LA VIDA NO TIENE NOMBRE - Marcio Veloz Maggiolo

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Quizás le cuente al cura todo lo de mis últimas aventuras. No estaría mal que un hombre inteligente como debe ser un cura supiera muchas cosas de uno. La verdad es que Simián y yo, hastiados de la hacienda, decidimos al fin largarnos a correr fortuna un día cualquiera. Los mal paridos como nosotros no tenernos nada que esperar de la vida. Tarde nos convencimos de semejante tontería, pero con todo y todo, nos convencimos y eso es lo que vale. Tomamos nuestros cacharros y partimos hacía el culo del mundo. No teníamos rumbo fijo. El culo del mundo puede estar en cualquier lugar y en cualquier bohío. Era el año de 1912, lo recuerdo porque papá tenía un calendario de la casa Foster que anunciaba la fecha can números rojos. Un calendario que yo observaba día par día sin saber e> u qué fines, por pura curiosidad. Camínan;05 como un par de bestias. Repasamos todos los bateyes de Higuey La Romana San Pedro. Buscábamos algo qué hacer y no encontrábamos nada. No había trabajo; y así seguimos rum -a al norte hacia tierras sin esj eranza. Fue mucho eí trauma y ías avanturas. Al fin logré trabajar durante manos meses en la finca de un tal don Nelito, al que nunca conocí. Aquellas eran tierras feraces, pero los hombres que las trabajaban se morían de hambre junto a sus hijos y sus mujeres. Doce cheles diarios por una jornada de seis a seis. Figúrense. ¡ Qué maldita paga! Doce cheles y un rabo de yuca, ñame o batata hervido can sal al mediodía. Así era la cosa. En aquel lugar mi madre y yo nos pusimos flacos como pendones de chiehiguas. Cada día veía yo con mayor pena el trato que se les daba a los l)Obrcts campes:nas. Un buen día 10 di tina puñalada por el cuello a un maldito mayordomo, y desde aquella vez no tengo ya sosiego. Huí dejando a Simián. Al fin nos encontramos después de cuatro meses. Simián había regresado a Guasa y allí nos radicamos hasta que pudimos irnos a San Pedro, donde me dediqué a pescar. no sin el miedo de que un día me echaran el guante a causa de aquella puñalada certera con la que desgracié al mayordomo de la finca de don Nelito. Un buen día se aparecieron las tropas yanquis dizque a proteger la isla de Santo Domingo. Guílbert, un muchacho de San i>edro le descargó su en el pecho de un jefe americano en §ena cubierta del barco, logrando escaparse, y de allí en adelante la guerra a muerte se hizo cada vez más cruenta. Me enrolé en cuanta banda había entre los montes y los cañaverales. Los gringas nos perseguían como a fieras. Nos soltaban enormes perros y nos rociaban con ametralladoras. ¡ Ay dc las que caíamos prisíeneros! Yo presencié en Los Llanos cómo marcaban con un hierro caliente, al igual que a una embudo por la boca, las manos atadas a la espalda. y por el bestia, a un viejo compañero de infancia. Luego le metieron un embudo le vaciaron por lo menos dos galones de gas oíl. Lo dejaron allí, colgado de los dedos gordos de la mano, como escarmiento para los que nos atrevíamos a luchar contra los marinos americanos. Al fin y al cabo eran estupideces de los americanos, porque aquellas cosas sólo nos incitaban a la venganza. Sentíamos ese rencor prof Lindamente arraigado en el pecho. Ese rencor que nos mata sin saberlo. Ese rencor que llevamos, que yo llevo, que todo el dominicano lleva como una carga de algodón: un rencor liviano y perdurable. Mí amigo Pedro Roque, capturado en combate cerca de El Naranjito, fue asesinado de un modo brutal. Yo creía que los americanos, por ser de un país más grande que el nuestro, eran gentes comprensivas, enemigas de la crueldad. A veces soy muy estúpido. Con lo de Pedro Roque me convencí de que todo el mundo lleva un alacrán colgando en el corazón.


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