la técnica, el arte, precisamente por su doble carácter de «hecho social» y «esfera autónoma», debe sufrir una presión social que contradice su «autonomía»: «Allí donde el carácter social del arte violenta su carácter autónomo, donde su estructura inmanente se contradice flagrantemente con las relaciones sociales, la autonomía se convierte en víctima y lo propio ocurre con la continuidad [...] Con particular frecuencia, allí donde la continuidad se interrumpe, las relaciones de producción prevalecen sobre las fuerzas de producción». (76) Por consiguiente, el arte debe representar el acuerdo y no la oposición de las relaciones sociales y las fuerzas productivas, para lograr tanto su autenticidad como su autonomía. Ante tal objetivo, Adorno se vale del pensamiento dialéctico para poder revelar en la obra aquel deseo de realización de un mundo reconciliado. Objetivo que no se puede lograr si se considera la obra como un mero reflejo del inconsciente. En pocas palabras, el método dialéctico de Adorno consiste en presentar la conciencia verdadera (richtiges bewusstsein) como movimiento de la conciencia envuelta (involviert) en el movimiento de las fuerzas productivas, orientado este último, unas veces, en el sentido del devenir histórico, y otras, en dirección contraria. En efecto, el propio devenir debe concebirse en su forma dialéctica. (79) En el carácter dialéctico del devenir reside la ambigüedad del arte moderno. Por un lado, oculta las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, y por otro, contribuye a la ideología para mantener un velo mistificador en el mundo. Desde la primera frase de la Teoría estética se señala la situación paradójica del arte en el mundo moderno: “Ahora se sobreentiende que todo lo que se refiere al arte, en sí mismo como en su relación con la totalidad, no es evidente, como no lo es siquiera su derecho a la existencia” (54). Ante la ambigüedad que reside en la obra de arte, Jimenez sospecha que en la teoría de Adorno, las relaciones entre arte y mundo jamás se superarían, ya que es muy difícil que superen “la etapa de la denuncia teórica e impo-

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tente, víctima de sus propias exigencias” (80). La ambigüedad en el arte desaparecería sólo si se alcanza un mundo reconciliado. Mientras perdure un mundo de falsas necesidades y mecanismos, el arte continuará siendo expresión de decadencia. Además, la obra de arte en la sociedad industrial es negación del modernismo. Acción que se convierte en el pilar de su autenticidad. “La obra de arte lograda es [...] un equilibrio de la forma entre tensiones contradictorias” (82), las cuales no aparecen de manifiesto directamente. No obstante, en la teoría de Adorno, llama la atención Jiménez, las contradicciones nunca se ponen de manifiesto. Lo único que poseemos ante la ambigüedad y la negatividad de lo moderno es la “promesa de algo «otro» que amenaza no realizarse jamás: «La experiencia estética es la de algo que el espíritu no podría tener, ni de sí mismo ni del mundo; es una posibilidad prometida por su imposibilidad». Por lo tanto, las obras de arte no son más que promesas de un no-existente” (151). La resolución del enigma lo contienen potencialmente las obras de arte, pero, al poseer la obra de arte la respuesta a su carácter enigmático, “es incapaz de comunicarlo en la misma medida en que no habla” (153). La única manera en acceder al enigma de la obra de arte es en el seno de una humanidad liberada. Sin embargo, “la esperanza de una liberación puede forjarse únicamente en la toma de conciencia individual de una posibilidad de utopía, en la síntesis de la totalidad no totalitaria, y no en la exclusión” (162). Esperanza que, paradójicamente, crece en un estado de desesperación. En la sociedad actual nada ha cambiado y cada vez más se tiende a un estado mayor de endurecimiento, en conclusión, la Teoría estética para Jimenez “cierra a su vez los caminos, apenas entrevistos, de la liberación, y responde con la negativa y el escepticismo a quienes creen todavía en un futuro posible” (163). Las anteriores líneas pretendían señalar el hilo conductor más importante del texto de Jimenez alrededor del pensamiento de Adorno. Principalmente, el paso de la teoría crítica a la estética y las consideraciones acerca de la obra de arte, a partir de las consideraciones alrededor de la denuncia a la ideología y la sociedad industrial. Son muchas las preguntas y los aciertos que la interpretación de Jimenez realiza en torno a la obra de Adorno, pero, como el mismo lo ha señalado, “toda conclusión es en cierto sentido una exclusión que nos separa del devenir” (163). Intentar establecer límites al pensamiento de Adorno es algo absurdo y, más bien, la principal importancia del pensamiento adorniano descansa “en comprender el sentido de rechazo, de la «negación determinada», que no es punto de partida ni término, sino proceso dialéctico” (164). Por tanto, el arte tiene que enfrentarse a la idea de que su utopía a pesar de todo es «posible», y de ahí, uno de los síntomas de incomodidad que despierta en la «falsa conciencia» de la sociedad industrial. 262

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Para finalizar, vale la pena llamar la atención alrededor de dos aspectos del libro de Jimenez. Por un lado, la acertada presencia de otros pensadores, como es el caso de Benjamin y Marcuse, que no sólo contribuyen a conformar un corpus del pensamiento de Adorno, sino también a plantear una idea general de lo que fue el proyecto de la Escuela de Francfort y las cercanías y distancias entre los distintos pensadores de la Escuela. Por otro lado, el estilo del libro. Jimenez construye un libro bastante esquemático dividido en pequeños capítulos que permiten una entrada bastante amable a los puntos centrales del pensamiento de Adorno. Sin embargo, como el mismo Jimenez implícitamente es consciente, Adorno construyo su obra principal la Teoría estética como una serie de fragmentos que responden a la dificultad de plantear la cuestión estética en la actualidad, por lo cual, de cierta manera, transcribir la vena de su obra en un texto esquemático, no sólo va contra su voluntad, sino también contra su propio pensamiento crítico. Humberto Sánchez Rueda Estudios Literarios Universidad Nacional

Buck-Morss, Susan. Origen de la dialéctica negativa: Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt. México: Siglo XXI, 1981. 383 páginas.

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l orden de las palabras que conforman el título de este libro no podría haber sido alterado sin traicionar su contenido. Susan Buck-Morss ha organizado su libro con el objetivo de indagar el origen del método que utilizó Adorno en sus escritos, presentándonos a Benjamin como una influencia directa de su pensamiento, influencia aun mayor que la que ejercería en Adorno la escuela de Frankfurt. Buck-Morss comienza realizando un ensayo autobiográfico en el cual nos muestra los orígenes de Adorno, su familia, su vinculación directa con la música, los años de juventud, su formación en Kant, su relación con Horkheimer y con Benjamin. Luego de ese apartado Buck-Morss entra a explicarnos la recepción de Marx por parte de Adorno. El primer capítulo está dedicado a analizar la idea de la historia en Adorno junto al valor doble de sus conceptos. Otro de los capítulos se concentra en mostrar la idea de objeto que tenía Adorno, lo que implica una introducción a su crítica de la metafísica. En cuanto al sujeto, la lógica de su desintegración se explica en el capítulo quinto mediante el desdoblamiento del concepto de experiencia en este autor. Luego Buck263

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Morss se centra en la construcción de constelaciones y nos muestra cómo el método de Adorno sirve a los propósitos del derrumbamiento del idealismo. En el capítulo séptimo se analiza el estudio de Adorno sobre Kierkegaard. En el octavo capítulo se muestra cómo el arte fue un modelo para la filosofía de Adorno y de Benjamin. El libro culmina con un interesante análisis del debate entre Benjamin y Adorno, el cual tuvo lugar durante los años treinta y permite esclarecer elementos de la teoría y de las ideas de los dos pensadores. Desde el primer capítulo Buck-Morss nos muestra cómo, ya desde niño, en su círculo familiar, Adorno se veía a sí mismo como músico y artista. También se hace notar la profunda relación con Benjamin, en cuyo pensamiento a Adorno se le había mostrado “lo que la filosofía debía ser si había de cumplir con lo que prometía y que jamás abarcó, desde que se deslizó dentro de ella la división kantiana entre lo que permanece dentro del campo de la experiencia y aquello que trasgrede los límites de la posibilidad de experiencia” (cit. en Buck-Morss 30). El argumento de Buck-Morss durante todo el libro es que es en Benjamin donde hay que buscar gran parte de las ideas que Adorno desarrolló en su filosofía. En ese sentido la relación de Adorno con el instituto pierde fuerza con respecto a la tesis de Martin Jay. La misma Buck-Morss cita siempre a Jay entre comillas cuando habla de la Escuela de Frankfurt y, si bien retoma alguna de sus observaciones más generales, Buck-Morss parece regresar siempre a la idea de que la influencia de Horkheimer y el Instituto sobre el pensamiento de Adorno es menor que la que ejerciera Benjamin. Buck-Morss fortalece los vínculos posibles entre los pensamientos de Benjamin y Adorno, mostrando las relaciones importantes que se presentaban en las actividades de los dos pensadores. Así, si la interpretación de Adorno como músico de las partituras no copiaba únicamente el original, de la misma manera Benjamin operó en sus traducciones de obras literarias. Esto ayudó a que los dos forjaran ideas similares en lo que concierne a la mimesis y a la obra de arte en la época de su reproducción técnica. Además de Benjamin, cuyo estudio sobre el Trauerspiel es definitivo para entender los orígenes de la filosofía de Adorno, Buck-Morss nombra la influencia de Marx y de Freud en su pensamiento. Aunque la influencia del materialismo es fuerte en Adorno, incluso se lo trata de defender como un verdadero heredero del legado teórico de Marx, se tiene que decir que “a lo largo de toda su vida se diferenció fundamentalmente de Marx porque su filosofía jamás incluyó una teoría de la acción política” (70). 264

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En el acercamiento de Adorno a Marx fue decisivo el libro de Lukács Historia y conciencia de clase, un texto con el que Adorno aprendió que el materialismo dialéctico de Lukács era un excelente medio cognitivo, aunque sin abrazar conceptos de éste como el de historia ni tampoco su idea de que el proletariado era el sujeto-objeto de la historia. Aceptar esto último habría implicado, por un lado, mantener el sistema ontológico hegeliano de la dialéctica de la historia, que era lo que Adorno no quería, y, por otro, que a través de la teoría, transformada en un instrumento para la revolución, se entrara a manipular la verdad según las necesidades estratégicas del partido. Las distancias entre Adorno y Lukács se extenderían incluso hasta los predios del arte. El artista era concebido por Adorno como un trabajador –desde donde se acentuará el papel que juega el arte en su no intencionalidad– a diferencia de Lukács, quien creía que la misión de ese trabajador era la de ser un líder e instructor político. Asimismo, Adorno distanció su pensamiento de otro importante intelectual marxista, Brecht, quien desde una postura parecida a la de Lukács hablaba de refuncionalizar las técnicas estéticas modernas con la intención de usarlas como herramientas ideológicas para la liberación de los hombres. Podemos decir que Adorno las admiraba estas técnicas estéticas modernas que Brech “refuncionalizó” en su obra, pero esto se explica precisamente porque ellas rechazaban las técnicas del arte burgués, presentándose de una manera antiautoritaria y desafiando permanentemente los dogmas. Pero su liderazgo era más ejemplar que pedagógico. Buck-Morss se detiene en las diferencias entre Adorno, Brecht y Benjamin, para intentar mostrar cómo son las relaciones entre praxis intelectual y praxis política. En el caso de Adorno, la relación siguió siendo vaga y abstracta, sin explicación acerca del medio social que pudiera servir para conducir a esa mediación, [...]. Adorno aceptaba un análisis social marxista y utilizaba categorías marxistas al criticar los productos geistige [intelectuales] de la sociedad burguesa. Pero el conjunto de su esfuerzo teórico se dirigía a continuar interpretando al mundo, y la cuestión había sido transformarlo. (100-101) La idea de historia. La lógica de la desintegración Sería correcto decir que Adorno no tenía concepto alguno de la historia en el sentido de una definición ontológica positiva del significado filosófico de la historia. En cambio, historia y naturaleza en tanto opuestos dialécticos eran para Adorno conceptos

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cognitivos, no demasiado diferentes de las “ideas regulativas” de Kant, que se aplicaban en sus escritos como herramientas críticas para la desmitificación de la realidad. Simultáneamente, cada una proporcionaba una crítica de la otra. (112) Adorno estaba muy cercano en su idea de la historia a Horkheimer, es decir, en aquello de que había que “luchar con el espíritu de la época antes que unirse a él” (111). Consecuentemente, al igual que en el pensamiento de Benjamin, en Adorno se privilegia una visión de la historia enfocada más hacia atrás que hacia adelante. Todo esto se vio consolidado en el rechazo de la historia como progreso. Asimismo, Buck-Morss nos muestra que los conceptos de Adorno tienen un carácter doble, en donde se incluye desde luego el mismo concepto de historia. El polo positivo de la historia era definido por Adorno como la praxis social dialéctica: “[...] ese modo de comportamiento humano, ese comportamiento social trasmitido que se caracteriza sobre todo porque en él aparece lo cualitativamente nuevo [...] un movimiento que no transcurre en la pura identidad, en la pura reproducción de lo que ya está ahí, sino en el que emerge algo nuevo” (cit. en Buck-Morss 123). “El doble carácter del concepto de historia –continúa diciendo Buck-Morss–, su polo negativo, estaba determinado por el hecho de que la historia real de la praxis humana real no era histórica en tanto reproducía estáticamente las condiciones y relaciones de clase antes que establecer un orden cualitativamente nuevo” (123). Lo mismo sucede con el concepto de naturaleza. Buck-Morss lee en Adorno un polo positivo, caracterizado por los entes existentes, mortales, transitorios; y uno negativo, si se entiende que la naturaleza es aquello que no ha entrado en la historia, que está fuera del control humano. Para quien quiera adentrarse en la lectura de Adorno es de mucha ayuda entender el modo de su argumentación, al que Buck-Morss se refiere cuando escribe: “aceptada la premisa de una realidad contradictoria, esencialmente antagónica, está clara la razón que llevó a Adorno a entender que el conocimiento del presente requería la yuxtaposición de conceptos contradictorios cuya tensión mutuamente negadora no podía disolverse” (130). Si Adorno aceptaba la realidad contradictoria era porque estaba consciente de lo que fue la pérdida del sentido de totalidad de su época (como síntoma de la decadencia burguesa); a partir de su propio método de argumentación mostraba las contradicciones categoriales al interior de corrientes filosóficas como las idealistas, a las que criticó constantemente. De estas contradicciones emergía una nueva lógica.

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La lógica de la desintegración era la nueva filosofía en acción. BuckMorss ve en la conferencia de Adorno “Die Aktualität der Philosophie” el origen de la dialéctica negativa, vislumbrada tanto en los primeros trabajos de Benjamin, principalmente en su libro sobre el Trauerspiel, como en los diálogos que ambos sostuvieron en 1929. En lo que a Benjamin respecta, él anunció las categorías del nuevo materialismo en sus escritos; Adorno, por su parte, las hizo efectivas cuando intentó extraerlas de las formas tardías del idealismo: este fue el programa que siguió en su crítica al existencialismo de Kierkegaard y a la fenomenológica de Husserl. En estos estudios ya se encuentra implícito el cuestionamiento a la filosofía de Heidegger. Buck-Morss subraya que “al delinear los orígenes del método de Adorno, he tratado premeditadamente de evitar igualarlo con la ‘teoría crítica’, término que carece de precisión sustantiva. La teoría crítica nunca constituyó una filosofía articulada de manera completa, que los miembros del Instituto aplicaran de idéntico modo” (142). A propósito de esto, por ejemplo, se explica que hay una diferencia importante entre Horkheimer y Adorno, pues aunque ambos creían que la filosofía burguesa estaba en decadencia, Horkheimer “parecía concluir que si la metafísica ya no era posible, el filósofo debería buscar auxilio en las ciencias sociales para hallar la verdad” (144). Lo particular concreto. La verdad inintencional Al igual que Benjamin, Adorno consideraba que la filosofía debía centrase sobre lo particular y no sobre lo general. Aquí pensamos en el interés de Benjamin por la minucia, el detalle. Los objetos debían describirse tratándolos como objetos materiales, con vida y muerte propias, aceptando su carácter histórico. Por esta vía es por la que Adorno –haciendo uso de su razón histórica– desmonta el existencialismo en sus estudios sobre Kierkegaard y Husserl. “La falacia del existencialismo y de la fenomenología de Husserl –señala Buck-Morss– consistió en detenerse en el objeto dado inmediatamente y no ver más allá de esta apariencia fetichizada, cuya forma reificada había analizado Lukács como una ‘segunda naturaleza’” (160). El influjo del Benjamin del Trauerspiel fue definitivo para esta visión de Adorno. Al analizar los fenómenos como textos históricos y no como objetos naturales, Benjamin veía las obras a partir de extremos contradictorios. Pero el enfoque que en Benjamin tenía raíces místicas en Adorno sería puesto en el marco de la teoría marxista.

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Al momento de ver el objeto, la dialéctica negativa se interesa tanto en su identidad como en su no identidad con el sujeto, siendo esa no identidad en donde se encontraba la verdad, según Adorno. También Benjamin en el Trauerspiel se había enfocado en lo inintencional, término que en Husserl era usado con el fin de “distinguir los objetos empíricos (el manzano realmente existente) de los objetos intencionales (el árbol tal como existe en el pensamiento del árbol)”. Los intencionales eran objetos cuya objetividad no residía en su existencia empírica, como las sirenas, por ejemplo. Así Husserl en su filosofía podía “evitar asentarse sobre el movedizo e incierto terreno de los seres empíricos –precisamente aquellos particulares transitorios que Adorno y Benjamin consideraban cruciales” (169). El rechazo de la intencionalidad, que en Benjamin podía tener un origen místico, coincidía con el materialismo. Pero tal materialismo –según Buck-Morss– no debe entenderse en un sentido marxiano, sino en un sentido prekantiano. “Adorno insistía en que la filosofía reconociera como ‘materia’ no sólo a los objetos naturales sino a los fenómenos geistige también (incluida la noción de Husserl de ‘objetos del pensamiento’)” (170). Resulta relevante decir que como el “material” de las novelas, las ideas, los conceptos y las teorías envejecían, también en estos se podía buscar la verdad inintencional. El individuo como sujeto de experiencia. Las constelaciones Buck-Morss subraya que en Kant el papel del sujeto es creativo; los objetos, por su parte, serán moldeados según las formas y las categorías a priori de la sensibilidad y el entendimiento respectivamente, a través de los cuales se conforman los objetos de la experiencia. Buck-Morss explica que “Adorno, dando un giro a la revolución copernicana de Kant, sostenía que el objeto, y no el sujeto, era lo preeminente: era la previa estructura históricamente desarrollada de la sociedad la que hacía que las cosas fuesen como eran, incluyendo las reificadas categorías de la conciencia kantiana” (184)1. Según Buck-Morss: Para explicar en qué consiste el giro copernicano de Kant, se debe comenzar por decir que en este autor todo objeto, para que pueda ser conocido, tiene que cumplir con las condiciones de posibilidad del conocimiento del hombre, las cuales son de naturaleza espaciotemporal. En vista de que nuestro conocimiento es un conocimiento de objetos, al hablar de las condiciones de posibilidad para todo el conocimiento (en Kant), se está haciendo referencia a la unión de lo universal: para todos los objetos que yo pueda ver, con lo necesario: tiene que ser así para que yo pueda verlos. En esta medida el giro copernicano de Kant habla del objeto como fenómeno, es decir, como objeto de conocimiento, en donde no es el

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Adorno sostenía que el momento cognitivo autónomo y espontáneo residía en el rechazo a aceptar la resultante fetichización del pensamiento en la que el sujeto era desdoblado del objeto, el entendimiento de la materia. El sujeto debía salir de la caja de la subjetividad entregándose al objeto, entrando en él como había afirmado Benjamin en el Trauerspiel. Esta “inmersión en la interioridad” no conducía al redescubrimiento de sí mismo del sujeto, sino a un descubrimiento de la estructura social en una particular configuración. Allí donde Hegel, también argumentando en contra de Kant, consideraba que la estructura de la realidad era en última instancia idéntica a la subjetividad racional, Adorno consideraba al objeto como simplemente no racional, aunque era comprensible racionalmente. Pero sólo una lógica dialéctica podía captar las contradicciones internas de los fenómenos que reproducían en el microcosmos la dinámica del contradictorio todo social. (184) Así se llega a acuñar el término “fantasía exacta”, un concepto dialéctico que reconocía la mediación mutua entre sujeto y objeto sin que ninguno de los dos tuviera ventaja. Con la “fantasía exacta” Adorno se aseguró de mantener siempre posiciones dialécticas, si bien tales posiciones encontraron su mejor expresión en la idea de las constelaciones. (Si el papel del sujeto es extraer conexiones entre los elementos fenoménicos, entonces él es similar al astrólogo que mira las constelaciones). Pero el método de las constelaciones fue el modo en que Benjamin expuso su pensamiento: allí los fenómenos aparecen entre las ideas sin negar lo contradictorio ni particular de cada una de éstas. Esto lo aprendió Adorno, cuyo objetivo no era desarrollar una síntesis teórica, sino descifrar una realidad contradictoria. Por eso se acude a pensamientos que aparentemente se consideraban contradictorios como el de Marx y Freud. Aun así cuando utiliza conceptos de ellos, tales conceptos no aparecen estáticos, sino que se modifican dialécticamente entre sí. Así Adorno intentaba que la estructura de sus ensayos fuera la antítesis de la estructura de la mercancía. Adorno construía sus constelaciones según principios de diferenciación, no-identidad y trasformación activa. En su estudio sobre Kierkegaard y en sus ensayos sobre el Jazz, Adorno emprende la tarea de liquidación del idealismo al desplegar sus constelaciones. conocimiento el que se acomoda a los objetos, como creía Hume, sino que son los objetos los que se han acomodado de conformidad al conocimiento. Y por esto el giro copernicano de Kant es el que permite hablar del conocimiento a priori. (Nota del editor)

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La influencia del Arte El aspecto de la influencia del Arte sobre el pensamiento de Adorno es uno de los puntos fundamentales del ensayo de Buck-Morss. A lo largo de todo el libro la autora vuelve sobre el tema una y otra vez, comentando que Adorno se veía así mismo como un artista y que había construido su filosofía inspirado en la técnica musical de Arnold Schönberg. Tal como Schönberg, Adorno desarrollaba el material hasta el punto de la inversión dialéctica. Mientras Shönberg llevaba a tales extremos la tonalidad que resultaba en atonalidad, que desmitificaba la música, demostrando que las “leyes” tonales no eran naturales ni eternas, Adorno procedía de manera similar con el idealismo. El desarrollo de las ideas musicales en Schönberg, que Adorno describía como “un movimiento entre extremos” comparable a la “resolución de enigmas” o el “descifrar”, era estructuralmente análogo al desarrollo de las ideas filosóficas en Adorno. El prototípico ensayo de 1932, “Die Idee der Naturgeschichte” [...], desarrolla su análisis desde la paradójica constelación cuyos extremos eran “historia” y “naturaleza”. No forzaríamos demasiado la analogía si argumentáramos que la estructura de este ensayo guardaba una clara correspondencia con las reglas de la composición dodecatónica, por ej., 1] la afirmación de la hilera tonal: “toda historia es natural” (y por tanto transitoria); 2] retrógrado, o reversión de la hilera: “toda naturaleza es histórica” (y por tanto socialmente producida); 3] inversión de la hilera: “la historia real no es histórica” (sino pura reproducción de la segunda naturaleza); y 4] inversión retrógrada: “la segunda naturaleza es no natural” (porque reniega de la transitoriedad histórica de la naturaleza). (266) Tanto para Benjamin como para Adorno, la experiencia estética fue fundamental al momento de la comprensión filosófica, siendo determinante el arte para reconstruir la visión dialéctica del objeto. No obstante, “la técnica artística del surrealismo [era] lo que fascinaba a Benjamin. El arte surrealista retrataba los objetos cotidianos en su forma material existente (en este sentido literal, la fantasía surrealista era “exacta”) y sin embargo estos objetos eran al mismo tiempo transformados por el hecho mismo de su presentación como arte, donde aparecían en un collage de extremos remotos y antitéticos” (266). Este elemento de montaje del surrealismo sería utilizado por Benjamin en su filosofía, un método que para Adorno no era suficiente, pues la técnica del surre-

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alismo, al desmontar los objetos, lo que hacía era convertirlos en fetiches, en mercancías. Para alejarse de estos problemas Adorno asumió la técnica de Schönberg, que fue la que le permitió a Adorno alejarse de los problemas que ofrecía el surrealismo como modelo en la filosofía benjaminiana. Procediendo de manera similar a Schönberg, Adorno llegaba a la inversión dialéctica, mientras que Benjamin con la técnica del surrealismo terminaría mostrando en su filosofía sólo el reflejo de las apariencias dadas. Un ejemplo perfecto son los reparos que Adorno le hace a Benjamin en la primera versión del ensayo sobre Baudelaire. En esta primera versión Benjamin había sufrido los problemas de usar el surrealismo como modelo técnico de su filosofía. Para Buck-Morrs el ensayo de Benjamin sobre Baudelaire tenía varios problemas desde la óptica de Adorno: “en lugar de reconstruir la realidad social a través de un análisis dialéctico inmanente de las imágenes poéticas de Baudelaire, Benjamin yuxtaponía imágenes del poeta con partículas de datos de la historia objetiva en un montaje visual, agregando un mínimo de comentario, como si fueran subtítulos de una película” (311). Este parece ser el punto de separación más importante entre Adorno y Benjamin para Buck-Morss, separación que se afirmaba cuando Adorno pedía a Benjamin ser más dialéctico. El capítulo dedicado al debate entre Benjamin y Adorno es el más importante del libro. Está dividido en tres partes y realiza una exploración desde los ensayos de Benjamin hasta las ideas más importantes de Adorno, presentadas aquí siempre desde el punto de vista de la autora del libro. La conclusión es muy interesante. Por una parte, se considera la manera en que Adorno analiza el legado de Benjamin una vez muerto: Adorno muestra allí que la misma filosofía de Benjamin es un reflejo de la pérdida de la experiencia del sujeto en el mundo moderno; y, por otro, que el método adorniano germinó gracias al debate con Benjamin. Los trabajos de Adorno con el instituto (que heredó los problemas afrontados por la filosofía de Benjamin) y con Horkheimer ocupan la parte final del libro. Al final del libro Buck-Morss, mostrándose adorniana con el mismo Adorno, se pregunta si acaso no son aplicables los problemas vistos en la música de Schönberg a la misma filosofía del pensador de Frankfurt. Esta es una buena pregunta que vale la pena hacerse cuando nos acercamos a los escritos de Adorno: La revolución atonal de Schönberg había triunfado verdaderamente al liberar el material musical de las tiránicas leyes de la “segunda naturaleza” del sistema tonal burgués, pero en tanto

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una revolución operada exclusivamente en el campo de la superestructura, su impulso liberador no podía mantenerse. La atonalidad conducía a la composición dodecatónica, cuyos principios se trasformaban en un nuevo dogma musical. [...] Pero ¿era consciente Adorno de que la misma amenaza se cernía sobre la filosofía? (363) Jaime Báez Estudios Literarios Universidad Nacional

Lunn, Eugène. Marxismo y modernismo. Un estudio histórico de Lukács, Brecht, Benjamin y Adorno. México: Fondo de Cultura Económica, 1986. 360 páginas.

Como el título lo anuncia el libro se propone hacer un estudio histórico

de cuatro de las grandes figuras del marxismo en el campo artístico e intelectual. Lunn explica cómo fueron las relaciones entre las ideas marxistas y el arte modernista de inicios del siglo XX, buscando establecer tales relaciones teniendo en cuenta los eventos históricos que propiciaron una cierta recepción de este tipo de arte en los cuatro teóricos. Haciendo un recorrido por la carrera intelectual de cada uno de estos autores, el libro explica y justifica las diferentes reacciones que tuvieron respecto al arte modernista en general. El libro está dividido en tres partes, cada una de ellas dividida en capítulos, además de una introducción y una conclusión. En la introducción el autor justifica su intención al hacer el estudio sobre las relaciones entre el marxismo y el modernismo; además de presentar el libro como una investigación de las fuentes históricas y el entorno del encuentro político-estético en Alemania entre el marxismo y el modernismo. Cuatro son los propósitos principales aquí expuestos: primero, contribuir a un entendimiento más firme del papel central del modernismo estético en el renacimiento de una teoría dialéctica marxista occidental desde los años 20; segundo, explorar las variedades de la cultura europea de Vanguardia de 1880-1930 como un tema serio de interés para los historiadores e intelectuales del siglo XX; tercero, analizar cuatro confrontaciones específicas entre el marxismo y el modernismo, las cuales han servido para beneficiar a cada una de estas tradiciones; y cuarto, aportar nuevas ideas y perspectivas (sobre todo de naturaleza histórica) sobre la obra de Brecht, Lukács, Benjamin y Adorno y las relaciones entre estos autores (11).

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Antes de iniciar su estudio, el autor cree necesario enumerar los puntos fuertes y débiles de las dos tradiciones. Para Lunn el marxismo, en el mejor de los casos, contiene críticas penetrantes, indispensables e históricamente definidas de la economía, la sociedad y la cultura capitalistas, y un poderoso método de análisis dialéctico. Pero esto se une a menudo a una fe dogmática en la inevitabilidad histórica, en vista de cierta “concentración exclusiva en las fuentes capitalistas de la opresión moderna, y una tendencia […] hacia una teoría de ‘copia’ de la conciencia como un ‘reflejo’ de procesos sociales llamados ‘objetivos’” (12). El autor entiende que la cultura modernista contiene algunos ingredientes que pueden ayudar a la superación de estos problemas. Sin embargo, el arte modernista tiene sus propias deficiencias en algunas de sus fases, las cuales un marxismo culturalmente sensitivo podría aclarar en sus términos históricos y criticar con fruto. De otro lado, Lunn dice que lo que busca a lo largo de su escrito es proponer que gracias a los cuatro autores tratados se logró consolidar en el s. XX una estética marxista seria y flexible. Es así como se pasará a delinear cuidadosamente las diferentes ramas del modernismo a las que pertenecieron o que mediaron la visión crítica de cada uno de los intelectuales en cuestión; asimismo, a subrayar las diversas corrientes (históricamente condicionadas) estéticas, filosóficas y políticas absorbidas por estos autores. A propósito de los condicionamientos históricos Lunn nombra un evento que determinaría “el giro sin precedentes de varios pensadores marxistas independientes hacia las cuestiones de la ‘conciencia’ y la cultura como una parte vital pero olvidada de una dialéctica histórica de la sociedad” (15). Ese evento fue la derrota de la revolución proletaria en Europa Central, y las victorias subsecuentes del fascismo. En la primera parte del texto, titulada “Las tradiciones”, Lunn hace una presentación de las tradiciones de las que se va a ocupar. El primer capítulo de esta parte se llama “El arte y la sociedad en el pensamiento de Karl Marx”, en donde el autor muestra las diferentes posiciones que tuvo Marx respecto al arte, posiciones que, entre otras cosas, serán confrontadas en el siguiente capítulo con las ideas modernistas. Para Marx, la realidad era un campo de relación que abarcaba la totalidad de la experiencia humana. Por eso es necesario entender su interés por el arte y la cultura como elementos dinámicos que se interrelacionaron con el resto de su vida de trabajo (19). El capítulo trata no sólo de las descripciones literarias de Marx, sino del campo de relación que él veía entre el arte y otros aspectos del proceso social total. Dice Lunn que, para Marx, el arte, como parte definida del trabajo humano, no es una mera copia o reflejo de la realidad externa, sino su im-

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pregnación con propósitos humanos. En una sociedad dada, los humanos producen ideas, conciencia, lenguaje y arte, al igual que los bienes instrumentales necesarios. Pero el arte no satisface, para Marx, sólo las necesidades físicas, como sí lo hacen los productos materiales. El arte fabrica objetos de uso pero revela necesidades sensuales que van más allá de las físicas. Sin embargo, bajo las condiciones capitalistas, el arte se ha convertido en gran medida en una forma del trabajo alienado, a través de su reducción casi total a la calidad de una mercancía en el lugar del mercado. Para Marx, según Lunn, el mejor arte “desempeña la función cognoscitiva de penetrar a través de las nubes ideológicas que oscurecen las realidades sociales” (27). Y en tales condiciones capitalistas, el arte puede crear necesidades de disfrute que el capitalismo no puede satisfacer. De esta manera, la educación estética podría proporcionar un mejoramiento en el proceso del trabajo, pues el trabajo llegaría a incluir un juego más libre de las facultades psíquicas y físicas. Asimismo, el autor se pone en la tarea de explicar brevemente la noción de ideología en el arte según Marx. La ideología para Marx “no se entendía en términos de una manipulación consciente e hipócrita del público por una cínica élite burguesa” (30). Por el contrario, Marx creía que los que apoyaban el sistema social prevaleciente no advertían sus propios elementos contradictorios y por eso ayudaban en el congelamiento histórico del momento actual. Marx analizaba las obras de arte teniendo en cuenta esa concepción de la ideología, y no como algo que el artista o el arte en general presentaran de manera consciente. Para el filósofo alemán el arte no tiene como función primordial la ideológica, pues hay un gran valor en la libertad mental del poeta. Pero Marx también opinaba que el arte, aun teniendo esa libertad, no podía alejarse del ser realista. Lunn hace la aclaración de que Marx no habló de realismo como tal, si bien en sus observaciones sobre algunas obras literarias se puede notar su tendencia hacia este tipo de arte. Lunn propone cuatro criterios esenciales del realismo para Marx y Engels, que se pueden sugerir después de leer sus reflexiones sobre el arte. Estos cuatros criterios son: la tipicidad, la individualidad, la construcción orgánica de la trama y la presentación de los humanos como sujetos y como objetos de la historia (38). Con esto el autor justifica el valor que Marx le daba al realismo literario. En el segundo capítulo, titulado “El modernismo en una perspectiva comparada”, Lunn, en primer lugar, hace una reseña de la posición del marxismo frente a los movimientos modernistas. En segundo lugar, nombra los elementos que podría definir el arte modernista, a saber: la autoconciencia o autorreflexión estética, la simultaneidad, yuxtaposición o “montaje”, la paradoja, ambigüedad o incertidumbre y la

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“deshumanización” y el desvanecimiento del sujeto o la personalidad individual integrada. En tercer lugar, el escritor define las diferentes expresiones modernistas que más fueron analizadas por los cuatro teóricos marxistas, es decir: el simbolismo, el cubismo y el expresionismo. En cuarto lugar, Lunn se refiere al contexto histórico en el que aparecieron estos movimientos. Lunn dice que lo primero que se puede señalar es la “aparente incompatibilidad del abandono modernista de la secuencia evolutiva y la estilización formal con el ‘optimismo racionalista’ y la estética realista que suelen señalarse como distintivos principales del enfoque de Marx” (81). Pero el autor cree que esa formulación no tiene en cuenta la ambivalencia que había en el pensamiento de Marx, quien a pesar de creer en el progreso, criticaba el avance lineal del s. XIX. Y además no todo el modernismo tenía una actitud pesimista. Por otro lado se hacen también formulaciones desde el marxismo acerca de la forma estética del arte modernista. Lunn dice que una concentración exclusiva en algunas direcciones del pensamiento de Marx ha generado una estética erróneamente prescriptiva, estrechamente utilitarista y realista, razón por la cual los marxistas se irritan ante las estilizaciones estéticas y ante todo abandono de las costumbres tradicionales de la representación formal (82). Pero Lunn explica que Marx percibió una gran variedad de usos para el arte y que además lo “consideraba […], al igual que otras formas de la actividad laboral consciente, como parte de la mediación productiva humana del mundo objetivo, no como su mero reflejo o su representación mimética” (83). Lunn da por terminado el capítulo anunciando lo que será el resto del libro: los debates estéticos sobre el modernismo que surgieron a inicios del siglo XX entre Brecht y Lukács y entre Benjamin y Adorno. La segunda parte se titula “Lukács y Brecht” y está dividida en tres capítulos. El primer capítulo es “un debate sobre el realismo y el modernismo”, en donde el autor explorará los temas literarios explícitamente disputados en los años treinta entre los dos teóricos marxistas. Se inicia con la teoría de Lukács. Durante el decenio de 1930 Lukács “había desarrollado una teoría polémica, cuidadosamente delineada de la literatura moderna, basada en gran medida en una distinción entre realismo y naturalismo” (94). Lunn expone que Lukács definió el realismo como un modo literario en el que se trazaban las vidas de personajes individuales como parte de una narración, que las situaba dentro de la dinámica histórica completa de su sociedad. El realismo interrelacionaba los individuos y el desarrollo social, para presentar a los humanos como objetos y sujetos creativos de su historia. De esta manera, Lukács “aplicaba con imaginación, al realismo literario, la

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crítica de Marx a la ‘cosificación’ capitalista: en la voz narrativa residía la capacidad cognoscitiva para revelar la construcción de la vida económica y social a través de la interacción humana” (96). Y esto se lograba haciendo parte de esa vida social y económica de una manera concreta y no abstractamente, a diferencia del naturalismo, que pretendía exponer una realidad empírica inmediata como un dato objetivado, abstraído del cambio individual e histórico. Esta misma falta que Lukács encuentra en el naturalismo, la encuentra en el modernismo. Lunn dice que para Lukács los modernistas, “condicionados por la extrema división del trabajo existente en el capitalismo avanzado, y por la consiguiente preocupación de escritores y artistas con su oficio como una habilidad técnica especializada, […] pierden el contacto con la experiencia social de las ‘grandes masas’” (98), y al mismo tiempo hacen abstracciones, con lo que desaparece el individuo. Brecht se opone a las ideas de Lukács frente al realismo. Para Brecht Lukács construyó un “modelo realista restrictivo que se basaba por entero en un conjunto reducido de ejemplos formales tomados de un periodo histórico que excluía las potencialidades del arte moderno. Lo que se requería era un concepto más amplio del realismo como una confrontación de realidad histórica plural, contradictoria (y a menudo oculta), cualquiera que fuesen los medios formales que lo propiciaran” (104). Para Brecht, el argumento de que el realismo permitía al individuo entrar en las contradicciones de la vida social de una manera concreta, no se sostenía en el siglo XX, pues la vida técnica y colectiva moderna sólo puede comprenderse mediante abstracciones hechas desde el punto de vista del individuo. El capítulo termina con las objeciones de Brecht a las ideas de Lukács. El siguiente capítulo, llamado “Las vías de una estética marxista”, se basa en las biografías de cada uno de estos dos teóricos con el fin de encontrar las raíces de la divergencia de sus teorías estéticas. En lo que respecta a Lukács, se cuenta venía de una familia bien posicionada que le ofrecía un futuro estable, mientras que Brecht pertenecía a una familia de clase media en ascenso. Según Lunn, estas diferencias marcaron los contrastes en sus perspectivas sociales. Siguiendo con la comparación se comenta que Lukács tomó un camino diferente al del padre, que era banquero, interesándose por el estudio de la filosofía y el arte. Brecht también decidiría escoger un camino distinto al de su familia. Estas particularidades tienen valor para Lunn, pues ayudan a entender las diferentes formas de entender el marxismo y el arte. Mientras Lukács añoraba una sociedad total en contraposición a su sociedad fragmentada, lo que lo hacía inclinarse más por un arte realista que intentara abarcar de forma total la fragmentación de la vida moderna,

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Brecht, por su parte, no perseguía la idea de un restablecimiento de la continuidad del pasado: éste “objetaba una mera continuación del humanismo burgués y el realismo clásico, [pues] la consideraba ligada a las condiciones culturales socialmente individualistas y en gran medida anteriores a la revolución tecnológica, que el ‘arte burgués’ trataba de perpetuar” (129). Brecht consideraba que sólo una cultura moderna iba a ser capaz de poner de manifiesto las vastas diferencias existentes entre las clases. Para este autor una de las características marxistas más importantes era la lucha de clases; Lukács, en cambio, pensaba que la lucha de clases se había minimizando cada vez más. Lunn continuará el capítulo enunciando otras diferencias entre los dos teóricos. El último capítulo de la segunda parte, titulado “Estalinismo, nazismo e historia”, trata de las reacciones que las teorías de Lukács y de Brecht generaron en la época y en los diferentes grupos marxistas y socialistas. La tercera parte se llama “Benjamin y Adorno”, en la cual el autor analiza a estos dos teóricos con un procedimiento similar al empleado para analizar a Lukács y a Brecht. Esta parte cuenta con cuatro capítulos. El primero se titula “La ‘Avant-garde’ y la industria de la cultura”. Aquí Lunn presenta el debate que hubo entre Walter Benjamin y Theodor Adorno. Aunque en la realidad tal debate no se dio, Adorno sí llegaría a escribir una serie de réplicas a los argumentos de Benjamin. Cabe decir aquí que ambos se diferenciaron de Lukács y de Brecht por su mayor simpatía hacia el modernismo, si bien entre aquéllos hubo discrepancias debido a que concentraron su interés en manifestaciones modernistas diferentas. Benjamin, por su lado, se sintió atraído por la literatura del París moderno; Adorno, en cambio, se concentró en las tradiciones filosóficas y musicales y en la crisis de la subjetividad en el modernismo. Por otra parte, el capítulo trata en gran medida de las respuestas de Adorno a la defensa hecha por Benjamin del medio fílmico y del estudio interrelacionado de Baudelaire y el París del siglo XIX. Tras esto Lunn procede a explicar las tesis de Benjamin. Para Benjamin el arte cambiaba históricamente según su producción técnica. El avance técnico en el arte producía la pérdida del aura en las obras de arte e imposibilitaba un arte totalmente autónomo. A esta pérdida del aura contribuyó el cine, pues permitió que el arte fuera reproducido para una gran cantidad de personas. Los cambios técnicos en la reproducción del arte “anunciaban la desaparición de la ‘distancia’ en la producción y recepción del arte y su transformación, de un objeto de veneración inaccesible y único (lo que facilitaba la sumisión a la autoridad, según implicaba Benjamin), en un agente de la autoemancipación colectiva” (178). Adorno responde y dice que mientras Benjamin ve la obra moderna como autónoma, y por

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lo tanto aurática y contrarrevolucionaria, él la entiende como menos sujeta a ese efecto, gracias a la autoliquidación técnica del aura a través del desarrollo inmanente de sus propias leyes formales. Para Adorno la cultura moderna facilitaba la comercialización del arte y hacía de éste un producto más en el mercado. Benjamin por su parte veía que el mercado era un espacio al que el poeta debía acceder de diferentes maneras, pues era allí donde se encontraba la experiencia estética. El capítulo finaliza mostrando otras diferencias entre los dos teóricos, presentando las ideas sobre el arte de cada uno de ellos. El siguiente capítulo se titula “Benjamin y Adorno: el desarrollo de su pensamiento”. En este capítulo Lunn se concentrará, así como lo hizo con Lukács y Brecht, en la biografía intelectual de Benjamin y Adorno para entender sus concepciones artísticas y marxistas. Aquí se muestran los intereses de Benjamin por el misticismo judío y el simbolismo francés, como elementos que contribuyeron en la construcción de sus teorías. En primer lugar, se referencia el ensayo de Benjamin donde desarrolla la insistencia simbolista de que el lenguaje se comunica a sí mismo y no los significados subjetivos o intersubjetivos o las imágenes mentales de los objetos (202). En segundo lugar, se explica que Benjamin, con ayuda del judaísmo, construyó una interpretación exegética del arte, pues una “interpretación literaria, que trata los textos como recipientes de una sustancia sagrada no aprovechada, podría liberar tal poder revelador: por ejemplo, si se compararan sus menores detalles con su intención o su significado cotidiano, en una constelación con el presente, el crítico habría ‘redimido’ el ‘objeto’ a través de las redes simbólicas contenidas en el lenguaje metafórico” (208). Benjamin construyó estas ideas sobre el arte influido también por sus propias experiencias personales, que lo llevaron a despreciar la vida burguesa. A diferencia de esto Adorno no sentía tal desprecio, añorando, en cambio, su infancia como un paraíso perdido. Adorno experimentó en problemas filosóficos las preocupaciones por la crisis burguesa y encontró, en un primer momento, en el expresionismo una de las posibilidades liberadas por la desintegración cultural. Adorno vio que los escritores modernistas se veían obligados a criticar la sociedad desde adentro. Él se sentía atraído por un modernismo como el de Schönberg, que mantenía alejadas a las masas y al mundo comercializado. “La experiencia de Adorno con este enclave de avantgarde –dice Lunn– era importante para la formación de su noción de las formas disponibles para la ‘negación’ crítica en la sociedad burguesa avanzada” (228). Según Eugène Lunn, el concepto de negación adorniano carecía de peso político y estudio de clase. Lunn se interesa en mostrar que Adorno construyó un pensamiento fundamentado en algu-

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nos conceptos marxistas, aunque su crítica social se basaba más en el intento de resolver los problemas internos de las obras, ya que creía que era de esa manera como los autores aportaban más a los propósitos sociales. Este capítulo se finaliza explicando que tanto la experiencia de cada teórico como sus correspondientes inclinaciones por diferentes manifestaciones del modernismo influyeron en la creación de sus perspectivas teóricas. En el capítulo siguiente, “Un marxismo muy modificado”, Lunn inicia explicando que el marxismo de Benjamin y Adorno era muy diferente al de Lukács y Brecht, pues los dos primeros no se introdujeron de una manera tan profunda como los dos últimos. Adorno eludía en gran medida las categorías de las luchas de clases y desechaba la función clásica del proletariado en el cambio histórico. Benjamin, por su parte, utilizaba algunos argumentos marxistas, pero sobre todo como metáforas. Así desarrolló un marxismo simbolista, en donde se sustituyó el análisis causal por el lenguaje relacional de las correspondencias simbolistas. Asimismo, mientras Benjamin utilizó categorías desusadas del marxismo como la noción antievolutiva de la historia, Adorno tenía como elementos importantes en su enfoque dialéctico la mediación y la no identidad, negándose a derivar la realidad de alguna base final. En la dialéctica adorniana ninguno de los elementos que entra en tensión deberá reducirse jamás al otro, sin perder de vista que todas las partes de la totalidad se encuentran en una mediación perpetua. Anota Lunn: “más consistentemente que Marx, […], Adorno subrayó siempre la relación mediada existente entre el objeto y el sujeto, la tendencia de cada polo a revelar, en sus estructuras internas, las influencias constitutivas del otro” (265). Estas fueron las formas en que estos dos teóricos utilizaron el marxismo, teniendo que dejar en claro que ninguno de ellos interpretó el arte con categorías marxistas seleccionadas, incluso en ocasiones el significado de esas categorías hasta se veía modificado por sus propias orientaciones estéticas y culturales. El último capítulo se titula “Las opciones modernistas”. En él Lunn se propone estudiar las diferencias entre Benjamin y Adorno a propósito de sus intereses por el arte modernista. Al respecto se dirá que Benjamin tenía la idea de que “el pasado rescatable no era un modelo de armonía sino algo redimible en sus restos ocultos y sus ‘ruinas’ fragmentadas” (279). Para desarrollar esta idea, Benjamin habría recurrido a la poesía parisiense moderna, a los restos técnicos de los medios nuevos como el cine y la fotografía y al constructivismo de Moscú. Basándose en éstos, Benjamin pudo realizar su análisis cultural, artístico y social, en donde se evidenciaba por una parte la declinación del aura y, por otra, la posibilidad de una experiencia transmisible gracias a los nuevos me-

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dios técnicos. Esto encierra cierta ambigüedad que Benjamin resolvería en algunos ensayos. “Mientras que la aureola de la tradición se eclipsa como una necesidad histórica, y reaccionamos ante este desarrollo con una sensación de ‘la nueva belleza de lo que está pasando’, los medios reproductivos de la prensa, la radio, el cine, etc. […] contienen la posibilidad de una nueva clase de experiencia y conocimientos colectivos liberadores” (292). A diferencia de Benjamin, Adorno se dirigió hacia la música de desarrollo temporal. Para él, frente a una fuente extraña de la autoridad objetiva, el sujeto musical, a fin de conservar su integridad, deberá expresarse a través del carácter crecientemente formalizado, fragmentario y ajeno de la música. El sujeto deberá abandonar la pretensión de generar el mundo de los objetos a partir de sí mismo. Para Adorno en el momento que se deja de armonizar el objeto y el sujeto se destruye la armonía clásica y se obtiene un éxito cognoscitivo: se protesta contra la represión del sujeto expresivo, revelando cómo se aliena en los objetos que lo controlan (297). Estas son las razones que Adorno tiene para dirigirse a la música en sus análisis. En la conclusión el deseo de Lunn es mostrar cómo la relación entre modernismo y marxismo puede ser muy enriquecedora. “El entendimiento del modernismo –dice–, pasado y presente, tiene mucho que ganar de una extensión de las perspectivas marxistas cuando se manejan con imaginación, y sin reduccionismo, por pensadores como los cuatro examinados aquí” (323). Esta frase resume y concluye de la mejor manera el libro. Mario Henao Estudios Literarios Universidad Nacional

Jay, Martin. Adorno. Madrid: Siglo XXI, 1988. 161 páginas.

Una advertencia de Martin Jay al inicio del texto nos ha de prevenir

frente a la imposibilidad de condensar o sintetizar la filosofía de Adorno. Como éste lo planteó en algunas ocasiones, la verdadera filosofía es “un tipo de pensamiento que se resiste a la paráfrasis”, y en la medida en que se la intente glosar se desvirtuará su contenido. A su vez, bien sabe Jay que al igual que la música de Schönberg, la filosofía de Adorno exige un receptor que se involucre activamente con esa “melodía poco familiar”; aspirar a presentarla al lector profano de manera sencilla y franca quizás significaría falsearla. Es por eso que este especialista no deja de sentir un sutil sentimiento de culpa al ofrecernos una “obra in-

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troductoria” sobre la filosofía de Adorno; teme que pueda ser reducida a un intento de “domesticación” o vulgarización de las ideas del pensador. Sin embargo, dos cuestiones lo disuaden de este sentimiento y a su vez de una posible crítica del propio Adorno si éste todavía viviese y conociese el texto. De una parte, es evidente que es más esencial la obra misma que la opinión que su autor tenga de ella; así Jay se desentiende de lo que hubiese podido opinar Adorno sobre el texto y de las profusas advertencias que éste hizo en vida acerca de la importancia de conocer directamente la totalidad de su obra para comprender los conceptos dispersos en ella. De otra parte, Jay está convencido de que el libro impulsará a la lectura de la obra de Adorno y a profundizar en los temas apenas sugeridos. Finalmente, en el intento por responder a una hipotética crítica de “Adorno por Adorno”, el crítico se propone exponer los principales temas de la obra del filósofo sirviéndose de una maravillosa imagen de origen benjaminiano: un sistema filosófico debe ser como una “constelación”; es decir, un “conjunto yuxtapuesto [...] de elementos cambiantes que se resisten a ser reducidos a un común denominador, a un núcleo central o a un primer origen generador”. Según el especialista, cinco son las estrellas que conforman la “constelación” del pensamiento de Adorno y que renuncian a jerarquizarse o reconciliarse en miras a resolver la tensión que se yergue entre ellas: el marxismo, el modernismo estético, el “anticapitalismo romántico”, el “sordo pero palpable impulso judío” y el “desconstructivismo” (sic). Estos cinco motivos, sin embargo, no consolidarán la estructura del texto de Jay. Pero, aunque los capítulos del texto se organizarán en función de otros criterios, la metáfora de la constelación permeará la exposición de las ideas en Adorno. Para introducir las principales nociones de la filosofía de Adorno, Jay recrea, en la primera parte del texto, una síntesis biográfica. Sin limitarse en principio a brindar datos puntuales y concisos, describe el ambiente intelectual y emocional que rodeó al pensador generando un análisis integral de su vida. De esta manera, se da lugar a una paulatina familiarización por parte del lector no iniciado con las ideas y las publicaciones más representativas del filósofo y se lo prepara para la lectura de los siguientes capítulos. Si bien el Instituto de Investigaciones Sociales aparece como el eje en torno al cual se generaron los debates y las polémicas que rigieron el pensamiento de Adorno, se resalta, a su vez, la importancia de los años pasados en Viena y el encuentro en Norte América con Helmut Lazarsfeld, quien lo inició en los métodos empíricos de investigación. En “La filosofía atonal”, el segundo capítulo, tomando como guía el ensayo de Adorno “Sujeto-objeto” publicado en Consignas en 1969, Jay

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introduce una disertación de orden epistemológico en la cual se intenta explicar el vínculo que establece Adorno con la tradición filosófica preexistente en torno al problema del sujeto y el objeto. Frente a las tradiciones positivista e idealista, la teoría crítica se propone “abrir las jerarquías” entre sujeto y objeto concibiendo una nueva forma de relación que libere la condición oprimida de este último. La crítica de Adorno a la tradición cartesiana radica en que considera que el origen de la dominación del objeto por parte del sujeto se da a partir de la ineludible separación entre estos. Aunque Adorno es reacio a la diferenciación entre sujeto y objeto, no propone una integración indiferenciada entre ellos, –que daría lugar a la pérdida de la facultad reflexiva– sino, más bien, aboga por la búsqueda de la “comunicación” de lo diferenciado, en donde residiría la paz de los hombres. Para que esta nueva relación entre sujeto y objeto se establezca de forma emancipadora, es necesario que el sujeto haga uso adecuado de su “experiencia”. El término, sugerido por Benjamin, implica una forma redentora de asumir el objeto: el sujeto debe confiar en su propia experiencia para “rasgar el velo” del objeto. En todo caso, lo que logra Jay en este capítulo, utilizando un lenguaje sencillo que nunca va en detrimento del análisis y la crítica, es presentar la gama de tradiciones filosóficas precedentes que abordan el problema epistemológico y sugerir la propuesta de Adorno sobre esta problemática. Si bien Jay es consciente de que dicha propuesta queda expuesta apenas en términos utópicos, también subraya cómo la experiencia estética se afianza como la posibilidad libertadora del vínculo perverso que la filosofía estableció entre el sujeto y el objeto; vínculo que tuvo como corolario la dominación de unos hombres por otros, la explotación y, finalmente, el fascismo. En el siguiente capítulo, “La totalidad fracturada: la sociedad y la psique”, se señala cómo Adorno asume el análisis de la totalidad a partir de la tensión que se genera entre los métodos psicológicos y los sociológicos. Jay explica de qué manera Adorno trasciende una explicación economicista de la totalidad abordando problemáticas sociales, culturales y psicológicas que forjan, en conclusión, un “teoría crítica integral” y multidisciplinaria. Así, frente a los marxistas ortodoxos que abogaban por una transformación en los procesos de producción o por una praxis colectiva en pro de la libertad humana, Adorno enfatiza la importancia de la emancipación del sujeto empírico a partir del placer sensual y psicológico. Jay discierne las diversas posturas que asume Adorno frente a la teoría freudiana, subrayando cómo la prefiere en contraste con la psicología de masas de Gustave le Bon o la psicología colectivista de Carl Gustav Jung. En términos generales, el problema de toda psicología radicaría en abordar el estudio del hombre asumiéndolo como un objeto; es así como la cercanía de Adorno al psicoanálisis se

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justifica en la medida en que ésta es la corriente psicológica que opone resistencia a la objetivización de manera más asertiva, abogando por la “supervivencia del individuo”. Después de referir el diálogo que establece Adorno con los sociólogos Emile Durkheim y Max Weber, el capítulo se cierra con algunos apuntes en torno a su filosofía de la historia. Se refiere al sentido dual que Adorno le adjudicaba al efecto que el pasado podía ejercer en el presente; de una parte, consideraba que el recuerdo “mantenía vivas las esperanzas utópicas y las energías críticas de las generaciones precedentes” pero de otra, su filosofía de la historia estaba permeada de un tono pesimista al entender la historia como la “fatídica repetición del «siempre lo mismo» bajo la apariencia de algo nuevo”. Este tono pesimista llevó en ocasiones a Adorno a concebir el curso de la historia en términos de un “mesianismo inverso” que “le permitía hablar de «después de Auschwitz» con el mismo carácter portentoso con que un cristiano hablaría de d.C.” Sin embargo, frente a una “historia de la condenación”, Adorno apunta que la experiencia estética cumple por excelencia una función redentora; si bien quizás no transgredirá de forma radical el curso de la historia, sí emancipará y liberará la conciencia del sujeto en el mundo administrado. Es así como Martin Jay dedica el cuarto capítulo del texto al problema del arte en Adorno acuñándole un sugestivo título: “La cultura como manipulación; la cultura como redención”. Que Adorno considere cierta acepción de la cultura como una posibilidad redentora del individuo oprimido, no es causa única para que Martin Jay cierre su texto con esta temática; Jay considera que dentro de los aportes hechos por Adorno a la filosofía, la sociología o la psicología, su “análisis de la cultura” representa la parte más fascinante, fructífera y original. Adorno insiste en la necesidad de una relación dialéctica entre una idea elitista de cultura y una concepción más amplia del término. Subraya que la separación entre estas dos nociones excluyentes de cultura (la alta cultura y la cultura en términos generales) se da a partir de la diferenciación entre el trabajo intelectual y el manual y debe ser superada con el fin de rescatar “el potencial emancipador de la realidad cultural”. De otra parte, si bien la partición entre “cultura de masas” y “cultura elitista” constituyó una directriz esencial en la obra de Adorno, no podemos suponer una defensa plena de la “alta cultura”, en la medida en que es factible que en ambas aparezcan “momentos de barbarie”. No obstante sus críticas al neoclasicismo de Stravinsky o sus ataques a las óperas de Wagner, fue la “cultura de masas” el blanco propio de sus agudos dardos, ya que detrás de ésta subyacía el control ideológico y la dominación. El acérrimo desprecio que guardaba Adorno hacia la “industria cultural” se complementa con su incredulidad hacia el arte obrero de

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oposición, y a su vez, con el desinterés que le inspiraban las manifestaciones artísticas folklóricas o indígenas. La crítica a la industria de la cultura se enfoca en la no real gratificación espiritual, en una promesa continuamente escamoteada en donde en vez de llevarse a efecto un proceso de sublimación –cosa que ocurriría en el arte verdadero– se reprime al sujeto. El problema de la industria cultural, radicaba, a su vez, en ser pensada “desde el principio” como un producto de consumo y no como arte. La cuestión se agudizaba en la medida en que mediante una especie de “cortina de humo” se nublaban las verdaderas intenciones y funciones de la “industria cultural”. Se generaba así una “falsa conciencia” en el espectador, quien sentía aparentemente satisfechas sus necesidades espirituales. Aunque Adorno incluía dentro de la industria de la cultura multitud de fenómenos, el cine se constituyó en el blanco idóneo de su crítica, ya que, de una parte, era el arte que más explícitamente involucraba la tecnología y, de otra, reducía de forma manifiesta la distancia redentora que debía existir entre arte y vida. Frente a esta reducción, Adorno sostenía que ella impedía el ejercicio reflexivo e imaginativo del espectador. Si bien es cierto que Adorno nunca asumió el optimismo benjaminiano por la tecnología y su posibilidad de generar un arte “políticamente progresista”, no la juzgó por lo que ella en sí representaba sino porque podía ser utilizada con fines dominadores y represivos. A su vez, es fundamental referir aquí la distinción hecha por Adorno entre “tecnología”, entendida como la técnica que la industria cultural usaba con fines netamente económicos, y “técnica artística”, entendida como el conjunto de herramientas que desarrolla un arte de forma inmanente con fines estéticos. Como se pone en evidencia en su rechazo a un tipo de arte políticamente explícito como el de Bertolt Brecht o el de Jean Paul Sartre, Adorno afirmaba que la emancipación sólo podía darse a partir de un arte autónomo y libre de consignas revolucionarias o posturas políticas directas. En ese sentido criticó manifestaciones artísticas de vanguardia o movimientos modernistas de clara orientación izquierdista y abogó por el expresionismo como aquel modernismo que mediante su “implacable fidelidad al sufrimiento del hombre moderno” se concienció de manera más genuina de la imposibilidad de la realización de la utopía en el mundo administrado. Finalmente, Jay cierra el texto refiriendo lo que Lucia Sziborsky denominó la “filosofía de la música” de Adorno y vinculando estas reflexiones del filósofo a los temas expuestos a lo largo de Adorno. Al entender el desarrollo musical como un fenómeno histórico, Adorno establece un vínculo entre la música y la evolución de la sociedad que

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le permite confirmar en la primera los procesos de la segunda. De esta manera, hechos como la “alienación”, la “diferenciación” y la “racionalización” (Weber) o lo que Lukács denominó la “reificación capitalista”, evidenciaban, en términos del arte musical, cómo éste se había desvinculado de las experiencias de la vida cotidiana. Al igual que ocurría con el cine, en la sociedad administrada la mayor parte de la música era pensada desde sus orígenes como mercancía y, por lo tanto, cumplía una función represora del individuo. De esta manera, una posible música redentora estaría ligada –como también lo sugirió Adorno con respecto al arte expresionista– al “lenguaje cifrado del sufrimiento”. Así, la función de esta música se equipararía a la de la teoría crítica en la medida en que ambas negarían de forma explícita el statu quo. De esta manera, Jay subraya cómo Adorno dejó insinuado el camino hacia la realización de la utopía. Es el arte el que abre las puertas hacia la real experiencia liberadora y emancipadora, y es la música la expresión artística que quizás más se equipara a la teoría crítica en su labor de despertar conciencias. Así, el texto de Jay es efectivamente un abrebocas, que si bien puede ser leído y asimilado por un lector no iniciado, nunca llega ser una síntesis facilista y reconciliadora. La promesa que Jay hace en la introducción se cumple: al terminar la lectura de Adorno el lector aspirará a leer algún texto del filósofo no obstante percibir la complejidad de su pensamiento: constelación de estrellas que se resisten a jerarquizarse o reducirse a un centro. Jimena Gamba Estudios Literarios Universidad Nacional

Wellmer, Albrecht. Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno. Madrid: Visor, 1993. 162 páginas. ¿Todavía tiene Adorno algo que decir a la teoría crítica y a las sociedades?

Tras una serie de conferencias Albrecht Wellmer ha consolidado este pequeño pero importante texto, en el que reúne sus intervenciones en diferentes coloquios. En ellos se ha ocupado de fundar nuevos caminos comprensivos de uno de los principales pensadores para la Teoría Crítica, Theodor Adorno. Estas perspectivas esperan dar continuidad y aplicación a un pensamiento aparentemente agotado, y pueden a su

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vez fundar una nueva vía, fiel pero también crítica, para la Teoría en la escuela de Frankfurt. Su pretensión alcanza el máximo de efectividad con el texto de la conferencia Sobre la dialéctica de modernidad y postmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno, de la cual a su vez se sirve para titular esta publicación. Por lo demás el conjunto de la obra inserta al filósofo alemán en el circuito de la reflexión actual, haciendo justicia a un pensador, que se destacó por ser el precursor de la observación y el análisis conceptual de los acontecimientos y contenidos de una época que perdió sus cimientos y concebía a otra desde las cenizas de la razón y la cultura. Por otra parte, no se dejan de lado las alternativas propuestas por el pensador en busca de la superación empírica de la crisis y la reconciliación de la reflexión con las contradicciones que la desbordan. Adorno es fiel a la tradición más clásica de la filosofía alemana, pero no deja de ser intempestivo; pues busca dar cuenta de los vacíos de la reflexión en sí misma y de los que sufre en la experiencia, así como de los vacíos de la experiencia en sí misma y de los que sufre en la reflexión. Su trabajo consiste en la revisión de los vacíos que existen en el pensamiento de Occidente desde una época como la Ilustración, y que aún hoy están presentes, conceptual y materialmente. Wellmer se remonta hasta los primeros trabajos de Adorno para recoger su Crítica filosófica a la civilización, la constitución del sujeto en sí mismo y la naturaleza, hasta dar con la propuesta del filósofo para superar la crisis observada en la Modernidad, a través del estudio de sus últimos escritos: la Dialéctica Negativa y los publicados luego de su muerte, la conocida Teoría Estética y una serie de artículos que escribe para la revista y el Instituto de Frankfurt. Con las cuatro presentaciones que conforman este libro, Wellmer consolida una visión que no puede ser omitida por ningún estudio actual sobre Adorno. Aquí no se hará una presentación sucinta de cada conferencia, pues todas tienen en común la comprensión conceptual de la época junto al estudio del proyecto de emancipación o superación de su crisis. Recorreremos esta vía y nos concentraremos en el impulso dado por la articulación novedosa que Albrecht Wellmer realiza para hacer efectiva esta filosofía. La barbarie Theodor Adorno se concentra en un motivo que la filosofía viene trabajando continuamente. La reflexión marxista, psicoanalítica y nietzscheana, lo fundamentarán para su crítica a la época de la Ilustración y su prolongación hasta la experiencia de la modernidad como Racionalidad Instrumental.

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Sabemos que la travesía de la experiencia como concepto es larga en el contexto filosófico, y que su punto culminante se da dentro de la línea del idealismo como autoconciencia, en la conformación del sí mismo bajo las directrices lógicas del concepto, los principios de no contradicción y de identidad. Adorno entiende esto como un proceso en el que la subjetividad conceptual, al objetivarse, termina desentrañando y sometiendo la experiencia del sujeto con la naturaleza desde el mismo canon del pensamiento lógico. En el contexto material de esta experiencia, la Ilustración presenta un perfil ejemplar de la subjetividad, cuando se ha elevado en acto revolucionario, en contra de las creencias y su manifestación mitológica y sagrada, pues se observa en la realización del acto autónomo el motor del dominio sobre la naturaleza y lo humano. Adorno dice que una vez se proyecta esta actitud hacia la modernidad, se materializa el control físico sobre lo vivo y lo diferente, pues la primacía de la estructura del principio yoico ilustrado se eleva considerando lo otro y lo impropio bajo la determinación de sus principios de carácter lógico e instrumental. Así su materialización se lleva a cabo en general, bajo la forma de la Razón objetivante, escindida de la naturaleza y el hombre. En el intercambio, entendido como el movimiento de lo materialmente necesario para la existencia humana, se puede considerar un ejemplo de la realización de la Racionalidad objetivante. En lo que originalmente, fue un ejercicio construido en la praxis social de los hombres, la circulación de las mercancías fundamenta su ordenamiento, tomando a la subjetividad y la praxis social de su elemento, para readaptarlas luego a la lógica de su movimiento enajenante y objetivo. Wellmer no quita el aguijón a la visión crítica de Adorno, pues su revisión no piensa pasar por encima de él; si se tratara de un simple retoque, ignoraría por ejemplo este momento del pensamiento de Adorno trabajado en la Dialéctica de la Ilustración, junto a su amigo Max Horkheimer, lo que quiere decir que el momento Crítico se mantiene implícito y cualquier continuación de la misma reflexión filosófica sabe que dentro de sus venas corre la lógica de la barbarie. La escalada de la racionalidad subjetiva no sólo radica en las representaciones fundadas en la lógica y en el concepto, pues lo que ella “arma” y “zanja” como su objeto, resulta a su vez modelado según sus especificaciones, de modo que el intercambio, siendo una experiencia que resulta de la vivencia socio-cultural, se desentraña allí, a través de su imagen objetivada, anulando la particularidad gracias a la abstracción, las cualidades gracias a la cuantificación, el proceso y la construcción gracias

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a lo inmediato. El poder del análisis de Adorno quiere hacer ver que la representación objetiva reduce la experiencia de lo particular, cuando su momento es conformado en un escenario según la lógica de la Razón Instrumental, pues termina distorsionando las circunstancias reales de las relaciones del hombre consigo mismo, tanto como la experiencia entre los hombres y de estos con la naturaleza. Ahora bien, si la filosofía no entra a revelar esta situación, continuará con su papel legitimante o aún peor, seguirá reflexionando desde la misma situación del sistema social aberrado, dado que a su interior ella no ha cerrado las puertas a la barbarie y sus procedimientos lógicos reproducen la subjetividad dominante a cada momento. Adorno piensa, por el contrario, que la reflexión filosófica debe ser el motor de la superación de esta problemática y considera que esta puerta se cierra si su papel no es revelar la crisis de la racionalidad en la modernidad. La legitimidad de la filosofía se mantendrá en el momento en el que acepte a la reflexión negativa como parte del pensamiento y cuando se extienda tanto como se extienda el progresivo oscurecimiento de la época. Atender o no a este imperativo propio de la actividad legítima de la filosofía es lo que ocupa a la ortodoxia y a los que reformulan conflictivamente el pensamiento de Adorno. Wellmer, como otros pensadores de la escuela de Frankfurt, resalta la subsiguiente aporía a este procedimiento filosófico, pues si la reflexión y la racionalidad instrumental, contempladas independientemente o desde su interrelación, están viciadas, su ejercicio continuo no deja ver un horizonte distinto al de la reflexión de lo negativo. Con esta reflexión de carácter negativo, la filosofía evidenciará el control de la subjetividad formal sobre la naturaleza. Sin embargo, cuando se propone ir más allá de la herencia de la Ilustración criticando sus supuestos y consecuencias, busca aún dentro de la misma tradición reflexiva el objetivo de ilustrar a la Razón; pero su procedimiento va de la mano de la Crítica a la Razón y la subjetividad realizadas por el freudismo, el marxismo y Nietzsche, con el objetivo de develar las naturalizaciones que efectúa la Razón Instrumental cuando desconoce por su violencia totalizante los procesos y tiempos particulares. Esta filosofía que se fija en lo escindido y profundiza en las fracturas, tenía su precursor en Nietzsche, y se constituye con la reflexión intempestiva, fuera de los sistemas y siempre atenta a la suerte de lo real, de lo disperso y lo múltiple. Su actividad está unida a la del arte, la una y la otra se tienen como aliadas y se encuentran de igual forma fuera de la violencia de lo instrumental; ahora juntas, se espera que configuren nuevas vías y nuevas experiencias emancipadoras propias de la reconciliación de lo viviente.

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Wellmer no dará la espalda a esta alianza, pues se puede constituir en la columna que sostenga el giro efectivo hacía la reflexión que la barbarie de la modernidad había sellado una vez. Es de recalcar la filia que contiene esta alianza en el mismo carácter personal del filósofo; pues sus actividades como crítico, como artista y como espectador de arte hacen que las haya considerado motores de una posible emancipación en su propia forma de vida. Esta dinámica además de interesante es ejemplar para su observador, pues supone en la creatividad un equilibrio perfecto entre lo formal y lo vivo, ya que al ser procedimientos aislados de lo violento y trasgresor, ninguno se deberá sobreponer al otro si no se quiere culminar en lo formal-muerto. Así el procedimiento artístico tendría en común con el filosófico-postilustrado más de un elemento: aislados de las naturalizaciones de la cultura, sus materiales jugarán a desmarcarse de la llamada tradición, pues también están con ella marcados por lo falso. Cuando la legitimidad de la obra plástica y filosófica consista en revelar la apariencia de lo que existe en las imágenes objetivadas mediante lo instrumental, ellas expondrán a la luz el dominio y quizá lo suspendido o lo olvidado tras las investiduras formales. Aún así, pese a ampliar la visión del espíritu filosófico con el artístico, las contradicciones continúan. La materialidad objetiva de la obra y de la filosofía compuesta por la ambivalencia realidad/apariencia, propia de la esfera que se revela a su vez emancipada del sistema conceptualnormativo, pone a la verdad artística y reflexiva siempre en un abismo; aunque con esto se constituya su armonía estética y filosófica, tal proceso también las violenta continuamente obligándolas a verse a sí mismas al interior de esta negatividad sólo como rebelión, hasta contra el mismo factor estético que se ha vuelto formal. Claro, si toda subjetividad está colonizada, su expresión sólo deberá provocar su autodestrucción al ser ineludibles sus directrices. Bueno, para Adorno este asalto a la Razón, mostrándola aporética, es lo verdadero. En aras de la reconciliación, Adorno ve que el artista también debe ir más allá del arte, tal como el filósofo se proyectaría más allá de la Ilustración, aún con el proyecto mismo de la Ilustración, más allá del concepto con el concepto mismo. La visión artística, también dirigiría su proyecto más allá del estado falso del mundo, purgándose con lo que permanece irreconciliado. El arte transgredido con el arte mismo es el arte que Theodor Adorno vivenció en su época con la música serial y atonal, con su maestro Alban Berg y su colega Arnold Schönberg, un arte que se valida cuando formalmente se niega a sí mismo, pues combate con los grandes órdenes representativos que lo constituyen.

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El trabajo que Wellmer realizará, Adorno mismo lo empieza a marcar ejemplarmente. Es como el ejercicio de prolongarse más allá de Adorno con Adorno mismo, es un ejercicio que asimila su misma concepción negativa de la dialéctica con la que va hasta el límite, lo petrificado, la naturaleza muerta. Con ese más allá le es fiel, pues justamente con eso lo hace posible, sin dejar de lado las contradicciones concretas que pliegan el sujeto y hacen de su reflexión una dialéctica, una aporética y una utopía. Este trabajo no se toma a la ligera, pues los puntos álgidos resaltados por Wellmer son los más comprometidos por los revisionistas; si los va repasando, es porque los va a conjugar. Basta ver el amplio espacio que le dedica en la obra a esta experiencia del arte y del esteta deshaciéndose y revelándose a sí mismos como apariencia. El autor de estas conferencias va a producir un desplazamiento que busca desarrollar la continuidad empírica de la apariencia o, siguiendo a Lyotard, la Autenticidad, la posibilidad efectiva de la emancipación. Con Adorno la impostura del pensamiento y del arte sólo se nos ha revelado como emancipación negativa. Emancipaciones Adorno encuentra que el momento artístico y crítico de la Modernidad se caracteriza por las formas abiertas y sin límites que se subvierten a cada momento, transgrediendo con ello la unidad de la obra y más aún, la unidad cognitiva del sujeto. Es claro que la forma abierta movilizada principalmente por esta fuerza artística transformadora, que eleva a imperativo su confrontación contra los sistemas de sentido y validez, proyectará en el sujeto y su condición material un nuevo centro si las habilidades sensibles y de la expresión son utilizadas fuera de los órdenes representativos dominantes. Este efecto conforma el nuevo canon de lo estético, pero caerá también en el enjuiciamiento si el ejercicio artístico no es correlativo a la facultad de ser él mismo tribunal de la Razón y defensa de lo que ella distorsiona y cosifica. Las escisiones sujeto-objeto de la Razón Instrumental son afrontadas por las formas abiertas en las que el vínculo entre los hombres es rescatado y la simetría al interior del hombre es restituible. Aún con la constante del pensamiento de Adorno pesando a la espalda de esta obra, se lo encamina para que los quiebres sean reparables. Al haber mantenido Adorno la directriz de una filosofía de la conciencia, permanecía bajo el peso de los supuestos clásicos de la reflexión, por lo que la experiencia del sí mismo se le presenta bajo la experiencia de la enajenación de la subjetividad; sólo cuando las condiciones de posibilidad objetivas y trascendentales de ese sujeto pueden devenir en los logros concretos de la expresión, la forma abierta e ilimitada de lo diferente y lo excluido

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puede tener sitio confirmable en la existencia, superando al fin los abismos propios del lenguaje de la filosofía de la conciencia. Esta nueva situación es tan patente como la acción misma de la Razón Instrumental; pero es sólo la razón de las formas abiertas la que pugna por la restitución sin violencia y no forzada de lo vivido, tendiendo puentes entre la identidad y la diferencia, entre lo cercano y lo lejano, entre la visión y el concepto; quedando aquí toda utopía, como ya se ha dicho, en un sentido material de la experiencia dentro de los márgenes de una racionalidad nueva que ya suponía el filósofo con la filia entre la reflexión y las formas abiertas. Wellmer presiente que esta actividad no encarna otra cosa que el desplazamiento de una Razón Instrumental hacia una Racionalidad más amplia que traspasa las totalizaciones de lo reificado y de lo inerte con la fuerza de las experiencias paralelas de lo otro y lo excluido, dentro de un nuevo espacio que les da cabida en igualdad de condiciones como actores de la vida material. Este nuevo horizonte comprensivo da cabida a situaciones concretas, discriminadas antes por el conjunto de condiciones materiales propias del lenguaje de la Razón humana Instrumental, e ilumina ahora los componentes de las condiciones materiales y sus lenguajes particulares, cosa que desde luego no es considerada razón suficiente para producir de inmediato la emancipación. Pero en medio de la exigencia de una racionalidad del intercambio de sentido como la que está suponiendo de fondo Adorno, la Razón dominante queda en minúsculas, pues sólo es uno de los actores representados en las formas abiertas y no hay ningún motivo para que sus procedimientos sean universalizables. En la subjetividad y la objetividad sin limites y abiertas, que se desarrollan en la obra plástica o bien en la filosofía, la demandable incomunicación producto del dominio es superable. Tal como sucede en el caso en que las distorsiones del control agobien a una forma de vida, no en una instancia que cubra a todo el lenguaje o toda la razón, ya que, por ejemplo, puede establecerse un índice de violencia en el margen de Identidad y Diferencias, en una región, en una empresa, en un programa de televisión, siendo puestas en común entre los particulares, para ser reencausadas dentro de comportamientos que corrijan distorsiones e intereses desviados, en medio de significaciones esencialmente abiertas y caracterizables. La reflexión de Wellmer no se contenta con este avance de tinte habermasiano, pues no tiene para nada una actitud complaciente. Su objetivo es introducirse dentro del aparato central de la filosofía de Adorno,

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las categorías de Verdad, Apariencia y Reconciliación. Aceptada la superación que realiza esta racionalidad abierta sobre la Racionalidad Instrumental, queda superada la rigidez inerte de la dialéctica sujeto-objeto y se puede trabajar otro canon de la reflexión, sin que por ello se de una superación sólo teórica de los esquemas dominantes. Para pasar de esta actividad latente a una patente y manifiesta se pueden visualizar, a través del arte o la filosofía, las formas de vida o los juegos del lenguaje dominados por los contenidos semánticos atrofiados o atrofiantes, según los dominios del concepto propios a la subjetividad de la conciencia, en un espacio social definido y demandable. De otro lado, la demanda de las categorías de la Razón desde la misma Razón Ilustrada, hace parecer que Adorno acepta con sus supuestos la no realización y el límite imposible de rebasar, puesto que el mismo procedimiento está viciado; la esperanza desde estos mismos imperativos y supuestos es infundada. Aún así, las causas concretas de su desesperanza también pueden ser evidenciadas, aún en nuestro tiempo. Como pionero de la era del desenmascaramiento sus observaciones pueden tener aplicación, pues vemos que domina el lenguaje aliado con las técnicas científicas, domina la visión objetiva y funcional por sobre las formas abiertas orgánicas de forma que se generan prácticas cosificadoras extensas, tanto para los que las padecen como para los que las generan, en el orden institucional, político y social, etcétera. Por su parte, el campo de las formas abiertas capta la sensibilidad truncada, junto a las diferencias violentadas por la identidad dominante, yendo justamente más allá del dominio de esa Razón y de la apariencia, el punto al que se arriba tendrá que mostrar junto a la importante manifestación de otra forma de vida, el punto en el que se encuentran o se desencuentran y sobre todo el punto en el que se da respuesta o no a los motivos violentados. De forma que se mantiene la reflexión del orden del sentido por sobre la apariencia, es decir el imperativo estético y filosófico de Adorno en el que se muestra la negatividad de la Razón Formal; pero como se ha dicho, con una visión de la reconciliación concretable y efectiva dentro de las formas abiertas e ilimitadas y su papel en una comunidad. De otro modo y fuera de esta reformulación contemporánea, someterse sólo a los imperativos de un dominio de la razón, en este caso el instrumental o el formal, o bien a los de una secuencia histórica-material, deberá ser atendido y negado a la vez en un equilibrio meramente aporético. El potencial y el amplio margen de lo estético rebasan sin más a la Razón Instrumental, su crítica y el desenmascaramiento pueden atender asimismo una serie de mediaciones locales que se encuentran fuera del ex-

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clusivo campo instrumental, y que son precisamente las que se quiere rescatar del dominio de la Razón formal u operativa; dar la espalda a este espacio sería subyugar lo estético a un papel, como decía Adorno, de un arte programático. Claro, la expresión local, artística o cognoscitiva, puede estar distorsionada y ser regresiva. Wellmer no lo ignora, pues mantiene los ideales de la ilustración, junto a Adorno, pero ahora en un sistema de vida social sensible a estos problemas. Adorno es captado fielmente desde la misma radicalidad de su postura y con ella se define la otra cara de sus reflexiones. Al mostrar lo irrisorio de forma impecable, como aún lo hace el arte y alguna reflexión, se exponen los componentes de los paradigmas para evidenciar la totalidad falsa, logrando en este punto la emancipación real de la conciencia junto a la verdad, pues las formas abiertas franquean el componente de violencia de lo dominante, sacando a la luz las apariencias de la realidad moderna, pero no porque demuestren efectivamente sólo esta realidad negativa y sin sentido; ellas mismas son sentido, ellas condensan visiones antes ocultas, tal como sucede con las imágenes o constelaciones filosóficas. En este imperativo de Adorno está presente ya un nuevo término de la comprensión, una forma abierta para el individuo que reconoce su pasado, su presente y perfila su futuro. Si este no fuera su papel, el arte y la filosofía no se diferenciarían del sin sentido ni de lo petrificado, sólo asumirían la distorsión del contenido, de lo falso, serían como ello la nada, desconociendo de esa manera la verdad de los procesos concretos de la comprensión a posteriori, lo cual dejaría de tener todo sentido y no se diferenciarían de lo mudo o de la barbarie. Es decir que negar el sentido de la realidad moderna no es sólo negar el sentido de forma progresiva e indefinida, sino alterarlo, es la puesta en disposición del nuevo sentido para los sujetos que ven transformada su experiencia totalitaria marcada por la razón, cumpliendo justamente el rebasamiento del concepto y el dominio en pos de la reconciliación, pues se acaba de reconocer a lo otro del sí mismo, mediante los puentes entre lo subjetivo y lo objetivo antes incomunicados, ahora entretejidos desde la sensibilidad del sujeto que Adorno esperaba y que debe ser formado en grado creciente por el oficio propio del arte y de la filosofía. La formación vuelve efectiva la petición de los principales enunciados de la Teoría Crítica heredados de la Ilustración, con el hecho de introducir más razón y dirigirse contra lo paralizado e inamovible, el ejercicio crítico amplía las facultades conceptuales y prácticas del sujeto, dando la oportunidad de estructurar recíproca y efectivamente los campos antes incomunicados de la subjetividad con la objetividad y de lo sensible con la razón formal.

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El concepto de Reconciliación en la época de Adorno, se vuelve una exigencia negativa para el arte y la filosofía; pero mantenerla así, confirma más bien el último aliento para la esperanza. Ahora las sucesivas iluminaciones que pueden tener los hombres a través de sus nuevas experiencias acercan empíricamente lo que fue una vez sólo un ideal, haciendo que se recreen en la cultura y en la sociedad acciones concretas, desde los contenidos emancipatorios y auténticos que fueron una vez sólo de negación, rebelión y sin sentido. Fernando Astaiza Maestría en Filosofía Universidad Javeriana

Nicholsen, Shierry Weber. Exact Imagination, Late Work: On Adorno’s Aesthetics. Cambridge, MA; London, England: The MIT Press, 1997. 266 páginas.

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l libro de Nicholsen constituye un intento inteligente para dar cuenta de una reflexión estética densa y a menudo enigmática. Por este motivo, Exact Imagination, Late Work es también un texto denso y difícil de resumir. La autora parte de la idea de que la obra de Adorno ha envejecido, que es a la vez demasiado conocida y todavía poco entendida por el público (en especial el público anglosajón al que Nicholsen se dirige). Falta, según ella, una verdadera apropiación imaginativa de su obra, aunque menciona a Frederic Jameson, en Late Marxism, como una excepción importante (2). Si algo ha dificultado el acercamiento al pensamiento de Adorno, ha sido el papel central de la dimensión estética en su obra, en especial la “forma configuracional o constelacional”, más sugestiva que lógica (enigmática, precisamente), elaborada por este pensador en su búsqueda de una “racionalidad a-conceptual o a-discursiva” que se pueda oponer a la dominación de la lógica sistemática, aliada de la burocratización de la vida moderna (3). Nicholsen se propone entonces, en este libro, examinar en detalle no sólo las ideas de Adorno, sino, y sobre todo, la fusión de forma y contenido que acercan sus escritos a la actividad estética sobre la cual reflexiona el autor. En el primer capítulo, “La experiencia estética subjetiva y su trayectoria histórica”, la autora explora la postura de Adorno sobre la subjetividad y la experiencia estética, dos temas que según ella se han vuelto aun más problemáticos desde las últimas décadas del siglo XX (15). Examina también la historicidad de esta experiencia estética, y lo que

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una reflexión sobre dicha historicidad nos puede aportar para nuestra comprensión de Adorno. Éste privilegia una estética de la producción, centrada en el objeto, sobre la estética de la recepción, centrada en el receptor, que se ha vuelto de moda en las últimas décadas (15); al mismo tiempo, reconoce la complejidad de una experiencia que pone en juego al sujeto y a un objeto que no es objetivo (por lo menos no a la manera de los objetos ordinarios), ya que está mediado por el sujeto que lo produce y por el que lo experimenta. Un concepto central en la reflexión de Adorno sobre la experiencia estética es el de mimesis: el sujeto imita la obra al experimentarla, es decir, reproduce la dinámica interna de la obra en la dinámica de su experiencia (en ese sentido, el pensamiento de Adorno no está tan lejos de la estética de la recepción). Este proceso es a la vez activo y pasivo, sensual e intelectual, una fusión de opuestos que ilustra la expresión “imaginación exacta” retomada por Nicholsen en el título de su libro. Esta expresión corresponde, para Adorno, a la primacía del objeto unida a la espontaneidad subjetiva del receptor: la inmersión en el objeto se combina con una actividad de libre asociación (17-18). En otros términos, la objetividad y la subjetividad son totalmente interdependientes en la experiencia estética. En la dialéctica de las dos, la obra de arte cobra vida y se vuelve a su vez sujeto; la experiencia subjetiva del receptor se abre hacia “la intersubjetividad, la historia y la utopía” (22). La experiencia individual es mediada por la experiencia de la humanidad (Nicholsen cita “El ensayo como forma”) en los procesos de asociación a través de los cuales el sujeto pone la obra individual en contacto con otras obras de arte y con la experiencia humana en general (23). Al mismo tiempo, el sujeto experimenta una transformación en la cual la obra se vuelve él mismo, un sujeto supraindividual a la vez objetivo y subjetivo, “algo susceptible de ser experimentado y sin embargo más objetivo y más libre que el sujeto individual” (24). Este énfasis en la subjetividad determina toda la teoría estética del autor, siempre anclada en sus propias experiencias. Aquí Nicholsen empieza realmente su análisis de la forma en Adorno, resaltando la importancia del lenguaje figurado en su escritura, y la relación directa entre este lenguaje y el grado de participación personal del autor en el tema del escrito (26-27). Esto ilustra también la fusión de lo intelectual y de lo sensual en la experiencia estética tal como la concibe el autor. Nicholsen da cuenta del intento de Adorno por entender la trayectoria histórica de la subjetividad, desde el punto de vista del artista, del receptor, y de la misma obra. Al hacerlo, el autor busca liberar la estética de las nociones burguesas de progreso, así como de la noción de obra inmortal –y a-histórica–; también rechaza, por un lado, la identificación de la subjetividad con concepciones organicistas y biográficas –centradas

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en la inspiración del creador–, y por otro, la ficción de la obra como totalidad orgánica (32). Adorno subraya que la obra es un artefacto, no un organismo. Sin embargo, recurre a una metáfora orgánica para hablar de la evolución experimentada por la obra en el tiempo: habla de la muerte de la obra, una muerte que, según él, coincide con la desaparición de la subjetividad contenida en la obra, con la separación de su contexto histórico original. Este proceso, sin embargo, trae a la superficie elementos latentes en las obras. Adorno recurre a otra metáfora sugestiva para describir el mismo fenómeno: la subjetividad inicial abandona la obra “vieja”, pero la ilumina desde afuera (38). En ese contexto, las obras tardías de un artista son las menos subjetivas, y por lo tanto las más difíciles de entender y disfrutar para el público, las más ajenas a la “industria cultural” que Adorno siempre atacó. A propósito reflexiona Adorno sobre la música moderna, en donde el abandono del sistema tonal significa la pérdida de un lenguaje que facilitaba el acceso a la obra por parte del público. Así como la obra de arte es absolutamente inorgánica, el arte, el lenguaje y la identidad no son totalidades armónicas y orgánicas. Nicholsen profundiza acerca de esta idea en el segundo capítulo del libro -“El lenguaje: su murmullo, su oscuridad y su costilla plateada”-, en el que realiza un análisis cuidadoso de la forma –elaborada por el autor en Notas sobre literatura– para hablar de Adorno y el lenguaje. Adorno no formula una teoría explícita del lenguaje, pero hay una teoría implícita que está omnipresente en sus escritos. Para él, el arte se parece al lenguaje en su carácter a la vez casi-lógico y casi-sensual; o más bien, se parece al lenguaje en la medida en que éste logra trascender sus funciones puramente comunicativas y utilitarias para acceder a su dimensión poética. El autor está empeñado en buscar un auténtico lenguaje literario, que iría de la mano con un auténtico uso crítico y filosófico del lenguaje (61). En ambos casos es pertinente la noción de forma configuracional o constelacional, inseparable del pensamiento de Adorno. En este contexto él evoca la figura del emigrante, que aprende una lengua extranjera no con el diccionario, desde un sistema preestablecido de significados, sino en un proceso de construcción y desciframiento progresivos, a través de los múltiples contextos en los cuales aparecen las palabras (61). Esta teoría implícita del lenguaje le asigna una importancia privilegiada a la forma sobre el sentido o la intención del discurso (65). Insiste también en la coexistencia de dos dimensiones del lenguaje: la comunicativa y la poética o expresiva. La primera dimensión, por un proceso de deterioro histórico, se ha comprometido con fenómenos de dominación social e intercambio mercantil –asociados con el auge del

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capitalismo– que la han llevado a “colonizar” la dimensión poética: todo el lenguaje resulta así corrompido por la lógica del mercado. De ahí la connotación siempre negativa que Adorno le da a la noción de comunicación, concebida como el polo opuesto del auténtico lenguaje literario, en primer lugar, porque el sentido, a diferencia de la forma del lenguaje, descansa en la disociación entre palabras y conceptos, por un lado, y cosas por el otro, y por lo tanto está implicado en la rigidez de las categorías conceptuales y de los juicios lógicos; en segundo lugar, porque la comunicación es una forma de control social que está al servicio del mercado, y en consecuencia conduce a la enajenación de los seres humanos (67-68). Esta posición explica cierta ambivalencia que Nicholsen le atribuye al pensamiento de Adorno sobre el lenguaje. Aunque Adorno insista en que el lenguaje es un fenómeno artificial –no natural–, y en esta medida no puede aspirar a recobrar una ficticia pureza primordial, la noción de un lenguaje divino en el que las cosas y las palabras coincidirían (concepción que se acerca al misticismo judío que subyace al pensamiento de Benjamín sobre el lenguaje) está presente entre líneas en sus escritos (68). Sin embargo, el sueño de un lenguaje que se fusionaría con la cosa y escaparía a su dimensión comunicativa es para Adorno una locura necesaria, un ideal imposible (69). La única forma de expresión humana que se acercaría a este ideal es la música, no tanto por su aspecto sensorial como por su analogía con el lenguaje: con un lenguaje a-conceptual que crea totalidades o configuraciones por yuxtaposición de elementos no-significativos, y no por jerarquías lógicas. Este ideal de un lenguaje no-comunicativo implica, según Nicholsen, un abandono de la personalidad y de la voluntad con el objetivo de escuchar al Otro, a lo que es otro, distinto del sujeto, lo que no se debe confundir con una fusión (imposible y poco deseable) con ese otro. Y precisamente, cuando Nicholsen analiza en detalle los elementos o recursos del lenguaje que para Adorno se acercarían a ese auténtico lenguaje poético, nos damos cuenta de que son los vacíos, las rupturas en el discurso, los que subvierten la posibilidad de la comunicación y apuntan a una síntesis a-conceptual. Adorno habla en ese contexto de la forma épica, entendida como una forma dada a evadir las construcciones jerárquicas a través del uso de partículas inútiles que rompen la cohesión lógica del texto (Mahler sería en ese sentido para Adorno un compositor épico; Nicholsen volverá sobre ese punto en las últimas páginas del libro). Otro fenómeno lingüístico importante para Adorno en ese orden de ideas es el uso de palabras extranjeras en el texto. Hay una dimensión erótica en las palabras extranjeras -su uso responde a la seducción de lo ajeno-, y pertenecen además al lado barroco y alegórico del lenguaje en

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la medida en que son abiertamente inorgánicas. Ponen así en evidencia el carácter histórico y artificial del lenguaje en general, ayudando a subvertir la ilusión de un lenguaje natural y transparente, y contribuyendo a la elaboración de un lenguaje configuracional. El tercer capítulo, “La forma configuracional en el ensayo estético y el enigma de la Teoría estética”, trata principalmente de la obra más difícil de Adorno, Teoría estética, a partir de una comparación con lo que Nicholsen llama los “ensayos estéticos” del autor (es decir, los textos que abordan obras de arte). No es claro si incluye entre ellos “El ensayo como forma”, que utiliza además como punto de referencia para realizar un análisis sobre la forma de Teoría estética. La idea central del capítulo es que esta obra de Adorno es la más difícil de entender para el público, porque es lo que el mismo autor llamaría una “obra tardía” en la cual la subjetividad se ha disociado de la objetividad, y que ilustra con una intensidad particular el ideal de escritura configuracional y paratáctica del autor. Por lo tanto, exige del lector una “experiencia subjetiva mimética” (104) para aprehenderla, una experiencia especialmente austera por la forma deliberadamente alusiva del texto, y la predominancia de conceptos abstractos –desprovistos, según Nicholsen, de cualquier centro o marco teórico que pueda guiar al lector en su recorrido por la obra– sobre las formulaciones metafóricas que Adorno utiliza en otros textos. Nicholsen vuelve sobre esta noción de experiencia mimética en el cuarto capítulo –“La mimesis de Walter Benjamin en Teoría estética”–, que explora el concepto de mimesis en Teoría estética, en la obra de Benjamin, y en la relación mimética que Adorno -según Nicholsen citando a Jamesonestableció con ese autor. Adorno habría tomado de Benjamin la noción de forma constelacional; según Jameson, la noción de mimesis es un concepto central en Teoría estética, pero al quedar casi sin definir, se parece mucho a la noción de “aura” desarrollada por Benjamin. Nicholsen afirma que “la mimesis en Teoría estética es en realidad la cara oculta de una figura cuya cara explícita es a veces el enigma, a veces el lenguaje, una figura en la que sujeto y objeto, psiquis y materia son a la vez continuos y discontinuos; al rastrear la esquiva mimesis, se empieza a iluminar todo el diseño y la forma conceptual de Teoría estética” (138). Con este fin, la autora recurre a un análisis de la noción de mimesis en dos ensayos de Benjamin, “Sobre la facultad mimética”, y “Doctrina de lo similar”, en donde el autor afirma que la facultad mimética era alojada, inicialmente, en las prácticas rituales y mágicas; al desaparecer éstas, se ha refugiado en el lenguaje, por un lado, y por el otro, en los juegos imitativos del niño.

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En el pensamiento de Adorno el concepto de mimesis aparece en contextos muy diversos, formando una vez más una constelación que tiene mucho en común con la concepción que de ella tiene Benjamin –una mimesis concebida como asimilación del yo a lo otro–, aunque Adorno atribuya la actividad mimética tanto a la obra como al sujeto. Para éste, “la comprensión de una obra de arte no es un asunto de análisis conceptual” (149): toda obra de arte es comparable a una partitura musical, que debe ser interpretada por el músico, que “imita” la dinámica interna de la obra. Así, “el acto de comprensión estética es un acto de asimilación del yo al otro” (149). Sin embargo, esta experiencia debe ser complementada por la reflexión filosófica sobre el arte; la experiencia mimética en sí es insuficiente, porque la obra requiere también de una cierta distancia para ser percibida, y porque al abandonar el terreno de lo mágico para refugiarse en el lenguaje, la mimesis ha adquirido un carácter enigmático. Este carácter se expresa en el concepto de “aura” desarrollado por Walter Benjamin, un concepto que tiene mucho que ver con el de mimesis en Adorno. Para Benjamin, “la mimesis […] está íntimamente ligada a la noción de un agrupamiento indefinido de asociaciones […] este agrupamiento se experimenta como aura, como la mirada que los objetos nos devuelven” (157-158). En una perspectiva análoga, para Adorno, la expresión artística crea “formas enigmáticas y a-conceptuales de lenguaje” (162), un lenguaje no-discursivo y por lo tanto mudo. En su quinto y último capítulo, “Adorno y Benjamin, la fotografía y el aura”, Nicholsen prosigue su reflexión sobre el concepto de aura –es decir, según la autora, “la pregunta por el arte y la experiencia subjetiva en la modernidad tardía” [185]– para Adorno y Benjamín, a través de una reflexión sobre Kafka y la fotografía. Según Nicholsen, los dos autores reconocen que la aparición de la fotografía y del cine plantea la posibilidad de una disociación completa entre imagen y aura; mientras Benjamin –en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”– celebra esas nuevas formas artísticas, Adorno las considera incompatibles con la autonomía del arte y con la posibilidad de una experiencia estética auténtica. Al menos esta es la impresión que da el comienzo del capítulo 5. Sin embargo, el lector descubre pronto que la postura de ambos autores es más compleja. Benjamin, en su “Breve historia de la fotografía”, considera que la fotografía permite un aura auténtica –que combina profundidad y presencia–, pero también un aura falsa, la del interior burgués, que combina la superficie con el vacío y la ausencia (193-194). Adorno, por su lado, reconoce la función crítica de la fotografía para los surrealistas. Establece una conexión entre la fotografía y la violencia de las imágenes en Kafka, que Adorno interpreta como un surrealista, y cuyas obras compara con el cine mudo (202-204).

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Reseñas

Paradójicamente, la reflexión sobre Adorno y Kafka en este último capítulo nos lleva, en las últimas frases del libro, a realizar un acercamiento al pensamiento de Benjamin, con el cual se termina el recorrido de Nicholsen por la obra de Adorno (225). Esta especie de coda, que no parece enteramente lógica, responde sin embargo, en sus características formales, a la postura adoptada por la autora para lograr un acercamiento al objeto de su discurso, que en el proceso del análisis deja de ser objeto y se vuelve sujeto. Ésta será precisamente la postura mimética que Nicholsen le atribuye a Adorno ante sus propios objetos de análisis. Exact Imagination, Late Work procede también de manera constelacional, yuxtaponiendo las ideas y los capítulos en un proceso asociativo bastante flexible. Y si el libro no tiene conclusiones, es sin duda porque tanto la autora como su público lector saben que nada está concluido, que este texto es mucho más un comienzo que un final: el paso siguiente para sus lectores –y la mayor calidad del libro de Nicholsen es que nos inspira el deseo de efectuar ese paso– es volver a la fuente, es decir a los escritos del mismo Adorno. Patricia Simonson Departamento de Literatura Universidad Nacional

Gómez, Vicente. El pensamiento estético de Theodor W. Adorno. Madrid: Cátedra, 1998. 229 páginas.

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ajo la bandera de resignación y pesimismo cultural ha sido comprendido, no sólo el pensamiento de Theodor Adorno, sino el círculo de pensadores que fueron denominados con el título monolítico de “Escuela de Frankfurt”. Es justamente tal equívoca visión la que impulsa la tarea de Vicente Gómez en este libro: hacer justicia al pensamiento de Adorno, sin caer en el dogmatismo de las interpretaciones que limitan el curso de su filosofía en el marco del horror de su tiempo. Sobre la base de este tipo de críticas se han erigido programas teóricos de diversos calibres, reclamando un cambio de paradigmas filosóficos en la formulación adorniana de la Teoría crítica. Entre los programas más sobresalientes, destaca Vicente Gómez el iniciado por Albrecht Wellmer, Axel Honneth y M. Theunissen a mediados de los años setenta, y el desarrollado por Jürgen Habermas en su obra Teoría de la acción comunicativa (1981). Según Wellmer y Habermas, la obra que determina la necesidad de remodelar el pensamiento de Adorno es Dialéctica de la Ilustración (1944). 300

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Escrita por Theodor Adorno y Max Horkheimer en el exilio americano, ha sido interpretada por sus críticos como una obra de “ruptura”, que marca la “irremediable autodisolución de su Teoría crítica y su inutilidad teórica”. Los argumentos de Wellmer y Habermas aparecen a los ojos de Vicente Gómez tan radicales como dogmáticos. Según ellos, la obra de Adorno, de un lado, incurre en una contradicción performativa, pues al homologar razón y dominación en su crítica radical de la modernidad, termina minando el propio terreno sobre el cual realiza la crítica de la razón instrumental; de otro, traslada las “competencias en materia de conocimiento de la filosofía a la estética” para escapar de la racionalidad instrumental, logrando únicamente caer en la vía de un “esteticismo filosófico”. Esta crítica se articula con la idea de que la categoría de mimesis, en Teoría estética, aparece extraterritorial a la misma razón, un mero concepto “complementario”, de tal forma que la teoría de Adorno se encuentra expuesta a practicar la huida hacía la irracionalidad. Frente a las objeciones de Wellmer y Habermas principalmente, Vicente Gómez desarrolla una búsqueda que le permita una articulación crítica de las obras Teoría estética y Dialéctica negativa en el sentido de una “conmensurabilidad” de los discursos estético y epistemológico, entendiendo la función de “lo estético” no como ampliación o sustitución de la racionalidad en un sentido general, sino como corrección de la racionalidad subjetiva o instrumental. Para Vicente Gómez, “el modo específico como Adorno piensa tal corrección [de acuerdo a] su teorema de la convergencia entre arte y filosofía” es la “racionalidad dialéctica”. Sin embargo, Vicente Gómez no realiza sólo un estudio genético de la obra de Adorno, sino que produce un juego de tensiones –partiendo desde su obra Dialéctica de la Ilustración, que es el nudo de la crítica a su pensamiento–, para después remitirse a sus obras tempranas de estética y establecer, respecto a sus obras tardías, el modo específico de convergencia y corrección entre filosofía y estética. Dialéctica de la Ilustración constituye para sus críticos, como ya lo habíamos mencionado, una obra que en la homologación de razón y dominación manifiesta una “lógica de la historia de talante pesimista”. Vicente Gómez reflexiona sobre cómo dicha crítica aparece vacía si la obra es identificada, más bien, como la continuación de un programa crítico que ya habría realizado en sus obras tempranas una “reorientación” de la filosofía de la historia en el sentido de una “crítica determinada de la sociedad”. De esta forma la crítica a la Ilustración no aparecería ya como una “filosofía catastrófica de la historia”, sino como “un escrutinio de los momentos teóricos abandonados en el camino de la conversión de la racionalidad en ratio instrumental”.

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Reseñas

Según Vicente Gómez, ya en una de las conferencias del año 1932, intitulada “La idea de historia natural”, Adorno había rechazado –en su crítica del concepto de historicidad en Heidegger– la idea de una filosofía de la historia entendida en términos de una “ontología histórica”, para reemplazarla por la idea de una “Historia natural”. Dicha idea expresaba básicamente que en la historia aquello que es meramente thesei, producto de la actividad humana, es convertido en physei, en naturaleza. Aquello que implica una reorientación de la filosofía de la historia en los nuevos términos planteados es la idea de que “las cuestiones de la concepción histórica de la naturaleza no son posibles como cuestiones de estructuras generales, sino sólo como interpretación (Deutung) de la historia concreta” (30). En esta medida la filosofía de la historia deviene “interpretación” de la historia como naturaleza y, dialécticamente, de la naturaleza como histórica. Adorno descubre con su teoría, en la obra Dialéctica de la Ilustración, que “lo nuevo, lo histórico, sigue estando ligado a lo-siempre-igual, a lo arcaico-mítico”. Sobre esta base, son dos los objetivos centrales de Dialéctica de la Ilustración: desmentir y realizar una crítica determinada, histórica, de la idea ilustrada de progreso, y “preparar un concepto positivo de Ilustración que disuelva su ligazón con la dominación ciega”. Vicente Gómez realiza un seguimiento a través de los fragmentos del grueso teórico de esta obra de Adorno, señalando la forma en que la crítica de la razón Ilustrada, la idea de que la separación mítica de sujeto y objeto se extiende al ámbito de lo profano, es, a la vez, una búsqueda de los momentos que la razón ha dejado atrás en su proceso de conversión en razón instrumental. Estos momentos –aunque dispersos a lo largo de la obra– están enfocados a buscar un concepto de experiencia y de razón que se libre del mecanismo cosificador. Así se reconocen las categorías que han sido olvidadas en el ámbito de la razón instrumental: “mimesis”, “inconmensurabilidad”, “mana”, “concepto” frente a “fórmula” y una noción de experiencia libre de la dualidad “pensamiento”/ “impulso”. Aun cuando, como afirma Vicente Gómez, la obra de Adorno y Horkheimer no teoriza enfáticamente una noción de razón irreductible a razón instrumental, dicha tarea queda allí enunciada en cuanto se ofrecen “las condiciones de efectividad de la idea de una racionalidad dialéctica, en tanto que crítica determinada de la filosofía de la conciencia” (43). De hecho la idea con que finaliza la obra, la exigencia de “pensar el pensamiento”, permite entrever que es a la luz de una “crítica determinada de la concepción hegeliana de dialéctica, como cobra su determinación teórica más compleja lo que en Dialéctica de la Ilustración

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no pasa de ser un programa” (43). Ahora bien, teniendo en cuenta que para Adorno “el programa de la Ilustración sólo es posible si la filosofía vira estéticamente”, la tarea que Vicente Gómez realiza a continuación es reflexionar sobre la concepción y la función que ocupa el ámbito estético en la realización de un nuevo concepto de racionalidad en la obra de Adorno. En el capítulo “Kierkegaard (1929). El «giro estético» de la filosofía”, Vicente Gómez interpreta la temprana obra de Adorno sobre la estética de Kierkegaard como una crítica de la noción dialéctica que, en Hegel, se anula en el Espíritu como vehículo identitario de sujeto y objeto. Sin embargo, en el desarrollo de dicha crítica, Adorno no se limitará a concebir la estética de Kierkegaard como una mera “teoría del arte”, sino como “posición del pensamiento ante la objetividad”. Desde este momento podemos anunciar la idea de Vicente Gómez según la cual el giro estético de la filosofía ya es planteado por Adorno en sus obras tempranas como la posibilidad de corrección del pensamiento instrumental. Kierkegaard proclama una estética material o de contenido –frente al “formalismo estético”– como superación de la identidad de sujeto y objeto en el sistema idealista de Hegel. Sin embargo, dicha superación sería tan sólo aparente. En realidad habría retrocedido a un estadio predialéctico de afirmación de la dualidad contenido y forma. Para Kierkegaard, la subjetividad se comporta selectivamente respecto a si un contenido es o no estético, privando así a los contenidos de sus propios derechos. Cualquier inclusión de la experiencia social en el estadio de lo estético se manifiesta ilícita. De manera que el único contenido estético posible es el de la inmediatez pura no reflexionada, el de una subjetividad autónoma que se toma a sí misma como objeto. De esta forma, la estética que se suponía superación del idealismo, según Adorno, termina por afirmarse en esta condición al ser el sujeto abstracto el que produce lo concreto: “lo estético, separado del contenido, pasa a ser algo «superfluo», un elemento decorativo (Schmuck) privado de fundamento objetivo, mera reduplicación de una subjetividad indiferente a «lo-otrode-sí-misma»” (50). Si para Kierkegaard los estadios de la existencia humana individual en el tiempo son los conceptos estético, ético y religioso, para Adorno resulta esencial una “inversión de la lógica de [estas] esferas”, pues sólo en al ámbito estético se manifiesta una apertura de la conciencia a lo «lo-otro-de-sí», que es la condición de posibilidad de una verdadera experiencia, de una dialéctica efectiva entre sujeto y objeto.

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“De «Paul Hindemit» (1922) a Filosofía de la música moderna (1941-1948). La conmensurabilidad de los discursos estético y filosófico” es el tercer capítulo de esta obra de Vicente Gómez. Si en la obra sobre Kierkegaard Adorno perfila la posibilidad de corregir la idea de dialecticidad del pensamiento de Hegel en el ámbito estético, en “Paul Hindemith” Adorno expone una “dialéctica verdadera” entre sujeto y objeto en términos de artisticidad. Adorno encuentra en Paul Hindemith el núcleo de la “artisticidad profunda”. Esta noción haría referencia al intento de devolver a la música la autonomía perdida durante la época del romanticismo musical, en tanto que éste tendía a reducir el momento objetivo de la música al mero reflejo del Yo, como sucedía en Brahms o Debussy. Vicente Gómez señala que Adorno reconoce en el escrito “El compositor dialéctico” (1932) – dedicado a Schönberg– que: “a la música que hoy pretenda legitimidad se le debe exigir lo que podríamos llamar un carácter de conocimiento (Erkenntnischarakter). En el ámbito de su propio material, esta música debe formular aquellos problemas que el material –que no es nunca un material natural, sino producido social e históricamente– le plantee” (63). Adorno encuentra “el potencial de artisticidad” precisamente en donde existe una comprensión de la determinación social e histórica de la música, así como del arte en general; ésta es, pues, la única forma en que la reflexión, producción o recepción artística pueden escapar de la irracionalidad y el dictamen de la ratio instrumental: reconociendo los derechos propios del objeto (mediado históricamente), y no reduciéndolo a la ordenanza violenta del sujeto. No han de concebirse, entonces, sujeto y objeto como dos “polos” enfrentados, “sino como momentos que se median entre sí, siendo histórico el modo de mediación” (66). Adorno dice que este “médium de artisticidad”, en el que era posible una relación efectiva –dialéctica- del sujeto con el objeto, termina por convertirse en la producción y recepción de aquello que se ha denominado “música ligera” y “música seria”, en dominio sobre el objeto, en “subjetivismo extremo”. Sin embargo, señala Vicente Gómez, Adorno no realiza una división de la producción musical según el criterio de si sucumbe o no a las exigencias del mercado, antes bien, su criterio es cognoscitivo: el arte “verdadero” es aquel que es capaz de realizar una correcta posición de la subjetividad ante la objetividad, aquel que persiste en su voluntad de conocimiento (67). Con este criterio conducirá Adorno sus críticas tanto a la “música ligera” como a la “música seria”. En el caso de la “música ligera”, sus críticas tienen como objeto la renuncia, tanto del compositor como del receptor, a la realización de cualquier 304

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tipo de comprensión racional del material musical. A propósito de esto Vicente Gómez se detiene en la reflexión realizada por Adorno en “El carácter fetichista de la música y la regresión de la audición”, texto en el que califica la posición del receptor frente a las composiciones musicales como “infantilismo”. Dicha actitud es caracterizada por el olvido y el recuerdo súbito de la música, “de una música que es ausencia de lenguaje, en tanto que carece de toda articulación en el tiempo y es exageradamente sensual” (70). La comprensión de la música se torna reconocimiento de lo ya conocido, de la música que accede al carácter de efectividad requerido por la industria cultural. Todo esfuerzo, concentración o trabajo sobre cualquier producción musical es rechazada, al tiempo que es afirmada la música fácilmente digerible, aquella que ha estandarizado la industria cultural con el criterio del éxito. Pero la música calificada como “seria” cae en este mismo margen de selección por los medios de comunicación de masas, con lo cual los compositores y las obras terminan por acceder al mismo espacio de la audición fetichista de los receptores. De la misma forma que en la “música ligera”, en la “música seria” la composición se ve determinada por el relajamiento o la renuncia al cumplimiento de una posición diferenciada de sujeto y objeto (70-71). Este motivo desencadena las críticas de Adorno a la música de Schönberg y Stravinsky. Si Adorno reconocía la música de Schönberg, en su periodo atonal, como una posibilidad de la relación efectiva entre sujeto y objeto, le critica el formalismo de su periodo dodecafónico, en el que cada sonido de sus composiciones termina por circunscribirse a una estructura formal determinada a priori. En el caso de Stravinsky, Adorno lo compara con la fenomenología de Husserl, en la medida en que ambos intentaron recobrar la “objetividad” pérdida, tanto en el romanticismo musical como en la filosofía idealista; un intento que resultaría fallido, a juicio de Adorno, puesto que en la eliminación del Particular, del sujeto concreto, terminarían afirmando aún más el formalismo negado. A propósito de este tema Vicente Gómez desarrolla un análisis comparativo de las obras de Adorno Filosofía de la música moderna y Metacrítica de la teoría del conocimiento, en las que realiza la crítica a Stravinsky y Husserl respectivamente. En los siguientes capítulos Vicente Gómez realiza un salto hasta las obras tardías de Adorno, específicamente Teoría estética y Dialéctica negativa, para analizar la idea de la convergencia entre arte y filosofía, sin caer en la criticada huida hacia la irracionalidad. Dicha convergencia será expuesta en términos de “mimesis”, pero entendida no como el simple

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abandono irracional del sujeto a lo otro-de-sí, ni tampoco como la identificación del sujeto con el objeto, sino como “un modo de comportamiento diferenciado de la subjetividad ante su objeto”. El análisis de Teoría estética parte del reconocimiento del carácter históricamente determinado de toda concepción del arte. En este caso la reflexión sobre el arte es concebida en términos de una “estética dialéctico-material”, una estética que no significa la mera imposición categórica del sujeto sobre el arte. Dicha idea corre paralela a una crítica de las ideas de “hedonismo estético” y “contemplación desinteresada”; también, a la posibilidad de fijar una definición de lo bello en tanto “manifestación sensible de la Idea”, según lo entendía Hegel, puesto que se reconoce que la misma categoría de lo bello es dinámica, variable de acuerdo con su contenido material. No habrá entonces forma de realizar una crítica apresurada del pensamiento estético de Adorno, si se recuerda, como lo hace Vicente Gómez, que es precisamente el reconocimiento de la mediación histórica de las obras de arte aquello que hizo urgente para Adorno el trabajo de la conciencia. El reconocimiento de lo otro, de “lo-no-idéntico”, no es la reacción del arte frente al pensamiento, la afirmación de la irracionalidad, sino el reconocimiento de lo que hay de comprensible en él por sí mismo, como entidad determinada, al igual que el sujeto, históricamente. Después de analizar la crítica de Adorno a la dialéctica hegeliana, Vicente Gómez realiza un seguimiento a los diversos planos de exposición en la Teoría estética. Se reconoce una “reflexión primera” o reflexión inmanente que, aunque supera el mero análisis filológico de las obras, tiende siempre hacia la positividad del dato. No obstante, es importante entender dicho plano como “Ciencia del arte”, en tanto recupera la idea de que una obra no puede ser reducida a sus meras relaciones y determinaciones tangenciales, sino que se ocupa fundamentalmente de lo “material” en la obra de arte, “de su división en «materiales básicos y sus transformaciones»”. Un segundo plano de la reflexión es entendido como “estética filosófica” o “estética dialéctico-material”, que no sólo reconoce lo inmanente a las obras de arte, sino que entiende la obra, a la vez, como hecho social. En este nivel ha de ser entendida la obra de arte como un “enigma”, “plexo de problemas” que debe ser descifrado a través de una reflexión sobre la mediación entre su proceder técnico inmanente y la sociedad. Sin embargo, al concebir la relación entre arte y sociedad como negativa, la estética de Adorno deja de ser simplemente una estética sociológica. El carácter crítico de la obra de arte radica, precisamente, en su oposición al principio social de funcionalidad: “la única funcionalidad del arte es su

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no funcionalidad”. Incluso la negatividad de la obra de arte se hace aún más radical al pensar que toda comunicación de un sentido o consuelo se vuelve vacua en una sociedad sin sentido. Esta es la razón por la cual, para Adorno, es más realista la obra de arte cuando acoge el absurdo como su forma efectiva que cuando pretende comunicar un sentido positivo, aun siendo consciente de la catástrofe social. Sobre esta idea recaería la crítica fundamental de huida hacia la irracionalidad de Adorno, puesto que en la resistencia de la obra de arte ante la sociedad, en su abstracción, termina convirtiéndose en apologista de la condición social existente. Sin embargo, como pertinentemente lo anuncia Vicente Gómez, hay que ver si la negatividad de la obra de arte es la idea sustancial y única en la reflexión sobre el arte en Adorno, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo critica la abstracción romántica del arte por ideológica. Frente a esta crítica, Vicente Gómez plantea una “reflexión tercera” como superación de una filosofía estética –estética dialéctico-material– en el plano epistemológico. Si el arte, en cuanto abstracción de la sociedad, no contribuye más que a afirmar el progreso de la ratio instrumental en la sociedad burguesa, habría que buscar entonces un “modo de comportamiento” específico, por medio del cual el arte pueda librarse de su connivencia con la situación existente. Este modo de comportamiento específico es la “mimesis”, entendida no como mera reproducción de la realidad, sino como posición diferenciada ante el objeto. Para aclarar el sentido estricto de este concepto, Vicente Gómez entabla una comunicación entre Teoría estética y Dialéctica negativa. Para Adorno el comportamiento mimético no debe ser entendido como una relación del sujeto con la inmediatez de la cosa, razón por la cual considera necesaria una reorientación del concepto. Para dicha tarea Adorno incorpora en su reflexión la categoría de “trabajo”, la persecución de la necesidad de la lógica de la cosa misma, del material artístico. El modo de comportamiento específico, “mimesis”, ha de ser entendido, entonces, como “trabajo sobre algo que ofrece resistencia”. Con justicia reflexiona Vicente Gómez en torno a la idea según la cual, en la “mimesis”, dicha síntesis ocurre concibiendo lo otro como determinado históricamente y no simplemente como verdad perenne, como sucedía en el gesto arcaico. Según Vicente Gómez, no debe ser concebido el viraje de la filosofía a la estética como un sinónimo del fracaso de la teoría de Adorno, ni mucho menos como una huida hacia la irracionalidad, puesto que es precisamente este giro el que hace necesaria la apertura y el trabajo de la conciencia sobre lo otro-de-sí, sobre aquello que había sido menospreciado y violentado por la razón instrumental. La segunda parte del libro se concentra en las críticas de los “actuales

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círculos frankfurtianos” al pensamiento de Adorno, específicamente las emitidas por Albrecht Wellmer y Jürgen Habermas. En el capítulo 1, intitulado “Albrecht Wellmer: los riesgos de una estética comunicativa”, Vicente Gómez parte de las críticas que Adorno realizó a esa escisión tan concurrida en la historia del pensamiento entre arte y conocimiento, como resultado de la polaridad entre signo e imagen. Dicha escisión, que colocaba al arte en una posición bastante precaria, sólo comenzaría a ser transgredida con la superación de Kant por Hegel, quien pensaba que el arte debía ser reconocido en su pretensión de conocimiento y verdad. Posteriormente, con Lukács y Brecht, herederos de la estética marxista, al arte se le adscribe la función de transformación de la realidad, de praxis política. Será Adorno, señala Vicente Gómez, quien dará un giro decisivo en la reflexión estética, por un lado, al concebir el arte como “lugarteniente” de la utopía y, por otro, al plantear la idea del “anti-arte”: un modo específico del arte que “afianzado en la prosecución de su legalidad inmanente revoca el principio de realidad y la máxima de comunicación, y se convierte en depositario de una contraimagen de la sociedad existente” (167). Esta idea de Adorno será el centro de las críticas de Wellmer. Según Vicente Gómez, para Wellmer el problema de Adorno radicó en haber concebido el arte de un modo mesiánico y utópico, luego de absolutizar el carácter ideológico de la cultura moderna, lo cual lo conduciría a plantear una salida irracional frente a la racionalidad instrumental. Sobre esta base Wellmer plantea una reorientación de la idea del arte en términos “funcionales”, de una “pragmática del lenguaje” (169). Esta idea se sustenta en el supuesto “potencial comunicativo” del arte en la modernidad, un “potencial de apertura de relaciones comunicativas y de autoentendimiento de los receptores del arte en dirección hacia momentos ajenos a todo sentido habitual, convertidos en tabú, segregados y dispares de su propia experiencia” (173). Los problemas de este tipo de ideas, como bien lo apunta Vicente Gómez, no se harían esperar, pues el mismo Wellmer retrocede a un estadio pre-dialéctico en el que arte y verdad quedan escindidos. Si la concepción sobre lo que es o no arte, así como su función en la sociedad, se restringe a la recepción del sujeto, el arte en consecuencia queda relegado, en su contingencia, a una mera función de “iluminación” de la razón. A propósito de lo anterior se pregunta Vicente Gómez si, precisamente, al otorgar un simple valor heurístico a la “iluminación” que trae al mundo el arte, no se relega éste a las fuerzas de lo irracional. Al reducir el contenido de verdad de las obras de arte a la virtual efectividad de su recepción, Wellmer cae dentro de las críticas que Adorno realizara a ese tipo de esteticismos psicologistas que, al resolver el po-

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tencial del arte del lado del receptor, no pueden más que caer en el mismo comportamiento de la industria cultural: “la eficacia calculada”. A juicio de Vicente Gómez este tipo de críticas son el resultado de un profundo desconocimiento de la idea de artisticidad en la obras tempranas de Adorno, con el que ya habría superado el mencionado “potencial de comunicación” de las obras de arte. De hecho, sólo desde un tipo de “potencial de artisticidad” –como el planteado por Adorno– se les puede adscribir a las obras de arte un potencial crítico de cara a la sociedad existente. Según lo menciona Vicente Gómez, Wellmer olvidó que la misma comunicación en este tipo de sociedad cae en el juego del lenguaje cosificado. El capítulo 2 de la segunda parte del libro se intitula “«Mundo administrado» o «Colonización del mundo de la vida». La depotenciación de la Teoría Crítica de la sociedad en Jürgen Habermas”. En esta sección Vicente Gómez hace un seguimiento crítico de la elaboración de la categoría “mundo de la vida”, planteada por Habermas en su obra Teoría de la acción comunicativa, como un foco conceptual desde el cual se podría realizar una reflexión crítica sobre la “paradoja de la cosificación”. A juicio de Habermas, la cosificación aparecería como resultado de la “invasión externa de la acción sistémica sobre el «mundo de la vida», regido en condiciones no patológicas por la «acción comunicativa»”. Sobre la base de esta distinción y su interrelación, según Vicente Gómez, Habermas “pretende restituir a la realidad de las sociedades modernas la efectividad de potenciales de emancipación históricoempíricamente objetivos” (182). Frente a esta idea, Vicente Gómez analiza la solución que Adorno ofrece a dicha paradoja en el texto “Individuo y organización”, observando la manera como, ya en este texto, Adorno critica la solución ofrecida por Habermas en términos de “neutralización conciliadora”. La oposición planteada entre “acción sistémica” y “mundo de la vida” no resuelve el problema de la cosificación, sino que lo disuelve en el “por una parte” –de los rasgos negativos de las sociedades modernas– y “por otra” –de los positivos–, en vez de pensar en la necesaria “dilucidación de la imbricación (Verschlingung) de ambos momentos, o la mediación dialéctica de ambos extremos” (188). Sólo si se piensa la mediación efectiva entre “sistema” y “mundo de la vida” en términos de una totalidad social dialéctica, es posible acceder a una interpretación determinada y crítica de la “paradoja de la cosificación”. El final del libro lo dedica Vicente Gómez a realizar una exploración crítica, paso a paso, del último fragmento de los Minima moralia. Según Vicente Gómez, las últimas líneas de esta obra hay que pensarlas no como una definición de la filosofía de Adorno, sino, más bien, como el establecimiento de su tarea y su función; no como el abandono de la

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filosofía y su autodisolución, sino como el afianzamiento y la conciencia crítica de su propia problematicidad. Bajo esta concepción, Vicente Gómez declara que la interpretación de Wellmer al pasaje de Minima moralia desconoce la articulación de las categorías que aparecen en el fragmento con la determinación particular que han adquirido a lo largo de la obra de Adorno. El libro de Vicente Gómez es lo suficientemente crítico y justo con el pensamiento de Adorno, sobre todo si se tiene en cuenta que las ya conocidas críticas a su pensamiento desconocen, o al menos silencian, el hecho de que su escritura no es simplemente el medio de transmisión de una teoría de la sociedad, sino la praxis misma de su pensamiento. El recorrido de Vicente Gómez a través de las obras más reconocidas de Adorno pone de manifiesto que sólo si se reconoce la interrelación dialéctica de las categorías en su extensa producción intelectual, es posible acceder, sin violencia, a la complejidad de su pensamiento. Manuel Alejandro Ladino R. Estudios Literarios Universidad Nacional

Müller-Doohm, Stefan. En tierra de nadie. Theodor W. Adorno: una biografía intelectual. Barcelona: Herder, 2003. 811 páginas.

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l comienzo de su biografía sobre Theodor W. Adorno, Stephan Müller-Doohm sostiene que la siguiente cita tomada de Minima moralia, del mismo Adorno, le sirvió de guía a lo largo de su trabajo: “La persona particular en su dimensión biográfica es todavía una categoría social. Se determina solamente dentro de la conexión de la propia vida con la de otros, dentro de un contexto que constituye su carácter social; sólo en él tiene sentido su vida bajo condiciones sociales dadas”. Esta cita devela una de las características fundamentales del libro de Müller-Doohm: la preocupación por situar, en términos sociales, la figura de Adorno. El autor se esmera por trazar un panorama claro del contexto social en el que creció y se educó Adorno; describe el carácter burgués de la universidad de Frankfurt en donde éste hizo sus estudios universitarios y a la que se unió como docente al comienzo de su carrera; hace un recuento del clima intelectual de Viena por los años en los que Adorno estudió composición con Alban Berg, publicó sus primeros artículos de crítica musical y estrenó sus primeras piezas; narra la fundación y el funcionamiento del Instituto de Investigación Social en Frankfurt, las circunstancias de la emigración del Instituto hacia los 310

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Estados Unidos y el campo laboral al que se enfrentó Adorno como investigador del mismo; describe también los círculos de emigrados alemanes en los que Adorno tenía sus relaciones más próximas; hace un recuento de las condiciones de trabajo de la academia norteamericana, de los institutos que sostenían económicamente la investigación y las transformaciones políticas de los Estados Unidos durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y su impacto sobre el Instituto de Investigación Social y, por ende, en las condiciones de vida y de trabajo de Adorno. Reconstruye, en fin, en cada etapa de la vida del filósofo y teórico musical, su posición social y sus características como figura pública. Esto es especialmente evidente en la última parte de la biografía, en la que Müller-Doohm describe la importancia de Adorno como la figura más descollante de la Escuela de Frankfurt y como un intelectual de gran impacto en los estudios académicos y en la opinión pública de la Alemania de la posguerra. De acuerdo con su biógrafo, en los años en los que volvió a Alemania, Adorno unió “la función profesional de investigador social y teórico de la sociedad con la de un intelectual que repercute en la opinión pública” (561). En el desarrollo de su labor como académico e intelectual, “desempeñó un papel orientador para el encuentro cultural y político de la República Federal con su propia realidad y para la autocomprensión de las generaciones de postguerra” (485). La reconstrucción de este impacto intelectual es lo que se propone Müller-Doohm, al describir la labor de Adorno como sociólogo, musicólogo, filósofo y gestor cultural. En su libro, Müller-Doohm se detiene, sobre todo, en los dos primeros aspectos de la carrera intelectual de Adorno, reservando comentarios más sucintos para los otros dos. Así, por ejemplo describe con cierta extensión los debates de Adorno con Paul Lazarsfeld de 1938 a 1939 cuando ambos trabajaban en el Radio Research Project, que investigaba los efectos del medio radiofónico en los procesos de recepción musical por parte de los oyentes. Müller-Doohm también examina los métodos utilizados en la investigación que desembocaría en la redacción de La personalidad autoritaria a finales de los años cuarenta. Ambas cosas le sirven para describir más adelante las cualidades originales de la versión de la sociología que Adorno introdujo en Alemania luego de su regreso en 1949, a través de seminarios y de debates universitarios que organizó a principios de la década del cincuenta. Por otra parte, Müller-Doohm dedica bastantes páginas a la carrera musical de Adorno como compositor y como crítico en los años anteriores a la emigración porque, sostiene, su formación musical y sus primeras posturas críticas en artículos sobre la música de Alban Berg y Arnold Schönberg serían los fundamentos sobre los cuales Adorno erigiría su teoría musical que se concretaría en Disonancias, Figuras sonoras,

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la Introducción a la sociología de la música y los libros sobre Mahler y Berg que publicó en las tres últimas décadas de su carrera, así como el libro sobre Beethoven que se publicó póstumamente. Una extensa investigación de archivo de cuatro años permite a MüllerDoohm describir una gran gama de actividades que llevó a cabo Adorno como gestor cultural y como promotor de la obra de varios de sus contemporáneos. Las gestiones de Adorno para divulgar la obra de Walter Benjamin son bastante conocidas. Müller-Doohm las documenta una vez más. Hace mención de la nota necrológica que Adorno publicó en la revista Aufbau poco después de la muerte de Benjamin, de los artículos que le dedicó en la década del cincuenta y de sus ediciones de Infancia en Berlín, Calle de dirección única y los dos volúmenes que hicieron accesibles sus ensayos más importantes al público alemán. Menos conocidas son otras gestiones de Adorno, como sus esfuerzos por dar a conocer la obra de Alban Berg poco después de la muerte de éste. Dichos esfuerzos se concretaron en ocho estudios sobre diferentes piezas de Berg y en la búsqueda de un compositor que pudiera terminar la ópera Lulú, que Adorno consideraba una obra importante de la dramática musical. En los años cincuenta, Adorno hizo posible que aparecieran varias de las novelas de Siegfried Kracauer. También promovió la obra de Paul Celan, con quien intentó tener varias conversaciones por radio, la de Rudolf Borchardt, de quien ayudó a editar un volumen de su poesía, y la de Samuel Beckett. La promoción de la obra de Beckett no se limitó a la escritura del ensayo sobre Fin de partida. Durante los años sesenta, Adorno participó en varias conferencias y estuvo buscando insistentemente un interlocutor que pudiera debatir con él, en la radio, sobre la obra del irlandés. La biografía de Müller-Doohm proporciona, asimismo, información exhaustiva sobre las relaciones personales y profesionales de Adorno. A través de una lectura minuciosa de casi toda la correspondencia del filósofo, Müller-Doohm puede documentar las posiciones intelectuales de Adorno y sus opiniones personales sobre su medio social. Así, en diversos pasajes, el biógrafo rastrea las críticas que hizo Benjamin a varios textos de Adorno y las que hizo Adorno a los textos de Benjamin sobre Baudelaire y sobre la obra de arte contemporánea. Igualmente documenta, a través de pasajes de las cartas y los temas de los seminarios que dio Adorno en la Universidad de Frankfurt, el impacto intelectual de Benjamin sobre él. Müller-Doohm se refiere a la correspondencia de Adorno con sus padres para revelar otros aspectos de sus relaciones personales: la vida social que llevaba en California, sus impresiones sobre Charles Chaplin y Thomas Mann, su iniciativa fallida de ayudar económicamente a Ernst Bloch y sus reflexiones críticas acerca de la

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propia falta de tacto en dicha iniciativa. Éste es un rasgo de Adorno que Müller-Doohm destaca en varios pasajes de la biografía: la capacidad crítica del propio Adorno con respecto a sus acciones pasadas. Así, cuando Adorno estuvo viviendo en Inglaterra y posteriormente en Nueva York, fue capaz de ver a distancia sus primeras opiniones sobre el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, reconocer como una ilusión sus esperanzas de que el régimen nacionalsocialista cayera pronto, e instar a Benjamin a que emigrara a Estados Unidos. La extensa labor de archivo también hace posible una descripción bastante detallada de los debates fundamentales en los que se embarcó Adorno a lo largo de su carrera intelectual y el relato de las circunstancias de composición de algunas de sus obras. Entre estas polémicas está el debate sobre la sociología que sostuvo con Karl Mannheim en 1934 y a propósito del cual escribió un artículo que sólo apareció en la década del cincuenta; la discusión acerca de la nueva música en la que participaron varios compositores, entre otros Pierre Boulez y Karl Heinz Stockhausen, desatada en 1954 por la conferencia de Adorno titulada “El envejecimiento de la nueva música”; la controversia con Karl Popper acerca del positivismo en 1961, y la disputa contra la ontología heideggeriana en “La ideología como lenguaje: la jerga de la autenticidad”. Curiosamente, Müller-Doohm no reseña las discusiones de Adorno y Georg Lukács en torno a la vanguardia, que tuvieron lugar a finales de la década del cincuenta y que ocupan un puesto importante no sólo en el panorama intelectual de mediados de siglo sino también en la obra de Adorno, ya que tratan acerca de las cualidades estéticas de la obra de arte contemporánea. La lectura de la biografía de Müller-Doohm es muy útil a la hora de establecer constelaciones de textos de Adorno que se relacionan entre sí por su tema o problemática. Esto es especialmente válido en algunos casos, como el de la redacción, de manera conjunta con Max Horkheimer, de Dialéctica de la Ilustración, ya que, de acuerdo con su biógrafo, este libro es central en la producción intelectual de Adorno, pues sienta las premisas de una teoría crítica en un marco de condiciones sociales e históricas concretas. A través del cuidadoso recuento del proceso de composición, el lector interesado puede enterarse de qué textos debe consultar para comparar la versión final del libro con otros artículos que Horkheimer y Adorno escribieron a propósito de problemas similares. Esa misma labor de archivo permite al lector enterarse de una multitud de detalles pintorescos acerca de las obras menos conocidas de Adorno, como su proyecto de componer una opereta basada en la novela Tom

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Sawyer de Mark Twain, una serie de aforismos musicales que aparecieron en la Musikblätter des Anbruchs en 1928, o las piezas de escritura surrealista, escritas a cuatro manos con Carl Dreyfus y publicadas en el Frankfurter Zeitung en 1931. De hecho, a lo largo de toda la biografía, Müller-Doohm resalta la enorme productividad de Adorno y la versatilidad de su escritura, que cubría una gran variedad de géneros, desde el aforismo y el ensayo, hasta las notas radiofónicas y trabajos monográficos más extensos. Esta versatilidad le permitió a Adorno consolidar un estilo de escritura muy original, que se esfuerza por superar el mero nivel de la comunicación y que Müller-Doohm resalta como una de las características más originales de su obra. Al proponerse escribir una biografía de Adorno, Müller-Doohm no sólo se estaba enfrentando a una cantidad ingente de material, sino también a una serie de puntos oscuros y de debate sobre la actuación de Adorno en coyunturas intelectuales, culturales y políticas importantes. MüllerDoohm toma posiciones muy definidas, por lo general de defensa, con respecto a la actuación de Adorno, y las documenta de manera exhaustiva. En realidad, los únicos reproches que dirige Müller-Doohm al desempeño profesional de Adorno, en más de cincuenta años de carrera, son la actitud despectiva frente a Kracauer a principios de la emigración a Estados Unidos y su renuncia a aparecer como autor del libro que escribió con Hanns Eisler a finales de la década del cuarenta, El cine y la música, por miedo a ser asociado por el gobierno norteamericano a un seguidor ortodoxo del marxismo soviético. La documentación de Müller-Doohm con respecto a la rectitud con que actuó Adorno en otros momentos polémicos y difíciles de su vida es muy convincente. El análisis minucioso de pasajes en los que se compara el texto del Doctor Faustus con los borradores que preparó Adorno para Thomas Mann, además de los reconocimientos que hizo el novelista alemán a los consejos de Adorno en su libro sobre la composición de la novela y de pasajes de la correspondencia de ambos, deja muy en claro que el papel de Adorno fue fundamental en la composición del libro, y que Adorno nunca pensó en su colaboración en términos de una actividad que debía remunerarse, sino más bien en términos de un desafío intelectual. Müller-Doohm también documenta los criterios con los que Adorno se había hecho cargo de la difusión de la obra de Benjamin, y su consecuente defensa en la década del sesenta cuando Hannah Arendt y Helmut Heissenbüttel le acusaron de haber ejercido presión sobre Benjamin en los años del exilio y de haber intentado menoscabar la dimensión marxista del pensamiento de éste en la selección de los ensayos que publicó Adorno. Especialmente detallada es la descripción del papel que jugó Adorno durante las protestas estudiantiles de finales de la década de los sesenta. El rastreo minucioso de las opiniones que expresó Adorno en sus seminarios y

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en los debates en medios de comunicación, permite a Müller-Doohm rastrear las posiciones de Adorno, tanto de apoyo a las reformas universitarias y de protesta a los medios autoritarios de represión por parte de las autoridades, cuanto su resistencia a ser instrumentalizado por cualquier tendencia política como figura pública, su escepticismo frente al deseo de convertir la teoría en praxis política inmediata, y su deseo de conservar su autonomía intelectual. La biografía también incluye numerosas reseñas sobre las obras principales de Adorno y sus ensayos más importantes. Por desgracia, el análisis micrológico de las circunstancias históricas y sociales en las que vivió y trabajó Adorno, además de la descripción de sus múltiples contactos en influencias intelectuales, impide que Müller-Doohm se extienda en el comentario de las obras. Buena parte de las reseñas de las obras adolece, por tanto, de un cierto esquematismo que tiende a simplificar el pensamiento adorniano. El valor de la biografía de Müller-Doohm radica, ante todo, en la cantidad ingente de información nueva que el investigador sacó a la luz a partir de su extensísima documentación de la cual dan cuenta las exhaustivas bibliografías, y la lista de las composiciones de Adorno incluidas en los apéndices finales. Habrá que esperar la traducción de las otras dos biografías de Adorno publicadas en Alemania con motivo del centenario de su cumpleaños (Adorno. Eine politische Biographie de Lorenz Jäger y Theodor W. Adorno. Ein letztes Genie de Detlev Claussen) para acceder a otras perspectivas sobre la vida y la obra de un pensador tan complejo como Theodor W. Adorno. Patricia Trujillo Departamento de Literatura Universidad Nacional

Zamora, José Antonio. Theodor W. Adorno. Pensar contra la barbarie. Madrid: Trotta, 2004. 313 páginas.

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l desembarco en Normandía y el asalto de las tropas Soviéticas a Berlín significaría un punto final del desastre perpetrado en Auschwitz. Pero para Adorno, el entusiasmo que pudiera surgir de este final del genocidio no puede reconciliar el barbarismo de los campos de exterminación nazis con el planteamiento de un decurso histórico donde la guerra entre las naciones asegure la marcha de la humanidad hacia una constitución perfecta y hacia un estado de ciudadanía mundial. Es más, la confrontación bipolar entre países aliados y gobiernos fascistas es una apariencia, ya que el barbarismo nazi no resulta ser un impase o desvío

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del proyecto civilizatorio de la modernidad –en el que se incluye el triunfo de la democracia occidental con la caída del muro de Berlín- sino una consecuencia de su carácter constitutivo. Así pues, la tesis sobre la que se erige el acercamiento de Adorno a Auschwitz parte de la identificación entre barbarie y civilización. Dicha relación ha permanecido oculta debido a que la racionalidad dominante justifica la barbarie creando una división –con carácter práctico- entre culturas desarrolladas y culturas ancestrales o, simplemente, entre bárbaros y civilizados. Es una dominación que tiene una base real en el proceso de producción y distribución capitalistas, pero que necesita además, ser descubierta por la lógica del psicoanálisis y su idea de retorno de lo reprimido en el síntoma, para obtener un espectro más amplio y profundo de la sociedad que hizo posible Auschwitz. Estos son los terrenos de la crítica de Adorno a la Modernidad que trata de recuperar José Antonio Zamora en su monografía, haciendo una precisa referencia a la manera en que el exterminio nazi se convirtió en el lente con el que el pensador de Frankfurt miró el destino de su época. No se trata de exponer la recepción que Adorno hace del holocausto como si las claves de su pensamiento se pudieran encontrar en los mismos hechos sino de ubicar esta recepción en el centro de la relación barbarie - Modernidad. A lo largo de 6 capítulos se despliegan los elementos que ya se plasmaban en Dialéctica de la Ilustración en un recorrido que continúa por las preocupaciones y categorías que se expresan en Dialéctica negativa y la Teoría estética; en éste recorrido se muestra el conjunto de fenómenos culturales, sociales y artísticos que tocaron a Adorno y la manera como él los analizó. Por esto, el libro de Zamora resulta una buena introducción al pensamiento de Adorno para el lector no experto. Esta indagación encuentra su unidad en la consabida tesis que Adorno cifró en la escatología judía; tras la identificación entre racionalidad moderna y barbarie se alza la idea de que la “prohibición de imágenes de lo sagrado” en el arte es la única forma de rescatar la memoria y la exigencia de salvación de las víctimas de la historia. La centralidad de Auschwitz en este diálogo con Adorno va de la mano con el rescate del sufrimiento en su obra, en cuanto allí se depositan las huellas de la promesa truncada del pasado que fue sepultado por el olvido y, a su vez, el anhelo de las víctimas de la historia. Este sufrimiento es el intersticio impreciso entre “el lado oscuro” de la Modernidad y su racionalidad ilustrada y en él se refleja toda la relación dialéctica entre ambas. La construcción crítica de esta relación es mediada por el pensamiento y el problema es cómo ubicar la posición de ese pensamiento introspectivo, puesto que él mismo, al tiempo que debe hacer una crítica

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inmanente, debe separarse de su objeto para no caer en la falsedad. La decisión por guardar fidelidad al sufrimiento es la línea directriz que hace saludablemente paradójico el pensamiento de Adorno, puesto que lo primero que debe hacer el filósofo que quiere reflexionar sobre hechos como el holocausto es aprender cierto sentido de silencio. La posición de Adorno se perfila en analogía con la de los sobrevivientes de los campos de concentración, quienes a la vez que experimentan una necesidad irremediable por expresar su dolor, no pueden verbalizar sus historias fácilmente “por temor a hacerse cómplices de una traición a los muertos y su memoria bajo la apariencia de una comunicabilidad que ignora el abismo que la atraviesa y la frustra” (Zamora 28). Si Auschwitz tiene centralidad en el pensamiento de Adorno es porque ese pensamiento pretende rescatar una existencia desnuda que él mismo niega. Por ello, es necesario que toda reflexión sobre lo catastrófico comporte un proceso de anamnesis, por el cual los productos de la represión, que originan la anarquía de los instintos y las pulsiones tanáticas del hombre, serían liberados en un pensamiento que no reprodujera “la dominación sobre la naturaleza, la dominación social y la dominación en el sujeto.” Lejos de un optimismo ingenuo, dicha vuelta del pensamiento contra sí mismo no tiene en Adorno la dignidad de una solución a las contradicciones que constituyen la barbarie. Sólo problematiza, a través de su negatividad, las salidas fáciles y las falsas conciliaciones. En este punto, Zamora se pregunta si el pensamiento de Adorno resulta meramente contemplativo y si, como ha enunciado cierta crítica, no es capaz de construir sobre las ruinas, que revelan ser el proyecto de la modernidad. El lector está invitado a tomar partido, ya que las posiciones que dialogan con la modernidad y se imbrican con ella son expuestas a medida que se muestran los caminos por los que Adorno fue conducido a su filosofía negativa. La lectura de Zamora deja en claro, en este punto, que, para Adorno, el pensamiento como esfera separada del mundo de la producción material debe reintegrarse al desarrollo dialéctico del que nace y del cual es abstraído y fosilizado como expresión de una contradicción real. Pero esta vuelta a la historia y este continum histórico no significan apoderarse de la catástrofe por medio del pensamiento y redimirla sin más en una totalidad que la reconcilia con el logos hegeliano. Esta idea de totalidad, tal como Adorno la encuentra expresada en Lukács, es falsa y, precisamente, el pensamiento que quiera hacer justicia al sufrimiento debe desenmascarar la falsedad como condición de verdad-justicia de lo no idéntico. Así lo observaba Horkheimer: También Lukács asegura que sólo puede ver ‘la verdad concreta del presente’ quien ‘es capaz de producir el futuro’; también

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él vincula el conocimiento de la ‘totalidad’ a un ‘sujeto-objeto’, aunque en contraste con el Espíritu Absoluto a ‘la conciencia de clase del proletariado realizada en la praxis’; por tanto, también él mantiene la identidad como condición de posibilidad de la ‘verdad’ y convierte una tal unidad supraindividual en portadora del saber y el acontecer. Un pensamiento materialista que contiene de modo integral la categoría de totalidad se contradice a sí mismo. (Cit. en Zamora 134) Parodiando la famosa expresión de Hegel “el todo es lo verdadero”, Adorno dice que “el todo es lo falso”, expresión que además formaría el presupuesto metodológico de toda crítica que no quiera caer en el idealismo. Así pues, concluye Zamora, sólo siendo negativo, el pensamiento desvela “la naturaleza en el sujeto”, hace palpable una nueva relación entre hombre y mundo como emergencia de una experiencia no recortada. Esta relación entre el hombre y el mundo no se determina en la expresión sujeto-objeto de la teoría idealista del conocimiento y, por ello, lo no idéntico no puede ser entendido como lo ente. De estas dos condiciones, de la totalidad revelada como falsa y del deslinde entre lo no idéntico y lo ente, se derivan las características de la dialéctica negativa, la cual rescata la voz de lo no idéntico que se revela contra la realidad, bajo cuya apariencia ha quedado atrapado. Pero, ¿cuáles son las características de esta filosofía que reivindica lo sufriente? El pensamiento negativo no tiene un principio apriorístico, rechaza la idea de que en el desarrollo social existe una base material llamada infraestructura que determina mecánicamente las expresiones culturales y de pensamiento –la superestructura–, y que, en el proceso del conocimiento, alguno de los dos aspectos, el subjetivo o el objetivo, tiene primacía. Es tarea del filósofo revelar la falsedad de las oposiciones que se generan a partir de la dominación; esto sucede en la medida en que el pensamiento despliega la dialéctica que las hizo posibles y las comprende desde su necesidad y base real –no para aceptarlas sino para evidenciar la emergencia de su transformación–. De allí se deriva una segunda característica, a saber, que todos los productos de su actividad de pensamiento serán a su vez desplazados en un movimiento que no termine en la feliz salvación de las víctimas de la historia con un principio que se ajuste a su concepto, pues de ser así, “en el concepto de lo no idéntico se realizaría de nuevo el mismo proceso identificador contra el que Adorno protesta, tal como lo criticara en Hegel” (Zamora 217). Y, en virtud de lo anterior, la dialéctica sobre la que se realiza tal crítica a la racionalidad dominante no puede aspirar a realizar un rescate positivo 318

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de lo no idéntico, sino tan sólo acercarse a ello de manera negativa. Esto es así además, porque lo no idéntico, aquello que es incorporado en el concepto dominante y anulado en su inmediatez, no debe ser justamente ello, lo inmediato, sino el resultado de una mediación en la que se determina y cosifica sin ser éste el último umbral de su revelación. “Lo no idéntico no designa una realidad que se encuentra más allá de toda mediación, sino que expresa la conciencia de que esa realidad no se agota en la mediación” (217). En esto consiste el carácter aporético de la filosofía de Adorno que Zamora quiere resaltar una y otra vez y que retoma lo mejor de la filosofía crítica de Kant en la que siempre se posterga el encuentro entre la dimensión moral del obrar y los fenómenos de la historia: Desde esta perspectiva la filosofía se transforma en una especie de trabajo de Sísifo. No puede dejar de pensar en conceptos. Pero con ellos asume la falsedad y la culpa de la identidad. No le queda más que revelarse contra toda forma de olvidar el olvido inevitable que supone esa falsa identidad, asumir el trabajo de la autorreflexión y repensar su propia falsedad, para, si es posible, corregirla. Intentar abrir lo no conceptual por medio de los conceptos pero sin identificarlo con ellos, es decir, ir más allá de los conceptos por medio de ellos. (216) Signo de esta anticipación, de aquello que no se determina en la mediación ni se resigna a la repetición ciega de todo lo que existe históricamente, es el arte. En este punto, la dialéctica negativa se convierte en una filosofía estética que, junto a Benjamin, busca la posibilidad de redención de lo sufriente a través de la “imagen dialéctica”. Pero, ¿qué papel tiene el arte en este proceso de crítica? No ciertamente el de realizar por vía de la fantasía y la imaginación una conciliación más o menos verosímil. El arte no debe imitar un estado paradisiaco ubicado en un pasado clausurado, anterior a los procesos de dominación que separan al hombre de la naturaleza y lo escinden como individuo. También debe abandonar la pretensión romántica de síntesis, según la cual lo infinito viene a ser representado en lo finito. De esta manera lo absoluto, en cuanto poder redentor que niega la particularidad y la ahoga, seguiría cumpliendo su papel ocultador de lo sufriente. Esto no quiere decir que en el arte no exista una pretensión de lo absoluto. Precisamente, en ello consiste el rescate de la teología por parte de Adorno. Pero tratándose de la teología inversa este absoluto ya no es el que desprecia a lo no idéntico como un reino diferenciado del reino de los cielos. Esta última metafísica pretende desengañarnos de una 319

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existencia pasajera y efímera azuzando la muerte en su contra. Al contrario, para Adorno el más allá que promete la salvación de la metafísica idealista es precisamente la consolación engañosa del mundo y la ratificación fetichista de que lo que existe “tiene que ser así y no de otra manera.” Zamora explica que cuando el hombre vuelve su espalda a lo absoluto y mira bajo el prisma de su luz el rostro de los objetos, la muerte es lo único que se revela como su imagen más propia. Y es precisamente la imagen de un mundo desprovisto de divinidad la que restituye el cielo que parece estar más allá del objeto a la historia de su propio sufrimiento, lo que, en vez de terminar afirmándolo, lo liberaría de la relación de dominio en la que cayó en el olvido. Así lo sintetiza Zamora: Precisamente aquí se ve que lo no-idéntico no es la pura facticidad, sino la utopía de una relación sin dominio con la naturaleza externa e interna. Ahora bien, esa utopía no es lo completamente otro de lo fáctico. Más bien se alimenta de la indigencia de todo lo existente que se manifiesta en la rememoración de su génesis y de la historia de sufrimiento vinculada a ella. (296) Esta esperanza que asoma en los objetos consiste en palabras de Adorno en “la imposibilidad radical de pensar que la muerte sea lo absolutamente último” (cit. en Zamora, 287). Mas, tal exigencia de salvación no se hace al margen de la propia idea de muerte sino en su rescate de la metafísica idealista, en la cual ésta es la medida que “supera” románticamente los sueños vencidos en la tierra, en la reintegración a un más allá eterno. Mas en este punto se erige la prohibición de representar imágenes que fijaran la trascendencia puesto que, como agrega Zamora, “una determinación positiva traicionaría la idea enfática de salvación recortándola a la realidad existente y con ello traicionaría también las esperanzas de las víctimas de la historia, por mor de las cuales únicamente nos está dado tener esperanza” (293). La empresa que Zamora asume con su libro hace que este tenga un tono analítico. La exposición es muy clara y el lenguaje realiza frecuentes giros ingeniosos de pensamiento que hacen más atractiva y comprensible la lectura del libro. Esto es así, porque mostrar a la luz de nuestros días la vigencia del pensamiento de Adorno requiere de aclaraciones que no pueden desligarse del telos de su obra. En esto, el lector reconoce que el estudio quiere diferenciarse de una exposición de las categorías de la filosofía de Adorno en el museo de la letra muerta. Si bien es cierto que

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el pensamiento estético de Adorno tiene todavía mucho que decirnos para pensar el presente, también lo es que el diálogo con otros interlocutores de la modernidad como Lukács, tampoco está clausurado. Alexander Caro Estudios Literarios Universidad Nacional

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Pedro Aullón de Haro Doctor en Filosofía y Letras, es autor de una extensa obra dedicada a la epistemología de la ciencia literaria, la poesía moderna, la teoría y la historia del ensayo, el comparatismo y la estética. Ha editado asimismo textos clásicos del pensamiento moderno, sobre todo estético, pertenecientes a autores como Schiller, Jean Paul, Krause, Croce, Juan Andrés o Milá y Fontanals. Libros: Teoría del Ensayo; Teoría general del personaje; La Modernidad poética, la Vanguardia y el Creacionismo; La obra poética de Gil de Biedma; El Jaiku en España; La sublimidad y lo sublime. Libros junto a otros autores: Teoría de la Crítica literaria; Teoría de la Historia de la literatura y el arte; Teoría de la lectura; Óscar Esplá y Eusebio Sempere en la construcción de la modernidad artística; Barroco. Actualmente es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Alicante (España), y director de la colección Verbum Mayor. William Díaz Villarreal Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional, y Magíster en Literatura de la Universidad de Londres. Ha publicado artículos sobre Franz Kafka, Samuel Beckett y sobre teoría literaria. Actualmente es profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional en las áreas de Literatura Europea y Teoría Literaria. Vicente Jarque Doctor en Filosofía. Profesor titular de Estética en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca (Universidad de Castilla-La Mancha). Libros: Imagen y metáfora. La estética de Walter Benjamin (1992); Andreu Alfaro (1992); Experiencia histórica y arte contemporáneo. Ensayos de estética y modelos de crítica (2002). Otros: Editor de Modelos de crítica. La Escuela de Frankfurt (1997); Sigfrido Martín Begué. 1976-2001 (2001); La escultura de Andreu Alfaro. Catálogo razonado (2005); Siegfried Kracauer. Estética sin territorio. Contribuciones a la crítica de la cultura, 1920-1933 (2006); Escultura de J. G. Herder (2006). Autor de diversos ensayos de estética, teoría y crítica de arte en libros: Jordi Llovet, ed., Walter Benjamin i l’esperit de la modernitat (1993); Valeriano Bozal, ed., Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas (1996); J. Pérez Bazo, La vanguardia en España. Arte y literatura (1998); Francisca Pérez Carreño, ed., Estética después del arte. Ensayos sobre Danto (2005); así como en revistas especializadas: Kalias, Archivos de la Filmoteca, El guía de las artes, Arte y parte, Descubrir el Arte, Cuadernos del IVAM, Acto, y en distintos periódicos. Colaborador del suplemento cultural Babelia, de El País (Madrid).

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Autores

David Jiménez Licenciado en Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín y Magíster en Sociología de la Literatura de la Universidad de ESSEX (Inglaterra). Profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia. Libros: Historia de la crítica literaria en Colombia (1992); Fin de siglo. Decadencia y modernidad. Ensayos sobre el modernismo en Colombia (1994); Poesía y canon. Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia, 1920-1950 (2002). Su primer libro de poemas, Retratos, ganó el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia en 1987; el segundo, Día tras día, obtuvo el Premio Nacional de Poesía otorgado por el Instituto Colombiano de Cultura en 1997. Juan Manuel Mogollón Es estudiante de la carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente dirige los programas Nuevas Lecturas y Huellas en UN Radio. Mario Alejandro Molano Se graduó de la carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia con una tesis laureada dedicada al poeta colombiano Giovanni Quesep. Actualmente cursa la Maestría en Filosofía en la misma institución académica. Enrique Rodríguez Pérez Licenciado en Español de la Universidad Pedagógica Nacional, Filósofo y Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Libros: cuaderno de poesía Historia del agua (1987); Inconsistencia de la mirada (2004); Ensoñaciones, Escrituras, Tejidos (Debates Bachelard- Derrida) (2003). Actualmente es Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia en las áreas de Teóría Literaria (hermenéutica y deconstrucción), Literatura Latinoamericana del siglo XX y relaciones entre Literatura y Educación. Johana Sánchez Egresada de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Obtuvo un Master en Estética y Filosofia del Arte en la Universidad Libre de Bruselas. Actualmente estudia Historia del Arte en l’Ecole du Louvre en París.

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Fernando Urueta G. Cursa décimo semestre de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. En la actualidad trabaja en su monografía, la cual estará dedicada a la lectura que hizo Adorno de la teoría poética y estética del poeta francés Paul Valéry.

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Esta revista se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2006 en la Universidad Nacional de Colombia Dirección Nacional de Divulgación Cultural UNIBIBLOS Bogotá, D. C. - Colombia

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