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Las Palabras de Casandra

A Manera de Prólogo Mil Artículos Después Escribí mi primer artículo en febrero de 1989. Se publicó en una revista universitaria de la facultad de Derecho de la UNAM. Era un escrito lleno de indignación, de idealismo, de sueños. Era impetuoso e irreverente, como debe escribir alguien de 19 años. Se titulaba “Pobre México” y era no sólo un alegato en favor de nuestra generación: era una denuncia. Uno de los grandes maestros de derecho civil del país, Ignacio Galindo Garfias, nos recibió el primer día de clases con una mirada que no observaba: juzgaba. Se dibujaba en su rostro una sonrisa que retaba y que despreciaba. Estuvo un rato sin pronunciar palabra, sólo así: mirándonos. Sentenció:

-¡Pobre México!

Y arrancó su clase. En ese artículo yo concedía: era un pobre México…el que recibíamos. Los resultados de una lamentable gestión pública no daba lugar a paliativos: el país no era un desastre, pero iba hacia allá.

1989. La era de oro del régimen político, del milagro económico mexicano, habían quedado atrás hacía mucho. Habían pasado Tlatelolco y los halcones. Desde entonces, hasta ahora, la UNAM es terreno prohibido para Presidentes. Los fantasmas de los muertos de la Plaza de las Tres Culturas, pero también de la impunidad que siguió a la represión, perseguían, como Hamlet, al poder público en México. Había pasado el populismo de Echeverría, el mesianismo de López Portillo y la indecisión de Miguel de la Madrid. Habíamos sobrevivido a tres quiebras: una económica, con cinco crisis y varias devaluaciones; una física con el terremoto de 1985, y la última y quizá más duradera, la bancarrota moral del país. El priísmo había encontrado la forma de legitimarse desde el poder exponiendo la descomposición de los de antes, aunque ellos mismos provinieran de ahí. 1988 había dejado el amargo sabor del fraude en la boca de los mexicanos.

Alegaba en ese artículo que el futuro debía, tenía que ser distinto, por la fuerza de la renovación generacional que nosotros encarnaríamos. 1


Desde entonces he escrito alrededor de mil artículos periodísticos, más de 54 ensayos políticoeconómicos, he elaborado decenas de análisis para radio y televisión y he publicado un libro sobre la reforma del Sistema Político Mexicano. Han pasado 21 años. México ha vivido, desde aquel 1989, otras dos bancarrotas económicas, atestiguado un levantamiento social en Chiapas y padecido la triste historia del magnicidio. Ha vivido, también, la alternancia y la llegada de un régimen democrático. Y vive hoy uno de sus pasajes más grises, más lamentables y más atemorizantes de su historia. Ha habido avances, pero parecen palidecer ante el cúmulo de desafíos que se erigen en el futuro. Parecería que nada hemos aportado al desarrollo nacional.

Mil artículos después, mi generación, la que nació después de 1968 –un año simbólico en la vida nacional- ha llegado al poder. No hay más excusas. Ha llegado el momento de aproximarnos a nuestros sueños y de tratar de alcanzar, con nuestros actos, a las palabras que pronunciamos cuando éramos capaces de imaginar un México mejor. La taquilla ha cerrado. Para nosotros no hay más boletos de barrera. Estamos en el ruedo.

Afuera: Cambio de Sistema

El gran cambio mundial, el más duradero, no provino del derrumbe del muro de Berlín. Ese fue sólo el principio de una serie de cambios de mayor profundidad. El mundo que surgió del desvanecimiento comunista fue sólo temporal. La gran supremacía de Estados Unidos como superpotencia hegemónica se reveló pronto frágil y temporal. Su poderío militar probó sus límites en dos momentos determinados. El primero de ellos fue en Irak. Estados Unidos podía ganar sólo una guerra, pero no podía ganar solo la paz. El multilateralismo servía y más: no era prescindible. El segundo momento fue en la Gran Recesión del año 2009. Una vez más: el motor de la economía estadounidense podía desbarrancar el crecimiento mundial, pero ya no podía reactivarlo por sí mismo. China, la India, y el mundo en desarrollo consumían más del 40% de todos los productos del planeta.

El gran cambio, en realidad, está en marcha y es un vasto proceso de transferencia de poder hacia el Este. Esto implica una transformación mayúscula en la estructura mundial de poder. Finaliza el mundo que se construyó tras la Segunda Guerra Mundial. De los triunfadores de la contienda, uno –la URSS- ha desaparecido. Los perdedores, Alemania y Japón son grandes potencias económicas que superan a las economías de Inglaterra y Francia: dos de los triunfadores del conflicto. La economía de los Estados Unidos será rebasada en tamaño en un 2


periodo de entre 9 y 15 años por la economía China. La India y Brasil ocuparán sitios privilegiados en la economía mundial.

La Segunda Guerra Mundial generó el surgimiento de una nueva estructura de poder que emanaba del conflicto bélico. Estamos siendo testigos del fin de esa era y del surgimiento de una nueva, que incluye la sustitución de jugadores y la mudanza de los centros decisorios geopolíticos al otro lado del mundo.

El sistema económico global, cimentado en instituciones creadas en la posguerra dio de sí. Lo hizo en tres dimensiones: por un lado, hizo erupción una crisis que desnudó la ineficacia de sus fundamentos. El mercado sin regulación que surgió tras el consenso de Washington reventó en 2009. Hay cada vez más países que no están dispuestos a seguir apostando la prosperidad de sus sociedades a lo que dicta una cúpula ideológica mundial. Los Estados tuvieron que salir al rescate de los grandes conglomerados financieros del planeta. Por otra parte, las instituciones financieras internacionales –FMI, Banco Mundial, OMC, G7- están rebasadas, incapaces de proponer un sustituto convincente a un sistema que ha desfallecido.

En segundo lugar, el sistema económico probó ser socialmente insostenible. La concentración de riqueza ha hecho que la desigualdad se expanda. Las repercusiones de esto derivarán, lo están haciendo ya, en tensiones políticas en los países desarrollados. La inestabilidad, electoral o de gobernabilidad, recorre el mundo: de Estados Unidos a Francia, de Irlanda a Argentina y de Inglaterra a Corea.

Finalmente, el sistema económico generó una crisis ambiental. Seguir haciendo lo mismo – producción masiva con base a carbonos y organización de la vida social alrededor del petróleo y derivados- nos conducirá a la extinción.

El cambio de juego revela que el Este tendrá un papel central en la toma de decisiones en la segunda mitad del siglo y de ahí en adelante. Sus ejes gravitacionales serán China, la India y Japón. Brasil será otro gigante económico y fungirá como actor central en Latinoamérica. Pero veremos surgir otras potencias medias, como Corea, Chile, o Vietnam. Habrá también potencias medias que fungirán como bisagras entre occidente y oriente: Turquía, como un enlace entre la Unión Europea, la influencia militar de la OTAN, y el flujo comercial entre ambos mundos. Rusia será otro puente, energético y de poder, entre ambas esferas de influencia. 3


El cambio de juego implicará, entonces, una profunda transformación en la vida de las naciones. La traslación de parte de la influencia al Este, dará inicio a una era de balances de poder regionales. Pero los cambios van más allá: el fin de la era del petróleo desembocará en una transformación similar a la que ocurrió con la revolución industrial. El ser humano tendrá que aprender a vivir, a convivir, a consumir y a producir de manera diferente.

Será, literalmente, otro mundo. ¿Habrá en él espacio para un liderazgo Mexicano?

Adentro: El Fin de la Ambición

Para ser un país poderoso hay un boleto de entrada: querer serlo.

Los países que han tenido crecimientos importantes no sólo han enfocado sus esfuerzos nacionales a desatar las energías de sus recursos -naturales, humanos, financieros, políticos. Han hecho algo más: han articulado proyectos que inyectan orgullo, certeza, aspiración, ambición a su población.

Cuando comenzó su despegue económico, España organizó la expo mundial de Sevilla y las Olimpiadas dos años después, en 1994. El país rompió con sus complejos que la situaban como un jugador de segunda en la construcción europea y se erigió como un actor central de una nueva propuesta geopolítica que llevó a un español a presidir la UE por diez años. La nación rompió su aislacionismo y entró a la OTAN.

Hoy, Brasil es un referente de Latinoamérica en todo el planeta. Su economía rebasará en esta década en tamaño a las de Inglaterra y Francia y Sao Paolo será, en el año 2025, la quinta ciudad del mundo con mayor riqueza de acuerdo a la consultoría Pew. El país ha tenido un crecimiento sostenido a lo largo de tres lustros y ha modificado su forma de pensar. Rompió con el FMI y promovió la creación de un banco de desarrollo sudamericano. Brasil equilibró el radicalismo de Venezuela, Bolivia y Ecuador con lo que se ha convertido en un estabilizador del continente americano, sustituyendo a México. Además, en lo internacional, apostó fuerte: tendió puentes con China, cuya inversión y comercio han propulsado el crecimiento brasileño. El país organizará, en los próximos años, las olimpiadas y el mundial de fútbol soccer. En este trayecto, Brasil tuvo una metamorfosis: pasó de ser un gigante, a creer que lo era.

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China será, con toda seguridad, un jugador clave del mundo que emerge. Ha extendido su influencia por todo el mundo, a través de una estrategia de poder suave: utiliza el dinero para comprar aliados y generar simpatías. Los diplomáticos chinos susurran al oído de los dirigentes del mundo un karma que puede ser, en el largo plazo, un sofisma, pero que por lo pronto es atractivo: “China sí tiene amigos, además de intereses”. El país ha tendido una política internacional de fortalecimiento de comercio y de inversiones, que lo mismo tiene bases en África que en América Latina y el mundo Árabe. Construye poderosos enclaves de transporte con Asia y ha cortejado a los países de Europa del Este.

Hacia finales de la década de los sesenta del siglo pasado, México había crecido por 20 años a tasas del orden del 6% anual. Había creado una clase media robusta y educada. Proyectaba su influencia hacia afuera. Mantenía sus espacios soberanos y jugaba sus cartas geopolíticas: recuperaba el Chamizal, votaba contra la expulsión de Cuba de la OEA y se mantenía como única nación genuinamente fuera de la órbita de Washington en el concierto latinoamericano. Era un referente para el diseño de políticas regionales y era, sobre todo, un espacio de libertad, semidemocrático, en medio de un continente militarizado. Si alguien, en ese momento, hubiera tenido que apostar por un país en el futuro entre Corea, Singapur, China, España o Brasil, lo habría hecho por México.

Lo habría hecho. Y habría perdido.

El Fin de la Ambición

Cuando uno visitaba la sede de la expo Shanghai en 2010 –ubicada en los terrenos de lo que fue el viejo puerto- se percataba de que los pabellones de los países eran una vitrina de la ambición de los países. El de México aparece extraviado, desorientado, deslucido. Las largas filas de visitantes inundan lo que otros países tienen que decir sobre su futuro: China, Brasil, Alemania, los Emiratos Árabes Unidos. Algunos visitan a México. Ahí uno se encuentra con un tejido un tanto deshilvanado de lo que ha sido la cultura nacional. Hay retazos de historia: retablos, muestras de la grandeza prehispánica, arte y cultura, que incluye de Tamayo a Paloma Torres. La entrada está enmarcada por un conjunto de papalotes cuyo color se ha ido. Eso es México. Todo en nosotros habla de un pasado glorioso, de un presente confuso y de un futuro extraviado. Somos un museo, pero no un mirador.

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La influencia del país se ha ido desvaneciendo junto con nuestra incapacidad para tomar decisiones, enfrentar el futuro y recuperar nuestra ambición como nación líder en el concierto internacional. México está enfrentando lo que es, posiblemente, una de las crisis más profundas de su historia contemporánea. Es una crisis de un sistema de vida que se agota.

El Estado ya no es ogro ni filántropo. Ha dejado de ser ogro por presión social y filántropo por pobreza. Pasamos de la dictadura perfecta a la democracia imperfecta. El cambio de partido no derivó en un cambio de poder. En lo económico, construimos una economía de mercado, pero no de libre mercado. Pasamos, así, de la economía petrolizada al mercado monopolizado. De la explosión demográfica a la explosión de la pobreza. Hemos generado tres países: uno que vive en Estados Unidos –a donde se van los extremos: los más pobres y los más ricos- y otros dos que se mantienen aquí: uno empobrecido, informal, inmenso. Otro próspero y pequeño. Uno se muere de hambre, el otro de indiferencia. A ambos les une el miedo. Les es difícil convivir porque la brecha que los separa se ensancha. Las tensiones que genera la desigualdad son insostenibles.

Los valores que regían la vida nacional se están evaporando. El mexicano, que rendía culto a la vida en árboles multicolores, que reía de la muerte, con ella, hoy le rinde culto. La devoción a la muerte ha ido erosionando el afán por la vida. Es algo más que un síntoma: es un reflejo. Envía la imagen con respecto a las posibilidades agotadas de un país que prefiere poner en juego todo, antes que continuar en el mundo del subdesarrollo: se juega la vida –al cruzar el Bravo, al volverse sicario- la libertad, la legalidad.

Ambos países están sustituyendo al Estado: un esqueleto frágil que se ha quedado lo mismo sin músculos que sin cerebro. La vida nacional se encuentra atenazada, entonces, por intereses particulares. En el último aliento del consenso de Washington, México está en proceso de privatizar lo que los romanos llamaron la res pública, la cosa pública: aquello que promovía, desde el poder, una idea de bien común. Los enclaves particulares –partidarios, económicos, sindicales, eclesiásticos, del hampa -, que sujetan al Estado promueven lo contrario: la prevalencia de un interés privado y particular, que se opone a la convicción de que un país debe ser un espacio de convivencia, de identidad y de inclusión.

Por una carencia de liderazgos, en una década se dejaron pasar dos momentos emocionales que hubieran dado aliento a un cambio mayúsculo: la alternancia del 2000 y el Bicentenario del 2010. Ambos pudieron ser, debieron haber sido, espacios fundacionales de una noción de 6


país hacia el futuro. En el camino, el país ha sido el de menor crecimiento de América, ha generado 12 millones de pobres, ha sepultado a más de 40 mil compatriotas ejecutados por el crimen, ha visto desplomar su posición en (casi) todas las mediciones internacionales, y ha perdido el ritmo del fortalecimiento institucional, del robustecimiento del Estado de Derecho, y de la expansión de libertades y de oportunidades. La democracia desfallece por la presión de una doble pinza: la de los enclaves autoritarios y la del déficit de credibilidad social.

México pierde raíces, peso específico y rumbo. Como resultado, han surgido dos paradojas: el mejor programa de empleo en México se llama migración y el más eficiente de combate a la pobreza, remesas.

Bienvenido el Porvenir

Jordi Pujol, ex Presidente de Cataluña, ideó el concepto de “País de Bienvenida” para significar lo que sería el arranque de una transformación fabulosa del país y de su símbolo: Barcelona. México debe abrazar la idea de que debe convertirse precisamente en eso: en un país de bienvenida, lo que significa dejar de lado nuestra ideología, la dogmacracia que nos asfixia, y la prevalencia de los intereses privados para construir un ideal común.

Ser un país de bienvenida implica celebrar la apertura al mundo, demandando que el mundo, a su vez, nos reciba. Abrirnos a la llegada de talentos, de conocimientos, de tecnología, de inversiones pero, a la vez, procurar que el mundo reciba las nuestras aportaciones. Implica tener un cambio de sistema de vida, una renovación de nuestros valores que nos permita reformular nuestras actitudes. Esta es la única manera como lograremos abatir el desaliento y sobreponernos a la postración que nos desborda. Debemos, sobre todo, dar la bienvenida al futuro, aprendiendo no a olvidar, sino a dejar atrás al pasado. No se trata de una renuncia, sino de una reafirmación. Uno no puede borrar lo que fue, pero no debe vivir siendo lo que fue.

El gran reto de nuestro tiempo es generar un cambio mayúsculo con las herramientas de la concordia, del diálogo, de la democracia y de la libertad para la igualdad. El cambio mexicano siempre ha estado marcado por las balas. Hoy no podemos apostar por la ruptura sino por la cohesión. El poder mexicano de la alternancia no se ha enfocado a construir sino a desunir. Por eso el anclaje democrático en el afecto social se debilita. Hemos malentendido que la autoridad sólo sirve para imponer y la oposición para obstruir. Disentir, ha dicho Juan Ramón 7


de la Fuente, es un privilegio de la inteligencia. Es cierto. Pero agregaría que coincidir es una necesidad de la responsabilidad. Y hoy es el tiempo de apelar a la inteligencia mexicana que nos permita, disintiendo, converger.

El país debe apostar por la construcción de un espacio de civilidad para el consenso. La tarea más urgente, más vital, es recuperar al Estado Mexicano como eje vertebrador de un proyecto nacional para los próximos cien años. Para ello, no hay más opción que democratizar la democracia: expandir las libertades, los derechos y las obligaciones de la sociedad en una gran tarea reformista. Asumir lo que vendrá, la necesidad impostergable de generar un nuevo sistema de vida mexicano, es admitir la necesidad de emprender grandes tareas que demandarán sacrificios colectivos. Con todo, ninguno, pienso, será mayor a los que se han infligido a la sociedad de manera autoritaria y que han resultado inútiles.

A partir de ahí, tendremos que emprender de manera simultánea una multitud de Reformas. Hay que encender los motores económicos de la nación, que nos permitan generar un ciclo de crecimiento económico potente y sostenido. Hay que tender redes sociales de inclusión y apostar a lo que no se ha hecho. Hay que recuperar la decencia de nuestra sociedad y avanzar hacia la recuperación de nuestra noción de civilidad. Habrá que apelar a la recuperación de la ambición nacional y convocar a la voluntad social para hacer del país un espacio de vínculos de identidad, de armonía, de desarrollo y de prosperidad. Un país donde se permita garantizar el bienestar de las personas: su patrimonio social, su dignidad, su autoestima. Un sitio donde puedan vivir nuestros hijos y del cual podamos sentirnos orgullosos.

Habrá que hacerlo, sobre todo, de inmediato: John Maynard Keynes lo dijo de manera impecable: en el largo plazo, todos estaremos muertos.

La Esperanza de la Audacia

Barack Obama propuso al pueblo norteamericano en un libro que resumía su oferta política abrazar la audacia de la esperanza. México requiere lo contrario: fincar su esperanza en la audacia. Hay que pensar diferente y actuar diferente.

La audacia implica vocación de arriesgar y de atreverse. La República requiere más audacia y menos esperanza. La esperanza implica no sólo la capacidad de alcanzar lo que se desea: también significa la creencia de que Dios nos dará lo que nos corresponde. La audacia, por su 8


parte, convoca a una búsqueda y a una construcción. Hay que reencontrar nuestro lugar en el mundo, idear las fórmulas –políticas, económicas, culturales-, para reinsertarnos y proyectarnos hacia el futuro. Salvar a México va a requerir hacer cosas que no hemos hecho o peor: que hemos reprobado.

Hay que superar, para ello, lo peor de nuestras ataduras: las que indican que lo que somos es inevitable, que los males que padecemos son imposibles de cambiar; que están clausurados los caminos alternos, que no hay opciones viables, responsables, de dar nuevo rumbo a la nación. Sólo hay algo peor que las malas ideas: la ausencia de ideas.

El Ángel Exterminador

En 1962, Luis Buñuel filmó el retrato de México en 2010: el Ángel Exterminador. Era una película que hablaba sobre la burguesía mexicana, abandonada, en compañía únicamente de sus prejuicios. La aristocracia mexicana queda atrapada en una casa tras una noche de entretenimiento. La servidumbre se va. Se queda sola a su suerte. El tiempo pasa. Los asistentes no pueden abandonar la casa por alguna razón metafísica. Nada les impide irse, pero no pueden hacerlo. Hay algo que les aprisiona. Pronto se sienten recluidos y se acumula la calamidad, aflora el egoísmo y la degradación.

México vive atrapado bajo las alas de un ángel similar: es igualmente invisible y es igualmente poderoso. Se trata de nuestras ideas que nos sujetan. La degradación continúa. El entorno se deteriora y, sin embargo, seguimos haciendo lo mismo. Como en la obra de Buñuel, nada nos retiene. La casa está abierta. Sólo debemos convencernos que lo está.

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