MEDALAGANARIO - Jacinto Gimbernard

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Medalaganario



jacinto gimbernard

Medalaganario

Santo Domingo, RepĂşblica Dominicana 2009


Sociedad Dominicana de Bibliófilos

CONSEJO DIRECTIVO

Mariano Mella, Presidente Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente Antonio Morel, Tesorero Juan de la Rosa, Vice Tesorero Miguel Decamps Jiménez, Secretario Sócrates Olivo Álvarez, Vice Secretario Vocales

Eugenio Pérez Montás • Julio Ortega Tous • Eleanor Grimaldi Silié Raymundo González • José Alfredo Rizek Narciso Román, Comisario de Cuentas asesores

Emilio Cordero Michel • Mu-Kien Sang Ben • Edwin Espinal José Alcántara Almanzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián Guillermo Piña Contreras • María Filomena González Tomás Fernández W. • Marino Incháustegui ex-presidentes

Enrique Apolinar Henríquez + Gustavo Tavares Espaillat • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K. Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer Jesús R. Navarro Zerpa, Director Ejecutivo


Banco de Reservas de la República Dominicana Daniel Toribio Administrador General Miembro ex oficio

consejo de directores Lic. Vicente Bengoa Albizu Secretario de Estado de Hacienda Presidente ex oficio Lic. Mícalo E. Bermúdez Miembro Vicepresidente Dra. Andreína Amaro Reyes Secretaria General Vocales

Sr. Luis Manuel Bonetti Mesa Lic. Domingo Dauhajre Selman Lic. Luis A. Encarnación Pimentel Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal Lic. Luis Mejía Oviedo Lic. Mariano Mella Suplentes de Vocales

Lic. Danilo Díaz Lic. Héctor Herrera Cabral Ing. Ramón de la Rocha Pimentel Dr. Julio E. Báez Báez Lic. Estela Fernández de Abreu Lic. Ada N. Wiscovitch C.


Esta publicación, sin valor comercial, es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos del Banco de Reservas de la República Dominicana y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.

COMITÉ DE EVALUACIÓN Y SELECCIÓN Orión Mejía Director General de Comunicaciones y Mercadeo de Banreservas Coordinador Luis O. Brea Franco Gerente de Cultura de Banreservas Miembro Juan Salvador Tavárez Delgado Gerente de Relaciones Públicas de Banreservas Miembro Emilio Cordero Michel Asesor de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Miembro Raymundo González Asesor de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Miembro María Filomena González Asesora de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Miembro Jesús Navarro Zerpa Director Ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Secretario Los editores han decidido respetar los criterios gramaticales utilizados por el autor en la edición que ha servido de base para la realización de esta publicación.

Medalaganario ISBN: Tapa dura 978-9945-457-04-9 • Tapa blanda 978-9945-457-03-2 Primera edición: abril 1980 Segunda edición: julio 1980 Tercera edición aumentada: diciembre 1995 Cuarta edición: BIBLIÓFILOS-BANRESERVAS, 2009 Coordinadores Luis O. Brea Franco, por Banreservas; y Jesús Navarro Zerpa, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Ilustración de la portada: Cristian Martínez Diseño y arte final: Ninón León de Saleme Corrección de pruebas e índice onomástico: Juan Freddy Armando Impresión: Editora Búho Santo Domingo, República Dominicana Marzo 2009

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Contenido

Presentación ..........................................................................................

Daniel Toribio

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Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana

Exordio .................................................................................................

Mariano Mella

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Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos Aclaración necesaria................................................................................................

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UNO.......................................................................................................

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DOS........................................................................................................

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TRES.......................................................................................................

47

CUATRO................................................................................................

55

CINCO...................................................................................................

65

SEIS.........................................................................................................

75

SIETE......................................................................................................

87

OCHO....................................................................................................

103

NUEVE...................................................................................................

115

DIEZ........................................................................................................

125

ONCE.....................................................................................................

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DOCE......................................................................................................

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Índice onomástico.............................................................................................

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A

Vitalia GĂłmez,

Conchita Pellerano y Graciela Pratt, tres mujeres que en tres diversos perĂ­odos de su vida, de tres distintas maneras, lo cobijaron, comprendiĂŠndolo por la luz de tres amores diferentes.



“...del vario stile in ch’io piango e ragiono, fra le vane esperanze e’l van dolore...”* PETRARCA

*...del

estilo vario en que lloro y razono, entre las esperanzas vanas y el vano dolor...”



Presentación

Constituye un motivo de gran complacencia para el Banco de Re-

servas de la República Dominicana publicar, conjuntamente con la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, una nueva edición revisada de la fascinante narración Medalaganario, de la autoría del reconocido hombre de cultura, Jacinto Gimbernard Pellerano. Este relato se resiste a ser colocado, en forma estricta, en un género determinado, pues no es ni una novela ni una biografía. En esencia, puede decirse que se trata de una evocación novelada de la pintoresca vida del padre del autor, el reconocido dibujante, editor e impresor, Bienvenido Gimbernard. Es, también, por el mismo hecho de ser una recreación amorosa y auténtica por parte de su hijo, un acto de devoción y cariño a su memoria. La obra constituye, además, un retrato excelente del espíritu y las circunstancias materiales que reinaban en una época de nuestra cultura, durante la primera mitad del siglo XX. Medalaganario fue publicado originalmente en abril de 1980 y, fenómeno insólito en nuestra historia editorial, enseguida se transforma en un libro del cual todos hablan y quieren leer. Es tanto el entusiasmo que la obra despierta que, al cabo de pocos meses, en julio del mismo año, reaparece el libro –que se había agotado–, esta vez en formato de bolsillo, con una tirada de 15


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cinco mil ejemplares. Con posterioridad, en 1995, aparece una nueva edición aumentada, que es el texto que ha servido de base para el volumen V de la Colección Bibliófilos-Banreservas. Si comparamos el mundo en que se desenvuelve la existencia de Bienvenido Gimbernard con el nuestro, palpamos como experiencia inmediata que se trata de otro ámbito, muy diferente, provinciano, fiel a tradiciones ancestrales y mucho más pobre de recursos que el nuestro, pero, al mismo tiempo, más sencillo, humano y tranquilo. Era una forma de vida que permitía el contacto inmediato y directo entre las personas, aunque con normas de convivencia más rígidas y en muchos casos agobiantes, por la presencia de la dictadura de Trujillo. Medalaganario está poblado por un gran número de personajes que cobran vida plena y deslumbran al lector por el vigor de sus rasgos, así como por la fuerza de sus convicciones y sus modos característicos de ser y actuar. Algunos están cargados de gran humanidad y son descritos por el autor con un guiño de humor e ironía, como sucede con Vitalia Gómez Alfau y Laíto Prestol, los padres de Bienvenido. Y hay, asimismo, figuras inolvidables dibujadas con trazo firme y definido, que capta lo característico de cada una de ellas, que cobran vida como brillantes esbozos y caricaturas, muy parecidas a aquellas que diseña Bienvenido Gimbernard y son los frutos magníficos de su vida creativa. Jacinto Gimbernard, el narrador de nuestra historia, se dedicó desde tierna edad al estudio de la música y a colaborar en la excelente revista Cosmopolita, editada por su padre. Ha publicado artículos en periódicos y revistas, primero en el Listín Diario y en la actualidad en el diario Hoy. Destacado violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional desde los trece años. Por varios años se desempeñó como concertino de 16


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esa orquesta, y de 1980 a 1984 fue su director titular, de la que se jubiló al cumplir cuarenta años de servicio fecundo. Fue también agregado cultural en Londres, embajador en Francia y a su regreso director artístico del Teatro Nacional. En la actualidad es director ejecutivo de la Fundación Corripio, Inc. El autor ha publicado, además de la presente obra, otras, entre las que destacan: Historia de Santo Domingo (1966), La identidad del hombre, ensayos (1968), Acción y presencia del mal, ensayos (1974), Treinta relatos sinfónicos (2000) y la novela Los Grau (2005). En Banreservas nos sentimos orgullosos de agregar esta placentera obra a la selecta colección de textos fundamentales que legamos al país, a fin de que podamos ahondar más en todo lo nuestro y ser así mejores ciudadanos y dominicanos más conscientes.

Daniel Toribio Administrador General

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Exordio

La Sociedad Dominicana de Bibliófilos se complace en publicar,

junto con el Banco de Reservas de la República Dominicana, una reimpresión revisada de Medalaganario del destacado músico, historiador, ensayista, diplomático y periodista dominicano Jacinto Carlos Gimbernard. La presente edición viene a conformar el volumen Nº 5 de la Colección Bibliófilos-Banreservas. Leer la agradable narración que hace Gimbernard sobre su padre, don Bienvenido, es trasladarnos en la imaginación al Santo Domingo provincial, austero y casi abandonado de finales del siglo XIX y principios del XX, convirtiéndonos en testigos del lento crecimiento de la ciudad. Es como si al ir descubriendo las vivencias del personaje principal pudiéramos caminar por las calles torcidas de la vieja capital intramuros y escucháramos a sus antiguos habitantes conversar en su lenguaje coloquial sobre sus cotidianidades. La vida de Bienvenido Gimbernard, según nos relata el autor, no está exenta de sufrimientos y sacrificios. Ciertamente a veces la narración se torna melancólica pero otras tantas se torna jocosa y divertida llevándonos a diversos estados de ánimo a medida que avanzamos con la lectura. Pero en definitiva podemos concluir que Bienvenido vivió su vida como “le dio la gana”, y gracias a esa forma de ser logró hacer todas las cosas que hizo. 19


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Deseamos dar las gracias al señor Jacinto Gimbernard por dar su autorización para esta nueva edición de Medalaganario y por su ayuda en la revisión de la misma. Hago votos para que las nuevas generaciones de dominicanos y dominicanas lean este libro y conozcan las vivencias y forma de vida de nuestros predecesores, y desde luego, para que sepan quien fue Bienvenido Gimbernard.

Mariano Mella Presidente

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Aclaración necesaria

Una novela no requiere de prefacio ni prólogo, ni nada por el

estilo. ¿Por qué –cabe preguntarse– los patrocinadores de esta edición de Medalaganario me han sugerido unas palabras iniciales? Pues porque corresponde a una realidad que explique si se trata de una biografía o una novela. En realidad se trata de un relato humano sin disfraces ni máscaras. Es la historia de una persona, contada por ella misma, sin ocultaciones de realidades tristes, regocijadas o humorísticas, traviesas o severas, en las cuales el triunfo y el fracaso, la miseria y el bienestar son tratados tal como lo aconsejaba Kipling en su poema If: como dos mentiras, dos imposturas. (If you can meet with Triumph / and Disaster and treat those two imposter just the same;...) Si te hallas con el Triunfo, si te llega el Desastre, / y los tratas lo mismo: como dos impostores. He de confesar que existieron dos razones para que llamara novela a esta obra. Además de que no tenía certeza histórica de algunos eventos aquí expuestos, me preocupaba la calificación de biografía, pues podría alejar a los lectores que deseaba alcanzar para que tuviesen conocimiento de una vida tan rica y excepcional como la de mi padre. 21


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¿La biografía de una persona, contada por su hijo? ¡Hum! Mucha gente –pensaba yo– estimaría que se trataba de una obra enchumbada de amor, admiración y respeto. En todo caso, de pasiones distorsionantes. Y yo quería que el relato veraz llegase limpio y honrado. Muchas veces, en el transcurso del proceso de escritura, tuve la sensación de que cuanto mi padre me contaba con tanto detalle, descarnadamente, a través de años, obedecía al callado deseo de que yo lo recogiera y expusiera su extraordinaria vida. En este libro no hay invenciones. Es su historia. ¿La escribí yo? ¿La escribió él?

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UNO

Cuando Nene Fatiol lo llevó con la mano izquierda destrozada,

en el año noventa y cuatro, Bienvenido tenía diez años y la desvalida casita de tablas que habitaba la familia en el barrio San Miguel olía a humo de cuaba y a tierra recién barrida. Nene Fatiol era un obrero largo y flaco de la imprenta de los García, y cuando el pequeño, atraído por los engranajes de la prensa Marinoni tocó súbitamente los dientes de la máquina y dejó entre ellos pedazos de tres dedos, Nene, sobrecogido de horror, cargó al niño que aún no sentía dolor sino asombro indimensionado y corrió con él dejando sangre intermitente en el suelo y sorpresa doliente en los rostros del trayecto. Santo Domingo era la sombra de una ciudad, el fantasma de una gloria colonial con muchas promesas olvidadas. Sus calles polvorientas y desiguales con grandes heridas de ruedas de coche y carretas, como tajos de inmensos sables circulares, eran testimonio y recordación de pobrezas ancestrales. El barrio de Bienvenido, San Miguel, era bullanguero y despreocupado. Sobre todo despreocupado. Por eso Vitalia, la madre, había decidido que él ingresara como aprendiz en la imprenta de los hermanos García frente a la respetable Plaza Colón, y que fueran mínimos sus contactos con los alegres bribonzuelos de la barriada. 23


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Para recordar fácilmente las enseñanzas, creó, en esos primeros y breves tiempos, un sistema nemotécnico iniciándose en el largo camino de inventar cosas ya inventadas y para él desconocidas. ¿Estará, en el fondo, todo ya inventado y sabido en extraño nivel? El caso es que para recordar el nombre de las capitales americanas, creó frases especiales y una mañana soñolienta en que el austero profesor le preguntó ¿Cuál es la capital del Perú?, Bienvenido, arrancado de repente de sus ensoñaciones repuso: Lacapitaldelperúlíma. El profesor quedó estupefacto y el niño continuó: Argéntinabuenosaires, Urúguaymontevideo, Colombiábogotá... Vitalia se había convencido de que no había modo de que la escuela interesara a este hijo suyo que vivía escapándose hacia su ilimitado mundo interno, y delatando inconscientemente sus escapes con los grandes ojos negros perdidos más allá del espacio mientras la monótona voz del parsimonioso maestro repetía nombres de las capitales americanas, cifras de sumas a memorizar o fechas importantes de nuestra historia. Era el mayor de los dos varones que tuvo Vitalia Gómez Alfau con Laíto Prestol, músico de barrio, bombardinista notable y pobre. Vitalia provenía de una aristocrática familia; vivía con su hermana en la calle 19 de Marzo, en sitio de gente bien, con servidumbre instruida a escuchar llamadas con campanilla de plata. Cuando ella decidió corresponder al amor del humilde músico, cambió los espaciosos salones con suelo marmóreo por una casucha en el menospreciado barrio de los migueletes, con piso de tierra manchada y poco espacio para albergar angustias. En aquel barrio, Vitalia lacró con su orgullo la endeble puerta y no volvió a pisar la calle durante un cuarto de siglo. Ella era caucásica, sólida, de ojos claros, expresión enérgica y enérgica realidad. Su pelo estaba siempre recogido en un moño 24


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distanciante que parecía omnipotente. Laíto, era un mulato rojo, bajo y corpulento, con rostro cuadrado, orejas y ojos grandes, nariz y mentón prominentes. Era un sentimental exagerado y hombre explosivo que pasaba de la voz baja al puñal en alto con un salto de ojos feroces. Laíto y Vitalia habían tenido ocho hijos: Altagracia, Filomena, Lola y Ercilia, mayores que Bienvenido. Eduardo, Georgina y Manuel Emilio, menores. Manuel Emilio había muerto de año y medio de edad, cuando Bienvenido tenía tres. Dijeron que había muerto por un error del médico que lo atendía, y Bienvenido mantuvo hasta sus últimos días una cuestionante desconfianza hacia los dictámenes médicos. ¿Médicos? –diría mucho después con un mohín–. Sólo sirven para firmar boletas de defunción. Los gritos y exclamaciones del vecindario de San Miguel se anticiparon a la llegada de Nene y Bienvenido. Cuando Vitalia se le acercó, demudada y siempre fuerte, el hijo sólo acertó a suplicarle que no lo castigara. Entonces ella reventó su compostura y cayó sollozando de rodillas, rodeando con trepidantes brazos al atónito niño, que en aquel momento recibía un inusual torrente de amor descontrolado. El doctor Fanduiz llegó bastante pronto. Era un fornido mulato, parsimonioso e importante. La levita negra cortada en grueso casimir inglés, el chaleco gris perla con leontina dibujando dos curvas de oro de bolsillo a bolsillo, el pantalón a rayas; todo el conjunto, proclamaba su post-grado parisino y su desprecio al trópico, al calor, al sudor y al ambiente. Saludó con un buenas tardes, impecablemente pronunciado y de inmediato inició el protocolo previsto para la llegada de un doctor. Ya había sido bajada la toalla que permanecía inviolable en lo alto del armario grande. El jarrón de porcelana floreada había sido desempolvado y lavado. Lleno de agua limpia, estaba colocado en 25


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una mesita alta y estrecha de tope redondo, junto a la vasija verde esmeralda. El jabón de olor reservado para las ocasiones fue tomado solemnemente por el doctor para dar inicio al ritual del lavatorio de manos. Luego empezaron los preparativos de la operación que se efectuó allí mismo, entre los curiosos con suficiente valor. La casucha se envolvió de olores extraños y embriagantes. Bienvenido, alucinado, veía rombos de colores palidísimos que se elevaban con lentitud extraordinaria. La intensidad de un descomunal dolor mal alejado por la anestesia deficiente lo hundió en las insondables profundidades de una irrealidad a cuyas superficies él era asiduo visitante. Terminó la operación. El ensangrentado instrumental de finísimo acero desapareció diestramente envuelto en la entraña de un maletín de áspero cuero negro. El coche tirado por un caballejo pardo aguardaba al doctor lo más cerca que permitían las irregularidades del terreno. Nene Fatiol había permanecido en la puerta del hogar evitando el ingreso de algunos excitados rapazuelos para quienes el accidente constituía motivo de alborotamiento y gozo. –¡Dejen la chercha, carajo!– musitaba enérgicamente con un sonido reseco que iba muy bien con su aspecto lagartuno. Nene tenía un círculo blanco lechoso alrededor del iris de cada ojo, hecho éste como de una cuchillada, largo y con los bordes como cicatrices abiertas. Él no tenía pestañas ni edad. Podría tener veinte años o cincuenta. Su piel apergaminada desde siempre, mostraba en el rostro islas de barba que él, como todos los obreros, afeitaba sólo los sábados con trozos de botellas rotas artísticamente contra una piedra grande en el patio. De las botellas estrelladas salían navajas barberas de excéntrica forma que eran cambiadas cada dos o tres pasadas por el rostro grasiento, al cual nunca tocaban jabón ni agua. El repaso final se hacía con los pedazos cuyos 26


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filos eran más perfectos, los cuales, romos tras la primera pasada, eran tirados en el rincón de la basura entre estrujados papeles de pruebas mal impresas y trapos ennegrecidos de tinta de imprenta con kerosene. Eran tiempos en que una mirada congelaba a un niño, y Nene disfrutaba la autoridad de sus ojos acuchillados de brujo, dominando la nerviosidad festiva de aquellos pícaros que apenas podían estarse quietos. Durante la operación habían caído los nudillos apretados de uno que otro adulto sobre la intranquila cabeza de los infantiles miembros del grupo reunido frente a la puerta empeñado en atisbar la escena entre las hendijas móviles que dejaba la inquietud de las personas mayores. –¡Paso al Doctor! –Con permiso, señores, con permiso... Y el monumental cirujano abandonó la casa convulsionada, cruzando entre los curiosos con galante parsimonia. La tarde ya se volvía noche y aquella cuesta de San Miguel, tan irregular en su declive de tierra y piedra que una vez, durante las lluvias de mayo, había ahogado un hombre en una de sus hondonadas, estaba ahora pintada con débiles sombras melancólicas. En el interior de las casas vecinas podían ya verse manchas de pálida luz amarillenta y olorosa que empezaba a salir de las lámparas de gas. El doctor abordó el coche, que se resintió del peso de su pasajero. El cochero había terminado de encender las mechas de los dos faroles delicadamente manufacturados con delgadas láminas de cobre, ventanillas de cristal biselado y cerrojos minúsculos para aquellas puertecillas de juguetería que abrigaban las llamitas chisporroteantes. Entonces fustigó apenas su caballo, y el coche de frágiles mástiles y flacas ruedas comenzó a tambalearse y a crujir por aquel trayecto que evitaba la cuesta imposible y llevaba al centro de la ciudad. 27


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Los curiosos fueron desapareciendo pesadamente, pausadamente, llenos de cansancio. Era la hora de la Oración y la voz de Vitalia dijo con fe doliente: Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar y le respondieron: Dios te salve María, llena eres de gracia...

Pasadas unas semanas, la mano empezaba a mostrarse como

quedaría definitivamente. Con sólo dos dedos completos: el pulgar y el índice. Varias cicatrices en áspero relieve le hacían dibujos indescifrables al dorso de la mano, como si fuesen signos cabalísticos. El destino le había dado, bruscamente, nuevas líneas para el uso de una personal y esotérica quiromancia. Señales del misterio. Por aquellos días él sentía una escalofriante fascinación al contemplarla. Sus antepasados, catalanes apellidados Gimbernat, apellido afrancesado en Gimbernard luego de ciertos éxitos familiares en París, eran gente austera, laboriosa y terca como buenos catalanes. Uno de ellos, bachiller y todo, se dio a vivir en Santo Domingo con una negra de muy buen ver, buena hembra, con unos ojos enormes, magnéticos y tiernos. Esos ojazos, junto a la emotividad llorona de aquella negra, habrían de ser características perdurables en la descendencia. Bienvenido tenía dos tendencias opuestas que aceptaba gustoso. Coexistía lo de austero y laborioso con cierta inclinación al retozo, a la bullanga, al juego flácido y la modorra. Estas características se alternaban. Nunca aparecían juntas. O estaba en catalán o en negro congo. –Corre, Bienvé– le dijo su compinche Tomasito, con ese tono de cariñosa complicidad que subyugaba al muchacho. 28


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Tenía una chercha, un alegre desorden con Tomasito y otros negritos del barrio. Muchachos infantilmente maliciosos, sucios, malolientes, dueños de una astucia hija del mal vivir, una astucia modelada por la miseria, encaminada a sacarle a alguien la desenfadada ventaja de un piñonate, un mango, un guineo más o menos estafado o robado, calidad que dotaba a estas adquisiciones de un sabor fenomenal e inigualable. Imperceptiblemente, iba entrando en el ambiente. El alegre desenfado de aquellos compañeros, integrantes de una hermandad cálida y maravillosa, lo hacía vivir una vida insospechadamente estupenda. Las inmediaciones de la pulpería cercana constituían un lugar formidable. Temprano llegaban hombres recios pidiendo que les sirvieran el trago de aguardiente que llamaban la mañana, golpeando el mostrador de madera sin pintar. –¡Dame el maldito trago... carajo! –¡Tirotéame el puñetero trago! –¡Bombéame la mañana! Él disfrutaba, a pecho abierto, el relajamiento contagioso de aquel ambiente. Lo disfrutaría toda su vida. Cincuenta años después, luego de largas jornadas de trabajo autoimpuesto, iría a buscar en fondas y fritanguerías, donde Chichito o algún otro negociante en fritos verdes, longaniza, albóndigas y demás grasientos alimentos, ese ambiente acariciado en el recuerdo. Era tal su transformación allí, que perdía entre los eufóricos amigos todos sus habituales escrúpulos para comer –desde su niñez le repugnaban los nervios de la carne y le daba náusea el caldo de pata de vaca–. En el ambiente callejero de su infancia en el barrio de los migueletes, le parecía harto normal el enjambre de moscas que revoloteaba y tocaba las frituras frías y embadurnadas de manteca que yacían en alguna bandeja de hojalata mal lavada, con una 29


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protección limitada a salvaguardarlas de las ilícitas intenciones dentales de algunos merodeadores sin dinero. A las moscas no se las detestaba. Estas artistas del espectáculo, con su público de muchachos, hacían prodigios de vuelos rasantes y complicadas maniobras de conjunto. Bienvenido disfrutaba especialmente cuando, posadas sobre el brillo de las frituras, se frotaban las patitas delanteras con la misma fruición con que ellos frotaban sus manos sucias durante la preparación de alguna travesura. Por ejemplo cuando planeaban organizarse como una banda musical y desfilar con latas oxidadas en función de tambores y cartuchos de papel como cornetas frente a la puerta de alguna vieja malhumorada del vecindario. Una que otra vez frente a la señorita Eulalia, virgen de ancianidad indeterminada, que en ciertos días del mes le daba por aconsejar a las mozas: –Busquen hombres, mis hijas, no sean pendejas como yo, con la virtud para los gusanos. A la tercera o cuarta ronda de aquella heterogénea formación, con el ensordecedor ruido de las latas golpeadas inmisericordemente y los cartuchos de papel canalizando el infatigable Tu-tututú de los muchachos, salía la víctima hecha un basilisco. Reseca en su morado traje duro de almidón, y con los brazos echados al vuelo: –¡Caraajoooo...! Y salía el grupo en feliz desbandada. Cuán distinto era aquello, en relación al oprimido ambiente de la casa de Bienvenido, con su mística pobreza triste. Allí la risa y la chercha no eran aprobadas. No se toleraban. Allí dentro él se transformaba en un arrinconado soñador. Con una cuchilla bien afilada sobre una pequeña piedra de asentar color crema –propiedad atesorada– tallaba rústicos santos de madera en trozos de cajas de blando pino venido desde muy lejos, que él olfateaba 30


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con fruición buscando el olor de países lejanos. Tallaba lentamente. Sensualmente. Observando, como hipnotizado, los giros de la finísima viruta al caer, coqueteando con la gravedad terráquea. También elaboraba planes fantásticos para destruir la flota de los yankees. Un barreno. Un cañón con un resorte formidable. Tal vez –pensaba– una hélice del tamaño del parque, movida por muchos molinos de viento, girando bajo el agua, pudiera crear una corriente tan enorme que llevara para arriba, más al norte, a los Estados Unidos. ¿Podría empujarse a Norteamérica? Era este el mismo tipo de ocupación mental que le asaltaba cuando se sentó, por breve tiempo, en el banco de la escuela. En los primeros días, el maestro le ordenaba estudiar el silabario y él, con la vista fija en la pizarrita y una expresión ensimismada, monologaba interiormente: Si yo cojo un pedazo de tubo que hay en el patio, le pongo un tapón de semilla de aguacate... Pero cuando estaba en la calle, no pensaba en tales cosas. Sus preocupaciones giraban en torno a la bandeja de piñonate, a unas enormes bolas de dulce, que cuando estaban en la boca la ocupaban toda y no se entendían las palabras, motivo que impulsaba al grupo a hablar especialmente en tales circunstancias, soltando palabras y palabrotas resbalosas de saliva teñida con el colorante de la golosina. En estas libres y alegres ocupaciones se encontraba cuando escuchó la voz de su madre: –¡Bienvenido! Hacía algún tiempo que lo llamaba. La voz de doña Vitalia, autoritaria y contrastante con las voces vulgares del barrio no había logrado atraer hasta ahora, la atención de su entusiasmado hijo. El ambiente era tan fuerte que el llamado materno no le impresionó demasiado. No como antes, al menos. –Ya voy, mamá... –¡Venga acá inmediatamente! 31


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Entonces empezó a reaccionar. Cuando llegó junto a la puerta y vio los ojos claros de la madre, fríos de ira y determinación, la fina nariz con las aletas amarillentas como un pergamino y vibrantes los pálidos labios, se estremeció. Ya estaba nuevamente en su poder. –¡Camine para adentro! Agosto era un mes muy caliente. Del Bienvenido jadeante y sudoroso, con parte de la peste de los compinches recientes, se desprendía un hedor ácido y espeso. Ya un poco apercibido de la magnitud de la tormenta que se avecinaba, se arrinconó encogido y prudente. A hurtadillas tomó de la tinaja de barro vidriado un sorbo de agua fresca, bebiendo directamente del sacador, común jarro de hojalata con larguísimo mango y el borde cortado en forma de afilados dientes triangulares, hecho así para impedir que posaran los labios en él. Era el jarro de servir. No de beber. Se lo habían dicho mil veces, pero él tenía sus propias reglas. Además, los muchachos sabían arreglárselas para tomar agua directamente de aquellos jarros nazarenos, coronados de espinas metálicas. Desde esa edad, Bienvenido tenía grandes dificultades para comprender la validez de los deseos que no eran suyos. Obedecía por complacer y por miedo, pero lo que no partía de él no le parecía lógico y aprobable. Se sentía poseedor de la verdad. Nunca cambió. A la Oración llegó Laíto y se tropezó con una escena impresionante, cuya drasticidad, pintada en el rostro de Vitalia, se perdía un poco a causa de la semioscuridad que escamoteaba las firmes líneas del rostro materno. –Mañana Bienvenido vuelve a la imprenta –avisó Vitalia en tono irrebatible. 32


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En voz baja Laíto argumentó. –Pero Vitalia, ya viste lo que pasó... –¡Qué pierda un brazo! No quiero un vagabundo de barrio. Fue el fallo supremo. Laíto musitó blandamente: –Qué se va a hacer... mientras desaparecía en la penumbra de la habitación contigua. Bienvenido volvió a la imprenta.

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Escena del Santo Domingo de fines del siglo antepasado. Dibujo de Bienvenido Gimbernard para la portada del libro Ayer, o el Santo Domingo de hace cincuenta años de Luis E. Gómez Alfau, publicado en 1944.

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DOS

Empezaba el día.

La dorada corteza del solitario pan crujía asordinadamente dentro de la boca activa de Bienvenido, marcada con vestigios del chocolate de agua que humeaba en un ancho jarro esmaltado frente a él, y que le pintaba una curva surraposa que parecía otra boca mayor haciendo una carcajada inmóvil. Balanceando las piernas con flácido ritmo desde la silla de guano, aplicaba al pan su sistema de comerlo: primero, el migoso intestino; lo último, la corteza superior, con la herida tostada que le hacían los panaderos con una lacinia de hoja de cocotero. Por aquellos tiempos las panaderías encargaban grandes cantidades de altivos penachos de coco, y en junio, el mes de San Juan, cuando la ciudad se llenaba de mariposas, los muchachos iban a pedir las varillas, inútil nervio de las hojas, para hacer mazos y golpear violentamente aquel oscilante manto de miles de alas amarillas que se veían como una sola pieza temblorosa que flotara. La tierra sinuosa y marcada de las calles recibía el cruel adorno de millares de alas destrozadas que empujadas por el tránsito humano, encontraban indolente sepultura. –Bienvenido: hora de irse al taller –dijo la voz firme de Vitalia. El borró con un ágil pase de manga la presencia de chocolate, se despidió y partió dócilmente. 35


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La imprenta de los García estaba situada frente a la Plaza Colón, un cuadrado de caliche, arena gruesa y piedrecitas alisadas a fuerza de pisón y gotas de sudor rodando por espaldas oscuras. Con unos antiguos bancos, unos cuantos faroles enracimados sobre pedestales de granito, la plaza era el punto más distinguido de la capital. A la imprenta se entraba levantando una sección de la tapa del mostrador de madera que abarcaba todo el frente. Lo primero que se veía era una gran vidriera repleta de arcaicos objetos de piedra y madera obtenidos en doctorales excavaciones arqueológicas, muy ocasionales y salpicadas de palabras en un francés dudoso y ojiabierto. A Bienvenido no le llamaban mucho la atención. Más le atraía el misterio de los gruesos volúmenes empastados de la librería que allí estaba establecida. Cuando podía ponerle la mano a alguno, no se empeñaba en hacer uso de sus no muy perfeccionados conocimientos de la lectura. Simplemente los olía. Le gustaban los libros para olerlos, así las revistas que, para muy contados suscriptores, se recibían allá. Revistas que olían a París, a Madrid, a Barcelona, que eran retiradas por sus dueños con protocolar reverencia y paseadas con estudiadas actitudes. Acariciándolas con las yemas de los dedos, aspirando el olor a papel y tinta, se transportaba a la vida de esas grandes ciudades, y se extasiaba hasta que un severo: ¡Deje eso, atrevido!, salido bajo unas gafas con marco ovalado, lo despertaba, embriagado de fantasía. La imprenta estaba en la parte atrás del patio cuadrado. Allí la atracción de las prensas y los tipos de imprenta, con la sensación mágica del antimonio de los tipos, estaba compartida con la atractiva personalidad de los negros obreros oriundos de las Antillas Holandesas, pulcros, ingenuos y laboriosos. –Son Didí, uté é un gallo –le decía nerviosamente al ceremonioso curazoleño de piel como caimán moreno. 36


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–Muchacho fresque, atrevido, yo quisiere ver uté en Curazao, dan un pela... –y enfatizaba el acento en la e. –Qué va. Son Didí, yo voy a Curazao y me como cruda a la gente: “Ña, ña, ña” –decía simulando dentelladas. Son Didí se ponía frenético. Entonces lo dejaba en paz y se ensimismaba en sus labores en los cajetines de tipo de imprenta, con una especie de satisfacción de deber cumplido. Imperaba la organización en aquella imprenta. Las delgadísimas hermanas de los García se encargaban de supervisar la limpieza con toda gravedad y prosopopeya. Bienvenido estaba obligado a ser cuidadoso, pero la organización era algo que le resbalaba sobre la piel como agua sobre superficie aceitada, y la omnipresencia de aquellas pulcras mujeres lo aplastaba cuando, ocasionalmente, se abría al mundo circundante y finalmente las notaba. Su pequeña ganancia contribuía a aliviar un poco la precaria economía familiar, basada en los ingresos modestos de Laíto como tabaquero o bombardinista. La política nacional era, por tradición, un desastre. Ulises Heureaux, un mulato de finos modales para unos y un negro endemoniado para otros, había afirmado su dictadura. En 1893 asumía la presidencia por cuarta vez y tenía amilanadas a todas las figuras políticas del país con su astucia peligrosa y mortal. Heureaux no dudaba para ordenar un fusilamiento cuando lo consideraba pertinente para mantener a buen resguardo la firmeza de su gobierno. No era cosa desconocida en el país la práctica del fusilamiento, como no era espectáculo insólito ver y saber de prisioneros torturados por uno o dos pares de grilletes. Lo desconocido era el ejercicio de una mente maquiavélica como la de ese dictador. Una vez, con la ciudad envuelta por una fina y fría llovizna como gasa. Bienvenido había visto a la distancia un grupo considerable de personas reunidas cerca del muro del cementerio. Alguien 37


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mencionó que se trataba de un fusilamiento. Por el tono de la voz intuyó que el fusilamiento era un castigo. Trató de acercarse pero no se lo permitieron. Todo lo que pudo distinguir a la distancia lloviznada fue una gran cantidad de paraguas abiertos. Imaginó que fusilar era castigar a paraguazos. Le dio entonces por ofrecer fusilamientos a hermanos y compañeros hasta que Laíto, cansado de decirle que no se ofrecían fusilamientos, lo llevó a ver uno. No llegó a ver la ejecución. Bastó la escena de aquel hombre caminando amarrado por las desastrosas calles, en medio de un grupo de militares, llorando, implorando a los curiosos vecinos que intercedieran por su vida. –Por Dios, hagan algo, que soy un padre de familia –clamaba la voz hueca de terror–. Laíto lo alejó rápidamente del lugar, arrepentido y preocupado. No obstante, la brisa hizo llegar hasta Bienvenido el sonido de la descarga de fusilería, largo como una raya sonora. Luego el punto final del tiro de gracia. Después el silencio fúnebre sobrevolando el agobio. Nunca volvió a hablar de fusilamientos. Le dio por hablar de circos de maromas, que estaban entre los ocasionales espectáculos que llegaban al Santo Domingo de entonces. Le fascinaba el ambiente, la erección de las carpas, el sudoroso ajetreo de quienes montaban las instalaciones. Gente rara, más alta o más baja que los vecinos de Santo Domingo, con tatuajes, con brazos musculosos y pechos amplios. Algo había visto de las prácticas, metiendo la cabeza como una lagartija bajo la falda de la carpa, pero soñaba con ver una función. Laíto respondía a sus débiles peticiones con tono ausente: –Mi hijo no entiendes, no hay... la próxima vez. Bienvenido bajaba la cabeza, apretaba las mandíbulas para que no se le escaparan los sollozos y se escondía en un rincón, cabizbajo y con los ojos brillantes. Varios circos vinieron y la escena se repitió, nunca igual, porque era cada vez más amarga. El circo se agigantaba en su imaginación. 38


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Era una obsesión. Hizo pequeños circos con figuritas de cartón en el patio de su casa. Se entretenía momentáneamente, pero se le llenaban los ojos de lágrimas cuando algún presuntuoso conocido le narraba con aires superiores sus experiencias en la función: La gracia de los payasos, la belleza de la amazona, la habilidad de los trapecistas, las maravillas del prestidigitador. –Si ves el circo te almareas muchacho –le decían con petulante balanceo de brazos y cabeza. El aguantaba hasta donde podía. Cuando sentía que le temblaba la mandíbula salía corriendo, y dirigiéndose al rincón más íntimo y polvoriento de su casa, detrás de un baúl olvidado, lloraba desesperadamente. Luego permanecía escondido hasta que se le desinflamaban los ojos. Lo que aumentaba aquella agonía eran los anuncios de los circos. Y el desfile callejero con bombo, corneta, platillos orientales y un gordo con un vozarrón... –Bienvenido, hijo, ve donde el compadre Lico. Te quitas el sombrero, das las buenas tardes, entonces dices: ¿Me puede hacer el favor de decirme si está don Lico? Es de parte de Laíto Prestol. Cuando lo veas lo saludas, buenas tardes, don Lico. Le dices: Que aquí manda mi papá. Le das este papelito y te esperas. No te sientes si no te mandan. Repíteme las instrucciones. Bienvenido lo hizo correctamente. Se puso el sombrero de panza de burro y salió pisando algunos charcos hechos por una intermitente lluvia, ahora detenida por la gris techumbre vesperal. –Muchacho, cuida los zapatos, por amor de Dios... El tenía en los bolsillos los objetos más insospechados: tuercas cuyos tornillos nunca conoció, páginas del Almanaque Foliador, bolas de cristal quilladas, clavos de diversos tamaños, un trozo de lápiz muy grueso... últimamente había añadido a sus pertenencias portátiles unos petardos rojos que habían quedado sin reventar en las recientes festividades religiosas del barrio, durante las cuales, largas hileras de petardos y montantes se hacían estallar en el momento más solemne 39


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de la misa. La costumbre mora, traída por los españoles, una vez había provocado un susto enorme a un grupo de altos dignatarios eclesiásticos extranjeros invitados para una especialísima ocasión. En el momento en que uno de los tres obispos visitantes pronunciaba las palabras rituales de la Consagración del Pan. Accípite, et mandúcate ex hoc omnes: Hoc est enim Corpus meum, fue encendida una hilera de cohetes que daba la vuelta completa a la Catedral Primada. Conocedores de la proclividad nacional por las revoluciones, los oficiantes fueron presas del pánico en medio de aquel estrépito que parecía el fin del mundo. La dignidad de los dignatarios quedó tan maltrecha como la imagen que ellos se llevaron de la vieja capital paupérrima.

Bienvenido había puesto el papelito en el importante y prin-

cipal bolsillo de los petardos. Camino a casa de don Lico divisó un pico de lona coronado con una banderita que se levantaba a la distancia. Sin poder evitarlo, corrió frenéticamente hacia el circo. Era media tarde. Cuando recobró la noción del tiempo, era de noche. Había llovido mucho. Se había mojado tanto que el sombrerito había perdido la forma. La brisa nocturnal se había llevado las nubes cargadas, había sacado la enorme luna y evaporado buena parte del agua que lo había empapado. Corrió nerviosamente hacia su casa. Estaban todos en la puerta con excepción de doña Vitalia. Se detuvo en seco al llegar a unos pocos metros del grupo severo. ¡El papelito! Al mirar hacia el bolsillo del pantalón donde lo había guardado, vio una mancha negra. Pólvora de los petardos deshechos por la lluvia. El otrora nítido y crispeante papelito era ahora un blando deshecho. Entre la negrura de la pólvora disuelta y las manchas de 40


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tinta azul se distinguía una que otra letra delicadamente trazada por Laíto. Restos de una misiva escasamente inteligible. Supo entonces que el papelito solicitaba un préstamo para comprar la cena. Ya en la pulpería habían cerrado el crédito con gesto grave y definitivo. No hubo regaños ni excusas ni golpes. En medio del silencio como un grito, todos se acostaron sin cenar.

En la casa de Bienvenido, como en todas, no se veían ternuras

en el trato de los mayores. La tónica era el respeto. El respeto cortés o el respeto apergaminado. Laíto era cortés. Tierno con los muchachos. Si hubiese estado permitido ser tierno con la mujer delante de los hijos, él lo hubiera sido. Tenía inclinación a la ternura. También a las mujeres de piel trigueña y sonrosada, con carnes duras y formas provocantes. Más de una vez esta inclinación había fructificado en hijos callejeros, marcados fuertemente con las recias líneas faciales de Laíto, líneas que se remontaban a su abuelo catalán y que habían resistido la embestida de las laxas líneas de aquella negra que lo fascinó. Todos los hijos de Laíto tuvieron aquel mentón enérgico, aquel cráneo un poco cuadrado (tete carré, tete dure -decíale a Laíto el viejo monsieur Gervais) y el ceño como si les hubiesen dado dos cuchilladas verticales entre los ojos. En una ocasión Vitalia acertó a ver pasar frente a su puerta a un niño con todas aquellas señales inequívocas. Lo hizo llamar y pasar a la casa –Entra muchacho, esta es tu casa. No puedes negar que eres hijo de Laíto. Lo que balbuceó Laíto al llegar y encontrar aquel rapazuelo apabullado no se pudo entender. Vitalia no se parecía en nada a esas atractivas trigueñas que tanto estrago hacían en su marido. Vitalia era blanca, severa, 41


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comedida, de buena familia. La mujer con quien procedía formar ejemplar y admirable hogar. Crear una familia. Las versiones eran de que Laíto tuvo buen ojo para escoger. Y que Vitalia hizo pésima elección. Cuando él, tocando su bombardino en los bailes o en las fiestas de la iglesia se desbocaba con los tragos de aguardiente, el nublado de drama que, negro o blanco, cercano o lejano, estaba siempre suspendido sobre la casa, caía inundándola de rostros llorosos y sombríos. Un atardecer en que Laíto regresó muy rojo, tratando de disimular un sospechoso tambaleo, Vitalia, especialmente afectada, sentó a Bienvenido sobre sus rodillas y poniéndole la mano en la cabeza con firme ternura murmuró como para sí: –Este es mi esperanza– y Bienvenido nunca olvidó aquella frase inspiradora y resguardante. Laíto inquietaba a su familia. Siempre armado de un filoso puñal, cuando algo lo provocaba se tornaba muy peligroso. Y era fácilmente provocable. Si hablaba no aceptaba interrupciones ni contradicciones. Así también sería Bienvenido. La diferencia entre ambos radicaba en que ante tal provocación, Bienvenido soltaría un estentóreo: ¡cállese, carajo!, mientras Laíto, transfigurado por una súbita erupción de ira, era capaz de atacar al transgresor de sus leyes con lo que tuviera en la mano o de alzar amenazadoramente el relampagueante acero del puñal cariñosamente bautizado con el nombre de un general famoso. –¡Cuidado, carajo, que este es Luperón! Por suerte para él y sus antagonistas las provocaciones se suscitaban casi siempre cuando tenía el bombardino en la mano. A un alto militar le había dado un bombardinazo que lo había dejado por muerto en las cercanías de la iglesia de las Mercedes. Estando en lo alto de uno de los promontorios del área, el oficial se dirigió a él en tono agrio. Laíto, quien iba a tocar en la iglesia, levantó con las dos manos el bombardino como Moisés las Tablas de la Ley 42


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y se lo reventó en la cabeza al militar, que se derricó dos metros abajo hasta encontrar la cuna de una zanja húmeda. Cuando esto sucedió todavía él no había formado familia con Vitalia. Percatado de la gravedad de su acción huyó al Cibao, al entonces remoto y poco accesible corazón de la República. Sin carreteras y huyendo sin recursos, la empresa constituía una hazaña ciclópea. En la aventura perdió las uñas de los pies, que nunca más le salieron. Sus raídos zapatos se habían deshecho en los inicios de aquella desaforada huida. Sus pies no habituados al tránsito abrupto, se cubrieron de heridas. Recibió con masoquismo su dolor, como un animal salvaje evitando ser visto. Las autoridades no pudieron encontrarlo y aquel escape dejó el documento de una monstruosa forma en la punta de sus pies. Bienvenido, precoz en las apreciaciones trágicas, siempre vio en los pies de su padre un argumento justificatorio de dramáticas convicciones acerca de su familia. Estaban marcados por el drama. A la pobreza la sentía como la expresión más benigna del sino dramático y por eso la acogía con cariño y simpatía. Hasta con gratitud. Como su padre, habría de decir con el tiempo: Bien vengas, mal, si vienes solo. Con blandura y conformidad, Laíto había pronunciado esta frase mientras salía de la casa con Bienvenido agarrado de su rugoso dedo mayor. Acababa el muchacho de caerse del árbol grande del patio. Otra vez. Sólo que ahora no se había hecho daño. La vez anterior había caído sobre un machete clavado en el tronco con el filo inexplicablemente hacia arriba. Se hirió malamente a escasos milímetros de los genitales. Ahora, en ánimo de celebrar lo inocuo de la caída, Laíto salía a dar una caminata con él. Atravesaron apaciblemente los límites del barrio y se internaron en el de Santa Bárbara. Desde allí, caminando sin rumbo, llegaron al puerto. Un balandro de bandera desconocida atracaba. Todavía 43


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agarrado del dedo grueso de su padre, como de una de las correas de suela del tranvía, observaba el panorama ensimismado, con los ojazos negros relucientes como azabaches bruñidos, la cabeza baja, tocando el pecho con el mentón y el perenne ceño fruncido. –¡Carajo, tira el cabo! –¡Arrima!... –¡Oye, carretero!... Aquí puñeta... Las voces aumentaban su intensidad y excitación. Laíto se colocó con su hijo junto a unos cajones estibados para evitar un empujón y una vaina. Bajaron la pasarela del balandro y por ella descendieron dos hombres casi iguales a los que deambulaban por el muelle. Entonces apareció en la pasarela un personaje de altivo porte, impecable uniforme blanco y gorra decorada con un ancla bordada con hilo de oro. Descendió a tierra con paso educado. Bienvenido miraba fascinado aquella prestancia principesca. Tan intensa era su mirada que el aristocrático marino la notó. Acercándose a Laíto le preguntó: –¿Hijo suyo? –Y servidor de usted -repuso Laíto–. Ahora Bienvenido percibía un aroma indeterminado, como a colonia. El marino sonreía al niño con agrado. Entablaron conversación. En diez minutos eran viejos amigos. El marino, quien hablaba un castellano tan pulcro como su traje, pidió permiso a Laíto para llamar hermano al pequeño. Laíto accedió distraídamente. Pasarían una media hora charlando. Entonces se separaron. Laíto tenía trabajo. El marino pidió que su nuevo hermano fuera a despedirlo al día siguiente por la tarde. Excitado por el encuentro con un ser humano tan distinguido y tan afín a él que le llamaba hermano, apenas durmió esa noche. Al día siguiente contaba las horas que faltaban para el reencuentro. A la hora de la comida, a mediodía, mencionó nuevamente, por sexta o séptima vez lo del hermano. 44


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–Mi hermano se va esta tarde. No se le olvide, papá. Laíto lo miró de soslayo y calló. Bienvenido insistió. Tanto, que Laíto, entre rabioso y compasivo, le dijo: –Mi hijo, a ese individuo le cogió la borrachera contigo. Él no es tu hermano. Ni siquiera te recuerda. –El dijo que era mi hermano, papá... –repuso blandamente. La expresión incrédula y sorprendida del muchacho movió a Laíto a llevarlo al muelle esa tarde. El balandro estaba presto a zarpar. Bienvenido caminaba con la angustia de no llegar a tiempo. Al fin arribaron al costado de la embarcación. El distinguido navegante no aparecía. Bienvenido barría ansiosamente la cubierta con los ojos, intentaba distinguir dentro de los círculos penumbrosos de los ojos de buey aquel rostro fraterno. De repente, el marino apareció en el muelle. Bienvenido sintió a su espalda la presencia y se volvió. –¡Allí viene mi hermano, papá! El marino caminaba con elástica elegancia. No advirtió, al pasar, la presencia de aquel niño de calzones cortos y de su padre, que trajeado de oscuro paño, con chaleco y corbatín, lucía correcto aunque humilde. –¡Hermano!... –exclamó ansiosamente Bienvenido sin ser escuchado–. –Mire, usted, mi hijo lo llama... –clamó Laíto–. –¿Su hijo? Qué muchachito tan simpático –dijo al tocar con indiferencia la cabeza de Bienvenido, seguir rumbo al balandro, subir la pasarela y desaparecer para siempre.

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TRES

La imprenta de los García había quedado atrás. Luego,

en la calle Colón, cerca de la tenebrosa Torre del Homenaje, con sus mazmorras escalofriantes y su guardia ramplona y ruda, Bienvenido, ya adolescente, trabajaba en la imprenta del Oiga, el periódico de un remoto señor apellidado Egea. Al salir de la imprenta, al atardecer, solía ver un grupo de personajes sentados en acuerdo vespertino. Allí estaba el apacible don Lucas, parsimonioso zapatero que tenía en un zaguán vecino su irregular mesita de herramientas, donde todo estaba ordenado con desesperante esmero. Al terminar el trabajo del día, arrastraba hasta la acera tres sillas y una banqueta. Siempre en el mismo orden. A su lado se sentaba el lampiño Andresito, siempre correcto como convenía a un dependiente de tienda importante. Usaba trajes claros muy almidonados y a sus íntimos les hacía confidencias de miradas o sonrisas prodigadas por cierta novia con la cual nunca había mantenido una conversación. El amor de Andresito era el consuelo distante de una comedida señorita que había agotado ya hacía tiempo la vigencia de sus encantos. No faltaba al grupo de jugadores el gordo Manuel María, con el rostro aceitoso y el escaso pelo muy peinado con una raya al centro, personaje de misteriosa vida, que no tenía herencia, no trabajaba y –que se supiera– no 47


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le pedía ayuda a nadie. Se reunían a jugar dominó en esas horas nostálgicas en que la tarde se entinta del naranja del crepúsculo, la brisa empuja sin ruido las primeras sombras y de repente se hace un silencio grande que asusta, porque parece que la máquina del mundo se detuvo. Jugaban declamando obras de teatro o poemas. A cada movimiento de las fichas pronunciaban, con gravedad imponente, fragmentos que debían ser continuados por el otro jugador. De moda La Novicia del uruguayo Julio Herrera Reissig, Bienvenido escuchaba junto al sordo chocar de las fichas contra el tablero: Surgiste, emperatriz de los altares, esposa de tu dulce Nazareno... Entonces el clac de la ficha colocada. A continuación una inmovilidad meditativa hasta que el jugador de turno, ficha en mano, pronunciaba gravemente el resto de la estrofa: ...con tu atavío vaporoso, lleno de piedras, brazaletes y collares, (clac) Una tarde, al llegar a su casa luego de presenciar una partida de dominó con el Don Juan de Zorrilla, encontró a su madre en cama. Pulmonía. La recia mujer fue debilitándose de modo alarmante. Con ingentes esfuerzos económicos se le preparaba un caldo de gallina, que humeante y oloroso, circulaba por lo alto en una escudilla de porcelana, atormentando el apetito y tentando el respeto de los que estaban en salud. Llegó la Semana Santa con su silencio místico, su olor a iglesia, a mirra, a incienso y cera, sus noches de lánguido agobio con extrañas formaciones nubosas junto a las cuales la luna, más triste que nunca, diseñaba extravagancias en una extensa gama de grises. La desfalleciente Semana Santa en que la pasión de Cristo cobraba vigencia, y volvía a suceder. 48


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El Martes Santo, Vitalia agravó. Laíto debía tocar en la procesión que, partiendo de la iglesia de Santa Bárbara con la imagen de Jesús en la Peña, recorría un Santo Domingo de muchas maneras reverente. Se veían caballeros con trajes recién confeccionados, con aroma de almacén, proyectando la severidad de su bigote y la distancia de su bastón. Gente común vestida con humilde limpieza que se incorporaba al tránsito callejero sólo en los días santos. Elegantes señoras y señoritas de sociedad que parecían bordar las calles con las breves pisadas de su fino calzado. Había borrachos con un jumo respetuoso, que hacían tambaleantes y alocadas reverencias a las imágenes, soltaban estropajosos sermones incomprensibles o narraban detalles e interioridades de la Pasión que los Evangelistas nunca conocieron. Salió Laíto con su bombardino debajo del brazo. Bienvenido lo había brillado estrujándole trozos de naranjas agrias cubiertos de ceniza. Cuando se alejaba hacia Santa Bárbara, el bombardino hacía oscilar en su campana una estrella de reflejos de sol agónico. La procesión se inició como siempre. La alta y flaca cruz procesional llevada por unos clérigos que a duras penas lograban disimular el disfrute alegre de su importante papel. Entonces venían los sacerdotes taciturnos, apoderados de aquella vuelta a la Pasión, aunque no tanto como algunos fieles asistentes. A cierta distancia detrás de la cruz, la imagen meditativa del Cristo. Con ella, cuatro músicos caminaban al lento ritmo en que tocaban. A la cabeza un violinista trigueño, de corta estatura, con un nerviosismo latente como el de un gato. El violín, cubierto de pegajoso polvillo de colofonia apuntaba al suelo y soltaba un pequeño sonido rasposo. Junto a él un flautista regordete y de exiguas piernas tocaba haciendo grandes círculos con su instrumento. Luego estaba Laíto con su cuidado bombardino, haciendo gala de sus celebradas virtudes de 49


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ejecutante. Su bello sonido en aquellos motetes y marchas estaba hoy untado de un mal presentimiento. Cuando Bienvenido surgió frente a él, pareció que hubiera estado aguardándolo. Había dado instrucciones de que lo mantuviera informado de cualquier cambio en el estado de Vitalia. Estaba peor. Él no podía hacer nada mejor que seguir tocando para cobrar el trabajo. Vitalia en su lugar hubiera hecho lo mismo, sólo que, por estoicismo y orgullo no habría dejado ver sus sentimientos. Laíto siguió tocando con los grandes ojos llenos de lágrimas. Esa noche al llegar encontró un buen grupo de vecinos en la casa. La agonía de Vitalia coincidía con el ambiente de la semana, y muchos se asociaron más profundamente al dolor familiar por circunstancia ambiental. Amaneció Miércoles Santo en igual situación. El médico no podía hacer nada más. Eso decía a la expectación dubitativa de la familia, que vagamente alentaba la esperanza de un milagro en la magia del día. Ya el retozo y la habitual inquietud de los niños había sido enterrada en polvo místico. Desde el Lunes Santo, los mayores aquietaban las euforias infantiles con miradas de inmensa desaprobación. Al recibirlas, éstos se encogían como súbitos enanos y permanecían abobados y confundidos. Por la tarde Laíto salió a cumplir con las obligaciones del día. A ganar el peso y a rendirle homenaje al Nazareno en el tembloroso coro alto de la Iglesia del Carmen. Bienvenido sentía que el silencio se le clavaba. Quería poder lanzar un grito que lo partiera en pedazos. Correr lejos, donde otro paisaje le diera otra situación. Pero estaba en la casa mirando vagamente un desfile de hormiguitas que cargaban una partícula blanca y cuadrada por una ruta inexplicablemente zigzagueante con apresurada determinación. Entonces recordó sus tiempos de iglesia, de clérigo. Sus peligrosos paseos por el resbaloso techo abovedado de la iglesia Las Mercedes, 50


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cubierto de una fina capa de humedad verdosa por las madrugadas, cuando subía al campanario y se entretenía mirando a Dios jugar con los colores suaves del amanecer. Había querido ser sacerdote pero el majestuoso Arzobispo Meriño, con su imponente voz, les había dicho a Laíto y a él: “Con sólo dos dedos completos en la mano izquierda no puede alzar el Cuerpo del Señor. Se rompe una estética reverencial. Está marcado por el trabajo del mundo. Su camino está señalado, que lo siga”. Aquel Señor cuyo cuerpo él no era digno de alzar por haber tenido que trabajar a una temprana edad en la cual no se aprecia el peligro en su justa dimensión, no era el Dios amigo que él representaba amorosamente en sus altares de cartón y en sus iglesias de juguete. Su Dios era compasivo. Consolador en los infortunios motivados por causas eternamente ignoradas. Ese Dios cercano a los que sufren, paternal con los desgraciados, era tan familiarmente suyo que las palabras arzobispales no alteraron su imagen. Meriño no sabía de los nexos de Bienvenido con Dios. La atención femenina a la enferma tenía un frufrú de faldas. A la tarde Vitalia agonizaba. Bienvenido fue a buscar a Laíto en la procesión. Allí lo encontró haciendo música su agobio. Abrazados y sollozantes, envueltos en la irrealidad de los momentos trascendentales, llegaron a la casa. Vitalia había muerto. Laíto quedó inútil por el golpe. Vitalia representaba la energía de la casa. Después de ella ¿qué? Los arreglos fúnebres fueron realizados sin la participación del viudo –condición oficial que había alcanzado unos años antes, cuando, por una gravedad suya habían contraído matrimonio “para dejarle un apellido legal a los muchachos”. Cerca de la ventana de la sala apareció un pañuelo de madrás bien anudado con dinero dentro. No era la primera vez. Había una mano misteriosa, presumiblemente de algún miembro de la acomodada familia de Vitalia, que 51


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intervenía furtivamente cuando la situación era más apremiante. Nunca se supo quién era ni cómo trascendían los malestares fuera de las rigideces de la casa. Con el dinero del pañuelo se cubrieron los gastos de un humilde entierro. Laíto no quiso saber nada. En ese momento también él había empezado a morir.

La casa se desenvolvía con lo que producía una pequeña

escuela que montaron las hermanas de Bienvenido, con lo que Bienvenido aportaba y, en último lugar, con lo que el atormentado Laíto podía conseguir con sus ya limitadas actividades musicales y con la tabaquería. Había perdido dientes y muelas esenciales para tocar el bombardino. Para que el aire no se le escapara al tocar, rellenaba los huecos bucales con cera y pesadumbre antes de un trabajo. Ya no era igual. El había sido el mejor bombardinista del país. Hoy era una sombra. No lo buscaban como antes. El castigo de la vejez –decía con los ojos llorosos–. Un día lo vio Bienvenido venir abrumado, vistiendo un uniforme de la banda militar. Un uniforme que le quedaba grande. Feo como una burla, grande para él como el drama de su vida. Al notar la presencia de Bienvenido empezó a sollozar. Le habían dado una plaza denigrante. Músico de última clase. Bienvenido con los ojos mojados le quitó el uniforme de encima en la sala de la casa, y salió a devolverlo con salvaje energía. –La gran puta de la madre de todos ustedes –gritó fuera de sí, describiendo un gran círculo con la mano rota y tirando violentamente el atado con el uniforme y la gorra. Los poderes que se confieren a la ira del justo se manifestaron plenamente. Nadie replicó a aquel adolescente que temblaba de indignación. Cuando salió 52


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tropezando del local de la Banda de Música dejó allí un malestar viscoso y una vergüenza enmudecida. Laíto agradeció el gesto de su hijo, pero se sentía muy mal. No contaba con el apoyo energético de Vitalia. Ahora notaba cierta autonomía en los miembros de la familia. Aunque le tratasen con todo respeto no se sentía el jefe de la casa. Una tarde, horriblemente deprimido por su miserable visión de sí mismo, tomó el camino de Güibia. A medida que caminaba comía veneno para ratones. En medio de horribles dolores, tambaleándose por el solitario camino iba buscando cambiar con cada pisada, ásperas certitudes de vida por vagas incertidumbres de muerte. Las encontró al caer al polvo eterno y bíblico de aquel camino. Pulvis eris et in pulvis... En una carreta de enormes ruedas herradas llegó el cuerpo inerte a la casa. Luego el carruaje fúnebre con cuatro desteñidos penachos negros lo llevó a enterrar. En el cementerio, el historiador y político Bernardo Pichardo tuvo que intervenir violentamente. El sacerdote se oponía a que Laíto fuese enterrado allí. –Es un suicida, la Iglesia no puede...– insistía con voz agria. –¡La Iglesia es piedad!– clamó autoritariamente don Bernardo, con la cabeza erguida– ¡Entiérrenlo! –¡Ahh!– El dolor se había congelado. La ira imposible de Bienvenido trancaba la imprecisión de su paso. La solución era emigrar. Un pequeño cambio de estancia constituía para él un acontecimiento agobiante. Hasta cambiarse de ropa era algo distinto a lo que es para cualquier otro. Se encariñaba con su pantalón y su camisa de trabajo. Con su traje de salir. Si tenía que sustituirlos por nuevos iba estrenando poco a poco para no sentir el impacto de toda aquella ropa extraña de olor desconocido y revelador de su origen novedoso. Cuando –muchos años 53


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después– nombrado Diputado al Congreso Nacional debía usar su primer frac fue estrenándolo poco a poco en la intimidad de su imprenta. Lo nuevo no le agradaba. Lo hacía sentir mal. Por eso emigrar tenía características de suicidio. Y reunió fatigosamente el dinero escasamente necesario para el pasaje. Así partió un día 27, que era la fecha mensual de llegada del vapor cubano de la línea Sobrinos de Herrera, que luego de tocar varios puertos de la vecina isla, tocaba Santo Domingo y San Pedro de Macorís; luego Puerto Rico y Saint Thomas. Estaba ahora viviendo otro plano de irrealidad. Ya el barco se alejaba, desde cubierta veía el puerto de Santo Domingo, El Placer de los Estudios, arropado por una mantilla de polvo de olas. Fue quedando atrás el escenario del drama. Desde allí las casas eran ya puntos. Las calles, líneas breves. Las personas no se veían. Ni se veían sus problemas. Ciudad de juguete. Ciudad de lágrimas... No estaba lo suficientemente en posesión de sí para sufrir. Anonadado por los acontecimientos, se encerró en la cabina. Ese cubículo de hierro pintado de gris, lleno de remaches y tornillos, le parecía el interior de una prensa de imprimir. El monótono ruido y el olor de la piel en contacto con el hierro le eran muy familiares por la imprenta. Salió a buscar ávidamente el cuarto de máquinas. Allí encontró amable familiaridad en el ritmo espejeante de las grandes bielas de acero y en las nudosas chumaceras de bronce. Lentamente fue ajustándose. Tomando posesión de sí. Entonces rompió a llorar desconsoladamente.

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CUATRO

Después del inquieto suelo metálico del vapor cubano, lo

arropó una sensación tambaleante en el obscuro, pétreo y firme adoquinado de las calles de San Juan de Puerto Rico. Tenía consigo cinco dólares como único equipaje. Su otra ropa, la de trabajo, había quedado doblada en una gaveta mate, alejada de los movimientos de su familia en San Miguel. Lo que traía encima era lo único en relativo buen estado: saco, chaleco y pantalón de gruesa tela, camisa blanca con cuello de celuloide, corbata negra berrenda, zapatos remontados con gruesa suela clavada, sombrero gris de fieltro con la cinta mal cosida y veinte años. Las estrechas calles del Viejo San Juan parecíanle anchas como los brazos abiertos de un gigante. Asustantes como el gigante mismo. Entró en una cafetería. Se sentó junto a una mesita redonda de tres patas. –Un café– pidió con voz insegura. –¿Pocillo? Asintió sin enterarse del significado de la pregunta. Correteando entre los pies del mozo llegó un perrito retozando y gruñendo. Recordó, en brevísimas imágenes el retozo perruno de los antiguos compañeros de San Miguel. Un vaho de nostalgia empezó a levantarse, pero pronto fue barrido por la fuerza de una mirada 55


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impertinente que partía del mostrador. Un hombre blanco, delgado, vestido con clara tela de hilo, le miraba inquisitivamente. Era un sevillano llamado Alfonso, dependiente de una papelería: pretencioso y parlanchín. –¿Es usted de la indómita? –¿Cómo? –repuso–. –Dominicano, hombre! –Ah sí, sí señor. –Es que los dominicanos sois indomables, indomables, sí señor. ¡Esa es la indómita! No hay gobernante que os refrene esos impulsos violentos. Me gusta, estuve allí quince días... no... a ver... vaya, fue en casa de unos parientes murcianos, comerciantes en tejidos, parientes de mi madre que Dios tenga en Gloria... pobrecita ella, tan suave y sumisa... Entró con Alfonso a un plano nuevo, tan eufórico, tan lógico, sano y ordenado que pensó que su vida comenzaba allí y entonces. Lo de atrás era niebla de hechos. Alfonso lo llevó por la calle Fortaleza. Doblaron una callejuela empinada y brillosa de adoquines, por una escalera estrecha y larguísima llegaron al boarding de doña María; una casa con muchas habitaciones para alquiler, alineadas en torno a un balcón de herrados ornamentos marrones. Bienvenido acarició las levantadas hojuelas de reseca pintura mientras esperaba a la Madama, que era como se solía llamar a la propietaria. “Madama: este es Bienvenido –anunció Alfonso con entusiasmo al llegar junto a la poderosa señora–. Un viejo amigo de la indómita, la Dominicana. Allí estuve yo ¿sabe usted? Magnífica gente, magnífica. Él viene a trabajar aquí en San Juan. Es impresor, dibujante y escritor”. Él le había hablado a Alfonso acerca de sus aspiraciones artísticas, de algunos muñecos que había dibujado, de un trabajo suyo que compuso subrepticiamente en la imprenta del 56


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Oiga, pretendiendo no saber quién había puesto en su chivalete los pliegos de un artículo firmado con pseudónimo. El artículo había gustado y poco tiempo después él se había dejado descubrir. Todo ocurrió el año pasado, y sin embargo, cuán remoto, deshilachado, desvaído... La Madama miró a Bienvenido con detenimiento y rígido rostro. Preguntó si haría las comidas allí y dijo un precio. Él no sabía cuánto iba a ganar ni cuándo. Pensó que en ese momento cualquier precio era impagable. Aceptó ceremoniosamente. La Madama sonrió con desgano. Los pasillos estaban vacíos. Sobre el piso de madera bien barrido se veía caer un rayo diagonal de sol repleto de microscópicas partículas brillando en ingrávido baile. Las partículas de polvo puestas en evidencia por el sol siempre le produjeron fascinación. Dejó de escuchar la cháchara de Alfonso, ensimismado en el silencio del polvo luminoso. Entonces lo despertó la voz autoritaria de la Madama sonando desde lejos: –Esta es su habitación. ¿Dónde está su equipaje? –Oh... este... se me extravió en el vapor, Madama, pero yo... mañana sin falta pienso... –No es asunto mío– cortó la Madama, dando media vuelta. –Uff! Alfonso, a prudente distancia observaba. Encontró trabajo al día siguiente: tipógrafo y prensista. Al mediodía venía a comer donde la Madama. Había en un salón, cuatro grandes mesas cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos, muy relavados. A la Madama, con el trajín de servir tantos hombres a un tiempo le saltaban de tal modo los enormes senos, medio cubiertos, que a él se le ocurrió que se le iban a caer y rebotar por todo el comedor, como dos bolas con pezón. Las imágenes caricaturescas le venían a la mente con frecuencia cada vez mayor. Su fantasía lo hizo estallar de risa poniéndolo 57


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en trance de derramar la sopa que le habían servido. El vecino de la mesa lo miró con aire magisterial, exclamando: –¿Se está volviendo loco? Él lo miró provocativamente y le dijo un sonoro: ¡Váyase al carajo! La Madama se acercaba en ánimo de intervenir, pero al mirar el ceño increíblemente fruncido y la fina boca apretada del recién llegado, torció el curso. No pudo comer. La ira le mató el apetito. Recordó que en su casa cuando se enfadaba y no comía, sus hermanas insistían hasta que él, dándose mucha importancia las complacía o se marchaba olímpicamente sin probar bocado. Aquí no había nada de eso. La Madama, al ver que había apartado su silla de la mesa y no estaba en actitud de comer, retiró la sopa de fideos y el arroz con carne sin preguntas ni ceremonias. Pasó la tarde con hambre y rabia. A la noche comió abundantemente. Los platos vacíos no los recogió la Madama sino una moza trigueña, de carnes duras, pelo negro con tirabuzones y rostro angelical. Por allí andaba rondando, con paso cimbreante y coqueto cuando llegó el cariñoso Alfonso. –Bienvenido, qué moza... preséntamela! Pero él no pudo hacerlo. Era atrevido sólo por momentos, y este no era uno de esos. Alfonso se presentó a sí mismo y presentó a su amigo. La muchacha, sobrina de la Madama, se llamaba Rosa. Alfonso hizo galas de las artes piroperas de Andalucía. Bienvenido, callado, miraba a Rosa con ojos de hambre, paseando la vista por las pronunciadas caderas y la apretada cintura de la joven. –Tiene la Rosa una grupa fenomenal– comentó luego el entusiasmado Alfonso. Las atenciones de Rosa para el dominicano se fueron incrementando hasta el punto de hacerse muy notorias a los comensales. Ella no tenía que servir. La tía le había advertido que su temporal estancia allí no era para que le trajese problemas con los huéspedes. 58


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Pero Rosa, a él le servía, y le servía lo mejor. En menos de una semana le sirvió, además, la dureza de su cuerpo fresco. La luna estaba alta cuando crujió la entornada puerta verde obscuro del cuarto de Rosa. Él estaba allí. Ella se quitó la camisa de dormir. En la imprenta los días subsiguientes, se impacientaba esperando la noche. Una tarde ella fue a verlo allí. Salieron juntos caminando con las manos entrelazadas. De repente él se asustó. La muchacha era muy atractiva, pero sólo buscaba en ella un escape sexual gratuito y sin complicaciones. Rosa hablaba de noviazgo formal. Las brusquedades súbitas, en lugar de desencantarla, la atraían. Quería desilusionarla y no encontraba el medio. Mudarse no resolvía nada: ella venía a la imprenta. Pasaron los días. Ya las noches eran largas y angustiosas. Rosa tenía un enorme apetito sexual, y para él lo sexual tenía vigencia ocasional. El curvo contorno desnudo, rielado de luz de luna, era bello y problemático. La nueva actitud, pasiva y pensativa, enfrió los ardores de la adolescente. Una alta noche cuando regresó a la pensión y se dirigió en puntillas al cuarto de Rosa, la puerta tuvo echado el cerrojo. El affair había terminado. Le apasionaban las noches por su transcurrir calmado y su vagancia, por su color, su perfume de flores como nardo y jazmín, que se acentúan en las horas oscuras. Siempre tuvo amigos para conversar, discutir y vociferar de noche. Años atrás, en su casa en San Miguel, Ercilia, la más amorosa y presagiante de sus hermanas, le pagaba para que regresara temprano. Le llamaba a aquello comprar las noches. El aceptaba el trato, sabedor de que Ercilia no dormía hasta su regreso, pero llegaba usualmente tarde, sin maldad, entretenido con sus amigos, conversando en alguna esquina. En San Juan no existía la ocasional preocupación de que Ercilia estaba insomne. 59


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Caminaba con el vivaz Alfonso, reuniéndose con varios grupos de intelectuales de café, en animadas peñas. Los más viejos se retiraban antes de la medianoche. Él, Alfonso y un joven puertorriqueño apellidado García –nunca averiguó su nombre– amanecían con lo más recio de los temas tratados en la velada. A veces se preparaba lo que llamaban un hueso: una cita o un dato buscado con el propósito de introducirlo en la conversación. El arte radicaba en poder trasladar el tema vigente a un terreno en el cual pudiera caber el hueso, sin que se notara la maniobra. Bienvenido era el menos culto del trío pero el más inteligente. Se las arreglaba para ganar todas las disputas verbales, con buenas razones, con malas razones, o con una vocinglería espantosa que despertaba sobresaltados a los vecinos de las calles silentes y llenas de un vapor de sueño, por las cuales paseaban sus resonantes argumentos. Con las primeras luces del día iban a tomar un tazón de espesísimo chocolate caliente con churros donde el gallego del puerto. Entonces, a dormir un rato para llegar tarde al trabajo. En la imprenta, sus compañeros no tenían ni sus mismas inclinaciones ni su talento. Bromeaba afectuosamente y se comportaba como un camarada idéntico a ellos, pero todo terminaba al salir del taller. Aquellas pintorreteadas meretrices con trajes floreados, de pésimo gusto, rociadas de perfume barato, le resultaban intolerables. Carne ajada aunque joven; y el alma envenenada en los disimulos propios del viejo oficio. –A joder a otro... Una tarde de sábado, a la hora del pago semanal, los impresores lo invitaron a tomar juntos un vaso de cerveza en la heterogénea bodega del frente: Un Laguer. El aceptó. La semana siguiente, a la hora del pago le dijeron: –Bienvenido, el Laguer. El Laguer, en lugar de un Laguer, le sonó mal. Recordó las angustias de su madre por los tragos de Laíto y aquella expresión de Vitalia: –Este es mi 60


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esperanza. –Nada de Laguer. ¡Un café! Déme un café. Déme dos cafés. ¡Deme cinco cafés! Café y cigarrillos habían merecido la aprobación de su madre. Siendo él un niño, un sábado, a la hora de La Oración, llegó a su casa pidiendo la bendición a su madre –como de costumbre– y entregándole las monedas que le habían pagado en la imprenta. Vitalia le extendió una, diciéndole– Toma, mi hijo, para tus cigarrillos. Se puso todo rojo negando que fumase. Vitalia le cortó el vano esfuerzo: “Es inútil negarlo; encontré picadura de tabaco en uno de tus bolsillos. El hombre ha de tener un vicio. Que sea el de fumar”. Vitalia tomaba mucho café, y él hizo suyo el hábito de los sorbos constantes de la oscura infusión ya fría. Ahora, en San Juan, tenía siempre a su lado un jarro de hojalata con café. En derredor suyo, por doquier en los muebles, había quemaduras de cigarrillos. El suelo tenía viruelas blancas de colillas. Cuando se aficionó al cigarro puro, empezaron a aparecer ronchas de escupitajos a sus pies. No aceptaba disciplina de escupidera o cenicero. Poco a poco iba imponiendo sus propias leyes, toleradas por los dueños de la imprenta en aras de no perder un obrero poseedor de un singular sentido artístico exhibido en todos sus trabajos, y de una vertiginosa eficiencia autoimpuesta. Llegaba tarde diariamente, pero su trabajo era incomparablemente mejor que el de los demás. Sin ponerle atención a la hora de salida, muy a menudo sin notar siquiera el decaimiento en el ritmo general de trabajo cuando faltaba poco para las horas de salida. Sin distraerse con los tropezones de los obreros con bancos y chivaletes cuando se disparaban en la doble estampida diaria, permanecía solo, con la polvorienta y telarañosa imprenta cerrada, iluminado por la morriñosa luz de una bombilla eléctrica en forma de berenjena, con una estalactita de vidrio y un filamento que parecía una mariposa cautiva temblándole adentro, en el vientre cristalino. 61


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Disfrutaba de esa soledad creadora. Los dueños también. A veces, de noche, al ver la lumínica banda amarillenta colarse por debajo de la puerta de la calle, pegaban la oreja y escuchaban con oronda sonrisa el minúsculo sonido de los tipos de imprenta chocando con el borde de madera de los cajetines y luego con el fondo de hierro negro del componedor. Un día renunció sin dar explicaciones. Los atónitos dueños le ofrecieron a dúo, como en ópera, aumento de sueldo y libertad. –Me voy. Arréglenme mi cuenta. Los esfuerzos fueron inútiles. Se fue. Había decidido hacerse dibujante. ¿A esto vine yo a Puerto Rico? ¿Qué carajo hago yo en esta imprenta de mierda? Con el dinero de su último salario en el extranjero, compró cartulinas, gomas de borrar, chinchetas, lápices, pinceles, tinta y pluma. Todo en grandes cantidades. Pagó dos semanas adelantadas sin comida con el dinero de horas extras que deliberadamente había dejado acumular, y compró una enorme cantidad de pan, queso y butifarras. Comenzó a dibujar sistemáticamente. Lo primero que notó es que la diferencia entre los rostros masculinos y femeninos no radica en las melenas de las mujeres y los bigotes y patillas de los hombres. Empezó a tratar de dibujar mujeres calvas. Rostros calvos que lucieran femeninos. Tardó semanas en establecer las proporciones de los rostros. Mientras tanto no salió de aquel cuartucho con gruesas paredes de mampostería, cubiertas de surraposa cal teñida con permanito, que embarraban a quien las tocase. Aquella habitación estaba tan polvorienta como la imprenta. Le tenía fobia a que la despolvaran. Tampoco quería que la Madama la ordenase o desprendiese las telarañas. –¿Usted no sabe que las arañas dan suerte?... pues debería saberlo. 62


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En las esquinas superiores había numerosas obras de arte filigranesco, hechas por las tres laboriosas arañas de largas patas que habitaban con él. Cuando, cansado de luchar con los trazos rebeldes de su lápiz siempre sujetos a desaparecer bajo la agitada acción de la goma, y descansaba un rato, las peripecias de las tres compañeras proveían distracción visual y mental. Recordaba las prácticas de los trapecistas que él observaba tendido como un lagarto en la niñez cuando la más joven y osada de las arañas se lanzaba colgando de su propio hilo, para hacer una curva de péndulo que la llevaba increíblemente lejos. Al ver esto, tirado en la cama sobre un acogedor lío de sábanas, apenas podía contener el impulso de aplaudir. Al fin salió. Al encontrarse con sus amigos llevaba algunos dibujos enrollados bajo el brazo, fruto de horas de trabajo diurno y nocturno, imposibles de contar. –¡Joder! No están nada mal... –Así que era éste el misterio de tu desaparición. Todos hicieron comentarios entusiastas acerca de las bondades de los dibujos, menos Alfonso. Él lo miraba impertinentemente de vez en cuando. Finalmente, atacado por los ojos, habló: “Están bien –dijo encogiéndose de hombros– pero no son ninguna cosa del otro mundo”. –¿Y qué es del otro mundo, carajo? –Bueno, ya que presumes de dibujante ¿a que no haces una caricatura de García? –¡Mañana estará! –afirmó, dando un manotazo sobre la endeble mesa cojeante a la cual iban siempre a parar los amigos, para despotricar del tambaleo como punto inicial de los escándalos nocturnos de la peña. Se encerró a trabajar en su caricatura. Mientras dibujaba, hacía imitaciones faciales del compañero puertorriqueño para 63


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encontrar el rostro. Rompió unas diez cartulinas hasta que, entre una maraña de líneas, con la negra gota de tinta china temblando por los trazos dentro del fino canutillo de la pluma, sacó una breve y exacta caricatura de García. Estaba allí, moviéndose, caminando, un poco apabullado como era él. Apenas podía esperar la noche para mostrar su trabajo. Cuando llegó a la tertulia con el cartucho de cartulina y lo desplegó gallardamente a la vista de los amigos, sonó un grito unánime: –¡García, qué bien...! Fue su primer triunfo como dibujante.

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CINCO

Las mañanas eran para dormitarlas en la cama, y para que

Juano, el muchacho que criaba la Madama de la pensión, le trajera innumerables veces café en una taza grande de loza color hueso con una vulgar flor roja pintada a un costado, también atravesada por las nervaduras negras de maltrato que cubrían toda la taza como una enredadera finísima y enana. Juano se pasaba el tiempo sentado en el balcón interior, con la silla de verde espaldar cuadrado recostada de la pared, balanceando las piernas muy despacio y paseando los ojos siempre somnolientos por aquel patio cuyas únicas variantes visuales las proveían los paisajes de nubes escasas o abundantes, blancas, grises, o coloreadas de atardeceres. Juano tenía la tristeza blanda de los antiguos esclavos de ciudad incorporados de modo curioso a la familia del amo, y su lánguida existencia transcurría sin inquietudes ni urgencias. A Bienvenido le tonificaba aquel personaje en tiempo lento, sin preocupaciones y con ocupaciones mínimas. Sus escasos e irregulares ingresos provenían de la venta de algún dibujo publicitario o ilustración. Se satisfacía con un almuerzo escaso y, en lugar de cena, varias tazas de café con leche o chocolate con pan o con bollos, brindados por los amigos entre el anochecer y el amanecer, entre cuentos, chistes y vehementes discusiones que él, necesariamente, ganaba. 65


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De repente, apareció un argentino con cara de caballo, traje blanco y pretensiones de ser el personaje más importante de la peña y tal vez del mundo. A Bienvenido le costó trabajo imponerse a la cultura, vivacidad y desenvoltura citadina del che, y mantener su liderato en la tertulia. Para reafirmar su poderío sacó una noche un afilado lápiz del bolsillo y caricaturizó al competidor. Lejos de enfadarse por el dibujo en el cual aparecía hecho caballo tirando de un coche en Buenos Aires, el che, entusiasmado, inició la implacable labor de convencer al caricaturista de que su futuro estaba en la espléndida capital argentina. Lo hacía sentirse en Buenos Aires, elegantemente trajeado, con una flor en la solapa, paseándose por las luminosas avenidas con una bellísima mujer a su lado, galantemente devolviendo los saludos respetuosos de los paseantes. Bienvenido no estaba muy convencido de que las cosas fueran a marchar así en la gran ciudad. ¿Por qué no triunfar en San Juan? –argumentaba–. –¡Sos tarado! ¡Aquí no saben de talento, che, anímate, anda! Pero mientras más se esforzaba el che en pintarle las excelencias de Buenos Aires, más temor le cobraba a la ciudad. Unas fotos del Teatro Colón, de la Avenida Corrientes, del Obelisco, la Plaza de Mayo, los famosos mil cien metros de la calle Florida, despertaron su pánico, hasta el punto en que desapareció de la tertulia, huyéndole al che. De allí en adelante, siempre le tuvo miedo a los argentinos. Como no registraba su sentimiento como un viejo miedo de su etapa puertorriqueña, en lo adelante fue ciegamente agresivo con los porteños. Cuarenta años después, en el restaurante El Acordeón de la entonces Ciudad Trujillo, el mozo de servicio cometió el error de atender primero al Embajador argentino que a él, cliente habitual del restaurant. Se puso rojo de ira y tronó: –Mira, mozo hijo de la gran puta: yo no acepto que se atienda primero que a mí, a este comemierda argentino, que se cree superior a los dominicanos. 66


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El Embajador, atónito, abandonó el lugar sin decir palabra, mientras Bienvenido lo perseguía con una mirada feroz. La escena le atormentó mucho. Esa noche no podía dormir. La angustia lo llevó a recurrir a Julio Pérez-Licairac, un amigo muy snob a quien le fascinaba ofrecer cenas y veladas a los diplomáticos extranjeros. Fue concertado un encuentro casual entre el Embajador y él. En la refinada sala de Julio estaban los invitados, copas en mano, junto a una bandeja de minúsculos canapés de saumon fumée, foie gras y caviar cuando apareció Bienvenido. El diplomático palideció y se contrajo, pero él lo apartó del grupo suavemente y le dio explicaciones largas y efectivas con un cálido tono de humilde dignidad. El diplomático se convirtió en apasionado admirador de aquel hombre explosivo y tiernamente humano. Él perdió su fobia a los argentinos.

De aquel temor a Buenos Aires sacó la inconformidad con

San Juan. Bastó que su querido primo Xavier Amiama Gómez, a quien encontró en San Juan, le preguntara por qué no se trasladaba a Cuba, para que él arreglara su viaje a La Habana. Xavier marchaba hacia la capital cubana y le había ofrecido su confiable protección. A La Habana fue a tener con su traje de dril originalmente blanco, ahora amarillento-grisáceo. Había ideado el uso de la tiza para disimular la suciedad del traje, y al desembarcar realizó una meticulosa labor. En realidad no era muy adicto al agua, ni para él ni para su ropa. Curiosamente no hedía ni se veía sucia su piel trigueña. El agua y el jabón los usaba abundantemente para afeitarse y efectuaba el ceremonial más de una vez al día si era necesario. 67


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Los brazos, los codos y los pies los lavaba también con jabón y la vigorosa acción de un cepillo que le dejaba la piel roja. El resto del cuerpo era friccionado con una toallita empapada de alcoholado tibio al baño de María, como hacía su padre, Laíto, siempre tan presente en su memoria. En su casa de San Miguel el brete de los baños era de su madre y las muchachas. Su ropa se lavaba cuando no había más remedio. La ropa con sucio suyo tenía parte de él y lavarla era desprenderle vivencias. La batea de la lavandera les borraba los recuerdos a sus prendas, les quitaba la intimidad del contacto, las despersonalizaba. Él transmitía su esencia a los objetos suyos, estableciendo una relación de enorme intimidad que sentía intensamente. El sucio de su ropa tenía una historia que él no quería perder en la indiferencia impersonal del agua jabonosa. El mantenimiento de la relativa blancura del traje de dril se obtenía con la barra de tiza que llevaba en el bolsillo, la cual debía pasarse a cada momento por el borde de las mangas del saco y el cuello. A La Habana llegó con la dirección de una pensión barata no muy lejos del puerto. La ciudad era impresionante. Sus habitantes por igual. De la pensión tomó el tranvía para ir a visitar a un tío por línea materna que trabajaba como alto funcionario en el Diario de la Marina. El encuentro fue impactante. Se trataba de un altivo caballero sonrosado, de ojos claros, finos modales y atildada presencia, cuya primera actitud distanciante se tornó en alarma cuando él le dijo quien era. Ajustándose las gafas nerviosamente lo llevó fuera de las oficinas. –Así que hijo de mi hermana Vitalia ¿no?, pues no se lo diga a nadie. Ud. está muy mal. Además, en Cuba usted es considerado negro. Pase por esta dirección esta tarde para que conozca mi familia –le dijo entregándole una primorosa tarjeta–. 68


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Anonadado, fue a la dirección. Una sirvienta uniformada y tocada con una cofia blanca abrió la puerta, y la cerró con un seco “Aguarde Ud. aquí”. Luego lo hicieron entrar con una cierta discreción sigilosa. Cenó con la familia. Por primera vez le presentaban fuentes y bandejas por la izquierda y retiraban los platos por la derecha. La mesa estaba llena de cubiertos de gruesa plata colocados a la derecha, a la izquierda y al frente de cada plato. Tres copas se alineaban en diagonal, a la diestra de cada comensal. Las sillas eran de alto espaldar. La comida, sin embargo, escasa. De aquella cena salió además de aplastado, con hambre. Media taza de consomé, una delgada lonja de pescado con medio limón agrio cortado como corona imperial, un magro muslo de pollo con una papa hervida decorada con firifollo y una lonja de dulce de naranja no era alimento para quien hacía una sola comida al día. Un pan con butifarra remedió la presión del hambre. Luego, hizo su primera caminata por la deslumbrante ciudad tan dolorosamente ajena e inatrapable. En una esquina de O’Reilly un brazo negro cayó sobre su hombro izquierdo levantando una humareda de tiza. ¡Chico, Dominica! ¿Qué haces por aquí? El negro Palacios, amigo de San Juan de Puerto Rico, había regresado a su Habana. Esa noche tuvo buena compañía. La mulata de Palacios lo acogió con toda parsimonia y picardía en los ojos rojizos. Dejó la pensión y se arrimó en la casona enorme y casi sin muebles donde vivía Palacios con aquella mulata, que lo atendía primorosamente, con una devoción limpia y cándida. Palacios, con un tabacazo resoplante siempre encendido y siempre grande, vivía bastante bien haciendo mil trabajitos diversos: vendía billetes abonados, hacía gestiones para comerciantes, efectuaba cobros de alquiler de casas, vendía tabaco, corbatas, pañuelos, y también vendía la sonrisa amplísima y el increíble desparpajo que llevaba bajo el ala de su ancho sombrero de Panamá. 69


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Su primo Xavier ya había llegado a La Habana. Era un señor impactante, prosopopéyico, teatral y poseedor de un talento que apabullaba. Gustaba usar muy bien cortados trajes de paño inglés a cuadros, flor en el ojal del saco cruzado y un sombrero Borsalino que recogía sólo parte de su melena altiva y destacaba bajo el ala sus ojos energéticos. El primo Xavier lo acogió con su euforia habitual. Lo llevo a almorzar al comedor de lujo del Hotel Inglaterra, donde los mozos usaban inmaculados guantes blancos y se movían con propiedad y elegancia tal, que Bienvenido pensaba que era él quien debería servirle al soberbio mozo que ahora colocaba panecillos en un plato lateral con ágiles movimientos de pinza. Xavier le indicaba los correctos modales de mesa, con discreción y eficiencia. Bienvenido tenía señorío en el gesto y una alta sensibilidad. Siempre tomaba bocados pequeños y masticaba enérgicamente con la boca bien cerrada. El primo aplaudió lo que consideró una actuación del primo pobre. Pronto supo que su primo era a la vez muy vulgar y muy refinado... Xavier también tenía facetas incongruentes. Saliendo del Hotel Inglaterra se dirigieron al Diario de la Marina. Xavier, bien conocido en el periódico, donde solía escribir, quería introducir al primo. Llegando a la puerta principal encontraron un grupo de periodistas nativos que conversaban y al ver a Xavier se burlaron –no con suficiente discreción– del estilo pomposo y grandilocuente con que hablaba y gesticulaba. Xavier, notándolo, se metió dentro del grupo bruscamente diciéndoles con altivez y gran voz: ¿Qué dicen los amigos, gente del país donde se inventó la palabra COMEMIERDA? –a tiempo que pasaba lentamente el índice izquierdo bajo las narices de los helados contertulios mientras la mano derecha agarraba fuertemente la empuñadura de un revólver enorme, no mucho más impresionante 70


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que su voz tonante, sus ojos desorbitados y la boca abierta como un león rugiente. Bienvenido fue bien recibido. –Si lo trae Amiama...– Se dedicó a dibujar y a escribir. Los artículos tuvieron mejor suerte al principio que los dibujos. Luego le encargaron un anuncio de tónico para el pelo. Empezó a desenvolverse con los dibujos. Una tarde del fastuoso carnaval habanero, el tío aristócrata le pasó por delante con su mujer y su hija en un carruaje abierto, apoyado en un fino bastón de ébano con puño de marfil. Sorprendido, Bienvenido saludó sin remedio. El guante empuñado en la mano sobre el bastón hizo un breve movimiento. El aristocrático perfil no alteró su ángulo elevado. El carruaje, con los dos caballos de altanero paso resonando herraduras se perdió en el fastuoso desfile. Bienvenido se sentía inferior a los adoquines de la avenida. Estaba pálido. Demudado. Caminaba sin rumbo y sin alma en medio de aquella multitud elegante y perfumada. Llegó a una estrecha calle de la zona residencial al caer la tarde. Un piano sonaba en el segundo piso de una mansión. Sin poder evitarlo empezó a subir muy lentamente los desconocidos escalones de mármol. Su rostro estaba impregnado de la belleza de aquella música, una Balada de Chopin. Desde el descanso de la escalera se veía el salón, suntuosamente iluminado por candelabros de pared. Una joven de pálida belleza, piel de nácar y postura ensoñadora, tocaba. El vestido vaporoso contenía un cuerpo deliciosamente fino. Los brazos y el cuello descubierto parecían pertenecer a un hada. Él estaba arrobado. Un caballero trajeado con gran elegancia se le acercó y con un murmullo le invitó a pasar adelante y a sentarse mientras lo conducía a una de las banquetas Luis XVI cubiertas de pan de oro y terciopelo que estaban cerca del piano de cola, en las cuales se acomodaba a duras penas una audiencia impresionante. 71


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Terminó la Balada. Los aplausos. El caballero que lo había hecho pasar era el padre de la pianista, un aristocrático banquero, que le preguntó su nombre y procedió a presentarlo con toda deferencia. El reaccionó extrañamente. Con los ojos bajos dijo: –Estoy muy sucio para estar aquí, excúseme. Y se dispuso a partir. –Nos ofendería que se retire de ese modo, caballero –le dijo el banquero–, no es la ropa lo que apreciamos en las personas; está es su casa. ¿Qué vio el banquero en él? ¿La honradez de sus ojos grandes? El caso es que Bienvenido, gran conversador, fue acogido como amigo de la casa. Hizo lavar el traje y la camisa, arreglar los zapatos, compró un frasquito de colonia francesa, recortó con cuidado sus uñas cepilladas y disfrutó de un trato delicadísimo. Nunca le invitaron a cenar, pero la mano nacarada de la señorita Belén Angélica le brindaba alguna copa de vino dulce, minúsculos bocadillos y miradas interrumpidas por el recato. Una tarde le llevó una tenue rosa amarilla. Cuando el padre llegó y vio la flor junto al rostro iluminado de Belén Angélica, lo miró y movió apenas la cabeza en una desaprobación minúscula y triste. Bienvenido nunca regresó.

Las gruesas suelas de los zapatos mientras corría, hacían saltar

aun más el agua de los charcos circulares aquella noche de perros en que caía un aguacero brutal sobre La Habana. Los bruñidos adoquines parecían espejos cuadrados en gris. Alcanzando un alero que dejaba caer un chorro trepidante, buscó abrigo. La noche estaba cerrada, obscuro el vecindario, empapada el alma de tristeza como la ropa de lluvia. Ya Baudelaire 72


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había escrito: Il pleut dans mon coeur, comme il pleut dans la ville... Un cochero gallego, viejo y vencido, envuelto en un capote de hule negro, resistía aquel flagelo de lluvia dura, encorvado en el alto asiento descubierto de un coche fúnebre. –¡Paisano!... ¡América!... le vocea Bienvenido. –Me cago en mi madre... –dice la voz ronca cruzando el torrente. –¿A quién lleva ahí? –A un desgraciao extranjero. Lo llevo al Hospital Municipal a que practiquen con el cadáver. Nadie lo reclamó. –¿Y esto es lo que le espera al hijo de Laíto? –¿Qué hijo de Laíto? –Yo –repuso gravemente–. –¡Pues claro! Al día siguiente se embarcaba rumbo a Santo Domingo. Nunca más volvió a salir.

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Bienvenido Gimbernard a la edad de 26 años.

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SEIS

Qué comodidad la del retorno. Las calles pobres, qué amables.

Los familiares, remolinos de hojas y basura como el de la esquina noroeste de la Plaza Colón, cuánta alegría le movían en su girar alocado. Todo estaba igual. Pero oprimía el pecho el descubrimiento de que Santo Domingo era una pobre aldea. Los vestigios coloniales estaban deprimentemente llenos de basura y miseria. El gran palacio colonial era el Alcázar de Colón, una ruina asquerosa con el suelo hediondo a orina y excremento. Las iglesias, qué pobres y pequeñas. La gente, qué floja y desnutrida. –¡Dios mío, qué pobres somos, qué inválidos! El encuentro con su familia tuvo la tónica triste de rigor entre ellos. Ojos llorosos, recuerdos, nostalgia de tiempos idos. Las hermanas tenían hecha su vida. Casadas las mayores, se dedicaban además a la enseñanza. Su único hermano, Eduardo, era un personaje problemático, y le ofreció el apoyo que pudo. Comprendió que para sobrevivir debía volver a trabajar como tipógrafo. Empezó a trabajar en el taller del Listín Diario, frente a la Plaza Colón. Sus ideas fueron recibidas con entusiasmo y, como de costumbre, fue un empleado sui géneris, con horario propio, sistemas propios, y un vocabulario explosivo y sonoro. Ideó un suplemento del periódico 75


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en el cual volcó toda su imaginación y todas las posibilidades que la técnica local permitía. Una mañana a las diez se lavó las manos, se cepilló los codos y se sentó al frente, en un banco de la Plaza Colón. Empezaron a cruzar obreros y aprendices con preguntas sobre el Suplemento. –¿Qué va en la página tres? –El anuncio del Café Ambos Mundos no esta listo!.... El hacía gestos vagos con la mano mientras fumaba con pretendida calma. Al fin, cruzó uno de los directivos de la imprenta agitando los brazos nerviosamente. –Qué pasa, Bienvenido... se te necesita... son las once y media... –El coño –repuso entre dientes. –¿Cómo? –El coño. –Pero... ¿que te pasa? –El coño, carajo, a la mierda, no trabajo más. ¿Ustedes no son los jefes del Suplemento? ¿Yo no soy un indisciplinado malcriao que quiere hacer lo que le da la gana? Pues, sí. El malcriao se va. Hagan ustedes su Suplemento de mierda, que yo me voy a hacer mi revista. –¿Con qué? Con estas pelotas –dijo, agarrándose los genitales por encima del pantalón y levantándolos ante la asombrada vista de los transeúntes. Volvió al desempleo, a la miseria mal oculta, a las mañanas dormidas, al almuerzo tardío donde sus hermanas, que desesperaban por sus tardanzas sin poder hacer otra cosa que tímidas sugerencias: –Hermano, por qué vienes tan tarde... esa comida fría... El no respondía usualmente. A veces decía: –Déjame así. Luego decidió mandar a buscar el plato hondo de comida con su hermano Eduardo y almorzar en su habitación, sentado en una cama que 76


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nunca se hacía o deshacía, dejando la mayor parte de la comida al hermano, que se ganaba malamente la vida haciendo tabacos y diligencias comerciales. Contrariamente a Bienvenido, Eduardo era aficionado al buen vestir, y mantenía pulcramente limpios su cuerpo y sus dos trajes blancos, sus dos camisas y el sombrero de ancha ala, el cual limpiaba él mismo con una flecosa escobilla bañada en un menjurje espumoso con burbujas enormes, hecho de raíces raras. Lo tenía permanentemente en una poncherita con el esmalte descascarado que reposaba sobre unos libros, de los cuales nadie había leído más que el título en el lomo cuando el azar llevaba hasta ellos alguna mirada sin rumbo. Eduardo era una especie de dandy venido a menos. Era capaz de invertir sus únicos pesos en un frasco de perfume o polvo talco, sin importarle comida, obligaciones familiares o deudas. El drama era unificador en esa familia. Muchos años después un sobrino, rico abogado, habría de hacer notar que la familia sólo se reunía para ocasiones dolientes: enfermedades graves, desastres y funerales. Así, Eduardo estuvo muy cerca de su hermano en ese período especialmente desastroso en el cual sobrevivía alimentado por el sueño de hacer una gran revista, impresa con una belleza inalcanzada en el país: la revista Cosmopolita. De Cuba había venido con la idea de imponer su verdadero apellido, Gimbernard, y abandonar el uso de Prestol, apodo que habían puesto a un antepasado muy excitado, que todo lo quería rápidamente y se la pasaba reclamando: –¡Presto, presto! Le pusieron Prestol, y por una blandura aceptante, un ser consecuente con el antepasado ya conocido por el apodo, los descendientes adoptaron Prestol como apellido. –Nada de Prestol, ¡yo soy Gimbernard! No aceptó argumentos. Anunció el cambio a la familia y se ofreció a incorporar legalmente a todos sus parientes dispuestos 77


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a adoptar la corrección. Sus hermanas y Eduardo, naturalmente, accedieron. Otros parientes, apegados a la tradición del apodo se quedaron usando el Prestol, sin que la diferencia de apellido marcara ningún cambio en las relaciones entre ellos. Solía denominarse el hijo de Laíto Prestol pero impuso su verdadero apellido, y fue dándose a conocer como caricaturista y escritor. –Bienvenido Gimbernard y Gómez, ¡carajo!

En la calle Universidad, cerca de la fachada principal del

ex Convento de Dominicos, había un solar de los Vicini con una gran pared que demolieron parcialmente para que sirviera de entrada a un teatro y cine de madera que fue construido allí: el Teatro Apolo o Cine Vargas, con dos hileras de palcos y platea, con piso de tierra y sillas plegables de tijera, en madera amarillenta. Lo había construido un puertorriqueño llamado Fundador Vargas, quien alternaba temporadas teatrales con períodos de funciones cinematográficas. En aquel escenario se presentaron los Bufos Cubanos, la Compañía de Raúl del Monte y numerosas zarzuelas y operetas. Esa noche, habían anunciado una película que por fin no apareció. Cuando empezaron a proyectar otra película se levantaron unos cuantos alborotadores dando gritos y sacudiendo las sillas cuyas partes plegables hacían un ruido agudo y excitante. –¡Esa no es, esa no es! ¡Párala, párala! Repentinamente, hubo un contagio de violencia en el público. Los espectadores refinados y pacíficos salieron en desbandada. Empezaron a volar sillas por el aire, dirigidas como proyectiles contra 78


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la pantalla, los palcos y demás frágiles instalaciones. En media hora el teatro había desaparecido. Había mucha violencia latente. El recién instalado presidente Bordas no era aceptado por los jimenistas ni los velazquistas. El Ministro de la Guerra, Elías Brache, buscaba apoyo para una revolución. El presidente Bordas tuvo que acceder a las exigencias del recio general Desiderio. Los horacistas estaban furiosos; los bigotes amparaban el susurro de mil rumores. –Sólo un gobierno fuerte, un jefe con cojones, puede enderezar el rumbo del país –decía Bienvenido–. Se necesita disciplina cívica, y con palabritas y exhortaciones pendejas no se consigue nada. ¿Qué nos vendrá arriba por este camino? ¿Qué acaben con el país como acabaron con el Cine Vargas? Cada vez iba absorbiendo más el apasionado interés por la política que enloquecía a los dominicanos. El asesinato del presidente Cáceres en noviembre de 1911 lo abruma, y en los días sucesivos le sacuden las reacciones indignas de algunos personajes. Conoce la insinceridad quintaesenciada de la política. Oye los comentarios con los ojos muy abiertos, y de repente empieza a vociferar improperios. Él, como todos los dominicanos, había conocido bien el drama de las guerras civiles. En la casa de la familia en San Miguel, siempre vio un fusil 50-70 recostado en una esquina y cincuenta tiros a mano. Ahora, con el asesinato de Mon Cáceres, el Gral. Alfredo Victoria ponía a su tío Eladio en la Presidencia. Los generales Cipriano Bencosme y Doroteo Rodríguez se levantaban en armas. Por otro lado surgían las guerrillas de Desiderio Arias y Zenón Toribio. En el centro del lejano Cibao, Horacio Vásquez, José Bordas Valdez, Bubú Limardo y otros ponían su gente sobre las armas. Poco después, llegaba desde Puerto Rico una fuerza revolucionaria, encabezada por el ex-presidente Morales Languasco. Inquietud y muertes. Los norteamericanos, con intereses en la república sin rumbo, enviaron 79


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el buque de guerra Praire con setecientos cincuenta marines que no andaban con contemplaciones. Se calmaron los ánimos. Bienvenido observaba el cambio de tono en ardorosos patriotas que habían jurado comer balas y partirle el culo al que fuera. Y ahora hablaban de cordura, comedimiento... –No se puede seguir así –decían –la razón se impone–... –¿La razón o los yankees, hijo de la gran puta? Los yankees ya habían ocupado la República Dominicana cuando Bienvenido pudo sacar por primera vez su revista Cosmopolita el cálido mes de agosto de 1919. El país funcionaba rítmicamente bajo el mando del gobernador militar norteamericano Thomas Snowden. Antinorteamericano hasta la insolencia comedida que aconsejaba la necesidad de preservar la vida o los huesos en su sitio. Bienvenido resistía la ocupación norteamericana precariamente. Se las ingenió para hacer él mismo su revista en una imprenta ajena, tomando a crédito los materiales necesarios y dedicándose a componer, emplanar, armar, preparar tintas, tirar en la prensa, doblar los pliegos, engrampar y gritar palabrotas. La revista fue un acontecimiento. Impresa con pulcritud sin paralelo en grueso papel esmaltado, la revista literaria llena de bellas ilustraciones y artículos de grandes plumas dominicanas e internacionales, no escatimaba el polvo dorado y las tintas plateadas en marcos y recuadros. La portada o ciertas páginas interiores aparecían a veces recubiertas de finísimo papel transparente con marcas de agua. –Bienvenido, tú no tienes categoría para figurar como director de una revista así ¿Por qué no buscar a don Américo, a don Eugenio o alguna personalidad para que te la dirija? –¡El culo es que van a dirigir! Mi revista es mía, recoño! 80


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Fue un penoso ascenso. El no tenía interés en escalar una posición social, pero sí en obtener el respeto y el reconocimiento social. Quería ser bien aceptado a cualquier nivel, en encuentros casuales determinados por él, pero no deseaba integrarse a ningún estrato de la sociedad. A su amigo Max Garrido, estudiante de leyes, blanco amarilloso con tipo de cortesano italiano del Renacimiento, le decía: –No creo en la amistad social, en la relación encuadrada dentro de la galante hipocresía y la petulante incultura. Casi todos esos figurones de salón son unos ignorantes que hablan muchísima mierda. –Yo no creo, Gim; don José, por ejemplo, sabe un inglés perfecto y conoce además mucha literatura italiana... –No seas pendejo, Max; ese no sabe nada, ese come muchísima mierda adornada con grageas de colores. Con razón dice el cubano ese que anda por aquí que en el país no hace falta la instalación de un acueducto, sino de un mierdeducto... éste se come tres barriles diarios... si el cubano logra instalar el mierdeducto, se hace rico con este cliente. –Que no, te digo, lo he oído, deja que venga por el café. Al día siguiente llegó don José con su chaleco blanco, jugando con la leontina de oro de su grueso reloj. –Uff, qué calor, este país... ¡Muchacho, tráeme un vaso grande de agua de coco con mucho hielo! Oh! Gimbernard! Esa revista! Exquisita! ¡Qué delicadeza, eso no es para este país... aquí no hay cultura... qué esfuerzo!... y tú, Max, ¿qué se dice...? –Poco... –dice Max–. –Precisamente le hablaba a Max de nuestras deficiencias culturales –dice Bienvenido, con el tono afectado que adoptaba para las burlas– sabe Ud. lo que es, don José, que estoy hablando del gran poeta Ciccolini y su Oda a los Poverinos d’Assisi y nadie lo conocía... 81


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–¡Qué barbaridad! –dice don José, con la mirada perdida en las vigas del techo– no hay cultura. –Y aun más, con la cercanía de la gran cultura de los Estados Unidos, es imperdonable que no se conozca a Robert H. Smith, el sabio maestro de Edgar Allan Poe... Nevermore –dice gravemente en voz baja– el genio insigne que expresara: The black awand gint in root dawnsy up dars noony trools of gursy stoolys. Max palideció aun más de lo habitual. Don José hizo bajar de un golpe un gran trago de agua de coco, echó para atrás el gaznate y con los ojos muy abiertos, exclamó: –No sabía que su dominio del inglés fuera tan extraordinario, Gimbernard, ¡qué claridad! Bueno, señores, ¡abur, abur! –y partió–. Rojo como un tomate, Bienvenido aguantó la risa a duras penas hasta que desapareció el impresionado don José. Entonces empezó a dar manotazos en la mesa ahogado de risa. Durante el episodio, Max casi se traga el tabaco apagado que hizo todos los viajes posibles de un extremo a otro de su boca carnosa. Salieron del café hacia la Plaza Colón, donde se les unió Manuel Emilio Suncar Chevalier, un verdadero caballero, negro de atractivas facciones, poeta, cojo desde la niñez, concienzudamente dedicado al magisterio. A diario se reunía con Manuel Emilio y Max. –Hacemos un trío del carajo. Un bizco, un cojo y un ñoco. Un blanco, un negro y un mulato... ¡a la mierda! Todos los esfuerzos estaban encaminados a otra edición de su revista. En la litografía Lepervanche convinieron en dejar que la hiciera. Logró obtener numerosos créditos. Papel, tintas, manufactura de fotograbados, comida, alquiler de habitación. Montones de pliegos de la revista, primorosamente impresos, estaban acomodados sobre lechos de madera en la litografía cuando se declaró un voraz incendio, y nada se salvó. 82


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Bienvenido era tan sensible al dolor físico o moral que no podía registrar las altas dosis de sufrimiento. Se hundía en una zona de irrealidad insensitiva como si hubiese recibido una cantidad brutal de anestésico. Caminaba mesuradamente con la mirada perdida y el rostro inexpresivo. Las mandíbulas apretadas, los dientes rechinando y los labios invisibles. Los amigos no sabían qué decirle. –Bienvenido... ¡carajo!... Y él hacía un gesto detenedor con la mano recta y seguía aquel deambular como en humo de opio. Por días y días. Las sombras de su habitación en la calle Padre Billini, cerrada la enorme puerta con una pesada tranca, una gran aldaba de hierro forjado, una aldaba oreja de ratón y un pestillo, fueron su medicamento curativo. Hacía frío allí, aún en pleno verano. Aquellas gruesísimas paredes de mampostería, silenciosas, polvorientas y desnudas, le regalaron protección, confianza y fe. Se sentía a salvo allí dentro. Decidió hacer unas caricaturas a ver qué sacaba de ellas. Cepilló sus codos, brazos y manos. Se cambió la camisa, se peinó cuidadosamente y se sentó en la alta banqueta de la mesa de dibujo, hecha por él luego de darse siete martillazos en los dedos, cortarse cuatro veces con el serrucho, llevarse un pedazo de uña con el formón y echar quinientos improperios a todo pulmón. Concentrado en el dibujo, tocan a la puerta. Su reacción era siempre airada ante los toques de puerta, símbolo de la intromisión de lo desconocido. Igualmente detestaba con eruptivo temor las cartas, los telegramas o el teléfono, pero, decidido a mantener la calma en esa difícil situación, dejó a un lado el lápiz, empujó hacia arriba la cartulina con un suave conjunto de trazos y caminó hasta la puerta, diciendo: “¡Ya van!” Levantó la tranca y la colocó cuidadosamente a la derecha del portón. Desenganchó la 83


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aldaba, echó hacia atrás el pasador circular de la oreja de ratón y deslizó el pestillo. –La cuenta de don Marrero. –Ah, bueno, mira... dile a esa gente que con el incendio donde Lepervanche se me quemó la revista que estaba haciendo y que era con eso que contaba para pagar ese asunto. Lo he perdido todo... –¿Y cuándo vuelvo? –Ven el mes entrante a ver... Levantó la tranca y la colocó en posición. Enganchó la aldaba, introdujo la oreja de ratón en el agujerito, pasó el pestillo. Asegurada su privacidad, se peinó de nuevo, se frotó la nuca con alcoholado y se instaló en la mesa de dibujo dispuesto al trabajo. Al poco rato, nuevos toques a la puerta. –Bam, bam, bam!... bam, bam, bam!... –¡Bam, bam!– ¡Ya voy, ya voy! Vuelta a desmontar la tranca, a desenganchar las aldabas, a descorrer el pestillo. –Vengo de parte de don Manuel, que cuándo paga el alquiler, que ya van cuatro meses... que él... Respiró hondamente, se pasó la mano por los cabellos y repuso con dulce voz atenorada: –Explícale, por favor, que lo perdí todo con el incendio de Lepervanche... no sé ni lo que voy a hacer... antes de dos meses no puedo ofrecer nada... Sin esperar respuesta, dio un bufido y procedió a poner la tranca, las aldabas y el pestillo. Fue a la mesa de dibujo. Miraba fijamente la cartulina con un montón de trazos que no llegaban a coordinarse, cuando tocaban la puerta nuevamente. –Bam, bam, bam, bam! Bam, bam, bam, bam! De repente la puerta se abrió con un estrépito espantoso. Al rojo vivo. Bienvenido gritaba a todo pulmón: 84


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–¡Se quemóoo! –¡Se quemóoo! –¡Se quemóoo! –¡Todo se quemóooo!

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UN DIÁLOGO DE CONCHO PRIMO CON UNCLE SAM UNCLE SAM: —Amigo Concho, yo quiero que esta bandera quede limpia y deseo que me acompañe a lavarla. Usted compra el jabón, saca el agua, compra la batea y se consigue la tusa. CONCHO PRIMO: —¿Y Usted en qué me ayuda entonces? UNCLE SAM: —Yo le ayudaré a EXPRIMIRLA y a SECARLA. (Publicada el 15 de abril de 1921, durante la ocupación militar de los Marines norteamericanos. S. S. Robinson era el Gobernador Militar. Reaccionando de una manera inusual, Robinson se limitó a protestar.) 86


SIETE

E

ra muy tarde y la Plaza Colón estaba desolada. Los amigos con obligaciones tempranas se habían despedido. Las tertulias se habían desvanecido. Los yankees tenían una presencia inevitable y temible. Las fuerzas de ocupación instaladas desde 1916 habían desarmado la población e implantado nuevos sistemas. El ambiente era distinto. Recordó cuando allí mismo, siendo un adolescente, sus amigos le sacaron el cuerpo un anochecer de fiesta, luego de que él les brindase unos piñonates con sus únicas monedas. Ellos estrenaban trajes mucho mejores que el suyo. Había regresado a su casa lloroso después de haberlos insultado furiosamente en medio de la muchedumbre. –Amigos de mierda –musitó– y levantando los expresivos ojos al cielo buscó a Dios entre aquellas nubes fibrosas y tenues que se paseaban entre estrellas rumbo al mar. –Dios mío... Dios mío... dame una imprenta, vieja, inservible, para arreglarla y amanecer trabajando... con lo mío... Padre... Padre... Al día siguiente un importante personaje, Chicho Vicini, lo mandaba a buscar para regalarle una imprenta. –He sabido que no tiene donde hacer su revista. Le ofrezco unos hierros viejos que hace tiempo están abandonados pero forman parte de una imprenta que compré una vez. ¿Le interesa? 87


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Allí estaba la imprenta vieja. En el montón encontró también una gran pieza de mármol italiano para emplanar que había venido con la Imprenta Nacional del presidente Heureaux. Sobre su superficie blanquecina derramó sudor e ilusiones por cincuenta años. Cuando Dios cortó su vida en 1971, su hijo Jacinto hizo cortar de este mármol para que en las incertidumbres de lo desconocido por lo menos su lápida le fuera familiar. Jacinto R. de Castro, un abogado brillante metido a político y jefe de partido sin suficientes condiciones para juegos sucios –por lo cual fracasó– le regaló más adelante una formidable prensa Babcock Optimus. Don Jacinto tenía gran admiración por los múltiples talentos de su protegido, los cuales, en cierto modo, sirvieron a las ideas políticas de su protector; muy civilizadas para el ambiente. –Así no es la cosa, don Jacinto. Ud. está equivocado de calle; la política tiene que mostrar su energía. Indefectiblemente. –No, Gimbernard, no, el futuro está en civilizar, hay que educar... –Sí, pero la educación hay que hacerla entrar forzando una disciplina cívica, y forzar es hacer fuerza, y para hacer fuerza hay que tenerla, y para tenerla es necesario un líder, y un líder no puede ser ni lucir flojo. Se admira la fuerza, en una forma o en otra, pero siempre la fuerza. En el estado en que se encuentra nuestro país se necesita fuerza primitiva comprensible. Por no entender esa fuerza o por no poderla dar fue que Duarte fracasó en aspectos esenciales para él y para las necesidades del momento. No estábamos ni estamos listos para el tipo de fuerza que él tenía, al cual quiere usted apelar. –Ah, mi dilecto amigo... eduquemos y mantengamos en alto la esperanza... Sursum Corda. El traslado desde el muelle de los grandes y pesados cajones de pino oloroso igual que aquel pino lejano que en la infancia él usaba para tallar pequeños santos, fue una empresa que consumió considerable energía física de los camioneros y mucho aliento, 88


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inquietudes y cigarrillos de él, que acompañó los cajones desde el muelle hasta la imprenta. Él mismo dirigió a fuerza de inteligencia y palabrotas, el ensamblaje de la prensa que ocupaba una habitación completa. Luego se instalaba a contemplar aquel panorama de hierro y acero, con bellas líneas de engranajes, piñones, ejes, tuercas, ruedas dentadas, la cama de acero inmaculada donde habrían de montarse las ramas cargadas de tipos y grabados. El amó apasionadamente la Optimus, la cual le correspondió con bellísimas impresiones y un musical sonido al funcionar. Poco a poco la máquina fue adoptando las actitudes de su dueño. Se descomponía si la molestaban o si llegaba algún visitante azarado. En previsión, prohibió el acceso hacia la zona donde estaba la fenomenal prensa, con la cual existía una misteriosa comunicación. Dibujando en una habitación distante, una tarde mientras la máquina imprimía, grita de repente: –¿Quién está ahí, carajo? –Nadie, don Bienvenido. –¿Está seguro? La prensa me suena rara... El larguirucho aprendiz sonrió burlonamente a sus espaldas y repitió con zumba –Aquí no hay visita... Dio un salto de la banqueta al tiempo que Ramón, un albino famoso por su mala suerte se le acercaba diciéndole: –Gimber, qué máquina, la estaba contemplando, qué sonido tiene... ¡qué maravilla! Lívido, le puso su mano en la boca diciéndole en voz baja: –Cállate, carajo... me vas a joder... las máquinas oyen... –Parece mentira, Gimber, un hombre como tú creyendo vainas... –Está bien, ¡pero vete, vete, vete! –Vine por tres pesos, tengo el gato en el fogón y los barrigones gritando –dijo Ramón, rascándose la cabeza con desgano y haciendo una mueca. 89


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–Toma y vete. Y no vengas a pedirme aquí; pídeme en el café, coño, que uno puede joder, pero tú no sólo jodes; tú rejodes y entrejodes... Ramón salió con su caminar torcido, como si se desplazara en diagonal... al pasar de nuevo junto a la prensa, dijo: –¡Qué maravilla!– y al instante la máquina partió una biela de hierro de dos pulgadas de diámetro. –¡Me cago!!! Ramón salió huyendo y se escondió por si acaso. La soldadura autógena quedó como testimonio cicatrizado del acontecimiento cuya esencia fue reforzada pocos días después durante un paseo en automóvil con su amigo Gilberto Sánchez Lustrino, quien apareció al atardecer con uno de sus trajes de dril blanco, hechos a la medida en una reputada sastrería de La Habana, discretamente perfumado con la Colonia Imperial de Guerlain, los zapatos Florsheim lustrosos y el hermoso bastón con curva empuñadura de plata, acentuando la altanera figura. –Vine a buscarte para que demos un paseo en mi automóvil nuevo. Un carro inglés, no estas porquerías americanas. Un carro con mayúsculas. Ya verás. –Tomaron el camino que bordea el mar. La gesticulante conversación tocaba todos los temas, menos el del automóvil. Pasado un buen rato, Gilberto no pudo resistir e hizo notar la gran capacidad del auto para absorber los hoyos y piedras del camino. No hubo comentarios. Bienvenido siguió hablando de la política local. Gilberto hizo un corte en el monólogo de su invitado para apuntar la sonoridad de aquel motor inglés. Bienvenido frunció el entrecejo y le disparó un sermón: –A las máquinas no se las elogia. Si funcionan bien, se las observa, se las trata bien y no se habla. Las máquinas oyen y se fuñen. No me repliques y cambia el tema del carro, que estamos lejos de la ciudad. 90


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Gilberto se enfadó y permaneció buen rato compartiendo el silencio que ahora guardaba su enfurruñado amigo. Pasado un rato, se disipó el mal humor y Gilberto, distraídamente comentó como para sí; Oye ese motor: tic, tac, tic, tac, tic, tac... Y, tic... tic... Silencio, tic. Entonces el último tac. El flamante automóvil dejó de funcionar. Se quedó mirando escrutadoramente el rostro asombrado de Gilberto, más largo que de costumbre. –Parece que... tú sabes... un carro nuevo... a lo mejor... –¡A la mierda! –dijo mientras comenzaba a brotarle una risita que fue volviéndose un torrente que lo ahogaba. –Ojalá te ahogues, carajo, ¡boca de chivo! Y volvieron en un coche de caballos, rientes y en el fondo pensativos. –Carajo, no se puede depender de nada, ni del puñetero carro inglés... –De las máquinas se puede, si no se las jode. De la gente... bueno... me rejode la dependencia, me rejode. En esos mismos días, por no depender de Pelegrín, el fotograbador mallorquín, decidió abruptamente cerrar la imprenta y aprender a hacer él mismo los fotograbados. Había visto el proceso de sensibilizar placas de vidrio en el laboratorio fotográfico de Abelardo Rodríguez Urdaneta, que era un excelente pintor, escultor, fotógrafo y genial artista, pero éste era un proceso distinto. Consiguió un libro sobre fotograbado en francés. Sólo pudo descifrar nombres de materiales, pero las proporciones y orden en el uso no pudo comprenderlos. El libro en francés lo tenía como un misterio eleusino en la gaveta de su mesa, envuelto en papel de periódico y amarrado con hilo de gangorra, y no quería consultar con nadie que dominara la lengua. Lógica, genio y trabajo resolvieron el 91


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problema de reconstruir o reinventar el proceso. Durmiendo sólo las mañanas dedicó las noches y las tardes de cuatro vertiginosos meses a la tarea. Se pasaba caucho líquido por los cuatro bordes de un cristal, se echaba colodión por una esquina y se hacía repartir con toda homogeneidad. Luego iba vertiéndosele el bello azul del sulfato de cobre, el hermoso rojo del yodo, las transparencia del nitrato de plata que manchaba los dedos de marrón oscurísimo, y así chorros provenientes de las dos hileras de botellones que alineaba a ambos lados de un lavabo, al cual había añadido un cajón de madera pintado con muchas manos de brea caliente. La cámara la hizo él también de acuerdo a un modelo encontrado en una revista técnica. El diseño de las máquinas de grabar y fresar fueron totalmente suyos. La última, una maravilla mecánica, fue hecha con piezas de automóvil, camión y otros aparatos. Montada sobre una pesada plataforma de hierro, una fresa de alta velocidad, accionada por una complicada combinación de poleas, podía moverse en todas direcciones. Prácticamente podía dibujarse en una plancha de metal con la incisión del ingenioso aparato. Para las construcciones, reparaciones mecánicas e inventos, tenía un equipo de ayudantes, a quienes estaba prohibido opinar. Sentado en una banqueta frente a una mesa grande llena de herramientas, le rodeaban cuatro o cinco mozalbetes que debían estar alertas a lo que él iba haciendo. Si tenía un tornillo en la mano había que pasarle el destornillador, si una tuerca, la llave española del tamaño justo. Si hablaba de cortar y tenía madera por delante había que tenerle el serrucho a mano. Si era metal, la segueta. Si el metal era blando, una tijera especial. Si tomaba un clavo, alistar el martillo. Tendía la mano sin hablar, como si estuviese ausente. Si le preguntaban qué quería se limitaba a señalar lo que estaba haciendo con un dedo nervioso. 92


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Si no atinaban gritaba: –¡Coño, que va a ser lo que pido si tengo que hacer un hoyo aquí... ¿ésto? ¡no se apendeje! La imprenta siempre estaba con telarañas en los altos rincones. Argumentaba que las arañas dan suerte, pero lo cierto es que veía en las arañas un ejemplo de laboriosidad apartada y humilde, como la suya. Rodearse de ambientes claros y optimistas le parecía una traición a su padre. Sólo estaba limpio lo que tenía que estar limpio para funcionar: la prensa, por supuesto. Había que tener bien engrasadas las chumaceras, frotadas con trapos mojados de una mezcla de kerosene y aceite, los laterales de hierro. Las partes de acero bruñidas, con grafito en polvo. Inculcarle minuciosidad a los aprendices que realizaban estas tareas no era empresa fácil, pero su increíble repertorio de malas palabras, el vigor de sus pulmones y la amplia gama de sus correcciones eran lo bastante efectivos. Unas veces protestaba con gritos estentóreos que alarmaban al resignado vecindario, otras pronunciaba dulcemente: –No, no, así no, sóbame la pieza esa como si fuera una teta de quinceañera. En realidad en la imprenta trabajaba él solo. Los siete u ocho empleados que tenía estaban dedicados a ayudarlo, a traerle café, cigarrillos, fósforos, agua fría, café de nuevo, un tabaco, los fósforos, carajo, un lápiz blando, ese no, carajo, si fuera comida supieras... tírame un cafezaso; caliente como nalga de oficinista. Todos le tenían un especial cariño temeroso. Había que llegar a las ocho de la mañana al taller, pero no se podía hacer nada hasta que él no apareciera, y esto era alrededor de las once. El se acostaba siempre muy tarde. Si no era dibujando o trabajando, era conversando, vociferando y discutiendo con sus amigos por las cercanías de la Plaza Colón. No solía vérsele con un libro en la mano, ni absorto en lecturas, pero conocía el pensamiento de los grandes filósofos y podía 93


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citar con toda familiaridad a Platón o a Ortega y Gasset, a Kant o a Nietzsche, ya fuera alabándolos o llamándolos “hijos de la gran puta”, según estuviese de acuerdo o desacuerdo. Aunque sí había un pequeño libro que llevó consigo por muchos años: La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. En horas difíciles, abría la obra del asceta alemán del siglo quince y se cargaba de una extraña docilidad a la vida que le formaba un aura de paz perfectamente visible y casi tangible. Durante la Segunda Guerra Mundial, él estaba en la Lista Negra del gobierno norteamericano por sus iniciales simpatías por el régimen de Hitler, antes de conocerse las crueldades nazis. Por ese tiempo, uno de sus amigos era un comerciante alemán llamado Karl Herter, y aunque ellos mantenían una relación en la cual el tema político no pasaba de ser algo circunstancial –por lo menos para Bienvenido–, el espionaje norteamericano descubrió que se trataba de un importante agente secreto nazi, y fue deportado del país. Luego se supo que murió combatiendo como capitán de la Wehrmacht, el ya agonizante ejército de Hitler. Hubo una denuncia de que Bienvenido, –empeñado en unos complicados experimentos de galvanoplastia, destinados a recubrir con una capa de cobre las planchas de zinc de los grabados para hacerlos más resistentes– estaba en contacto radial con los submarinos nazis en el Caribe. El proceso eléctricamente inducido, requería dos enormes recipientes de vidrio, extraños líquidos y controles de energía entre otras cosas. A consecuencia de la denuncia transmitida por los Servicios Secretos estadounidenses, Trujillo hizo llamar a Bienvenido. Pero no lo recibió. Miraba y escuchaba desde la habitación contigua, tras una puerta entreabierta. Bienvenido fue introducido a una sala solitaria. Se sentó y sacó del bolsillo el libro de Kempis. Apenas empezaba a leer, llegó un alto funcionario, un secretario de Estado, 94


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y lo informó de la denuncia. Bienvenido, libro en mano, se limitó a mirar hondamente al funcionario. Entonces escuchó la voz de Trujillo desde la otra habitación: –Esa denuncia es falsa. ¡Que se vaya tranquilo! Despertaba entre las ocho y las nueve pero daba vueltas en la cama hasta las diez, tomando café y fumando. Entonces salía al café por una hora. De allí a la imprenta. A mediodía compartía su comida con el obrero que quisiera acompañarlo. Por muchos años, mantuvo este hábito. Hasta cierto día que, como de costumbre, dejó la mitad de su plato intocado y se le ocurrió llamar a un negrito flaco y larguísimo, nieto de Buchú, una reseca y vivaz anciana de San Miguel a quien él llamaba parienta, no se sabe por cual remota relación. –Guillermo, ven, llévate este plato y cómete la comida esa. Caminando con el plato, Guillermo dijo entre dientes: Yo no como sobras. El lo oyó y lo llamó. –Mira, muchacho, te ofrecí esa comida porque no se trata de sobras. No he tocado nada de eso. Lo que voy a comer lo separo antes y no toco el resto ni siquiera con el tenedor. Puedes comer tranquilamente. –Yo no como sobras– musitó el negrito con una voz somnolente que parecía tener los carrillos como caja de resonancia–. Al siguiente mediodía, comió como de costumbre. Al terminar voceó: –Guillermo, bota esto, que ya terminé. El muchacho vino, tomó el plato y salió. Al instante se oyó el chorro de agua de la llave del patio, furiosamente abierta. Bienvenido salió haciéndose el inocente y encontró a Guillermo con la boca abierta bajo el frenético chorro de agua, los ojos llenos de lágrimas y el aliento entrecortado. –Oh, ¿y qué te pasa?, ¿no dizque tú no comes sobra, hijo de la gran puta? 95


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Le había echado medio frasco de ají caribe. En la imprenta el trabajo comenzaba realmente alrededor de las tres de la tarde y no había hora para terminar. Cerca de la medianoche llegaba José el Chofer, con un Chevrolet de grandes puertas. José era un mulato de ojos verdosos, voz nasal y rumorosa. Por eso y por su plácida sonrisa socarrona además de José el Chofer se le llamaba José Ñe-ñe-ñé. Era uno de los choferes de alquiler que se estacionaban por las noches en los alrededores de la calle El Conde. Solía utilizar sus servicios para darle vueltas a la ciudad dormida “buscando el sueño por contagio”. Cuando él no aparecía por las esquinas de El Conde, José el Chofer sabía que estaba trabajando y se dirigía a la imprenta. Entonces su tarea era ir a comprar fritos verdes bien tostados y albóndigas de gran tamaño que eran repartidas entre los hambrientos obreros, servidas en trozos de fundas de papel Kraft. A veces algún bromista se quejaba de que las albóndigas no estaban bonitas, y Bienvenido, siguiendo el juego, voceaba a alguien que estuviera cerca: ¡Tráeme colorete y pintalabios para ponerle bonita la albóndiga a este hijo de la gran puta! Y aclaraba que existen dos tipos de hijos de la gran puta. Los de verdad, a quienes, por peligrosos, nadie les menciona los hábitos de sus madres, y los “de jugando” cuyas madres son mujeres de conducta intachable pero que ellos son unos perfectos hijos de la gran puta. Era el cliente más conveniente para José. Le pagaba –o le debía– por hora y lo usaba para hacer visitas a sus amistades, especialmente femeninas. Estacionado y cobrando por hora, José Neñe-ñé solía caer en una modorra complacida, de la cual lo sacaba la sonora voz cuando “echaba el último párrafo” en la puerta de la casa visitada. Bienvenido era peculiar en todo, y su manera de ser, ya fuera de mal humor o de buen humor, tenía cierta genialidad que inducía a tolerancias inexplicables. Siempre había energía vital en su 96


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conducta, nunca desidia o aburrimiento. Estas características, a las cuales se añadía cierta timidez con las mujeres bellas, lo hacían muy atractivo. Él pudo disfrutar del amor y el entusiasmo de hermosas muchachas de bellos ojos y cuerpos voluptuosos. Pero las cosas cambiaron para Bienvenido después de aquella noche ya lejana, en que el apergaminado don Nicasio lo sorprendió semidesnudo en la alcoba de Mariana, su hija, quien a pesar de sus dieciocho años, llevaba en sus curvas tempranas una diversidad de inquietudes multicolores, no sólo para sus padres sino para los ojos voraces de los incontables pretendientes de aquellas carnes duras. Una mañana de septiembre, fresca y simple. Bienvenido había salido cargado de picardía. No serían más de tres días al mes aquellos en que sin ninguna razón accesible a las percepciones normales él se veía despojado de sus habituales timideces y era capaz de abordar una reina. Mariana pasó a su lado y él comentó: ¡Qué buen acero, carajo! ¡Qué hembra! Y Mariana le repuso coquetamente: ¿Ah, sí...? Aprovechando su racha de suerte y atrevimiento, escoltó a la provocativa joven chisporroteando pasión y regocijo. Pocas noches después, al inicio de la madrugada, subía con sigilo una crujiente escalera de madera, empujaba la puerta principal supuestamente cerrada, cruzaba sala y comedor, alcanzaba el balcón interior y caminaba por el pasillo que bordeaba el patio hasta la tercera puerta. La alcoba de Mariana. Abajo en el patio, un arbusto de jazmín inundaba la noche sonreída con un aroma dulce y asfixiante. Desde el piso de abajo, alguien vio la silueta escurridiza por el largo balcón. Nicasio... ¿eres tú? La silueta desapareció en silencio tragada por una puerta. 97


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A la mañana siguiente, Ambrosio, el relojero que vivía en los bajos, le dijo a don Nicasio: –Sentí un ruido arriba en la madrugada. ¿Sería un ladrón? –No –repuso don Nicasio un poco azorado– no falta nada en casa. –¿Nada, nada, nada? –¿Cómo que nada, nada? ¿Qué me quiere decir? –Que es de vidrio la mujer y que no debe ponerse en peligro de romperse lo que no puede soldarse.... Vamos, eso decía el poeta, y a buen entendedor... –¿Es... por... Mariana? ¿Pasa algo? –Vigile, vigile, compay Nica... vigile. Los días subsiguientes fueron de tormenta para el buen don Nicasio. No se atrevía a participarle sus inquietudes a su esposa. La pobre, tan inocente... todavía tiene el agua bautismal. El sueño se le hizo como una hoja de papel de estraza mojada. Sólo dormía cuando el silencio no tenía manchas. Al menor sonido saltaba de la cama y salía al balcón interior dando tumbos. Su esposa dormía bien y protestaba con gruñidos por los sobresaltos de su esposo. –No sé que le pasa a tu padre, Mariana; hay que darle sus buenas tisanas de hojas de guanábana. Tiene unos nervios... –No son tisanas lo que necesito –dijo don Nica, mirando gravemente a su hija– lo que necesito que me den es tranquilidad de espíritu... Bienvenido no había vuelto, pero volvió. Estando en la alcoba de Mariana, se abrió la puerta con estrépito y apareció don Nicasio descompuesto y amenazador. Él salió como una centella, semidesnudo, y corrió, jadeante, la penumbra del amanecer. Se 98


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refugió donde un amigo, a quien encargó averiguar el curso de los acontecimientos. –Bueno, compay, la cosa está jodona. Mejor quédate aquí hasta que pase el aguacero. Don Nicasio recurrió a la justicia. Su hija era menor. Bienvenido había acabado con la virginidad de Mariana. La alternativa era boda o cárcel. Pero don Bernardo Pichardo, el funcionario que hizo posible el enterramiento de Laíto, tuvo participación en el caso y logró entrevistarse con el oculto acusado. –Bueno ¿Era virgen? –No, don Bernardo, investigue, que me están echando un muerto ajeno. –¿Tú le escribiste algo? ¿Algún papelito? –No, nada, ni una letra. –Bien, sigue escondido y no te apures. Eso sí, recuerda que en política y amor no escribir es lo mejor... Permaneció oculto unos quince días. Ni sus hermanas sabían donde se había zambullido. Mientras permanecía holgazaneando sus inquietudes, don Bernardo detectó la presencia de un tal Julián en la vida de Mariana. Un sinvergüenza. “Un vagabundito ahí...”. Atando cabos pudo sacar en claro que no sólo Julián había sido quien robó la virginidad a Mariana sino que además la había dejado embarazada. Sin saberlo. Bienvenido fue atraído a tomar la plaza del poco aconsejable seductor. Puesto en evidencia y forzado a asumir toda responsabilidad. La madre de Mariana lo sabía todo. Cuando don Bernardo expuso a don Nicasio la situación, recomendándole retirar los cargos y buscar solución con Julián, don Nicasio se dolió mayormente del engaño de su mujer. –“Ajo, don Bernardo, parece mentira, esa mujer mía, que para mí tenía todavía el agua bautismal... lo que tiene es 99


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Bienvenido Gimbernard, en una reunión social a mediados de los años cuarenta. Nunca llevó a su esposa a las escasas fiestas a que asistía. Decía que la mujer es “para su casa” y que los alemanes tenían razón con su puntualización sobre la mujer: Küche, Kirche und Kinder (Cocina, Iglesia y Niños) Solía cubrirse con la mano derecha, la mano accidentada. 100


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el agua de la letrina. Uno vive rodeado de extraños toda la vida... toda la vida... mi mujer y mi hija urdiendo una trama semejante... Deje tranquilo a Gimbernard... y al otro también. La vergüenza es mía por tener semejante familia”. El salió amoscado del escondite. El asunto no tuvo repercusión más allá de algunos corrillos de chismosos habituales, a los cuales no se les prestaba mucha atención. –¿Sería verdad? –¡Humm! –Tú sabes, esos son unos chismosos... Así fue desapareciendo en la nada aquel espinoso asunto. Por lo menos para la gente, ya que él permaneció marcado con un terror apenas disimulable ante cualquier jovencita de ojos ardientes y carnes provocantes. –Humm, a joder al hijo de Laíto con su culito... ¡no!–. Y luego se quedaba pensativo y distante. Las situaciones, ¡cómo pasan! Los dramas, ¡cómo pierden vigencia y sentido! ¿Es que todo es tiempo? ¿Sincronía? ¿Orden en el acontecer? ¿Qué es esta vaina? Don Nicasio, luego de haber probado todas las poses de indignación y resignación, fue acomodándose a la idea de un nieto. Sus razonamientos lo llevaron a la conclusión de que un aborto sería añadirle un crimen familiar a un desliz de adolescente, y que darle al bebé la desastrosa paternidad de Julián era peor que hacerse cargo ellos mismos de todo. Fue adoptando una actitud altiva frente a la situación. Meses después cargaba a su nieto.

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Conchita Pellerano Álvarez, en la época en que Bienvenido la conoció. Década de los años veinte.

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OCHO

Conchita Pellerano era maestra en el Instituto de Señoritas de

las Pellerano. Más bien alta y delgada, con clarísimo pelo castaño de ondas muy anchas, piel levemente sonrosada, ojos verdes, suaves maneras y treinta años de edad, parecía un prototipo de delicadeza y comedimiento. Ni su belleza nórdica ni su carácter tenían condiciones impactantes. Era una mujer para ser descubierta. Concepción Alvarez, su madre, había muerto al darla a luz. Dos años atrás, fruto de su relación con Lico Pellerano, había nacido Blanca. El clima emotivo entre ellos era muy distinto al que tuvieron Laíto Prestol y Vitalia Gómez. Lico y Concepción provenían de familias importantes. En sus familias había poetas, escritores de elegante bohemia, educadoras notables y respetables patriotas de severo rostro. Lico, apodo de Manuel de Jesús Pellerano Castro, estaba ya casado cuando conoció a Concepción Alvarez. Hombre en posesión de una gran capacidad amatoria dentro de una familia impregnada de vehemencias románticas, supo despertar en Concepción una verdadera locura amorosa que la hizo cruzar el aro de fuego de los convencionalismos y tener dos hijas con Lico. Algo realmente inexplicable. Las niñas fueron en principio a casa de su abuela materna, Blasina, quien murió a los pocos años. Fue cuando Conchita tenía 103


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Polka, 1938. Dos dibujos realizados con aerógrafo por Bienvenido Gimbernard, parte de una colección titulada Grandeza y Decadencia del Ritmo y la Galantería expuestos en el antiguo local de Bellas Artes, serie ganadora de un Premio Nacional. El erudito crítico de arte Rafael Díaz-Niese (quien fuese el primer Director de Bellas Artes) escribió un artículo al respecto, publicado en Cosmopolita en marzo de 1942. Luego de una docta introducción acerca del arte de la caricatura a través de la historia, dice, entre otras muchas cosas: “Los admirables dibujos de Gimbernard –novedad, depuración, movilidad–, deliciosamente valorados en tonos grises de perfecta gradación, prueban cómo un tema... puede tener, caricaturizado con belleza, su origen y fin en sí mismo, sin apelar a oportunistas aplicaciones morales, políticas o pedagógicas. Sólo una prodigiosa intuición de los valores estéticos pudo conducir al dibujante a realizar su obra con esta fuerza de expresión tan intensa, tan moderna, tan refinada, tan verdadera, y, por ello, con carácter tan perdurable. Nos inquieta pensar a dónde podría llegar su fulgurante talento si pudiera desarrollarse libremente, ajeno a las truculencias y atrasados prejuicios que subsisten en nuestro medio...” 104


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Blue 1938. Resulta sorprendente que en plena Era de Trujillo, el eminente profesor Díaz-Niese usara el término truculencia. Aunque Bienvenido recibía continuas pruebas de la admiración que despertaban todas sus realizaciones, hasta el punto de habérsele ofrecido un jugoso contrato para que dibujara caricaturas que serían publicadas en una gran red de periódicos extranjeros –lo cual él rechazó porque le fiscalizarían los temas y los textos–. Bienvenido no valorizaba lo que había hecho, sino lo que estaba haciendo. Tan pronto terminaba algo, se desinteresaba. Por eso, cuando le entraba por “hacer limpieza”, rompía y tiraba a la basura excelentes dibujos y trabajos diversos. Los pocos originales que se salvaron de sus “limpiezas de vainas viejas” fue porque algunas amistades pasaban rápidamente por la imprenta y se las llevaban. Cuando Jacinto le decía que él, Bienvenido, tenía talento “para poner una tienda y venderlo por libras”, su padre se turbaba, se desconcertaba y, ofuscado, musitaba, tras un buen silencio: “Amor de lujo”.

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unos diez años que Dilia Alvarez pidió permiso a su esposo para que la frágil niña y su hermana Blanca dejaran la casa de sus tías y se quedaran a vivir con ellos. Conchita se había echado a llorar al preguntarle Dilia cómo le iba con las tías. A una de ellas parecía molestarle todo lo que hacía Conchita, aunque fuera usar la mecedora. En realidad le molestaba el testimonio de las relaciones ilegítimas de su hermana menor, ya muerta. La niña fue a vivir con Dilia, quien pasó a ser “Mamá Dilia”, su esposo vino a ser “Papá Alfredo” y todos los hijos del matrimonio fueron también sus hermanos. Las atenciones y cuidados de Alfredo y Dilia para sus hijos alcanzaban a Conchita y a Blanca con igual ternura. Era un matrimonio burgués bien avenido al estilo de la época: cortés y galante en el trato. Casi parsimonioso. Al igual que las hijas de papá Alfredo y mamá Dilia, Conchita fue al afamado Instituto de Señoritas que fundara la poetisa Salomé Ureña, donde las señoritas Pellerano Castro –tías de Conchita–, Leonor Feltz, Mercedes Laura Aguiar y otras, continuaron la brillante tarea educacional de doña Salomé. Conchita se graduó allí de Maestra Normal, y a los veinte años ya ejercía el magisterio en el mismo Instituto, por ese tiempo familiarmente llamado “La escuela de las Pellerano”. Si Conchita tenía la dulzura a flor de piel, también tenía visible el retraimiento generado por sus temores a ser herida por la sociedad. En su urdimbre emotiva cruzaba como afrentoso hilo su ilegitimidad. Lico Pellerano fue cariñoso con ella y con Blanca hasta su muerte. Ellas le llamaban papacito y él se volcaba en tiernas caricias que aunque auténticas eran esporádicas y parecían tener tonalidades concesivas, por lo menos, así lo sentían ellas. Como Blanca, siempre usó el apellido paterno –se lo dieron habitualmente desde niñas- pero en los documentos constó por mucho 106


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tiempo el materno, y lo de Conchita Pellerano no lo sentía más allá de la habitual sonoridad de una frase de impropio origen. Hacía dos años que Bienvenido la veía eventualmente a la distancia, y sin lugar a dudas la perfección caucásica de esta Maestra Normal, su nariz perfecta, su compostura discretamente nerviosa y el elegante orgullo con que arropaba su timidez habían despertado en él una admiración conectada con remotos recuerdos de su madre. Conchita era señorial y sin embargo no lo atemorizaba. En sus ojos verdes brillaban, sustituyéndose o coexistiendo, la determinación y la inseguridad. Bienvenido se las arregló para ser presentado un día en que Conchita salía de la Escuela con el aliento agitado por el esfuerzo de una jornada en la cual las niñas particularmente intranquilas no acertaban a concentrarse en la lección. Él se veía poderoso. Aunque no era más alto que ella, tenía una complexión fuerte y proyectaba vigor desde el rictus de sus delgados labios siempre apretados, hasta toda su figura exageradamente erguida. Su traje negro hecho de gruesa tela hacía resaltar el rojo de su fresca piel trigueña, aparentemente a salvo del fuerte calor, del mes de julio. Luego del primer encuentro, él comenzó a galantearla y ella a aceptar con asombro no muy bien disimulado el repentino interés que le demostraba este hombre aceptado socialmente como un genial caricaturista, un periodista de vigorosa pluma, un bohemio que no tomaba alcohol sino café, que no jugaba sino con los horarios, un exaltado conversador y, sobre todo, el director de la revista Cosmopolita, la más bella y prestigiosa del país. No solía tener él otra compañía callejera que sus efusivos amigos de peña, y Conchita, a su vez, no solía ser vista con otras personas que no fueran las plácidas y pulcras compañeras de magisterio o una 107


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que otra dama emparentada. Por eso, llamó la atención y despertó comentarios su reiterada escolta a Conchita, desde la escuela hasta la puerta de la casa de don Alfredo. No había habido declaración amorosa ni aceptación. Para Conchita la asiduidad y el interés que él mostraba en todo lo de ella fue suficientemente explícito. Para él lo fue la manera tan natural en que ella aceptó su injerencia en todo. Así cambió el peinado conforme a lo que él le había dicho que le gustaba más, prefirió los colores que él había señalado como los más adecuados para ella y en lugar de continuar el bien sentado hábito de ir a misa temprano los domingos, comenzó a asistir a las once, de modo que él pudiera verla sin esfuerzo. Para don Alfredo, Conchita era una hija a quien, al igual que a sus verdaderas hijas, daba dos pesos los domingos para que fueran al cine por la tarde y visitaran la cafetería de Sanlley, donde los cremosos helados eran feliz resultado de una fórmula secreta, alabada sin fatiga por los refinados habitués. No fue necesario que don Alfredo hiciera más que preguntar a Dilia delante de Conchita si sabía cuáles eran las intenciones de Bienvenido, para que ésta palideciera y empezara a evitar las conversaciones de sobremesa y las usuales reuniones familiares al atardecer, cuando todas se mecían recatadamente en unas enormes mecedoras pintadas con brillante esmalte azul cuyos balancines no hacían ruido alguno, colocadas en torno a la de don Alfredo, hecha de noble madera con filigranas en bajo relieve, primorosamente barnizada, que se mecía comprimiendo y estirando cuatro temblorosos resortes montados sobre una base. Allí, en la galería interior, cubierta con claros mosaicos color pastel tan esmeradamente pulidos que reflejaban el paisaje del patio como un espejo de aguamarina, se tomaba la merienda al ritmo amable y disímil de aquellas mecedoras sin igual. 108


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–¿Conchita, por qué no está aquí? Preguntó varias veces don Alfredo. Las primeras excusas en tono inseguro, fueron: Está corrigiendo unos exámenes. Le duele la cabeza. No se siente bien. Luego no hubo más que confesar que estaba atormentada por la situación y no se atrevía a dejarse ver. La hija mayor del matrimonio, quien compartía la misma habitación con la atribulada Conchita, puso al tanto a sus padres del estado nervioso de la hija adoptiva, que últimamente evitaba a su enamorado para no causar inquietud en la casa. Cuando don Alfredo hizo saber que no se opondría a un noviazgo formalmente establecido, Bienvenido recurrió a su amigo y protector Jacinto de Castro para que lo acompañara a solicitar la mano de Conchita. Con las nerviosidades de lugar se efectuó el solemne acto, sábado a las ocho de la noche. Fue la única vez que él llegó a la hora formal de las visitas de novio y una de las pocas que entró a aquella amplia mansión de la calle de las Mercedes, en la cual todos parecían haber hecho un juramento de apacibilidad por cuyo efecto minimizaban o desconocían problemas e inquietudes como si fuera la regla inviolable de una hermandad misteriosa. Don Alfredo era Pater Familias al viejo estilo. Cuando llegaba de su botica y pisaba con sus menudos botines negros los dos escalones que daban acceso al vestíbulo, se iniciaba un ceremonial de afecto y atenciones. Doña Dilia era una matrona como aquellas de las épocas más puras de Roma. Lo manejaba todo con una meticulosidad tan medular que no molestaba a nadie. Sin aspavientos, los manteles y servilletas siempre estaban inmaculadamente limpios y planchados con almidón, los pesados cubiertos de alpaca y los portacuchillos con bases en forma de equis con pequeñas bolas en las puntas, bien bruñidos. La abundante comida siempre a tiempo. 109


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Caliente y bien sazonada. Las tersas sábanas, olorosas a pachulí. La ropa bien colgada en armarios de roble. Los tres baños, inmaculados y fragantes a jabón, a colonia y a bienestar. La servidumbre estaba compuesta por mujeres relacionadas por largo tiempo con la familia, asimiladas a ella, “muchachas de crianza”, que no trabajaban por sueldo sino por afecto y comodidad. Doña Dilia las manejaba con dulzura y eficiencia. Algunas veces, cumpliendo instrucciones se asomaba a la puerta una de ellas con un poco de dulce en un platillo y lo ofrecía a Bienvenido, quien se paseaba frente a la casa junto a Conchita. Él lo comía, de pie, junto al portón, tomaba agua y proseguía la visita-caminata que era tema de conversación en el vecindario. No procuraba él disfrutar del abrigo del salón de la residencia y, como todos los novios, sentarse en el sofá de ocho a diez de la noche con la vigilancia cabeceante de la chaperona de turno. Llegaba siempre tarde, a veces unos minutos antes de las diez y pasaba el momento paseándose por la acera con la resignada novia y desarrollando un monólogo informativo de sus problemas de trabajo, ideas de la política y proyectos, hasta que sonaban las diez campanadas que lo llevaban a la peña del café, a las discusiones acaloradas, y a las bromas. No pasaba por la costumbre de buscar la novia y la chaperona en la casa para llevarlas al teatro, al cine o a algún evento social. Conchita salía al cine o al teatro los domingos con alguna de sus primas y él las encontraba allí. Luego las invitaba a tomar helado y las acompañaba a la casa, dando por terminada la visita del día. Conchita aceptó la excentricidad como parte inherente de su novio. En verdad ella, como todo el mundo en Santo Domingo, tenía noticias de su peculiar personalidad, de su extraño sistema de trabajo opuesto a los horarios regulares, su terquedad en la defensa de sus puntos de vista y su intransigencia en la aceptación de muchos 110


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convencionalismos sociales, lo cual lo movía a desechar sistemática y amablemente las invitaciones de la sociedad, que lo respetaba y valoraba, abriéndole unas puertas que nunca quiso cruzar. Disfrutaba de incuestionable prestigio como caricaturista, dibujante, escritor e impresor, y cuando llegaba a un lugar ocupaba de inmediato el centro de la atención por su palabra ágil, amena e infatigable, para la cual exigía total silencio, tanto de las personas a quienes se dirigía como de aquellas que se encontraban lo suficientemente cerca para interferir, aunque fuera con un murmullo. Usualmente acallaba al vecino conversador con una fuerte mirada pero si no funcionaba este método, lanzaba un sonoro –¡Shée, carajo, cállese! Los paseos nocturnales por las cafeterías le daban algunas de sus horas predilectas. Había llegado a la puerta del café El Gato Negro con su inseparable Manuel Emilio. Mirando a Julián, el propietario, que se afanaba sirviendo tras el mostrador, le asoma una expresión traviesa y le dice al amigo: –Te apuesto que le hago partir un coco con el puño al español este... –No seas loco, ¿cómo vas a hacer que Julián rompa un coco a puñetazos?... –Pues sí, ya verás. Entraron. Manuel Emilio cojeando sin el bastón. Bienvenido haciendo molinetes con él. Se acercaron al mostrador donde estaba una batea de madera llena de cocos de agua. Julián era un asturiano fornido, bajo de estatura, con la cabeza de toro clavada entre los hombros soberbios, unas manos gigantescas y una mirada de bruto, propia del tío más bestia de su aldea. Tras el mostrador se dedicaba a abrirle un agujero a un coco con un espantoso cuchillo negro. Sacó el agua del coco, la vertió en una vasija de aluminio, luego en un grueso vaso de vidrio le echó unos trozos de hielo, le dio tres 111


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golpes de cuchara y lo deslizó por el mostrador hasta donde estaba el parroquiano que había pedido la refrescante bebida. –Agua de coco, ¡va! Bienvenido se entretenía jugueteando con uno de los verdes cocos de la batea. Pasado un rato, le dice con tono inocente a Manuel Emilio: Estos yankees son una cosa del carajo... ¿Tú sabes lo que son capaces de hacer? Leí en el periódico que en New York un marino yankee agarró un coco y lo partió a trompadas. –¿Cómo va a ser...? –dice el cómplice. –Te digo que sí. Mira, lo agarró con la mano izquierda y le entró a trompadas con la derecha y al poco rato estaba el coco desbaratado. –Es que no puede ser, ¿Leíste eso? ¿Noticia seria? –Te digo que sí, hombre. Lo que pasa es que para hacer eso hay que ser yankee. ¿Tú crees que uno de nosotros podría hacer algo así? ¡Que va! ¡Nunca en la vida! Julián ya había sido atrapado por la conversación llevada en voz lo suficientemente alta para que se oyera a lo largo del mostrador. Moviéndose encorvado como un gorila, despachando emparedados, lucía especialmente nervioso y de vez en cuando lanzaba un bufido. Él continuó con la historia del yankee y del coco. No obstante la visible inquietud de Julián respecto al tema, no se acercaba a envolverse en él. Entonces alguien pidió un agua de coco. Julián se acercó a la batea y tomó uno. Bienvenido se lo arrancó violentamente de la mano, diciéndole en tono alarmado: –¡Deja eso, tú no puedes partir ese coco con el puño, para eso hay que ser yankee! Julián lanzó un bramido como un toro y arrancándole el coco, exclamó con voz ronca y furiosa: ¡Quién ha dicho eso! Además 112


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el coco es mío, me cago en mi madre y si quiero lo parto con el puño. –¡No, no pásame el coco, Julián! Y mirando alrededor con pretendida excitación al tiempo que forcejeaba con el indignado asturiano, dijo con gran voz que atrajo a los dispersos clientes: –¡Vengan, vengan, ayúdenme a quitarle este coco a este español loco que quiere partirlo con el puño! Por fin, Julián le arrancó nuevamente el coco y sosteniéndolo con la mano izquierda empezó a golpearlo frenéticamente con el puño derecho como una mandarria hasta abrirlo en dos y prácticamente deshacerse la mano.

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NUEVE

Todavía George Gershwin no había hecho famosa la frase

A woman is a sometime thing, puesta en un aria de la ópera Porgy and Bess, pero ya Bienvenido la conocía, la repetía y la ponía en práctica. La mujer es cosa para un momento. Conchita se había acomodado a las realidades de su excéntrico novio, y estaba convencida de que tenía en él un refugio seguro como una gran roca escondida, pero que su presencia estaba limitada a ratos imprevisibles. Durante el período de noviazgo surgió otra mujer más joven e impactante en todo sentido, constituyéndose en un considerable peligro para el anhelo matrimonial de una Conchita que permanecía ajena a los sucesos. Una noche temprana, él la había visto en un banco del Parque Colón con otra joven a quien conocía. Se acercó ceremonioso y entabló una vaga conversación con su amiga, quien involuntaria o deliberadamente fue muy parca en el diálogo. Se retiró con la sensación de haber interesado a la desconocida y procedió a investigar sistemáticamente detalles de su vida. La joven resultó estar envuelta en una aura dramática. Su novio había muerto ahogado hacía poco tiempo, frente a su vista y su impotencia cuando, domingo en la mañana, un alegre grupo se bañaba en Los Tres Ojos. Roberto había nadado bastante. 115


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Flotando de espaldas al borde rocoso del balneario natural, con un brusco movimiento de cabeza quiso echarse atrás el lacio pelo negro que le cubría los ojos. Se golpeó el cráneo con el borde puntiagudo y se hundió como una plomada en las profundidades del agua diamantina ante el horror de los presentes. La joven quedó impregnada del perfume de la tragedia romántica, y Bienvenido, al enterarse de que era ella la protagonista del conmovedor drama, absorbió ávidamente el deleitoso aroma y dedicó tempranas horas a cortejarla a la distancia. La bautizó con el nombre de Cloe, en recuerdo de la heroína de la novela pastoril, idílica y erótica del griego Longo. Cuando ella salía de casa lo encontraba estratégicamente situado. Él ya conocía el horario de sus salidas y le demostró una devoción sin palabras, que desembocó en conversaciones, citas tácitas y romance velado. Cloe no era Conchita. En breve la relación cobró vigor pasional. Cloe poseía una inteligencia vivaz, se interesaba burbujeantemente en las diversas manifestaciones de la cultura. Se extasiaba en las arias de La Bohème de Puccini, se introducía por las hendiduras del dolor en las escenas cumbres de los dramas teatrales. Él la guiaba en la percepción de las sutilezas de la actuación teatral y cinematográfica. Bienvenido era un asiduo asistente a las salas de cine y sabía destacar con toda precisión lo que era realmente notable en una película. En tiempos en que aún la gente culta no ponía la menor atención al director cinematográfico, él se volcaba en elogios de un F. Borzage, director de El Séptimo Cielo, film que ganó el premio de la Academia Cinematográfica de Hollywood en 1928, y que en él produjo un efecto muy especial y más de treinta años después estaría hablándole a su hijo acerca de logros y sensaciones de este film que protagonizaba Janet Gaynor. No se encasillaba en estilos: admiraba con igual fervor al Lionel Barrimore de la Fruta Amarga, cargado de un intenso dramatismo, que al suave Robert 116


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Donat en ¡Adiós Mr. Chips! o las expresiones de sencillez distraída y pueblerina de un James Stewart. El impacto que le causaba la Greer Garson de Mrs. Miniver, le recordaba la sólida dignidad de Vitalia, su sufriente madre, y la suavidad sonreída y grácil de Audrey Hepburn en Román Holiday lo hacían decir que ¡Carajo, es verdad que hay mujeres ensoñadoras! Cloe bebía ansiosamente las palabras de Bienvenido. El contacto de sus manos era eléctrico e irreal. La sutil y refinada sensualidad de aquella joven singular lo arropaba como si fuese una enredadera mágica. Cloe crecía dentro de él. Se hacía obsesiva. Ocupaba demasiado tiempo. –¡Coño, ocúpese de su trabajo, coñazo! –se dijo una tarde en alta voz, dando un manotazo sobre la cartulina que tenía por una hora frente a sí y aún estaba en blanco porque su mente divagaba–. En la alta banqueta sin saber qué hacer, de repente rompió los afilados lápices cuyos pedazos salieron por la ventana como municiones de sabina y empezó a rugir como una fiera acorralada. –Me va a volver loco, me va a volver loco, me va a volver loco. Entonces dejó la mesa de dibujo, pateó y zarandeó furiosamente la mecedora hasta llevarla junto a la puerta trasera y lastimarse un tobillo. El dolor le amainó la ira. Se sentó, alisó sus cabellos con temblorosa lentitud, y con mandíbula crujiente y ojos vidriosos empezó a colocar mentalmente un Padrenuestro en cada una de las veintiocho persianas polvorientas que tenían las hojas de la alta puerta gris. Así se tranquilizó hasta la somnolencia. El negro Palacios había venido desde Cuba con su tabaco de un sólo tamaño, el panamá alón y la sonrisa extensa. Era el correo entre Cloe y Bienvenido. La tarde estaba magenta de un crepúsculo soberbio cuando Palacios, el cubiche, llevó un recado de Cloe: Que la llamara por teléfono. 117


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–¿Cuándo resuelves lo nuestro? –fue la directa pregunta de la ansiosa joven. –Todavía no he resuelto lo mío –repuso Bienvenido con voz pedregosa–. Hubo un silencio muy largo hasta que se cerraron los teléfonos. Cloe lloró amargamente aquella respuesta parca, brutal, desconsiderada. El fin de aquella relación había llegado con la misma energía con que había empezado. Luego de aquel diálogo de diez palabras, Cloe cayó en cama. Por tres días apenas probó unos sorbos de jugo de naranja y escasas cucharadas de caldo que recibía con náuseas. Salió de su crisis con la decisión de aceptar la propuesta matrimonial de un corpulento y amable pariente que parecía estar extrañamente ajeno a la relación de su pretendida con el impactante Gimbernard. La invitación a la boda de Cloe apareció una mañana en la mesa de dibujo. No supo, por más que preguntó, rabió y amenazó, quien la puso allí. En su investigación, había recorrido agitadamente toda la imprenta encontrándose mal cuanto veía. De regreso a su habitación se trepó en la alta banqueta de su mesa, tomó con ambas manos la tarjeta, la levantó a la altura de sus ojos, contemplándola largo rato con la mirada perdida en recuerdos que le producían ocasionales contracciones musculares como si fuese un gato. Luego rascó la cajilla de fósforos para incendiar la delicada invitación, sostenida frente a su rostro por una esquina. El fuego, desde la esquina opuesta a sus dedos iba lamiendo la cartulina opal, dejando un rastro vertical de tostada fragilidad negra con fina orla de ceniza. Cuando la llama tocó sus dedos él no los separó; extinguió la agónica línea anaranjada con una ligera flexión de los dedos hacia adelante. El minúsculo triángulo restante cayó sobre la mesa. Entonces arqueó las cejas, hizo una mueca enigmática y se levantó muy lentamente. 118


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Conforme a viejos planes, decidió casarse con la apacible Conchita, cuya sensibilidad no lo inquietaba, cuya belleza era sedante y balsámica, cuya radiación no era sensual sino tierna y estable; tranquila en la leve nerviosidad que se desprendía de sus inseguridades y titilaba en sus hermosos ojos claros. El sábado 11 de septiembre de 1929 en la mañana llegó un cochero pardo y ceremonioso a casa de doña Dilia... –Buenos días, señora y jóvenes, ¿está la Srta. Conchita?... ¿Podría verla de parte de don Bienvenido? Conchita salió sorprendida de este matinal emisario de su novio. Cruzando la zona de las grandes mecedoras llegó junto al cochero que aguardaba de pie, cerca de la ancha puerta con dintel de madera calada que conducía al salón. –Dice don Bienvenido que se prepare, que esta tarde a las seis viene con el cura y el juez civil para casarse. Conchita, palidísima, se tapó el rostro con ambas manos y se tambaleó. Luisa, la vieja mucama de la familia, afortunadamente junto a ella, la agarró por ambos brazos y la colocó en una de las anchas mecedoras. El cochero abandonó la casona dejando una agitación que aquel lugar nunca había conocido, ni aún en casos de muerte o guerra civil. La decena de personas que allí vivía pareció duplicarse, las manos en la cabeza era el gesto generalizado y el andar y desandar salas y habitaciones dentro de un despliegue de movimientos inútiles, la consigna. En cuanto Conchita, como hipnotizada, se alejaba de algún grupo, éste musitaba con alarma aplastada: –¡Es un loco... Bienvenido es un loco! Conchita había acumulado un ajuar durante los ocho años de su peculiar noviazgo y, en realidad, los preparativos de boda, en 119


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circunstancias como aquella en que el novio se oponía a festejos, poca cosa requería. El vestido, el velo, los zapatos blancos y todo el ajuar estaban pulcramente guardados. Sólo fue necesario el uso breve de la plancha y la difícil calma para colocar las prendas en dos grandes maletas. Don Alfredo llegó a mediodía, encontrando su casa transformada en un bazar de nerviosismos. Su pequeña estatura y su voz susurrante crecieron para indagar. –¿Y aquí, qué es lo que pasa? Conchita no se atrevió a hablar. Las muchachas tampoco. Se requirió la presencia de doña Dilia para explicarle la situación al ya rojo don Alfredo que daba golpecitos en el reluciente mosaico con sus menudos botines de tafilete negro hechos a la medida. –¡Eso yo no lo acepto! –dijo con gesto de terca firmeza–. ¿Qué locura es ésta? Conchita es nuestra hija, y no sale de esta casa sin una boda como Dios manda. ¿Qué va a decir la gente? Después de ocho años esta prisa... No señor, no señor, no acepto... Las primas de Conchita escuchaban desde prudente distancia y empezaron a desaparecer. Dilia estaba consternada. Conchita, inmóvil e incolora, parecía un cadáver en su cama inmaculada. Ercilia, la hermana más protectora de Bienvenido, fue notificada a mediodía y, aunque muy nerviosa, aplicó a la circunstancia toda la capacidad organizativa que había desarrollado en el magisterio. La boda habría de celebrarse en casa de la tía que Conchita llamaba Mamá Cilita. Bienvenido no quería “iglesia ni vainas”. El aviso de la boda trajo además la clarificación de un misterio que había mantenido su condición a pesar de todos los esfuerzos esclarecedores del vecindario. Frente a la casa de Ercilia en la zona residencial de Gazcue estaba un gran solar baldío que llegaba hasta la calle perpendicular, en la cual había una residencia de mediano tamaño, de reciente construcción, con un balcón lleno de arcos de 120


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diversos diámetros, anchos y estrechos, dispuestos dentro de una concepción moderna. Lo misterioso de la residencia era que estaba siempre cerrada y vacía, aunque habían instalado la electricidad. Algunas noches, muy tarde, se veía luz y se escuchaban ruidos. Un camión había traído muebles nuevos, bien embalados, siempre de noche. Se pensaba que algún personaje se alistaba para mudar allí una amante y muchos comentarios de atardecer giraban en torno a la correcta actitud que se adoptaría. ¿Protesta? ¿Indiferencia? ¿Repudio? ¿Silencio? Resultó que Bienvenido había alquilado la casa hacía seis meses sin decir nada a nadie, mientras se debatía entre la incuestionable conveniencia de casarse con Conchita, a quien quería serenamente y con quien tenía contraído un compromiso matrimonial en cuya formalización intervino su venerado amigo Jacinto de Castro, y por otra parte la presencia intranquilizadora de Cloe, muy llena de urgencias culturales y vitales para darle lo que él quería y esperaba del matrimonio: Cariño, paz y obediencia. Obediencia, cariño y paz. Paz, obediencia y cariño. Sobre todo en este último orden. Luego de la ruptura con Cloe, aceleró la compra de muebles y utensilios que hacía llevar a medianoche. Cuando su hermana Ercilia recibió el día de la boda las llaves de la residencia misteriosa encontró allí, aún embalados, un juego inglés de sala cortado en bella madera rojiza con el fondo de los asientos en pajilla japonesa. Un juego de comedor norteamericano en clara madera de castaño, la gran cama de hierro y bronce, la vajilla, la loza, utensilios de todo tipo; hasta el indispensable equipo para colar café. Desempacar en tan escaso tiempo todo aquello, envuelto en gruesos papeles y bien atados haces de paja lejana, constituyó una tarea frenética a la cual fueron incorporados, por disposición de Ercilia, los familiares disponibles y sus sirvientes. Todo estuvo listo 121


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a prima tarde. Los pisos fueron fregados con la puntillosa vigilancia e intervención de la propia Ercilia. Luego de aniquilar a golpes de cubos de agua aquel mar de espuma que cubría los diseños del mosaico, vino el proceso de secado y brillado. Cuando ella dio la última ojeada al conjunto, la casa relucía. Un ramo de las poderosas flores que cultivaba en su jardín estaba en la mesa como una firma perfumada. Conchita se vio obligada a enfrentar la tenaz actitud de don Alfredo contra aquella boda ilógica. Cuando llegó el coche a buscarla con Bienvenido, el juez civil y el cura, Conchita salió llorando su única desobediencia a papá Alfredo. Doña Dilia y las muchachas la despidieron mezclando el llanto tradicional que acompaña a las bodas con la congoja por los insólitos disgustos del día. Minutos más tarde, otro coche llegaba al convulsionado hogar de don Alfredo y doña Dilia. –Buenas noches, señores. Vengo por las maletas de la señorita. Conchita había empezado a formar parte de ese hogar desde que era una niña. Ver partir sus últimas pertenencias en medio de un clima extrañamente rígido y violento, dejó una agria sensación de pérdida, de despojo, de muerte en la casona. Ella iba decidida a que su matrimonio perdurara. Tenía que pagar el precio de su desafío a la autoridad de papá Alfredo con una sumisión absoluta. Mientras el caballo trotaba rumbo a Gazcue, Conchita, con la vista perdida en las largas líneas naranja del crepúsculo, se repetía: –Esto es hasta la muerte. No hay retorno. No puedo volver. Ella no sabía a dónde iba. La residencia en Gazcue fue una sorpresa maravillosa. –Tu casa, Conchita. Y ella miró todo aquello tan flamante y tan extraño, tan ajeno aunque dijesen que era suyo... 122


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Los muebles que allí había, nunca los sintió verdaderamente de su propiedad, aunque no le permitiese el paso a consideraciones. En verdad, con el tiempo, le llegaron a ser solamente familiares. Cuarenta años después, tendría aún la misma sensación que aunque traducida en detalles mínimos, difusos y harto sutiles, dejaban a Bienvenido perplejo. Bienvenido, tan poderoso en sus posesiones, no podía entender que Conchita siempre dijera: La casa, los muebles, los manteles, la ropa; y nunca: Mi casa, mis muebles, mis manteles, mi ropa. Parecía no poseer nada, más allá de una descomunal sumisión. La ceremonia donde mamá Cilita fue muy sencilla. El cura ofició en un altar improvisado en la sala. El juez civil actuó sobre una pequeña mesa de palisandro cubierta por un primoroso mantel tejido con hilo fino y paciencia sublime. Él se sentía feliz de crear su hogar, pero tenía temor de manifestarlo. Lucía nervioso y reservado. Ella, a las puertas de una nueva vida que estaba determinada a que tuviera la longitud de su propia existencia, mostraba una sonrisa tímida y determinada. Su fragilidad fuerte. La emotiva ceremonia terminó. Vinieron los besos y las copas de sidra que hizo aparecer inconsultamente mamá Cilita. No hubo fotos ni ritual de bizcocho. En lugar de cortar éste, lo que Bienvenido cortó fue el ambiente blandamente festivo: –Bueno, muchas gracias, ya nos vamos... Delicadamente tomó a Conchita por el brazo, la ayudó a abordar el coche que aguardaba y se encaminó plácidamente hacia la flamante residencia del matrimonio.

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DIEZ

No había transcurrido una semana cuando se produjo una

acongojante crisis en el matrimonio. Tías y primas de Conchita iban a visitarla en las horas lánguidas de las tardes de Gazcue. Un atardecer llegó Bienvenido de improviso. Mamá Cilita estaba en la sala meciéndose levemente con una pequeña copa de vino de Málaga en la mano. Bienvenido saludó con un gruñido y entró en el aposento matrimonial. En lo que Conchita se excusó con su tía y empezó a caminar hacia la habitación, ya Bienvenido salía como un bólido y desaparecía. –Los hombres son así, mi hija, mi marido también tiene sus cosas raras. Hay que tener mucha paciencia... verás que regresa tranquilo. Pero esa noche él no apareció. Ella trató de contener su nerviosismo lo más posible y resistió hasta el mediodía siguiente antes de cruzar donde Ercilia y contarle lo sucedido. –Mi hermano es muy raro, hija, pero no te preocupes que yo me encargo de él. Cuando Ercilia llegó a la imprenta, encontró que su hermano había dado órdenes estrictas de no ser molestado. Sus empleados lo obedecían militarmente y la insistencia chocaba con una inconmovible muralla de obediencia ciega, sorda y muda. 125


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Tuvo que irse sin verlo. A los tres días logró entrar a la fuerza a la habitación que él tenía tras su oficina. Allí lo encontró, acostado en un camastro con los brazos bajo la cabeza, un cigarrillo quemando el borde de una mesita a su lado y la vista fija en el techo que mostraba testimonios de abrumadores trabajos de arañas, en torno al punto en que empezaba a descender el polvoriento cable verde y amarillo, nutriente de la bombilla de quinientos vatios que iluminaba la cerrada estancia, día y noche. –Y tú, ¿qué buscas? –Hermano, Conchita está desesperada. Se va a volver loca, ¿qué te hizo para esta actitud? Son tres días sin saber de ti, ¿sabes lo que eso significa, especialmente para una recién casada? Esa muchacha tan frágil... El se incorporó, y dio una lenta palmada en la traviesa del camastro. Respiró hondamente, hizo sonar sus coyunturas. Se levantó y friccionándose en seco los brazos, repuso roncamente: –En mi casa no se brinda alcohol. El alcohol fue la desgracia de mi madre. En mi casa ni se bebe ni se juega... y ella lo sabe. Yo estoy bien aquí, que se quede ella en la casa, lo que necesite se lo mando. –Ella te necesita a ti... –Pues no lo demuestra... esa vieja pendeja sentada en mi sala tomando vino... ese vino Saint Raphael es para tomarme un traguito yo con la comida, como medicina, no para vainas sociales. Con el compromiso de que no habría más brindis alcohólicos en la casa, regresó huraño al cuarto día de su frenética partida. Conchita lo recibió con gran timidez y determinación. Las bases matrimoniales estaban claramente delineadas. Ella estaba supuesta a obedecer, complacer y no opinar. Cuando, en la primera navidad juntos, alguien llevó un Parchís de regalo, Conchita le entregó la caja sin abrir. Él la miró 126


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atentamente y entonces la lanzó al solar del frente girando como si fuese la pieza de un discóbolo. –¡A la mierda! En mi casa, juegos no. Mucho dolor causaron, muchas lágrimas le costaron a mamá y a tía... dejada en la calle con los muchachos porque tío Manuel jugó el bohío y lo perdió... Conchita salió embarazada a los pocos meses. El rosado pálido de su piel se hizo nácar. Las hermanas de Bienvenido y las tías de Conchita se envolvieron en una euforia que era impecablemente disimulada tan pronto se acercaba Bienvenido. Todas tejían zapatitos y gorritas, cosían batitas y bordaban pañales. Ercilia decoró con cintas amarillas una canasta forrada de raso blanco para acomodar al recién nacido cuando llegara. Y el niño nació muerto. Él descubrió los preparativos y, anegado de dolor, atribuyó a éstos la muerte de su primogénito. –Coñooo, si lo he dicho –exclamaba llorando y golpeando los muros con los puños– no se hacen preparativos... lo que se espera no viene... la felicidad no puede anunciarse... la fatalidad la conoce y la aniquila... Dios, Dios, Dios, los preparativos mataron a mi hijo... si lo hubiese sabido... Meses después, Conchita le anunció un nuevo embarazo. Esta vez la preñez fue mantenida en secreto. Ella, originalmente ajena a las supersticiones y cábalas se vio envuelta en una serie de hechos extraños que tocaban a su marido. Un mundo insospechado dentro de la suavemente feliz vida de papá Alfredo, mamá Dilia y las muchachas, ahora mostraba fauces de lobo y ojos acuchillados de monstruos. La sombra aterrorizante de un misterio de repente sobrevolaba su vida. –Las bienaventuranzas no se anuncian, Conchita... –sentenciaba gravemente. Las ropas anchas y la reclusión no pudieron ocultar más la dimensión del vientre. Cuando las hermanas de Bienvenido 127


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notaron el estado de Conchita, fueron alertadas severamente por su hermano. Si se muere es por Uds. No preparen nada. Que nazca desnudo, encueros. Así nació Jesús y era el hijo de Dios... ahora un hijo mío... que presunción preparar su llegada si estamos rodeados del misterio... preparar qué coño. Para lo único que cabe prepararse es para el dolor. No obstante, Ercilia, no tan convencida de los argumentos como Conchita, sí preparó subrepticiamente un par de blusitas, unos pañales y zapatitos.

16 de septiembre de 1931, un hombre toca la puerta de la

imprenta y pregunta por Bienvenido. Cuando éste aparece, el visitante, un indio claro con ojos lejanos y traje blanco, le dice con humilde entonación, inolvidablemente poderosa: –Me llamo Enrique Pino. Se me ha encargado decirle que mañana a la una le nacerá un hijo varón que deberá llamarse Carlos. Déle una educación esmerada. –Pero... un momento... mi hijo ha de llamarse Jacinto... lo he prometido por mi protector el Lic. Jacinto de Castro. –Entonces, Jacinto Carlos. Buenas tardes. Al día siguiente, a la una, Conchita daba a luz un varón. Quedó como loca. Cuando llevaron el niño a su lado, rubio como había sido ella de niña, rosado y muy tranquilo, lo rechazó diciendo que le habían cambiado su hijo por un muñeco. El Dr. Aybar diagnosticó psicosis puerperal. Una locura que desaparece a los cuarenta días del parto. Fue necesario que una enfermera se hiciera cargo. Ercilia, poco después, sacó de su escondite las ropitas que había preparado; pero acabado de nacer, cuando la enfermera preguntó a Bienvenido por 128


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la ropa, él, orgullosamente, con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa temblorosa, dijo: –No tiene ropa... no tiene ropa... Los cuarenta días que siguieron al alumbramiento fueron alucinantes. Conchita se había tornado una mujer caprichosa e imperativa. En los cuarenta días, ella exigió tres cambios de casa y diez de servidumbre. Bienvenido aceptaba todo. Sólo Aurora la enfermera, una negra fuerte, tierna e inteligente, permanecía, batiéndose contra la marejada de incoherencias. Fue la madre de leche. A los cuarenta días, todo aquel caos desapareció. Conchita amaneció pidiendo desayuno. Comió con buen apetito. Acogió a su hijito sobre su pecho con infinita ternura. –Nuestro hijo. Bienvenido, nuestro hijo, gracias a Dios... Él había querido tener doce hijos, pero el médico le advirtió que Conchita no sobreviviría otro embarazo. Había pues que conformarse con el hijo único, que en un veloz lustro se convirtió en un niñito ensimismado, imaginativo, que pasaba horas jugando solo en un rincón, con juguetes a los cuales siempre transformaba en otra cosa. Los carritos los convertía en aviones. Los barcos en submarinos. Todo lo rompía o desarmaba para darle nueva apariencia y función. Bienvenido no protestaba por la destrucción sistemática de los juguetes, muy costosos en ocasiones, pero no permitía otros niños en la casa. Para evitar la intranquilidad de que él fuese a aparecer de repente, encontrando algún vecinito en la casa, Conchita mantenía alejados a los niños del barrio. Un buen día, él decidió proveer la compañía que estimaba adecuada para Jacinto Carlos y dispuso que un pequeño aprendiz de su imprenta, Tulio Amiama, un muchacho taciturno y gago, en vez de cumplir todo su horario de trabajo en la imprenta, pasara parte del tiempo en la casa con su hijo. 129


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Cuando el fastuoso reinado de Lina, la favorita del presidente Trujillo, en 1937, Tulio hizo una cantidad de carrozas de juguete forradas de papel de plomo; la reproducción del desfile fue hecha en una habitación sin muebles que servía de cuarto de juegos en la cual había una considerable cantidad de juguetes desarmados, amontonados por doquier, en torno a un pequeño alicate de aluminio, un martillo de hierro colado con empuñadura verde y un destornillador cortísimo que había que ocultar de Bienvenido porque “era un peligro”. El niño podía sacarse un ojo con él. El perenne atentado de lo desconocido mantenía su vigor en Bienvenido. Por eso, un día, después de comida, cuando dormitaba en el patio bajo el balcón del segundo piso y cayó un tarro de flores sobre su pierna en el mismo instante en que la bajaba del taburete sobre el cual la apoyaba, consideró que era un aviso de males que se avecinaban. Si no hubiese bajado la pierna, el pesado tarro se la hubiese partido. Pero recibió una herida y un golpe muy doloroso en la pantorrilla. El escándalo que armó fue de tal magnitud que los vecinos cubanos del piso alto decidieron mudarse, alarmados por la explosión de furia, que incluyó la búsqueda y exhibición de un hosco revólver Colt 38 de cañón largo, que él portaba por las calles cuando le venía en ganas, envuelto en un periódico, amarrado como un paquete con fina gangorra y entonces colocado dentro de una corpulenta revista, preferentemente Squire o dos ejemplares del Saturday Evening Post, uno sobre otro. Un veterano de guerras europeas le dijo una vez: Sé lo que lleva ahí, dentro de las revistas. Por la manera de tomar el bulto se nota su peso y contenido. Mi pregunta es: ¿Porqué lleva un revólver si en caso de necesitarlo no tendrá oportunidad de sacar el paquete del interior de las revistas, desatar el cordón, abrir los periódicos y tomar el arma? ¿Cuál es la razón de llevar un revólver que no puede usar en caso de apuro? 130


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–La razón es llevar revólver. –¿Por qué así? –Porque me sale de las pelotas. Luego de que los cubanos se fueron, olvidó el mal presagio del tarro de flores, alquiló los altos para su hermano Eduardo y prohibió que pusiesen tarros con flores, tarros sin flores y hasta flores sin tarro en el pasamanos del balcón superior. Al fin de cuentas él era quien pagaba el alquiler y se hacía cargo de una serie de gastos de la familia de su hermano. Josefa, la esposa de Eduardo, era una mujer sufrida y aceptante de la triste vida que llevaba, con cuatro hijos y un marido capaz de gastar su magro salario de alguacil en pagar su cuenta con la lavandería que mantenía impecablemente limpia su escasa ropa o, con el mayor desenfado, comprarse un frasco de agua de colonia, desatendiendo la cuenta de la pulpería que había acreditado la comida con malhumorada renuencia. Eduardo sabía que, al enterarse Bienvenido, éste pagaría. Josefa, trigueña clara, delgada hasta lo increíble, vieja sin edad, murió un día de repente. Por años había escuchado a Eduardo, quien además padecía de esporádicos ataques de epilepsia, amenazar con un espectacular suicidio. Si le hablaban de la cuenta de la pulpería, empezaba a buscar una soga y una vela de sebo para ahorcarse, o buscaba una lima y empezaba a afilar meticulosamente un cuchillo de cocina para cortarse las venas. Josefa nunca perdió el pánico ante los reiterados anuncios de suicidio. –Eduardo es muy capaz... es tan raro... el pobre... En la imprenta hacía las mismas amenazas cuando visitaba. Una tarde que preguntaba de voz en cuello dónde había una soga para ahorcarse, el gago Tulio le salió al frente señalándole el conmutador de alto voltaje de una máquina grabadora y diciéndole: 131


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–Mi-mi-mire, don don Eduardo, pé-péguese ahí que que que se mata de-de-de una vez. Eduardo empezó a dar alaridos: –¡Este maldito gago me quiere matar, hijo de la gran puta! Dentro de la ambientación de una de esas amenazas suicidas quedó inmóvil Josefa. Ese día un silencio galáctico y azulado se apoderó de la casa. En torno al cadáver, colocado en un ataúd muy ancho para ella pagado por Bienvenido, las figuras que acompañaban el magro cuerpo, residencia de aquel espíritu castigado, parecían de cartón. La luz de la tarde, aunque iluminaba, se había ido. Con Josefa, todo se había ido. Bienvenido se recostó de espaldas al balcón del frente, que daba a la estrecha calle Eugenio Perdomo, en el barrio de San Carlos, donde él había decidido trasladarse desde Gazcue “buscando aire puro”. Por la escalera larga y estrecha, un silencioso grupo bajaba el ataúd con los restos de Josefa. Al percibir que lo montaban en el carro fúnebre, extendió los brazos en el pasamanos del balcón; suspiró hondamente y con fatiga: –Todo terminó aquí. Se fue la paz, la virtud sufriente, la dignidad callada que une y emulsiona... se fue de aquí una virtud como la de mi madre, virtud nacida para permanecer ennoblecida en el dolor, en el sufrimiento que dignifica y purifica... Sépanlo y lloren porque todo acabó... Nadie hizo comentarios. La sala despojada de los muebles habituales lucía una dentadura de sillas pegadas a las paredes. Los parientes y amigos que aún permanecían arriba iniciaron un abrumado movimiento hacia la escalera. Él no fue al funeral. Sentado en una mecedora María Teresa, inmóvil, permaneció envuelto en aromáticas penumbras del alma.

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ONCE

De frente, de perfil, ante un alto espejo de espléndido cristal.

Bienvenido accedía dócilmente a la escrupulosidad reposada y señorial de don Lulo Sánchez, sastre digno del mejor taller de Londres, ahora empeñado en terminar con su acostumbrada perfección los trajes de alta etiqueta que debía usar su cliente, nombrado Diputado al Congreso Nacional por el omnipotente Generalísimo Trujillo, presidente de la República Dominicana y, de muchas maneras, dueño de la República Dominicana. Había conocido al general Rafael Leónidas Trujillo cuando éste era Jefe del Ejército, bajo el gobierno de Horacio Vásquez. Trujillo era un apuesto y arrogante mestizo claro, tan empeñado en ser blanco que finalmente lo parecía a base de un excelente y discreto maquillaje que daba un hermoso tono rosado a su piel. Hombre determinado a escalar cúspides y cimas sin que importasen los precios ni las características de los precios a pagar por tan tenaz propósito, decidió visitar a Bienvenido acompañado del mutuo amigo Amable Nadal, quien prudentemente realizó un sondeo previo. Él lo recibió con gran deferencia. Admiraba la fuerte determinación y la altivez controlada que este joven general de marciales poses e impecable uniforme, mostraba tener y saber usar. 133


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Un ejemplo de dibujo publicitario hecho a pluma por Bienvenido Gimbernard para las telas de la tienda La Ópera. Bienvenido realizaba los dibujos de todos los anuncios de su revista, y escribía dos y tres artículos en cada edición, siempre con enorme fuerza: ya fuese directamente política, sarcástica o de agudo buen humor.

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–Mucho gusto en conocerlo, general; este país necesita de hombres eficientes en sus áreas, hombres empeñados en superarse y en forzar la superación a su alrededor, como hace usted. Trujillo agradeció con toda galantería y buen gusto. Entonces, sin preámbulos, le dijo: –He venido a solicitarle el gran favor de que publique la foto de Bienvenida, mi esposa, en su revista Cosmopolita. –La de ella, y la suya. Hágamelas llegar, saldrán en la próxima edición. Trujillo, rechazado ácidamente por la sociedad dominicana, que tenía a Cosmopolita como su revista joya, quedó abrumado por la oferta. Al despedirse tomó las manos a Bienvenido y le dijo solemnemente: –Cuando usted necesite de los servicios de un amigo, no importa cuándo ni cómo, prefiérame a mí. Nunca saldrá defraudado. En verdad, cuantas veces, agobiado por deudas, solicitó su ayuda a lo largo de 32 años, la obtuvo inmediatamente con la amplitud solicitada, que siempre fue menor que sus necesidades reales. En los últimos años de la década de los cuarenta, atravesó un período especialmente angustioso para su economía, y debía diez meses de alquiler. Como no era la primera vez que acumulaba deudas y siempre las pagaba, lo habían dejado relativamente tranquilo. Originalmente había alquilado para la imprenta la casa número 43 de la calle Padre Billini. Luego, al ir agrandándose el taller, alquiló la casa contigua, que hacía esquina con la calle José Reyes y finalmente la casa vecina en la José Reyes. La imprenta, pues, llegó a estar instalada en Padre Billini 41-43 y José Reyes 35. Los muros que separaban las tres residencias fueron hechos derribar por él sin consultar con nadie. Sus empleados, mandarrias y picos en mano los demolieron alegremente, animados por las grandes voces de su patrón: 135


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–¡Dale duro, carajo, a la mierda! En una ocasión el propietario, Guillermo Menéndez había llegado de visita desde España, y decidió echarle una ojeada a sus propiedades. Cuando entró por la puerta de la José Reyes 35 y pudo ver sus otras dos casas sin necesidad de torcer la cabeza, quedó de una pieza. Bienvenido esperaba agresivamente algún comentario, pero Menéndez se limitó a soplar un prolongado y gutural: Uhhhhh... y marcharse. Los diez meses de alquiler a $145 mensuales, le hacían $1,450.00. No le valió recordar al representante de Menéndez, José Valdez, que en los veinte años que tenía allí, una vez había debido $3,400.00 –dos años de alquiler– y los había pagado de un golpe. Valdez, presionado desde España, estaba decidido al desalojo muy en contra de su voluntad. Ya no había posibilidades de recurrir a Julio Gutiérrez, el peligroso prestamista a quien apodaban Mediamixta –cuando él no estaba cerca– en recuerdo de épocas pasadas, cuando no podía pagar un plato de comida de los que llamaban una mixta en la fonda y pedía la mitad. Julio Media-mixta prestaba al diez por ciento semanal y los sábados en la tarde asomaba su siniestra figura con barriga enorme, sombrero de fieltro ladeado y gran revólver bien a la vista. Cuando algún empleado lo notaba merodeando y señalaba entre dientes: –¡Aquí está el maldito usurero!... Bienvenido decía sentenciosamente: –El bendito usurero, el que me saca de apuro en las angustias, el que me puso cien pesos en la mano sin chistar cuando mi hijo hizo una gravedad... páguesele lo que sea... y ¡cuidado con criticarlo! Para bien ejercer su profesión, y que a nadie pudiese ocurrírsele no pagarle, Media-mixta se había asociado a Pipí Trujillo, hermano del Generalísimo, maleante de la peor ralea. Como sistema para 136


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mantener asustados a sus clientes, en ocasiones susurraba roncamente: –“Toy tranochao; anoche tuvimo un trabajito y en lo que agarramo al hombre, le amarramo el diferencial de camión al pecueso y lo echamo al mar noj cogió la madrugá... Tú sabe, el diferencial de camión e’ pa que no se suelte el cadáver”. Pipí se enteró un día de las indiscreciones de Julio. Un amigo le avisó para que se ocultara y él, en cambio, se apareció a prima noche en la imprenta a despedirse de Bienvenido, a quien, por una relación de préstamos leoninos de más de quince años le había cobrado afecto además de dinero y le había suplicado que fuese padrino de su hijo. –“Compadre, vine a depedirme, no me vale encenderme, eta noche me matan. Déle vuelta a su ahijado y rece a la Virgen por mí...” Muerto Media-mixta, “mi compadre –como llegó a llamarlo Bienvenido– no quedaba otro recurso que dirigirse a Trujillo. Encargó a Jacinto –ya un joven de 17 años– escribir una carta al Generalísimo pidiéndole trescientos pesos para abonarle a Valdez. Jacinto blandamente argumentó que la deuda ascendía a mil cuatrocientos cincuenta. –Mi hijo: hay que saber situarse, nosotros somos gente humilde, del barrio de San Miguel, uno pide de acuerdo a sus realidades, además, como decía el Crispín, en Los Intereses Creados de Benavente: La vida es casa de cambio, lonja de contratación, toma y daca, y antes de pedir ha de ofrecerse. ¿Qué carajo puedo ofrecer yo? –Talento, papá... –Mi hijo, yo no tengo talento que valga en el mercado de la vida; pide los trescientos y aprende que nuestro papel es de humildad... y la pobreza nuestra divisa. Nunca lo olvides. Jacinto hizo la carta y la firmó por Bienvenido. Dos días después de haberse puesto la carta en correos, una destellante limosina 137


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Portada para el libro: Nocturnos y otros poemas de Enrique Henríquez. (1939).

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Cadillac negra con cinco estrellas en la placa se detenía frente a la imprenta. Un emisario del Generalísimo procuraba a Bienvenido para entregarle un sobre de hilo que en su margen superior izquierdo tenía grabada una inscripción en letras románicas: El Presidente de la República Dominicana. Más abajo, manuscrito: B. Gimbernard, S.M.; y en la parte posterior, en pequeñísimas letras al relieve sin tinta: Tiffany, New York. Dentro había treinta crujientes billetes de cien pesos y una insuperable tarjeta grabada en letra inglesa que sólo decía:

Rafael Leonidas Trujillo

Bienvenido pensó que eran billetes de a diez por el grosor del fajo. Jacinto lo miró con una sonrisa que se le escapaba por la comisura de los labios y advirtió a su padre: –Son billetes de cien, papá, le pedí tres mil. Bienvenido pagó los $1.450 de alquiler y el resto lo invirtió en ediciones de lujo de Cosmopolita que salían a más de dos pesos cada ejemplar y se vendían a cincuenta centavos. –Hay que devolverle al pueblo ese dinero. A la semana de pagar los $1.450 se presentó José Valdez con un recibo por el mes que acababa de vencerse. Dibujaba en la alta mesa cuando aquel español regordete y apacible, con un blanco sombrero de panamá que le servía para abanicarse, le extendió un recibo a través de la reja. Él lo miró con el rostro sin sangre, los ojos enormes y la boca abierta. Valdez musitó: –Se venció hoy... –a tiempo que desaparecía velozmente, dispuesto a dejar transcurrir un número razonable de meses–. A consecuencia de aquella visita con Amable Nadal, Cosmopolita fue la primera revista en publicar, entre 1927 y 1928, una foto del entonces Brigadier General Trujillo. La reacción fue catastrófica. Indignados lectores cancelaron la subscripción a la 139


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Casa de la calle Dr. Delgado esq. Santiago, en Gazcue, donde vivió Bienvenido con su familia en la década de los años cuarenta. Se trata de una visión nocturna de la casa en tiempo de Navidad, fechada en 1942.

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errática publicación que aparecía cada cuatro, cinco, hasta ocho o nueve semanas, siempre sorprendente y bellamente impresa. Esa erraticidad había provocado que una vez alguien le preguntara si Cosmopolita era semanario, mensuario, quincenario o anuario, a lo cual él repuso con toda seriedad: –Medalaganario. Cuando salió Cosmopolita con la foto del general, ésta fue arrancada de cuajo de muchas revistas y algunas páginas con la altiva imagen fueron introducidas con cautela bajo la puerta de la imprenta con indignados comentarios escritos al margen. –Me cago en eso. Es mi revista y publico lo que me da la gana, cuando me da la gana. Una tarde, el general Trujillo fue a visitarlo y tan pronto Bienvenido descendió de la alta banqueta para saludarlo, éste se trepó en ella, recostándose del plano inclinado de la mesa, donde estaba a medio terminar una caricatura con la ya popular figura de Concho Primo, personaje creado por Bienvenido con las características del valiente y altivo hombre del pueblo, con revólver y machete al cinto, frondoso bigote, sombrero de cana y pañuelo atado al cuello. El había ideado el nombre, recordando cierto tipo callejero que solía rondar la Plaza Colón agenciándose la vida con relatos de historias y llamando “primo” a todo el mundo: –Concho, primo... uté no sabe... En esos días, Bienvenido acababa de publicar una caricatura, supuestamente un anuncio de los automóviles Ford, que había causado especial revuelo. Rodaban comentarios acerca de que el Dr. José Dolores (Chuchú) Alfonseca, personaje de gran poder en el gobierno de Horacio Vásquez, Vicepresidente de la República desde agosto del 28, estaba dando empleos en el gobierno a cuanto mocano aparecía. Bienvenido dibujó un hombre tocando la ventana de la casa de Alfonseca diciendo: 141


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–Don Chuchú, don Chuchú, sor de Moca, no vine a buscar empleo sino a decirle que ya llegaron los Ford del ‘28. Se formó un escándalo mayúsculo con la caricatura. Alfonseca protestó ante el agente de la Ford, quien llamó nerviosamente al caricaturista para quejarse y retirar el anuncio. Bienvenido se enfureció. Dejaron las cosas como estaban. Mas tarde sugirió a Amadeo Barletta el establecimiento de una flotilla de Chevrolet de alquiler con una ruta fija, poniéndoles el nombre de carros de Concho Primo, o sea, carros para el hombre del pueblo. Barletta consideró que el nombre era muy largo y estableció la flotilla, llamándoles carros de Concho. Subido en el taburete, Trujillo daba golpecitos con el remate de su fusta en una de las cuadradas patas del mueble, el cual tenía un travesaño ancho que servía de punto de apoyo para subir, con una gran curva de desgaste hecha por los zapatos de su propietario. Bienvenido comentó distraídamente el reciente despido de un alto militar y aconsejó al visitante: –Cuídese general, cuídese, que le hacen lo mismo como si nada. Trujillo repuso con absoluta certidumbre y calma: –A mí no me lo hacen. –A cualquiera le parten el culo, general. –A mí no. Ya lo verá, amigo mío. En agosto de 1930, Trujillo prestaba juramento como Presidente de la República, a consecuencia de una serie de estrategias maquiavélicas y maquiabélicas que pintaban chapuceramente de legal lo ilegal. A Bienvenido le encantó el vigor del discurso inaugural del Presidente Trujillo, especialmente cuando dijo: ...me considero irretractablemente obligado, frente al porvenir, a dedicar todo mi esfuerzo al afianzamiento de la paz, aun cuando 142


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para ello sea necesario castigar, con toda la severidad prescrita por la ley, a los perturbadores del orden público... Bienvenido, detestaba a los irresolutos, a los blandos enfangados de ponderaciones temerosas. Le pareció que la fuerza, eficiencia, disciplina, determinación y altísimas ambiciones de Trujillo, eran exactamente lo que necesitaba una República Dominicana caótica, indisciplinada, conspirativa e inválida. Tenía Trujillo 18 días en la presidencia cuando, 3 de septiembre, día de San Zenón, un violento ciclón azotó la república y devastó la capital. La energía, eficiencia y celeridad accional que Trujillo demostró en aquel desastre, amainó parte del desprecio que la sociedad le hacía sentir al ambicioso militar de modesto origen aldeano, capaz de todo por no detener su ascenso hasta el poder absoluto. Las actuaciones de Trujillo frente a la catástrofe del ciclón de San Zenón llenaron a Bienvenido de admiración. El día anterior había conseguido el dinero para cubrir un atraso de tres meses en el alquiler. Cuando llegó a su lado el cobrador de Ulises Albino, el propietario, él estaba sentado en el porche. –Usted dijo que viniera hoy... –Sí, aquí tengo el dinero, míralo –repuso sacando trabajosamente un bollo de papeletas del bolsillo trasero de su grueso pantalón de casimir negro–. Aquí está, le estoy dando nalga; no me gustan esos guaraguaos que están volando hacia arriba. Ven mañana y te pago. Al día siguiente, a la misma hora, ya la casa estaba semidestruida y Bienvenido se palmoteaba el abultado bolsillo. –Si pago ayer, me jodo. Conchita y él habían pasado el ciclón refugiados donde Ercilia, todos apretados en una sólida habitación. El furioso ulular del viento trepidante y la resignada aceptación de la voluntad de Dios lo atontaron de sueño. En la penumbra somnolente creía 143


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acariciar la cabeza de Conchita cuando en realidad acariciaba a una octogenaria señorita que debió guardar muy dulces recuerdos de San Zenón. Trujillo había ya fortificado su poder hasta lo increíble cuando designó a Bienvenido Diputado al Congreso Nacional. Se había implantado la costumbre de presentar la renuncia escrita en el momento de tomar posesión de un cargo, como testimonio de lealtad al Partido del omnipotente gobernante, al partido único, al partido obligatorio: al Partido Dominicano. Pero él, quien no se había afiliado aún al Partido y no poseía el distintivo de La Palmita, se negó a presentar la clásica renuncia que se hacía pública cuando Trujillo –El Jefe– lo disponía. –Nada de renuncia –manifestó categóricamente–. Y Trujillo, al ser enterado, dictaminó: –Está bien, que no renuncie. Como no le gustaba ponerse ropa extraña, fue estrenando poco a poco en la imprenta los espléndidos trajes de etiqueta que tan primorosamente le había confeccionado don Lulo. Una mañana de fiesta oficial, vestido de impecable levita negra, pantalón a rayas, chaleco gris y corbata de plastrón con alfiler de perla, se introdujo bajo la Optimus para reparar una chumacera. Sólo se quitó la levita, el chaleco, la corbata y la camisa. El pantalón se llenó de una grasa negra que no pudo sacarse y desde entonces fue su pantalón de trabajo predilecto. Pero el ambiente en el Congreso no le gustaba. En los pasillos del cuerpo legislativo había manifestado ácidamente su inconformidad con la función borreguil de sus miembros, lo cual trajo una que otra violenta discusión. Un buen día, en la solemne sesión del 16 de mayo de 1939 dejó atónita a la Cámara cuando al concedérsele el solicitado turno para hablar, pronunció estas inusitadas palabras, textualmente registradas: 144


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“Mi deseo de dedicar todo el tiempo y mis energías a las labores de mi empresa periodística... me aleja del seno de esta Cámara, que hoy abandono con la satisfacción de que en ella no he sido cómplice de debilidad alguna, de vacilación, ni menos de que la tomara a la manera de un asiento de plaza pública para usar de la charla o de la charlatanería, del compadreo y de la insignificancia del politiquero... Incidentes no del todo agradables dieron lugar a que se me tildara en las murmuraciones de los pasillos como impertinente y además impolítico. Impertinente unas veces por haber reclamado mejor atención en el seno de esta Cámara a los actos que en ella se realizan, que, por lo mismo de ser casi siempre de unánime aceptación, por emanar de un Poder ligado directamente al partido político dirigente de ese Poder, reclamaba por lo mismo la disciplinada atención de todos los asistentes y votantes, como vía de acción perfecta y aprobatoria de buen sentido y de decencia legislativa... Esa satisfacción de mi persona, y este reconocimiento hacia el Jefe Único demostraban que yo jamás me senté aquí con la única disposición de cobrar un sueldo mensual de protección política, de botella... Sólo deseo que mi substituto en este cargo se dé cuenta de... que la República, créanlo algunos o no lo crean, paga demasiado bien... las funciones de legisladores de la República”. Naturalmente la Cámara, sin instrucciones de Trujillo, no conoció la renuncia hasta dos días más tarde, cuando el Jefe ordenó aceptarla. Entonces le hizo ofrecer un cargo de Senador. Él repuso que aceptaría por un mes. –Por un mes, ¿y por qué? –le preguntaron–. –Me han entrado ganas de haber sido Senador. Al conocer Trujillo esta salida, sonrió con indulgencia y comentó: –Esta bien, déjenlo quieto, sin senaduría. 145


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Él venía ya imprimiendo los billetes de la Lotería Nacional, manteniendo el temor, semana tras semana, de que alguien robase las planillas sin numerar y falsificase un premio. Por evitar esto, ideó contraseñas que debían ser impresas en las propias oficinas de la Lotería. Pero nunca estaba tranquilo al respecto. Ramón Saviñón Lluberes, el obeso administrador de la Lotería, cuñado de Trujillo, insistía en las múltiples conveniencias de que se instalara un teléfono en la imprenta. Tanto insistió, que Bienvenido, por salir del caniquín de niño pesado que mantenía Mon Saviñón, hizo instalar uno en la pared de la habitación contigua a su estudio; un negro teléfono con auricular en forma de pera estilizada. –Ya no jodas más, Mon, ya puse el fuñío teléfono. Eso sí, no me llames a menos que se trate de algo muy importante. Pero Mon era una especie de caprichoso niño grande y gordo. No podía resistir la traviesa tentación de llamarlo en las primeras horas de la tarde, cuando su nervioso impresor se acomodaba en una mecedora de alto espaldar y echaba una siesta saltarina entre el sueño con ronquidos y la frágil duermevela. El tercer día que lo llamó, le dijo entre carcajadas: –¡Ah! te asustaste, ¿verdad? –Sí, Mon, sí me asusté –repuso suavemente–. –Ja, ja, ja, mira, te llamo para encargarte billetes para un sorteo extraordinario, ja, ja, pensaste que era otra cosa, ja, ja, ja, siempre piensas lo peor, gran pendejo, ja, ja, respóndeme, respóndeme... –Oye la respuesta– dijo, arrancando de cuajo el teléfono cuyos restos de bakelita, alambres y piezas metálicas, habiendo atravesado la puerta, chocaron contra la pared del fondo de la habitación contigua, añadiéndole un ruido seco al estruendo espantoso de las palabrotas que Bienvenido hacía estallar en el sopor plomizo de la tarde. 146


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Fue por ese tiempo que clavó en la pata de su alta mesa de dibujo, que estaba situada junto a una reja de largos hierros pintados de gris en la calle Padre Billini frente al callejón de Regina, un letrero que con grandes caracteres negros cuidadosamente delineados decía: NO JODA, SIGA SU CAMINO Las reacciones de los transeúntes eran naturalmente muy variadas, pero generalmente divertidas. De todos modos, disfrutaba enormemente del asombro que provocaba su letrero, que alcanzó gran notoriedad, sin que nadie se atreviera a hacer otro parecido. Entonces se entusiasmó con los letreros y llenó la imprenta de ellos. La mayor parte, admonitorios para que los empleados pusiesen las herramientas de trabajo en su lugar luego de usarlas. Pero no eran letreros para ser leídos por damas, aunque si, por acaso, alguna visitante cruzaba por el taller y muy disimuladamente los leía, luego festejaba la ocurrencia en femenina intimidad. Él conocía estas cosas y se hacía el distraído cuando alguna señora o damita se disponía a cruzar la zona, minada de sus letreros obscenos. Algunos permanecieron allí por muchos años y alcanzaron la época en que las religiosas norteamericanas que tenía el Colegio Santo Domingo, regido con eficiencia yankee y con esnobismo, decidieron imprimir un Álbum de Graduación en la imprenta. La Superiora se parecía mucho a Vitalia Gómez. Cuando la vio, cayó bajo la autoridad de aquella mujer imponente, que al pasar frente a uno de los letreros y leerlo le ordenó tajantemente en un español de extraño sonido. –Quite todo eso inmediatamente–. Él obedeció con vergonzosa actitud y a partir de ese momento se escondía cuando llegaba la impresionante religiosa. 147


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La presencia diaria de aquellas monjas modernas, desenvueltas y algunas muy bellas, trajo gran revuelo en el taller. Tulio, a quien Bienvenido había enseñado fotograbado –igual que a su hermano mayor, Chilito– gagueaba más que de costumbre cuando una de las sisters, con enormes ojos azules y el pícaro rostro cubierto de una pelusilla rubia como un melocotón maduro, insistía en permanecer con él en el laboratorio de fotomecánica, cuando revelaban los negativos a la sola luz de una lámpara Kodak rojo obscuro. Tulio ya era un mozo garrido, indio claro, pelo negrísimo y lacio, bigote al estilo de Robert Taylor y galantes modales. Bienvenido lo había tomado como aprendiz cuando era niño y, convencido de que podía modelar una personalidad, hacer un hombre, sometió a Tulio, con el consentimiento de sus padres, a la misma disciplina que imponía a su hijo Jacinto, exigiendo de ambos por igual una obediencia perfecta e instantánea, sin argumentos ni excusas. No era una obediencia militar porque demandaba obediencia creativa, improvisación positiva y soluciones eficientes, conforme a la edad que iban alcanzando. Jacinto, a los ocho años, recibía una hora diaria de clases que era distribuida alternativamente entre las diversas materias escolares por la dulce y eficiente profesora María Teresa Cesaní. Dos veces a la semana recibía lecciones de violín de Willy Kleimberg, profesor, judío-alemán que no hablaba español. Para ayudar económicamente a este refugiado de los horrores del antisemitismo, que prácticamente moría de hambre. Bienvenido había determinado que su hijo estudiase violín y continuara una tradición familiar que él no pudo seguir por su mano mutilada, aunque sí había realizado estudios de solfeo hasta el punto de poder leer música con toda facilidad. Admirador de grandes clásicos de la música: Bach, Händel, Beethoven, apasionado de los románticos con Schumann y Chopin a la cabeza, devoto de Puccini y Verdi, la música no era un deleite liviano para él. Era un tormento placentero. 148


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Crítico temperamental, amaba al Richard Strauss de Till Eulenspiegel y Don Juan y odiaba al de la Sinfonía Doméstica y la ópera Elektra hasta el punto de insultarlo a gritos: –¡Hijo de la gran puta! Así se encabritaba con Johannes Brahms cuando, tras deleitarse con los dos primeros movimientos del Concierto para violín, se iniciaba el tercero “que no dice nada... no joda Brahms”. El Debussy de Pelleas y Melissande, de las pequeñas joyas como La Plus que Lente, lo extasiaba aunque no quisiera saber nada de los franceses y renegara de haber nacido 14 de julio, día de La Bastilla. Tenía el dolor de que cuando era mozo y laboraba en la imprenta de Lepervanche, cierto inescrupuloso francés conectado con la casa lo hizo firmar varias veces una hoja de nómina diciéndole que era necesario para la contabilidad de la imprenta. A la tercera o cuarta vez que firmó supo que se trataba de una nómina de empleados de la Legación Francesa en Santo Domingo, en la cual este monsieur lo hacía aparecer como sirviente para robarse ese sueldo que llegaba de Francia. Siempre mantuvo el dolor de que su nombre estuviese en los archivos del Quai d’Orsay en París, como sirviente, sin haberlo sido. Su fobia a Francia y a los franceses fue cobrando fuerza a medida que los dominicanos postgraduados en París regresaban menospreciando todo lo nacional; burlándose del piñonate de la Madrilleta para alabar en éxtasis la Tarte aux pommes de Chez Gabriel en Montparnasse. Riéndose espasmódicamente del Mondongo de Chichito para ponderar con ampulosos gestos el Blanquette de Veau de Augustin en la rue de Bellechasse. Se ponía frenético al recordar que los estudiantes dominicanos en París solían reunirse en la Gare du Nord a despedir a los que regresaban, diciéndoles a coro: 149


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–¡Te jodiste; para el culo del mundo! Fue el mejor maestro de su hijo. Tal vez su único maestro; y lo que éste alcanzó como violinista, a él y sus correcciones rabiosas y tiernas, se lo debió. En el país no había tradición de cómo se hace un buen instrumentista y las cuatro horas diarias que Jacinto practicaba y estudiaba el violín, distribuidas entre la mañana, la tarde y la prima noche, parecían ocho horas y los mitómanos y habladores inventaron que Bienvenido, vara en mano, obligaba a su hijo a esfuerzos descomunales. Nada más incierto. Jacinto adquirió conciencia de su obligación con el violín; además le gustaba, y quería ser un profesional de categoría. Si se entretenía realizando alguna labor o se sumergía en largas ensoñaciones en un recoleto rincón empolvado de una de las tres casas de la imprenta, Bienvenido voceaba: –¡Hora del violín! O simplemente: –¡Violín! Eso era todo. El profesor Kleinberg, un viejo violinista de Breslau, con los nervios rotos por la crueldad nazi, había empezado a dar clases a Jacinto, cuando éste contaba siete años, con un vocabulario de dos palabras para la enseñanza del instrumento: Kaputt –para cuando estaba mal lo que fuese– y Sehr gut –para cuando estaba bien–. Lo demás era mímica. Fuera del tiempo de estas lecciones en la casa, Jacinto acompañaba a su padre y realizaba labores simples en la imprenta. La autoridad de Bienvenido tenía tal potencia que nunca tuvo que pegarle a su hijo. Usualmente muy tierno con él, bastaba una expresión severa en su rostro para que Jacinto palideciera y se situara en las vecindades del terror. Bienvenido recordaba que sólo una vez le pegó a su hijo. Cuando tenía cuatro años, el niño se obsesionó con un aria de la Tosca de Puccini, ópera que conmovía a Bienvenido hasta las lágrimas. Jacinto, a quien Conchita tenía 150


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siempre impecablemente limpio y bien vestido, con trajecitos de tres piezas, insistía en que pusieran una y otra vez el aria amaro sol per te m’era il moriré en la gran vitrola de bella madera clara, labrada con suaves volutas y arabescos. Bienvenido se hartó de las repeticiones y nervioso por problemas de la imprenta dejó caer el disco que se hizo añicos. Jacinto creyó que se trataba de un juego y tomando otro del montón que estaba en una mesita, lo tiró al suelo. –Pum! –¿Así que rabietas? –rugió– y le dio una nalgada que fue un cataclismo para Jacinto. Entonces se apercibió de que el niño había roto el disco con plácida actitud. Abrazados, él y su hijo lloraron y sollozaron inconsolablemente el incidente. Tulio era tan sensible como Jacinto. Bienvenido, quien afirmaba que de haber podido tener los doce hijos que había deseado los hubiera hecho iguales, quiso ponerle rieles a Tulio y empujarlo por las rutas que consideraba buenas. Le enseñó dibujo, fotografía, química. Cuando llegó a la adolescencia, le publicaba dibujos y caricaturas en Cosmopolita. Lo hizo socio de La Casa de España, le advertía repetidamente “los peligros del barrio”, los riesgrosos atractivos de tomar tragos y jugar dominó bajo un frondoso árbol en un patio de la barriada en la parte alta de la ciudad. Insistía en que frecuentase señoritas de buena familia y las invitase al cine y a tomar helados en buenos sitios. A Jacinto, sin embargo, no lo dejaba salir solo, todavía a los diecisiete años. Conchita, Bienvenido o Tulio le acompañaban siempre. Por muchos años, las salidas eran los fines de semana, y Conchita obtenía el supremo disfrute cuando, domingo en la tarde, iba con su hijo al cine a ver películas mexicanas, preferentemente con Sarah García, Joaquín Pardavé, Mapy Cortés, Cantinflas, o bellas revistas musicales norteamericanas con Esther Williams y 151


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su ballet acuático. Luego comían bizcochitos rellenos de dulce de guayaba en un zaguán de la calle El Conde. Tulio tenía otras preferencias, y los fines de semana, si no había trabajo en la imprenta, se iba por las alturas de la capital –entonces Ciudad Trujillo– y el lunes regresaba cetrino. Una vez se había propuesto seguir los consejos de Bienvenido y enamorar una muchacha de la parte baja de la ciudad; de excelente familia y poseedora de una belleza muy particular: los ojos almendrados hermosamente colocados en una ligera diagonal ascendente hacia afuera, los labios carnosos delicadamente delineados, maxilar fuerte, tez saludable y satinada. Una mujer sorprendentemente parecida a lo que sería Sofía Loren. Ella estaba interesada en Tulio, y una relación romántica se avecinaba cuando un mal día, Tulio, queriéndole señalar que su belleza tenía características propias, que no estaba encasillada en los clásicos cánones, le dijo: –Me, me, me gustas por por fea. Y lo botaron estruendosamente de la casa. Entonces regresó a las muchachas del barrio. Con la presencia de las bellas sisters del Colegio Santo Domingo, y la relativa desaparición de Bienvenido, la imprenta se había tornado en un sitio excitante y festivo. A las dos o tres semanas de una diaria visita de las jóvenes religiosas a la imprenta, apareció la Superiora de improviso y las despachó con airadas miradas. Se acabaron las gratas visitas. Cuando era imprescindible una consulta en torno a los desordenados originales y la gran cantidad de fotos, había que ir al Colegio o visitaban brevemente la imprenta una pareja de sisters añosas y ceñudas. Bienvenido, después de haber firmado con la Superiora un contrato que estipulaba el descuento de una suma por cada día de 152


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retraso que tuviese el álbum, se descuidó más de lo habitual en la fecha de entrega. Llegó ésta y, el álbum no estaba. La Superiora se presentó con una escolta que no incluía las bellas sisters. Con voz tonante demandó la presencia de Bienvenido, y lo regañó con gran severidad y móvil dedo en alto. –Excúseme Madre, excúseme– balbuceó avergonzado. –No excusa; pague su multa por cada día. Por vez primera mandó a comprar media botella de ron, la apuró sentado en la pequeña cama que mantenía en la parte atrás de su estudio y durmió una angustiada y recoleta borrachera. No haber cumplido con aquella religiosa, remedo de su madre, le produjo una depresión paralizante. Por supuesto, con él, se paralizaba la imprenta. Los empleados daban vueltas y apenas charlaban en voz baja. Las innumerables puertas del vasto taller fueron entornadas como si el callado luto que había asomado al alma de Bienvenido se hubiese expandido. Él tenía entonces unos 17 empleados que se enterraron en una pesadumbre viscosa que duró más de dos semanas, hasta que llegó una mañana vociferando: –¡Vamos, carajo, a salir de este álbum de mierda! Y lo terminaron en tres días de vértigo. La multa por tardanza en la entrega había cubierto prácticamente el precio estipulado, pero ya Bienvenido, después de 16 días de sufrimiento, había cambiado sus panoramas internos. –¡Díganle a la vieja esa que me pague mis cuartos y se deje de vainas, carajo! Cuando llegaron tres de las monjas más severas, les salió al frente echando chispas y les gritó frente al rostro, desde escasas pulgadas: –¡Mis cuartos! ¡Esa multa es un robo! ¡Quiero mis cuartos completos! Y se llegó a un acuerdo razonable. –¡A la mieerdaaa! 153


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Misa del Gallo en el siglo antepasado. Portada de la revista Cosmopolita, navidad de 1946.

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DOCE

En la puerta de la óptica de Ulises Pichardo en la calle El

Conde, Bienvenido comentaba que el monóxido de carbono de los automóviles estaba creando un smog en la ciudad. –Me cago en la civilización. Los automóviles de mierda lo que han venido es a joder a uno. Antes, con los burros y los caballos no había otro peligro que ensuciarse los pies con una plasta. Esta neblina del carajo va a dejar a uno ciego. Mira el escape de ese carro que va ahí... ¡el humazo que bota! Obviamente molesto cuando trataba el tema, los amigos contertulios optaban por seguirle la corriente e irse por las ramas del tema: los viejos tiempos, las innovaciones... –O témpora, o mores –decía alguno gravemente–. En la casa empezó a tomar jugo de naranja con zanahoria rallada tres veces al día. Jacinto, ya de veinte años, se había casado. Graciela, su esposa, un año menor que él recordaba a las gráciles doncellas de Sandro Botticelli, pintadas en delicados matices de marfil antiguo. Ella acogió tiernamente la radiante paz de Conchita y el sólido amor que se desprendía como un vapor del eruptivo Bienvenido. Vino a ser la hija y como hija les quiso. Temprano nació un niño hermosísimo con el pelo y los ojos negros con destellos azules. Lo llamaron Bienvenido Carlos. 155


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Bienvenido quería intervenir en todo lo relativo a su nieto, y fue creándose una situación tensa como la cuerda de un violín. Un atardecer él estaba sentado en la mesa de comer y el ambiente estaba tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. Conchita se cargó de valor y le preguntó: –Pero Bienvenido, y ¿qué es lo que pasa? Aquí hay una tensión insoportable... Y él, haciendo una mueca de inconmensurable dolor, y empezando a sollozar abruptamente repuso: –Que estoy ciego, que me he ido quedando ciego, que no puedo ver a mi nieto. Me he puesto ciego y no se han dado cuenta. ¡No veo ni siquiera el plato que tengo delante! Tenía cataratas en ambos ojos. Resultaba inexplicable cómo pudo disimularlo hasta el punto en que lo hizo. Desde cierto tiempo venía preguntándole a Jacinto, a Graciela o a Conchita con aire distraído: –¿Qué dice la prensa? E imperceptiblemente fue haciéndose costumbre leerle los periódicos que él a menudo tomaba y miraba distraídamente como si no estuviese en ánimo de leerlos. –Léeme esa vaina –decía en tono ausente–. Destapado el secreto, se supo que desde hacía dos años venía perdiendo la vista gradualmente, que Ulises Pichardo se había negado a hacerle espejuelos más fuertes y le había diagnosticado cataratas que podría hacer operar a su debido tiempo. La calidad de Cosmopolita había desmejorado mucho. Sus terribles exigencias habían ido desapareciendo, y Jacinto, apenado por el descenso en la calidad tradicional de la impresión, intervenía continuamente con alarma y extrañeza. –Eso tiene mucha tinta. –Ese grabado no está claro. 156


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Bienvenido comentaba risueñamente con los obreros: –Se ha vuelto un jodón. Yo sabía... cuando envejezca será insoportable; peor que yo. Traspasados los límites de la posible ocultación, apareció totalmente ciego. De un día a otro no podía moverse sin bastón y lazarillo. Jacinto o algún morenito aprendiz de la imprenta tenían la difícil tarea de conducirlo manteniendo una mano en su codo, sin presionar, avisando con cierta exacta antelación –dos pasos antes– cada obstáculo, escalón, cáscara, bordillo o agujero. Se negó radicalmente a operarse. –No es que tema a la operación. Es que no me da la gana de operarme. Cuando el Generalísimo se enteró, esto es, inmediatamente, ya que recibía informes diarios increíblemente minuciosos acerca de cuanto acontecía en el país que pudiera serle importante, interesante o simplemente divertido, le envió un emisario ofreciéndole cubrir los gastos totales de su viaje a Barcelona, a fin de que se operase en la Clínica Barraquer. Adjunto a la oferta le enviaba mil pesos de regalo “para las deudas”. Tomó los mil pesos, encargando al emisario manifestar al Generalísimo su gratitud y que le haría saber cuando dispusiese operarse. Pero dos años transcurrieron sin que avisara, empeñado en unos baños oculares de Sal de Neiba que según la lavandera de la familia “disolvían la tatarata”. La Sal de Neiba produce un terrible escozor, pero él la usó y la sufrió dos veces al día por todo ese período, argumentando que veía mejor y que: –¡El que sabe soy yo! ¡Qué carajo! Vivía la familia en la calle Trujillo, bellamente arbolada, en los altos de una casa de dos pisos donde se había efectuado la boda de Jacinto y Graciela, con unos diez invitados, porque Bienvenido insistió en que se hiciera todo en la intimidad, sin iglesias ni vainas. 157


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Allí tocó la puerta una noche el Secretario de Estado de la Presidencia. Trujillo solía sentarse de noche en los bancos de cemento del Malecón, frente al obelisco, y había preguntado: –¿Y Gimbernard? –Vive allí mismo. Jefe, y sigue ciego. Trujillo, siempre bien apertrechado de dinero efectivo, sacó tres rígidos billetes de mil pesos y los entregó al Secretario con la encomienda de llevarlos de inmediato a Bienvenido para que se operara. –Dile al Jefe que él mandará en el país, pero que en mis ojos mando yo. Que necesito el dinero pero no para operarme. Si no es para usarlo como me dé la gana, se lo devuelvo. Trujillo le dejó el dinero. Él no se operó. En esos días descubrió la existencia de un producto alemán que según le dijo un árabe en La Cafetera, curaba las cataratas. Dejó la Sal de Neiba y empezó a tomar las pastillas tres veces al día. Las tomó por unos diez años. Y mejoró notablemente. Veía bultos y podía leer los grandes titulares de la prensa diaria. Cuando le decían que debía operarse, que era una operación simple, se enfurecía y vociferaba: –Ojo no me opero, ¡ni el del culo! El nacimiento de Bienvenidito había marcado el inicio de las primeras discrepancias y desobediencias de Jacinto. Cuando nacieron dos nietos más: Gracielina y Jacintico, los problemas aumentaron. Conchita había comenzado a alfabetizar a Bienvenidito, pero le preocupaba tanto como a Jacinto y Graciela la educación de este niño, ya de seis años, cuya principal ocupación era servir de lazarillo al abuelo. Ella nunca había estado de acuerdo con la forma en que se había manejado la educación de Jacinto, pero Bienvenido no aceptaba opiniones. A pesar de que su hermana Ercilia era propietaria y 158


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directora del colegio Sagrado Corazón de Jesús, situado a escasos metros, en la calle Doctor Delgado, entonces grata y hermosa, habían sido inútiles las súplicas para que permitiera a Jacinto asistir a su Colegio. –¡Carajo!, lo he dicho mil veces, en la escuela sólo aprendí cosas malas... como en la sacristía de las iglesias. Son cunas de malas costumbres; mi hijo ni se inscribe en una escuela ni entra de monaguillo, ¡y no me jodan más con la misma vaina! En un alarde de valor, Conchita se había atrevido a llevar disimuladamente a su hijo a presentar examen del sexto curso. Bienvenido, envuelto en problemas económicos, apenas se enteró. El séptimo curso fue presentado de modo parecido. En el octavo no fue posible ocultar las desapariciones matinales y Bienvenido, al enterarse del asunto, dijo simple y categóricamente: –¡No –con un gesto horizontal de ambas manos hacia fuera–. Y fue el final de los exámenes. Conchita daba gran valor a un título profesional, y se dolía de que su único hijo no estaba en camino de tenerlo nunca. Ahora con tres nietecitos y la fuerza que podía desarrollar con Jacinto y Graciela, se dispuso un plan de acción conjunto. Pero no había plan posible. El único medio era disponerse a enfrentar la ira de Bienvenido, anunciándole la inscripción de los niños en el vecino Colegio Los Angelitos. Así se hizo, y lo que sobrevino fue peor que la ira. Fue llanto inconsolable. –Ya, como estoy ciego, como Jacinto produce para mantener la casa, soy una mierda, no se me obedece, le han arrancado mi nieto a mi invalidez... lo insoñado para mí, que he tenido siempre presente el sabio consejo: “Piensa mal y acertarás”. –Jacinto quiere una educación normal para sus hijos –apuntó Conchita–; eso no es pecado. 159


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–Es pecado sacarle provecho a mi ceguera, a mi incapacidad para imponer con dinero mis ideas. He sido vejado, burlado... Como decía mi padre: “el castigo de la vejez”... Aprovecharse de las imposibilidades de un ciego sin dinero... ¡vaya hijo el que tengo!... o creía tener... Razones había para la abrumadora sorpresa que se había llevado ante la firme decisión de su hijo. Nunca había éste desobedecido sus disposiciones. Su cabal cumplimiento a las normas establecidas por su padre llegaban al punto de hacerlo respetar puntillosamente el ritmo de salidas y tiempo que permitía fuera de la casa. Un pequeño descuido en la observancia de la hora de regreso lo hacía aguardar a Jacinto y Graciela de pie en la calle, frente a la puerta de entrada, formalmente vestido, sombrero calado, bastón en mano y severa la actitud. Jacinto balbuceaba excusas y Graciela, hija comprensiva, aceptaba en silencio la situación insólita. Ahora la actitud era violenta. Fue, en cierto modo, la muerte del hijo obediente y el nacimiento de un extraño, capaz de imponer ideas desconectadas de la presagiantemente triste tradición de los viejos Prestol que Bienvenido había transformado en Gimbernard, aunque añorando vivencias de San Miguel, al tiempo que se esforzaba en superarlas. –Siempre tuve un extraño a mi lado, Conchita... y tú estar de su parte... qué dolor... Mi hijo ha muerto... en verdad nunca existió el que yo creí tener. –Los hijos son ajenos. Bienvenido, no son propiedad de los padres, son propiedad de la vida... somos medios nada más... los traemos... –También tú... también tú... Fue el inicio de un proceso de pérdidas que él adivinó y quiso combatir tomando a Bienvenidito bajo su control tan pronto dejaba el Colegio, determinado a fabricar una personalidad. 160


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De la escuela iba a la imprenta, donde, un niño de siete años, usaba como ariete las ideas de su abuelo y, con apoyo absoluto, imponía sus deseos. Fue acostumbrándose a intervenir en las conversaciones de los adultos, seguido por la actitud complaciente de su abuelo. Por eso le impactó sobremanera la actitud del Lic. Pilino Cordero, cuando asombrado por la irrupción del niño en el tema vespertino que trataban, le dijo: –¡Los muchachos hablan cuando las gallinas mean! Bienvenidito se enfurecía cuando mencionaban al protocolar Licenciado y Bienvenido, feliz, exclamaba: –¡Este sí es igual que yo! Pero no fue igual. Y la observación de la imposibilidad de crear una personalidad, lo fue sumiendo en una creciente amargura. Tulio había tomado un camino que no fue el que Bienvenido decidió. Jacinto resultó tener otra manera de pensar. La separación espiritual se había manifestado por vez primera la tarde que Jacinto, al escuchar a su padre repetir: –¡Prefiero ser injusto a ser engañado!, repuso con blanda voz pero con firme acento: –Y yo prefiero, mil veces, ser engañado a ser injusto. Bienvenido abrió los ojos como aquellos del Bartolomeo Colleoni de Verrochio. Después, al ir escarbando hechos minúsculos, descubriendo que su hijo no asimilaba la posesión de aquellas laxas tristezas que le tocaban como herencia de su abuelo Laíto y que, aunque muy dulce y suavemente, mostraba tener ideas y expectativas, empezó a llamarlo zumbonamente El Príncipe que todo lo aprendió en los libros; título de una obra que leyó en La Habana cuando tuvo que permanecer en cama, embarrado de un ungüento de azufre para curarse unos herpes. Cuando Jacinto obtuvo un contrato por tres meses como violinista solista en Alemania, Bienvenido consideró aquello el fin. 161


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–Ya perdí mi hijo, un pobre mestizo de una isla en el Caribe, pretendiendo tener un papel importante en Alemania... ser jefe de blancos con ojos azules, Koncertmeister. Mierda es lo que va a hacer... regresará viejo, borracho, fracasado... o no regresará. Esas rubias enormes lo volverán loco. Jacinto regresó sonriente al fin de sus tres meses en Hannover. Cuando mostró a su padre los recortes de prensa con crítica favorable a sus actuaciones, éste hizo una mueca de dolor y exclamó visceralmente: –Bah, Señor... El hijo que él creía haber fabricado nunca había existido. Tampoco habrían existido los doce que él deseó tener para hacer una docena de individuos impregnados del aroma blando, aceptante, tímido y agresivo de Laíto y los Prestol de San Miguel. Dominicanos consecuentes con una historia siempre pobre, doblegada e impotente. Bienvenido pensaba que para ser buen dominicano había que situarse sobre el terreno de la pobreza y la limitación. Por eso una vez le repitió en La Cafetera al sorprendido Pedro Henríquez Ureña: –Sí, es verdad que lo dije, lo digo y lo creo: para ser buen dominicano no debo tener más cultura de la que tengo. –¿Y no cree usted, Sr. Gimbernard, que con más cultura sería mejor dominicano? –Sería peor dominicano, don Pedro. Encontraría pequeña la estatura de Duarte como patriota idealista, corta la espada de Luperón como general, ridícula la batalla del 30 de marzo; vería que Santo Domingo no es Buenos Aires, ni Montevideo, ni Santiago de Chile, sabría que los dominicanos no tienen la disciplina de los suizos, que no son tan eficientes como los alemanes... y no quiero saberlo, porque quiero amar mi país por lo que es, no despreciarlo por lo que no es... ¡No me achiquen las Pampas mis llanuras del 162


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Sur, ni me ofendan Los Andes mis cordilleras bajas y cortas sin Aconcaguas ni Chimborazos! Don Pedro le miraba gravemente y con perplejidad –mientras Bienvenido decía: –Buenas tardes–, y desaparecía, vibrando de emoción.

Perdida la vista, vinieron otras cosas. Ya lo decía Laíto: “Bien

vengas, mal, si vienes solo”. “Todo lo que El Jefe hace está bien, porque es mi amigo, y él ama su país, sabe que necesita mano dura en esta etapa, que el país debe aprender que es posible evolucionar, avanzar, si funciona disciplinadamente. Se necesita disciplina cívica aunque sea impuesta con el fuete, si es necesario; y es necesario el fuete para el díscolo, el haragán murmurador y estéril, el flojo derrotista, que con su blandura tradicional ha vivido jodiendo al país”. Eso había dicho muchas veces. Pero nunca imaginó que Trujillo pudiese crear centros de tortura, o matar dentro de un esquema frío y sistemático. Su firme amistad con Trujillo no permitía murmuraciones. Como no permitía murmullos informativos –El hablar bajito es de los traidores–, no se enteró de la existencia de centros de tortura y exterminio como La 40, hasta mucho tiempo después de su espeluznante función. Los hermanos de Graciela, Goudy y Frank Pratt, participaron en los primeros movimientos ampliamente organizados de la juventud dominicana contra el tiránico régimen del Generalísimo. Fueron descubiertos, apresados y torturados. La comprobación del sistema represivo de El Jefe fue aplastante para Bienvenido. Graciela se acercó a sus hermanos y a la familia, pero Bienvenido logró que Jacinto no los visitase, y el dolor de una 163


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complacencia cobarde atormentó largamente al hijo que quería tener por lema: Semper Fidelis. Desde entonces, la pregunta fue: ¿Fiel a qué, fiel a quién? Y empezó el doloroso trabajo de fabricar una escala de valores, en la cual Bienvenido y sus ideas no estaban en el tope. Dolorosamente. Bienvenido tuvo que aceptar lo que él llamó la monstruolización de Trujillo. –Los malditos adulones y el ajenjo del poder han enloquecido a un hombre grande y valioso, mi amigo, mi hermano... lo han acabado... queda un cascarón con su forma... –decía con enorme tristeza–. A pesar de esto, no daba su brazo a torcer. No permitía murmuraciones. No aceptaba críticas al Jefe. Pero ya no estaba convencido de que por la fuerza podía y debía manejarse el país para sacarlo del área cenagosa de sus impotencias. Cuando mataron a Trujillo, lo lloró. –Primero lo destruyeron con adulonería, lo hundieron en todas las aberraciones, luego lo mataron... y no fueron unos pocos quienes lo mataron... lo mató la condición humana; el veneno del hombre... –comentaba abrumado– el veneno del hombre... decía Verlaine que el gusano está en la fruta... En el período posterior, cuando todos los dominicanos eran antitrujillistas y habían sido víctimas de la tiranía, Bienvenido, aunque ciego, vociferó agresivamente su amistad con el dictador desaparecido. La vibración y el ardor fiel de esa amistad que saltaba rauda sobre los defectos y los pecados enormes, imponía respeto hasta del populacho enervado. Pero todo su orden, todas sus claridades habían desaparecido. –Para lo que hay que ver –decía dolientemente– mejor estoy ciego. El había creído en la bondad de una energía vital ordenativa e impositiva. Amaba la fuerza y la quería buena, sin crueldades en su uso. Conmiserativa y noble. 164


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Había admirado, en su inicio, la acerada función del “Nuevo Orden” del Nacional Socialismo hitleriano, y fue pro-nazi hasta conocer la espantosa existencia de los campos de exterminio, la crueldad de la Gestapo, el horror de los laboratorios de experimentación, todo lo cual lo puso en el camino fantasmagórico de las más hondas decepciones. –Humanidad inhumana, civilización incivil, coño; si eso es en Alemania, con una tradición de sensibilidades, el país donde suceden las sinfonías de Beethoven, las obras de Schumann, los poemas de Schiller y Goethe... tanta delicadeza en las percepciones de arroyuelos y cañadas, Schubert con su Heidenroeslein... no joda, disfrutan todo eso y son capaces de una insoñada ferocidad odiante, de una crueldad atroz... no hay esperanza... no hay esperanza... humanidad de mierda... La imprenta había ido desintegrándose desde que declaró estar ciego, sin permitir que nadie dirigiera su empresa y su revista aunque, desde algún tiempo atrás, Jacinto figurara a su lado también con categoría de Director. –¿Qué carajo pasa, que la prensa no está tirando? –Jacinto mandó a parar la tirada. –Papá, es que el pliego no está bien, sale borroso el grabado. –Hay urgencia en terminar, mi hijo. –Pero papá, tu siempre has dicho: “El tiempo pasa y lo malo se queda...”. –¡Vamos, vamos! ¡Cinco minutos para seguir! –y musitaba con sorna mientras se alejaba: ...pero papá, pero papá...–. Cosmopolita había vivido sobre una angustia económica permanente. La mayor parte de los anuncios publicados allí tenía un precio insólito; ocho pesos, cinco pesos, treinta pesos la página completa. Las suscripciones fueron decayendo hasta alcanzar poco más de trescientas. Él fue vendiendo equipo, trasladó lo que aún tenía a 165


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una casona polvorienta que los Vicini, gentilmente, le cedieron en alquiler por una mínima suma, gracias a la intervención de su sobrino Freddy, abogado y escritor de gran talento, quien había conservado el apellido Prestol en el horno tibio del cariño. La imprenta de Bienvenido se paralizó totalmente. La Optimus no habló más. Ciego, daba vueltas en las sombras de su taller, rodeado de tres o cuatro personas pagadas para hacer lo que él dijese, sin razonar ni argumentar: un haitiano increíblemente torpe y agobiado, supuestamente carpintero de oficio; un panadero del sur perseguido por una inexorable mala suerte; un ex-raso del ejército, con expediente de baja deshonrosa y una larga cuchillada en el rostro. Eran personajes situados por encima de toda crítica. –Que nadie me joda, que esta gente es la que me obedece, ¡carajo! En efecto, este equipo, listo a emprender las tareas más insólitas sin titubear, fue capaz de fijar con grandes cantidades de plomo derretido, postes de madera en la tierra del patio de la casona en que vivía la familia en la calle Julio Verne. Bienvenido planeaba preparar un atelier en un cuartucho, al fondo, a fin de planificar allí el retorno de Cosmopolita. Ideó una alta calzada de cemento que atravesando el desnivelado patio, condujera hasta el cubículo, con una serie de postes que habrían de sostener un cordón guía. La obra, terminada tras semanas de trabajo, recordaba el puente sobre el Río Kwai, por su forma y por la inutilidad de los esfuerzos constructivos y destructivos que conllevó. No había escuchado opiniones, ni siquiera en torno a las proporciones en que debe mezclarse el cemento con la arena, lo cual le costó innumerables fundas de material. La construcción de la calzada fue magnificándose hasta el punto que todos en la casa llegaron a verla realmente como una 166


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obra de grandes dimensiones, cuyos avances y retrocesos tenían características épicas. Fue su última demostración de fuerza. Con más de ochenta años, muy delgado y nervioso, tosía y esputaba flemas espesas en su habitación, que él había impregnado del humo de diez tabacos, tres paquetes de cigarrillos diarios, su olor ácido y sus peculiaridades. Era una habitación pequeña, la más aislada del aire que tenía la casona larga que había alquilado Jacinto, y donde estaba toda la familia. La había escogido Bienvenido por su situación y comodidad para sus hábitos. Hizo poner una cortina de espesa tela verde-veronés en la única ventana, previamente sellada. Los muros fueron pintados con innumerables manos de brillante pintura plástica azul obscuro, la cual le daba un aspecto de cielo nocturno. Como siempre en la recamara que solía tener junto a su estudio en la imprenta, aquí se mantenía encendida día y noche una bombilla de gran potencia. Conectaba su habitación con el amplísimo comedor-sala de estar, de modo que él podía empujar su mecedora de un sitio a otro con toda facilidad y presteza. Conchita había muerto tres años atrás de un súbito ataque cardíaco en Nochebuena –a prima noche del 24 de diciembre– tan mansamente como siempre había pedido en sus oraciones diarias: “...Y dame, Señor, una buena muerte”. Había ido a buscar unos pastelitos a la cocina y regresó con un dolor en el corazón. Quince minutos después moría dulcemente. Sus claros ojos sin vida mirando con familiaridad el misterio. Todos tuvieron la inusitada sensación de que Conchita había regresado a su hogar. Y eso daba un tinte extraño a la ancha tristeza que dejaba su partida. Él había sobrevivido a Conchita, si sobrevivir es seguir respirando lleno de amargura y rodeado de esqueletos de ideales, sueños y ensueños. 167


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Por largos años había padecido de fuertes accesos de sonora tos, y se negaba a ser formalmente atendido por médico alguno. Solía repetir cierta antigua receta que había logrado que recordara el manso Dr. José Nadal, en cuyo consultorio, lleno de paz y hombría de bien, los pacientes mejoraban de sus dolencias tan sólo al llegar. Bienvenido le había dicho rememorativamente: –Doctor, hay una poción que se recetaba antes, a base de tolú, ipecacuana, benzoato de sodio, codeína... y que el Dr. Gautier ordenaba que se preparara en porciones pequeñas para que no se asociaran los ingredientes... –Ah, ya sé, ya sé, –había dicho el Doctor, procediendo a escribirla con los firmes trazos de su letra de alargadas diagonales y su sedante sonrisa, también larga y diagonal–. Por muchos años guardó la fórmula y la hizo repetir en la farmacia. Pero cada vez le daba menos resultado. Los distintos jarabes para la tos fueron llenando de frascos las esquinas de su habitación azul. –Cuidado con botarme nada de aquí, ¡carajo!– exclamaba cuando la sirvienta temerosa entraba a barrer y a trapear el suelo con muy poca agua mezclada con trementina, conforme a sus explícitas instrucciones–. –Papá, déjame que te traiga un médico; esa tos está cada vez peor, no te alimentas bien, no duermes de noche... –Pero duermo de día. Traerme un médico ¿para qué? ¡No saben un carajo! Y empiezan a joder con análisis, inyecciones y con la eterna vaina de que no fume. ¡Si ya sé lo que me van a decir y lo que no voy a hacer! Jacinto logró, a la fuerza, una intervención médica a la cual Bienvenido opuso acidez, ira y luego violencia. Los exámenes habían señalado la existencia de un enfisema pulmonar, tan avanzado, que no dejaba margen para una eficaz 168


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acción curativa, aún en el caso que él estuviese dispuesto a cooperar. Que no lo estaba. Cerca de su cumpleaños, él, que nunca se había interesado por fechas y horas, jamás había usado reloj y siempre había repetido que para el hombre libre, simplemente el día se dividía en mañana, tarde y noche, empezó a preguntar con voz debilitada por su larga enfermedad, cuánto faltaba para el 14 de julio. Jacinto tuvo un presentimiento, y le dijo que faltaban varios días. Preguntó a todos en la casa; también a los personajes que le servían y a otros a quienes protegía económicamente distribuyendo entre ellos los doscientos cincuenta pesos de una pensión que le había acordado el gobierno. Instruidos por Jacinto, y, por tanto, dudosos en su obediencia, le ocultaban la fecha con gran temor; pero un día uno de sus protegidos, llegado de improviso y desconocedor de la consigna, repuso: –Hoy es 13 de julio, don Bienvenido. –¿Y qué hora es? –Está atardeciendo... Son como las seis. Esa noche murió sigilosamente. Al borde del 14 de julio. Cuando le dio la gana.

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Índice onomástico

B Bach, 148 Barletta, Amadeo 142 Barrimore, Lionel 116 Baudelaire 72 Beethoven 148, 165 Belén, Angélica 72 Benavente 137 Bencosme, Cipriano 79 Blasina 103 Bordas Valdez, José 79, 81, 82 Borzage, F. 116 Botticelli, Sandro 155 Brache, Elías 79 Brahms, Johannes 149 Buchú 95

A Aguiar, Mercedes Laura 106 Albino, Ulises 143 Alfonseca, José Dolores (Chuchú) 141, 142 Alfonso 56-58, 60, 63 Alfredo 106, 108, 109, 120, 122, 127 Allan Poe, Edgar 82 Álvarez, Blanca 106 Álvarez, Concepción 103 Álvarez, Dilia 106, 108-110, 119, 120, 122, 127 Ambrosio 98 Américo 80 Amiama Gómez, Xavier 67, 70, 71 Amiama, Tulio 129, 130, 148, 151, 152 Andresito 47 Arias, Desiderio 79 Aurora 129 Aybar 128

C Cáceres, Ramón 79 Cantinflas 151 Castro, Jacinto R. de 88, 109, 121, 128 Cesaní, María Teresa 148 171


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Garrido, Max 81, 82 Garson, Greer 117 Gautier 168 Gaynor, Janet 116 Gershwin, George 115 Gimbernard, Bienvenido 15, 16, 19, 20, 25, 26, 28, 30-32, 3 4 - 4 5 , 47, 48, 50-52, 57, 58, 60, 65-67, 71-74, 76-84, 88-90, 94-102, 104, 105, 107112, 115-123, 125, 127-137, 139-144, 146, 148, 150-153, 155-164, 166-169 Gimbernard, Bienvenido Carlos (Bienvenidito) 155, 158, 160, 161 Gimbernard, Gracielina 158 Gimbernard, Jacintico 158 Gimbernard, Jacinto Carlos 15, 16, 19, 20, 129, 137, 148, 150, 151, 155-163, 165, 167-169 Goethe 165 Gómez Alfau, Luis E. 34 Gómez Alfau, Vitalia 11, 16, 24, 25, 28, 31-33, 35, 40-43, 49-51, 53, 60, 61, 68, 103 , 147 Guillermo 95 Gutiérrez, Julio 136, 137

Chichito 29 Chilito 148 Chopin 71, 148 Ciccolini 81 Cilita 12, 125 Cloe 116-118, 121 Colleoni de Verrochio, Bartolomeo 161 Cordero, Pilino 161 Cortés, Mapy 151 Crispín 137 Cristo 48, 49 D Debussy 149 Díaz-Niese, Rafael 104, 105 Didí, Son 36, 37 Dios 51, 56, 87, 88, 120, 127, 128, 144 Donat, Robert 116 Duarte, Juan Pablo 88, 162 E Egea 47 Eladio 79 Eugenio 80 Eulalia 30 F Fanduiz 25 Fatiol, Nene 26, 27 Feltz, Leonor 106

H Händel 148 Henríquez Ureña, Pedro 162, 163 Henríquez, Enrique 138 Hepburn, Audrey 117 Herrera Reissig, Julio 48

G García 60, 63, 64 García, Sarah 151 172


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Herter, Karl 94 Heureaux, Ulises 37, 88 Hitler 94

Moisés 42 Monte, Raúl del 78 Morales Languasco 79

J Jesús 128 José Ñé-ñé-ñé, el Chofer 96 Juan, San 36 Juano 65 Julián 99, 111-113

N Nadal, Amable 133, 139, 168 Nicasio 97-99 Nietzsche 94 O Ortega y Gasset 94

K Kant 94 Kempis, tomás e 94 Kipling 21 Kleimberg 148, 150

P Palacios 69, 117 Pardavé, Joaquín 151 Pelegrín 91 Pellerano Castro, Lico Manuel de Jesús 39, 40, 103, 106, 127 Pellerano Álvarez, Conchita 102, 103, 106-110, 115, 116, 119-122, 125-129, 143, 144, 150, 151, 155-160, 167 Pérez-Licairac, Julio 67 Petrarca 13 Pichardo, Bernardo 53, 99, 155 Pichardo, Ulises 156 Pino, Enrique 128 Platón 94 Pratt, Frank 163 Pratt, Goudy 163 Pratt, Graciela 11, 155-157, 160, 163 Prestol Gómez, Altagracia 25 Prestol Gómez, Eduardo 25, 75-78, 131, 132

L Lina 130 Longo 116 Loren, Sofía 152 Lucas 47 Luisa 119 Limardo, Bubú 79 Luperón 42 Luperón, Gregorio 162 M Madama 56-58, 62, 65 María, Manuel 47 Mariana 97-99 Mella, Mariano 20 Marrero 84 Media-Mixta, Julio 136 Menéndez, Guillermo 136 Meriño, Arzobispo 51 173


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Stewart, James 117 Strauss, Richard 149 Suncar Chevalier, Manuel Emilio 82, 84, 111, 112

Prestol Gómez, Ercilia 25, 59, 120-122, 125, 128, 143, 158 Prestol Gómez, Filomena 25 Prestol Gómez, Gerogina 25 Prestol Gómez, Lola 25 Prestol Gómez, Manuel Emilio 25 Prestol, Josefa de 131, 132 Prestol, Laíto 16, 24, 25, 32, 33, 37-39, 41-45, 49, 51-53, 68, 73, 78, 99, 101, 103, 161-163 Pretol, Freddy 166 Primo, Concho 86, 141, 142 Puccini 116, 148, 150

T Taylor, Robert 148 Tomasito 28, 29 Toribio, Daniel 17 Toribio, Zenón 79 Trujillo, Bienvenida de 135 Trujillo, Pipí 136 Trujillo, Rafael Leonidas 16, 94, 95, 105, 130, 133, 135, 137, 139, 141-146, 157, 158, 163, 164

R Ramón 89, 90 Roberto 115 Robinson, S.S. 86 Rodríguez Urdaneta, Abelardo 91 Rodríguez, Doroteo 79 Rosa 58, 59

U Ureña, Salomé 106 V Valdez, José 136, 139 Vargas, Fundador 78 Vásquez, Horacio 79, 133, 141 Verdi 148 Verlaine 164 Vicini, Chicho 87 Victoria, Alfredo 79

S Sam, Uncle 86 Sánchez Lustrino, Gilberto 90, 91 Sánchez, Lulo 133, 144 Sanlley 108 Saviñón Lluberes, Ramón 146 Schiller 165 Schubert 165 Schumann 148, 165 Smith, Robert H. 82 Snowden, Thomas 80

W Williams, Esther 151 Z Zorrilla, Don Juan de 48

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Este libro

Medalaganario

de Jacinto Gimbernard terminó de imprimirse en el mes de marzo de 2009 en los talleres de la Editora Búho, Santo Domingo, Ciudad Primada de América, República Dominicana.



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