Yo. Expósito en Las Hurdes por Anselmo Iglesias

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ANSELMO IGLESIAS

YO, EXPÓSITO EN LAS HURDES

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INSTITUCIÓN CULTURAL «EL BROCENSE» DE LA EXCMA. DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE CACERES


'-) Institución Cultural «EL BROCENSE» de la Excma. Diputación Provincial de Cáceres

I.S. B .N .: 500—52—53—X Depósito Legal: CC —49— 1983 Imprime Gráficas PLANTA, Coria.


PROLOGO Las Hurdes fueron mucho antes que realidad geográfica y cabalmente humana en mapas y documentos, pura leyenda entrañada en maleable barro para darle la form a que m ejor cuadrara a l capricho o la fantasía. Y asi, desde la prim era «noticia» de que hay conocim iento sobre esta comarca y sus gentes que, según Fray Gabriel de San A ntonio (1604), data de tiem pos de Carlos V, y más tarde (1633) p o r am or del salm antino Alonso Sánchez, e incluso Lope de Vega (1663) en su comedia «Las Batuecas del Duque de Alba», no se hace otra cosa que apuntalar la leyenda, que no empezará a deshacerse hasta 1922 en que, con la visita de A lfonso XIII, las Hurdes tom an auténtica dimensión histórica. Es entonces cuando, con la prim era preocupación — que enseguida se llamará carretera, escuela o atención sanitaria— se hace tam bién la luz sobre un presente, que acaso no sea otra cosa que un pasado eternizado, pero que dista m ucho de lo que la leyenda ha construido. AHÍ no había «hombres lobo» o «cruzados de lobo», «seres desnudos im itadores de fieras», «sin ley», «sin religión conocida», «brujos», «dem onios»... y otras lindezas de las que aún en 1906 se podía leer una buena sarta en aquella prestigiosa publicación que se llam ó «La Semana Ilustrada». No era así, pero tam poco aquella ignorada hum anidad — o prácticam ente ignorada, porque la verdad es que nunca faltó el nexo con el mundo exterior— se presentaba como un cuadro de amables colores, o «un paraíso» (com o en su «Curiosa Filosofía» lo presentaba el P. Eusebio Nierem berg) sino más bien como un inquietante aguafuerte donde no faltaban, en efecto, um brías dra­ máticas. Unas, seculares, como el incesto y sus secuelas, y otras, no tan re­ motas, como el hambre, las endemias o el escalofriante fenóm eno de los «pilus» (niños expósitos) de los que las inclusas de Cáceres, Salamanca o Plasencia surtían generosamente a las Hurdes, descárgándose así el Estado del peso que la mala conciencia de los que, generalmente pudientes, arrojaba vergonzosamente a su vez en los vaciaderos de las benéficas instituciones al amparo de la noche.


<c) Institución Cultural «EL BROCENSE» de la Excma. Diputación Provincia / de Cáceres I.S .B .N .: 5 0 0 - 5 2 - 5 3 - X Depósito Legal: CC —49— 1983 Imprime Gráficas PLANTA, Coria.


PROLOGO Las Hurdes fueron m ucho antes que realidad geográfica y cabalmente humana en mapas y docum entos, pura leyenda entrañada en maleable barro para darle la form a que m ejor cuadrara al capricho o la fantasía. Y así, desde la prim era «noticia» de que hay conocim iento sobre esta comarca y sus gentes que, según Fray Gabriel de San A ntonio (1604), data de tiem pos de Carlos V, y más tarde (1633) por am or del salm antino Alonso Sánchez, e incluso Lope de Vega (1663) en su comedia «Las Batuecas del Duque de Alba», no se hace otra cosa que apuntalar la leyenda, que no empezará a deshacerse hasta 1922 en que, con la visita de A lfonso XIII, las Hurdes toman auténtica dimensión histórica. Es entonces cuando, con la prim era preocupación — que enseguida se llamará carretera, escuela o atención sanitaria— se hace tam bién la luz sobre un presente, que acaso no sea otra cosa que un pasado eternizado, pero que dista m ucho de lo que la leyenda ha construido. A llí no había «hombres lobo» o «cruzados de lobo», «seres desnudos im itadores de fieras», «sin ley», «sin religión conocida», «brujos», «dem onios»... y otras lindezas de las que aún en 1906 se podía leer una buena sarta en aquella prestigiosa publicación que se llam ó «La Semana Ilustrada». No era así, pero tam poco aquella ignorada hum anidad — o prácticam ente ignorada, porque la verdad es que nunca faltó el nexo con el mundo exterior— se presentaba como un cuadro de amables colores, o «un paraíso» (com o en su «Curiosa Filosofía» lo presentaba el P. Eusebio Níerem berg) sino más bien como un inquietante aguafuerte donde no faltaban, en efecto, umbrías dra­ máticas. Unas, seculares, como el incesto y sus secuelas, y otras, no tan re­ motas, como el hambre, las endemias o el escalofriante fenóm eno de los «pilus» (niños expósitos) de los que las inclusas de Cáceres, Salamanca o Píasenda surtían generosamente a las Hurdes, descárgándose así el Estado del peso que la mala conciencia de los que, generalmente pudientes, arrojaba vergonzosamente a su vez en los vaciaderos de las benéficas instituciones al amparo de la noche.


Contra lo prim ero se luchó y se obtuvo fru to inm ediatam ente; lo segundo aún persistió p o r tiempo, pero es fenómeno no estudiado aún en toda su tras­ cendencia. Y éste es precisam ente el objeto del libro que hoy nos ofrece A n­ selmo Iglesias Expósito (en sus apellidos lleva el santo y seña de su origen), un «pilu» que no se resignó al silencio n i dió a l olvido el dolor de una marca poco menos que ignom iniosa, arrojando luz y datos para una perfecta clasificación sociológica. En efecto, Anselm o Iglesias, a su manera — él no es escritor ni, p o r su­ puesto, le asiste el suficiente acervo cultural para hacerlo de otro m odo — aborda el tema en una autobiografía que pudiera ser a la vez la de infinidad de seres trasplantados desde las inclusas a las abruptas Hurdes tras la cuidada elección que hacían los prohijantes, ya que de lo que se trataba no era de ele­ g ir un hijo, sino una bestia de carga, un ser destinado a las más duras tareas, sin derecho a un puesto en el hogar y m ucho menos a las normales asistencias y prebendas familiares. Toda la desgracia de ser «pilu» desfila de un modo u otro en este libro como una película en la que lo más im portante no es, a veces, la misma des­ cripción, sino aquellos m atices con que el autor pincela el fondo o matiza una sombra. Pero aún hay más; m ucho más. Anselm o narra, y esta vez con patético realismo, fluidam ente y con una apasionante hilación, una epopeya que le dignifica y honra como ser hum ano: se pregunta ansiosamente quién es él en realidad, de dónde viene, quiénes fueron sus padres, si tuvo hermanos y, si viven, qué puede hacer po r ellos... Es decir, lanza a la vida un estentóreo y enérgico «¿por qué?», y se decide a contestarlo. Sólo así, llegando al fondo, dándose una auténtica identidad podrá sentirse satisfecho en la sociedad en que se ha integrado posteriorm ente, librando incluso de sombras a la fam ilia que ha creado. Y corona al fin su obra: en larga peripecia halla padres, herm a­ nos y m otivos. Sabe ya quien es; algo que, en verdad, no ha logrado a lo largo de su vida la mayoría de los mortales. Otro fin tiene el libro de Anselm o Iglesias. Las Hurdes no son, evidente­ mente, lo que eran cuando Anselm o zagal apacentaba cabras entre jaras y lentiscos, n i siquiera las que yo v i en 1962 y que intenté plasm ar en m i libro al


efecto «Las Hurdes, leyenda y verdad», pero también es evidente que aún son tierra irredenta en m uchos aspectos. No són «tierras en jam bri», pero, satis­ fecha en este sentido, ¿no hay otras hambres que paliar?. Anselm o pide una auténtica redención social, una incorporación plena del hurdano a la sociedad que secularm ente le m antuvo extram uros. Y lo pide como él cree que debe ser, sin pararse en mayores consideraciones, que esta es cosa que difícilm en­ te pude pedírsele a un hurdano que, com o Anselmo, vivió «aquello» en la cresta de la ola. Nada vamos a pedirle a este hombre, a este «pilu» que ha tenido la digní­ sima osadía de escribir un libro testim onial, porque él no ha pretendido hacer otra cosa que lo que ha hecho: asi fue y así lo cuento. No hay pretensiones li­ terarias; sólo una intención: honrar y ser honrado. Creo, en fin, que Anselm o Iglesias Expósito, con la película de su vida, lega un docum ento interesante que habrá de tenerse en cuenta a la hora del análisis sociológico de una hum anidad que, como la hurdana, no conoció prácticam ente la rueda — sím bolo de la civilización— hasta que, en 1929, llegó a lli el prim er autom óvil. Una valiosa aportación, en suma, a l acervo bibliográfico de las Hurdes, donde norm alm ente escasea el testim onio real o se asfixia entre las seculares brumas de la leyenda. Sea bienvenido. Le a nd ro de la Vega



INTRODUCCION: Dos son los motivos principales que han influido en mí para escribir este libro: el primero salir al paso de las injusticias cometidas contra los expósitos, o «pi/us» hurdanos. Yo fui uno más de los miles de niños que tuvieron la des­ gracia de ingresar en estas míseras tierras con el único fin de ser explotados hasta lo indecible. El segundo motivo es mostrar las Hurdes al desnudo, tal como han sido y son, dando datos exactos de sus costumbres y forma de vi­ da, ya que al criarme en ellas, como un hurdano más, las conozco palmo a palmo. Por ello deseo luchar contra la nefasta imagen que de esta comarca han creado autores sin escrúpulos, forjando leyendas falsas pero de gran sensacionalismo. No más frases hechas sobre una tierra y unas gentes marginadas, utiliza­ das como vasija sin fondo, en la que se han ido acumulando todas las barba­ ridades y acciones depravadas capaces de ser imaginadas por el hombre. Todo cuanto van a leer en este libro es mi vida real. Este soy yo; no vengo a presumir de escritor, puesto que no lo soy. En este libro aparecen las gran­ des y simples verdades que han penetrado en mi piel. Como mi pretensión es que esta obra sea una denuncia y no un derroche de erudición, no creo que ningún escritor se inmiscuya en ella para minimizar­ la, ni sacar adjetivos. Lo que aquí cuento es lo realmente ocurrido, pues soy incapaz de hacer fantasías. Sólo aspiro a dar testimonio de las circunstancias y situaciones, tan especiales, que he vivido, que son expresión de una época, de una región y de mi pertenencia a un grupo conscientemente marginado y desamparado. Con toda mi buena fe, pretendo mostrar lo que angustió a varias genera­ ciones hasta que las leyes fueron modificadas. Agradezco a todos aquellos que han confiado y colaborado conmigo para que este libro llegase al lector. En especial, a mi hija Alicia, que me ha ayudado con tenacidad a plasmar definitivamente en el papel todas las ideas y sensaciones acumuladas durante tantos años, y que por fin ahora he podido publicar.



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Yo expósito en las Hurdes

Los hurdanos vivieron durante siglos, con resignación, el abandono de los gobiernos, la injusticia de las leyendas creadas por múltiples escritores, la explotación de los albercanos...

A mis paisanos los hurdanos que como yo tuvieron la suerte de vivir en ésta comarca, y que hoy siguen clamando justicia al gobierno para poder sobrevivir,. Deseo ahuyentar la leyenda con mis realidades. Anselmo Iglesias

CAPITULO I

AMAR LA TIERRA


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Amar la tierra en que uno nace y crece es inevitable, aunque esa tierra sea dura y agreste, y torne la actividad del hombre en una constante lucha por subsistir, como así sucede en las Hurdes. Pero, ¿cómo no sentirla parte de uno mismo, cuando ya no se sabe res­ pirar, sino es con el olor de la jara, el brezo y el tomillo? o ¿cómo no embria­ garse en el verdor de encinas, helechos y madroñeras? Al caminar por profun­ dos valles y pizarrales, donde la voz se funde con el eco; entre altivos cerros y collados, donde como blancos destellos surgen las rocas de cuarzo. O al inter­ narse en la espesa maleza inundada de silencio y soledad, donde tímidamente irrumpe el dulce canto del ruiseñor, el piar del mirlo, o el rápido aletear de la paloma torcaz espantada ante la inquietante presencia de la escurridiza zorra, que olfateada por el perro se escabulle entre los matorrales, cisceando, ocul­ tándose incluso detrás de su perseguidor, quién, ante tantas vueltas y confu­ sos rastros, acaba desistiendo de su astuta presa. No se comporta así el huidi­ zo jabalí que, descubierto en las grandes madroñeras, encamado sobre las ho­ jas secas, comienza su desorbitada carrera por laderas y collados, abriendo las matas hacia ambos lados, siempre en línea recta, pues no se tuerce ni aunque le lluevan disparos y más disparos. Salvaje animal, que sólo cuando está mal­ herido ataca fieramente y es peligroso. Montañas sobre montañas, donde los grandes pizarrales exfoliables re­ flejan, como si fueran cristales, los rayos del sol. Desde la cima de los eleva­ dos picos se divisan pequeños pueblos abigarrados, y al fondo unas blancas nubes, fijas en la lejanía, que parecen marcar el punto donde la vida termina. Si se avanza hacia las grandes canchaleras, apiñadas hacia el cielo, se puede incluso, si es tiempo de nidos, divisar alguno de rapiña, colocados en los sitios más altos, con sus pichones tragando carne, o quizá tirando de algún pellejo. Cuantas veces alguien ha confundido con una persona sentada a un gran buitre posado en las altas rocas, que disputa sus dominios con la siempre acechante águila real. La vida entre las montañas es de gran belleza. Al amanecer se despierta con el fresco rocío de la aurora, con el alegre gorgeo de los múltiples pájaros, con los primeros rayos del sol que iluminan las cumbres y poco a poco sus la­ deras, en las que abundan el chaguarzo con su flor blanca-amarillenta, la car­


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quesa con su amarillo deslumbrante y la jara, alta, con su blanca flor y en cada hoja una pincelada morada, formando todo ello un tupido manto, como si fuera una bella alfombra multicolor, hacia la que se encaminan en su ir y venir las abejas pastoreadas por sus zánganos, con sus zumbidos les muestran el camino entre flores y colmenas.

Por la tarde, al despedirse el sol de sus laderas parece decir un tenue adiós al iluminar los picos altos; bajan las sombras y se entristecen las sierras. Las gentes regresan al hogar, acabadas las faenas, se guardan los ganados, bulle el pueblo entre el humo y los olores de los guisos para la cena, y ya entre estrellas y bostezos la noche invade pueblos y sierras. ¿Qué son las Hurdes?: Este pedazo de tierra española en la que pasé mi infancia y mi juventud son las Hurdes, pertenecientes a la provincia de Cáceres, situadas al Sur de Salamanca y al Norte de Cáceres, al Oeste por la sierra de Gata y al Este por la de Béjar. Queda el norte enmarcado por el término de Ladrillar y la Peña de Francia — como punto más alto — , mientras que al Sur sirven de frontera los ríos de los Angeles — principalmente— y el Alagón. La extensión total del territorio comprende 45.490 hectáreas, que se dis­ tribuyen en cinco municipios (Caminomorisco, Pinofranqueado, Nuñomoral, Casares de las Hurdes y Ladrillar) que comprenden en sus respectivos térm i­ nos una cantidad de pequeñas aldeas o alquerías que, en total, suman treinta y siete.

Como ya he descrito anteriormente, estas comarcas se encuentran en el interior de entramadas cordilleras, altos picos y sierras, oscilando su altura entre los 500 y los 1.723 mts. — como máxima altitud — ; este círculo exterior, gran muralla de enlazadas cordilleras que envuelven las Hurdes, avanza desde su lado Suroeste con la cordillera Badoya, llegando al pico de Badoya Grande (de 519 mts. de altura), más adelante Puerto Viejo, la Cordillera, Pico de las Tiendas y Collado Aceituno. Penetrando ya en la zona norte el Pico de las Cancheras de (1529 m) Collado y Pico de la Boya (1600 m.). Continuando ya


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en su parte más alta, entre Ladrillar y Peña de Francia, nos encontramos el llamado Pico Rongiero (de 1723 m); el Pico las Batuecas (de 1250 rn) y por úl Jmo, en su lado Este, la Cordillera y el Pico Perrubio entrando en términos de Ladrillar y Soto Serrano, que cierra este circulo hurdano. Internándose en la comarca se aprecian algunos serrajones, como Sierra del Homo, Sierra de la Gineta, Sierra de la Corredera y Sierra del Cordón. El Clima: es continental y no muy extremado. Las temperaturas máximas absolutas no han superado nunca los 39 grados centígrados y las mínimas apenas han rebasado alguna vez los cero grados. La variación térmica diaria es de gran amplitud. Las lluvias tienen lugar durante un cierto periodo de tiempo en primavera. El verano es muy seco, el otoño presenta el período de lluvias más abundantes y en el invierno raramente prolongadas. La cantidad de lluvia total al año se acerca a los 900 milímetros. Las nevadas son ocasio­ nales y de corta duración. Por todo ello se puede hablar de una cierta benigni dad climática. Los ríos que se forman en estas comarcas son siete: Fragosa — hoy Malvedillo — , Casares, Hurdano, Ladrillar, Esperaban, Ovejuela y los Angeles. De ellos los principales son: el Hurdano, el Ladrillar y los Angeles. El Hurdano se forma mediante la unión del Malvellido quft viene del Oeste, el Casares del Norte y el Arroyo Cerezal, que se une en el pueblo del mismo nombre, donde el Hurdano queda ya constituido como tal. Cruza las Hurdes Altas de Norte a Este pasando por Nuñomoral, Rubiaco, Vegas de Coria y desembocando en el Alagón. Hay un refranillo que corre por las Hurdes Altas, que habla alegremente de los poblados por los que pasa este río Hurdano. Así nos dice: «Señor aguantar /os poblados de este río empezando po r Arrofraneo que es el prim er caserío, a llí hay m ucho queso de cabra, porque hay m ucho ganadero: tía Raimunda, tía Paula y tío M anuel el zanceño; ya llegamos a Riolobos de donde era m i suegro, a m i me dejó dos botellas y a m i cuñao de chanquero. Llega­ mos a Vega de Coria de donde son los verduleros, que comen potes de berzas como si fueran los cerdos. ¡A y ! A ceitunilla del alma que en la memoria te ten­ go, p o r las siestas que echo a la entrada de este pueblo, bajan los mozos, las danzas, los ramos y los panderos, y todos juntos se reúnen a la entrada de es­


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te pueblo. Llegamos a Nuñom oral esto ya es un m onasterio, donde hay es­ cuelas, iglesias, carreteras y maestros, donde pasa el tranvía m ercancías para el herrero. Pasamos al Cerezal, lo tengo con gran acierto, jabalís en abundan­ cia salen entre los helechos, suben a M altilandrán y le entran en los huertos y le jozan las patatas a los graciosos galbeños. Ya llegam os a Fragosa la capital de Aragón, donde tenemos un tem plo hermoso y de adm iración. ¡A y ! Gasquiño de m i alma ¿quién te fundaría a ti? En esas sierras tan altas, m ártires vais a m orir, porque pintan las patatas estáis en este terreno, los hom bres andan descalzos y las mujeres en cueros; pasamos a la Segur que es la corte p rin ­ cipal, que son las calles tan anchas que no coge un hom bre a entrar. Pasamos un puente de cabras, po r encima la carretera y el camino que conduce al gran pueblo de las Eras». El Ladrillar nace al Norte enriquecido por diversos arroyos siendo el últi­ mo las Batuecas y ya, finalmente, desemboca en el Alagón. El río de los Angeles nace al Suroeste del término Pinofranqueado, se unen a su paso el río Ovejuela, el Esperaban y Alavea, y diversos arroyos co­ mo arroyo Cambrón y arroyo Mesa Santa, recorriendo toda la parte sur de las Hurdes Bajas, siendo éste el río de mayor superficie de estas comarcas. Y de­ semboca en el Alagón en término de Granadilla. A consecuencia de su accidentado relieve aparecen arroyos y manantia­ les por doquier, donde los hurdanos siempre han aprovechado para hacer pe­ queños huertos con paredones en las pendientes. Al quedar los manantiales situados siempre en la parte alta, es aquí donde se construye una represa, que se vacía una o dos veces al día, según la cantidad de tierra a regar, o según la abundancia del manantial. Antiguamente los hurdanos formaban sus huertos arrastrándose tierras junto a los grandes arroyos, transportando la tierra al hombro en cestos o sa­ cos. En verano, aprovechando el desnivel del arroyo, construían sus pesque­ ras, que cruzaban éste, y mediante un caño hecho a suficiente altura llevaban las aguas hasta los huertos para su riego. Al aparcelar demasiado las aguas del arroyo, por ser muchos los que necesitaban de ellas, en los meses de calor no llegaba el agua a los más bajos. Porque al ser escaso el nivel de las aguas se dejaban estancadas en los huertos para regar hierbas, maíz o algún que otro


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castaño; sin embargo, los terrenos regados por los ríos a pesar de ser siem­ pre de mayor extensión, cuando ya habían sido regados, no se retenían en ellos las aguas, sino que se vertían de nuevo al río. En estas comarcas, en especial en las Hurdes Altas, la tierra de labrar es escasa, se concentra en las bajas vegas en laderas y cerros roturados, donde se siembran toconas y algún que otro árbol frutal y centeno. Es una tierra pe­ dregosa y es frecuente en muchos lugares que a poca profundidad haga pre­ sencia la roca. Su color es renegrido. Es poco compacta, suelta, por lo que el agua se filtra rápidamente en sus entrañas y a la par con las grandes lluvias la expulsa con facilidad. Cuando el agua es torrencial se deja arrastrar sin resis­ tencia, de igual forma cuando recibe el sol de verano se seca muy pronto y precisa de riegos constantes. Sin embargo, en el invierno suele ser fría, por lo que necesita gran cantidad de abono o estiércol para reponer el calor. Por to­ do ello es una tierra pobre, de muy baja productividad y que requiere grandes esfuerzos, pues el helecho se filtra con facilidad en las tierras bajas tejiendo sus raíces con rápidez, del mismo modo que en los cerros y laderas surge el brezo, el chaguarzo, el lentisco, etc. Siendo todos estos motivos de un mayor trabajo al tener que cavar o arar, sin falta, anualmente. En la fecha en que Alfonso XIII (18 de julio de 1922) visitó las Hurdes, sólo las poblaban 5.575 habitantes, siendo la mortalidad infantil desmesurada, se asegura que de cada 100 nacidos morían 98. De esta población hurdana el 95% trabajaba en la agricultura. La industria no existía ni en su más mínima expresión, salvo algunos molinos para obtener el aceite. El otro 5% quedaba cubierto por los servicios (pequeños comercios, tabernas y empleados públi­ cos). De las 45.490 hectáreas que tienen las Hurdes, 41.704 hectáreas son de superficie de monte. Unas 477 hectáreas no producen ni matojos, quedando para uso agrícola 3.786 hectáreas. O sea, sólo el 8% de la tierra hurdana pue­ de'dedicarse a la agricultura. De este mínimo 8% unas 2.500 hectáreas las ocupa el olivar, algo de castaño, encinar, trigo y viñedos. Y en representa­ ciones muy pequeñas cebada, centeno, habas, ajo, guisantes, garbanzos, etc. En cuanto a la distribución de tierras: el número de parcelas menores de una hectárea es superior al 95% del total. El 99,74% de las tierras son explota­ das por sus propietarios. Sólo un 0,22% por arrendatarios y un 0,04% por


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aparceros. Por los ancianos se sabe que los primeros pobladores sobrevivían gracias a las piaras de cabras que formaron entre las pocas que trajeron con ellos y las crías salvajes de estas comarcas. Las recogían por las noches en los corrales de altas paredes y tejado de pizarra, con apartados para separar las crías de las madres para sacar la leche por la mañana, que en un 90% se utilizaba para ha­ cer queso y el resto se tomaba con castañas o bellotas. Estas majadas estaban construidas junto a sus viviendas — las primeras zajurdas— que así quedaban resguardadas de los lobos por el humo de sus hogares y sus perros, llamados rabochos, que eran pequeños, de cabeza gor­ da y rabo corto, pero muy fieros, que arremetían contra los lobos y zorras, y eran muy eficaces para guardar el ganado de toda alimaña. Las cabras hurdanas eran pequeñas y cárdenas de color canoso con largos pelos en las paletas traseras y muy poco cuerno; los machos tenían largas barbas, que se les es­ quilaba para hacer las cuerdas y sacos de pelo, aún hoy en día existen en los pueblos más pobres e intrincados. Cuerdas que utilizaban para atar sacos y para su calzado, fabricando el piso de madera o de corcho, que obtenían de los grandes alcornoques que existían. Utilizando como herramientas piedras de cuarzo y pizarra. Mientras que, los densos sacos de pelo los utilizaban prin­ cipalmente para obtener los primeros aceites, se introducían estos sacos en agua caliente y se pisaban las aceitunas guardadas en su interior. La tetilla de la cabra hurdana era pequeña, pero en comparación con su tamaño, tenía una ubre bastante grande y dura, dando una leche de clase su­ perior, con la que sacaba a sus crías gordas y fuertes. Entre estas cabras salinas había algunas negras y rojizas que supuesta­ mente eran las traídas de fuera. Más tarde, conforme aumentaban las familias y los pueblos, se habían de traer cabras machos de otras razas para mejorar la especie. Estos primitivos hurdanos vestían con pieles de cabra. Y eran totalmente incultos por el aislamiento en que se desenvolvía su vida en tan inhóspito lu­ gar. Ya en tiempos remotos, como se ha sabido gracias a la tradición oral que se ha transmitido de padres a hijos, en el Gaseo, último pueblo de las Hurdes


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altas, se presentó un hombre desconocido que reunió a sus habitantes pre­ guntándoles por su forma de vida y por sus nombres. Como algunos no tenían nombre, les mandó meterse de pie en el río — llamado al igual que el pueblo El Gaseo — , les dijo que si no volvía y tenían necesidad de hacer lo mismo con sus descendientes, podían bautizarles en su nombre y darles el nombre que escogiesen para ellos. Y después de bautizarles les bendijo. Muchos se han preguntado, dudando, ¿Quién era este hombre?. Unos afirman que era San Francisco de Asís en su paso a Portugal en 1214. Otros que era San Pedro de Alcántara, hoy patrón de este pueblo de El Gaseo. Estos primeros pobladores crecían y se iban esparciendo. Se intercam­ biaban herramientas como la azada, la segureja, el pico y la hoz. Empezaron a sembrar centeno, haciendo grandes rozos, que se cosechaban y molían ha­ ciendo tortas. Construían huertos cercados por altas paredes para que no pe­ netrase en ellos el ganado, cada vez más abundante. Sembraban algún que otro cereal y las primeras patatas, que guardaban en ollas o tinajas para los días de fiesta, pues con carne de cabrito, era el plato extraordinario. Ya se construyen ermitas. Y se celebran las fiestas, las más antiguas que se recuer­ dan eran la del Cristo Bendito, San Pedro de Alcántara y San Blas. En un principio se casaban primos hermanos con primos hermanos, por ser pocas las familias descendientes de los primeros pobladores. Pero poco a poco se van casando con miembros de otros pueblos. Por desarrollarse la vida del hurdano entre estos aislados parajes, desincronizado del resto del país, envuelto en el atraso y en la miseria, muchos es­ critores sin profundizar, ni averiguar la verdad sobre estos hombres, han cer­ nido sobre ellos aberrantes leyendas que han marcado al hurdano como un ser inferior, poseedor de calificativos como «Cruzados de Lobo», «Fieros Bru­ jos», «Sin Sentim ientos Humanos» y «Criminales Refugiados», «Huidos de Presidios», «Auténticos Dem onios», «Hombres desnudos sin ley que im itan a las fieras», «Hombres sin religión», etc. Para mi es tan evidente lo falso de es­ tas frases, que me parece inaudito que se hayan tomado como ciertas. De he­ cho, desde tiempos inmemorables existían ermitas, señales de la cruz marca­ das en la roca y en muy diversos lugares, además se realizaban las prácticas religiosas. Se conservan datos escritos de casamientos y bautizos de antes del 1600. Así como se sabe que ya habían sido levantadas algunas iglesias. De he­


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cho, de mis investigaciones en los archivos parroquiales, he podido com pro­ bar múltiples datos de los bautizos realizados en 1630 y de casamientos en 1662 en la zona de las Hurdes Altas, y soy consciente de que existen aún otros de mayor antigüedad. Además, es decisivo constatar en este sentido el paso por estas tierras de distintos Santos. Como escribe Leandro de la Vega (en su obra: «¿as Hurdes Leyenda y Verdad}: «A lo largo de la historia, tres son los Santos que la Provi­ dencia destina a preocuparse p o r las Hurdes. Es el prim ero San Francisco de Asís, y sim ultáneam ente, Santa Teresa de Jesús y San Pedro de Alcántara; éste últim o verdadero apóstol de aquellas misérrim as gentes. San Francisco, de paso para P ortugal en 1214, designa personalm ente el lugar en que ha de fundarse el convento de su orden, llam ado Los Angeles, ju n to al río de este nombre, (¿quién lo tom ó de quién?). Haciendo el encargo a Don Clemente Pa­ terna, canónigo de Santiago, él cual lo funda y rige, aunque más tarde é l es­ cogiera como retiro ideal, para acabar sus dias, un lugar próxim o al chorro de la Meancera, ju n to a la aldea del Gaseo. De este convento fué guardián en el siglo XVI San Pedro de Alcántara; a llí vivió e hizo dedicación de su esfuerzo, bondad y com prensión para con los hurdanos, en una entrega tan to ta l y ab­ negada que, a fuerza de com partir con ellos sus sufrim ientos, quedó en el es­ tado en que Santa Teresa le describe: «Era m uy viejo cuando le conocí y tan extrema su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles».

El Padre Tomás de Jesús mandó fundar el convento del Carmen Descal­ zo de las Batuecas en 1599, cumpliendo con los deseos de Santa Teresa de Jesús, que deseaba fundar este convento para retiro de sus frailes y para po­ sible ayuda de la región, quedando de este modo asistida la parte Norte de las Hurdes. Referente a lo expresado, de que los hurdanos eran seres sin sentimien­ tos humanos, que enterraban a sus muertos en cualquier parte, como si fue­ ran bestias, he de decir que desde muy antiguo practicaban la caridad cristia­ na con sus muertos, enterrándoles en el cementerio aunque estuviese a una distancia de diez a veinte kilómetros, como ocurría con el cementerio de las Mestas, ya que no existía otro en la zona norte. Al no existir, por entonces, ca­ jas, envolvían los muertos en una manta de trapo, puestos sobre una parihuela


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y atados, eran llevados, al ser muy estrechos los caminos, por dos personas. Algunas veces tenían que cruzar arroyos crecidos, hacer noche en el camino. Y casi siempre los familiares acompañaban hasta la última morada al ser querido por el que no cesaban de llorar. Más tarde ya se hizo algún cementerio junto a alguna ermita (por ejemplo, el cementerio de Nuñomoral), así se acortaba la distancia, que antes había que recorrer, quedando ahora reducida de 3 a 5 kilómetros, por lo que se evitaba ese traslado tan largo y penoso. Cuando ya en 1922 Alfonso XIII mandó construir carreteras, los hurdanos se vieron muy beneficiados en este aspecto, pues ya podían llevar entre cua­ tro las parihuelas y acortar el recorrido. A pesar de las mil dificultades con las que el hurdano ha tropezado duran te toda su existencia, sigue aferrado a su terruño. Del período 1924-45 en que me vi envuelto en esta raza maltratada, vi co­ mo el hurdano seguía siendo esclavo de su subsistencia. Luchando constan­ temente contra la aridez del medio, intentando hacer carbón de brezo en los pequeños terrenos comunales, aguantando — con una conformidad en el fon­ do fatalista— y aprisionado por la dureza del vivir cotidiano. Dedicado de lleno a su escasa tierra y su ganado cabrío, desconociendo totalmente la vida exte­ rior, ajena a él, del resto del país y sin ningún tipo de afanes políticos. LAS HURDES: EXPLOTACION V LEYENDA

MU novecientos veinticuatro en esta comarca ingresé, yo expósito, explotado com o otro hurdano me crié. Por los gobiernos abandonada de toda la historia patria, vivieron miseria y leyenda en escasas tierras áridas.


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Por los albercanos explotados desde m il doscientos ochenta, el concejo de Granadilla cedió al concejo de la Alberca, p o r escritura y privilegio para el con trol de estas tierras. La Alberca le puso un im puesto siete m il quinientos marabedises; p o r derecho de aprovecham iento y setenta y cinco pares de perdices. Los hurdanos denunciaban los abusos que padecían los albercanos achacaban m anifiestos en rebeldía. Hasta m il ochocientos treinta y tres decretada la división territorial; la Alberca no cesó su interés en ocultar la realidad. Llamándolas tierras m alditas con estúpidas patrañas, y alejarlas de las visitas de los demás pueblos de España. Entre albercanos y escritores con falsedades tremendas, contra estas gentes hum ildes aum entando éstas leyendas. A llí vivían seres brujos, hombres que im itan a las fieras, de sus gargantas salen aullidos, ignoran toda dase de lengua.

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A llí vivían hom bres fieros, sin sentim ientos humanos, que viven hom bres demonios, y hom bres de lobos cruzados. Su lenguaje es desconocido, su aspecto inspira temor, hombres huidos de presidio, hom bres sin religión. Pueblos habitados p o r salvajes, una raza degenerada, desconocen las estaciones su cultura es ignorada. Viven hom bres sin ornamentos, viven de la caza p o r los montes, reparten su com ida con lobos, y viven entre rocas, errantes. Han nacido en aquellas montañas, no se les conoce pariente alguno, viven cazando alimañas y se nutren de pescado crudo. Porque lo viví de cerca desde niño hasta ser hombre, a l crecer en esta comarca com o el hurdano más pobre. No más tinta corrom pida con cassette y con cámaras, que acabe tanta inm undicia contra la comarca hurdana. El hurdano de por sí es honrado y dócil, comparte lo que tiene con quien conoce. Es un trabajador incansable con fe en si mismo. Respetuoso con los


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demás. Pero violento al exigir lo que cree suyo y cuando se siente ofendido y humillado. Debido a su ignorancia reacciona sin pensar, bruscamente, aunque luego pueda llegar a ser muy comprensivo, tardando, eso sí, en asimilar el error co­ metido.

Estadísticamente el índice de criminalidad en esta época está muy por de­ bajo del resto del país. Puesto que obran con nobleza, no alcanzan ese extre­ mo, aunque sí se ven envueltos en disputas por un simple olivo o una linde, pero, no obstante, antes de llegar a las manos recurren a la demanda judicial y al cuartel de la Guardia Civil. Los hurdanos a pesar de su pobreza, cuando quien llega de fuera es co­ nocido, se abren al diálogo y entregan lo que tienen de corazón, pero si llega alguien a quien desconocen, le rehuyen, observan, callan y desconfían; pues muchos de los que han ido a las Hurdes, alcaldes y gentes de municipios, siempre prometiendo y ofreciendo, no sólo no han dado nada sino que se han llevado mucho y se han enriquecido a costa de la miseria de estas gentes. ¡Cuántas veces a los ancianos se les ha oído comentar que de los millo­ nes de pesetas que han salido hacia las Hurdes no ha llegado ninguno, puesto que no han pasado nunca de Cáceres! Esto y el ver tergiversada su forma de vida por múltiples escritores, que movidos por el éxito fácil, la fantasía, o por la política, no han dudado en degradar al hurdano hasta límites insospecha­ dos, es lo que ha provocado en él esa desconfianza integral hacia todo lo que llega de fuera. Si en toda España por esta época había un índice aún elevado de analfa­ betismo, con mayor razón existía en las Hurdes, carente de escuelas hasta que Alfonso XIII en 1922 las visitó y mandó construir carreteras y escuelas. Así se levantaron tres factorías: la del Jordán, en Nuñomoral; la de Alfonso XIII en las Mestas y la de los Angeles en Caminomorisco. En todas ellas se construyeron escuelas y viviendas para el maestro. La casa Cuartel de la Guar­ dia Civil con sus viviendas respectivas y el botiquín y la casa del médico. Re­ partidas entre los 43 pueblos entonces existentes, se hicieron 13 escuelas,


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aparte de las tres factorías mencionadas. Estas escuelas se ubicaron en Asegur, Casares de Hurdes, la Huetre, Cabezo, Ladrillar, Río Malo de Arriba, Río Malo de Abajo; Aceitunilla, Rubiaco, Vegas de Coria, Cambroncino, la Huerta y Sauceda. No obstante, a pesar de ser un avance importante, todavía quedaron m u­ chos pueblos sin escuelas, teniendo por ello los niños de estos pueblos que caminar de dos a seis kilómetros, con sus pies descalzos y cruzar ríos de aguas heladas en los meses fríos. De ahí que había días de hallarse las escuelas casi desiertas por las crecidas de. los ríos y arroyos que había que atravesar, o por tener que dedicarse a guardar chivos y ayudar a sus padres en las faenas del carboneo. Por lo que resulta comprensible el elevado índice de analfabetismo existente. Las fiestas solían coincidir con épocas en que había una cierta abundan­ cia de alimentos, y aún no era insoportable el problema de la subsistencia. La peor época para los hurdanos era hasta que empezaba a madurar el primer fruto: la cereza. En los meses de abril y mayo reinaba el conocido refrán: «En abril y mayo de hambre me desmayo». El cerezo era el primer árbol frutal que ayudaba a remediar el hambre. Los primeros en madurar eran los que se encontraban en la solana, siendo los más tardíos los del lado norte de las montañas, situados pues en la umbría, ya que es una parte donde en todo el invierno apenas daba el sol. Existían varias clases de cerezas: las negras, las embrunesas y las picotas. La guinda, se daba en menor cantidad, colorada y no tan dulce. El guindo cuyo fruto era similar a la cereza, por ser algo más pequeño que el cerezo se plantaba en los huertos. De ciruelas existían cuatro clases: la Claudia amarilla, otra alargada, de unos cinco centímetros, que se ponía al madurar de color rojo-morado; la en­ drina que era negra, y en mayor cantidad el bruño, muy parecido a la ciruela


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C la u d ia , p e r o c o n d is tin ta s to n a lid a d e s .

Conforme se terminaba este fruto aparecían ya las habas y las patatas tempranas, alguna lechuga y las manzanas, de las que existían varios tipos: la verde doncella, una de las primeras en madurar y muy dulce; la reineta y el melapio, que era el más tardío. Recuerdo que llegué a ver los tres tipos de manzanas en un mismo árbol, habiendo sido injertados por mi anteriormente. Los perales solían ser árboles muy grandes, llegando a coger de algunos dos o tres cargas. Había también tres tipos de peras: la temprana amarilla; la de agua y la de invierno que se conservaba hasta Navidad. Otros frutos que abundaban era la pavía, fruta amarilla y zumosa. El me­ locotón rojizo y el albaricoque. Las higueras se encontraban por doquier, pues eran fáciles de obtener de los hijos de sus troncos con raíces, e incluso se podía plantarla con una de sus ramas. Su primer fruto eran las brevas. Los higos además de que podían co­ merse en cantidad, servían para engordar los cerdos para las matanzas. Ade­ más los higos maduros, se cogían en cestos, y colocados en las grandes pi­ zarras de los tejados, eran pasados por el sol. Luego eran preparados, es decir, se les capaba, como allí se decía a doblarlos, dejando una hendidura en medio y rebozándolos en harina se conservaban para todo el invierno. En las frías mañanas con un puñado de higos pasos y un trago de aguar­ diente se entraba en calor. Apenas existían viñedos, pero había grandes parras enramadas en árbo­ les: castaños, encinas... Parras que solían dar hasta cuatro y seis banastas — hechas éstas de tiras de castaños— completándose con dos banastas una carga de caballería. Con la uva recogida se sacaba alguna tinaja para su uso y del orujo se sacaba el aguardiente. A las orillas del río habían grandes nogales, que llegaban a dar dos o tres sacos de nueces. Poco a poco estos árboles han ido disminuyendo en canti dad, pues al pagarse bien su madera, han ido siendo cortados y vendidos, en


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su mayoría los que eran más grandes, de los que algunos eran centenarios. El alimento primordial y salvador del hambre de los hurdanos, como ya he dicho anteriormente, era la castaña. Había castañas por todas partes: en la caída hacia los ríos y arroyos, en la cabecera de los huertos, en las vegas de helechos, a orilla de los caminos y carreteras, en los cerros y laderas donde se sembraba por ser tierra com ún... Se hacían semilleras, sembrados de las mismas castañas, que más tarde se in­ jertaban para darle la calidad que se deseaba. Había tres tipos de castañas: siendo la preferida la injerta, porque se pela­ ba mejor. Los otros dos tipos eran la reboldana y la gallega. Los erizos de las castañas suelen empezar a abrirse, cayendo éstas madu­ ras, hacia mediados de octubre. Como durante la noche con las heladas se abren los erizos y caen al suelo las castañas, había que madrugar y recogerlas antes de que al llegar el día pasasen los ganados. Desde muy joven tuve que hacerlo con lluvia, escarcha o como quiera que amaneciese. También tenía que recoger las que caían al río, metiendo pies y manos en el agua. 0 arrancarlas del suelo, al que estaban pegadas por el hielo o bien escondidas entre trigo o hierba mojada. Se me agrietaban los pies del agua y del frío. Más de una vez, al terminar y regresar a casa cargado con el saco al hombro y cestas en los brazos y manos, sentía ganas de llorar por el dolor de las uñas y de las manos que me había causado tanto frío. Durante el tiempo de la recogida, las castañas se comían en los hogares asadas y cocidas. Se solían secar en la cocina, encima del fuego a unos dos metros de altura, en palos cruzados de diez o más centímetros de grosor. Desde el desván o la escalera se colocaban sobre estos palos, cañas largas trenzadas y gruesas. De las más utilizadas en estas comarcas era la caña o tallo de bollunas — éstas se criaban en cualquier rincón de los huertos, sus raíces eran patatas, a las que se les daba el nombre de patatas bobas,eran dulzonas, no se podían comer más de una o dos porque empalagaban mucho, algunos las utilizaban para el ganado, por darles algún provecho. Esta caña de


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bolluna era más fuerte que la caña normal. Al trenzarla tomaba una gran resis­ tencia que soportaba el peso de las personas que vaciaban encima de ellas los sacos de castañas para su secado. Cuando ya se habían recolectado todas las castañas se iba dando vueltas hasta que estuviesen en condiciones de pilarlas, lo que se hacía normalmente al atardecer, entre varios vecinos, en un número que variaba, según la canti­ dad a pilar. Se ponía en el suelo un tronco de castaño de un metro de altura y unos cincuenta o sesenta centímetros de anchura. Se ataban sobre él mantas o sacos viejos mojados, para que al golpear el saco de pelo, que contenía las castañas, no sufriera desperfectos, con los repetidos golpes, que daban los dos hombres, colocados uno a cada lado del tronco; se sabía cuando ya se había separado la piel de las castañas por el ruido de los golpes. Se vaciaban en un montón, limpiándolas con una palangana o una pequeña artesa, que subía y bajaba para que el aire separase las castañas de las cáscaras, quedan­ do así limpia la verdadera pilonga. Que era un plato exquisito en estas comar­ cas. Para el desayuno se preparaban cocidas, tomando el caldo una tonalidad de chocolate y un sabor dulce. El que tenía cabras, le añadía leche, haciéndo­ lo más delicioso. En la comida del mediodía se solía poner un gran puchero de pilongas cocidas con un trozo de tocino, que las dejaba más jugosas y les daba mayor alimento. También solía llevarse al campo, como merienda, un puñado de castañas pilongas y un trozo de morcilla. En estos meses de invierno — como la castaña era ya el último fruto que se recogía— todo lo recolectado se encontraba ya en el hogar. En el campo sólo quedaban algunas hortalizas como la col, el repollo y el nabo. Los nabos se sembraban en gran cantidad. Se utilizaban cocidos para los cerdos. En la mesa de las casas sustituían a la patata, se añadían a los frejones — judías pintas con su vaina seca— también a las patatas, o combinados con garbanzos. Los pastores y los que nos veíamos obligados por el hambre comíamos algún nabo crudo, aunque no se podía satisfacer nuestra hambre con este alimento, porque a pesar de ser dulce, dejaba un picorcillo que evitaba el que


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se comiesen más de dos o tres. El repollo y la col también se preparaban mezclándolos con nabos, o con patatas. En las Hurdes por los años treinta solía ser peculiar el olorcillo a coles — las llamadas berzas — . Las patatas se comían mucho asadas, como merienda en el campo, co­ mida que tomé muchísimas veces, bien acompañada de media cebolla o con una puntita de tocino, que chupaba y chupaba para que me durase hasta el último bocado de la patata. La aceituna servía al hurdano como elemento de intercambio, pues se desplazaba hasta las mismas tierras de Castilla, donde la cambiaba por harina de trigo. La aceituna negra madura, se recogía a mano. Se le hacían varios cortes, se ponían bajo un chorro de agua, hasta que perdiesen su acidez. Se metían en grandes ollas de barro, echándoles sal y ajo hasta el momento de comerlas, en que se les picaba cebolla y vinagre, sirviendo así como segundo plato. La aceituna se recogía verde, se metía en ollas con ajo, cáscara de naranja, laurel y se dejaban así hasta el verano, de ahí que se las conociese co­ mo aceitunas de verano. La mayor parte de las aceitunas que se recogían se dedicaban para hacer aceite, para lo que se utilizaba el molino o prensa movido por agua del río. Se depositaban en los cortijos — pequeños cuadrantes que cada hurdano poseía dentro del recinto del m olino— tapados con helechos y piedras hasta llegar el momento de pasarlas por la presa; lo que primero se hacía era molerlas con una gran piedra redonda que giraba en círculo, movida por la fuerza del agua; esta masa pasaba a las capacetas de esparto, en las que al ser prensadas y añadir agua caliente quedaba ya separado el aceite de los carozos — restos que quedan en las capacetas, utilizados para los cerdos — . Aquellos que obtenían algo más de aceite la cambiaban bien por harina o por cargas de panes blancos de uno y dos kilos, que metían en tinajas para que se conservasen varios días. Los que conseguían menos cantidad, como


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necesitaban harina y pan reducían el gasto de aceite para sí, apartando un po­ co para el candil y el farol, y en vez de utilizar aceite para los guisos, se veían obligados a derretir tocino y mantecas. En la época de racionamiento, la Guardia Civil detenía a bastantes que in­ tentaban el cambio o bien contrabandistas. Muchos, hartos de trabajo, se quedaron sin harina y sin aceite. Un caso curioso muy comentado por todas las Hurdes, fué el de un pobre hurdano, que fue detenido con su borrico y la harina ya cambiada por el aceite. Le quitaron su carga y le dijeron que su caso estaba en manos del go­ bernador de la provincia. Ante esto el hurdano, ni corto ni perezoso, se des­ plazó hasta el Gobierno Civil, para ver al gobernador. Un ordenanza al ver su aspecto desarrapado y mal vestido no le quiso dejar pasar. Como el pobre hombre insistió y levantó un tremendo escándalo, repitiendo que quería ver al gobernador, lo consiguió finalmente. Le contó al gobernador como le habían quitado su harina, lo último que le quedaba para comer y su burro. El gober­ nador le dijo que estaba prohibido lo que había hecho, porque había raciona­ miento para todos. Que había que tomar medidas, pues había que ajustarse al racionamiento. El hurdano le contestó que de la ración sólo no se podía vivir, y más cuando había que trabajar muy duramente. El gobernador le comentó que él también seguía el racionamiento, a lo que el hurdano, mirándole le dijo que estaba demasiado gordito y colorado para estar siguiendo sólo la ración. El gobernador mandó que se le devolviese el burro y le advirtió de que a la pró­ xima vez que se le cogiese no se le daría ni la harina ni el burro y que sería en­ carcelado. En aquellos años difíciles se intentó el contrabando, pero como la Guardia Civil vigilaba constantemente, aquello que pudo ser un negocio no llegó a tal. Así los más necesitados tuvieron que ponerse a trabajar en el car­ boneo. Por todas partes se veía la humareda de las hogueras en las que se hacía el carbón de brezo. Debido a que estas montañas hurdanas son muy ricas en brezo. También abunda la jara de la que al quemarla sacaban el picón, que se


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vendía en sacos para los braseros. También esta mata se aprovechaba para hacer los betijos, para ponérselos a los chivos en la boca y así conseguir que dejasen de mamar de la madre. Además se utilizaban los pinchos de la jara, por ser duros, para clavar las colmenas de corcho o de alcornoque. En gran cantidad abundaba el chaguarzo, mata no alta, abierta y ancha que en primavera, por sus muchas flores, servía para la miel de las abejas. Mata que era también muy apreciada por las abejas, el ganado y por los habi­ tantes de las Hurdes era la carquesa, que por su flor de color amarillo fuerte se divisaba desde muy lejos. Las abejas tomaban de ella su miel. Las cabras se acercaban por ser su bocado exquisito. V la gente la valoraba porque al ser una mata apiñada, espesa y teniendo en su interior gran cantidad de hojas secas, que arden muy bien, se utilizaba para chamuscar el bello de los cerdos en la época de la matanza. Las madroñeras eran muy abundantes, aunque sus matas más grandes se criaban en arroyos y altas montañas. Sus madroños al estar maduros eran comidos por las personas y por el ganado, aunque no se tomaban en grandes cantidades por ser demasiado dulces. Y no faltaba quien recogiera este fruto con cestas para sacar aguardiente. Sus hojas secas cuando caían eran recogi­ das en sacos para ser utilizadas como cama para el ganado. En más de una ocasión entre estas finas hojas secas del madroño, s$ escondían víboras que picaban a las personas y al ganado. En las altas montañas y vaguadas existían las matas del fresno, del que se fabricaban las flautas y mangos para algunas herramientas. En las elevadas cordilleras aparecían algunos enebros, así como algún que otro alcornoque, del que se sacaba el corcho para las colmenas. Las encinas se hallaban por doquier. Incluso cerca de los pueblos se po­ dían ver grandes encinares centenarios, de los que se cortaban ramas en los días de nieve para llevar a los corrales como comida para las cabras. En los días de lluvia y frío, se podían encontrar dos clases de matas en las cabeceras de las huertas, que eran las preferidas por el ganado: el espinagato y los carrascos, pues con sus picos se le calentaba la boca al ganado.


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Sin embargo una mata que abundaba, pero que no la comía el ganado era el lentisco, de cuyo tallo se sacaba la torbisca, especie de tira que servía de cuerda para atar sacos. También como remedio para cortar la cagalera a las cabras, atándole un trozo de esta cuerda al rabo. Igualmente se utilizaba al capar los machos para atarles las bolsas, despues de sacarles las turmas y así evitar que sangraran, y además facilitaba el que al secarse cayeran solas — es­ to se hacía para que el macho engordase y poder venderlo por carne— . Lo que se hacía a menudo, en especial en verano, aunque estaba prohibido, era arrancar sus raíces poco profundas y gruesas, machacarlas y metiéndolas en un saco utilizarlas para matar peces, al pisarlas en la entrada de corriente de un charco para envenenarlos. Los peces primero se atontaban y luego morían, quedando boca arriba en la superficie. Pudiéndose coger así todos los peces del lugar. Esta mata era muy amarga por lo que siempre que se andaba con ella había que estar lavándose constántemente las manos.

Otra mata que ha sido a lo largo de los tiempos de gran utilidad, es el helecho, muy abundante en los lugares pelados donde existían grandes vegas. Ha servido desde muy antiguo para la cama de los pobladores de estas tierras. Que hacían una pared de unos ochenta centímetros de alto en la cabecera y en los pies, cruzando palos largos, o alguna tabla, echando encima helechos secos, y sobre estos las mantas de trapo o las primitivas de pelo de cabra. Tam­ bién el helecho era utilizado para los corrales como cama para el ganado y así poder sacar el estiércol. Después cuando se empezó a sembrar maíz se hicie­ ron jergas de lona llenas de hojas de maíz, por ser más suaves y no tener los palos del helecho. Había muchas zarzas, en especial en las paredes de los huertos y arroyos, de las que la juventud aprovechaba sus moras, así como las cabras tomaban sus puntas y hojas tiernas. En menor cuantía existía el romero y el tomillo. Una hierba que crecía en los grandes olivares próximos a las casas y que no las comía ninguna clase de ganado era la ortiga, que entremezclada con otras hierbas, daba su sorpresa al «tirar de los pantalones» — como allí se llamaba a hacer de vientre— , rozan­ do el culo y formando erupciones. Entre todas estas plantas de las tierras hurdanas, entre su maleza y sus bosques existía una gran variedad de bichos y animales salvajes.


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Con frecuencia hacía acto de presencia el lobo, que se desplazaba con facilidad de una zona a otra. Dándose el caso de matar cabras en el lado Sur, en el Casar de Palomero y al otro día atacar en la zona Norte en el Casares de Hurdes. Por ello aquel que mataba una loba o un lobo paseaba por los pueblos recibiendo dinero y distintos obsequios. La zorra era muy temida porque además de matar perdices, conejos, etc, se adentraba en los pueblos en las noches de lluvia y nieve, se filtraba en al­ gún gallinero y hacía de las suyas. Se la solía ver con frecuencia, en el verano, en los lugares donde había uvas. Se las atrapaba con cepos de hierro, cuya carnada era patas o tripas de gallina. Cuando se cogía alguna se invitaban unos a otros a comerlas y se secaba su valiosa piel para después venderla. El temido jabalí, por el día se adentraba por los bosques y levantaba con su hocico la tierra donde hubiese algún hormiguero. Por las noches se aden­ traba en los huertos causando grandes destrozos, tanto en el maíz, así como levantando la tierra donde hubiese sembradas patatas. El gato montés se dejaba ver menos que estos otros, no abandonaba los grandes bosques, al igual que la gineta. El conejo, sin embargo, abundaba por todas partes, también se les cogía con cepo, que se ponía allí donde se veían sus cagalutas, ya que el conejo acostumbra a soltarlas siempre en el mismo lugar y apartado de su madriguera. Las perdices siempre se veían en grandes bandos, se cogían con lazos de hilo fuerte, siendo el cebo una aceituna, que se colocaba en los lugares donde había toconas y trigo sembrado, después de haberse recogido la aceituna. También se las cogía frecuentemente con las trampas conocidas por arzuelos, fabricadas en madera, con dos tablitas sujetas con pelos de mulo, que se co­ locaban haciendo un hoyo en el suelo, sujetos con dos piedras, y recubriendo las tablitas con hojaresca. Al pisarlo se hundía y quedaba cerrado. A veces en los días de nieblas llegaban a caer hasta cinco y seis en el mismo hoyo. Yo fa­ briqué muchos de éstos, pues siempre había alguien que los quitaba. Estas perdices que atrapaba eran las que me servían para ahorrar algún dinero para poder colaborar con los mozos en las fiestas. Las perdices las mandaba a Ciu­ dad Rodrigo con algún vecino de mi confianza, que fuera a vender el carbón,


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para que me las vendiera. Y asi me traía unas quince pesetas por cada una. Lo que recuerdo que era muy difícil era atrapar los pichones, que en gran­ des grupos, hasta doce o quince, corrían alrededor de la madre. Los observa­ ba pero al intentar coger alguno, por su pequeño tamaño, y su color semejan­ te al de la tierra, escondían el pico y la cabeza en un terrón o en una hojarasca y casi los pisaba pero no los veía. En los grandes bosques y encinares habían palomas torcaces, mirlos y el pájaro conocido por el nombre de gallo del monte. En las altas rocas anidaban el buitre, la águilas reales, las águilas perdi­ gueras y otras aves de rapiña. En los viejos castañales y cerezos se oía el picoteo del trabajador pájaro carpintero, que hacía su nido, agujereando los troncos, en el interior. La oropéndola, hermosa ave de color amarillo y negro, que hace su nido colgado en las orquillas y puntas de las ramas a donde era muy difícil llegar. Estas al cantar parecían decir: «Castiga a los viejos. Castiga a los viejos». El cuco destacaba de entre otras aves porque se le oía desde grandes dis­ tancias. Sobre todo en primavera, en época de nidos y cerezas. Era un pájaro muy astuto que cuando anidaba en nido ajeno o se comía una cereza, repetía: « ya cucú, ya cucú». Entre los diminutos pájaros que abundaban en las Hurdes hay que hablar del tordo de plumaje gris pardo. Se le capturaba en lazos, después de la reco­ gida de la aceituna, momento en que estaban más gordos, siendo su carne muy jugosa. De entre las matas espesas de los arroyos surgía el canto del ruiseñor, profundo y embriagador, su tamaño era dim inuto pero su canto se oía rom ­ piendo el perpetuo silencio en las sierras y profundos valles. En las orillas de los ríos existía el pájaro picapeces, muy bonito, de varia­ dos colores. Subía hasta una altura de dos o tres metros para bajar en picado


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y atrapar un pez en las aguas cristalinas de estos ríos. Anidaba ahondando en la tierra en los barrancos terrosos, que encauzaban los ríos. Por las paredes de los huertos se veía entrando y saliendo con facilidad por los agujeros, la es­ curridiza comadreja. De su piel se hacían bolsitas para las monedas. También se veían muchos lagartos por doquier. Yo comí muchos, bien los que mataba la perra o los que yo cogía con piedras o con pinchos. Simple­ mente los asaba con un poco de sal y su carne me sabía exquisita. Abundaban las lagartijas, las salamandras, las culebras de agua y el bastardo; éste último llegó a asustarme en alguna ocasión, pues cuando estaban en celo llegué a verlos con el rabo en el suelo y su cabeza en alto, a un metro del suelo, y sil­ bando como verdaderos vaqueros. Culebra amarillenta y de tono ceniciento, muy amiga de la leche y del queso. Por lo que cuando antiguamente los pas­ tores ponían los quesos a secar en lo más alto de encinas y olivos, estos bas­ tardos conducidos por el olor llegaban hasta allí. Así como cuando las cabras estaban sesteando a la sombra de los árboles, con el calor del mediodía, apro­ vechaban para mamar la leche de las cabras. Por todos era conocido, el que como mamaba muy suavemente, la cabra no se enojaba, sentía alivio, pues los bastardos lo hacían más delicadamente que los propios cabritos. No eran peligrosos, pues sólo bastaba la presencia del hombre para que ahuyentase, en el mismo instante, al animal que huía y se ocultaba. Sin embargo, había otras culebras en las grandes rocas que sí eran muy peligrosas, así la víbora que picaba con frecuencia a las cabras, sobre todo en las patas. Muchas veces tuve que pinchar la inflamación, que le aparecía a la cabra después de haber sido picada, con un pincho hecho de jara, apretando hasta sacar el veneno y así poder salvarla. También con mucha frecuencia se veían los alacranes, debajo de cual­ quier piedra, o las tarántulas o el escorpión. En las lagunas con mucha frecuencia se veían la rana y el sapo de agua. Pero también existía el sapo de tierra, uno de los portadores del «encontrao». Cuando se llenaba parte del cuerpo de granos con picores, se sabía enseguida que a través de alguna lagartija o sapo, se había cogido el «encontrao». Inme­ diatamente se volvía la camisa del revés, porque decían que así se espantaba. El hombre volvía del revés su ropa interior, que era únicamente la camisa,


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pues calzoncillos apenas se utilizaban, si acaso algún funcionario. Y si le ocurría a una mujer se ponía al revés las enaguas. Se intentaba indagar cómo se había cogido, si bien en un lugar donde se estuvo sentado, quizá si alguno de estos bifchos había pasado por alguna prenda puesta al sol. Se solía decir al que tenía el encontrao ciertas frases: «Fuera encontrao, / s i es de lagartija ve­ te a la rendija. / S i es de culebra o culebrón / vete al bucarón. / Y si eres de gallina / vete a l gallinero». Le hacían señal de la cruz. Y algunas veces se qui­ taba — otras tardaba en desaparecer— bien gracias al ritual o por sí sólo. El santo rostro también producía el encontrao, era un animal parecido a una lagartija, de cabeza más ancha, muy oscuro y aplastado. Habitaba en especial entre las paredes y tejados de las viviendas. Su aspecto era repug­ nante. Otros remedios caseros que se utilizaban por aquella época eran, por ejemplo, para las altas fiebres, y calenturas los chochos amargos, había que tomar siete, uno cada día en ayunas, tragados enteros. Cuando dolía muy fuerte la cabeza, se pensaba en el mal de ojo y se usaba como remedio cocer raíces de ortigas, para que se eliminase la sangre mala que subía a la cabeza. Un mal que aquejaba a los niños era el llamado «caídos de la luna», se lla­ maba así a los niños que padecían un diarrea continua. Cuando los veían des­ hidratarse solían ponerles colgados los cuernos de la luna, que tenían forma de media luna y eran de chapa, cobre o metal, que se prestaban unos a otros en caso de necesidad. Si con este medio no cedía, recurrían al doctor más próximo, quien ante la sentencia de los padres de que el niño se había caído de la luna se sorprendía y se burlaba de ese dicho, el doctor acostumbraba a contestar que si el niño se hubiera caído de la luna ya no estaría vivo. Como cuenta Leandro de la Vega, en aquella época: «¿as enfermedades endémicas proliferan, y es frecuente el latigazo epidém ico abatiendo a unas gentes que no tienen más defensas frente a ellas que un puñado de inocentes remedios caseros, s i incapaces de curar, no tanto de acelerarla agonía». A consecuencia de su ignorancia, y a pesar de que salían fuera a las siegas


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y al pordioseo, los recursos internos eran escasísimos, por lo que los hurdanos recurrieron al negocio de los «pi/us». Descubrimiento que pasó a ser una ver­ dadera fuente de ingresos. Los «pi/us» — como ellos los llamaban— eran los niños expósitos aban­ donados por sus padres y dejados en los tornos de las Casas de Cuna de las que habían de partir para su crianza de lactancia hasta los seis años, edad en la que eran devueltos a las Casas Cunas de las que procedían, para pasar ya a ser prohijados. La explotación de los «pi/us» en las Hurdes empezó hacia 1890, por estas fechas, por cada niño criado en su lactancia las nodrizas cobraban sesenta céntimos diarios, pasando después a una peseta en 1906, a dos pesetas hasta 1910 y a partir de este año hasta tres pesetas diarias. Aunque existía una irre­ gularidad en los pagos muy fuerte. Pues el dinero no llegaba trimestre tras tri­ mestre. Así dice Pérez Mateos en su obra «¿as Hurdes, C/amor de Piedras» «La D iputación de Cáceres debía a /as nodrizas hurdanas en M arzo de 1905 e/ segundo y tercer trim estre de 1893; el prim ero y segundo de 1894, /os mismos del 95, los años de 1898 al 1901 y el cuarto trim estre de 1903, y para colm o de desdichas, cuando las nodrizas reclam aron sus derechos la D iputación envió un escrito el 24 de octubre de 1906 en el que se decía que en un plazo im ­ prorrogable se presentaran en Cáceres todas las nodrizas. ¡Era desconocido a llí el núm ero de expósitos que subvencionaba! Para ju s tific a r las deudas, las mujeres tuvieron que sufragar los gastos de un viaje costoso (12 leguas p o r térm ino medio)». Con el deseo de subsanar sus endémicas economías, era muy frecuente que una misma familia llegase a tener dos «pi/us» a su cargo a la vez, o bien, antes de entregar uno sacaban el otro. Los trámites para sacarlos eran sen­ cillos: sólo se precisaba tener buena salud. Algunas nodrizas se valían para obtener el niño de una hermana o una vecina de buena presencia y que estu­ viese criando. Como les faltaba alimento hasta para sus hijos, generalmente, el «pilu» era alimentado con leche de cabra. Todos estos niños expósitos que llegaban a las Hurdes procedían de cuatro Casas de Cuna: de Plasencia, de Cáceres, de Ciudad Rodrigo y Sala­ manca. Plasencia y Ciudad Rodrigo proporcionaban el porcentaje más alto,


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por ser las más cercanas. De 1890 a 1925 — años en que más expósitos hubo en las Hurdes — llega­ ron a existir alrededor de unos 2.000 «pi/us» entre todas sus comarcas. Proce­ dían aproximadamente: un 50% de la Casa Cuna de Plasencia, un 30% de la de Ciudad Rodrigo, un 12% de la de Cáceres y un 8% de la de Salamanca. Si era fácil para las nodrizas conseguir un niño o niños para criar en su lactancia, más fácil aún lo era para prohijarlos cuando eran devueltos a la Casa Cuna con seis años. Todos los trámites y papeleos se reducían a elegir un niño de entre todos los que se les mostraban, abrir una cuenta con cincuenta pese­ tas en una Caja de Ahorros y ya era suyo, sin comprometerse más que a man­ tenerle y educarle según su clase y sus facultades — lo que era tan ambiguo de por sí que permitía desligarse de todo compromiso — . Teóricamente debería haber existido una inspección que comprobase el buen trato y formación de los expósitos, pero como realmente en la práctica no existió, esto permitió que el hurdano prohijase al expósito con el único motivo de explotarle. Los pobres se servían de ellos para el pordioseo «Denme una limosna, p o r e/am or de Dios, que no tengo padres». Los ricos los utilizaban desde muy niños como criados, para todo lo que había que hacer en la casa y en los huertos. Los expósitos que primero llegaron a las Hurdes, hacia 1860, fueron en su mayoría niñas, debido a la escasez de hembras existentes por aquel entonces. Esto se comprueba al consultar los libros parroquiales, teniendo en cuenta como prolifera el apellido Iglesias - que es el que daban las Casas de Cuna a los expósitos— y los casamientos que se producen. Así se observa como va expandiéndose este apellido por los distintos pueblos. A partir de 1880 co­ mienzan a llegar cada vez en mayor proporción los expósitos varones. En 1922, cuando Alfonso XIII visitó las Hurdes, al ver tantos niños expósi­ tos descalzos, semidesnudos y desnutridos, mandó que inmediatamente fueran devueltos a las Casas de Cuna. Se hicieron tres grupos de dieciocho a veinte niños de ambos sexos, pasando las niñas a la Casa Cuna de Cáceres, Colegio Provincial La Milagrosa, y los niños al colegio San Francisco, también


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en esta ciudad. Todos ellos habían sido sacados de las Hurdes Altas. Aunque fueron pocos al menos ellos se libraron de la dura explotación qué por ende tuvieron que soportar los que se quedaron y los que más tarde se trajeron, pues se continuaba prohijando expósitos para los que ya no había ninguna redención, puesto que nadie iba a preocuparse por ellos y el Rey no volvió ya más a estas tierras del Norte. Tras veintiún años de una vida llena de trabajos y sacrificios, estos expó­ sitos eran llamados por su quinta para cumplir con el ejército; al ser en su mayoría analfabetos — el índice entre ellos de analfabetismo era de un 95% — se sentían inferiores y acobardados en las grandes ciudades a las que habían sido destinados. Al hablar el verdadero dialecto hurdano, el resto de los solda­ dos se reían de ellos. Por lo qqe no se atrevían a reengancharse en el ejército, ni a intentar encontrar trabajo en la ciudad. Se licenciaban y no hallaban otra salida más que regresar al terruño, con la esperanza de recibir algo de los que habían logrado aumentar con su esfuerzo. Los que habían sido prohijados por familias pobres compartían la misma miseria que los hijos de éstas. Algunos se casaban con las hijas de los que habían sido sus prohijantes, o con hospicianas, juntando entre ambos algún pequeño huerto en el que dejarían los huesos. No obstante, los prohijados por familias ricas también volvían, pero sin esperanza de recibir nada. Sólo les quedaba la esperanza de casarse con una moza que tuviese algún huerto, y con su trabajo conseguir alguno más y así forjar una hacienda. Esto le sucedió entre otros muchos expósitos a Pedro Alviz Rosado, del que yo aprendí la lección para no volver a las Hurdes al li­ cenciarme. Su caso es el siguiente: nació el día 14 de enero de 1914. Le ingre­ saron en Casa Cuna de Plasencia y luego le llevaron al pueblo del Cerezal para su lactancia. Cuando en Julio de 1922 el rey visitó estas comarcas, fue uno de los que ingresaron en San Francisco de Cáceres, y en Diciembre de 1930 fué prohijado por Florentino Segur, para ser implacablemente explotado, traba­ jando muy duro, tanto con el ganado como en las fincas y en el hogar. Cuan­ do le llegó el momento de tener que cumplir con el ejército se fue esperanza­ do, pues pensaba que a su regreso sería recompensado por todos sus trabajos y así poder formar su propio hogar con su prometida Donatila — hija del herre­


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ro de Nuñomoral — . Todos los permisos que tuvo en el ejército los pasó traba­ jando duramente en las fincas de su prohijante. Sin embargo, cuando volvió con 23 años, acabado el ejército, y preguntó sobre cuáles eran sus derechos, se encontró que sus prohijantes sólo le habían puesto el mínimo exigido al sa­ carle del Hospicio, que eran 50 pesetas en una cartilla en la Caja de Ahorros de Cáceres. De los doce años que estuvo trabajando para ellos, sólo obtuvo lo que le rentaron las 50 pesetas. Retiró en total 70 pesetas de dicha cartilla, fué el único pago que obtuvo por sus esfuerzos. Sus prohijantes, como sabían que tenía novia, que deseaba casarse y empezaba a exigir sus derechos, antes de verse comprometidos a tener que darle algo, optaron por echarle con calumnias a la calle. Así, a los 23 años, se encontró sólo en la calle sin nada; gracias al cariño que le tenía la familia de su novia le admitieron en su casa hasta que se casaron. Y entre los pocos huertos que heredó su mujer y su gran deseo de lograr un hogar digno donde no faltase el alimento diario, fue aumentando poco a poco sus fincas, con miras a librar a sus descendientes de la situación en la que él se había visto. La vida de este hombre no fué un hecho aislado en esta época sino que tomó los mismos cauces de la de muchísimos expósitos hurdanos. Hubo quien fue declarado prófugo a sabiendas de sus prohijantes, sólo por el ansia de éstos de seguir beneficiándose del fruto de su trabajo. Otros, al ser ambos expósitos y querer casarse, se encontraron en la calle sin nada, expulsados de los hogares explotadores que, al no poder obtener ya nada más del «p ilu », les estorbaba. O bien, cuántos expósitos se vieron marginados, despreciados y no con­ siderados dignos para formar un hogar propio, eran rechazados por el mero hecho de ser expósitos, sin importar su valor personal y su gran capacidad de trabajo. Desde siempre ha existido, a la hora de elegir pretendiente, el egoísmo de las propiedades, pero al ser expósitos, además había que enfrentarse al des­ precio que se hacia a su persona a causa de su procedencia. La frase uno es más que un pilu» ha arrancado de cuajo, año tras año, las ilusiones de la ma­


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yoría de ellos. Hallarse inmerso en un hecho social como éste, de tan grandes repercu­ siones individuales y sociales, y no dar testimonio de él, o no intentar analizar­ lo y, por supuesto, no sacarlo a la luz, y mostrar a todos la vigencia que ha te­ nido, me parece una irresponsabilidad por parte tanto de escritores y autori­ dades, como de aquellas personas cultas que, siendo conscientes de él, han preferido marginarlo y no poner remedio por aquellos años a una situación de injusticia tan desmesurada como ésta. Al vivir esta explotación en mi propia carne, sabiendo lo que supone ser expósito, y además caer en las Hurdes, he creído necesario dar testimonio de ello. Porque si bien, según la familia que te prohijase, así era tu suerte, en las Hurdes sólo había una suerte: la miseria y ser concebido más que como un ser humano como una bestia de trabajo. Por eso, hablar de la vida de un «pilu» hurdano es mostrar la de todos ellos. De ahí lo sencillo que resulta revelar su verdadera configuración social a partir de las propias experiencias y de las del resto de esa comunidad. Por este motivo yo, como un pilu hurdano más, al contar mis recuerdos de aquella época, mostraré al desnudo la degradante si­ tuación que acaecía. Poesías en el lenguaje que aprendí desde niño en el corazón de las Hurdes, Nuñomoral

Desde la Capital Cacereña m il novecientos treinta, a Nuñom oral entre montañas m ontado en una bestia. A las dos de la mañana con frió, sueño y asustado, llegué a la comarca hurdana por un avaro prohijado. Sólo contaba seis años, dolorido en mis entrañas, cuando me vi entre extraños entre cerros y montañas.


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Pasé a dorm ir en el suelo bajo pizarras en el desván, con el frío de los hielos no cesaba de tem blar. M is ropitas se rom pieron, jurdano me fu i sintiendo, pronto me vistieron con sobrantes y remiendos. Pasé a la albarca del zapato del castellano a l hurdano, de recibir norm al trato a recibir trato inhum ano. Me sentía triste y dolorido a pesar de ser tan niño, m altratado y m al nutrido explotado y sin cariño. El m undo se me venia encima con aquel cam bio tan grande, para adactarm e a nueva vida a sus costum bres y lenguaje: Creciendo con otros dagahnos com o un jurdano cualisquiera, a la juerza me jicie ron saltar las canchaleras. Pocas vecis, quicias ven ti, me ejaron d il a la escuela, pa ja ce l vel a las je n tis 'me jarían hom bri de letras. Me ecía Anselm o no ta jines no te silb i dah gueltas.

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al m ete/m i en las jurdís m í suerti ya esta jecha. M entrís tanto pasaban mesis yo ajogao de jie lis lloraba, sin cariño entre estas jentis a su miseria me amoldaba. Un m ocito me iba jaciendo y me ¡acia mis ilusionis, cuahdo juera ase/ soldado ejaña estas regionis. Me citarón pa tallalm i quinto del cuarenta y cinco, ya me jacía mis ilusionis y vería un m undo distinto. Juim os ocho de las jurdis al cuerpo de caballería, temerosos a los M adrilis yo rebosanti de alegría. Icin que es un cuerpo m u malo algunos encom entandolo ecian, al velm i libre de sel explotado pa M adrid ije viva la caballería. Por malu sea esi regim iento peor es m orir tuyio a palos, entre sierras como un jum ento sin juerzas pa contarlo. Llegamos a los M adrilis andando castellana y gran vía, los mis ojos como dos candihs no estaba seguro lo que veía.


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Ya en el cuartel de Conde Duque nos m iram os desorientados, form ados en un patio grande p o r escuadrones destinados. A q u í tres años pasaban y el ejército cum plido, siete licenciados m archaban ju n to a sus seres queridos, yo nueva vida empezaba por M adrid deambulaba a recuperar mis años perdidos. Dejaría de ser explotado como en toda m i juventud, al trabajar sería pagado sólo a Dios pedía salud. Por jesu pío al C rito bendito me ayue a teneljuerzas, pa sel hom bri de m undo y salíI de m i pobreza, y pasea/mi p o r los M adrilis como las gentis de letras.

TESTIMONIO DE OTROS EXPOSITOS

Los pilus como fuente de riqueza llegaron por miles a las Hurdes. Por ello dando testimonio de esto presentaré al menos algunos casos de otros expósi­ tos hurdanos. Un primer caso puede ser el de Pedro Alviz Rosado, al que ya me he refe­ rido anteriormente, fue prohijado el mismo día que yo, del mismo hospicio y llevado, también, a Nuñomoral. Era mayor que yo, por eso estaba en otro de­ partamento del hospicio y no nos habíamos conocido. Había sido prohijado por Florentino Segur, cuñado de Juan Panadero, pero no se llevaban bien.


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Estuvo desde un principio cuidando cabras y trabajando mucho, sus ne­ cesidades no contaban para nada. Cuando quiso formar un hogar le dijeron que sólo tenía derecho a cincuenta pesetas. Cuando vino del ejército le echa­ ron de su casa, así le pagaban todos sus trabajos y sufrimientos, gracias a la familia de su novia salió adelante. Hablando él también me cuenta cómo tuvo que soportar un trato descriminatorio por parte de su prohijante y de sus hijos. En la casa había buena ma­ tanza pero no para «e l p ilu ». Todo lo bueno estaba vedado para éste. Facundo Cestero Guillén, persona muy apreciada por estas alquerías, también compartió esta suerte de hospiciano. El mismo me cuenta: «Alnacer, m i madre m urió de parto, a m i padre no le conocí porque a l m orir m i madre me llevaron a la Casa Cuna de Cáceres, de a llí me sacaron con escasos días para criarm e en m i lactancia aquí en Nuñom oral. Estuve aquí hasta 1922 cuando visitó el rey A lfonso X III estas tierras, yo tenía entonces doce años, al vernos a los expósitos descalzos y m al vestido mandó que nos llevaran a la Casa de Cuna de Cáceres. En la prim era partida fuim os dieciocho entre niños y niñas. Las niñas fueron llevadas al Colegio de la Inmaculada y los niños al Colegio de San Francisco. Luego llevaron dos partidas más. A llí estuve hasta entrar en quinta en 1930. A l ejército no fui, me quedé excedente de cupo. Como tenía veinte años y el que había criado me escribía que viniese, volví aquí. Este tenía cinco hijos. El trato te lo puedes imaginar, la vida de aquí, m al vestido y trabajar m uy duro.

Cuando quise casarme me dieron cincuenta duros que tenía en una car­ tilla. L uego me hice A lguacil del pueblo. Todos sus hijos fueron casándose y yo me quedé sólo con el m atrim onio. Más tarde con m is esfuerzos, lo poco que pude ahorrar de lo i de Alguacil, com pré dos huertitos, me constru í un huerto en el Arroseco y me casé. Tu padrastro había construido una majada para las cabras más abajo de m i huerto, tu me sacabas las patatas de los surcos para asarlas y comértelas. ¿No sé si tu lo recordarás?. Pero a m i no se me olvida, porque yo también, ha­ bía sabido lo que era necesidad y lo había hecho com o tú. Nuestra salvación


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estaba cuando había fruta, patatas, castañas o algo en las huertas, donde ha­ bía cogía para m atar el hambre. Anselm o tu bien lo sabes, ambos fuim os testigos y cautivos de estas H ur­ des, y nos sobraba el hambre. He tenido ocho hijos, p or ahora van dieciseis nietos y sigo trabajando pues aq uí no queda más remedio». Dos expósitos que se casan: en Rubiaco, un caso excepcional por ser dos expósitos que no tenían nada, arrojados a la calle más que con lo puesto y sin amparo de nadie. La señora me reconoce porque había vivido en Nuñomoral, aún recuerda cuando a mi me llevaron allí de pequeño y estimulada por mi me cuenta: « Yo me llam o M aría del Pilar Iglesias, tengo sesenta y seis años, fu i sacada de Casa Cuna de Ciudad Rodrigo p o r unos vecinos de N uñom oral que vivían en el barrio del Encinar. Me trajeron de cuatro días y me criaron, cobraban dos o tres duros al mes po r criarme. Luego como no tenían m uchacha se quedaron conm igo, hasta que fu i mayor. Tenían dos hijos en N uñom oral que usted co­ nocerá. Pero cuando me quise casar no me dejaron que me llevara nada de nada. Yo fu i como un piojo. Para ellos sólo era hermana para lim piar y traba­ jar. No recibí nada de ellos y me quedé en la calle».

El marido Don Joaquín Expósito Iglesias, de setenta y dos años, nació en Pozuelo de la Villa del Campo, llevado a la Casa de Cuna de Plasencia. El tam­ bién me cuenta: «De días me trajeron a Rubiaco, donde me criaron hasta de pequeñino, me llevaron a la Casa Cuna de Plasencia y de a llí me trajeron de nuevo a Rubiaco para quedarse conm igo. Tenían dos hijas mis prohijantes, y así hacía yo de hijo» Interviene la señora: «S i coincidim os en todo, le pasó com o a mi. Se m urió su madre y no le dejaron nada», dice el marido: «N i mantas me dejaron». Rién los dos a carcajadas contagiándome a mi también. La mujer de nuevo es la que habla: «El ser expósitos, no tener ninguno nada y vernos solos en la calle nos ha valido para luchar unidos y conseguir unos huertajos para ayuda de vivir y criar a nuestros hijos».


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Me fijo en las paredes y veo ocho cuadros, todos ellos en trajes nupciales de sus hijos, todos casados, viviendo fuera de las Hurdes. La casita es peque­ ña y de paredes bajas. Pero lo que han hecho es muy grande. Me maravillo al verles y les digo que esto se puede mostrar al mundo entero, dos expósitos re­ chazados por todos y que han formado un hogar digno. Ahora es el jefe de la casa el que habla: «Si señor damos ejemplo hasta al mismo gobierno, sacar estos hijos adelante sin nada y en estas Hurdes. Ahora vivim os de trabajar algunos huertejinos que pudim os ir com prando con el tiem po porque del Estado no pudim os cobrar nada, cuando quise arreglar los papeles me dijeron que pasaba del tiempo».

Ya despidiéndome les dije que así era la vida, de niños no teníamos dere­ cho por ser de padres desconocidos y de mayores por unas cosas o por otras tampoco, sólo no quedaba pedir a Dios salud. Otro expósito también criado en las Hurdes, muy conocido en estas tierras por su fama de tamborilero. Tras recordar tiempos pasados me cuenta: «N ací en Acebo, me pusieron en una puerta en el pueblo de Perales, al pasar los mozos haciendo la ronda pisaron mis envueltas y yo empecé a llorar. Me recojieron m etiéndom e en aquella casa, bautizándom e y poniéndom e el nom bre de Ciríaco Cordero Expósito. De a llí me llevaron a Casa Cuna de Plasencia. A los pocos días me trajeron para las Hurdes, para criarm e de lactancia. Y me quedé, a llí estuve de criado con Florentino Segur, el cuñado de tu padrastro. A l traeros a tí y a Pedro me echaron. Luego anduve p o r ahí rodando p o r Pla­ sencia y Cáceres, hasta que me ju n té con la m ujer que tengo hoy. Una faena que está relacionada con tu padrastro, es que cuando tenía que entrar en quinta, cuando llegó el oficio, no me lo dijeron y me declararon prófugo, entonces estaba sirviendo donde Florentino, tuve que salir arreando p o r las sierras hasta Plasencia. Fué tu padrastro el que me hizo esta faena, al devolver el oficio, pues estaba enemistado con Florentino. Y tuve que estar cinco años viajando a Cáceres. Hoy tengo cuatro hijos y también me ha tocado rodar m ucho como a ti». Al preguntar en el pueblo de la Huerta si había algún hospiciano, varios


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dijeron que sí, que los había viejos y jóvenes. Un anciano que estaba junto a mi me dijo: «Yo soy un pilu, me llam o M ateo Tarnacón González, nací en Aldeanueva de la Vera, y la prim era investida que me hizo m i madre fué echarme en la pila de los Iechones para que me com ieran los cerdos. De com o me salvé, pues yo creó que las noticias corren todas y San A ntonio Bendito me guardó. Me recogió un hom bre que se enteró y me bautizó. Me puso los apellidos de m i madre sin saberlo ella. Me llevaron a Plasencia, y me trajeron a este pueblo de pequeñino. Me he criado aquí y he trabajado m uchísim o hasta que fu i a l ejército. Me tocó el regim iento de Cantabria y a otro de este mism o pueblo le tocó al regim iento de Bailen, quien me dijo que fuera a su regim ien­ to, que había un soldado que era de la Vera; hablando con él; me dijo que yo era hijo de Concepción Tarancón que tenía muchas fincas y era m uy rica. Cuando tuve que sacar la partida de nacim iento para casarme, con un borrico que me dejaron llegué al alto de Aldeanueva. A llí me encontré con Gregorio, el m ilitar, que luego todavía no se ha m uerto. A l otro día era dom in­ go, me pasee p o r todo el pueblo y la m ocedad por la cara me sacaban que era hijo de m í madre, la cual no estaba a llí sino en Granadilla donde tenía un her­ mano secretario.

Todos me miraban y se sonreían. Todos m urm uraban «mira el hijo de la Concepción». Pero m i madre le había untado las perras a todos para que no dijeran nada de que yo era hijo suyo. Estando en el casino, se presentó un hom bre hablando en plata, era el que me había hecho a mi, el que tenía que haber sido m i padre, pero aquel como era de p o r alto — pues era el veterinario de Aldeanueva— ya se sabe. Se presentó con un niño en los brazos y le preguntó a Gregorio que quien era yo, pero com o Gregorio no tenía papas en la boca, le dijo que era un chico que él sabía bien de quien se trataba. La prim era exclam ación del veterinario fue clara: «Sí, pero si decían que se había m uerto». A lo que yo contesté que no me había m uerto y que estaba aquí bien presente. A continuación se presentó un prim o mió, que le dice al Gregorio que porque me traía aquí, éste le respondió que yo era su prim o o lo que fuese y que quería conocer a su madre.


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El prim o me sentenció que como no trajese las cosas bien arregladas no sacaría nada. A lo que le dije, que no sacaría nada, pero que yo como tenía mas vergüenza que m i madre, venía sólo a conocerla, pues ella no se había preocupado de mi. Me volví para casa. Pero a l poco tiem po tuve que volver a sacar una fe de vida. Esta vez si estaba ella y haciendo la matanza. Y p o r m iedo a que yo fuese a pedir algo había hecho la venta de las fincas a las sobrinas. Gregorio me acom pañó a la casa de m i madre, quien salió hecha una fie ­ ra. A ésta había que haberla quemao. Tan guarra era, que salió con las manos llenas de pim entón de la matanza. Amenazó a Gregorio y nos echó de allí, diciendo que llamaba a la Guardia Civil, y que si no nos Íbamos p o r las buenas seria p o r las malas. Y yo no quería n i caldo, n i lata, no quería nada, n i a m i ma­ dre, n i a la madre que la parió. Y me vine para casa. Cuando me casé aquí, para los que había trabajado tanto nada me dieron, se portaron m uy mal. A quí hemos vivido trabajando mucho, viviendo vida de perros, pasando m ucha hambre, pero gracias a Dios nunca tuve enferm edad grave, sólo una pulm onía que me pudo costar la vida». Otros me contaban también casos parecidos, de todas partes expósitos con vidas más o menos duras. Algunos me conocían, aunque la mayoría no, aunque por esto no dejaban de explicarme por lo que habían pasado.

A un anciano le tentó la curiosidad por saber donde me había criado, al decirle que en Nuñomoral y con Juan Panadero, se echó la mano a la cabeza y soltó una frase que se me quedó gravada: «Coño, coño, coño..., no fue lo malu veni usted a las Jurdís, lo peor fue en las manos que calló, probe de us­ ted, no pudo caer en otro p io r en todas las Jurdís». Y me pregunta si al menos como era de los ricos me había remediao bien para casarme, a lo que por su­ puesto no me quedó más remedio que responder que ni las gracias por mis servicios prestados.


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MI TIA TOMASA, HOSPICIANA COMO YO:

Mi tía Tomasa y yo emparentamos al ser ella prohijada por el padre de mi prohijante. Yo había notado en ella algo diferente a los demás cuando llegué en 1930 a Nuñomoral. Sus palabras y sus besos se me grabaron para siempre, pues eran distintos al resto de la familia. Con el transcurso del tiempo, pude saber que era una hospiciana prohijada dentro de la misma familia y en las mismas condiciones que las mías. Recién nacida fué llevada para ser criada en su lactancia desde Casa de Cuna de Plasencia al pueblo de Aceitunilla. Fué llevada por un matrimonio, del cual el marido enviudó y más tarde se casó tres veces, llegando a tener cinco hijos y tres hospicianos, siendo Tomasa uno de estos últimos. Al contar seis años, el que la tenía en lactancia, como era ahijado del padre de mi prohijante y por su amistad, lo arreglaron todo para su prohija­ miento. Tomasa conforme crecía cada día tenía que trabajar más y más, ya que el matrimonio tenía cuatro hijos varones y al ser élla la única hembra, le tocó ha­ cer todo en la casa. Al casarse unos, marcharse otros y morir el abuelo, ha­ biendo la abuela perdido la vista tuvo que quedarse con ella para cuidarla. Así fue como la conocí en 1930. Me contó que quiso salir muchas veces a trabajar fuera de las Hurdes, pero nunca la dejaron. Y así se quedó dentro de estas tierras toda su juventud. Esta mujer inteligente, que hablaba un castellano perfecto, activa, guapa y gran cocinera, maravilló realmente al doctor Alviñana en su destierro y al séquito del rey Alfonso XIII. Cuando marchó Albiñana de su destierro para Madrid, mi prohijante y su familia, incluido yo, pasamos a vivir en esta casa «La Casa Grande». A Toma­ sa le dieron para vivir una casa que daba a la parte trasera de la grande. Pensé que había tenido suerte en su prohijamiento, pero al partir los bie­ nes de la abuela, la casa pasó a ser ocupada por una de las herederas del que


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fuera fusilado en los años de la guerra: Francisco Segur. Tomasa tuvo que alquilar una vivienda quedando en la calle. Sólo le que­ daba un cachito de huerta. Esto me disgustó mucho, ni un sólo «p ilu » se salvaba de este fin tan tre­ mendo. Salió adelante con algún que otro huesped. Uno de ellos, contratista de carreteras, valorando los méritos de esta mujer, se enamoró de ella. Se casa­ ron y se la llevó más tarde a Salamanca, de donde era él. Gran hombre que conocí en algunas visitas que hizo a Madrid. Ambos me apadrinaron en mi bo­ da con Andrea en Villamiel en 1951.

NUEVAS LEYES:

Como el fin que ha prevalecido en mi vida ha sido el luchar por conseguir que las condiciones de los expósitos se mejoraran y tuvieran una reglamenta­ ción justa y adecuada, de ahí que me haya sentido satisfecho por las modifica­ ciones sufridas por el Código Civil en determinados artículos de adopción. Un paso importante fué la redacción de la ley del 24 de Abril de 1958: «Sólo podrán adoptar plenam ente los conyujes que vivan juntos, procedan de consuno, lleven más. de cinco años de m atrim onio. La adopción plena preten­ de crear una situación fam iliar, de alguna manera análoga, a la que dimana de la paternidad legitim a, se exige que los adoptantes sean cónyuges y que adopten conjuntam ente la fortaleza del vinculo que crea. Aconseja reservar esta form a de adopción no sólo a los m atrim onios sin hijos, sino exigir además cierta probabilidad de que no llegarán a tenerlos. A ta l fin se requiere que los conyujes, han de quedar som etidos a la regla general de no tener al tiem po de la adopción hijos legítim os o naturales reconocidos y lleven al menos cinco años casados, así se evitan posibles adopciones precipitadas en los prim eros tiempos del m atrim onio». Se superaba por tanto con la distinción entre dos clases de adopción, plena y menos plena la ley única de adopción de 1889.


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El paso decisivo en este terreno ha sido la ley 7/1970 del 4 de Julio, de modificación del capítulo V y del título VII del Libro I del Código Civil sobre adopción. Aprobándose párrafos de los artículos 173 y se aprobaron los artí­ culos que van del 174 al 178 incluido. Esta ley mantiene la distinción que, ya establecía la ley de 1958, entre dos clases de adopción, la plena en la cual se fortaleció considerablemente el vínculo jurídico entre adoptante y adoptado a cambio de restringir la posibilidad de acceso a esta situación; y la adopción menos plena cuya denominación es sustituida por la de «A dopción simple». Se rebaja la edad exigida al adoptante que pasa a ser ahora la de treinta años, bastando que uno de los cónyuges haya alcanzado esta edad. Se bosqueja un concepto del menor abandonado en términos que hacen innecesaria la referencia a la figura anacrónica y peyorativa del expósito. Se reduce el tiempo requerido para apreciar determinadas situaciones de aban­ dono al exigir sólo el transcurso de seis meses, resultando legalmente posible la adopción en edad óptima para el adoptado. Como norma general la equipación de los hijos adoptivos a los legítimos. Se reconoce una atenuación de la regla en la hipótesis de hijo adoptivo único. Dentro del régimen de adopción simple se autoriza ampliamente la sus­ titución de los apellidos derivados de la filiación por los de la adopción, así como el uso de unos y otros. Otra norma de importancia concierne a los derechos sucesorios, asi se le reconocen al hijo adoptivo, por la ley, unos derechos que sobrepasan incluso los hasta ahora otorgados por la adopción plena. Observando, pues, estas leyes se ve como hoy ya no existe el expósito. Hoy el adoptado aunque conste su afiliación ostentará como únicos apellidos los de sus adoptantes. El registro civil no publicará los apellidos del adoptado en su inscripción de nacimiento, ni dato alguno que revele su origen; pueden ponersele apellidos de cualquier mujer u hombre; pero no pueden ponersele el de Expósito u otro de indicado origen desconocido. No constando la afilia­ ción de los padres el encargado consignará otros de uso corriente. También pueden cambiarse los apellidos de Expósito, incluso por el propio adoptado si éste es mayor de edad.


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Uno de los puntos más acertados de esta ley ha sido el reducir la edad óp­ tima para el adoptado a los seis meses continuos sin que el padre, madre o tutor o familiares del menor, se interesen por él. Beneficiándole de los cuida­ dos del adoptante, como a la par, evitando el cambio que en otras edades su­ friría el niño, como ocurría en mi época, que la adopción era a partir de los seis años, por lo que sufríamos unos cambios bruscos, desorientados pasabamos a manos de distintas familias, sucediéndose madres alternas. Yo llegué a nombrar como tales a cuatro madres: la de la lactancia, la madre monja en la Casa Cuna, la de prohijamiento y finalmente la propia. Viví una infancia totalmente desorientada, siempre ansiando encontrar por fin una relación equilibrada. Lo que hoy se consigue plenamente al pasar el adoptado a ser considerado como un verdadero hijo del adoptante, habién­ dose suprimido los intereses de explotación que antes movían al prohijamien­ to, desterrando la humillación y el desprecio que los hijos verdaderos acumu­ laban contra los expósitos, que nunca llegaban a integrarse en las familias co­ mo miembros de ellas.


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2 o CAPITULO

RECUERDOS VIVOS CIRCUNSTANCIAS DEL NACIMIENTO

Envuelto en el húmedo rocío de la fría madrugada del 21 de abril de 1924 en Villamiel, provincia de Cáceres, un recién nacido fue puesto a las cinco de la mañana en la puerta de la casa de Baldomero Araujo, vecino de Trevejo, cuya consorte, Benita Galván, sería la encargada de llevarle a la Casa de Cuna de Cáceres y de bautizarle, obligada a ello por una vecina, Petra, que al ente­ rarse de lo ocurrido se negó a entregarle sin bautizar. Llevándose el niño a su casa, cumpliéronse así los deseos de esta buena mujer, gracias a la cual recibí el nombre de Anselmo Iglesias Expósito y más tarde he podido saber de donde soy natural. Benita me ingresó ese mismo día a las doce de la noche en la Casa de Cuna. Esta señora era una mujer pobre, que para ganarse cinco pesetas, por ingresar a un expósito, lo hacía cuantas veces se lo pedían algunos ricos. El día 6 de mayo fui entregado para mi lactancia a la nodriza Dña María Sánchez, vecina de Casar de Palomero, con la que estuve seis años y ocho días. A pesar de que era muy pequeño, recuerdo de Casar de Palomero la casa, su pobreza, sus verdaderos hijos, así como una casa próxima a ésta, la del médico, cuyo corredor cruzaba de un lado a otro de la calle, con cristaleras y un poco más abajo la del famoso curandero, con un patio en el que había una higuera y una fuente en medio. Yo veía ir mucha gente a visitarle; a pesar de que no comprendía por mi edad a que se debía su fama, si recuerdo de él, que vestía una especie de gabardina oscura y un sombrero lleno de manchas. Tampoco he podido olvidar al zapatero; siempre que bajaba por su calle al verme a través del ventanal, me metía miedo con su cuchilla en la mano, me decía «ven aquí que te capo» yo salía corriendo asustado, más tarde llegué a cogerle verdadero miedo, y muchas veces me desviaba por otras calles por no verle. Más tarde a estas mismas personas, ya más mayores, las traté en Madrid e incluso a la hija de mi nodriza que compartió el pecho de su madre conmigo.


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Al preguntarles como era yo de pequeño, todos coincidieron en que era mo­ reno, de grandes ojos azules y gordito, pero que tenía mucha tripa, detalle que después he comprendido que era propio de la crianza, ya que al ser po­ bres me criaban a base de patatas y verduras. Otro recuerdo, también de esta época, que lo llevo grabado en mi mejilla izquierda, es una señal en forma de un fondo de dedal que hubiese sido puesto al rojo vivo. Muchos me han preguntado si sería una señal de mi madre para conocerme, pero he sido informado después que cuando tenía cuatro años me salió un grano en dicha mejilla, llevado al curandero, al no estar el médico en el pueblo, aquél dijo que era un grano muy malo, llamado carbun­ co, ante el cual no podía hacer nada y que no tenía cura. Recurriendo urgen­ temente a pesar de la distancia, a un médico de Plasencia, salvé la vida mila­ grosamente por escasos minutos. En Mayo de 1930 fue reingresado en la Casa de Cuna de la que pasé al colegio de San Francisco de Cáceres. Al marcharse mi nodriza recuerdo que lloré desconsolado, después me acordaba con angustia del Casar de Palomero y de los amiguitos de mi edad con los que siempre jugaba en la es­ calera de la casa con sus seis peldaños, debajo de la cual estaba la cuadra con el borrico. Tenía presentes al curandero, zapatero..., y todo aquello de lo que de repente me habían apartado. Yo no comprendía, ni sabía por qué me deja­ ban allí, ni que destino era el que me esperaba. Me cambiaron de ropas y me pusieron un «baby» a cuadros, y me unie­ ron a otros muchos niños de mi misma edad. Día tras día nos sacaban a un patio grande. Cuando salíamos de paseo, cogiditos de la mano, nos mirába­ mos con extrañeza unos a otros. Yo me sentía desorientado. Junto a los demás niños formábamos una manada de corderitos descarriados, alejados de sus madres y nodrizas. El úni­ co haz de amor que nos envolvía en aquellos tristes días, procedía de las dos monjitas que nos acompañaban a todas partes. Una se llamaba Sor Ursula, más delgada y seria, que si bien no era tan risueña, sabía sonreír en su mo­ mento justo, cuando veía un niño triste o enfermo. La otra monjita se llamaba Sor Genoveva, buena, cariñosa y alegre, que jugaba con nosotros haciéndo­ nos olvidar nuestros días pasados. Aquellas monjitas eran las únicas que su­


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frían nuestra desgracia de abandonados, tenían que preocuparse de todo lo que ocurriese a nuestro alrededor. Eran verdaderas esclavas de su deber. Tra­ bajaban infatigablemente para tenerlo todo como ellas deseaban, enfrentán­ dose a la falta de espacio, de medios, de lugares saneados y de parques infan tiles, que tanto necesitaban estos niños. Contra esta carencia no deberían haber luchado sólo las monjitas, sino que hubiese sido precisa la cooperación de todos y, en especial, de la Diputa­ ción Provincial. En Diciembre de 1930, cuando llevaba seis meses en el colegio de San Francisco, ya había visto como día tras día nos sacaban a un salón, a veces para ser observados por matrimonios, a veces por hombres solos, que nos mi­ raban y se llevaban a uno de nosotros. No sabíamos que hacían con ellos, ni a donde se los llevaban; sólo sentíamos miedo, sin saber exactamente de qué. Recuerdo un día en que, estando todos los niños de seis a ocho años en dicho salón, se abrió la puerta de entrada y vimos a un señor mal afeitado y de aspecto pobre, que junto al señor administrador y a la hermana Sor Genove­ va, miraba entre todos nosotros para elegir cual le gustaba para llevárselo ¡Dios sabe dónde y con qué suerte!. A nosotros con sólo mirarle a la cara ya nos causaba respeto. Por fin se llevó un niño. Asustados nos juntábamos unos con otros para no ser vistos. Asi pasó este día, pero a los pocos días a fi­ nales de diciembre de 1930 se repitió de nuevo la misma faena de salir al salón para ser observados y que de entre nosotros se escogiera un niño. Esta vez era un hombre más bien bajo, muy bien afeitado, tenía mejor as­ pecto que el anterior, asustados, recuerdo, hablabamos unos con otros con nuestra media lengua, para espantar así nuestro temor. Yo le decia muy bajito a otro niño: «éste es más guapo que el del otro día, yo con el del otro día no me iría nunca». De pronto se fijaron en mí y me preguntaron qué era lo que decía, con miedo dije que nada. Entonces el otro niño un poco mayor que yo, también asustado, dijo: «éste dice que con este señor se iría m ejor que con el del otro día». Yo no me quería ir. Pero me cogió el señor de la mano y dijo: «éste». Yo intentaba huir, sentía un temor atroz miraba a la monja para que me retuviera, rompí a llorar, ya no pude retroceder. La monja me preguntó si me quería ir con él, que me iba a querer mucho. Yo estaba tan imprensionado que no pude contestar, se me había cortado el habla.


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A partir de este momento ya no sabía que me preguntaban ni que contes tar. Para mí todo era inútil, mi suerte estaba echada. Unos simples trámites de oficina para pasar a depender totalmente de este señor. Me cogió de la mano y me llevó a recorrer varios departamentos dentro del propio San Francisco y después a la Diputación Provincial cacereña. Pasamos toda la mañana de un lado para otro, en algunos momentos nos acompañó Sor Ursula, quien intentaba animarme, pero nada ni nadie me ha­ cía sonreír. La mano opresora de mi prohijante no me soltaba más que para firmar los simples papeles con los que acreditaba la posesión de mi persona, estaba pendiente de mi, temía perder el corderito indefenso que nada podía hacer para huir de sus garras. Abandonamos el colegio, ya los dos solos. Se me ve­ nía el mundo encima, miraba hacia atras, nadie me decía adiós, me asustaba dónde iría a parar, ignoraba mi destino. Estuvimos mucho tiempo andando, cogimos el tren hasta llegar a una ciudad, Plasencia; durante el trayecto en el tren me dió a comer jamón, no se si por lo impresionado que estaba, o porque era muy duro, el caso es que me hizo daño, arrojaba todo lo que comía, me sentía fatal, me dolía la cabeza, el estómago y el corazón, deseaba morir. Me supo tan mal el jamón que cada vez que lo he comido, he recordado aquel día, claro que mientras viví con mi prohijante no me volvió a hacer daño, porque no me lo volvió a dar.

Salimos de Plasencia en un mulo, esta parte del viaje se me hizo intermi­ nable, montado detrás de él, abierto de piernas hasta llegar a Nuñomoral, co­ razón de las Hurdes Altas. Cuando nos aproximábamos a las Hurdes, bordeando sierras y curvas, por carreteras y atajos, ya de noche, sentía el caudal de los ríos y como al adentrarnos en las curvas aflojaba el ruido de sus aguas. Al cruzar algunos pueblos, aunque no se veían gentes por lo avanzado de la noche, al escuchar el ladrido de los perros, creía que habíamos llegado al pueblo al que me llevaba, pero no, así un y otra vez.


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El cansancio y el sueño me dominaban totalmente y de hecho casi llegué a caerme varias veces. Al fin llegamos a Nuñomoral. TESTIMONIO DE MI LLEGADA A NUÑOMORAL

Eran las tres de la madrugada del día uno de Diciembre de 1930. Había lle­ gado el momento de sorpresa, a la luz de un candil y un farol me esperaban una señora alta y delgada, de piel curtida por el aire serrano, y un joven de 16 o 18 años con un sombrero tipo maceta que le cubría frente y orejas. A pesar de mi estado por el largo viaje, el frío y el sueño, al ver unas caras tan desco­ nocidas, mi mente interiormente no cesaba de gritar ¡Dios mío dónde me han traído!. Al bajar del mulo tenía los pies entumecidos y un tremendo dolor de piernas y culo de tantas horas como había pasado encima del pollino, abierto totalmente de piernas sobre la albarda. La señora y el joven me hacían caricias, yo no podía responder con una sonrisa, ya no era la voz suave y cariñosa de las monjas, tampoco la cama iba a ser como en la que había dormido en la Casa Cuna, pasé a dormir en el suelo en las tablas del desván, sin sábanas, sólo con dos mantas de trapo encima de unas hojas secas de maíz. Como compañero tenía al criado, Flores, el joven que me recibió con el sombrero tipo maceta, quien más tarde pasaría a ser mi maestro, enseñándome a ser pastor y a hacer toda clase de trabajos. Fue mi fiel amigo. Aunque siempre conservé el recuerdo de mi llegada, Flores me ex­ plicó en el estado en que llegué: «L/egastes con cara de asustado, helado de frió, con cara demacrada y de sueño, vestías un pantalón corto de color ca­ qui, una camisa blanca, un jersey oscuro y llevabas zapatos. Estabas gordito, redondo de cara, pelo negro y m uy espeso y los ojos grandes y azules». Poco a poco fui conociendo a la familia, la señora alta era la esposa de mi prohijante, tenían una niña de meses. Unos días después me presentaron a mi tía Tomasa, hermana de mi pro­ hijante. De ella se me grabaron sus palabras «H ijo m ío donde te han traído». Sus besos eran distintos a los demás, había algo en ella que yo agradecía y no podía comprender, cuando la visitaba me daba algo de comer y me animaba con sus palabras cariñosas. Pero pronto me prohibieron ir a verla, lo que yo sentía mucho, no comprendía el motivo y hasta mucho después no llegué a


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conocerlo. Mi prohijante, con mucha vista, al principio me mandaba al colegio, para hacer ver a la gente y a las autoridades que me llevaba para educarme, pero fue tan corto el tiempo que me mandó, que no pude aprender nada. Empezó enviándome dos días a la semana, para justificar, luego uno, hasta quitarme de ir. Gracias a los 6 meses que estuve ingresado en el colegio de San Francis­ co pude aprender a conocer los números y hasta la segunda cartilla. Pronto me mandó a guardar chivos, hacía de niñero para su hija de tres meses, frega­ ba los platos y muchos trabajos superiores a mi edad. Pasaba el tiempo y ya no sólo padecía el mal de la falta de cariño de mis prohijantes, sino que incluso su niña conforme crecía, al observar la diferencia de trato de sus padres hacia mi, cuando apenas sabía hablar, pero ya tenía dientes, me mordía hasta hacerme llorar; la nena se daba cuenta de que yo es­ taba indefenso, pues no podía decir que me había mordido, porque entonces ella con su media lengua decía que le había pegado y por ello encima yo tenía que recibir el castigo del padre y la burla de la niña. Conforme crecía hacía honor al padre, incluso superándole en maldad. De esta forma tuve que soportar, año tras año, ser el niñero de los seis hijos de mi prohijante. En múltiples ocasiones, cuando ya estaba crecida la primera de las hijas, oía que decía: « Tomad pan y chorizo para merendar, pero que no os vea Anselmo», yo no les veía pero lo estaba escuchando. Una de las primeras salidas, que hice con mi prohijante fuera de Nuño­ moral, fué para comprar unas cabras, ya que entonces era costumbre com­ prar todo el ganado fuera de Hurdes altas para cambiar de raza y lograr así que dieran más leche. Se solían hacer dichas compras viajando a las Batuecas o a Casar de Palomero. Este último lugar fué donde realizamos la primera salida. Al llegar al pueblo percibí, que no me era desconocido, me di cuenta de que era el pueblo donde fui criado durante mi lactancia; muy poco pude ver de él, ya qué el ganado ya estaba comprado, sólo había que entrar en el corral y se­ parar las cabras. En marcha hacia Nuñomoral, como estaba amaneciendo pu­ de reconocer algunas casas y también una fuente. Así comprobé, ahora, con mis propios pies la distancia que me habían adentrado hacia las Hurdes, unos cuarenta kilómetros más o menos; ayudando a llevar unas cabras, a las que


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adentraban como a mí dos años antes, que pasarían a ser mis compañeras por las sierras hurdanas. A las que tendría que guardar del lobo y darlas bien de comer para así sacarle el máximo provecho. Aunque después todos mis sacri­ ficios y el fruto de mi trabajo sólo sirviesen para enriquecer a los que con este fin me habían sacado. Cosa que pude comprobar al ser mayor de edad y partir sin recibir tan siquiera las gracias. De los miembros que componían la familia de mi prohijante, el joven, que me sorprendió con su sombrero tipo maceta la noche de mi llegada, era un criado al que tenían que pagarle una cantidad anual por guardar las cabras y demás trabajos de la casa. Con el paso del tiempo llegaría a ser mi mejor com ­ pañero, pues me mandaron que le acompañara en todos sus trabajos, e inclu­ so dormíamos juntos en el desván. Aunque apenas tenía ocho años tuve que acompañarle a través de las agrestes sierras hurdanas, ya que mi padrastro le exigía que me llevara por los lugares más difíciles y me enseñara muy duro y sin compasión. Flores, aunque no era mal chico, tenía que cumplir las órdenes de quién le pagaba, metiéndome por las sierras, entre jaras, brezos y madroñeras de la altura de un hombre. Al ser mayor que yo y conocer bien el terreno, salía corriendo y se escondía, yo saltaba intentando divisarlo a través de las altas matas que doblaban mi altura, pero lo único que conseguía al saltar era clavar­ me en las piernas y en los pies jaras y pinchos. Las matas me daban en el ros­ tro, las piernas me sangraban, pero no me daba cuenta, temía más que me dejara sólo por aquellas montañas. Cuando me veía así gritaba desesperado su nombre: «Flores, Flores», pero aguantaba en su escondite para observar mi reacción. A mi se me empañaban los ojos con las lágrimas, entonces me paraba, ya no podía andar más, no veía nada y las matas como altos muros me aprisionaban. Al rato Flores salía de su escondite y yo conseguía calmar­ me. En una ocasión como ésta me dijo: «M ira, yo siento hacerte esto, pero tu padrastro me pide que te enseñe duro, quiere dejarte pronto solo con el gana­ do, y yo, la verdad, siento verte sufrir, pero si no te enseño duro luego solo te será más d ifíc il de aprender». Me cogió de la mano y me dijo: «M ira, las matas se apartan así, abriéndolas con las manos para llevarlas hacia los lados y evitar que te den en la cara». Pasamos por un arroyo y al salir al claro me vió las pier-


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ñas sangrando, me las lavó con agua, y después me dijo: «deja que la perra te lama las heridas, la lengua de los perros las curan». Además debajo de las plantas de los pies se me había formado una especie de bolsa de sangre negra, — una vejiga como nosotros la llamábamos — , el calzado que llevaba eran unas albarcas que, desgastadas en su parte trasera, hacían que todo el talón pisara en el suelo. Unas albarcas costaban muy poco, pero no obstante yo tenía que aprovechar las mías hasta tal punto que para poder utilizarlas, te­ nia que ponerles piezas sujetas con lañas de alambre, que a veces cuando se desdoblaban me arañaban la otra pierna. Con el frío al cruzar los ríos se me agrietaban más las heridas y sufría grandes dolores con los hielos y el aire. Me daba pena de mi mismo, fijaba la mirada en el cielo intentando hallar el por qué de mi triste y dura vida. En mi interior no cesaban de bullir pregunta tras pregunta: «¿Por qué me castigas Señor?, ¿Por qué me abandonó m i madré?...» Yo sabía que mis apellidos de Iglesias Expósito eran de la Casa Cuna. Recordaba ésta y Casar de Palomero, ahora viviendo sin remedio en estas mí­ seras Hurdes y con quién egoístamente me había prohijado. Cuántas veces deseé haber sido llevado por el hurdano más pobre. Porque el hurdano, cuan­ to más pobre, más noble. Los hurdanos pobres repartían entre sus hijos y los «pi/us» todo, el hambre, los piojos, el trabajo, la alegría y los pocos huertos que tenían. Pero los ricos, como el mío, al tener más capital eran más esclavos de sí mismos, más avaros y explotadores, que sacaban a los pilus de seis a ocho años para enseñarles a ser fuertes y sacarles todo el provecho posible, para aumentar su capital y para que le ayudasen a criar a sus hijos que, por su parte, pronto asumían el papel del padre, tratando al expósito como un siervo, guardando desde niños esa diferencia de clase. UN ENCUENTRO ENOCIONANTE

Se produjo en el otoño de 1932, cuando me encontraba en la puerta de la casa en que vivía con mis prohijantes. Eran las doce de la mañana, hora en que los niños habían salido al recreo, habría unos cuarenta niños jugando en la plaza que estaba frente a nuestra casa, delante de la escuela. Observé que una señora de cincuenta o sesenta años preguntaba entre los niños, quienes la trajeron hasta mi. Al acercarse me preguntó cómo me llamaba, yo sin saber de quién se trataba le respondí mi nombre, sentí un gran temor a pesar de que su cara me era conocida. Me cogió de la mano y me retiró de los demás niños.


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llevándome a un lado de la casa junto a unos olivos muy altos próximos a ésta. Me empezó a mirar entre el cabello, como si buscase alguna señal en mi cabe­ za. Luego me miró la mejilla izquierda donde tengo una cicatriz, que según ella no podía olvidar. Seguidamente empezó a llorar y abrazándome fuerte di­ jo: «H ijo mió, si eres tu, estás tan delgado y desconocido, y que te entregára­ mos para esto. S i yo lo hubiese sabido antes...» Todo tembloroso no sabía que hacer, ni que creeer. Pensaba para mi «estoy salvado, sí,ésta es m i madre que viene a p o r mí». De repente salió mi madrastra llamándome y, como un águila de rapiña tirando de mí, casi arrastras me metió en casa, Dentro, agarrado por el brazo, regañándome con amenazas, me ordenó que no me moviese de casa; me tuvo encerrado todo el día. A pesar de mi corta edad se formaban torres de pensamientos en mi ca­ beza: «Me ha dicho hijo mío». Pensaba para mí: «si es m i madre volverá a por mi». No comprendía por qué no había venido antes y me había sacado de aquí. A partir de ese momento no podía comer, tenía un nudo en la garganta y una presión de corazón que me impedía hasta dormir. Lloraba sólo en silencio y pensaba su cara yo la recuerdo^í es ella, estoy seguro,es mi madre, pero si ella me crió para qué me entregó. En este día de encierro pasé horas de profunda emoción. « Y ¿ S i era m i madre que volvía a po r m í y estos señores no me dejaban salir y se negaban a entregarm e?» Me ahogaba la idea de tener que seguir siempre allí, falto de cariño, sintiéndome como un perrito sin dueño y asustado. Al día siguiente, ya me dejaron salir, escuchaba lo que decía la gente, te­ meroso preguntaba a aquellos que más confianza tenía, deseaba saber lo que fuese de esta mujer, por algunos vecinos pude enterarme de que no era mi madre sino la que me crió en mi lactancia en Casar de Palomero desde que contaba unos días hasta los seis años, que al dejar de cobrar por mi crianza me volvió a ingresar en la casa de Cuna de Cáceres, ya no me cabía duda, su imagen estaba grabada en mi, habían transcurrido dos años, yo en ese tiempo había sufrido cambios muy bruscos conociendo muchas caras nuevas, en Cá­ ceres: La Milagrosa y San Francisco, los seis meses entre los niños y las m on­


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jas, y más tarde en las Hurdes viviendo una niñez aturdida, sin cariño y con te­ mor permanente. Una vez más se desvanecieron mis ilusiones, esta vez soñé despierto, sí es mi madre que viene por mi, y me sacará de estas tierras y de esta familia explotadora, pero esta señora llegó a Nuñomoral cambiando ce­ reales e higos por otras especies, quizás por enterarse de mi situación en las Hurdes, temiendo por mi suerte como así lo reflejó en sus palabras, creí que podría volver de nuevo al ver mi situación y el trato ante su vista y podría re­ clamarme o denunciar mi caso, pero transcurría el tiempo y nadie volvió a pre­ guntar por mi, año tras año me ensañaban a ser duro, aprendiendo a hacer to ­ da clase de trabajos; guardaba chivos, que se me escapaban por las cercas saltando por las paredes al correr más que yo, cada día aumentaba mi miedo a perder alguno, a pesar de apenas saber contar ponía todo mi celo para que no se me extraviase alguno, sabía que de ser así podía ocurrirme algo muy serio, temía lo peor tal vez algo más fuerte que un golpe de los que mi tierno cuerpo ya conocía.


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CAPITULO III

MIS RECUERDOS CON EL DOCTOR ALBIÑANA EL DOCTOR ALBIÑANA V LA FAMOSA MANUELA LA PAPUA

El doctor Albiñana era un buen profesional, pero que no se volcó entera­ mente en su profesión ya que su vida estaba fuertemente marcada por la polí­ tica. Había sido desterrado por ser el Jefe del Partido Nacionalista Español al pequeño pueblo de Maltilandrán, uno de los tres últimos pueblos de las Hur­ des Altas, en lo más intrincado hacia el Oeste de la comarca, junto al río Malvellido. Al presentarse el doctor Albiñana al Alcalde pedáneo del lugar, le dijo: «Señor Alcalde pedáneo de este pueblo de M altilandrán, el Gobierno de la Re­ pública me ordena arroje a sus pies m i birrete. ¡ Viva la cultura dem ocrática!». El alcalde recorriendo con él todo el pueblo, le ofreció lo mejor, pero al ser las casas pequeñas, en su mayoría de una sóla pieza en las que las perso­ nas convivían con los animales, teniendo uno que agacharse para entrar en casi todas ellas. Se negó a quedarse en este pueblo misérrimo e incómodo, trasladándose a Nuñomoral, donde se alojó en la mejor casa entonces existen­ te, propiedad de la madre de mi prohijante, anciana de ochenta años y ciega, que vivía en unión de una llamada Tomasa, prohijada cuando aún vivía su es­ poso. Aún recuerdo aquellos días cuando llegó a Nuñomoral acompañado del Alcalde pedáneo, hombre alto y delgado que usaba zajones de piel. También acompañaban al doctor Albiñana la pareja de la Guardia Civil y algunos fam i­ liares. Ya instalado en la casa, la encargada de cocinar y atenderle fue mi tía Tomasa. Y digo «m i tía Tomasa», porque al ser prohijada por los padres de mi prohijante era hermana de éste. Tomasa cocinaba muy bien y hablaba un castellano perfecto, no parecía haberse criado en las Hurdes. Tanto el doctor Albiñana, como aquellos que pasaron por esta casa, quedaron maravillados de esta cocinera amable que siempre tenía la sonrisa en la boca.


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Yo iba mucho a verla, pues habíamos sido incluidos en la familia en las mismas condiciones. Les visitaba con frecuencia porque tanto a la abuela, a mi tía y al mismo doctor les agradaba verme entre ellos. Al doctor le gustaba bromear y jugar conmigo; me quería mucho, aunque como la casa de mi prohijante se encontraba tan sólo a unos 50 mts. de dis­ tancia, siempre que en mi casa se enteraban de que estaba con él, me manda­ ban llamar, ya que a mi padrastro no le simpatizaba por ser de ideología con­ traria a la de él. Este doctor dió muchas comidas, en especial para los niños; a mi sólo me dejaron participar en una de ellas por ser el día del Apóstol Santia­ go, gracias a que el mismo doctor se lo pidió encarecidamente a mi padrastro. En la comida entre unos setenta niños me puso a su derecha, sacándonos una fotografía que es la única que puedo mostrar de mi niñez y guardo con gran cariño de aquel 25 de julio.

Fotografía de una comida que dió el Dr. Albiñana a los niños hurdanos, el dia 25 de Julio de 1932, festividad de Santiago Apóstol. El autor aparece, sentado a la derecha del doctor, a la edad de 8 años.


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Como se puede ver en esta fo to mi sonrisa no es tan alegre como la de otros niños, porque a pesar de ser feliz al lado del doctor y el resto de los niños, en mi inferior algo me cortaba esa felicidad, esa libertad de alegría, pues yo me sentía como otro desterrado en las Hurdes, falto de cariño y de la mínima li­ bertad de expansión. Este día, bajo un gran castaño, a unos cuantos metros de la casa, senta­ dos en el verde, comimos cabrito con patatas, cantamos todos juntos y com ­ partimos esa sana alegría propia del mundo de los niños. Aunque ya no volví a participar en más comidas, al vivir cerca de él vi y oí cosas que se me quedaron grabadas, por ejemplo cuando llegaba un autocar con sus familiares y visitantes escuché las palabras de muchos hurdanos que rodeando el autocar, extrañados,comentaban: «¡Qué cochonis tan grandis!» Mirándolos y tocándolos asombrados. Al bajarse los visitantes siempre repar­ tían comidas y confituras; en una de estas ocasiones oí la conversación de un matrimonio, que aún recuerdo en el propio deje hurdano. Ambos se sentían temerosos de acercarse al autocar y a los señores, y entre ellos exclamaban «O yi Tas/u, mía que cochonis tan grandis, mia cuantus señoris y que guenus paecín; mía traen comiendas y paecí dan confituras al hiju la Petra. Oyí y que cígarronis los señoronis llevan. Ellas m uy guapas. Comu se nota son gentís de dineru y jaciendas, lo mesmu son marquesis o m enistrus que vienin de los M a­ drilis. M ía que nene más lindo trae la señoa gesa. Mia, mía, acercate mujel, vamos no te reguelvas, son señoris m uy ricus, se ríen y son m uy guenos. Ves com o se arriman todus y comen confituras y comiendas hasta los jom bris. Mía, hasta el A lcaldi y la Aniceta, mía m ujel que yo tengu m ucha ja m b ri y no puedo vel jesús manjaris, pero me ajagu de velguenza. Vamos m ujel icin que son fam iliares de esi doctor tan guenu de la casa jesa». Yo sabía que el doctor Albiñana estaba desterrado por política, aunque con mis pocos años no entendía bien que era todo eso. Yo le veía hablar sólo en el balcón gritando excitado: «Esos canallas que me tienen aquí». También le vi reunirse con otros señores en casa del maestro, siempre me intrigaron unos muñequitos de madera que tenía colgados en su dormitorio y que des­ pués he podido saber cual era su significado; uno de los muñecos era Macías presidente de la Generalitat, colgado con un orinal y saliéndole del culo un cartucho de papel con el estatuó catalán. También más tarde he sabido que


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cuando salía al balcón enloquecido dando voces, algunas veces era para pro­ testar contra el Gobierno republicano, que le tenía allí desterrado. A veces lo hacía con el.brazo en alto, y lanzaba saludos a su tierra: — Valencia — a la que amaba mucho. Sus horas felices siempre eran junto a los niños; muchas veces en el río se bañaba en la charca de La Tinaja. Eso sí siempre acompañado por la pareja de la Guardia Civil, con uno de ellos llegó a tener gran amistad. Otras veces subíamos a otro charco con rocas y más profundo, y nos decía: «el que la coja para él». Yo era uno de los que más pesetas conseguí. Pero me resultaba muy difícil a pesar de tirarme desde lo más alto y haciendo fuerza, nadando hacia abajo y con los ojos abiertos en aquellas aguas cristalinas, sin perder de vista la peseta, pero al alargar la mano para cogerla, el agua me levantaba hacia arriba por mi poco peso. Estas eran sus mejores horas, porque al recogerse al anochecer le veía como amargado. Una de las cosas que más le enloquecía era recordar a su es­ posa, ya que al poco tiempo de casarse se marchó con un jefe de la República, contra lo que él echaba pestes y maldecía una y otra vez. Un personaje, entonces celebre, que acompañaba casi siempre al doctor era la famosa Manuela, la Papúa, como así la llamaban todos. Era famosa por su bofio y por lo fea que era, tenía el auténtico tipo hurdano. Su bofio, al res­ pirar, le subía y le bajaba por la garganta. Causaba tanto respeto que a los ni­ ños pequeños sus padres les asustaban, cuando no querían dormir o hacer cualquier cosa, con la amenaza de llamar a la Papúa. Tenía unos 55 años, vivía sola en una pequeña zajurda, cuya entrada en un callejón daba frente a la ha­ bitación de la madre de mi padrastro. Un día de otoño con las primeras lluvias, comentamos en casa que nadie había visto a la Manuela por ningún lado. Como para salir a la calle principal teníamos que pasar por su callejón y pasó más de un día sin verla, llamamos a su puerta, y al no responder, se dió cuenta a la Guardia Civil, interviniendo ésta y el Juzgado. Cuando por fin entraron dentro la encontraron muerta. Dijeron las autoridades que la habían asesinado. Ella me apreciaba mu­ cho, siempre que me veía, o nos encontrábamos al cruzar el callejón me son­ reía, pero al ser tan fea y con su bofio me daba miedo. Había niños de mi edad


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y un poco mayores que se escondían y la llamaban Papúa, ésta se enfadaba mucho y corría tras de ellos. A partir de su muerte al pasar por el callejón pa­ recía que se me representaba y sentía un miedo atroz. Sentí que no se hubiera cogido a su asesino porque en el fondo era muy buena. La tuvieron varios días en el depósito judicial del cementerio hasta que le hicieron la autopsia, teniendo que ir los hombres del pueblo a hacer guardia por la noche. Supe según versión de las autoridades, que fué asesinada para robarla, porque la famosa faldiquera que llevaba siempre bajo el mandil, donde guar­ daba todos sus ahorros y propinas, no apareció. Pedía a todos los visitantes que llegaban, a los que llamaba la atención su aspecto y su bofio, éstos desea­ ban fotografiarla, pero ella se negaba si no le daban por lo menos una peseta. Recuerdo que cuando se la daban de plata, se sonreía y se dejaba fotografiar. Aparecía en todos los grupos y lugares, junto al doctor Albiñana, como si fue­ ra su mascota, aprovechando cualquier ocasión para extender la mano, de ahí que también se la llamara Manuela la Pedigüeña. Lo que más la irritaba era cuando querían sorprenderla sacándola una fo ­ tografía, entonces ella se ponía de espaldas y soltaba las típicas maldiciones de la comarca, gritándoles su retahila: «Ma/ana cangrena tí com a; cíegu te quees, malos íunzarís te atreviesís, etc, etc». Se hizo tan famosa que todos aquellos que volvían a pasar de nuevo por el pueblo, le hacían rabiar sólo por oir sus frases al enfadarse. Siempre iba limpia en sus ropas, con su falda de picote, típica de esta tierra, blusa y mantón floreado con flecos sueltos y su gran pañuelo en la ca­ beza y el mandil que cubría su gran faldiquera, que al llevarla siempre tan abul­ tada animaría al que fuera su asesino a apoderarse de ella. Cuando el doctor Albiñana se trasladó a Madrid yo tuve que pasar a ha­ cer compañía a la abuela por las noches, y como la ventana de su habitación daba frente a la de la difunta Manuela en el callejón, cada vez que me acerca­ ba a ésta, la recordaba y sentía un miedo terrible.


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Al poco tiempo murió la abuela, por lo que mi prohijante heredó dicha ca­ sa, y pasamos a vivir en ella definitivamente. Al tener que seguir en la habita­ ción tras las dos muertes, el miedo se apoderó de mi en tal grado que parecía que veía a las dos. A esta habitación daba una escalera que subía al desván por donde se filtraban la luz de la luna y el viento. Al haber hojas de maíz y ce­ reales por el suelo, cuando las ratas o gatos pisaban en el desván por encima de estas hojas, sentía un miedo catastrófico. Era superior a mi. Pero tenía que seguir durmiendo en esta habitación sin remedio. Apenas dormía, soñaba, re­ cuerdo que algunos de los sueños eran terribles, que gritaba y gritaba, pero nadie me oía por dar la habitación al callejón. Gracias a que las ventanas tenían rejas sabía que nadie podía atravesarlas. Pero el miedo permanecía. Así pa­ saba mi niñez. Yo daba gracias a Dios por poder resistir estos sustos y no morir de una pulmonía o de una paliza, pasando todo el día con nieve y agua en el campo. No comprendía cómo era posible subsistir a esa edad teniendo el corazón oprimido por tantos sufrimientos y sobresaltos y una ausencia total de cariño.

Años después, en plena guerra civil, en los primeros meses de 1936, corrió por todas las Hurdes la noticia de que habían asesinado al mencionado doctor Albiñana, lo que me dió mucha pena.

«¿os azotes endémicos, el paludism o y el bocio figuran a la cabeza (...), después del hambre crónica. El hom bre de las Hurdes ha venido arrastrando esta deficiencia nutritiva siglos y siglos y su estructura física es un terreno har­ to abonado para que triunfe el enemigo p o r absurdo que sea». «No se alim en­ tan n i para mantenerse en reposo». Dijo en un documentado estudio el doctor González Castro. «Por una de estas numerosas paradojas, que todas son en detrim ento de los hurdanos — escribe Legendre— este país, s i rico en agua, está suficiente­ m ente provisto de agua potable. En la parte más alta, las aguas, m uy puras, demasiado puras y descalcificadas, son posiblem ente la causa del bocio; en la parte baja, las aguas de los ríos se encuentran más contam inadas a conse­ cuencia de la suciedad y falta de higiene de las aldeas que atraviesan». El in­


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forme de la comisión médica, que por encargo del Gobierno recorrió las Hur­ des en 1922 no es más consolador, y asimismo asustan los informes que otras diversas personalidades médicas dan al respecto. «Un círculo vicioso que re­ sumiendo su estructura en estos tres factores cuya alteración, com o en la operación aritm ética, no m odifica el producto: pobreza, hambre, enferm e­ dad. (...) Y un nulo sentido de la higiene, a cuya im posición se opusieron siempre», — y es dato que recojo de Legendre— con esta frase aleccionadora: «No nacim us para señorítus». Una paradoja más, en este país de paradojas: aquí sobra el agua, pero en parte alguna fue siempre más inútil. El aseo, en aquellos sitios que se tenía esta noción, era cosa de muy pocos y para obser­ var solamente los domingos, en alguna que otra boda y otros días por el esti­ lo. ¿Qué era la ropa nueva?. ¿Ha existido alguna vez en las Hurdes?. La mayor parte del vestido que gastaban los hurdanos, especialmente en la zona alta, no provenía de los comercios de Casar de Palomero, Ciudad Rodrigo o la A l­ berca, sino del hato infecto de los pordioseros de oficio. Junto a los mendru­ gos, ellos, solicitaban prendas para cubrir la desnudez que ostentaban inten­ cionadamente, y así llegaban a los pueblos y alquerías aquellos vestidos que generalmente provenían de muertos. Así se explica en las Hurdes la existencia de enfermedades no propias del medio, cuya tabla era bien definida. Los pordioseros fueron, pues, en todo momento, buen vehículo de infecciones y aún de la misma muerte. Aparte de la ropa que llegase de fuera y pudiese portar gérmenes, estaba la ropa que pasaba de unas familias a otras. Un caso que yo conocí, y en el que la enfermedad transmitida procedía de las mismas Hurdes fue el de un Guardia Civil y su hijo. Al fallecer ambos por tuberculosis, absolutamente to ­ das sus ropas pasaron a una familia, cuyos miembros sin preocuparse e ig­ norando lo que aquellas podían ocasionarles, las fueron utilizando y así poco a poco fueron muriendo todos muy jóvenes, porque una vez contraída la enfer­ medad ya era muy difícil salir de ella con vida. «Las condiciones de habita!idad eran tam bién inm ejorables para el cultivo de las endemias y para la prosperidad de las epidemias. Se vivía en una pieza angosta sobre estiércol renovado cada día para las bestias y, no practicándose el aislam iento oportuno en caso de esta contam inación, m orían unos sobre otros, dándose el caso de quedar en ocasiones totalm ente despobladas las al­


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deas». Otro factor que contribuía a esta falta de sanidad es, como ya he expli­ cado anteriormente, el que para enterrar los muertos, hubiera que recorrer lar­ gos trayectos, siendo sólo envueltos los muertos en t ía manta y transporta­ dos a hombros o parihuela durante uno o dos días. «Mas con todo, los azotes más fuertes y constantes de las Hurdes fueron el paludism o, el bocio, la tuberculosis y p o r una serie de incidencias patológi­ cas y morales (consanguinidad), el cretinism o, etc. Los niños venían siendo secularm ente las victim as de este desastroso estado de cosas, pues aunque se calcula en un 10% la m ortalidad in fa n til a principios de siglo, hay noticias de que en algunas aldeas este deceso se elevaba hasta la b ru ta l proporción de un 90%». Según Leandro de la Vega, en su libro ya mencionado anteriormen­ te. Un testimonio existente y que utilizó deformando, en cierta medida, las enfermedades y endemia hurdana, fué el documental de Buñuel, que realizó sobre estas tierras hacia 1935. Escogió los pueblos más pobres: Maltilandrán, Fragosa, el Gaseo, las casas más antiguas: las zajurdas, y las personas de as­ pecto más deforme: con bocio, paludismo, etc. Recuerdo que en su afán de exagerar aquella triste realidad, se mandó llevar pellejos de vino tinto, comprados en los pueblos de Larguijuela y de la sierra, ofreciéndoselos a beber en grandes cantidades a aquellos individuos escogidos para la película, en especial a los palúdicos, que por desgracia exis­ tían en gran abundancia y entre los que yo me encontraba a mis once años. Las gentes por la ignorancia y los efectos del alcohol hacían todo cuanto les pedían: saltar de roca a roca, empujar cabras, sonreír, poner los mil gestos involuntarios, que a un palúdico le produce el alcohol, ya que se aumenta ex­ cesivamente su temblor característico al quedar alterado el sistema nervioso. Perdiendo la persona el control de sí misma. Algunos más que andar, salta­ ban. Parecían seres completamente anormales. No todo en las Hurdes estaba en estas condiciones, ya existían las tres factorías, había algunas escuelas. Aunque no cabe duda que la realidad que Buñuel presenta, estaba ahí para quien quisiera acercarse a ella.


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Poco a poco me fui recuperando del Paludismo, fui perdiendo el color amarillento, que me había provocado el tomar tantas pastillas de quinina. Nunca he llegado a saber hasta que fase llegué del Paludismo, sólo recuerdo que me quedé en los huesos y la gente me decía: «Mira este chico, que amarillo está, no tiene más que ojos». Cuando hube superado esta enfermedad, estando ya en pleno desarrollo, empecé a padecer de los oidos; como no se me permitía ir al médico, se me hacían curas caseras: unas veces mi madrastra me ordeñaba leche caliente de su pecho en el oído y otras me introducía un mechón de lana de oveja mojada en aceite. Este año fue el peor de mi vida. Los pinchazos y dolores más el esfuerzo con el pico para arrancar las cepas de las grandes madroñeras me retumbaba en los oídos, aumentándome el dolor. Llegando momentos en que creí volver­ me loco y ante todo temía quedarme sordo. Apenas podía dormir por las noches a pesar del agotamiento, pues, como al cumplir 19 años fui llamado por el Ayuntamiento con el fin de saber si vivía o no, para ser alistado a quin­ tas, mi prohijante como explotador eficaz, pensando que en uno o dos años a más tardar, tendría que ir al ejército y temía perder su esclavo, se esforzó en sacar el máximo rendimiento a mi cuerpo. Acaparó de los terrenos comunes un gran cerro, en el cual existían entre otros arbustos grandes madroñeras, que con mi ayuda convirtió en una finca muy productiva. Tras arrancar cepas de brezo y madroñera,de una sólo mata de esta última salía una carga entera de mulo, metiendo el arado con la yunta de mulos que tenía en los sitios lisos y el resto a base de pico, sembrando dis­ tintos árboles variados: castaños, cerezos... Que me llamaran a quintas supuso para mi una alegría, en primer lugar, porque comprobé por primera vez cual era mi verdadero nombre y edad. Y se­ gundo, porque era la primera vez, que alguien se ocupaba de mí aunque fuera para cumplir con la Patria. Un día decisivo fue el 1 de diciembre de 1944, en el que fuimos citados a la Alcaldía de Nuñomoral todos los mozos de la quinta del 45 para ser tallados. Así nos conocimos todos los mozos de las distintas alquerías de dicho rempla­ zo. La mayoría eramos bajos de estatura. Nos fueron llamando uno a uno para ser reconocidos y tallados. Mi prohijante me había aconsejado que alegara sordera. Me dijo que


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otros sin tener nada lo habían conseguido, con que yo que padecía de los oídos con mayor rpzón podría conseguirlo. Le veía las intenciones, deseaba seguir teniéndome como criado gratuito que le hacía todos sus trabajos y con el que podía desahogarse en aquellos momentos en que se encontraba enfurecido. Sin embargo niís pensamientos eran distintos. Deseaba salir fuera, no me importaba cuerpo ni lugar. Deseaba ser libre y descubrir un mundo nuevo. Y si al licenciarme lograra encontrar tra­ bajo, por fin, podría ser respetado y recibir un sueldo justo por mi trabajo. Con todo esto dando vueltas en mi cabeza oí como me nombraba un doctor, al que no conocía, que había venido de fuera para ese menester. Y que más tar­ de sería el médico permanente del pueblo: Don Ignacio.

Me mandó despojarme de ropa y calzado, me quité mis viejas albarcas para tallarme. De estatura medía un metro quinientos cincuenta y nueve milí­ metros. La talla valía aunque fuese para pelar patatas. Pero al medirme el perí­ metro, el médico me dijo que con esa medida no podía ir al ejército. Esta frase fue como darme una puñalada. Desilusionado le dije al doctor que si eso sig­ nificaba que no iba a ir nunca. A lo que contestó que seguramente podría ir al año siguiente si engordaba un poco. Veía que mi agonía iba a durar un año más. Así que le dije al doctor: «M ire llevo padeciendo todo el año de los oídos, con una alim entación demasiado escasa, exceso de trabajo y malos tratos. Tener que pasar un año más asi, imagínese lo que supone para mí». Entonces me respondió: «Bueno en realidad, es poco lo que te falta. Todo depende de tí. ¿Qué deseas quedarte o irte a com er los garbanzos a l ejército?.» En ese ins­ tante vi el cíelo abierto. Sonriendo le contesté que deseaba ir al ejército. Dán­ dome en ese momento como soldado declarado. Recordé lo que tan repetidas veces me había aconsejado mi prohijante, de alegar sordera, puesto que un oído me supuraba y con el otro apenas oía, pero no me importó. Ese día mí prohijante por estar pendiente de mi talla no se fue a trabajar. Cuando salí del Ayuntamiento, le vi frente a la puerta. Me estaba esperando, porque sabía lo que se jugaba. Observé que tenía cara de juez. Y una mirada fría como si supiese que ya había sido declarado soldado. No sabía como de­ círselo. Ni por qué él lo sabía. Me imaginé, que en mi rostro aunque intentaba dismularlo, se reflejaría la alegría que me invadía.


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Al acercarme a él me dijo «Con que sí, ¿Eh? Soldado declarado ¿A que no has alegado nada?. Te has salido con la tuya». Le contesté que sí pero que no me habían hecho caso. Sentenciándomelas, me dijo que se las iba a pagar todas juntas. Yo me preguntaba que podía ser lo que pretendía hacerme, acaso podía tratarme peor de como siempre lo había hecho. Pero a pesar de sus amenazas me encontraba más seguro, al ser soldado declarado, si algo me pasaba, se vería obligado a dar cuenta de ello, al estar yo controlado por el Estado. EL TIO ALEJANDRO

Pastor sabio y santo, como le llamaban los ancianos de aquellas comar­ cas, en especial de donde vivía, en Nuñomoral. Le conocía muy bien y los re­ cuerdos que tengo de él son todos loables. Anciano pobre y famoso. Por don­ de quiera que iba y con quien hablase siempre mencionaba las palabras «el Señor» o «San A ntonio Bendito de Pádua». Tenía de nacimiento una cruz en el cielo de la boca, y en verdad tenía ciertos dones. Recuerdo que en la guerra civil española, padres y madres de soldados que estaban en el frente, al no recibir noticias de sus hijos recurrían a él desde todos los pueblos de estas comarcas para saber si sus seres queridos vivían o habían muerto. Siempre daba el plazo de un día o más, y al cabo les decía si vivía o no. Hubo algunas veces que dudaba, pero les decía que ese soldado vivía pero que seguramente estaba herido grave, y siempre más tarde se con­ firmaba bien con una carta, o bien por presentarse convaleciente. Si había fallecido decía: «A/o recibo contestación, tengo dudas». No quería decirles que había fallecido, llegando a los pocos días la notificación de su fallecimien­ to. Acudían también a él esposas cuyos maridos habían encarcelado para que les echara el responso de San Antonio Bendito de Pádua por ver si los libraba de la muerte, pero como la mayoría eran presos políticos denunciados por gentes de derechas serían sin remisión fusilados. De todos lo que denunciaron sólo se salvó de ser fusilado — cosa que me ha sido afirmativamente confir­ mada — mi prohijante Juan Panadero, ya que tuvo donde agarrarse y supo de­ fenderse, no en vano se había ganado el nombre de abogadillo de las Hurdes. El tío Alejandro también descubrió una fuente de agua milagrosa (según


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él curaba enfermedades y heridas) situada a la derecha de la carretera de Nu­ ñomoral, a un kilómetro de éste. Yo veía a la gente hacer el camino hasta ella, cogiendo botijos y toda clase de vasijas para llevarla a los enfermos. Bebí de ella infinidad de veces, pues tenía fe en aquel anciano que me dió muy buenos consejos. Me quería como a un hijo. Sentía el trato que mi prohijante me daba, y supe que incluso llegó a reprocharle su comportamiento, diciéndole que yo era bueno y noble y no merecía el trato que recíbía. Pero la forma de ser de una persona no la cambian unas buenas palabras y menos las de un pobre an­ ciano. Me lo encontré en muchas ocasiones arrodillado en plena sierra, con las manos abiertas pegadas a la cara mirando hacia el cielo o hacia el suelo, con­ centrado en sí mismo. En alguna ocasión traté de hablarle, pero no me hizo caso hasta haber terminado su oración. En una ocasión en 1933, cuando yo estaba con el ganado en plena sierra, era un día de lluvia con mucha niebla, procuré acercarme a él (siempre por mis escasos años procuraba en días así estar cerca de él o de algún otro pastor, ya que esta intrincada sierra con sus profundos arroyos, impresionaba incluso a mayores). Observé como en plena sierra se hincó de rodillas en el suelo y con las manos juntas rezaba. Yo ig­ norante le dije: «¿Qué hace Tío Alejandro?, si ahora no está usted en misa», pero no me contestó hasta que hubo terminado. Entonces me dijo: «M ira hijo, esto no lo comprenderás hasta que seas mayor, esto es un responso a San A ntonio Bendito, con esta niebla es fá cil que aparezca p o r a quí algún lobo y que cuando nos demos cuenta nos haya m atado la m itad del ganado. De esta form a se que el lobo no se acercará y podrem os estar tranquilos». Era muy pobre, vivía de una pequeña huerta que poseía, del ganado que cogía a medias con otros y de la leche que vendía. La huerta estaba muy cerca de una majada construida por mi prohijante para el ganado, a un kilómetro de distancia del pueblo. Tenía cuatro hijas, sobre las que en más de una ocasión me dijo: «¡Que lástim a hayas caído en manos del que te ha sacado para explo­ tarte, cuando seas mayor, si te gustara alguna de m is hijas, me gustaría que fueras m i yerno. Julia es de tu tiem po y es m uy lista, haríaís buena pareja». Yo agradecía siempre sus santas palabras y todo cuanto me enseñaba. Triste­ mente la forma de ser de mi prohijante y su trato hacia mi era diametralmente


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opuesto. En el verano de este mismo año pasé dos de los días más angustiosos de mi vida. Muchas veces, sin hacer motivos, recibía palizas muy grandes, en esta ocasión que cometí una falta, que para mí prohijante era muy grave, ya que valoraba más la vida de un cabrito de su propiedad que la mía, llegué a temer que pudiera matarme. Regresaba con el ganado hacia casa, cuando ya estaba en el pueblo un chivo, muy travieso y goloso abandonó la manada, como lo hacía con fre­ cuencia, en vez de seguir hacia el corral se dirigió al patio de la casa de mi pa­ drastro, donde se encontraban cáscaras de calabaza y restos de cereales. Sa­ lió corriendo, le daba voces y le tiraba piedras delante de él para hacerle vol­ ver. Al no pararse, una de las piedras le alcanzó dándole en la tripa, que al lle­ varla llena de la comida de todo el día, la piedra le hizo más efecto, empezó a berrear, empeorando hasta tenerle que matar, ya que había quedado reventa­ do. Encierro el ganado, voy a casa y estaba la señora y las dos hijas; la mayor Otilia, tenía que llevarle la cena a su padre que estaba regando una huerta, la llamada Burrera, al mandarme la madre que fuera con la chica a llevarle la ce­ na y que cenase con él allí, empecé a pensar, «s/ voy, su hija se lo dice y en plena noche en la huerta en la que hay m uchos manzanos, podría darme un golpe, dejarme sin vida y enterrarm e bajo alguno de ellos». No quería ir, pero mi madrastra me obligó. Al llegar a la altura de la Iglesia decidí salir corriendo y trepar por los cerros. La hija me llamaba: «Anselm o, Anselm o ven que no le digo nada, baja». Le contesté que no bajaba porque su padre me mataba. Al fin se fue. Aunque había luna, daba respeto caminar entre aquellos cerros de noche. Al ir dando la vuelta por encima del pueblo tuve que pasar por la mis­ ma puerta del cementerio. No obstante, aunque por tener nueve años y pasar de noche por el cementerio tendría que haber sentido miedo, eran tan grande el pavor que me sobrecogía por lo que temía pudiera hacerme mi padrastro, que ni el cementerio, ni las sombras de la noche, ni el entrecortado de los montes me asustaba. Preferí continuar ladeando faldas, cruzar el río hacia el otro lado del pueblo, me adentré por huertos y castañales, y cuando ya no po­ día caminar más me tumbé en un montón de helechos secos. Pero no pude dormirme, sentía como si me estuviesen siguiendo.


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Por fin me venció el sueño y me quedé dormido, pero antes de llegar el día, cuando apenas cantaba algún pajarillo desperté y reemprendí mi marcha hacia el interior de las sierras. En todo el día comí un tomate y una cebolla sin sal, no tenía apenas sabor pero tenía mucha hambre. Desde lo alto dominaba todo. De mañana escuché los cencerros del ga­ nado y el bullicio de los que se adentraban en los huertos, carboneros que iban a hacer carbón. Por miedo a que me viesen, permanecía inmóvil oculto entre las espesas matas. A media mañana vi a mi prohijante que faldeaba una de las laderas con el ganado, llevaba una remondadera — vara larga, que termina en forma de hoz, con hoja ancha y afilada, que sirve para cortar ramas verdes para el gana­ d o — que utilizaba como bastón para ayudarse pues iba cojo, tenía el dedo gordo de un píe muy hinchado. A mi me daba pena. Estuve por decirle vayase para casa, usted no puede andar por el monte con el pié así, pero sabía que su reacción no iba a ser la que yo deseaba. Le observé durante mucho tiempo. Seguí faldeando por debajo del pico de la Gineta. En la segunda noche decidí acercarme a la casita del Tío Alejandro. Du­ daba si presentarme ante él o no, pues tal vez se lo dijeran a mi padrastro; es­ tuve mucho tiempo en una pequeña era, cerca de la casa, donde trillaban el poco centeno y garbanzos que cogían. Los dos perros, como me conocían, no ladraron pero me descubrieron con su ir y venir. Me vió la hija mayor, le pedí que no dijera nada a sus padres que estaban a unos doscientos metros más abajo en la huerta regando, a la luz de un farol. Próxima a la casa había una hoguera en la que cocinaban la cena. Más tarde vino el Tío Alejandro, comprendí que su hija se lo había dicho. Intenté escaparme, pero me dijo «l/en hijo, no temas; sabes que te quiero, mira no seas tonto, no te vayas, tu padrastro ha estado aquí, y me lo ha dicho todo. Ha dado cuenta a la Guardia C ivil p o r si te pasa algo, así el salva su res­ ponsabilidad. S i te coge la Guardia Civil, donde quiera que sea, te devolverá a él. Yo sabía que estabas bien, que no te pasaba nada, se lo había pedido a San A ntonio Bendito». En ese momento me vino el recuerdo de la primera vez que le vi de rodillas en plena sierra, esa vez era por el ganado y ésta lo había hecho por mí. Me hizo acompañarle a la huerta y me hicieron comer con ellos,


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eran patatas guisadas, que con el hambre que tenía me supieron a gloria; creo fueron las patatas y el pan que mejor me habían sabido en mi vida. Estuvimos hablando mientras regaban la huerta, hasta tarde. Esa noche dormí tranquilo en la era, encima de un poco de eno, en compañía de él y de sus perros. Por la mañana, a las siete a la vuelta de llevar la leche al pueblo, me dije­ ron que mi madrastra iba a venir por la mañana a sachar frejones en una huer­ ta que lindaba a la de ellos, que la esperara en dicha huerta. Quería marchar­ me, pero volvió a repetirme «Hijo hazme caso, tu padrastro no viene y sabes que ella no te dice nada. Además sabes que si algo te pasara yo me voy a preocupar p o r tí». Sus palabras me dieron algo de ánimo y me quedé. Sentía curiosidad ¿por qué él tenía la seguridad de que no me iba a pasar nada?. A media mañana se presentó mi madrastra y otra señora para sachar fre­ jones, cosa que yo ya estaba haciendo. Me trajo el desayuno, que me costó un gran esfuerzo tragarlo, pues se trataba de carne del cabrito por el que tuve que escaparme. De atardecido se presentó mi padrastro con el ganado y me dijo, con un tcno que nunca había escuchado en él, demasiado suave para su carácter. <¡, Por qué has hecho esto?». No comprendía el cambio. Podría haber sido que ai íener que dar cuenta a la Guardia Civil, su fama podía quedar entredicha, pues todo el mundo sabía como me trataba. Entonces me dijo «Coge el gana­ do y ve pastoreándolo hasta casa a la hora de encerrarlo». Así pasó una de las faenas en que temí por mi vida. Al otro día fui a ver al Tío Alejandro para agradecerle su intervención, su buena cena, su responso y su comportamiento. Le pedí que me enseñara el responso que él con tanta fe rezaba, el gustoso me dijo: «S i hijo te lo voy a enseñar y que Dios te bendiga, te de salud y más suerte en el futuro». El amigo que más cerca estuvo de mí, con quién compartí merienda, pe­ nas y alegrías, fué Francisco, al que siempre consideraré como un hermano. Me viene a la memoria que en una de nuestras salidas,a finales del mes de Mayo, decidimos comer cerezas. Las mejores se podían encontrar en un huer­


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to llamado las Pizarrosas, que pertenecía al pueblo de Aceitunilla, situado so­ bre el lateral de un arroyo donde abundaban los pizarrales; su dimensión era de unos quinientos metros de largo con forma de curva, siendo imposible ver desde un extrepno el otro extremo. Sus cerezas, sembradas a la orilla del arro­ yo, se criaban muy grandes, por lo que sus largas ramas daban al otro lado del arroyo. Yo vigilaba las cabras de ambos, bajando de frente al arroyo, para llamar la atención del dueño, cuando vi donde estaba situado hice señas a mi amigo para indicarle que estaba en el centro del huerto. Francisco aprovechó para subirse a uno de los mejores cerezos de la parte alta. Yo mientras le decía al Tío ((¿Qué hay Tío?. Buen año de cerezas y qué buenas patatas tiene Usted» el respondiendo a mi comentario, me contestó: «No está mal, ogaño no po­ demos quejarnos, pus an todavía an da o más otrus añus, ¿Tu quién eris? A tí no te conozcú, de ti no pueo quejarme, pero de jisu de! Vicente y eí del sacris­ tán de Nuñom oral, como los entalli aquí mism u los jinco. Me com in las pata­ tas con los ganaus suyus y tam bién ellus las cerezas». Y yo le dije para entre tenerle un rato más «S í tío, tiene usté razón, esos p o r donde quiera que van son de miedo. Yo, sin embargo, ya ve usted ahí tiene las cerezas usted, pues si no me las dan no me las como. Y el ganado de frente por vigilar si salta al­ guna. Aunque la pared es de más de m etro y m edio y es d ifíc il que salten». Hablando pasaban los minutos, pero no me invitaba a comer ninguna, aunque naturalmente, a mi no me importaba porque sabía que mi amigo esta­ ba llenando la mochila. Le comenté: ((S ítío sí, no les deje acercarse cuando vengan po r aquí» Y me respondió: «A ti ya te vuelvo a repetir que no te conozcu, pero a jesús hijus de un reladrón, el día que los entayí no van a ser denunciaus que van a ser demandau». Como mi amigo Paco tenía llena la mochila hizo la señal acorda da. « Ya cucú, ya cucú». Imitando al pájaro cuco, que cuando consigue su ob­ jetivo repite «cucú, cucú». El Tío Zajoril, como así lo llamaban, salió corriendo huerto arriba y me dijo « Ves, no te lo decía eses es el del Vicente». Entonces como mi amigo saltó del cerezo al otro lado del arrroyo, pasando por detrás de las paredes del huerto y burlándose del Tío Zajoril, porque corría más que él, éste vociferaba: «Anda


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H ijuun reladrun, co rrí que lo que has jechu tu, lo va a pagar tu padri. M al dolor de tripas te pegui con las cerezas. Mala persona, te voy a meté en los tribunalis, y no vas a ser denunciau que vas a ser demandau». Yo seguía arroyo aba­ jo, cruzando por un hueco entre paredones entrecortados aproximándome al ganado y entrando ya en un cerro con las cabras, llegó mi amigo y empezamos a comer cerezas. Y aún se oía el retumbar del eco en el arroyo de las maldiciones y juramentos que echaba el Tío Zajoril. Este hombre se pasaba el día entero en sus huertos. Sembraba de todo: patatas, frejones, cebollas, coles y árboles frutales. Las cerezas no sólo no me las ofreció a mi, sino que no se las ofrecía a nadie, prefería que se pasaran en las ramas y se las comieran los pájaros. Si las queríamos comer tenía que ser así a base de arriesgar nuestro pellejo. Había cerca de éste otro señor más avaro. Se había apoderado en el terreno común de varias hectáreas. Era temido por todos, tenía fama de malo, era muy alto y con sus largos brazos cuando amenazaba conseguía amedran­ tar a cualquiera. En unos de esos días invernales y sombríos adentré las cabras en la ca­ becera de uno de sus huertos, por abundar carrascos y espinagatos tiernos. Nadie se atrevía a meter el ganado en sus fincas. Aproveché cuando más fuer­ te era la lluvia, pensando que no habría nadie por aquellos parajes que me viera. Me acomodé junto a una pared, con un viejo paraguas que me protegía del agua helada que caía. Las cabras comían en silencio, les había ensordeci­ do los cencerros a base de hojas. Era consciente de que estaba exponiendo mi vida por alimentar bien al ganado de mi prohijante. Me hallaba en términos de Aceitunilla, muy alejado de Nuñomoral. De repente algo se arrojó sobre mi, entre el ruido del viento de temporal y el que se produjo al abalanzarse encima de mi paragüas, sentí un estruendo estremecedor, en ese instante pensé que era el mismo demonio. Al derribarme caí rodando, cuando quise incorporarme vi que era el Tío Venado, que encima de mi con su brazo izquierdo me oprimía hacia el suelo y con la mano derecha sostenía una piedra pizarrosa, que yo no podría haber abarcado con las dos manos, con ella me golpeaba una y otra vez en el costado derecho, en la espalda y en el hombro. Creí que no iba a salir con vida de sus manos. Al caersele la piedra de la mano e intentar cogerla, lo­ gré dar una arrancada con todas mis fuerzas, salté la pared de un salto, como


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un corzo, abandonando el huerto sin parar de correr hasta que estuve fuera de su alcance, dejando allí el viejo paraguas y las cabras que pronto bajo las pe­ dradas del Tío Venado huirían despavoridas, como yo lo había hecho. Temía que me matase o malhiriera alguna pues en casa no me creerían. Conseguí reunir el ganado y me encaminé completamente empapado por la intensa lluvia que caía hacia Nuñomoral. Conforme mi cuerpo se enfriaba los golpes me dolían más y más. Pronto se hizo de noche. Cuando llegué a casa encerré el ganado, las cabras iban hartas y bien hartas, eso si que le agradaba a mi prohijante; le conté todo lo ocurrido y se limitó a decirme: «¿Cómo te de­ jaste atrapar?» vi en su cara una sonrisa al contemplar el ganado harto y me volvió a decir irónico «/M ira que dejarte pegar!». A mi me había extrañado muchísimo como en un día invernal como aquel podía estar este tío por allí. Lo que pude, pasados unos días, averiguar fue que se dedicaba a poner cepos a conejos y a zorras, por ser precisamente en estos días cuando bajan las alimañas a huertos y corrales. Una tarde encontramos mi amigo Paco y yo en el michinal de la entrada de uno de sus huertos, puesto un cepo, donde podía caer una cabra o una persona (un michinal es el hueco que hay en la pared de entrada del agua para regar el huerto). Lo cogimos y lo escondimos. El Tío Venado se enteró a tra­ vés del Tío Zajoril, que le informó que habíamos estado por allí, cumpliendo con su mutuo acuerdo de guardar entre ambos sus rozos y huertos, que esta­ ban frente unos de otros. El Tío Venado, ni corto ni perezoso, se fue a Nuñomoral a casa de mi ami­ go y le dijo que le entregáramos antes de 24 horas el cepo o nos mataba de un tiro el primer día que nos acercásemos por allí. Como tanto mi prohijante, como el padre de mi amigo tenían varios huertos cercanos al de él, no nos iba a quedar más remedio, que tarde o temprano pasar por allí. Por lo que el padre de Paco le dijo: «De tiros nada, si lo han cogido es porque no cayera alguna persona o cabra. Y además andate con cuidado que te puedo denunciar al puesto de la Guardia Civil» El Venado irritado respondió: «Entonces tu irás al otro m undo delante de tu hijo». Total que nos vimos obligados a sacarlo de donde lo habíamos escondido. Vicente, el padre de mi amigo, cogió una es­ copeta y se fue ladeando por el monte para cubrirnos. Llegamos al lugar y lo


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dejamos donde lo habíamos cogido. No sabíamos si estaba vigilándonos o no porque no hizo acto de presencia, pero cuando nos alejábamos, le vimos co­ mo fue a recogerlo, saliendo de su escondite entre unas matas de brezo. Y aunque ya nos encontrábamos un poco distantes, le vimos subirse a una peña, y con su brazo en alto gritaba: «Me casun Dios s i volvierais a poner los pies p o r aquí con estos puños sos jinco. No quieru se acerqui ningún hiju de granreladrón. Mala cangrena sus coma, antis que volváis p o r aquí». Todo ello lo decía a la par que subía su puño en alto y remangaba su largo brazo. Tras esto, contestó el padre de mi amigo, echándose la escopeta al hombro en po­ sición de tiro. Y le dijo: «Oye Venao no creas que los chicos están solos y no vuelvas a llam arlos hijus de reladron porque te m eto una bala en la cabeza. Tu los chicos los ves y los dejas ¿Lo has entendido!» El tío se puso enfurecido y se quedó quieto al verse encañonado. Llegue a asustarme, pues creí que po­ día llegar a suceder algo irreparable. Entonces, el señor Vicente le dijo «Anda vete a tu finca que estás pisando tierra ajena. Y a esos dos chicos los respetas o te las verás conm igo. Y ade­ más te denuncio a la Comandancia de la Guardia Civil, de que tienes plagados estos cerros y huertos de cepos». A éste que le iba el nombre de Venado en este momento no lo parecía. Por este hecho y otros muchos, recuerdo con gran cariño al señor Vicen­ te. En uno de los viajes que hice de nuevo a las Hurdes aconteció que estando en su casa expiró en mis brazos. Por todo ello escribí en su rriémoria unas sin­ ceras poesías. Se que mi prohijante le odiaba, siempre que hablaba de él le menospreciaba porque había sido como yo, un hospiciano. Nunca le nombra­ ba por su nombre, sino que cuando se enteraba de que había estado con Pa­ co, me regañaba soltando su consabida frase de que «Va has estado con el hijo del Pilu». Sin embargo a mi el tío Vicente me apreciaba de verdad, tanto él como su familia. En especial a quién nos unía un cariño grandísimo era a su hijo Paco y a mi, que como hermanos compartíamos juntos nuestros jóvenes años. De hecho nuestra amistad se mantuvo y se mantiene. No quedó rota como pasó con otros muchachos que consideraba amigos y que sin embargo por motivos de políticas y envidias me volvieron la espalda. Esto principalmen­ te pasó hacia el año 1936.


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Recuerda que hacia los meses de Enero y Febrero de 1936 oía hablar por todas partes de política. Incluso amigos de mi misma edad de 12 años y algu­ nos mayores. Yo no me podía comparar a ellos, pues habían ido al colegio hasta esa edad. Tenían confianza con sus padres, por lo que muchas de sus preguntas eran respondidas. Yo sin embargo, hasta en ésto era distinto, en la crianza, analfabeto y desorientado. Oí hablar mucho de elecciones, sin comprender lo que ellas significaban. Oía decir: «Si ganan las derechas mal, pero si ganan las izquierdas va a ser peor, porque van a m achacar a todos sus partidarios». Durante aquellos me­ ses por las noches oía chillar por las calles, principalmente los que decían « /Viva la República!, ¡V iva Azaña!», sin embargo otros decían: «¡M uera Azaña! y ¡ Viva España! ¡A rriba las derechas y abajo las izquierdas!». O viceversa. Me hacía un lio, no sabía quien tenía más razón, ni quien era de derechas, ni quienes de izquierda. Para mi todos eran iguales. Cuando llegaron las citadas elecciones creí que habían ganado las iz­ quierdas. Por lo que vi, mi prohijante y otros muchos hicieron una comilona, mataron cabritos y hubo pan y vino para todos, que vitorearon la República y alabaron su labor. No participé en esta comida pues mi misión era la de engor­ dar el ganado y trabajar duro. Conforme pasó el tiempo fui comprobando co­ mo algunos que consideraba amigos, no querían nada conmigo. Así com­ prendí quienes eran de derechas por ser mi prohijante de izquierdas. Más ade­ lante oí hablar de guerra, los soldados iban al frente. Veía madres llorar amar­ gamente en sus despedidas. Pero yo seguía sin comprender que era lo que realmente pasaba. Observaba como se formaban grupos de falangistas, que entrando en los hogares pobres, sobre todo en los que se sabía eran de iz­ quierdas, recogían armas y detenían a algunos. Yo me preguntaba: «S i han ganado las izquierdas ¿Por qué ahora las de­ rechas desarman a todo el m undo y ocupan los puestos de jueces y alcaldes, detienen a personas que son del bando de izquierdas y a personas que no los son?. Del grupo de falangistas que se había formado a algunos ni les conocía. La gente comentaba que si uno era de tal o cual pueblo, que si había matado a su madre o a su novia. Entre otras actividades asaltaban corrales de algunos


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hurdanos, recorrían todos los pueblos de la comarca. Uno de los casos que se me quedó grabado, porque el marido estaba in­ válido en la cama, fue que al pedirle a la mujer de éste que les sacara el mejor cabrito del corral, les respondió: <¿¿Cómo sus atrevis con el m ió m arido invalio, sin pode! m oversi de ia cama?». Los falangistas insistieron, amena­ zándola con echar la puerta abajo. Como se resistía preguntaron al tabernero si tenía un pico, y con él echaron la puerta abajo, tarea fácil ya que todas las puertas solían estar hechas sin bisagras. Escogieron el mejor cabrito entre­ gándoselo al tabernero para que lo guisara con patatas, pan y vino todo el que pudieran tomar. Esto ocurrió en el pueblo del Cerezal. No recuerdo el nombre del marido inválido, pero si el de su esposa que la llamaban tía Isabelona. Así un día era un cabrito, otro día era un jamón de una pobre mujer que le habían encarcelado el marido, prometiéndola que le pondrían en libertad, cuando no la pedían que se dejara pasar por ellos en la cama. Si se negaban les daban aceite de ricino y las martirizaban. De una u otra manera les comían el jamón o los jamones que guardaban como oro en paño. Y al final les fusila­ ban los maridos.

Hubo una situación a raíz de la cual pude descubrir cuales eran mis falsos amigos. En mayo de 1937, en plena guerra civil, entre los muchos hurdanos encerrados en las cárceles se encontraba mi prohijante, teniéndome que que­ dar como único responsable de las cabras y de las fincas contando con trece años. Una tarde estando con las cabras de mi prohijante, veo entrar en la finca a cuatro o cinco muchachos de los cuales algunos yo consideraba que eran mis amigos, traían sus cabras. Al llamarles la atención sobre el abuso que co­ metían no sólo no sacaron las cabras de la finca sino que me amenazaron mandándome callar, me empujaron hasta hacerme caer en el suelo. Uno de ellos, bastante mayor cuyo nombre era Fermín, que había estado en el frente en la legión, me achuchó el perro que llevaban, que me mordió, clavándome en una nalga sus colmillos, que topaban los de un lado con los del otro. Sentía un gran dolor y sangraba mucho. Cogiendo puñados de tierra seca del suelo, logré cortar un poco la hemorragia. Como era ya bastante tarde me fui para casa y expliqué a mi madrastra lo que había pasado. Me mandó a que me viera el médico, por si acaso el perro podía estar rabioso.


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Crucé el pueblo hasta el barrio de abajo, subí el cerro donde está enclava­ da la factoría del Jordán, donde está la casa del médico. Al enseñarle la herida y explicarle lo sucedido, se limitó a preguntarme de quién era el perro y de quien era yo hijo. Al decirle que el perro era del sacristán y que yo había sido prohijado por Juan Panadero, se limitó a decirme que no tenía importancia y sin mirarme, ni preocuparse de que me pudiera entrar la rabia, regresé a casa. A pesar de mi corta edad, pensaba, y me preguntaba que cómo era posi­ ble que por ser prohijado por un hombre de izquierdas y mordido por un perro de un hombre de derechas, no fuese atendido. Me sorprendía enormemente hasta donde podía llegar la ponzoña de la política, para que un profesional de la Medicina, como era éste, se olvidase de su gran responsabilidad y deber. Su nombre era Mariano Pizarro que no se dignó ni a curarme, ni a observar al perro por si era portador de la rabia. Regresé a casa en las mismas condiciones en que subí, poniéndome tierra seca para no sangrar. Si no rabié quizás fue gracias a Dios o a San An­ tonio Bendito, que tantas veces me protegió en aquellas tierras. Sabía que este doctor no tenía muy buena fama, a veces había oído que cuando le molestaban a deshoras si era algún pobre analfabeto y no le simpa­ tizaba, utilizaba contra el recién llegado la fusta, la misma que empleaba para su muía. En aquellos momentos, ignorante de la política, no comprendía su acti­ tud de no querer curarme. Más tarde, incluso personas que convivían con él, me’ contaron hechos que jamás había podido imaginar que un doctor fuera capaz de hacer, por muy metido en política que estuviera. Una de estas acciones fue la que provocó la muerte del hijo del que había sido tan buen alcalde durante la República, hombre noble y de buen corazón, todos los que le conocían así lo afirmaban. Incluso me contaron que de entre sus enemigos — aquellos que influyeron en su muerte, hicieron que le fusila­ ran— estando reunidos unos cuantos se lamentaron: «Lástim a de este buen hombre que hemos m atado Francisco Segur». Su hijo, el único varón, idénti­ co a su padre, cuando un día le acompañaba por una carretera, vió como apuntaban a su padre con una pistola, a consecuencia del susto, imaginándo­ se lo peor, cayó enfermo.


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La madre, ante la fiebre y lo mal que veía a su hijo, decidió subirlo a la factoría para que le viera el médico, D. Mariano, el cual, en vez de curarle, llenó un vaso de agua, la pasó por un filtro para disimular, a sabiendas de que ese agua en vez de beneficiarle podría causarle la muerte. Y así fué, a conti­ nuación de beber el vaso de agua el muchacho murió, quedándose la madre sola con sus tres hijas, sin hijo y sin marido, en un hogar totalmente destroza­ do. Como fue la detención del marido lo contemplé yo mismo, pues una tar­ de estando regando en las huertas, oí unos tiros y vi un grupo de falangistas armados con escopetas que dividiéndose unos por el cerro y otros por la carretera intentaban cercar algo. Daban voces: «¡Por ahí va!, ¡Ahora baja!, ¡Por allí entre los árboles!». Creí que podría tratarse de algún jabalí u otro ani­ mal, aunque me extrañó porque no suelen bajar de las montañas a esas horas de la tarde y menos en ese lugar que no estaba ni a un kilómetro del pueblo. A dos mujeres que había en las huertas colindantes les oí decir: «Es a Francisco, creo que esta tarde han ido los falangistas a su casa». Cuando supe de quien se trataba, rompí a llorar, este gran hombre, sobrino de mi pro­ hijante, me dió muchos consejos, como jamás lo hizo su tío. Le detenían por haber sido alcalde durante la República, votado por todo el pueblo, por honrado y bueno. Más tarde supe que lo habían denunciado por hablar mal de Franco por las calles. Pero esa calumnia no se la creían ni los mismos que le habían denunciado. Era un simple procedimiento. No obstan­ te, se cree que, no fué sólo la política lo que le mató, sino que los culpables fueron unos cuántos, entre los que había varias autoridades, el médico, el cura, e incluso su propio hermano, que habiendo sido nombrado juez del mu­ nicipio de Nuñomoral, lo podía haber impedido. Según me contó mi prohijan­ te, si fusilaban a Francisco, su hermano podría heredar la parte de los bienes de la abuela, ya que había sido desheredado por su abuelo. Aunque finalmen­ te no logró quedarse con la herencia, ya que Juan Panadero, adivinando sus intenciones, hizo una compra de bienes a su madre y repartió la herencia entre el resto de los herederos. También por estos días fueron detenidos familiares de Francisco, que serían fusilados más tarde en el cementerio de Cáceres, tras haber tenido que


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cavar su propia fosa; todos fueron obligados a ello, aunque algunos por las malas condiciones en que se encontraban, a causa de los golpes recibidos, semireventados, no tuvieron fuerza para acabarla. El sádico D. Mariano pudo seguir haciendo múltiples obras como éstas, gracias a sus buenos amigos. Con el que más colaboraba era con el llamado «sultán del pueblo de M art/landrán», cacique y buen amigo de D. Mariano, era famoso porque tenía tres mujeres, estaba casado con una de ellas, pero hacía vida con las tres. La jefa era la que llamaban La Rana, que era la encar­ gada de que las tres se llevasen divinamente, cosa difícil de creer posible entre mujeres. El sultán, en colaboración con D. Mariano, tenía una libreta en la que estaban apuntados distintos nombres de aquellas comarcas y al lado de cada nombre estaba escrito: Fulano de tal, Rojo. Matar. Así murieron hombres como Francisco Segur, hombres honrados como les recordarán todos aquellos que les conocieron. Uno de los métodos empleados era una denuncia en la que se afirmaba: «Ha salido p o r las calles del pueblo con un cuchillo en la mano diciendo que iba a m atara Franco». En más de una ocasión tuve que pagar las antipatías y las envidias hacia mi prohijante, de aquellos vecinos que no se atrevían a hacerle daño directa­ mente a él. Se vengaban en mi que, al cuidar lo mejor que podía el ganado y la hacienda, era la envidia de aquéllos que deseaban arruinarle. Estaban cons­ tantemente buscando la forma con la que causarme más daño y siempre lo conseguían. Un ejemplo de esto que planteo, está patente en lo que pasó con una perrita que tenía llamada Linda, era mi compañera, la había criado desde pe queña, era tan inteligente, tan lista que sólo le faltaba hablar. Además de ha­ cerme compañía por los bosques, si alguien me intentaba pegar se tiraba al agresor, defendiéndome. Cazaba conejos; mataba culebras, lagartos, e inclu­ so obedecía a la orden de traer al rebaño a las cabras rezagadas. Un día apareció con una pedrada en la frente, entre los ojos. Y una de aquellas mañanas al salir, como de costumbre, ya no quiso comer, echaba es­ puma por la boca y daba saltos con sus patas delanteras. Vi que me miraba


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con ojos tristes y no me dejaba que la acariciase. Le pregunté a un vecino, de confianza sobre lo que podía hacer y me recomendó que como la perra había rabiado a causa de la pedrada había que matarla. Fue fatal para mí. Yo no po­ día hacerlo. Así que el vecino, con un palo bastante largo, le dió un golpe en la cabeza y la remató. Lloré su muerte como si hubiese sido la de un ser humano muy querido. Intenté averiguar quien había sido, porque de buena gana la hubiera vengado. No comprendía como podían ser tan crueles con un animal tan bueno que a nadie ladraba. Por estas mismas fechas sólo por entrar en una finca del sacristán, que no tenía paredes, con la única intención de evitar que las cabras entrasen en ella, el sacristán se dirigió a mí con unas gruesas raíces en las manos con las que, sin esperarlo, me golpeó bruscamente en la espalda repetidamente. Ahora ya no estaba mi perrita Linda — la que me defendía y lamía mis heridas y pinchazos— fué un duro golpe para mí. Pero fue una prueba más que tuve que afrontar. Así poco a poco fui descubriendo quienes eran todos los enemigos de mi prohijante, y sobre todo quienes no tenían conciencia y dominados por la en­ vidia o la política no respetaban al que como yo no merecía tales castigos. Ol­ vidando incluso que era amigo de sus hijos, y que nada tenía que ver en contra de sus ideales. Du hecho por mi ignorancia con una torpe contestación a mis preguntas quedé satisfecho. Esto fue uno de los días que nos reunieron a todos los chi­ cos del pueblo, para que gritáramos por todo el pueblo con trompetas y tam ­ bores, una de las Victorias — no sé si fue Brúñete o Teruel— de las Fuerzas Nacionales. Nos hacían repetir: «/ Viva España!» y cantar el Cara al Sol. Mi ca­ beza era una noria «¿Comen cabritos y jamones, matan y encierran a personas y además nos hacen cantar?. Pregunté a un mayor de los que nos dirigían: «¿Por qué hemos hecho todo esto?» y me dijo «Porque hemos vencido a los rojos» a mi pregunta de quien eran los rojos me respondió: «Los Rojos son muy malos. Enemigos de España, que vienen de Rusia y tienen rabo. Te qui­ tan lo que tienes y si tienes una hija se la llevan y encima te matan». Mi curio-


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sidad no tenía límites, así que le volví a preguntar: «¿Entonces todo lo que ha­ cen los falangistas es para que esos tan malos no vengan?» al responderme que sí, yo todo convencido le dije que muy bien que siguieran adelante para que no vinieran los otros si es que aún eran peores. En aquel momento, tan sólo porque era ignorante, quedé satisfecho. Pero con el transcurso del tiempo, después, por la experiencia de los años y por la cierta cultura que autodidactamente me he forjado, al analizar aquellos hechos me doy cuenta de ¡cuán lejos! estaba aquella ingenua respuesta mía de que siguieran adelante los falangistas, si es que los rojos eran tan malos y tenían rabo, de la contestación que hoy daría, pensando ya con una cierta ca pacidad crítica. Cuando mi prohijante salió de la cárcel en Febrero de 1938 se quedó en Plasencia, arrendó fincas y ganados por un año y nos llevó a toda la familia a vivir a dicha ciudad Una de las nuevas funciones que tuve que desempeñar fue la de ir a por cargas de leña, con el burro propiedad de la casera que nos había alquilado la vivienda. La leña se vendía para sacar algún dinero y pagar la casa. Además me puso a trabajar de albañil en una fábrica de pimentón, cuyo dueño era Jo­ sé Hernández Mateo; la fábrica se empezaba a construir por aquellas fechas frente a la estación del Ferrocarril. A pesar de que aún no había cumplido los catorce años, y que de hecho por falta de una buena alimentación y crianza aparentaba aún menos edad, tenía que subir cubos de masa al hombro por una escalera de mano. Para lograr subir con una mano agarraba el cubo y con la otra hacía impulso para no caerme. Aunque falto de fuerzas y de experien­ cia, sin embargo se me daba bien. Mi padrastro trabajaba en la misma obra Un día de Abril — el 21 exactamente— recuerdo la fecha perfectamente por que al ser San Anselmo me hacía la ilusión de que cumplía los años en ese día — enterándome después cuando entré en quintas, que en verdad el 21 de Abril era mi cumpleaños— resbalé en un peldaño al subir la escalera, aunque no caí al suelo, me hice bastante daño al agarrarme; tan sólo cayó el cubo al suelo. Abajo otros obreros bromeaban y se reían de mí — más que por lo acae­ cido era por mi dialecto y por el hecho de ser hurdano, ya que nos encontrá­ bamos en cierta forma marginados y bastante discriminados — . Mi padrastro se enfadó al verlos reir porque creyó que era por algo que había hecho mal.


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Cuando me regañó le dije que no había hecho nada malo, que sólo había res­ balado, y no quise ni decirle lo que me había hecho. Pero aún así me senten­ ció: «Luego te lo diré yo a ti a la salida». Al salir del trabajo teníamos que andar por unas huertas desde una punta de la ciudad a otra, desde la estación hasta el Barrio del Cristo de las Batallas. Por las huertas me fué pegando todo lo que quiso. Cuando llegamos a casa, sin más explicaciones me dejó sin comer, y al intentar explicar la verdad me pegó muy fuerte y me ató a una silla de pies y manos, como esa tarde no había que ir a la fabrica, me tuvo toda la tarde ata­ do. Yo me resignaba, quizás la vida para mí tenía que ser así, y lo soportaba, pero con todo el dolor de mi corazón. Sabía que él no tenía razón. Incluso su mujer a veces intervenía, aunque él se encargaba de callarla como fuese. No quería escuchar, ni saber si tenía razón o no. Sólo quería descargar lo malo que le sucedía en mí con toda su ira. Sus mismos hijos lloraban a veces asustados y su mujer se preocupaba porque algún día con uno de aquellos golpes que me daba podía ocurrir lo peor. Le repetía: «Le vas a m atar un día y nos vas a buscar la ruina». A veces, sólo a veces, desistía de continuar alguna de las muchas palizas de muerte que me dió. Al año siguiente regresamos a las Hurdes. De esta época conservo tam ­ bién alguna experiencia curiosa. Como la que me ocurrió con la Guardia Civil, ya pasada la Guerra. De siempre los más temidos y respetados en todas las comarcas eran los guardias civiles. Eran los que ponían el orden por todos los pueblos. Hubo al­ gunos guardias que se hicieron famosos por su dureza. Y se les llegaba a te­ mer como al demonio mismo. Nosotros, cuando veíamos a la pareja caminar en plan de servicio de un pueblecito a otro, nos escondíamos detrás de las paredes, cortando la respiración, para no ser oídos ni vistos porque nos cau­ saban un gran temor. Claro que no siempre eran tan duros; les vi hablando a veces con las gentes y aceptando frutas. También pude observar que a los que más perseguían eran a los que ponían cepos y a los contrabandistas. En


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Nuñomoral como se encontraba el Cuartel Central, no era tanto, pero sin em­ bargo en los pueblos de los alrededores cuando se acercaba la pareja de servi­ cio, siempre alguno avisaba: «¡Los Civiles!». Y no se veía ni un alma, se es­ condían tras paredes y matorrales hasta que se alejaba la pareja. • Cuando tenía de 15 a 16 años, en compañía de mi amigo Paco, provoca­ mos un gran trastorno a la Guardia Civil sin darnos cuenta. Pastoreando por unos cerros, entre unos olivos, encontramos sacos de cemento vacíos que al haber recibido la lluvia, las letras en tinta roja, con que ponía Cemento Aslán, se había corrido por todo el papel. No siendo de un co­ lor determinado, cuando le daba el sol, parecía un rojo claro de varios tonos. Cogimos un saco y se nos ocurrió meter un palo largo a través del saco, varias veces por un lado,hasta dejarlo como una bandera. Y lo colocamos en lo alto de una roca, que aunque alejada se podía divisar desde la Factoría del Jordán donde se encontraba el Cuartel de la Guardia Civil. El sol de la tarde caía. Nosotros seguíamos nuestro camino, bajando a un arroyo desde donde aún observábamos nuestra bandera. Y contentos veía­ mos como la movía el aire. Sentimos unos tiros. Al principio pensando que eran cazadores, yo decía: «Pero que malos son, cuánto fallan, cuántos tiros s i es que son para una só/a pieza». Continuamos caminando hacia la carretera para llegar al pue­ blo, cuando al volver la vista atrás, vimos dos guardias subiendo cuesta arriba, semiocultándose en dirección a la peña en que se agitaba nuestra bandera. Como en aquellas fechas existían muchos maquis por toda España, nos imaginamos que quizás los guardias civiles pensaron que eran ellos. Mientras otros guardias desde el cerro de enfrente disparaban cubriendo a los que avanzaban hacia la roca. Llegamos de anochecido al pueblo, aún sin comprender como se había complicado todo por un simple papel de saco. Al llegar al barrio de Abajo donde vivía mi amigo, la gente nos advertía: «Anda la que habéis armao, os espera una buena».


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Al llegar a casa, mi prohijante me dijo: «Anda date prisa que te espera el Cabo de la Guardia Civil, sube enseguida». Todo esto con una cara peor que la que nos puso el propio Comandante de la Guardia Civil. Conforme me acercaba a la Factoría, los hijos de los guardias y del Co­ mandante del Puesto, me esperaban emocionados, saltando y gritando: « Ya viene, ya está aquí el otro». No pensaba más que en cómo defenderme, quería pedir perdón por ese acto. Cuando llegué, Paco ya se encontraba allí. El Comandante de Puesto comenzó a preguntarnos. Nosotros nos culpamos ambos. El Comandante nos dió su sentencia, siendo el castigo que teníamos que comernos todo el papel. A mi se me representaba el papel grueso y áspero, que pusimos en el palo parecía que lo sentía en la garganta. «¿ Vamos, Donde está el papel!» dijo el Cabo. De entre los hijos de los guardias, unos decían «Lo tiram os p o r a llí abajo» otros, «A/o sabemos nada» y sin embargo, uno rubio decía: « Yo sé donde está». No le quitaba ojo y rezaba para que no apareciera. Transcurrió no se cuanto tiempo, lo que si puedo asegurar es que a mi se me hizo eterno. Al no aparecer el papel, por ser una noche muy oscura, el Comandante nos dijo que eso nos había salvado, manda'ndonos a nuestras casas y amones­ tándonos para que no se nos ocurriera volver a hacer nada parecido, Salimos corriendo cuesta abajo como dos cohetes. Mi amigo aún me de­ cía: «Corre chico, corre no sea que ese rubio todavía lo encuentre». Ya cerca del barrio de abajo sentíamos detrás de nosotros a alguien, no sabía quien podía ser, pero no nos atrevíamos a mirar, pues todos nos pare­ cían guardias. Aunque yo pensaba que, seguramente, sería el padre de mi amigo, que había subido antes que nosotros y lo había arreglado, incluso ha­ bría influido en la pérdida del papel. Se llevaba muy bien con los guardias,


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porque era quien les surtía de carne y de leche. Ya en el pueblo, la gente comentaba: «S i creo que desde la terraza del C uartel los guardias miraban con unas lentes de largo alcance y vieron que la bandera era roja, y creyeron que era obra de los maquis. Por eso decidieron disparar; atravesaron dos cerros hacia el Este hasta llegar a l lugar donde esta­ ba la bandera y continuaron disparando». Sentí mucho lo que tuvieron que caminar los señores guardias, aunque desde luego más lo habría sentido si hubiese aparecido el papel y hubiese teni­ do que tragarme aquella ensalada de papel seco, áspero y lleno de tierra. Llegué a casa y sucedió lo que suponía: ¡BRONCA!. No faltó casi nada para que me diera una gran paliza, me libré gracias a su señora y otros vecinos que se reían al comentar lo ocurrido con la dichosa bandera de papel. La gen­ te bromeaba diciendo: «M ira que cerca teníamos a los rojos y a los m aquis». No sabía quienes eran los maquis, pero lo que si sabía era que no volvería a poner más banderas de papel.


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FIESTAS V COSTUMBRES HURDANAS

De entre las cosas gratas que recuerdo se encuentran las fiestas y bailes que se hacían con frecuencia y que aunque yo apenas podía participar en ellas porque no me lo permítía mi padrastro, me resultaba muy grato escuchar la flauta, el tamboril y la alegría de los mozos. En vísperas de domingos y días de fiesta los mozos se encargaban de romper el silencio de la noche con su flauta y tamboril. Recorrían barrio tras barrio acompañando al tamborilero, con palmas, castañuelas y algún que otro relincho. Creando así la bulliciosa atmósfera de alegría y animación que re­ quiere. A pesar de la oscuridad de las calles — pues, por aquel entonces no exis­ tía luz eléctrica — por instantes el número de mozos aumentaba. Cuando ya estaban todos reunidos se encaminaban a una de las más an­ tiguas tabernas, para decidir que cauce dar a la fiesta. Cuando surgían dudas de como enfocarla, siempre era el llamado «alcalde mozo» — el mozo soltero de más edad — el que decidía. A veces, en algunos pueblos existía el problema de la ausencia de un tamborilero, teniendo que pagar a alguno de un pueblo cercano. En Nuñomo­ ral no existía tal problema, puesto que tocabamos el tamboril tres mozos, aun­ que principalmente siempre eramos mi amigo Paco y yo. A los dos se nos daba muy bien tocar la flauta, el tamboril y bailar. Al no cobrar nada y entre­ garnos a ello de corazón, ambos resultábamos muy necesarios. Como nos re­ levábamos para poder alternar el tocar y bailar y a mi en la mayoría de las oca­ siones no me dejaban salir, venían a buscarme y debajo de la ventana daban voces, insistiéndo en que saliera. Gracias a ello de vez en cuando, aunque malhumorado mi padrastro me dejaba salir. Refunfuñando y recordándome que al día siguiente había que madrugar y trabajar muy duro. Yo salía a la calle muy contento pues estos eran los únicos momentos que tenía de diversión. Daba mi relincho para decirles aquí estoy y el pasacalle continuaba hasta llegar al lugar donde se haría el baile.


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Algunos aprovechaban estas noches de fiesta para conquistar y, de vez en cuando, se echaba en falta a algún mozo de la ronda que se había quedado enamorando a una mocita. Cosa, que yo nunca hacía, nunca faltaba de la ron­ da, pues aunque cantaba bien, tocaba y bailaba con gracia, siempre cuando las madres veían a sus hijas bailar conmigo, aunque se alegraban porque bai­ laban mejor que con otros, si repetíamos varios bailes y nos veían sonreír, cre­ yendo que las podría enamorar, las llamaban recurriendo al pretexto de que era tarde, aunque después las veía bailar con otros. Lo sufría en silencio. Ha­ bía oido demasiadas veces la frase: «M ira hija no me im porta que bailes uno o dos bailes con él porque es m uy buen chico y baila m uy bien. ¡Ojala no fuese pilu y sobre todo de ese tal Panadero, porque de él no recibirá nada. Para ena­ m orarte hay otros muchos mozos en el pueblo que te convienen más». Sabía que las madres y hermanos de algunas mozas me apreciaban de corazón. En alguna ocasión intenté entablar noviazgo con alguna muchacha que me gus­ taba, con miras de tener en el día de mañana alguien a quien querer, en quien poder confiar. Pero por se hospiciano y estar prohijado por un hombre tan avaro y que tan malas relaciones tenía con la mayoría de todo el pueblo todas las puertas se cerraban ante mí. Hubo dos jovenes en especial a las que me hubiera gustado pretender. Una fue Aurora y la otra María, hermana de mi amigo Paco, la que más tarde se casó con el hermano de Aurora. Pero por las razones consabidas tuve que desistir. En Nuñomoral las dos fiestas principales que se celebran al año son San Blas Bendito, Patrón de dicha parroquia y el Cristo Bendito. La fiesta de San Blas se comienza a celebrar el día 1 de Febrero con San­ ta Brígida, el 2 las Candelas y el 3 San Blas. De esta fiesta es de la que mejor recuerdo conservo, ya que el día de San Blas el ganado, por la mañana, se metía en forraje, se le llenaba mientras el corral de ramas de encina, y se en­ cerraba hasta el otro día. Nadie trabajaba. A medida que transcurría la mañana comenzaba a bajar al pueblo gente de las distintas alquerías. Llegaban en grupos por los distintos caminos de acceso a Nuñomoral, cantando alegremente al son del tamboril y la flauta. Conforme se aproximaban al pueblo se oía el restrallar de sus cohetes.


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¡Era digno de ver!. Solían coincidir de once o doce y media de la mañana. Por la Factoría del Jordán llegaban los de Aceitunilla, por el barrio del Encinar los del Cerezal, por el Hogar del Auxilio Social llegaban gentes de tres pueblos Maltilandrán, Fragosa y el Gaseo. Con ellos siempre había confusión a la hora de saber de cual de ellos era el grupo que llegaba. Con los que no había duda era con la llegada de los de Rubiaco, Batuquilla y Horcajada todos unidos por la carretera principal de entrada a las Hurdes Altas por su lado Sur. Todos se esparcían en grupos bailando y cantando, junto a una explanada, próxima a la Iglesia.

En cuanto a los atuendos, los hombres y mujeres de Nuñomoral por ser el centro de estas alquerías vestían normal. Sin embargo entre los del Gaseo, Fragosa y Maltilandrán abundaban los pantalones de pana o de paño negro hasta media pierna — los conocidos bom bachos— con grandes botones. Siendo su chaleco escotado con grandes botones niquelados. Las mujeres lle­ vaban la típica falda extremeña de picote con rayas en su parte baja y blusas de diferentes coloridos.

Las mozas de Aceitunilla destacaban de entre todas por sus muchos co­ lorines en faldas y blusas, llevando además largas cintas sueltas desde el pelo, cayendo por la espalda, también de múltiples colores.

Ya en la Iglesia todo era devoción, se tocaba la marcha real con el tam ­ boril y la flauta, acompañada del repique de castañuelas de los mozos. Surgía una gran emoción entre los presentes y una gran admiración hacia el principal tamborilero, al que todos seguían embelesados, como al dios de la música, y que lograba dar alegría a la fiesta.

Salía de la Iglesia el Santo en procesión, colocado en la entrada comen­ zaba el Ofertorio. Se oían vivas al Santo. Todos depositaban ofrendas: algu­ nas monedas, huevos, manos de cerdo, velas, etc. Las mujeres pasaban sus cintas por la garganta del Santo, ya que San Blas era el milagroso de los males de garganta.


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Empezaba la danza con repiques de palos. A continuación irrumpía el bai­ le del trenzado de cintas. Y se cantaban algunas canciones, que aún me pare­ ce escucharlas: «San Blas Bendito, San Blas, / vos que sois tan m onino, / ma­ tad a los ratones que nos comen los tocinos. / San Blas Bendito, San Blas, / vos que estáis ju n to a la fuente, / brindad un vaso de agua a esta pobrecita g e n te /.» El gran ramo de enebro presidía la plaza, lleno de colgantes, naranjas, paquetes de confituras, etc. Al final de la fiesta sería subastado, junto a todo lo ofrecido al Santo. Terminaba la ceremonia al meter al Santo de nuevo a la Iglesia, entre el restrallar de cohetes y vivas al Santo. Ahora llegaba el momento de los salu­ dos, se aproximaba la hora de la comida. Todos tenían a alguien invitado a co­ mer en sus casas, familiares y amigos de los pueblos cercanos. Incluso había a veces disputas entre convecinos por querer llevar a su casa a las mismas per­ sonas. El dulce que abundaba por doquier en este día era la floreta de harina, azúcar y huevo. Tras la comida se formaban distintos grupos de baile, según los pueblos. El tamborilero de Nuñomoral en estas fiestas era siempre contratado por los mozos entre los mejores de aquellos contornos. Siempre había pendiente al­ guien de que al tamborilero no le faltase de nada, no cesaba de oirse: «¡Que no falte vino a l tam borilero!». A lo largo de la tarde, entre los mozos de los distintos pueblos siempre destacaban los de Casares, conocidos por los chulines, con su boina a un lado sobre la oreja, sus cayadas con distintas labores colgadas del brazo. En una de estas fiestas, siendo yo mozo, ocurrió que el que se erguía como gallito de Casares dijo a los mozos de Nuñomoral: «A quí no hay hombre entre los mozos, ni mujer entre las mozas, como los de Casares». Uno de los más atre­ vidos de Ñuño le respondió y el de Casares le apostó un cabrito, pan y vino para todos los mozos, siendo la apuesta el que no había, según el provocador, en Nuñomoral quien ganase en saber bailar y resistir la jota a los de Casares. Reunidos los mozos de Ñuño, acordaron por unanimidad que saliera Anselmo.


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Yo estaba bailando con Pepita, la hermana de la maestra, cuando me llamaron para que saliese fuera del baile. Me sorprendí y pregunté que es lo que había sucedido. Me contaron lo de la apuesta y el que todos habían pensado en mi. Pregunté si no había otro que lo hiciese, pero me dijeron que tenía que ser yo. Ante esto no me podía negar. Además me picaba mi amor propio. Con castañuelas en mano empezamos a bailar la jota. A Pepita se le salió un zapato, yo insistí en que se olvidara del zapato y siguiese bailando. Como la moza podía cambiarse, pedí que entrase María, por ser una de las mozas que mejor bailaba. Al final el «chulín» se rindió. Me dijo: «Me rindo. No puedo m ás.» Yo con sorna le dije: « Vaya me dejas en lo mejor, ahora que estaba entrando en calor» Como se había depositado una cantidad en señal al alcalde mozo y a otros dos señores no tuvieron más remedio que pagar lo prometido. Después de la gran comilona, por la noche de nuevo en el baile, no con­ forme uno de ellos quería besar a una moza de Ñuño a la fuerza, como ella no aceptó, éste se puso de acuerdo con otro para que apagase el carburo que ilu­ minaba la estancia. La moza le abofeteó. Por lo que se armó una pelea tre­ menda. Hubo palos y tortas casi para todos los presentes. Cuando ya se iba normalizando de nuevo el baile, apaciguada la pelea, se personó el Cabo de la Guardia Civil con una pareja, preguntando por lo que pasaba. Como los mozos de Nuñomoral queríamos evitar todo lo que fuese en contra de la fiesta, enseguida dijimos que nada, que había sido un incidente sin importancia. Una de las chicas le explicó que fulanito de Casares había querido besar a María la Borrajera y los mozos se habían pegado. Aunque in­ sistimos en que no había pasado nada, el Cabo cogió al que se había mencio­ nado, pues ya por la tarde había hecho otra faena, también gorda, pues se ha­ bía puesto a orinar desde el muro que está próximo a la Iglesia hacia el río, es­ tando el lugar lleno de público que le contempló. Insistimos en que le perdo­ nase por ser el día del patrón del pueblo. No obstante, más tarde, cuando la fiesta estaba ya terminando al marcharse nos provocaron de nuevo y nos ci­ taron al otro día en un lugar intermedio entre Nuñomoral y Asegur. Nosotros cumplimos pero ellos no aparecieron.


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Lo que más me sorprendió de todo lo acaecido en ese dia fue ver a mi prohijante que en compañía del cabo y otros señores, con los que se estaba jugando el café, ante ellos muy engolado me preguntó si me había pasado al­ go. Le respondí que no me había pasado nada y que siguiese tranquilo con su partida. La otra fiesta importante era la del Cristo Bendito, que se celebraba el 14 de Septiembre en el pueblo del Gaseo y en el de Casares. El domingo siguien­ te en Vegas de Coria y el último domingo de Septiembre en Nuñomoral, don­ de se celebraba con más expectación porque además de ser éste el último pueblo que la celebraba, ya habían regresado todas aquellas gentes y familias enteras que habían salido a la siega y a la recogida de algarrobas a las tierras de Castilla, Salamanca y Ciudad Rodrigo. Trayendo consigo trajes, ropas nue­ vas y algún dinero. Era ésta la época en la que más alarde de ropas y coloridos había en todas las Hurdes. Se podía distinguir fácilmente quienes eran los recien llegados de la siega por su atuendo, su tez más tostada y su gordura, pues en Castilla comían bien buen pan, torreznos, chorizo, queso... Por todo esto y la gran devoción que existía por el Cristo Bendito, la fies­ ta resultaba alegre y esplendorosa. Una costumbre muy arraigada en todas las Hurdes era, en el día de Todos los Santos, celebrar la Calbotá. Todos participaban, pero principalmente quién levantaba la fiesta era la juventud y la mocedad.

La Calbotá era a base de castañas asadas, ya que ese fruto era el alimen­ to más abundante. Se solía celebrar en los cerros más cercanos a los pueblos donde existían montes. Los mozos con la boina en mano recogían del suelo cuantas castañas les apetecía, sin tener en cuenta de quien fuesen. Ya que ese día para la celebra­


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ción de la Calbotá, no había prohibiciones de propiedades y se podían coger castañas de cualquier parte. Mientras que los mozos reunían las castañas, otros grupos en los lugares escogidos recogían brezo y arrancaban chaguarzo y jaras. Otros tenían la mi­ sión de llevar las botas de vino. Separadas pero muy próximas a los mozos, lo hacían, a su vez, las mozas con la única diferencia que en vez de vino llevaban anís y bebidas dulces, al­ guna fruta de invierno y algún dulce. Cuando ya tenían un buen montón de leña, conforme iban llegando cada uno depositaba sus castañas encina del montón. Terminada esta operación, todos reunidos prendían la hoguera y cogidos de la mano saltaban y cantaban alrededor de la hoguera. Cuando las castañas estaban bien asadas, todos co­ mían y bebían. Algunos mozos se aproximaban a curiosear la Calbotá de las mozas por ver lo que llevaban, entonces ellas formaban un griterío repitiendo: «Que vie­ nen, que vienen» y escondían sus golosinas, aunque al final todos terminaban participando de todo. Entre la sed que dan las castañas asadas, el calor de la hoguera y las gar­ gantas secas de tanto cántico, las botas de vino no dejaban de pasar de mano en mano. Y si alguna vez este paso continuo cesaba, siempre había algún m o­ zo que exclamaba: «¡Esa bota, que no pare!». Cuando iba anocheciendo se hacían pequeñas hogueras para alumbrarse y verse mejor las caras sonrojadas por el calor de las hogueras y las bebidas. Todos sonrientes por la alegría del momento. Los padres de mis amigos, en esa tarde, procuraban sustituirlos en el ga­ nado, para que así pudieran participar en ella. Como a mí no me sustituían como a los otros, pude participar en muy pocas. Aunque siempre procuraba al regresar con el ganado, pasar cerca de ellos, y así me dejaban participar de todo. Les veía disfrutar a todos unidos, mozos y mozas, jovencitos y jovencítas que se contagiaban de la alegría de los mayores y les imitaban, siguiendo


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así la tradición. Ya de noche todos regresaban al pueblo muy cortentos por la alegría de la tarde pasada. Despidiéndonos así de la fiesta pasada con el deseo de revi­ virla de nuevo al año próximo. De las'fiestas navideñas poco hay que resaltar, pues no tenían el explendor y la variedad de las que se llevan a cabo en las grandes ciudades. Lo más importante era la Misa del Gallo, en la que se volcaba toda la de­ voción de los hurdanos. Era costumbre que los mozos acompañando al tamborilero realizasen el pasacalle, recorriendo todo el pueblo cantando villancicos y tomando dulces en las casas que los invitaban con una copa de aguardiente. Media hora antes de que sonaran las tres campanadas que anunciaban la entrada a la Misa, en la explanada junto a la Iglesia, se reunían mozos y mozas que bailaban entre villancicos y jotas, y vals corrido para ahuyentar el frío de la noche. Ya en la Iglesia, siempre llena, los mozos con la flauta, tamboril y casta­ ñuelas tocaban la Marcha Real y daba la animación y la alegría que tal celebra­ ción requería. Al salir de la Iglesia se reanudaba el pasacalle y las visitas a las casas. Una de las costumbres más arraigadas entre la mocedad hurdana era: Retozar, lo que se realizaba los domingos y fiestas en que no había baile, como ocurría en Semana Santa. Retozar consistía en reunirse toda la juventud paseando por la carretera a las afueras del pueblo, formándose pandas de chicos y chicas. Elegido el lugar determinado, — alguna de las praderas o una era— se decía a Retozar, juego que sin ser malicioso nos divertía. Cogíamos a las mozas y las abrazabamos, mezclados entre todos, sin distinciones, siempre se procuraba abrazar a la que más te gustaba. Las besábamos en la cara, las cogíamos de los pechos.


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llegando a veces sin querer a hacerlas daño. Ellas por su parte, nos cogian de los testículos, broma de la que a veces, también, salíamos mal parados. Jugábamos en el suelo, luchando y cayéndonos unos encima de otros, formándose verdaderos revoltijos y montones de chicos y chicas. No obstante, si alguna chica observaba en alguno de los chicos mala in­ tención, o si áe pasaba de listo, cuando menos lo esperaba recibía un bofetón, de esos que dejan recuerdo. Estos eran juegos sin maldad. No valía aprovecharse porque las mocitas a la hora de la verdad, si no eran novios les evitaban y les hacían desistir, e in­ cluso abandonar el juego. Normalmente de este juego se pasaba al escondite entre las matas o de­ trás de paredes, momentos que aprovechaban los enamorados para escon­ derse juntos. Para mí estas tardes eran un lujo, tenia que cuidar el ganado. A veces, al pasar cerca de ellos, me tenía que conformar con verles retozar, pues no po­ día acercarme por el ganado. Además no tenía camisa limpia, para mi no exis­ tía el domingo, ni tenía zapatillas limpias y si por el contrario ropas rotas de los enganchones del monte. Si no enseñaba una rodilla por un roto, era el culo por otro. Y además, aunque no había descriminación, no obstante, yo era un api/u», y estas tardes influían mucho para los futuros noviazgos. Servía la mayoría de las veces para que el amor surgiera entre dos nuevos enamorados Se veía a veces venir, por la inclinación de la mocita a retozar más a menudo con Un determinado mozo, atrayéndole asi cada vez más. Sobre este particular, allí comprobamos que la mujer era más astuta al saberse dejar querer y saber jugar bazas favorables a su antojo. Provocando en alguna ocasión el que dos mozos se pegasen por ella. Al anochecer de regreso al pueblo todos volvían alegres, aunque quizá algún mozo recibió un tortazo por pasarse. O bien sucedía que una pareja se


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quedaba atrás, haciendo el amor por primera vez, regresando el resto al pue­ blo, cogidos de las manos y cantando cánticos y coplas de la comarca. Así pasaba la juventud hurdana sus momentos de sana diversión. Todos felices, actuando noblemente y con armonía.


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CAPITULO IV

DESCUBRO MI IDENTIDAD ME ENTREGAN LA CARTILLA MILITAR

El día 13 de Diciembre fue un día inolvidable, otro escalón para mi tran­ quilidad y de gran interés para mi vida, al serme entregada la Cartilla Militar. Era el primer documento mío, que cogía en mis manos, con ciertos datos personales, que se me habían ocultado hasta esa fecha. Ahora sabía mi verdadera fecha de nacimiento. Todos los años el 21 de Abril por ser San Anselmo, me hacía la ilusión que cumplía los años, este do­ cumento venía a confirmármelo. Además siempre había ignorado en qué lugar, pueblo o provincia había nacido, comprobando por dicho documento que era natural de Villamiel, de la provincia de Cáceres, y que era hijo de padres desconocidos. Sentí gran pena, pues al ser estos desconocidos y los apellidos de Iglesias y Expósito de la Casa de Cuna de Cáceres, no podría averiguar nunca, quienes eran mis padres. No obstante, me sentía alegre, pues sabía la fecha de mi nacimiento, nombre y apellidos, que darían por siempre fe de lo que era, y como fu i criado como un expósito, como un pilu más de los muchos que fuimos a parar a las Hurdes. El día 1 de Marzo de 1945 tuve que presentarme, junto a los hurdanos de mi misma quinta, en la Caja de Reclutamiento n° 14 de Plasencia. Aún recuer­ do la salida de Nuñomoral, casi todos mis compañeros de quinta iban muy tristes, cosa que se agravaba por los llantos de la despedida de madres, novias y familiares. Por mi no hubo llantos, ni nadie salió a despedirme, aunque el pueblo en general me despidió con cariño. El camino hubo que hacerlo a pie, aunque varios padres acompañaron a sus hijos con caballería hasta Plasencia. En el sorteo que se realizó el día 4, ocho fuimos destinados al regimiento de Cazadores de Montesa, Santiago n° 3 Conde Duque, Madrid.


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Al llegar a Madrid, el día 8 de madrugada nos subieron andando desde la estación de Delicias hasta el cuartel. Yo me fijaba en todo cuanto estaba al al­ cance de mis ojos. Me repetía a mi mismo que estaba en Madrid, del que tan­ to había oído hablar en las Hurdes. Se descubría ante mí todo un mundo nuevo.

Venía dispuesto a trabajar muy duro para crearme un porvenir, me costa­ se los sacrificios que me costase. Según todos decían el cuerpo de caballería era el peor, pero para mi no lo era tanto, ya que me libraba de las garras del que me tenía a su servicio y ade­ más por venir a este cuerpo salía de las Hurdes. Pensaba cumplir con las ordenanzas y con los superiores, creía que no me iba a ser muy difícil. Pero tuve la mala suerte que al pertenecer a la quinta del 45 y estar sin licenciar aún las quintas del 42 y del 43 además de la del 44, tuve que estar a las órdenes de los primeros que habían estado en la guerra ci­ vil, que se esmeraban en tratarnos a baquetazos. Nos llamaban la quinta del chupete, porque la mayoría teníamos cara de niños. Después de jurar bandera, llamaron a 13 soldados, entre lo que me en­ contraba, para ascendernos a cabo. El alférez capitán y brigada del escuadrón de Armas Pesadas al que pertenecía me preguntó si deseaba ser cabo, lo que me merecía por mi comportamiento e interés puesto en la instrucción y por ser de los que mejor montaban a caballo. Debíamos ser los que remplazáse­ mos a los que habían sido nuestros maestros en el tiempo de instrucción y así poder irse ellos con permiso. De los 13 elegidos, ocho decidieron hacerse cabos. Yo le respondí al al­ férez que sentía decepcionarle, aunque agradecía su buena voluntad y la con­ fianza que ponía en mí, pero que mi porvenir no estaba en el ejército, deseaba licenciarme con mi quinta, además que por mi incultura tendría que esperar muchos años para ascender a un nuevo escalafón, y porque no deseaba por tener galones de cabo verme obligado a dar órdenes y castigar al resto de mis compañeros, creándome enemigos.


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Los cinco que no aceptamos ser cabos recibimos un castigo, siendo tras­ ladados a un escuadrón peor. Se me quedó grabado un día de teórica en el que formando corro todos sentados en el escuadrón, el alférez dirigiéndose a mi dijo: «¿Iglesias cuántos están aquí de las Hurdes!». Le contesté que de los ocho que llegamos, en ese regimiento estabamos cinco. Entonces preguntó quien de los otros cuatro sa­ bía contestarle de que color era el caballo blanco de Santiago Apóstol. Uno contestó que negro, otro lo mismo y el tercero ya no se atrevió a contestar al ver como se reían el resto de los soldados, al no atreverse a responder ningu­ no me dijo el alférez: «Anda Anselm o dile a tus paisanos, s i es que lo sabes, el color del caballo». Yo le contesté: «M ire m i alférez, si ya lo está usted dicien­ do al preguntar, su color es blanco». De ahí que los hurdanos fuéramos presa de burlas por el resto de los compañeros. Recuerdo el día en que a uno de mis paisanos Feliciano, el más gordito de todos, estando formados por la mañana para salir a hacer la instrucción a ca­ ballo por los cerros y las cortaduras de la Ciudad Universitaria le había tocado el caballo llamado «Gamba», por ser alto, delgado y sus patas muy largas. Al dar la voz de «A caballo» estando en el patio del cuartel, al intentar montarle agachó la cabeza, y sin dejarle calzar estribos, empezó a girar hasta tirarle al suelo, que era muy duro porque era de piedras de río. Le pregunté si se había hecho daño; asustado me dijo que le dolía el costado y que creía que tenía hasta fiebre. No era más que el calor del impulso de montar y el susto de la caída. Insistí en avisar al sargento para que así no saliese a la instrucción, pero no quiso, me ofreció lo que quisiera con tal de que cogiese su caballo y que le dejase el mió. Cogí el estribo y le ayudé a subir a mi caballo, mientras que los demás ya estaban en marcha hacia la puerta de salida. Salté encima de Gam­ ba, con las bridas cortas para no dejarle bajar la cabeza y calzando rápidamen­ te estribos, pues ya empezaba a girar para tirarme como había hecho con Feli­ ciano. Al no conseguirlo, nervioso por no poderme tirar, saltaba al trote. Le sujetaba, pero me daba cuenta que de continuar con ese trote al salir a la calle de Conde Duque con sus adoquines lisos podría resbalar. Cosa que sucedió unos cincuenta metros frente a la puerta principal de entrada a donde se hallaba la escolta de Franco, compuesta por moros, Gamba resbaló, saltaron chispas de sus herraduras, calló al suelo hacia el lado izquierdo, mi pierna izquierda que­ dó debajo, me hice daño en la rodilla y un siete en el pantalón. Enseguida se me acercaron dos moros que me preguntaron «Eh, paisa, ¿Tu pasar algo?»


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también se acercó un sargento, que me preguntó igualmente si me había he­ cho algo y si me quería volver al cuartel. A ello respondí que si el caballo valía deseaba proseguir. Al caballo le había dado como un calambre tras el golpe recibido y no se movía. El sargento insitíó en que me volviera al cuartel, pero como vi que el caballo se recuperaba, monté de nuevo y seguí adelante. Cuando ya llegamos a la Universitaria y el suelo era de tierra, pensé para mí que ahora era la mía. Le daba espuelas y le sujetaba, bajamos y subimos cortaduras. Y cuando mandaban correr a galope del último pasaba al primero. Al regreso al cuartel el caballo tenía espuma del sudor por todo el cuerpo, iba más suave que una esponja. Este caballo y algún otro sabían demasiado, cuando subía algún soldado con miedo, rápidamente le tiran y hacían de las suyas. Así había un caballo, al que se le llamaba «M ataquintos», al que tuve que montar un día. Para que este caballo fuese en fila había que darle mucho de espuela. Sin embargo al correr bajaba la cabeza, cosa que a mi me intentó hacer dos o tres veces sin conseguirlo, para tirar al jinete al suelo.

Contraria a la forma de comportarse de este caballo, era la del apodado «Careto», que era duro de boca y pasaba a los demás si el jinete no lograba sujetarlo. El día que yo montaba a «M ataquintos», a «Careto» le montaba un tal Barquilla, conocido por su torpeza, y encuadrado en el pelotón de los torpes. Al ver que no dominaba el caballo y se iba de la fila, el alférez dando voces, le ordenó presentarse a él. Le mandó bajarse del caballo, me señaló a mí tam ­ bién y me mandó bajar del caballo. Me asusté porque no sabía de que se trata­ ba. Entonces me dijo que le diera mi caballo al soldado Barquilla y cogiera el suyo. Vi el cielo abierto, porque al menos me descansarían los pies, con los que había tenido que ir presionando para lograr seguir en la fila con «M ata quintos», aunque luego me dolerían las manos de sujetar las bridas, haciendo la sierra para sujetar a «Careto» en fila.


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Al rato el alférez dió la voz de al galope, de subir y bajar cortaduras y aquí vino la sorpresa. Barquilla ya se había quedado atrás de la fila. Y al entrar en la cortadura su caballo bajó la cabeza y el calló rodando, pasándole otros ca­ ballos por encima, por lo que todos temían que hubiese muerto. Si no fue así, fue gracias al instinto que tienen los caballos, que no suelen pisar, sino que saltan por encima del jinete. Mis paisanos no se habían dado cuenta del cambio de caballo por lo que creían que era yo quien se había caído. Les oía decir: «Es Anselmo, se ha ma­ tado» Yo marchaba detrás de ellos, les daba voces para que supieran que no me había pasado nada pero no me oían. Cuando nos fuimos juntando los paisanos se alegraron al verme. Nos lle­ gamos a apreciar bastante, yo les hacía todos los favores que estaban en mi mano, lo que no podía era invitarles a bebidas o meriendas como ellos hacían, pues no recibía ni giros, ni paquetes, como ellos recibían de sus padres, que aunque eran pobres les enviaban lo que podían. No salía de paseo muchos días por no tener dinero, pues siempre había que coger algún tranvía o tomar algún chato. Con los cincuenta céntimos que nos daban a los soldados, no tenía para nada, e incluso la mayor parte de las veces nos los gastábamos en cremas para limpiar los correajes, monturas, etc. Algunas veces cuando me quedaba en el escuadrón, nos reuníamos los paisanos, se intercambiaban paquetes que recibían, iban a por vino y merendaban juntos. Aunque me invitaban, yo me marchaba porque no tenía nada para ofrecerles. Me iba al otro lado del escuadrón, o me asomaba a la calle de las Negras y me entretenía viendo pa­ sar gente. Otras veces a la hora del paseo se reunían para escribir y leerse las cartas de sus familiares, pues así conocían las noticias del pueblo, de padres y novias. En estos momentos yo permanecía callado, me alegraba oir las distintas noti­ cias, aunque en el fondo me entristecía, porque yo no recibía cartas. Con frecuencia en alguna hora libre, nos juntábamos los ocho paisanos, en el patio o en el bar y hablábamos en el lenguaje hurdano a nuestras anchas.


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Me daba cuenta como otros soldados madrileños, andaluces, etc., nos rodea­ ban, les gustaba oírnos hablar. Comentaban algunas de nuestras palabras, y se le oía decir a veces: «vaya haiga que sueltan». En más de una ocasión me preguntaron que si yo también era hurdano porque apenas lo parecía. La di­ ferencia está en que el resto de mis paisanos les ilusionaba hablarlo, pensaban en su tierra y en volver junto a los suyos. Yo sin embargo, sabía que tendría que quedarme en Madrid y cambiar de vida. Por lo que me esforzaba en no decir aquellas frases y palabras de las que se reían los otros soldados. Mi amigo de la infancia Paco, estaba también en el cuartel y en el mismo escuadrón que el mío. En el últim o año le hicieron cocinero, cosa que me sal­ vó de algunos ratos de hambre, como ya lo había hecho también en nuestra juventud. Encima de la cocina estaba el gran comedor, en el que por las tardes, antes de la cena, se daban clases a todos aquellos que no supieran leer o escribir. Estuve asistiendo un tiempo, pero al ver que no se enseñaba lo su­ ficiente, y que de seguir allí no iba a llegar a aprender lo que deseaba, me deci­ dí a preguntar a unos compañeros de mi escuadrón a donde iban todas las tar­ des con su carpeta de cartón bajo el brazo, me contaron que a una Academia particular. A mi pregunta de si podía ir con ellos, me contestaron que sí, que cuantos más fuesemos más económico nos saldría. La Academia se encontraba en la Calle Cardenal Cisneros N° 76. Al pre­ sentarme al profesor, lo primero que me dijo fue que para que deseaba pre­ pararme, puesto que los que allí asistían se estaban preparando para ingresar en la Guardia Civil, en la Policía Armada y para ser carteros. Le respondí, que verdaderamente no sabía, que deseaba aprender lo principal, las cuatro reglas, algo de Geografía, Matemáticas...; me puso en la pizarra mandándo­ me escribir unas cantidades y algunas palabras. Al ver que mi nivel era bastan­ te bajo, me dijo que no podía darme clases, puesto que el resto de los alum­ nos tenían conocimientos mucho más avanzados que los míos, y que yo estaba para recibir clases de primaria. Viendo que no iba a poder ser, le conté mi caso y porque me era tan necesario estudiar, pues no deseaba volver a las Hurdes, sino quedarme en Madrid y poder ingresar en un Cuerpo determinado o empresa. Al ver mi interés me dijo que me permitía que asistiese a la Aca­ demia y que me sacaría a la pizarra, mientras que los otros hacían ejercicios. Y así ya vería lo que se podía sacar de mi, si no es que me cansaba antes. La cuota mensual iba a ser de veinticinco pesetas, además tenía que comprar


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una Ortografía práctica, un Manuscrito para copiar cartas y un libro de A rit­ mética. Para poder hacer frente a estos gastos que para mi eran demasiado elevados, ya que sólo contaba con los cincuenta céntimos, que me daba el ejército y un paquete de tabaco de la ración de una ochenta y cinco, compra­ ba libritos de papel de fumar con el que envolvía los pitillos que vendía a diez céntimos cada uno, y a veces incluso, algunos días, al ver que no reunía la cantidad para pagar la Academia me veía obligado a vender el chusco que dabarrpara la comida. Transcurridos tres meses de asistir a la Academia, el profesor, Don Flo­ rentino del Arco, me dijo que ya podía solicitar el ingreso para la Guardia Civil, pues había conseguido en tan poco tiempo ponerme al nivel de mis compa­ ñeros, e incluso mejorar a-algunos, que además de haber ido a la escuela hasta los catorce años, llevaban asistiendo a la Academia desde mucho antes que yo. Empecé a hacer borradores de instancias, pues debían ser hechas de pu­ ño y letra del interesado. Como me dieron un mes de permiso me fui a Nuñomoral. Pero ocurrió que cuando me quedaban pocos días para que me reincorporase de nuevo a mi regimiento, un joven Guardia Civil, llamado Emiliano, me invitó a ir con él y otros vecinos a la caza de un jabalí que se había visto encamado a unos 700 metros del pueblo. Prefería irme a tomar unos chatos con los amigos, así que puse como excusa el que no tenía escopeta, pero no me sirvió de nada porque el se comprometió a encargarse de buscar las escopetas. Reunió varios hom ­ bres, entre ellos el alcalde, mi prohijante y un compadre del guardia. Al cruzar el río de las nueve escopetas que había conseguido, me tocó coger tres y al que iba delante de mi en la muía dos. Cuando el guardia se hallaba en medio del río montado en compañía de otro en un borrico, de repente, sonó un dis­ paro, resultando herido en el cuello el guardia de un perdigonazo, gracias a que en el centro del río quedaba un trozo sin agua, cubierto de arena y pideras, pudieron sacarle fácilmente, siendo trasladado al pueblo. Al comprobar las escopetas se vio que la que se había disparado pertene­ cía a un tal Dionisio, que al no estar en casa cuando fue el guardia, se la entre­ gó su esposa, la cual ignoraba que tenía un cartucho dentro. Esta escopeta


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era una de las que pasábamos detrás de una muía el compadre del guardia y yo. Las heridas en si no tuvieron importancia. V ya que el que había organiza­ do la cacería había sido el guardia el comandante de puesto no tenía porque haber dado parte. Sin embargo al hacerlo, se desplazaron hasta allí un tenien­ te y un sargento, que al tomarnos las declaraciones pertinentes, pretendían obtener una versión de los hechos totalmente distinta de lo que había ocurrido, pues querían que afirmásemos que el guardia no había intervenido, ni organizado dicha cacería. Se llegaron hasta ocho declaraciones mías, porque al firmar siempre añadía el que firma bajo amenaza. Diciéndome que como no firmase lo que ellos querían me iban a dar patadas en mis partes y me iban a colgar de una gran viga, que atravesaba el techo. Al final tuve que firmar no lo que en ver­ dad había pasado, aunque tampoco fue lo que ellos pretendían en un principio.

Tras terminarse el permiso tuve que volver al cuartel. Pasado un tiempo me citó el Brigada para mandarme que no saliese del cuartel, que cualquier día iban a venir por mía para llevarme detenido a Cáceres; pregunté si no había algún error pues para ir a hacer declaraciones al juicio sólo me bastaría el pa­ saporte militar. Una semana entera estuve sin salir, tenía que mudarme de ropas, al no saber la fecha exacta en que vendrían por mi, una tarde anocheciendo decidí salir, no tardé más de una hora, sin embargo al entrar me ordenaron que me presentase al teniente de guardia. Quien sin dejarme hablar, me pegó con el sable en la cabeza, dejándome sin conocimiento. Cuando me recuperé, me anunciaron que salía esa noche de viaje para Cáceres, que vendría la Guardia Civil por mi. Más tarde por la noche se personó en el cuartel la pareja de la Guardia Civil, que me llevaron, sin remedio, aún atontado y con un fuertísimo dolor de cabeza del espadazo. Esta pareja tuvo también que llevar a un dete­ nido, que era un delincuente que tendría unos 18 o 20 años. Ya en el tren hacía Cáceres, me quisieron esposar con el delincuente, a lo que yo me negué. Vestía el uniforme de caballería, lo que ya me daba derecho a negarme a ello, cosa que hice, pues como les dije no tenía que ir conducido detenido por ellos y menos esposarme como a un maleante.


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En Navalmoral de la Mata, lugar donde tenía que relevar la pareja, al no estar dicho relevo, nos encerraron en la cárcel del pueblo a ambos en una mis­ ma celda. De cena nos dieron algarrobas. Entre lo mal que olía aquel local, el sabor y olor de las algarrobas, no comí nada. Impotente daban vueltas en mi cabeza constantemente las mismas ideas, al verme en una cárcel, lugar en el que nunca antes había estado, recibiendo el mismo trato que un vulgar ma­ leante, todo por un maldito error burocrático. Antes de abandonar aquella maloliente celda, el que había compartido la noche conmigo, haciendo honor a su oficio, me ofreció barata una camisa. A pesar del poco dinero que tenía, como al salir del cuartel no me dejaron sacar nada, se la compré para por lo menos poderme cambiar de camisa en Cáceres. Por la mañana salí, ya sólo, con otra pareja hacia Cáceres, al entregarme en la Comandancia oí al oficial que decía a la pareja al entrar que por qué me habían llevado detenido, puesto que tenía que haber ido sólo y con pasaporte militar. Pero ya nadie me quitaba de encima el sablazo recibido y la ingrata ex­ periencia de ese viaje. Hasta llamarme para la celebración del juicio me instalaron como soldado transeúnte en el cuartel de Argel n° 27 en Cáceres. Donde comía y dormía. Pasaba con frecuencia por la Comandancia de la Guardia Civil preguntando por la fecha del juicio, pero se retrasaba. Entraba y salía como un guardia más. Como la salida más fácil para resol­ ver mi futuro podía ser ingresar en este cuerpo, ya me había aprendido la car­ tilla del guardia, los artículos de contrabando, defraduacíón, etc. El día 30 de Enero de 1947 me citaron para el juicio. Resultamos condena­ dos por imprudencia temeraria el compadre del guardia, con una multa de 5.000 ptas, que hizo efectivas y yo. A mi me pusieron una multa de 2.500 ptas y 1000 respectivamente, en concepto de responsabilidad civil como pena im­ puesta a mencionado delito. Las 1000 pesetas me fueron puestas como multa al no callarme, puesto que deseaba contar todo tal y como pasó. Al no dispo­ ner de esa cantidad y no contar con mi prohijante, ni con nadie que me ayu­ dase tuve que sufrir el correctivo de un mes y quince días en los calabozos del regimiento de Argel 27.


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Como no pude pagar dicha cantidad, al cumplir el correctivo, pasó esta falta al Ministerio de Justicia y Penado, fichada en una nota desfavorable en penales. A causa de ésto habían de pasar tres años sin que pudiese solicitar el ingreso a ningún cuerpo, puesto que constaba esta falta en mis antecedentes penales. Para acelerar la cancelación de estos antecedentes, pasados los tres años, tuve que pasar un año entero, día tras día siguiendo el curso de los pa­ peles, rellenando múltiples instancias. Visitas, molestias que causé a algunos amigos para que me indicaran porque departamento iban trasladándose mis papeles. ¡Cuántos departamentos militares tuve que recorrer! ¡Que año más largo y cuántos dolores de cabeza! Sólo por 3.500 ptas, que de mi trabajo bien había obtenido mi prohijante. De hecho le había visto obtener grandes canti­ dades de pesetas por la venta de machos y cabras que yo había hecho engor­ dar, y que vendía todos los años. Pero cuando se trata de un expósito, sin ningún derecho todo es posible. ¡Larga y amarga experiencia la mía en toda mi joven vida! Larga porque me resultaba odiosamente interminable. Si fui maltratado, los hechos narrados, las páginas escritas, los testigos de mis días, todo está a la vista, aquí no hay fábula, aquí están escritas las realidades que penosamente tuve que vivir, casos ocurridos y marcados en mi joven cuerpo. Mi llamamiento es conciso, ayudemos a evitar estos malos tratos, y que no se entregue más a un ser inocente sin las garantías precisas y sin la vigilan cia de las autoridades. Es mejor evitarlo que tener que escribirlo, como yo, con el corazón oprimido. Mientras estaba en el calabozo cumpliendo el correctivo, decidí escribir a mi pueblo natal, basándome en los datos de mi cartilla militar y para solicitar mi documentación por si algún día la necesitase para pedir algo o intentar in dagar sobre quienes pudieran ser mis padres. Me dirigí en una carta, con estas intenciones, al Juez Municipal y al cura párroco de Villamíel. A los pocos días recibí una carta en la que me indicaban que mi padre ha


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bía muerto y que mi madre vivía y estaba casada con otro hombre. Dos días más tarde recibí mi documentación pero sin ser legalizada. Ya cumplido el arresto se me dió la orden de que pasara a incorporarme a mi destino al Cuartel de Conde Duque en Madrid. Pedí permiso para desviar­ me, ya que me caía muy cerca, para ir al pueblo de Villamiel para legalizar los documentos. • Partía con la ilusión de conocer mi pueblo natal, a mi madre y a la que había sido mi madrina. Estaba más seguro del lugar de mi nacimiento, ya que, además<Je la cartilla militar, tenía en mi poder mi partida de bautismo, donde se señalaba el pueblo, parroquia y el nombre de la mujer que fué mi madrina.

COPIA DE LA PARTIDA DE BAUTISMO DEL AUTOR Agustín Hernández, Cura párroco de Villamiel, Certifico: Que en el libro trece de Bautizados de esta parroquia al folio ciento veintinueve vuelta se halla a la letra la siguiente partida. En la Iglesia parroquial de Santa María Magdalena de Villamiel, diócesis de Ciudad Rodrigo provincia de Cáceres, a veintiuno de Abril de mil novecientos veinticuatro. Yo, D. Agustín Hernández, Cura Párroco de ésta, bauticé solemnemente y bajo condición, a un niño que a las cinco de la mañana del mismo día había sido puesto en la puerta de la casa habitación de Baldomero Araujo, casado, vecino de Trevejo, y le pu­ sieron por nombre Anselmo, sus Padres no son reconocidos fué su Madrina Benita Galván Martín, consorte de dicho Baldomero, a la cual advertí el paren­ tesco espiritual y obligaciones que contrajo. Testigos, Jacobo Aparicio y Luis Rodríguez y para que conste firmo la presente fecha ut supra. Agustín Hernández. Hay una rúbrica. Es copia del original y para que conste expido la presente, a petición de parte y la firmo y sello en Villamiel a veintinueve de Abril de mil novecientos cuarenta y siete.


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CAPITULO V

ENCUENTRO A MI MADRE Y MI PUEBLO

Vi/lamie/, pueblo natal del autor, que visitó por primera vez siendo soldado, en Mayo de 1947. Fecha en la que conoció a su madre en la casa del Párroco.

Salí el 29 de Mayo de madrugada en tren de Cáceres a Cañaveral, y de allí en un coche de línea, que me dejaba a cinco kilómetros del pueblo. Cuando bajé vi a un hombre con un burro, al que pregunté como se iba a Villamiel, me indicó que era el pueblo de arriba y que si esperaba me acompa­ ñaba. Al verle coger una valija del autobús comprendí que era el encargado del correo. Yo miraba para arriba, observaba desde lejos mi pueblo natal, que por primera vez iba a conocer. Tras acabar de recoger el correo, el hombre me ofreció subir la maleta en­ cima del burro, porque faltaban cinco kilómetros y era cuesta arriba. Confor­


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me caminabamos me preguntó a quien iba a ver y de quién era familia. Yo le dije para lo que iba y que según la carta recibida del señor Juez yo era hijo de Don Onesio Churro y Dña Engracia Torrecilla. Entonces, me dijo que había conocido mucho a mi padre cuando vivía, que había sido el más rico del pue­ blo. Me preguntó si sabía mi madre que yo venía, le dije que no y que en reali­ dad estaba de paso hacia Madrid, y que sólo quería darle las gracias al Sr. Juez y al Sr. Cura por no cobrarme por los documentos y para legalizarlos. Hablamos de los lugares donde me había criado. A medida que íbamos subiendo la cuesta no cesaba de contarme cosas, de como había sido mi padre y quien era mi madre que estaba casada con un zapatero, que tenían tres hijos y estaban ese día en una huerta que tenían en Trevejo. Al llegar al pueblo me indicó cual era la casa del cura. Donde me abrió una señora mayor, que me preguntó por lo que deseaba. Le respondí que ver al señor cura, se internó en la casa y le oí decir a su hijo que había en la puerta un soldado con una maleta que deseaba verle, y que no era del pueblo, porque no le conocía. El hijo le dijo que me hiciera pasar. Me recibió muy ama­ blemente. Cuando le indiqué que le iba a dar las gracias por los documentos me contestó que él no era el párroco, que era Don Agustín, que estaba muy viejecito y que él era el interino. Desde su mesa rodeado de libros y papeles me dijo que tenía mala cara, que si había comido algo. La verdad era que no había tomado nada desde la noche anterior en el cuartel y ya iban a ser las dos de la tarde, además el viaje, la subida de los cinco kilómetros cuesta arriba y la marea incesante de pensa­ mientos en mi cabeza eran motivo suficiente para darme ese aspecto cansino. Le dije que no había tomado nada, pero que no tenía hambre, que ante todo no deseaba causar molestias, ni tomar nada. La boca la tenía completamente seca, y por mi estado de preocupación y nerviosismo me dolía el estomago vacío. Entonces, Don Aureliano, como se llamaba el párroco, le dijo a su madre que me batiera un par de huevos en un vaso de leche. Al insistir me lo tomé y he de reconocer que en mi vida me ha sabido mejor un vaso de leche que éste. Me reanimó muchísimo. Me condujo a una terraza situada en la parte pos­


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terior de la vivienda, que daba a un huertecillo con un naranjo, una higuera, flores y una vista preciosa. Nos sentamos en un escaño, y me dió tantos áni­ mos que casi por unos momentos me olvidé de mis trámites. Estando en plena charla, llamaron a la puerta y se encuchó la voz de la madre del párroco, que decía: «A híestá con Aure/íano». Enseguida, se perso­ nó en la azotea, una mujer sofocada, de tez muy tostada por el sol, que acer­ cándose al párroco le preguntó: «Si era ése, el que ella quería ver». Y señalán­ dome Don Aureliano, incorporándose le dijo que sí. Aturdido intenté levantar­ me, pero ella se me abrazó al cuello dicíendome: «H ijo mío, hijo mío, perdona, yo soy inocente». Asombrado comprendí que era mi madre, entonces le dije, con voz entrecortada, que el inocente lo era yo, por las calamidades que había tenido que sufrir por consecuencia de su abandono y del que fué mi padre. Le rogué que no me abrazase, pues no estaba obligado a saber si era mí ma­ dre o no. Y en caso de que así lo fuera, no era tan buena cuando fué capaz de arrojarme al mundo sin apellidos, y expuesto a morir en manos extrañas.

Me preguntó que cuántos años tenía y cómo me llamaba, al responderle que 23 años y que me llamaba Anselmo Iglesias, apenas mencionado mi nombre se le escapó una expresión que me hirió profundamente « ¡A y! el ú lti­ mo». Dolido le dije que no era tan inocente como acababa de decirme. Que yo fuera el último significaba que había habido alguno más. Ya no supo contes­ tar. Cohibida y sin saber que hacer me dijo que fuera a casa a comer algo. Que su casa la tenía abierta. Le contesté que no tenía hambre y que su casa había estado cerrada para mí cuando más la necesité, tras mi nacimiento.

Desde que la había dicho que no era tan inocente y la aparté cuando me abrazaba, su actitud cambió totalmente hacía mí, no se que idea traía cuando vino a verme, pero se marchó enseguida a su casa sin más. Me quedé un rato más hablando con Don Aureliano, lo necesitaba, pues si me había trastornado tras subir la cuesta, más aún lo estaba ahora tras el abrazo y las palabras de mi madre. En mi cabeza latía una sóla palabra « E lú lti­ mo» incesantemente me preguntaba ¿Cuántos habrían sido?


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Más tarde tras visitar al Juez y al cura que me había enviado los docu­ mentos. Indagué por el paradero de la que fue mi madrina de Bautismo. Me indicaron que vivía en el pueblo de Trevejo y que había sido ella misma la que me había llevado a la Casa de Cuna. Con mi maleta al hombro empecé a caminar en dirección a este pueblo, pues sólo distaba unos dos kilómetros de Villamiel. Me habían dicho que la se­ gunda casa, a mano izquierda según entrase, era la de mi madrina, la Tía Be­ nita, y la siguiente era la de mi abuela materna, que ya era muy viejecita. Cuando llegué a Trevejo ya comenzaba a anochecer, al preguntar por la Tía Benita, una mujer me señaló a una señora y me dijo que era la que estaba hablando con una tía mía. Su respuesta me sorprendió, ya sabía quien era yo. Me acerqué a las dos señoras que me había señalado, sin saber cual de las dos era mi madrina y cual mi tía. Una de ellas se adelantó hacia mí, me abrazó y llevándome a su casa me dijo que ya sabía que iba ir a verla. «Me han dicho que estabas en casa del cura». La pregunté que si era mi madrina y emociona­ da me respondió que sí, que ella me había bautizado. «¿Quién me diría a mí, que te iba a ver hecho todo un hom bre y vestio de soldado?». Le di las gracias por bautizarme, llevarme sano y salvo a la Casa de Cuna de Cáceres, y no abandonarme en cualquier barranco o entre la maleza. Anciana y emocionada, con su cerrado acento extremeño me explicó: «/A y Jísu, qué quieres yo era una probé, no había más remedio, yo tenía que pedir lim osna, algunos me ayudaban y tu padre Don Onesio me dijo: «Benita, quieres ganarte pa que comas». Yo le dije «bueno Seño/, ¿Qué tengo que jacé?». «M ira llevarte lo que ha tenido la Engracia. Lo llevas a Cáceres y lo en­ tregas en la Inclusa». Y yo eso ¡ice, a m i me daba pena. Te trujeron aquí, a m i casa, y a l otro día salí cam ino de la capital. La prim era n ochí cuando lloraba te daba lechl de cabra con una cucharina. No sabis lo que s u frí yo. Tener que He varti, pero yo era una probe. Y no ja cía más que m irarti. Llegué a llorar de pe­ na de vertí tan g ordíto y coloraíno, y unos ojos más azules y más abiertos que ná. Pero bien lo sabe Dios que de no haber sido probe y haber tenido que pe­ d ir para m i me hubiera quedado contigo». Le pregunté si recordaba algo del viaje y donde me entregó. «Pus, claro, com o si juera ahora mismo, tu ibas casi tó el camino llorando, yo creo que de


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jam bri, yo no tenía lechí pa darti y aunque me daba pena echarte en la capital, te eché en el torno, enseguida que llegué, pues sabía que las m onjitas te ali­ m entarían. Me acuerdo com o si juera ahora mismo. Te puse en el torno y salí corriendo. Y me quedé quieta en un sitio oscuro pa si te cogían. Tu llorabas, y entoncis daban las doce en uno de esos relojis que hay en aquellas catedralís. A l acabar las campanadas ya no te sentí más. Y me vine contenta. Yo sabia que a llí te alim entarían. Y lloré m ucho al venirme pa cá. Yo jice to lo que pude, te bautizaron con el nom bre de m i marío, y te llevé. Y hoy quien lo diría tu aquí tó¡echo un hombre». Por mi parte le dije: « Ya lo ve madrina, entonces tan pequeñito que me llevó, y hoy he vuelto por ese camino p o r el que salí de aquí en sus brazos, con unas cuantas horas de vida. Hoy, aunque tarde, porque ya tengo 23 años, y con muchas dificultades he podido encontrar el lugar donde empecé, y donde tendré que empezar de nuevo. Pues p o r lo que m i madre me ha dejado entre ver, creo que no fu i yo sólo. ¿Acaso recuerda usted, si llevó o hubo algún hermano más?». Me dijo claramente que fuimos varios, pero que sólo me había llevado a mí. Note' que se turbaba, no quería hablar del resto de mis hermanos. Entonces opté por preguntarle, si le dieron alguna nota conmi­ go, puesto que en Cáceres entre mis documentos constaba una nota. «Si. Me dijeron que en el ciñero llevabas una nota con tu nombre, yo procuré entre­ garte con esa nota, yo no sabía lo que ponía. Yo cuasi no se leer». Al rato salimos a la puerta para enseñarme la casa de mi abuela materna. En menos de un cuarto de hora tenia todo el pueblo de Trevejo a mi alre­ dedor. La primera en besarme fué, muy emocionada, mi abuela, después otra señora, que según explicaciones era mi tía, hermana de mi madre. Me encon­ traba rodeado de gente, pero no conocía a nadie. Oía a los jóvenes que entre ellos se discutían su parentesco conmigo. Ya era una señora la que acercándose me preguntaba: «Jisu, no me co­ noces, yo soy también tu tía». Y otras más jóvenes que me decían que eran mis primas. Algunas no eran mayores que yo. Más tarde, vino un señor alto y moreno, que tras abrazarme fuertemente me preguntó: «¿Cómo estas sobri­ no? Yo soy tío Isidro, hermano de tu madre». Le vi muy emocionado, de sus ojos brotaron lagrimas; me fijé en la forma de su cara, su nariz era exacta a la de mi madre y a la mía. No cabía duda eramos de la misma familia.


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Los vecinos, tanto hombres como mujeres, me saludaban con cariño. Yo agradecía su gesto. Emocionado aquella noche hubiera deseado tener poder sobre el tiempo y poder para en aquellos instantes tan bellos el reloj de mi vi­ da. Yo que nunca tuve a nadie, al encontrarme rodeado de tanta familia, so­ brecogida con mi presencia, me sentía muy extraño. Como si no fuera yo el que estaba allí. Una de las mozas me ofreció una rosa y me invitó a caramelos de los que ellos mismos fabricaban pgra las fiestas del pueblo. El detalle me alagó, la moza era guapa, era hija de uno de los riquillos del pueblo. Yo le dije que la guardaría en su nombre, la llevaría a Madrid conmigo y así al oler su perfume recordaría su gesto. Al volver al grupo con las otras chicas, oí que comentaban que era un dagal muy guapo y muy simpático. Esa noche apenas pude dormir. Todos querían llevarme a sus casas. De­ cidí quedarme en la casa de mi madrina, adonde unas mujeres me llevaron dulces y leche. A la mañana siguiente salí para Hoyos, Cabeza de Partido donde tenía que legalizar los documentos. Esperé un buen rato y por fin apareció el Secretario, ya que el Juez de Instrucción estaba fuera del pueblo y no se sabía cuando volvería. Le expliqué la urgencia que tenía de legalizar mis documentos en ese día, puesto que al día siguiente tenía que presentarme en el cuartel de Madrid. Se interesó por el lugar de donde era natural y por quién eran mis padres. Al indicarle que aun­ que era expósito, mi madre vivía en Villamiel y que mi padre fué Don Onesio Churro que había fallecido. Nada más decirle esto, observé como su cara se inundó de sorpresa. «Pero hombre, s i era amigo nuestro, y de! señor Juez». Me enseñó un edificio diciéndome que había sido de mi padre, que era donde había muerto y que era una de las mejores casas de Hoyos. A continuación me dijo: «Mira, basta que seas hijo de Don Onesio para que pidas lo que te haga falta. El señor Juez se alegrará de despachar tus docum entos. Además creo que no querrá cobrarte nada. Déjame las señas para certificártelo y vein­ ticinco pesetas para lo que cuesten las pólizas y la certificación. A sí te puedes


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marchar hoy mismo. Creo que se hubiera alegrado de verte. De todas form as aquí estamos para lo que te haga falta». Le di las gracias encarecidamente ya que mi pasaporte se terminaba en aquel día. Le di mis saludos para el señor Juez y un millón de gracias por todo. Cogí el autobus que enlazaba en Caña­ veral con el tren. Ya en Madrid a los pocos días recibí los documentos. Devolviéndome aún dinero. En efecto no me cobraron nada por sus derechos. Recibí cartas de Villamiel de uno de los hijos de mi madre y su esposo Fernando, el mediano de los tres que tenía, cuyo nombre era Jesús, que insis'tía en que le mandase una fotografía, ya que no me había visto en persona cuando estuve allí y conocí a mi madre. Se la envié gustoso. Como luego in­ sistía en que quería conocerme en persona, ya que ninguno de los dos tenía­ mos culpa del pasado, y ambos eramos hermanos de la misma madre, le pro­ metí que iría en cuanto me fuese posible.


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CAPITULO VI

BUSCO MI FUTURO EN MADRID Al poco tiempo de estar en el cuartel me dieron otro mes de permiso, que decidí pasarlo en Madrid y no volver a las Hurdes. Así que me dediqué a bus­ car trabajo y una pensión. No fue muy fácil, pues a pesar de que sólo buscaba trabajar en una fábri­ ca o de peón, me rechazaron en múltiples lugares. Por lo que llegué a la con­ clusión de que hacía falta recomendación hasta para trabajar de peón. Una mañana recorriendo la Castellana, a la altura de los Nuevos Minis­ terios vi una obra casi por terminar. A uno de los obreros, al que pregunté si hacían falta más peones, me indicó que tenía que ir a las oficinas de la empre­ sa. Amablemente se ofreció a que diera su nombre y dijera que iba de parte suya; me animó bastante puesto que iban a construir una nave para mármoles en Vallecas. En cuanto al sueldo me dijo qi.e serían quince pesetas diarias, pero que si cumplía bien a las dos semanas me darían algo más. En efecto fui a la empresa y me contrataron, enviándome a trabajar al edificio de la Cas­ tellana donde estaba este hombre. La primera semana fue muy dura porque había que subir a los pisos diez y doce a pie sacos de yeso y bajarlos llenos de escombro. A las dos semanas, ya en la nave de Vallecas me pagaron dieciocho pesetas diarias. Aunque era po­ co dinero suponía para mi un alivio, me pasaba el día pensando como distri­ buir mi sueldo entre los gastos que tenía. Ahora tenía que cavar zanjas con el pico y la pala y a veces cuando me encontraba en ellas, con el calor del verano y el continuo esfuerzo, me faltaba la respiración. De vez en cuando pedían voluntarios para ayudar a los carpin­ teros, a lo que me ofrecía enseguida voluntario, porque quería aprender, era un trabajo muy delicado y más limpio que el de peón. El 17 de marzo de 1948 se licencia mi quinta, de ocho que vinimos de las Hurdes se marchaban siete de nuevo a sus hogares. El que se quedaba era yo, primero a causa del incidente del juicio de Cáceres, y segundo, por seguir dur­


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miendo gratis un poco más y coger el chusco, pues tenía que ahorrar para po­ der pagar la pensión al licenciarme. Abandoné definitivamente el cuartel el 12 de Mayo. Si no volvía a las Hurdes no era porque fuesen tierras áridas y pobres, si no porque sabía lo que me esperaba. Empecé a trabajar como peón en los estudios de cine C.E.A. ganando 12 pesetas; antes había hecho de extra montando a caballo en la película Fuente Ovejuna. Toda la ropa que poseíá se reducía a un mono caqui teñido de azul y dos camisas; un día estando en pleno trabajo en los exteriores, junto a dichos es­ tudios, donde estaba montado el pueblo de Fuente Ovejuna, al pasar de éste a un plató, me di cuenta de que se me había caído del bolsillo superior del mono la cartera, en la que llevaba fotografías a caballo del ejército y mis primeras quinientas pesetas ahorradas para comprar mi primer traje. De ahí que siguiera durmiendo unos días más en el cuartel y comiendo el chusco con unas pequeñas sardinas, que aunque me producían grandes ardores de estó­ mago me evitaban tener que ir a una casa de comidas, lo que para mí era un lujo que no me podía permitir. Había conocido hacía poco a una mujer muy buena que era hermana del que estaba casado con mi madre. La llamaba tía y la queria como tal. Como se había enterado de mi disgusto al perder la cartera, compró a unos gitanos tela de principe de gales para que me hiciera un traje, que por fin un conocido me hizo. Así llegó mi primer traje. Ya licenciado fui a la pensión Barcelona en la calle Jardines, donde tra­ bajaba mi tía, que vivía en el número 20 de la misma calle, en una habitación con su cuñada que era la portera, haciendo mi tía las veces de portera, allí era donde comíamos sus dos hijos y yo. Como a pesar de las promesas de la C.E.A. no se ascendía, ni se permitía que me quedara aprendiendo el oficio de escayolista o carpintero, como cum ­ plía sobradamente de peón, no me trasladaban a estas secciones. Los jefes tenían confianza en mí, de ahí que me encomendasen trabajos especiales


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como ir a los bancos, comprar artículos y realizar distintos encargos en los que había que manejar dinero, pero como por las jugarretas de algún compa­ ñero y porque los jefes de mi sección no querían que cambiase, al comprender que allí nunca dejaría de ser más que un simple peón y que nada podía hacer contra las intrigas y ascensos gracias al enchufe y las recomendaciones, opté por irme a pasar unos días de nuevo a mi pueblo. Me presenté en la casa de mi madre. En el recibimiento que se me hizo, hubo de todo, mi madre me recibió fríamente, sin embargo su marido me re­ cibió muy bien y me dijo: «Se que eres hijo da m i señora, porque cuando tuvo los hijos con Don Onesio yo era uno de sus obreros y sabía que tarde o tem ­ prano aparecería alguno. Y hoy al aparecer tu y ser hijo de m i esposa, es como si fueses para m i otro hijo más. A q u í tienes la casa a tu disposición, y mis hijos espero que sepan respetarte y se porten contigo com o con un hermano más». A sus hijos les dijo: «Oírme lo que os voy a decir, éste ya sabéis es hijo de vuestra madre. Yo le adm ito en casa com o a un hijo más, espero que le respeteís com o ta l y si alguno le hace alguna faena m alintencionadam ente le echo de esta casa». Fernando el hijo mayor, de 19 años, era colorado de cara, más bien grue­ so y de una altura de un metro sesenta aproximadamente. Me recibió sin mirarme a la cara, sus ojos miraban siempre hacia el suelo. Jesús era el que más se parecía a mí y estaba muy contento de que estuviera allí. El más pe­ queño era Nemesio, de unos catorce años, que estaba muy unido a Fernando. Por las noches dormíamos tres en la misma cama Jesús y Fernando para arriba y yo para los pies. Una de las primeras noches, Fernando me dió una fuerte patada en el muslo de la pierna derecha, me dejó casi sin conocimiento; ante el agudo dolor creí que me quedaría cojo. Delante del padre procuraba disimular mi cojera porque sabía que si le decía lo que había pasado le Castigaría, no quería problemas y procuraba evi­ tar todo posible roce. Era consciente que excepto Jesús y su padre el resto de la familia no acababa de aceptarme. Pero yo deseaba conocer el pueblo y sus gentes. Y escuchar todo cuanto me fuese útil para averifiuar sobre el paradero de mis


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hermanos abandonados como yo. Jesús me acompañaba a todos los sitios, me presentó familiares por parte de mi padre, de los que algunos muy amables me invitaron a comer a sus casas algunos días. Momentos que aprovechaba para que me explicase quien era mi padre y el grado de mi parentesco con ellos. Destacó en atenciones mi tía Guillerma, prima hermana de mi padre, y su hija Natividad Churro, ambas fueron muy cariñosas conmigo. Esta familia se escribía con el único hijo que mi padre había tenido con su esposa: Valentín Churro, que residía en Salamanca, al que más tarde intentaría ver dos veces y ambas se negó a recibirme. Ya conocía a toda la familia, aunque cada vez que intentaba indagar algo por la parte materna era imposible. Cada vez cerraban mas sus puertas para mi. En esta ocasión presté más atención a las mozas. Las había muy guapas y entre ellas destacaban las de las familia Churro. Visitaba con frecuencia a Don Aureliano, gran hombre y gran párroco, como pocos en su época. Era muy amable, siempre la sonrisa estaba presente en su boca; todo el pueblo le quería. Se desvivía por los pobres y los enfer­ mos, los que siempre recibían su visita diaria y a los que dejaba bajo la almo­ hada, bien algo en metálico o en comestible. Recuerdo cuantas veces su madre me decía como su hijo les dejaba sin los huevos de las gallinas y como lenia que estar pendiente, pues cuando las gallinas los ponían como se sabía ya sus horas, rápidamente calentitos se los llevaba a los enfermos y a los ne­ cesitados. Operación que contemplé más de una vez, porque estando los dos hablando, de repente me pedía perdón por ausentarse unos minutos. Su ma­ dre al verme sólo saltaba: «Ya está, es la hora en que a una gallina le toca poner». En efecto se oía cacarear a la gallina. Cuando volvía Don Aureliano, la madre le decía que ese huevo era para su cena. Entonces él simplemente le respondía: «Bueno, madre, ese pobre lo necesita más que yo, ponm e cual­ quier otra cosa». Uno de estos días en que le visitaba, como conocía las dificultades que


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pasaba en Madrid como trabajador eventual, me presentó a una gran señora, Dña Isabel, viuda, cuyo esposo había sido el boticario del pueblo durante m u­ chos años. Quien me acogió cariñosamente, Don Aureliano ya le había hablado de mi y de mi pasado. Esta señora tenía en Madrid dos hijos casados de los que dió sus señas y una carta para ellos pidiéndoles que me ayudaran en aquello que pudieran. Cuando fui a Madrid les hice una visita a cada uno. El mayor, Don Leon­ cio, era capitán Cajero de la Policía Armada y Don Luís era abogado del Esta­ do y Consejero del Caudillo. Este me ofreció trabajo en las oficinas que tenía en la calle Montera, para que hiciese copias a máquina, cartas, etc. Pero la fal­ ta de preparación que había tenido en mi juventud me obligó a no aceptar. No obstante, por ello no dejé de ir a verles, les agradaban mis visitas. Y nos felici­ tábamos en la Navidad. Como mi trabajo en la C.E.A. seguía siendo por contratos que acababan con la película que se rodaba, en tiempos de paro, entre película y película siempre buscaba algún trabajo para poder seguir pagando mis gastos. Así acepté la representación de una pequeña fábrica de juguetes de artesanía. Como trabajaba durante todo el día, me gané muchos clientes y bazares. Aunque no iba muy bien vestido, mi falta de experiencia y mi acento extreme­ ño, ya que si el deje hurdano lo intentaba evitar, el cacereño no podía, salía adelante. De vez en cuando, a pesar de mis esfuerzos en disimular mi deje, se me escapaban algunas frases o palabras, que enseguida repetía en castellano. Cuando tenía que entrevistarme con gentes o encargados de compra, las go­ tas de sudor que corrían por mi frente me quemaban. Unos me recibían bien, otros me despedían pronto sin dejarme abrir la maleta del muestrario. Cuando conseguía de nuevo trabajo, no por ello dejaba de representar la fábrica de juguetes, aunque eso sí, lo hacía después del trabajo. Siempre en las últimas horas de la tarde se me veía ir cansado y deprisa, con mi insepara­ ble compañera la vieja maleta de muestrario, recorriendo calle tras calle por todo Madrid. Poco a poco la maleta iba pesando más y más, ya que se pusieron en contacto conmigo representantes de casas de artículos de regalo, que me


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ofrecieron que representara sus artículos, cosa que acepté al ser compatible con los bazares en los que yo vendía juguetes. Ahorré algunas perrillas durante el invierno y las utilicé en el verano para volver a Villamiel, pues en él había familiares que me apreciaban, a los que de­ seaba volver a ver y además no rechazaba la idea de que si encontrase una chica que me gustase, echarmela de novia y luego traerla a Madrid, para tener así más vivo el recuerdo de mi pueblo natal. Y además quería seguir averi­ guando todo lo que la gente sabía de cuántos hermanos fuimos. Cuando se enteraron en el pueblo de que no me importaría entrar en rela­ ciones con un chica de allí, que me gustara, pronto empezaron parientes y ce­ lestinas a ofrecerme mozas y a querer decidir por mi cual me convenía o no, por su capital o familia. A mi no me importaba ni el capital, ni la familia, pues no poseía ni la tierra que pisaba, sólo tenía mis manos y mis ansias por cons­ truir un sólido futuro, inundado de luz y de todo el amor del que mi pasado había estado tan falto. Un domingo por la tarde decidí ir a uno de los bailes, estando en la barra con los amigos tomando un vinillo de la tierra, me llamó la atención una moza morena, como a mi me gustaban, de pelo largo y rizado y unos grandes ojos negros y unas pestañas muy largas. Pregunté inmediatamente si era del pue­ blo, a lo que me respondieron que sí. Baile con ella. Observé que era sencilla y muy vergonzosa. Le pregunté si tenía novio, me respondió que se escribía con un chico del pueblo pero que vivía desde hacia tiempo en Africa. Como me contó de que hacían poco que se escribían y que venía de muy tarde en tarde a Villamiel, vi una luz de esperanza y opté por cortejarla. Como sólo tenía un mes de permiso, y me gustaba para que fuese mi no­ via, le propuse noviazgo. Ella como tenía sus dudas entre el que la escribía y yo, estuvo una semana muy confusa. No se atrevía a tomar una decisión, le llovían consejos de todas partes, unos decían que el otro trabajaba en un banco, y que era de buena familia, pero que estaba en Africa demasiado lejos y que apenas iba al pueblo. Por otro lado aunque yo le gustaba a sus herma­ nas y a sus amigas, su madre le recordaba de quien era hijo y que era tan sólo un jornalero eventual en Madrid.


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Pasados unos diez días por fin me dijo que sí, que ella tampoco buscaba capital y que yo igualmente le gustaba, lo que me hizo muy feliz, pues esos días se me habían hecho interminables ya que estaba convencido que mi es­ posa no podía ser otra más que ella. En una de las visitas que hice a Dña Isabel me dijo: «Anselm o te felicito p o r partida doble. Deseaba que te hicieses novio de Andrea. Temí insinuártelo po r si luego las cosas salían mal. Y tu precisam ente la has elegido a ella. Me das una gran alegría». Siempre me contaba cosas de mi padre, ya que éste había sido muy buen amigo de su familia, al igual que del hijo que tuvo con su esposa, Valentín, que tras morir su padre vendió todo el capital y se fué a Sa­ lamanca. Me encantaba escucharla, era muy buena y siempre se portaba muy bien conmigo. Acabado este mes inolvidable, tuve que volver a Madrid. Aunque ahora ya trabajaba con más ilusión, el trabajo estaba difícil, me metía en todo lo que me salía. Empecé de carpintero en los Estudios Cinematográficos de Chamartin. Como ganaba diecisiete pesetas diarias, más veladas de toda la noche, pude ahorrar algún dinero y comprarme a plazos un nuevo traje, que era azul marino a rayas, hice este gasto extra porque quería ir a la fiesta de Santiago en Villamiel, en Julio. Cuando me encontraba allí en plena fiesta, el día de los toros, como siem­ pre me había gustado torear y fue una de mis mayores ilusiones, decidí bajar al ruedo. Como los toreros enviados por el sindicato no me dejaban la capa, un mozo amigo mío fue a su casa a por una manta portuguesa con muchas rayas rojas que partió a la mitad, con la cual ambos toreamos. Cuando quise darme cuenta estaba sólo con la media manta ante el toro. Jesús me tiraba piedras y me gritaba que saliera del ruedo que el toro era muy grande y bravo y me iba a matar. La gente me animaba diciéndome: «Adelante madrileño, que es tuyo». Le di unos cuantos pases, pero al quedarme sólo el toro me acosaba incesantemente, por lo que tuve que echarle la capa a los ojos y saltar detrás de la barrera, contra la que se lanzó el toro haciéndola temblar. Al domingo siguiente — ya que en Villamiel nunca se mataban los toros — al ir a matarle en Cilleros, como el torero no se atrevía, tuvo que hacerlo la Guardia Civil.


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Después de ia corrida me llamó D. Isaac, hombre ya mayor que me esti­ maba bastante, y me dijo: «No lo puedes negar, te felicito», yo no comprendía, porque me decía esto, y siguió: « Te he visto en la plaza y me has recordado a tu padre, nos criamos ju n to s y le conocí de mozo, cantaba, torea­ ba, tocaba la guitarra m uy bien y era muy valiente». Yo un poco irónicamente le dije que quizá tuviera razón, pues yo bailaba bien, cantaba, toreaba un po­ co, pero desgraciadamente, nunca pude tener una guitarra, ni dinero como él tuvo. En estos días como ya conocía mucha gente, que me invitaban y me ha­ blaban, intenté conseguir cualquier dato que me pudieran dar sobre mis her­ manos. Así supe que había una señora que se había encargado de llevar a dos de ellos. Pero que había fallecido, con lo que se me cerraba una nueva puerta, que apenas se había empezado a abrir.

Algunas vecinas me explicaban que habíamos sido varios, pero ninguna se atrevía a darme datos exactos. De todas formas por esto no me di por ven­ cido y seguí indagando, incluso estando en Madrid escribiendo cartas a fam i­ liares y a todas aquellas personas de edad avanzada que pudieran darme a co­ nocer cualquier detalle. Este año fue duro, pues deseaba ahorrar para casarme. Recorrí trabajan­ do casi todos los estudios cinematográficos, pero las películas eran cada vez menos. Así me vi en paro, precisamente cuando más lo necesitaba, tanto que tuve que trabajar de nuevo en la construcción.

La construcción por estas fechas era el pozo de parados de la cinemato­ grafía. En la que había una verdadera especulación. Cuando por fin se abrían unos Estudios como la oferta de mano de obra era muy grande, se abusaba de los trabajadores haciéndoles trabajar en categorías inferiores de las que tenían. Habíamos decidido casarnos en el otoño de 1951, concretamente el 17 de octubre, día en que mi prometida cumplía los años. Al quedar parado de nue­ vo por acabarse la obra, decidí irme a Villamiel, pues la fecha de la boda estaba cerca.


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Llevaba un buen traje azul marino, que me había hecho especialmente para la boda. Tras haber comprado los regalos me quedaban en metálico ochocientas cincuenta pesetas. Lo que para todos los gastos que se me aveci­ naban no era mucho. Recuerdo que a pesar de presentarme en su casacon los papeles bajo el brazo, para casarme, mi futura suegra no me dejaba un instante a solas con su hija. Cuando nos sentábamos en el poyete de la entrada, o bien asomaba ella o mandaba a alguna de sus otras dos hijas. Tanta desconfianza me hacía pensar que ella creía que yo actuaría como hizo mi padre. Y nada más lejos de lo que yo deseaba. Aunque pasaba todo el día con mi novia y su familia, tenía que dormir por las noches en casa de mi madre con mis hermanos. No veía alegría en ellos. Era costumbre hacer dulces en la casa del novio, adonde acudían Ibs invitados para despedirle. Mi madre no hizo absolutamente nada. Creí que ese día podía significar algo para ella. Pero no sólo no fue así, sino que no dejó ir a la Iglesia ni a su marido ni a sus hijos. Aunque Jesús se enfrentó a ella y le dijo que iría quisiera o no. El día de la boda, por la mañana temprano, tras comulgar, fuimos mi no­ via y yo a su casa a tomar unos dulces con sus hermanas y amigas. Recuerdo que me tomé dos vasos de vino seguidos. Mi novia, extrañada, me preguntó por qué hacía eso, inteligentemente, porque sabía que yo nunca bebía, me dijo que sabía que lo hacia para olvidarme de algo que me había dolido y para intentar alegrarme, aunque se figuraba de qué se trataba. No obstante, preferí no comentar nada. Como era costumbre salir vestido para la ceremonia de casa de los padres y con su acompañamiento, fui a la casa de mi madre a vestirme. Como escu­ chara frases malintencionadas por su parte, le advertí que al menos en ese día tan importante para mí no intentaran hablar mal de mí, ni estropear mi boda, porque eso no lo iba a perdonar nunca.


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En la Iglesia tuvimos que estar largo rato de rodillas con el manto puesto sobre los hombros, pues al ser mi esposa presidente de Acción Católica le cantaron varias canciones. Con ello pude comprobar que era muy querida; to­ dos cantaban fuerte y sentían perder a su presidenta. Como así me lo dijo el párroco Don Aureliano al terminar la ceremonia: «Cuanto siento, Anselm o, que te lleves la m ejor presidenta que he tenido, pero me alegro de corazón porque será para ti una gran esposa, que tu te mereces. Además, sé que tu la querrás y seréis m uy felices, pues asi se lo he pedido al Señor». Fue muy emocionante, porque aunque familiares por mi parte eran muy pocos, en la Iglesia se encontraba todo el pueblo que "alegre nos ofrecía su cariño. Los padrinos fueron mi tía Tomasa y su esposo. Agradecido quería regre­ sar con ellos a Salamanca, pero mi señora y un sinfín de sus familiares prefirieron festejarlo más largamente en Villamiel. Hubo tanta comida que tu­ vimos que celebrar la tornaboda. En el baile no paramos de bailar con todo el mundo. Incansable me subí al tablado de los músicos y recordando mis tiem­ pos de tamborilero toqué el juego de batería como si fuese mi profesión. Era un día grande para mí y todo marchó bien. Pasé aun varios días en Villamiel, recibiendo la manza — como allí se llama al regalo que suele ser un duro, cinco duros, según la voluntad y las po­ sibilidades de cada uno — . Recogimos algún dinero y legumbres.

En Madrid para pagar la habitación alquilada y mantener a mi esposa, tuve que realizar múltiples trabajos, siguiendo así mi duro camino de peón de mil oficios. Encontré un gran apoyo en Andrea, que incluso me ayudó en la venta de juguetes en un puesto en la Gran Vía, superando su timidez y hacien­ do alarde de una voluntad de trabajo incansable. Estando mi mujer embarazada de dos meses me la llevé conmigo a Hoyo de Manzanares, donde trabajé como encargado en una mina de W olfranio durante siete largos meses. Como ya sólo faltaban días para que mi mujer diera a luz nuestro primer


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hijo, decidí traer del pueblo a su madre y a la hermana que quedaba con la ma­ dre, María. Esperaba que mi madre política fuera buena y quererla como a una madre, por lo demás, trabajaría cuanto pudiese para mi nueva familia. El día 2 de octubre de 1952 nació mi primera hija, una hermosa niña a la que pusimos por nombre María Victoria. Decidí prepararme en una Academia por las tardes para asi poder solicitar un puesto de trabajo fijo, presente una instancia en la EMT por existir plazas de cobradores de tranvías. Me examiné, no tenía muchas esperanzas, pues no llevaba recomendación y además eran preferidos los cabos primeros del ejér­ cito. Me había preparado concienzudamente y estaba seguro de haber hecho un buen examen. Transcurrida una semana en la que casi había perdido las esperanzas recibí una carta de la EMT en la que se me requería para hacer las últimas prácticas como cobrador; solían durar seis días pero el cuarto día de prácticas me dejaron sólo, pasando a ser cobrador y empleado fijo de la empresa el 6 de junio de 1953. Por fin dejaría de padecer la angustia de tantos años atrás, siempre temiendo el quedarme parado y no encontrar un nuevo trabajo. Angustia que compartíamos todos los abundantes obreros eventuales de estos años, que queríamos salir de ese círculo cerrado de la inseguridad cons­ tante y que no podíamos debido a que por la cada vez mayor oferta de mano de obra que había en la capital las condiciones empeoraban. Era, pues, un trabajo fijo, se acababa con la inseguridad, pero precisa­ mente porque había que conservarlo, había que soportar todo lo que los su­ periores ordenasen, fuese incoherente e injusto, quienes más alarde hacían de su autoridad eran los inspectores, que generalmente eran hombres de pocas luces, que obedecían a los superiores y tenía que respetar a los amigos, sobrinos y recomendados de éstos, a la par que estaban obligados a presentar una cantidad mínima de partes, por lo que para justificarse, valía cualquier de­ talle por pequeño que fuera. Cuando María Victoria tenía ya dos años, tuvimos nuestro segundo hijo, un varón que nació con un forúnculo por haber padecido mi esposa de cólicos hepáticos durante el embarazo, como no podía tomar nada del pecho, había


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que alimentarlo por otros medios. Como andábamos apurados de dinero pen­ sé que tal vez el dinero que yo debería tener en la cartilla del prohijamiento po­ dría ayudarnos, por lo que en las vacaciones que me correspondieron en el mes de febrero hice un viaje relámpago a Nuñomoral. Me recibió mi prohijante, quien no me reconoció. En el ejército había cre­ cido y me había desarrollado, además ahora tenía bigote. Yo enseguida le re­ conocí, además era el mismo de siempre, astuto, reservón y dueño de sí mis­ mo. Estuvimos hablando un rato por mi parte le recordé los malos tratos que me había dado, las palizas que me había propinado, y en las cuales, cuando se cansaba de darme con lo que tenía en la mano, me tiraba al suelo y me pisaba. Se había vuelto muy olvidadizo. Solo se justificaba: «Sí, ío reconozco, sé que algunas veces fu i un poco duro contigo, pero no creas que lo hacía p o r m al­ tratarte». Le pregunté sobre qué derechos tenía, ya que él nunca me había dicho nada. Y sabía que al menos tenía que existir una cartilla de prohijamien­ to. Por fin me dijo que tenía abierta una cartilla en Cáceres. Y respiré, pensé que mis veinte años de sacrificio me serían en parte recompensados. La canti­ dad a la que ascendía mi gran capital era sólo lo que exigía la norma de prohi­ jamiento: cincuenta pesetas. Me sentí indignado. Tardó en decirme la cantidad, no se atrevía. Despidiéndome ya sólo le dije: «¡Qué lastim a! ¡Q ué poco valgo! Bien barato le he salido». En Madrid hice canje a la cartilla de mi hijo. ¡Vaya porvenir el suyo si fue­ se esto lo que yo pudiera darle para su futuro!.


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SALUDO ñ FRANCO B e n e fic e n c ia

M

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Iglesias

¡HRRIBfl E5PflÑfíü

P r o v in c ia l

C á c e re s

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ae Junio de 1.949

A d m i n i s t r a d o r

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S r. 1j. Anoelno I g le s ia s iSxposito c / J a r d in e s 2o

1AUKI .

l.iuy s^flor ralo: i2n contestación a 3u carta de fecha 24 del co­ r rie n te , he de p a r t i i «arle, que en p1 aot&

rohijar.iiento

que otra en esta Admini~trí.ción de B eneficen cia, sus p ro h ija n -

a t ^ y n p r o « flt p r o n ^ a » n t » ner lg •us clases y fa c u lta d e s , no fig u ra n te ¿n ln nder» n ia k ft 'c (t t r pro iso i if>s por parte de e l l o s .

Justificante de prohijamiento, con las condiciones minimas, a cumplir por el prohijante.


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CAPITULO VII

MOMENTO DECISIVO EN LA BUSQUEDA DE MIS HERMANOS BUSCO A MIS HERMANOS

De los varios viajes que había hecho a Villamiel, Ciudad Rodrigo, Cáceres y Salamanca, había obtenido distintas versiones de los hechos y algunas in­ formaciones. En Villamiel me habían confirmado que habíamos sido varios hermanos. Sin embargo, en Salamanca, al querer conocer al único hermano por parte de padre del matrimonio con su esposa legítima, no le pude llegar a conocer, ya que por dos veces consecutivas se negó a verme, recibiéndome su esposa. Sabía por parte de mi madre, por las frases que se le habían escapado en nuestro primer encuentro « ¡a y !¡E l últim o!» o por frases dichas ante el párroco sobre una niña, que había intentado sacar al morir la que había tenido en su matrimonio con Fernando, así había dicho: «¡A y m i niña!, ¡A y, m i Juana!». Nadie sabía fechas. También supe el que una señora había llevado a Cáceres a dos varones, a los que había puesto sus apellidos, pero ésta había fallecido, por lo que se cerraba ante mi otra puerta. No obstante ya tenía la seguridad de que por lo menos habíamos sido cuatro. Para las vacaciones que comprendían abril de 1969 había decidido com­ prar un coche, para ir a Villamiel y facilitar los desplazamientos que tuviese que hacer allá donde fuera necesario para obtener noticias. El 15 de este mes recibí una carta de mi prima Natividad de Villamiel en la que me indicaba, que había aparecido un posible hermano mío que vivía en un pueblo cercano a Cáceres, lo que sabían porque había escrito al señor cura de Villamiel preguntando si tenía madre, porque deseaba perdonarla y si tenía al­ gún hermano, que deseaba conocerlo. Los detalles que se conocían sobre él. eran que tenía cincuenta y un años, que hacía tiempo había muerto su padre adoptivo y hacía unos días su madre adoptiva y que él al no tener hijos había


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adoptado una niña. Mis vacaciones comenzaban el día 20 y el 21 era mi cumpleaños, mi es­ posa quería que pasasemos ese día juntos y tenía miedo de que me pudiese ocurrir algo porque me acababan de dar el coche. Así tres días después, no dejándome ir sólo, salí con mi hija, la mayor, para Villamiel. Hice todo el viaje muy emocionado, no hacía más que pedir a Dios que fuera verdad. Me parecía imposible que ahora mi hermano por su parte me sa­ liese al encuentro. Cansado de caminos cerrados, si ahora estabamos en lo cierto, el encuentro estaba muy próximo. Era muy importante para mí, puesto que hasta ahora todas las noticias que había tenido eran de que todos mis hermanos habían muerto, con lo que la esperanza de encontrar vivo a un hermano de padre y madre crecía con ca­ da kilómetro que dejaba atrás. El día 25, sentados en el mismo escaño en que veintidós años antes había conocido a mi madre, Don Isidro, el nuevo párroco, me leyó la carta de la que me había dado noticias mi prima. A continuación comprobamos en los libros de los niños nacidos por aquellas fechas que sí era mi hermano. Figuraba tam­ bién quien había sido su madrina, que fue pagada para que le llevase a la Casa Cuna de Cáceres, que le había puesto sus apellidos, para que cuando muriese nuestra madre poder sacarle como hijo suyo. Toda la tarde la pasamos buscando en los libros de bautizados, encontra­ mos que el nombre de mi hermano estaba cambiado, figuraba Hermenegildo Joma Martín, pero como mi madre le había dicho al párroco que recordaba algo de Emidio, ya no había duda. También encontramos el nombre de otro hermano, Germán, que coincidía pasado un año, llevado por la misma señora y con las mismas ropas. Ya sólo nos faltaba comprobarlo en la Diputación de Cáceres. Por ello al día siguiente, salimos hacia allí. En la Casa Cuna al llevar ya fechas exactas no tardaron en comprobarlo,


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figurándo aquí con su verdadero nombre, como decía mí madre era Emigdio. Con Germán el error también estaba en el pueblo, pues aquí figuraba como Germán Jorna Martín. Sólo nos faltaba saber donde y por quién habían sido prohijados, lo que obtuvimos en los Archivos de la Diputación Provincial, en los que figuraba que Germán había fallecido y Emigdio se encontraba a treinta y dos kilómetros de Cáceres, prohijado por una familia de Valdefuentes. Eran las dos de la tarde, emocionados, nerviosos, no teníamos ganas de comer, sólo pensábamos en llegar a Valdefuentes. Cuando llegamos, nos pre­ sentamos al párroco que había escrito al de Villamiel, se saludaron ambos pues ya se conocían, Don Isidro me presentó al párroco, quién entonces se dió cuenta de que yo era el hermano de Emigdio. Muy amable nos mandó sentar en un cuarto al lado de la Iglesia, donde tenía una mesa llena de libros, parecía ser el lugar donde pasaba la mayor parte del día. Era anciano y un poco delicado. Mandó avisar a Emigdio, al que esperamos un buen rato, o por lo menos a mi se me hizo interminable. Por fin llegó Emigdio, preguntándole al párroco que para qué le necesita­ ba. Este le hizo pasar indicándole que le esperaban unos señores. Le presentó al padre de Villamiel, mientras él y yo nos mirábamos, no lo podíamos negar nos parecíamos muchísimo y cuando quiso el padre emocionado decir mi nombre, ya estabamos abrazados, ambos embriagados de emoción no hacía­ mos mas que repetir una y otra vez: «¡Hermano, hermano!». Al separarnos no hacíamos más que mirarnos a la cara el uno al otro. Tuve que tragar saliva, pues con la emoción contenida, se me form ó un nudo en la garganta y en el pecho, que me oprimía el corazón. Me parecía mentira, aunque nunca había perdido la esperanza de encon­ trar un hermano con vida. Pero esta escena jamás me la imaginé.

Los dos sacerdotes querían hablar, pero no podían, noté que se hallaban inmersos en la misma atmósfera que nosotros dos. Principalmente el párroco de Villamiel, joven y risueño, que llevaba dos días junto conmigo siguiendo los pasos de este momento.


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Seguidamente mi hermano nos llevó a su casa para que conociésemos a su esposa y a su hija prohijada. Al llegar a la casa no podíamos ni encontrar la entrada, pues estaba abarrotada de vecinos y familiares que deseaban ver al hermano de Emigdio. Entramos por fin, mi hermano, el párroco, la hermana de éste y mi hija la mayor con dieciseis años, que se habían quedado esperándonos en el coche.

Encuentro del hermano vivo. De derecha a izquierda, el autor, su cuñada Catalina, su hermano Emigdio y su sobrina Josefa. En Valdefuentes a 26 de Abril de 1969.

Comimos unos aperitivos y vino de la tierra. Comí muy poco, pero aún así se me hizo una bola en el estomago. Esa misma tarde volvimos a Cáceres, pues había prometido a las monjitas de la Casa Cuna que volvería por la tarde con mi hermano. A las cinco de la tarde ya estabamos en la Casa Cuna; les pedí que nos dejaran ver a los niños, a lo que accedieron. Pasamos a un patio, no muy grande para tantos niños, tampoco tenían tobogán, ni para realizar juegos de pelota, etc, juegos tan ne­ cesarios para estos niños.


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Dentro daba alegría, estas monjas madrecitas de todos los que entran en este colegio provincial, lo tenían todo organizado y limpio, sus ropitas en sus perchas, sus camitas, y juguetes todo lo que estaba a su alcance. Es una labor maravillosa la que hacen estas monjitas. Sentí unas ganas imperiosas de co­ municar a todo el mundo la necesidad de visitar estas instalaciones, a estos niños faltos de algo que hasta el más pobre del mundo puede darles, algo de amor, de cariño. Mientras les repartía caramelos, les oía decir: «Hola Señor, Hola papá». Se acercaban pidiendo un beso, me cogían la mano, apenas veían que los iba a besar ponían la mejilla cerrando los ojitos para soñar por un instante.

Visita a la Casa Cuna de Cáceres, el dia del encuentro, lugar donde estuvieron juntos de niños sin saberlo. Dia 26 de Abril de 1969, Emigdio con 57 años y Anselmo con 45

Me venía el recuerdo de mi niñez, cuando estuvimos en esta Casa de Cu­ na juntos Emigdio y yo en el año 29, ignorando que eramos hermanos. Hoy de nuevo nos encontrábamos aquí juntos pero él con cincuenta y un años y yo con cuarenta y cinco.


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Salimos de camino hacia Villamiel, llevando con nosotros a mi hermano Emigdio para que conociera a nuestra madre, y demás familia. En el camino me sentí mal del estómago, gracias a que apenas comí, pero mi hermano que ya había comido, cuando llegamos, a la mitad del camino su­ frió un pequeño corte de digestión. Llegamos por la noche a Villamiel, mi hija durmió con unas primas y mi hermano y yo dormimos en la pensión. Así pasamos nuestra primera noche juntos. Al otro día a las siete ya estabamos despiertos, él se puso a escribir una poesía, que aún recuerdo:

¡A y ! qué desgracia tan grande de aquel que sin madre se cría, no tiene amparo de nadie, más que la voluntad divin.i. Qué hermoso despertar en una mañana de abril, dos corazones olvidados han vuelto a su redil.


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Fuimos a casa de mi madre. Era una mañana soleada de abril, la casa es­ taba abierta pues ya nos esperaban. El tío Fernando se emocionó, cosa que no le sucedió a nuestra madre que le recibió con recelo y fríamente, al igual que a un desconocido no grato. No me extrañaba nada de lo que ocurría. Sa­ bía que ella lo que hubiera preferido es que no hubiésemos aparecido ninguno, pues le traímos recuerdos que ella quería olvidar. Por la tarde subimos al pueblo de Trevejo para llevar el Cristo de la ermita a la Iglesia. Sacamos entre los dos el Cristo, al poco tiempo nos relevaron las gentes del lugar, todos deseaban llevarlo. Apareció el tío Isidro, hermano de nuestra madre, y al ver a Emigdio, idéntico a él, me preguntó que quién era, le dije que su sobrino y se abra­ zaron muy emocionados. Recordé el acogedor recibimiento que me hicieron en mi primera visita a este pueblo; contemplando su alegría e inundado por los recuerdos, me emo­ cioné, espontáneamente me salió un fuerte ¡Viva el Cristo de la Salud! y así vacié el aire del pecho que me ahogaba. Al año de nuestro encuentro decidí que celebráramos juntos este aniver­ sario, aprovechando mis vacaciones anuales de la EMT me presenté en Valdefuentes. Cuando faltaban tres kilómetros para llegar a Valdefuentes, un señor me echa el alto con la mano sentado en la pared. Me extrañó, al acercarme vi que era Emigdio, que me había salido al encuentro. Reposábamos alegría. Con su esposa y su hija ya tenía más confianza, pues Josefa había estado en mi casa con los míos. Le pregunté a mi hermano si no recordaba en donde se había criado en su lactancia. No recordaba nada, algo de una huerta. Le insinué que podía ser en Caminomorisco La Huerta, el me aseguró que no, que el único hurdano era yo. Después comprobamos que yo tenía razón, por lo que ahora era yo el que le decía: «Hola jurdano».


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A los pocos días le llevé a conocer Caminomorisco. Dimos con la casa del hijo de los que habían sido sus lactantes, quien nos contó que sus padres habían muerto y que recordaba haberles oído decir que era un chico muy listo y que a lo mejor tenía un buen empleo y recordaba el nombre de Emigdio completo. Nos invitó a unos aperitivos y nos contó que sus padres habían vivi­ do muy pobres y que por eso habían sacado como ayuda a Emigdio, pues con ello y algunos jornales ganaban para pan y aún así no les llegaba para criar al lactante y a sus propios hijos. Nos dijo, que el padre había sufrido mucho, que estaba quebrao y no podía trabajar y tenía que ir por los pueblos a pedir limos­ na para no morirse de hambre. También nos habló, de que por aquella época, había muchos «pi/us» en esta región, y que los tenían hasta los dieciocho años, o hasta el momento en que había que darles algo para el día de mañana, pues así se lo ahorraban. Después fuimos a Nuñomoral, pues quería enseñarle a mi hermano donde me había criado. Llegamos a Rubiaco, al pueblo más próximo de Nu­ ñomoral, donde fui a ver a Flores el antiguo criado de mi prohijante. Me reconoció enseguida, me presentó a su mujer y a sus dos hijas y nos obligó a comer con ellos. Recordando aquellos años que pasamos juntos Flores nos dijo: «En la noche en que te trajeron me habían dicho que eras un hijo que traían para casa, para que en su día te enseñara a ser un buen pastor, cosa que yo creí hasta que empecé a dudar/o porque apenas te mandaron a/ colegio y sí, p o r el contrario, te encargaron de guardar los chivos y otros menesteres que eran excesivos para tu edad. Y también que el trato que te daban no era n i m ucho menos el de un hijo. Me m andaron que te enseñara bien duro, que conocieses todas las sierras palm o a palm o. Desde m uy pequeño tenías que dorm ir con­ m igo en el desván, sobre unas hojas de maíz. En el tiem po frío había que ma­ drugar a coger castañas antes de la hora del ganado, luego a las aceitunas, lloviese o chuzase. Tu las tenías que coger com o yo, con la cesta a l hombro, o com o podías llevarlas hasta casa. Te hablaban descaradamente hasta sus hijos. Cuando p o r las sierras me veía obligado a esconderme para que apren­ dieras a andar solo, cuando te oía llora r salía en tu busca y te cogía un rato a cuestas porque o bien te habías picado en un píe, en una pierna o te había da­


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do una mata en un ojo, teníamos que seguir, no podíam os pararnos, pues las cabras se alejaban. Llegué a cogerte cariño, eras como un herm anastro pe­ queño a l que veía su frir sin poder ayudarle. Como recordaras para orinar te­ níamos que bajar a oscuras dos pisos, hasta llegar a la escalera, había un pa­ sillo estrecho sin barandilla al igual que la escalera. Yo resistía a duras penas todas las largas y frías noches de invierno, sin embargo tu en alguna ocasión no pudiste resistir. Tengo gravada una mañana en la que a/nanecistes hecho un charco, yo subía leña para el fuego del piso de abajo, y cuando entré en la cocina, vi que te tenía tu padrastro colgado de uno de los palos que cruzaba la estancia para secar la matanza. Tuve que forcejear con él para que te dejase. Le dije que estaba loco y s i no es p o r m i ese día te mata». Le di las gracias, hoy de nuevo, como ya lo había hecho en su día, por salvarme la vida. Y no pude por menos de sonreirme pues el caso era que de una u otra forma en esa circunstancia mi fin era morirme, pues para no matar­ me de noche al caer por el hueco de la escalera, tenía que morir colgado por la mañana. Emigdio y Flores se contagiaron de mi risa, riéndonos alegremente ahora que ya estaba lejos de aquellos peligros. Muy satisfechos de este agradable encuentro con Flores y su familia par­ timos para Nuñomoral, aunque mi hermano tras lo que había oído ya no quería ir. Llegamos a media tarde. En la puerta de la casa tomando el sol estaba la esposa de mi prohijante y sus tres hijas, nos invitaron a subir — como por com prom iso— a lo que rehu­ samos, pues el viejo no estaba, había salido a pastorear. Así que nos despedi­ mos y decidimos emprender el regreso y dormir en Valdefuentes. A la salida de Nuñomoral cerca del río vimos a mi prohijante, le pregunté a mi hermano si parábamos para presentárselo y sin pensarlo me repitió: «Sigue, sigue, no quiero n i verle, pues no sé lo que haría con él». Cerca del cruce de Casar de Palomero nos ocurrió un hecho que pudo ser fatal para ambos, en una curva profunda y cerrada, el coche dió un viraje a la izquierda hacia el precipicio, mis reflejos respondieron bien y con serenidad llevé el coche a la derecha, la rueda derecha trasera estaba totalmente vacía. Pensé que una vez más Dios me había protegido. Me acordé de los responsos


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que me echaba el Tío Alejandro para que San Antonio me guardase, que también di gracias a San Antonio Bendito.

por lo

En ese instante pense que no era posible que muriésemos allí los dos her­ manos, que si salvamos la vida cuando niños que no teníamos a nadie, como nos iba a abandonar ahora cuando tenemos familiares que nos necesitan y nos esperan. Desde el encuentro con Emigdio al tener más datos, pues como el había sido el primero, ya tenía una fecha de la que partir, había logrado establecer que tras Emigdio, el segundo hermano con un año de diferencia era Germán que había fallecido, pero desde 1917 hasta 1924 que había nacido yo había un hueco de cinco años en el que podía estar la niña que mi madre había mencio­ nado: « ¡M i niña Juana!». En Ciudad Rodrigo saqué la partida de nacimiento de dos Juanas de las tres que existían. Pero no acababan de encajar en las fechas que yo había es­ tablecido como posibles. Seguí escribiendo a distintos párrocos y personas de Ciudad Rodrigo, Cáceres y Villamiel. Por fin fue de éste último pueblo del que tuve noticias po­ sitivas, me aseguraba su párroco que había averiguado que habíamos sido cinco hermanos tres chicos y dos chicas. Y que habíamos nacido en orden si­ guiente: Primero Emigdio, luego Germán, después Juana, en cuarto lugar An­ selmo y en quinto lugar Nemesia. Todo ello se lo había confirmado después mi madre. Lo que había que averiguar ahora era si mis dos hermanas vivían o no. Pero chocábamos con que la Casa de Cuna de Ciudad Rodrigo ya no exis­ tía. Había que dar con el paradero de sus archivos. Confeccioné una tabla de fechas, desde 1917 hasta 1925 para comprobar año tras año, pues algunas ancianas me habían dicho que habíamos sido siete u ocho, y yo no me fiaba mucho de lo que había dicho mi madre de que era­ mos cinco. Con todos estos años en mi cabeza y conociendo el detalle de que mi madre había puesto una nota a Juana en el ciñero que decía: «Ponga/e Juana,


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su madre enferma» fui a Ciudad Rodrigo. En los archivos encontré los datos sobre las dos que yo había anotado. Esperaba con ilusión encontrar por lo me­ nos a una de las dos vivas, pero no fue así. Por las comprobaciones que hice, me di cuenta de que Juana era de las tres la de la partida de bautismo que ha­ bía dejado, su nombre completo era Juana Pascual Cardenal, que nació el 12 de Junio de 1920. Fué madrina Petronila Tobar, Ama de gobierno de dicha Ca­ sa Cuna. No cabía duda pues figuraba también la nota que mi madre le había puesto. Falleció'en la Casa Cuna el día 1 de Julio de 1920. Como quiera que mi madre me había dicho que Juana había nacido un año antes que yo y no era cierto, sino que habían sido cuatro años, mi des­ confianza de sus palabras ya fue total. Buscar a Nemesia me resultó más difícíl. Aunque intentaba darle sentido a las escasas frases que se le habían escapado a mi madre no lo lograba, no obstante no las dejaba de lado, pues siempre aunque lo que se deducía era in­ correcto abría posibilidades a otras hipótesis. Varias ancianas me aseguraron que detrás de mi un año después había una niña, por lo que relacionándolo con las palabras de mi madre de que yo era el último, era posible, yo era el último pero de los varones. En los archivos encontré la partida de bautismo de Nemesia Asensio Mar­ tín, que nación el 25 de Abril de 1925, llevando también una nota en el ciñero, pidiendo que se le pusieran los apellidos de Asensio Martín. Todo coincidía pues Asensio era el segundo apellido de mi padre y Martín el de la misma se­ ñora que llevó a Emigdio y Germán. Fue bautizada por Aurora Martín, viuda y vecina de Ciudad Rodrigo. Se la entregaron en mayo de 1925 a un matrimonio vecinos de Ciudad Rodrigo para su lactancia, pero falleció el 25 de Agosto del mismo año. Había aclarado, con seguridad, los cinco que mi madre, aunque tergiver­ sados, había mencionado. Pero no estaba satisfecho, en mi tabla quedaban algunos años en blanco muy extraños. Asi que de nuevo aprovechando mis vacaciones anuales de 1973 puse rumbo a estas tierras para seguir investigan­ do. No tenía esperanza de encontrar a alguno más, si es que existía. Pero tenía que volver a hablar con las ancianas que me habían dicho que habíamos


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sido siete u ocho. En Villamiel hablé con el tío Fernando, el marido de mi madre y le pedí que le dijera que quería tener con ella una conversación a solas, que necesita­ ba concretar algunas cosas referentes a mis hermanos. Me dijo que se lo diría pero que por qué no olvidaba todo eso, que agua pasada no molía molino. Le respondí que eso era un refrán y se trataba de agua y yo era un ser humano, que seguía moviéndome y viviendo y además buscando a mis hermanos que vivos o muertos tampoco eran agua pasada. Esperé tres días consecutivos pero mi madre se negó. Por ello salí a preguntar a cualquiera que me pudiera aportar algo nuevo. Mojándome de casa en casa, pregunté a varias ancianas. La conversación que tuve con una tía ya mayor de mi esposa fue decisiva pues descubrí que había existido un sexto hermano. Me dijo: «M ira sobrino, que lo eres al haberte casado con m i sobrina Andrea. Yo dejé m i burro para que llevasen un hermano tuyo a Ciudad Rodrigo a una señora que vivía al lado de la casa donde tu madre daba a luz a todos». Le pregunté por la fecha pero no la sabía, aunque si que la señora que llevó al niño vivía en Acebo y que tenía aquí un hijo en el mismo Villamiel. Enseguida me dirigí a casa de éste, quien me dijo que su madre estaba en Acebo con gripe y sorda, que no sabía lo que podría decirme, pero que él me acompañaba. Como era de noche, acordamos salir de madrugada. Encontramos a su madre en cama, Doña Bernabela, con gripe y muy sor­ da, con sus ochenta años, apenas se oía su voz. Llevaba mi magnetofón pero como no registraba su voz, me vi obligado a repetir lo que ella decía para poder grabarlo. Me dijo que llevó un varón hijo de mi madre en la primavera de 1922 y le echó en el torno de Ciudad Rodrigo, que le acompañaba un hermano suyo. Como mi madre había dicho varias veces que a los varones los mandaba a Cáceres y a las hembras a Ciudad Rodrigo par que no se casaran, le pregun­ té de nuevo si estaba segura de que era un varón a lo que me respondió un sí


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rotundo,que era un niño muy hermoso al que le dió el pecho, — pues estaba criando un hijo precisamente el que me acompañaba, antes de dejarle en el torno, que le había dado mucha pena y llorado mucho. Del nombre no sabía nada pues el «Señor» lo había arreglado todo, — se refería a mi padre— el niño llevaba una nota en el ciñero, que le habían dicho que le ponían el segundo apellido del padre: Asensio. Esto lo repitió dos o tres veces, fatigada al hablar yo esperaba contándole algunas cosas para pregun­ tarle de nuevo. Recordaba, que tras dejar el niño en el torno echaron a correr y enseguida oyeron a las monjas que gruñían; que habían cogido el burrito y se habían ido a arreglar los papeles del casorio de su hermano. Ella había llevado sólo este varón pero me aseguró que mi madre había tenido por lo menos siete u ocho. Después fui a hablar con Doña Gabriela, de 83 años, que vivió frente a la casa de mi madre. En la conversación que mantuve con ella me dijo: « Vivía enfrente de tu madre y vi como unos de noche otros de madrugada salían los hijos que tuvo para Cáceres unos y otros para Ciudad Rodrigo, llevados po r distintas mujeres. De tu padre «El Señor», se llamaba Don Onesío Churro Asensio, casado con una prim a hermana, Doña Bonifacia Churro Asensio; ella estaba enferma en cama y tenían un hijo de unos ocho años Valentín Churro. Con ellos vivía una tía suya pero era m uy anciana y no valía para llevar la casa. Entonces se fue a vivir con ellos tu madre, joven de diecinueve años. Tu padre se quedó viudo y entonces se enredó con él y empezaron a tener hijos. Los tenían frente a m i casa. Y de a llí entre el «Señor» y el secretario lo arreglaban todo. Uno de estos hijos nació en Trevejo en casa de la Tía Benita; yo lo sé porque una tía mía era comadrona y fue a atenderla en el parto. Los demás los tuvo en Villamiel. Ese que nació en Trevejo la misma Benita le llevó a Cáceres a la Casa de Cuna. Le dieron comida y un duro p o r día, ella era pobre así se ganaba su cacho de pan». Este era yo, aunque hay algo que no coincidía porque no nací en Trevejo sino que me llevaron allí, como me atesti­ guó la Sra. Petra que me había dicho que no dejó que me sacaran de su casa en Villamiel sin antes ser bautizado. Me siguió diciendo: «Cuando el hijo legí­ tim o del «Señor» mandó a tu madre para la casa que tenían en Hoyos con tu padre, era porque sabía que éste ya no tenía salvación y no se lo decía a tu madre, para que su esposa no tuviera que atenderlo. El «Señor» le había dicho a tu madre que sacase la niña para que le hiciera compañía y no viviera sola.


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Que como ya no se casaría con ningún hombre, él le daría para que pusiese una panadería y pudiese vivir sin tener que trabajar para nadie. El hijo legítim o convenció a tu madre para que creyera que iba a heredar convenciéndola de que el «Señor» se curaba y vivirían ju n to s y felices y así se deshacía de los dos. Porque este hijo ya tenía en sus manos el capital y era m uy rico. Lo que tu m adre consiguió fue que el «Señor» le com pró la huerta de Trevejo que el padre de tu madre vendía po r enfermedad, así como la casa donde ahora vive y también le entregó antes de m orir una cartera de seis m il reales que se los entregó a l cabo de la Guardia C ivil de Hoyos, para que se la diese a tu madre cuando él muriese». Le pregunté si recordaba el número de hijos que tuvieron mis padres a lo que respondió que seis o siete y que a dos de los chicos los llevó una señora viuda que vivía un poco más abajo, que hacía aguardiente para ayudarse a vivir. Me dijo que sabía muchas cosas pero que no me las quería decir porque mi madre tenía mucho genio. Yo le conté todo lo que sabia de los cinco her­ manos, nombres y fechas y se quedó sorprendida al darle algunos datos más de los que ella dudaba en contarme. Animaba por mi me habló algo más pero estuvo largo rato repitiéndome que si mi madre se enteraba..., que no quería problemas. Lo poco que después me dijo ya lo sabía. Como mis vacaciones se acabaron tuve que volver a Madrid a trabajar. Y desde allí escribí a Ciudad Rodrigo, al párroco Don Matías Castaños, quien al contestarme me decía que no había encontrado en los libros de bautismo en su parrroquia durante los veranos 1921-22-23 nada. Y que en el Hospicio no había preguntado porque era rigurosamente secreto, y no se podía ver nada a no ser por sentencia judicial o por orden del presidente de la Diputación de Salamanca. Finalmente se consiguió dar con la partida de bautismo de mi her­ mano que había sido llevado en la primavera, el 25 de Marzo de 1922, su nom­ bre era Eufemio Asensio Martín, llevaba los mismos apellidos que Nemesia. Su madrina había sido, al igual que cuando Juana, Petronila Tobar. Fue llevado a criar a Robledo de Hurdes y falleció el 19 de Enero de 1924. El día 14 de Julio de 1976 recibí una carta de mi tio Fernando en la que me comunicaba que mi madre había muerto el día 10. Le había pedido ante la gravedad de mi madre a mi tio que le preguntase por el número de hermanos que habíamos sido. A lo que había respondido días antes de su muerte que


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seis, cuatro varones y dos hembras. De nuevo repetía no más de lo que yo había descubierto, e incluso después he logrado averiguar que también agoni­ zando mintió, sabía lo que había conseguido descubrir y me daba la razón para que no siguiese adelante. Pensando que muerta mi madre las ancianas ya no tendrían tanto temor a responderme como cuando ella vivía, en Mayo de 1977 hice el último intento para acabar de atar todos los cabos y ver si es que existía alguno más. Y obte­ ner de alguna anciana más detalles, lo que conseguí. Doña Consuelo Piré, de ochenta y dos años de edad, me explicó que había llevado a un hijo de mi madre a entregar a la Casa Cuna de Ciudad Ro­ drigo. Era un varón. En cuanto a la fecha no la sabía, aunque si que había de­ jado a su hijo de pecho con los abuefos y que a su regreso su hijo ya no quería tomar el pecho. Le acompañó su marido, fueron en burro, era un varón muy hermoso. Le echó en el torno y se fue enseguida. El niño se le habían llevado a su casa y le pagaron como otras veces, ya que había llevado varios niños, aunque de mi madre sólo ése. La fecha era aproximadamente en 1921. Lo que coincidía en mi tabla como posible. Estaba entre Eufemio y Juana. Pero no había ninguna nota, no figuraba ningún apellido y en Villamiel no se le bautizó por lo que encontrarle era imposible. El día de la Cruz Bendita en Trevejo, merendando en casa de una prima hermana por parte materna, una íntima amiga de mi madre, de su edad, que estaba allí me dijo que nadie mejor que ella sabía cuántos hijos había tenido con Don Onesio, que de lo que no estaba muy segura era de quien llevó a ca­ da uno exáctamente, pero estaba segura que los siete hermanos que eramos habíamos sido llevados por cinco mujeres distintas. Cosa que concordaba perfectamente con lo que yo había averiguado. Con respecto al último del que indagué su nombre por si había alguno que llevase algún apellido conocido como los anteriores, resultó que debió ser bautizado en la Casa Cuna como Juana, pero ahora no existía ni nota, ni nadie que me facilitase ni nombres ni apellidos, quedando cerrada así toda oportuni­ dad de proseguir la investigación. No obstante, estaba claro que habíamos sido siete hermanos de los que


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vivíamos dos. Esta era la consecuencia de ser abandonados por nuestros pa­ dres. No es que lo hicieran porque el pueblo se les echara encima, pues mi pa­ dre — «El Señor»— el secretario y el cura lo apañaban todo, sino que estorbá­ bamos. Dándose en nuestro caso como en el de la mayoría de los expósitos de esta época que todos procedíamos, no de gente pobre sino de clases adi­ neradas, o funcionarios o gentes de títulos. Los que tenían más medios para haber hecho de nosotros hombres de bien, nos arrojaban de su lado y de su protección comportándose injustamen­ te con seres inocentes. EN LAS ENTRAÑAS DE MI MADRE (MIS HERMANOS)

En las entrañas de m i madre, antes de nacer presentía su deseo de lanzarme sin apellidos p o r la vida. Llegado m i nacim iento entre m i padre, e l cura y secretario del Ayuntam iento ocultar m i cuerpo procuraron. En un po rta l me pusieron recogiéndom e una señora, cuando estos se enteraron a entregarm e se negaron, le amenazan y le im ploran. Me entregan s í me bautizan, sabiendo m i descendencia e l párroco garantiza bautizarm e en su Iglesia. Cura, secretario y juez no ocultan ser humanos, a siete hijos de m is padres cooperan para ocultam os.


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Am én de otros distintos hijos de estos poderosos, enviaron a ios hospicios sintiéndose generosos.

Vi a/ cura, este anciano, a un hijo suyo conocí, dinero para sus hermanos le sacaba para vivir. Vivían en Moraleja con su madre ha crecido, todo al cura se asemeja con sus rasgos y parecido.

M i padre rico y poderoso, el párroco su vasallo, el secretario generoso sirviéndole de lacayo.

Esto ocurrió en Villam iel pueblo en el que yo nací, en los años veinte de él m uchos enviaron a m orir. Esta es la verdad, lectores, en un pueblo de Extremadura, fueron verdaderos autores la autoridad, m i padre y el cura. Nadie intente ocultarlo ante los ojos de Dios, si hoy decido contarlo además de pasarlo hubo m uchos com o yo.

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M i padre ya no vivía pero s i un hijo de éste, que el capital vendería, para salvarlo de los siete. De siete vivim os dos, orgullosos nos sentimos, cuarenta y cincuenta y dos, la edad que nos conocim os. Triste historia la que escribo, tres a l hospicio de Cáceres, cuatro a Ciudad Rodrigo, batanee de siete seres de los que fué triste su destino.

Treinta años fueron precisos para la búsqueda de mis hermanos, desde 1947 a 1977. Al visitar por primera vez mi pueblo natal y conocer a mi madre al preguntarme nombre y edad ésta exclamó ¡Ay el últim o!. En mi cabeza no cesó el pensamiento de cuántos seriamos. Ante la negativa de mi madre a cooperar y de los ancianos, añadiendo las muchas dificultades que encontra­ ba, lo veía muy difícil. Pero hoy puedo dar datos de los siete que fuimos, cinco varones y dos hembras, dando a continuación por orden de nacimiento fe­ chas y lugares de entrega por distintas mujeres: 1917. — Emigdio Jorna M artín: Nació el seis de Agosto en Villamiel (Cáceres), bautizado y llevado a la Casa de Cuna de Cáceres el día nueve por doña Estanislá Jorna Martín, viuda que le puso sus apellidos por si moría la madre sacar­ lo como hijo suyo, ya que tenia solamente una hija. El día 22 del mismo mes sale para criar en su lactancia con su nodriza Doña Norberta Martín Martín, esposa de Manuel Gómez Matías, vecinos de Caminomorisco (La Huerta) de las Hurdes. El día 1 de Febrero de 1924 fué ingresado de nuevo en Casa de Cuna de Plasencia por el marido de la nodriza, por cumplir la edad reglamentaria de lactancia. El día 10 del mismo mes salió, según su expediente, para Cáceres conducido por la Hija de la Caridad, Sor Aurelia Cano hasta el día 9 de Junio


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de 1928 que salió prohijado por los vecinos de Valdefuentes (Cáceres) D. Ra­ món Fernández Gómez y su esposa Dña. Josefa Rodríguez. Fue' criado y querido como un verdadero hijo. Formó su hogar con Catalina Roncero y al no tener hijos prohijó una niña, Josefa, la cual, hoy casada le ha dado cuatro nietas. En la actualidad vive en Valdefuentes con 64 años. 1919.— Germán Jom a M artín: Nació el 25 de Mayo en Villamiel (Cáceres). Bautizado y entregado en casa de Cuna de Cáceres, por Dña. Estanislá Jorna Martín, el día 3 de Junio del mismo año, saliendo el día 11 confiado para su lactancia a la nodriza Dña. Josefa Sánchez, esposa de D. Vicente Martín, ve­ cino del Casar de Palomero (Azabal) de las Hurdes. Falleció el día 15 de Junio. 1920. — Juana Pascual Cardenal: Nació el 12 de Junio en Villamiel (Cáceres). Ingresada en el torno de la Casa de Cuna de Ciudad Rodrigo el día 15 del mismo mes. Fué su madrina Dña. Petronila Tobar, ama de gobierno de dicha Casa Cuna. Llevaba en el ciñero una nota: «Póngale Juana, está su madre en­ ferma, p o r no poder criarla ésta es p o r si un día quiere sacarla». Le pusieron los apellidos de una empleada de dicha Casa de Cuna, falleciendo en ésta el día 1 de Julio a los 48 días de vida. 1921.— Un varón, nacido en el verano del mismo año en Villamiel (Cáceres), entregado en el torno de Casa de Cuna de Ciudad Rodrigo por Dña. Petra Piré, vecina de Villamiel, asegura que era un varón. Ella lo limpió y amamantó hasta dejarlo en el torno, sin nota alguna y sin bautizar, ignorando el nombre que le pusieron, y si vive o no. 1922. — Eufemio Asensio M artín: Nació el 20 de Marzo en Villamiel (Cáceres). Ingresado en el torno de la Casa Cuna de Ciudad Rodrigo el día 23 del mismo mes, por Dña, Bernabela Galbán y un hermano de ésta. Con una nota en el ciñero: «Pónganle e l nom bre de Eufemio Asensio M artín». Su madrina fué Dña. Petronila Tobar, viuda y vecina de Ciudad Rodrigo. El día 25 salió confiado para su lactancia con su nodriza Dña. Felipa de Dios, esposa de D. Felipe de Dios Martín, vecino de Robledillo (Hurdes) Cá­ ceres. Falleció el día 19 de Enero de 1924 con 23 meses de vida.


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1924. — Anselm o Iglesias Expósito: Nació el 21 de Abril en Villamiel (Cáceres). Bautizado y llevado a la Casa Cuna de Cáceres por Dña. Benita Galbán, vecina de Trevejo. Ingresado en el torno de Cáceres el día 24 del mismo mes. El día 6 de Mayo salió confiado para su lactancia al cuidado de su nodriza Dña. María Sánchez, casada con D. Félix Rebate, vecino de Casar de Palomero. El 14 de Mayo de 1930 ingresó en el Colegio San Francisco (Cáceres) por haber terminado la lactancia. El 1 de Diciembre de 1930 salió prohijado por los veci­ nos de Nuñomoral Juan Panadero y su esposa Carmen Segur, en virtud de acuerdo de comisión. Vivió y creció en esta comarca Hurdana hasta salir al ejército en Madrid, donde form ó su hogar, casándose con Dña. Andrea Rus Jorna, natural de Villamiel. Tubieron 5 hijos, y actualmente vive en Madrid con 58 años. 1925. — Nemesia Asensio M artín: Nació el día 25 de Abril en Villamiel (Cá­ ceres). Fué puesta en el torno de Ciudad Rodrigo el día 26 del mismo, siendo su madrina Dña. Aurora Martín, viuda y vecina de Ciudad Rodrigo. Llevaba en el ciñero una nota: «Esta niña nació el día 25 de A b ril a las 4 de la mañana lla­ mada Enemesia Asensio M artín». Las ropitas rotas y viejas debieron cambiár­ selas y otras debieron quitárselas, porque figuraban en la nota y no las entre­ garon. El día 4 de Mayo fué entregada para su lactancia a Dña. Angustia Cas­ taño, esposa de D. José Gil, vecino de Ciudad Rodrigo. Falleció el día 25 de Agosto a los 4 meses de edad. Como puede comprobarse, Emigdio y Germán llevan los apellidos de Estanislá Jorna Martín, su madrina. Eufemio y Enemesia Asensio Martín, Asen­ sio es el segundo apellido del padre y Martín por parte de la madre. Juana, el nombre al pedirlo la nota, y los apellidos de una empleada de la Casa de Cuna. El cuarto sin identificar y Anselmo, a punto estuve de que me pasara lo mismo porque quisieron entregarme en Casa de Cuna sin nota alguna y sin bautizar. Esto lo supe en mi segunda visita a mi pueblo natal: una señora se dirige a mí con la sonrisa en sus labios y me dice «si hijo, yo fu i la prim era que te dió calor. A l nacer tu, yo vivía enfrente de tu madre y a l enterarm e de tu nacim iento te recogí rebujado en un pañuelo grande de los usados para la cabeza, y te m etí en la cama entre mis dos hijas, para que estuvieses caliente. La más pequeña, con su media lengua decía: déjalo conm igo para nosotros mamá. Luego te llevaron para la casa de la Señora Rumeña de donde saliste para Trevejo, y de a llí a la Casa de Cuna».


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En ese momento, mientras me rodeaban varias mujeres, una de ellas me dice: « Ven hijo, sube a m i casa, quiero enseñarte algo». Yo ignoraba quien era esta señora y qué era lo que intentaba enseñarme, intrigado mientras subía­ mos las escaleras a un segundo piso, pensaba que sería la fotografía de algún familiar. Una vez en el piso, me pasó a un dorm itorio donde había una cama grande de matrimonio, y señalándome hacia ella me dice: «Mira, en esta cama estuviste hasta que te bautizaron. Eras com o una bolita, redondito y coloradi­ to, con ojos azules y m uy abiertos. Y m ientras me hablaba no hacía más que m irarm e y emocionada me dice: «¡Quien lo diría, que hoy te iba a ver de nuevo y ya hecho un hom bre!». Me siguió explicando «estuviste aquí un día y una noche, yo no te dejaba sacar de m i casa m ientras no te bautizaran. A l fin de­ cidieron hacerlo, y te pusieron p o r madrina la misma señora que te llevaría a entregar a la Casa de Cuna de Cáceres. Le pregunté quien quería enviarme a la Casa de Cuna sin bautizar y me contestó: «tus padres, el Párroco y el Secretario que eran m uy am igos y fieles servidores del Señor, tu padre». Yo le di las gracias y un beso. Hoy al ver las dificultades que pasé para dar con mis hermanos aún acompañados de notas y apellidos, y el cuarto sin identificar al no bautizarlo y sin nota, como qui­ sieron hacer conmigo, doy de nuevo gracias a esta mujer cristiana y a Dios por elegirla para exigir mi bautismo, que aunque con apellidos de expósito, pude tener mi partida de bautismo, encontrando el pueblo en el que nací, buscar a mis hermanos y conocer familiares por parte paterna que durante estos años me han demostrado un cariño sincero, así como por parte materna, mis tíos, sobrinos y medio pueblo de Trevejo, donde nació mi madre. Cada vez que los he visitado he salido orgulloso del buen trato y del cariño con que me han reci­ bido, aunque no puedo decir lo mismo de mi madre. Esta al yo buscar a mis hermanos me destetaba por recordarle lo que, al parecer, ella tenía olvidado.


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CAPITULO VIII

VUELVO A LAS HURDES (1978) COMO LAS ENCUENTRO Al comenzar mi recorrido llego al pantano de Gabriel y Galán, gran embalse que recoge las aguas del río Hurdano, los Angeles y el Alagón, cuyas aguas represadas toman el nombre del gran poeta, «el nuestro poeta», como decían los ancianos de las Hurdes que compartieron con él su amor por esta tierra. Las dimensiones de este pantano aún siendo muy importantes, no re­ basan la dimensión que alcanzó este hombre que vivió entre los humildes. En el pantano el dique que corta el cruce de las aguas tiene una altura de setenta y dos metros y como un kilómetro de longitud. Embalsa veinticuatro millones de metros cúbicos de agua. Produciendo su central hidroeléctrica, próxima al pueblo de Granadilla, una energía de ochenta y cuatro millones de kilovatios hora al año. Como no alzar desde estas páginas el requien por un poeta del pueblo, un poeta salmantino pero voluntario de esta tierra extremeña. No fue Gabriel y Galán un poeta letrado, comunicó sentimientos del pue­ blo y lo hizo en un verso sencillo. «No tengo nom bre» exclama, «Sim plem ente canto a l alma popular». Era feliz entre estas gentes sencillas. Amaba a los humildes y repartía con ellos sus comida y su poesía. Así me lo atestiguan unos cuantos viejos del lugar, que le conocieron, me cuentan como les traía comida y se la repartía, quedándose a veces él sin nada, también les traía dulzainas porque el sabía el hambre que pasaban estas gentes: «Hasta este m onte em inente donde rim o m is cantares sube fam élica gente que mis m odestos manjares devora violentamente». Casi siempre estaba sonriendo. Uno de los viejos me dice: «Sacaba unos

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papeles y nos decía les voy a escribir una poesía en su dialecto para que uste­ des la entiendan m ejor, nosotros no sabíamos que era eso de la poesía, pero com o era tan bueno, todo lo suyo nos parecía bien. Cada vez que venía se juntaba más gente y más gente, yo veía que él se quedaba sin com er p o r dár­ noslo a nosotros». Consecuentemente con sus actos reclama Gabriel y Galán a la sociedad española: «Pan de trigo para e l hambre de estos cuerpos, pan de ¡deas para el hambre de sus almas». Porque se adentró hasta el corazón de las Hurdes conocía la tierra y sus habitantes, su miseria y su hambre. Del contacto con el paisaje, la lengua y la forma de vivir de estas gentes surgirían sinceros poemas, escritos en el propio dialecto hurdano, como «£/ embargo», «La Jurdana», «El Cristo Bendito», «Dos paisajes», «Sincero cantor del castellano solar»... Deseaba ayudar a sus paisanos — como él les llamaba— no cesando has­ ta invitar al rey en prosa a visitar las Hurdes:

«Señor no soy un ju g la r soy un sincero cantor Señor en tierras hermanas de estas tierras castellanas no viven vida de humanos nuestros m íseros hermanos de las m ontañas hurdanas.

Publicado en el número extraordinario que dedicó la revista de las Hurdes a su Majestad Don Alfonso XIII con motivo de su estancia en Salamanca,en el mes tle Septiembre de 1904, en la página 108 de «Castellanas». Los hurdanos con dolor profundo lloraron su muerte, ya no les visitaría su poeta, ya no podría cantarles coplas, no olvidarían nunca el amor de sus pala­ bras. El que se había sentido sumergido en su pobreza, les llamaba hermanos


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y en sus coplas después de Dios, su sentir era para estos paisanos con los que recorrió estas comarcas. Muchos fueron los hurdanos, que con el corazón dolorido, marcharon hasta el Guijo andando para orar ante su tumba en la ermita del Cristo Bendi­ to, al que tanto en sus poemas él había cantado. Actualmente en este pantano se está construyendo una central Térmica. Llego al lugar llamado Puerto del Gamo, donde se encuentra la Cruz Ben­ dita. Lugar que me trae a la memoria los seis primeros años de mi vida que pa­ sé aquí, de 1924 a 1930, en este último año en plena fiesta vi muchos hurda­ nos, pero lo que yo no sabía era que más tarde me convertiría en un hurdano más. Hoy, ya mayor miro al norte y veo la sierras hurdanas abajo, al fondo El Casar de Palomero y reposado pienso en lo vivido por estas tierras hasta este mayo de 1978. Hoy recuerdo perfectamente como era este pueblo hace mu­ chos años, sus calles, su plaza con los soportales, la casa con seis peldaños en la que viví con la familia Rebate, la Fiesta de la Cruz Bendita, donde acu­ dían todos los años los hurdanos con su gran romería, a la que siempre han tenido gran devoción, salían hasta de los pueblos más alejados y después re­ gresaban con caramelos y confituras, ropa de vestir, albarcas, herramientas, etc. Más tarde cambiaron la ruta de sus ferias semanales. Dirigiéndose hacia Ciudad Rodrigo y Salamanca comerciaban sus cargas de picón, de jaras, de carbón de brezo, cambiaban aceite de oliva por harina de trigo y compraban sus marranos para la matanza. Sigo camino hacia las Hurdes, dejo a un lado la carretera de Azabal,pue­ blo en el que está enterrado uno de mis hermanos, Germán, fallecido a los die­ ciocho días de vida, traído a estas tierras al nacer. Conforme prosigo mi camino hacia las Hurdes veo algo que me llama la atención: un gran almacén de carbón de brezo, como los que vi en mi juven­ tud por los pueblos hurdanos, pero ahora tiene en frente, al otro lado de la carretera, un gran almacén de butano, clara muestra de como este último des­ plazo al ya menos rentable carbón de brezo.


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Continuando por la carretera me dirijo al puente de piedra,que fue cons­ truido en los años veinte por el Patronato con motivo de la visita del rey A lfon­ so XIII, por debajo del cual pasan las aguas del río de los Angeles, línea divi­ soria de las tierras hurdanas. Veo como va cambiando el paisaje, abunda el brezo, hace presencia la pi­ zarra, así llego a los primeros pueblos hurdanos, de nuevo vuelvo a encontrar mi pasado, entro en las Hurdes por su parte baja, atravieso Pinofranqueado, donde hay una pequeña serrería que es la única que existe en las Hurdes. Las casas de todos estos pueblos van cambiando. Sus carreteras ya están asfalta­ das como cualquier carretera de España. Han quedado atrás aquellas carre­ teras construidas de pedazos de pizarra suelta y de tierra. En esta mañana de mayo los montes se ven floridos con la jara, el tomillo, el brezo, el chaguarzo... Es francamente hermoso. Su paisaje verdeante, con flores por doquier, sus pinos ya grandes, entre los que surgen caminos fores­ tales que llevan al interior de los bosques permitiendo sacar la madera cortada. Ahora veo algo, que anteriormente no existía, grandes trozos sembrados de eucaliptos, que aún están creciendo y algunos han sido plantados muy re­ cientemente. Tras pasar el puente de Vegas de Coria, por debajo del cual corren las aguas del río Hurdano, en dirección a las Hurdes altas, me encuentro con la carretera bloqueada me quedé sorprendido al ver cual era el obstáculo que im­ pedía mi paso, era un tráiler de treinta toneladas que estaba atravesado en una de las curvas cerradas. Su parte trasera quedaba en el aire hacia el preci­ picio que da al río. La carretera es cierto que estaba asfaltada pero era dema­ siado estrecha para un transporte, que aunque es necesario para el futuro desarrollo maderero, no puede circular por estas tierras pues no existe una in­ fraestructura viaría para ello. Tras llegar desde Plasencia una grúa pluma, que había sido avisada, no pudiendo retroceder el tráiler se vió obligado a salir por la provincia de Sala­ manca alargando considerablemente su recorrido. Su misión, muy significativa por otra parte, era el traslado de madera de pino hasta una fábrica papelera de Navarra.


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Bosque de eucahptus, árbol de origen australiano. (Como es sabido esquima la tierra. Por su peh grosidad ecológica apenas se siembra en muchos paísesI. De distinta ecología que la eu¡opea, dicha especie reduce el caudal de manantiales y arroyos. Por su causa esta comarca sufrirá altera dones ecológicas imprevisibles.


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Al hablar con el conductor me especificaba que era la primera vez que venía por estas tierras, pero que no volvería porque es demasiado peligroso para esta clase de vehículos. Con esto de nuevo veo que las Hurdes aunque avanzan, no llegan en su desarrollo al nivel de otras provincias. Es, pues, necesario crear buenas carre­ teras, que se creen aquí las fábricas que la madera precise, pues los frutos de la repoblación forestal están alcanzando ya su mayoría de edad. Esta repoblación iniciada por el Patronato e intensificada por el Patrimo­ nio Forestal en 1941 ha empezado ya a ser rentable, a pesar de las dificultades que ha encontrado en su proceso de estructuración, debido a la oposición del hurdano por tomar el Estado las tierras que eran comunales para la plantación de pinos de gran rentabilidad pero a largo plazo. Ahora el hurdano se ha en­ contrado sin la tierra a la que acudía para ayudarse a sobrevivir. De estas tierras antes sacaban grandes cantidades de carbón de brezo, grandes rozos de cen­ teno del que obtenían del grano el salvado para la ceba de los cerdos, la hari­ na, la paja para alimentar las bestias, y además estos rozos en el período de barbecho se convertían en pastos para el ganado. De ahí que a partir de esta repoblación el hurdano ha visto como sus piaras de cabras han quedado redu­ cidas en un 90%, puesto que los guardas forestales prohibían y denunciaban a los dueños de aquellas cabras que penetrasen en estas tierras dependientes ahora del Estado, porque las cabras se comían los tallos tiernos de los pinos. Lo que antes había sido su ayuda básica, porque le proporcionaba crías que vendían — a los machos— para carne consiguiendo dinero para vestirse y ad­ quirir, alimentos que le eran necesarios; también obtenían de la cabra la leche, el estiércol vital para sus tierras estériles y frías. Ahora ya no se podrá, tam ­ poco, coger tesos de estas tierras comunales — ya inexistentes— en los que se sembraban olivares, castañales, etc. En este sentido gran cantidad de hurdanos me han contado como con todo ello les han obligado a abandonar sus tierras y sus familias, teniendo que salir a trabajar fuera. Siendo éste el dinero que está cambiando sus pueblos y sus viviendas. De ahí se desprende la exigencia de proporcionarle al hurdano nuevos ca­ minos, nuevos puestos de trabajo. Siendo por tanto necesaria la creación de


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una fábrica de transformación maderera, que acoja toda la materia prima pro­ ducida por la gran producción maderera de la comarca. La única serrería que existe actualmente es privada no es estatal y se dedica a pequeños trabajos, con tres máquinas y media docena de empleados. Posibles soluciones se encuentran también en lo que se logre del Plan de 1972, creado para un período de diez años, que afectaría a los cinco munici­ pios que integran las Hurdes, que se ocupa de la reestructuración administra­ tiva y de la ordenación municipal, a la par que se encarga de encauzar la po­ blación activa hacia las actividades relacionadas con el aprovechamiento inte­ gral del monte. Habiendo superado el traile la zona de las angostas curvas, no sin gran­ des dificultades y ayudado por la grúa, al llegar al pueblo de Rubiaco, como la carretera atraviesa el pueblo, la grúa Pluma por su altura tiró el cable telefóni­ co de este pueblo. Lo que creó gran expectación entre los vecinos de Rubiaco, pues a la sorpresa del gran tamaño de ambos vehículos se unía aho­ ra el hecho cometido. Ya en términos de Nuñomoral veo las fincas abandonadas y la casa derrui­ da del Tío Alejandro, que ya ha fallecido. Al lado una de las mejores fincas de mi prohijante, tomada de los terrenos comunales y roturada en mi juventud, me extrañó verla en muy mal estado y sin cultivar. Al entrar en Nuñomoral me quedé maravillado de ver sus nuevas casas, todas ellas blancas cubiertas de teja. A mi prohijante le encontré muy desmejorado, estaba irreconocible, tenía mal la cabeza, no razonaba, perdía el hilo de la conversación. Sus hijos varo­ nes estaban fuera por eso el estado de sus tierras eran tan precario. Frente a la casa descubro grandes columnas de luz eléctrica y un trans­ formador. Las antiguas escuelas construidas por el Real Patronato, el Ayuntamien­ to y el juzgado estaban abandonados, sin puertas, ni ventanas. Hoy el Ayun­ tamiento, el Juzgado y las escuelas están construidos en una sóla planta en el centro del pueblo, próximos a la Iglesia.


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Encuentro bastante hierba por todas partes, cosa que en mi época no había, pues las cabras lo comían todo, sin embargo lo que no veo apenas son las cabras, las pocas que veo llevan todas una chapa numerada en la oreja, por la que se sabe que este animal ha pasado la revisión en Enero de este año del veterinario del Estado. Esta medida es necesaria porque hubo muchas que padecían el mal de malta. Todas las que dieron en su análisis positivo, de que tenían.esta enfermedad, fueron sacrificadas, siendo abonado a sus respecti­ vos dueños tres mil quinientas pesetas por cabeza. En los últimos años que estuve aquí vi construir el Hogar Francisco Fran­ co, que se encargaba de la labor de auxilio social de la provincia. Hoy le veo reformado con dos plantas. Deseando conocerlo más a fondo me dirijo a su director, Don Luis González Martínez, que se ofrece amablemente a enseñar­ me sus dependencias y me cuenta como en 1941 cuando fue inagurado admi­ tía cincuenta niños, por lo que se quedó pequeño para atender las principales necesidades, niños huérfanos o de padres enfermos, o de familias numerosas, etc. Por lo que hubo que doblarlo en dos plantas. En el año 1969 inaguraron su ampliación, edificada sobre la antigua. Actualmente hay acogidos ciento veintiséis niños, que estudian Educación General Básica. Todos están internos. Proceden de las distintas alquerías de las Hurdes en un 95% y el resto es de comárcas próximas. Son niños que ingresan aquí para lograr que al menos queden atendidas las necesidades más imperiosas que se dan entre las fam i­ lias de la provincia. Aunque a él pueden asistir aunque no pertenezcan a las Hurdes. Pero en general estos niños ingresan con arreglo a la comarca y sus necesidades. Todos tienen de seis a catorce años, edad a la cual terminan E.G.B. y se incorporan unos a universidades laborales y otros a estudios de Bachillerato y en una mayor parte a Enseñanza de Formación Profesional, pa­ sando a otra institución existente en Cáceres a donde acuden hasta que la ter­ minen a los dieciocho o diecinueve años. Se va a adaptar como Escuela de Formación Profesional, en las Mestas, un edificio que desde hace tiempo se conserva como museo, porque en él pernoctó dos días Alfonso XIII en donde enfadado por el lujo que se le ofrecía el rey dijo: «Esto es demasiado lujo para tanta miseria com o hay en la región». La labor de adaptación a Escuela de Formación Profesional la va a llevar a cabo el Instituto Nacional de Asistencia Social, es decir, la misma institución que llevara a cabo los Hogares de las Hur­ des. Para los niños pequeños hay una guardería infantil en el pueblo de Frago­


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sa que acoge a ochenta niños y además hay un Hogar Escolar de niñas de Educación General Básica en Caminomorisco,que acoge a ciento veinticinco niñas, también dependiente de la obra del Instituto Nacional de Aistencia So­ cial. Y además hay que mencionar tres centros de alimentación infantil para lactantes, para atención de madres gestantes, que acogen a doscientas bene­ ficiarías por cada uno. Por lo que se puede decir que cerca de mil personas y niños de las Hurdes están, en cierto modo, con determinadas limitaciones, en la mayoría de los casos completamente atendidos. En cuanto a las actividades que realizan los niños de este centro Francis­ co Franco, aparte de las clases también tienen horarios de juegos y prácticas del deporte que les guste. Aquí no se pierde el tiempo, porque al disponer de ellos durante las veinticuatro horas, todo el tiempo es aprovechable. Lo que le gusta mucho a los chicos es practicar la natación pues la mayoría de ellos pro­ ceden de alquerías o pueblos donde hay ríos y la natación les encanta,por ello la practican cuanto pueden en la piscina que pertenece al Hogar. Referente al gasto tan considerable que esto lleva consigo los padres no están obligados a pagar nada, aunque a principio de curso se les sugiere la idea de aportar algo para los libros de texto en la medida que ellos puedan, un 60% contribuyen con quinientas pesetas al año y el resto no aportan cantidad ninguna, sin duda porque no pueden aportarlo. Esta cuota no es de mucha importancia, tiene un valor simbólico más que real, porque eso hace que los padres sientan que ellos también se sacrifican en cierta medida y en vista de este sacrificio que más o menos se impone el padre, que no es mucho pues es anual, pero así, el chico responde con más interés a su propia instrucción y educación. Por la grandiosa labor que lleva desempeñando el Cotolengo del Padre Alegre desde que se fundó en 1952 en lo más intrincado de las Hurdes — en el teso que separa los pueblos de Martilandran y Fragosa— sentía que era para mi más que una obligación visitarle. Al presentarme allí me recibe la madre superiora, la cual al referirle mis in­ tenciones de mencionarlo y escribir sobre él en mi libro me contestó que no


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deseaba que escribiese nada sobre la Casa de la Divina Providencia, que ésta debía ser conocida por su labor y no por la propaganda. En su compañía recorrí todas sus dependencias. Ya conocía su organiza­ ción pues había estado varías veces en el Cotolengo del Padre Alegre de Ma­ drid. Por ello sabía que es una orden que no admite subvenciones, sino que se mantiene exclusivamente de limosna, y es sólo a base de ella y los donativos con lo que ha levantado estas instalaciones que poco a poco han ido superan­ do la falta de medios e intentando remediar las enfermedades incurables, lle­ vando a cabo úna amplia labor asistencial con la que los propios límites hu­ manos son rebasados por el sacrificio de las monjas, médicos y colaboradores que lo sacan adelante. Si me había quedado maravillado del Cotolengo en Madrid, aquí esta ins­ titución enclavada, precisamente en los tres últimos pueblos de las Hurdes Altas, apenas accesibles, donde la miseria y el hambre y las enfermedades han encontrado cobijo durante cientos de años su labor es inestimable, les ha llevado amor y la esperanza de vivir, acabando con múltiples enfermedades que tan arraigadas estaban entre esta gente.

Pero el Cotolengo Hurdano no sólo se enfrenta con el problema sanitario, sino que también sirve de asilo para los ancianos y comedor para niños exter­ nos, que todos los días acuden desde estas alquerías para hacer sus tres comidas. Ultimamente, también, ha ampliado sus locales, construyendo una exce­ lente maternidad con camas para las parturientas, sala de operaciones, cuatro incubadoras... Todo un milagro para estas mujeres que se veían obligadas a tener sus hijos en casa, en pésimas condiciones, y ante sus hijos menores y el resto de la familia.

Con estas líneas no pretendo contradecir, ni olvidar los deseos de la madre superiora y de estas monjitas que quieren mantener esta institución cerrada a toda clase de publicidad que no sea su propio sacrificio y sus propias obras. Pero no puedo callar mi ilimitada admiración ante este invalorable cen­ tro que acerca a los hurdanos la mano de Dios.


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Como había oído hablar de que se habían construido en todas las Hurdes viviendas nuevas por la Delegación Nacional de Sindicatos y que en concreto en Nuñomoral se habían construido unas veintiocho me acerqué a ver por mi mismo estas casas. Cuando estaba frente de las casas veo a unas mujeres cogiendo agua en unas fuentes situadas fuera de las viviendas. Era un grupo de unas diez mu­ jeres, que al verme con la cámara fotográfica, hablaban fuerte entre ellas para que las escuchase: «S í muchas fotos p o r fuera, pero p o r dentro nadie las quiere ver». Una de ellas me reconoció. Les comenté que por fuera su cons­ trucción parecía buena, a lo que todas me respondieron que por dentro eran pequeñas, muy húmedas y que en el momento que se tenía hijos ya no se cabía. Una se ofreció a enseñármelas. Estas casas dan a dos calles y tienen dos entradas: una da a la fachada principal, que tiene dos plantas, de las cua­ les la planta baja es de una sola pieza y se utiliza para cocina y comedor, sin ventana, al fondo y a su derecha hay una escalera que no es más que una ascensión de peldaños sin barandilla, la altura es muy escasa, por lo que hay que subir agachado. En su planta alta dos pequeñas habitaciones. Si se tienen niños no caben dos camas, por lo que tiene que ser una litera. La habitación de matrimonio resulta también demasiado reducida, de ahí que los que no tie­ nen hijos han tirado el tabique divisorio, quedando así lo qe es un dormitorio de matrimonio normal. La segunda entrada es por la parte trasera por donde entran los animales, es de una sola planta. En el lado izquierdo está la cuadra para el borrico, (digo borrico porque una muía o un caballo no puede volverse y tiene que salir a recula). El pajar no es más que unas maderas encima del pesebre que lo utilizan por sus dimensiones no para guardar la paja sino para guardar sólo la albarda y los aperos. Para el cerdo es muy pequeño no mide más de un metro y medio cuadrado. El servicio está en alto, es estrecho, incómodo y en casi ninguna casa funciona bien. Por ello la mayoría han optado por quitarlo. Su parte trasera se comunica con la de delante por un pasillo, del que un trozo no está cubierto, y el piso es de tierra, lo que cuando llueve provoca que aumente la humedad. Otro detalle que me comentaron las mujeres es que en un principio se


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había hablado que por estas casas no se cobraría nada, sin embargo se estaba pagando doscientas cinco y doscientas diez pesetas, para amortizarlas en cincuenta años. Del bloque de veintiocho casas hay algunas sin habitar Lo que comprobé yo mismo pues me enseñaron algunas. Al indagar el motivo me dijeron que en estas casas no podían tener cabras y que para pequeñas ya lo eran los que ellos poseían y sin tanta humedad.

Una señora muy expresiva me dice: «¡ay! si estas casas hubiesen sido como las que construyen algunos hurdanos que trabajan en el extranjero, ha­ bría tiros para cogerlas». Como conocedor de estas comarcas, he sentido lo mismo que la mayoría de los hurdanos, hartos de tanta leyenda negra, exageraciones y silencios vo­ luntarios, que dan una imágen distinta de ellos, omitiendo realidades que están ahí, sólo basta querer abrir los ojos. Esto lo he observado en múltiples libros escritos sobre las Hurdes, en los que buscando la comercialización fácil, exageran y tragiversan la realidad hurdana. Por ejemplo de Nuñomoral uno de los pueblos más atacados por se el corazón de las Hurdes Altas, hay autores como Antonio Ferres y Armándo López Salinas, que en su libro «Caminando p o r las Hurdes» de 1960, en la página 56, simplemente dicen: «En N uñom oral sólo hay dos casa que merezcan ta l nom bre: la de Isabel la Chata y la del Ayuntam iento. Las demás son com o las de Vegas o El Rubiaco, siempre ne­ gras. Más parecen cochiqueras que viviendas de hombres». Ante estas palabras yo que me he criado en Nuñomoral me pregunto por donde han pasado, si su calle principal es la única carretera que cruza estas tierras de Sur a Oeste, para no ver la Factoría del Jordán, construida en 1923 por el Patronato, la casa del sacristán con dos plantas y balcón a dicha carre­ tera, y próxima a ésta la casa del Francés que tiempo atrás fue taberna, la casa del párroco y junto a ella la de Florentino, el Centro Cívico; Juzgado y escuela con sus respectivas viviendas; la casa de mi prohijante que heredó de su pa­ dre, que fue en ella durante muchos años el secretario, y en la que en 1922 pernoctó el doctor Marañón; más arriba se encuentra la casa del cartero y otras entre las que se encuentra como una más la mencionada por estos auto-


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res de Isabel la Chata. Por lo que observo han dejado de mencionar muchos edificios que no se pueden calificar como «cochiqueras». También me ha impresionado la exageración que hace Víctor Camarro en su libro «Hurdes Tierra sin Tierra» de 1968, en la página 95 al decir: «En N u­ ñom oral hay chozas tendré que decirlo. Tendré que decir que hay grutas as­ querosas» Lo siento pero no las he conocido en mí época y menos en las fechas en que está editado este libro. Cuando yo vivía en Nuñomoral sólo existía una panadería, un pequeño comercio, dos tabernas y el pequeño bar de Jerónimo. Sin embargo ahora, encuentro gran variedad de comercios y bares de modernas instalaciones. Me dió gran alegría ver un edificio de nueva construcción, cuya planta baja es una nave utilizada como taller, su dueño es el cerrajero, fontanero, herrero, quien fabrica puertas, ventanas y balcones y suelda el plomo y el hierro. Estos oficios los ha aprendido fuera, durante los años que ha estado de emigrante en el extranjero, tras trabajar duramente en múltiples oficios ha conseguido volver a su tierra y montar este taller que ayuda al desarrollo de éste y de los pueblos colindantes. Frente a este taller veo otro edificio nuevo en el que se puede leer comer­ cio Ana, en él se vende de todo, desde electrodomésticos hasta productos ali­ menticios. Charlo con su joven dueño Primitivo Expósito, que como veo ha heredado de su padre el afán de lucha, pues como expósito de mi época al ele­ gir permanecer en las Hurdes tuvo que buscarse el modo de lograr sobrevivir. Pegada a la casa de la Chata encuentro una fonda también moderna, es la Fonda el Hurdano, que es bar, restaurante y pensión, que lo ha levantado con su esfuerzo un joven matrimonio que durante once años ha tenido que trabajar en Australia. Próxima a las Casas baratas existe una farmacia, de la que siempre había carecido esta comarca, teniéndose que conseguir las medicinas por el correo, desde Casar de Palomero, Plasencia o Ciudad Rodrigo, medicinas que casi siempre sufrían grandes retrasos, y que ahora sin embargo, están en esta far­ macia al alcance en el acto de aquél que las necesite.

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Veo que se ha instalado una sucursal de la Caja de Ahorros. Pasada la Iglesia restaurada descubro una casa blanca en cuya planta baja hay un gran almacén de jamones, es un amplio local preparado para albergar gran canti­ dad que se pueden ver en elevado número colgados de su techo. En frente está el centro de teléfonos, que fue inagurado en 1958, fecha en la que entraron en funcionamiento varias centrales como la de Casares de Hurdes, Vegas de Coria, Caminomorisco, Pinofranqueado... quedando asi todas las comarcas hurdanas comunicadas con el exterior. Esta obra fue su­ fragada por la Diputación Provincial, el Estado y los cinco municipios que componen las Hurdes. La luz electrica fue instalada por las mismas fechas que el teléfono, en 1958-59, en que el candil y el farol de aceite fueron relevados por la luz eléctri­ ca. Obra realizada por la Empresa Eléctrica de Iberduero, el Estado, la Diputa­ ción Provincial y los cinco municipios hurdanos. Estas Hurdes de hoy no son las que yo dejé en 1945 y menos en las que viví desde 1930. Me parece estupendo ver todo cambiado, ver la diferencia del Maltílandrán de ayer y el de hoy.


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MaltilandrĂĄn tĂ­pica estampa de pueblo Hurdano del ayer. Foto: Leandro de la Vega.


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Ma/tilandrán del ochenta, cambia su fisonomía gracias a sus emigrantes. Observar la gran di lerenda que existe con su aspecto en 1960

El cambio es evidente tanto en sus viviendas, como en el nivel cultural que tienen los hijos de los que crecieron conmigo, les encuentro más decidi­ dos, veo que salen fuera y no se vienen hasta que no han ahorrado algún di­ nero para transformar sus viviendas y sus formas de vida. Esto ocurre al igual que en Nuñomoral en los pueblos más míseros, don­ de los emigrantes regresan para construir casas de dos plantas con agua, ser­ vicio y luz eléctrica, liberando a sus mayores de las zajurdas, dejando para ellos también una vivienda a la que regresan en fechas señaladas (el día del Patrón del pueblo, la matanza o en el verano) del extranjero, donde no tienen más remedio que seguir trabajando. Los ancianos continúan en el pueblo, ya que para ellos es imposible abandonar sus «huertinos» — como ellos mismos dicen— que han construido


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arañando tierras entre las jaras y pizarras. Lo difícil ahora no es sembrar donde apenas hay tierra, comer pan donde apenas se cosecha, sino tener que salir fuera de España al extranjero para poder proporcionar un hogar digno a los padres y a los propios hijos. La Apicultura: ha existido en las Hurdes desde tiempos remotos, lo que pudo haber sido una importante riqueza pero que no ha sido explotada sino en pequeña escala. Aún existen corrales de colmenas — como en mi tiempo se les llamaba — como el que existe a un kilómetro de Nuñomoral cuya antigüedad se desco­ noce, construido con pequeñas pizarras verticales en cuchillo, con sus muros de unos tres metros de altura. Sobre este corral — corral de Alonso— siempre había oido comentar que era centenario, al querer averiguar los años en que pudo ser construido he llegado, por las investigaciones que he realizado sobre los primeros fundadores, a la hipótesis de que en 1630 ya pudo existir, pues por esas fechas el apellido Alonso, ya se daba en Nuñomoral.

Es, pues, este corral una prueba más de como desde tiempos remotos se practicó la apicultura, que si bien llegó a ocupar un lugar relevante — aunque siempre a pequeña escala — hoy ya no es rentable. Con la replantación forestal la abeja ya no tiene la flor suficiente para lle­ nar la colmena de miel, y después de ser castradas recuperar para el invierno. Los pinos absorben la mata del chaguarzo, la jara, el brezo, la carquesa, evitan que estas flores puedan recibir el sol y absorben su vida. Por lo que hay que trasladar las abejas a finales de Abril o primeros de Mayo hacia Salamanca, o Ciudad Rodrigo, Bejar o Tamames. Y al terminar la mangra de las bellotas se vuelven a traer a las Hurdes, para aprovechar la escasa flor de las madroñeras que van quedando y además por ser estas tierras más cálidas. Antes venían colmeneros de fuera, de la Alcarria, Cuenca, etc., y sin em­ barco ahora el hurdano tiene que salir fuera. Antes no se supo comercializar esta riqueza y ahora que álgunos llevan años intentándolo se ven desbordados por el pino, que se adueña de la naturaleza.


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Continuo mi camino, centrando mi atención en buscar datos que destierren para siempre de estas tierras el peso que tienen las frases como «Dejados de Dios» que tantas veces oí pronunciar a los mismos hurdanos. Aunque ellos sabían muy bien lo que decían, no se referían al abandono de Dios, sino de los gobiernos, de la Justicia, de la propia naturaleza, etc. Al malinterpretar ésta u otras frases parecidas o por desconocer la realidad hurdana, algunos escritores han afirmado que los hurdanos eran hombres sin religión, lo que cae por su propio peso, como ya he comentado anteriormente, pues ya en 1214 San Francisco de Asís de paso hacia Portugal, en el término de Pinofranqueado, al sur de las Hurdes, mandó construir el convento de Los Angeles junto al río que lleva su nombre. Más tarde en el S. XVI habitaría en él San Pedro de Alcántara, quién con­ sagró su vida a la religión y a sus habitantes. Santo considerado como el ver­ dadero apóstol de estas comarcas, cuya imagen hoy se venera en la Iglesia del Gaseo. Al oeste del Gaseo se encuentra el nacimiento del río que llevaba su nom ­ bre, pero hoy recibe el nombre de Malvellido, nombre que le viene porque al roturar los bosques para la replantación forestal un grupo de obreros en los años cuarenta descubrieron su nacimiento en las llamadas lanchas del malvellido. Es éste un lugar de extraordinaria belleza, está en proyecto crear un mirador, ubicado en el cerro de La Portilla, desde el cual se divisará el volcán, las minas de oro y el gran chorro de La Mencera.


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El Chorro de la Meancera, rebasa los 100 metros de altura, próximo al Gaseo. Nace en las llanuras del Pimpoyal, produciéndose su caída en el Circulo, llamadi r i Podal de la Higuera.


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Hoy el convento de Los Angeles está actualmente derruido. Fueron, por tanto, los franciscanos los primeros en fundar y predicar la religión católica en esta zona, quedando asistida la parte Sur. Al mandar Santa Teresa de Jesús fundar el convento del Carmen Descal­ zo de las Batuecas en 1599, quedó también asistida su parte Norte. De las cincuenta y tres alquerías que existían llegaron a construirse dieci­ siete iglesias, de las que trece eran antiquísimas, así como gran número de ermitas, hoy en su mayor parte desaparecidas. Pudiéndose aún apreciar las ruinas de algunas de ellas como las de Nuñomoral: la del Cristo Bendito y la de San Blas. Santos que hoy se veneran en la Iglesia, que es una de las más anti­ guas en el corazón de las Hurdes Altas, que conserva su antiguo nombre de Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Al intentar averiguar su antigüedad precisa, lo que he podido obtener de los archivos existentes es que las pri­ meras partidas de bautismo y matrimonios que guarda son de Junio de 1630, por lo que, si es que no hay otro archivo anterior desaparecido, su antigüedad es de más de trescientos cincuenta años. Constando en este archivo, en el libro de casados y velados, que conocían y sabían la doctrina cristiana. Lo que a mi entender disipa las dudas sobre si esta gente carecía o no de religión. Desde hace unos seis años la religión protestante ha hecho presencia en las Hurdes. Ha llegado a través de familias, que tras haber estado una tem­ porada fuera de España han regresado, deseando difundir esta religión entre los hurdanos. Escasos son aún los avances que han realizado, pero es que el hurdano está muy hecho a su religión, es muy devoto, ante su desgracia se ha acogido al amparo de la religión, que durante siglos y siglos le ha protegido. Al mirar hacia el pasado recordando cuáles han sido los recursos, a través de las sucesivas épocas, que han poseído los hurdanos aparece la cosntante necesidad de salir fuera de sus tierras en busca de algún dinero. Así en la época en que se construyó el Canal de Panamá, emigraron un número elevado de hurdanos de los distintos pueblos, tenían que pasar primero a Francia para ir desde allí a Estados Unidos. Sin embargo, a pesar del


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largo trayecto recorrido, cuando las obras del Canal se terminaron todos re­ gresaron a sus tierras. Mientras en su propia región explotaba una fuente de riqueza — descu­ bierta desde 1890— como era el pilu, que como he explicado anteriormente, la paga que recibían por criar a estos expósitos hasta los seis años, les servía para aumentar sus anémicos ingresos, aumento que le venía de fuera.

Otra de las fuentes de ingresos que ha tenido el hurdano ha sido la salida en tiempo de siega a la baja Extremadura, a la temprana siega de la cebada y terminando por Agosto en los trigos y algarrobas de Castilla y Salamanca. Pudiendo llegar a reunir gracias a su duro trabajo a destajo unos ciertos ahorros. Una época en la que se ganaron muchos jornales dentro de las Hurdes fue la de los años que siguieron tras la visita del rey Don Alfonso XIII (1922-30) en que se construyeron factorías, escuelas, carreteras, etc.

También a partir de 1941 en la replantación forestal llevada a cabo por el Estado, los habitantes de esta región pudieron trabajar rozando cerros y la­ deras, y sembrando pinos, eucaliptus y chopos, lo que supuso una mejora temporal para aquellos que trabajaron como jornaleros para el Estado. Pero, cuando la plantación estuvo terminada, el paro, compañero permanente del hurdano, hizo de nuevo su presencia, con unos rasgos aún más agudizados, puesto que los pequeños recursos de otras épocas habían sido desplazados por los pinos. De nuevo el hurdano, que ama su tierra estéril, por encima de todo, tiene que dirigir sus ojos a tierras extrañas que tal vez puedan o tal vez no ofrecerle trabajo. La juventud abandona sus pueblos, quedándose los ancianos en espera de la ayuda que quizás les llegue de sus hijos. No extraña a nadie que el hur­ dano anciano no desee abandonar su tierra, pues es parte de su vida. Más que ser hijo de esa tierra, se podría decir, que la tierra es su propia hija, pues ellos la sacaron de donde no la había, arañando entre pizarrales y del tronco de la jara que crecía entre sus rendijas.


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HOY LAS HURDES NO SON DE LOS HURDANOS

Los ancianos en su mayoría sin recursos y enfermos, están pasando mucha hambre, pero prefieren morir en el terruño con la esperanza de alguna solución. ICONA que es la dueña del 75% de las tierras hurdanas sembradas de pino, rodeando los pueblos y los huertos, a los más jóvenes que no emigran les ofrece algunos jornales en la monda del pino, para ello tienen que andar una hora, entre montañas, de ida y otra al regreso de la jornada. Se lamentan del trato tan discriminatorio que les dan, utilizando contratos en blanco a unos y eventuales a otros, con las consiguientes amenazas de quitarles el trabajo, in­ sinuándoles que se les hace un gran favor. Ellos se sienten ofendidos y cuen­ tan: «A nosotros se nos ofrece un trabajo y nos pagan un jo rn a l que sudamos bien y parece que nos lo regalan, cuando estas tierras en las que estamos tra­ bajando, sembradas de pinos, son nuestras antiguas tierras comunales y somos nosotros los que más derechos tenemos». Sin embargo la mano especializada viene de fuera y toda la madera sale fuera de la región en camiones. Se desea aumentar la salida de tonelaje y para ello ICONA se está gastan­ do muchos millones para ensanchar algunos tramos de carretera como el que va de Vegas de Coria a Rubiaco en Aldehuela y rectificando curvas para que puedan entrar los grandes traites y con ello el tonelaje de salida, mientras se declara menos de lo que saca. Sabemos, me dicen algunos jóvenes: «había un nuevo plan de ayuda para viviendas, pero sólo se gastan el dinero en carreteras para su beneficio y en construir refugios para pescadores m uy lujosos, destinados para unos cuantos, sin em bargo de la vida del hurdano no se preocupan, a l contrario desean que abandonemos estas tierras y nos muram os». Los pilus, con la nueva ley de 1958, con la reforma del Código de Registro Civil, y con la nueva ley de Adopción, ya no pueden ser prohijados tan fácil­ mente, ya que además de no recibir ninguna cantidad por su crianza, no se permite que se saquen dél hospicio buscando su explotación.


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El recurrir a las siegas también es un camino que se les cierra, pues no se necesita tanta mano de obra, porque las máquinas segadoras y empacadoras realizan el trabajo que antes hacía el hombre. Además nos encontramos con que la importancia de la agricultura y de la ganadería ha quedado relegada a un lugar ínfimo, y con el hecho de que la replantación forestal ha alterado las relaciones de propiedad que el hurdano mantenía con sus propiedades comunales que desde antaño defendía. Contemplamos, pues, unas Hurdes con una riqueza potencial, sobre todo en madera por haber llegado el pino a su mayoría de edad. Hoy es preci­ so encauzar los frutos de la replantación forestal para que esta potencialidad se desarrolle y vivifique a las propias Hurdes, disminuyendo y no aumentando las dependencias de esta región de otras regiones españolas hasta ahora más favorecidas. Para ello hay que afianzar toda la estructura viaria, cosa que ya se ha em­ pezado a hacer, (gracias a lo cual al fin llega la civilización al pueblo de El Gas­ eo, al construirse en 1978 el tramo de carretera desde Fragosa hasta este últi­ mo pueblo hurdano, situado al oeste, en lo más intrincado de las Hurdes). Habría que construir algunas fábricas que abarcasen todo lo relacionado con la transformación de la madera en las Hurdes Altas, donde no existe nin­ guna, y también convendría, aunque existe una serrería privada en Pinofranqueado, crear tarríbién una estatal, lo que supondría, además de crear puestos de trabajo, el abastecimiento de la región, evitando que los beneficios salgan fuera, como está ocurriendo. A la par, pienso, que sería preciso construir escuelas de Formación Profe­ sional y escuelas de Artes y Oficios para que la juventud hurdana pudiese fo r­ marse en todo lo relacionado con la elaboración de la madera, aglomerado, tables, resina, miera, aguarrás, colofonia y alquitranes, así como la abundante jara de la cual se puede sacar el laudano, de gran interés. Obteniendo de esta forma el máximo provecho de sus ricos montes. Un proyecto que también creo que con

tiempo tendrá buenos rendi­


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mientos, y de hecho ya empiezan a verse las ganancias, es el de las granjas porcinas, promovido por Guisona de Lérida. De hecho ya hicieron acto de presencia en la región dos ingenieros técnicos, por mediación de Don Jaime Mosqueira, promotor de este proyecto que pertenece al departamento de Pla­ nes Provinciales y Desarrollo. Ya en 1977 existían ochenta solicitudes de los cinco Ayuntamientos, con préstamos a largo plazo. Siendo concedidas en este año 1978 cien solicitudes de préstamo, y realizado la construcción de este número de granjas porcinas, que ocuparan para el hurdano el papel de ayuda familiar. Ante este proyecto las opiniones no siempre son totalmente optimistas, puesto que desde Lérida se trae la cerda preñada para que crie en estas tierras y cuando las crias alcancen el peso fijado, — exigiendo que sean principalmen­ te lechones, por ser lo más demandado en el mercado — , se las lleva para co­ mercializarlas, pagando una determinada cantidad al hurdano según los kilos. Por lo que el hurdano desempeña un papel, que a algunos se le antoja dema­ siado pasivo, pero que por lo menos le aporta algún beneficio, y ya que puede encargarse de ello incluso la esposa, contribuye a mejorar su situación econó­ mica. Si esta actividad se enfocase para explotarla dentro de la región sería muy bueno, puesto que estas comarcas son un lugar muy indicado para ello, por su clima y por la corta distancia a que se encuentran los mataderos de Plasencia y el de Mérida. También podría montarse alguna fábrica de curtido de pieles y suelas para el calzado, siendo factible por la abundancia de jara, encinas y matas a tener en cuenta por sus calorías. En resumen diré que si la materia prima maderera puede ser transformada allí donde se obtiene y se afianza una rentable infraestructura de comunicacio­ nes y un buen sistema de transportes, se logrará acabar con los frenos y obs­ táculos que siempre han pesado sobre esta región que hoy se levanta y clama contra las nefastas consecuencias que año tras año ha tenido su impuesto ais­ lamiento.


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Foto familiar del autor, su esposa y sus cinco hijos. De pié, de izquierda a derecha, Alicia, Paloma y María Victoria; sentados Anselmo, Andrea y sus dos hijos varones: Luis y Andrés.


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EPILOGO Siempre había sentido una gran admiración por la incansable labor que mi padre había realizado en la búsqueda de sus hermanos y de su pasado, por ello cuando me enseñó los apuntes del libro que quería escribir, no dudé por un momento en entregarme con ahínco a ayudarle en la redacción y en sus úl­ timas investigaciones. Visité con él las Hurdes, tomamos fotografías, graba­ mos múltiples testimonios de los ancianos y sobre todo nos preocupamos por averiguar hasta que punto realmente se estaba llevando un programa de de­ sarrollo coherente para las Hurdes. Por aquel entonces, 1978, se concebían esperanzas (la repoblación fores­ tal realizada por ICONA, las granjas porcinas, la nueva red viaria...) de que las Hurdes dejarían de ser una tierra fundamentalmente atrasada con respecto del resto del país. Sin embargo, aún queda mucho por hacer, puesto que la repo­ blación forestal no ha dado los resultados esperados y las granjas porcinas en vez de crecer en número y productividad se están abandonando, y hoy, Enero de 1983, quedan casi la mitad de las que se crearon. Sería, pues, necesario un análisis profundo de la situación actual hurdana, si bien ello excede los límites pretendidos a alcanzar por esta obra, no obstante, queda como labor pen­ diente para un futuro estudio. Este libro ha pretendido levantar la losa de injurias y falsas denominacio­ nes que se han ido acumulando, año tras años, sobre una tierra y unas gentes que por falta de instrucción no han podido defenderse. Es una llamada de atención a la conciencia de los lectores y de las instituciones gubernamenta­ les. Ya no se pueden cerrar los ojos. Las Hurdes son un trozo de España y sus habitantes han demostrado una capacidad de trabajo sin límites. ¡Ayudémos­ les a encontrar los medios!. Acabemos de una vez por todas con esas nefas­ tas deyendas negras» que por desgracia, como deja patente este libro, no sólo se han incubado fuera de nuestras fronteras. A licia Iglesias Rus



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INDICE P r ó lo g o ........................................................................................................ VII In tro d u c c ió n ................................................................................................ XI CAPITULO I: AMAR LA TIERRA EN QUE UNO N A C E ........................... 1 ¿Qué son las Hurdes?................................................................... 3 Testimonio de otros exp ó sito s................................................... 33 Mi tía Tomasa, hospiciana como y o ........................................... 39 Nuevas L e y e s ............................................................................. 40 CAPITULO II: RECUERDOS V IV O S ........................................................ 43 Testimonio de mi llegada a Nuñom oral............................................. 47 Un encuentro em ocionante........................................................ 50 CAPITULO III: MIS RECUERDOS CON EL DOCTOR ALBIÑANA . . . . 53 El tío A lejandro............................................................................. 63 Fiestas y costumbres hurdanas................................................... 83 CAPITULO IV: DESCUBRO MI ID E N TID A D ........................................... 93 CAPITULO V: ENCUENTRO A MI MADRE Y MI PUEBLO................... 105 CAPITULO VI: BUSCO MI FUTURO EN M A D R ID ................................ 112 CAPITULO VII: MOMENTO DECISIVO EN LA BUSQUEDA DE MIS H E R M A N O S ..................................................................................................... 125 CAPITULO VIII: VUELVO A LAS HURDES (1978) COMO LAS EN­ CUENTRO ................................................................................................... 146 Hoy las Hurdes no son de los hurdanos................................... 167 Epílogo........................................................................................................... 171



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INDICE P r ó lo g o ........................................................................................................ VII In tro d u c c ió n ................................................................................................ XI CAPITULO I: AMAR LA TIERRA EN QUE UNO N A C E ........................... 1 ¿Qué son las Hurdes?................................................................... 3 Testimonio de otros e xp ó sito s................................................... 33 Mi tía Tomasa, hospicíana como y o ........................................... 39 Nuevas Leyes ............................................................................. 40 CAPITULO II: RECUERDOS V IV O S ........................................................ 43 Testimonio de mi llegada a N uñom oral............................................. 47 Un encuentro em ocionante........................................................ 50 CAPITULO III: MIS RECUERDOS CON EL DOCTOR ALBIÑANA . . . . 53 El tío A lejandro............................................................................. 63 Fiestas y costumbres hurdanas................................................... 83 CAPITULO IV: DESCUBRO MI ID E N TID A D ........................................... 93 CAPITULO V: ENCUENTRO A MI MADRE Y MI PUEBLO................... 105 CAPITULO VI: BUSCO MI FUTURO EN M A D R ID ................................ 112 CAPITULO VII: MOMENTO DECISIVO EN LA BUSQUEDA DE MIS H E R M A N O S ..................................................................................................... 125 CAPITULO VIII: VUELVO A LAS HURDES (1978) COMO LAS EN­ CUENTRO ................................................................................................... 146 Hoy las Hurdes no son de los hurdanos................................... 167 E pílogo........................................................................................................... 171



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