Discurso del caudillo indio Seattle (1780-1866)

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Valoraremos vuestra oferta, y os haremos saber nuestra decisión. Pero si la aceptamos, aquí y ahora pongo esta condición: que no se nos negará el privilegio de visitar, en cualquier momento y a nuestra voluntad, las tumbas de nuestros antepasados, amigos e hijos. Cada palmo de esta tierra es sagrado para nosotros; cada valle, cada colina, cada arboleda, cada llano ha quedado consagrado por algún suceso feliz o por algún triste recuerdo. Incluso las piedras, que tan inertes y tan muertas parecen ahí tendidas bajo el sol, vibran con el recuerdo de gloriosos hechos relacionados con la historia de mi pueblo, y el mismo polvo que ahora pisamos responde con más amor a nuestras pisadas que a las vuestras, pues se ha enriquecido con la sangre de nuestros antepasados, de cuya presencia nuestros pies desnudos son conscientes en todo momento. Nuestros valientes difuntos, nuestras madres cariñosas, tantas felices doncellas de corazón amable, incluso los niños que aquí vivieron y gozaron brevemente, seguirán regresando como espíritus a esta amada tierra solitaria, y cuando el último hombre rojo haya perecido, cuando el recuerdo de mi tribu haya devenido en mito para el hombre blanco, nuestros muertos invisibles poblarán estas orillas. Cada noche, cuando las calles de vuestros pueblos y de vuestras ciudades se quedan en silencio, una muchedumbre de espíritus las pueblan, en su regreso a la tierra que un día habitaron y que siguen amando. El hombre blanco nunca estará solo. Le conviene ser justo y amable en sus tratos con mi pueblo, pues los muertos no están faltos de poder. ¿Los muertos, dije? La muerte no existe, se trata tan sólo de un cambio de mundos. Acabas de leer una de las versiones más próximas al espíritu del discurso que el jefe indio Seattle pronunció durante las negociaciones con los colonizadores blancos, que querían forzar a los nativos americanos a renunciar a su tierra. Conoce el resto de la historia en la guía del Racó Alternatiu Cinco minutos para saber algo más: Mitos y certezas sobre el discurso del jefe indio Seattle (1780-1866). © Traducción cast. del Racó Alternatiu con licencia

Textos del Racó Alternatiu per a la Motivació

15 El discurso del jefe indio Seattle

según H. A. Smith, Seattle Sunday Star (1887) LOS CIELOS HAN VERTIDO LÁGRIMAS DE COMPASIÓN sobre mi pueblo durante siglos, y lo que a nosotros nos parece fijo y eterno puede cambiar. Hoy el cielo está despejado; mañana puede nublarse. Mis palabras son tan inmutables como las estrellas. Lo que Seattle dice, el Gran Jefe de Washington puede darlo por tan seguro como la sucesión de los días y de las estaciones. Dice el jefe blanco que el Gran Jefe de Washington nos envía sus saludos amistosos y de buena voluntad. Agradecemos su gesto, pues sabemos que el Gran Jefe de Washington no necesita de nuestra amistad. Su pueblo es tan numeroso como la hierba que cubre las vastas praderas, mientras que el mío es escaso como los árboles que se yerguen en la llanura barrida por el vendaval. El Gran Jefe Blanco, cuya bondad presumo, nos hace saber que desea comprar nuestra tierra, y que está dispuesto a dejarnos terrenos suficientes para que podamos vivir cómodamente en ellos. La oferta parece justa, incluso generosa, pues el hombre rojo carece ya de derechos que el hombre blanco deba respetar; y también parece una oferta sabia, puesto que mi pueblo ya no necesita de un gran territorio. Hubo un tiempo en el que nuestras gentes cubrían esta tierra como las olas de un mar agitado cubren su lecho pavimentado de conchas. Pero ese tiempo ya pasó, como pasó también la grandeza de tantas tribus que hoy son apenas un recuerdo doloroso. No me aferraré a tales recuerdos, ni lamentaré nuestra decadencia prematura, ni reprocharé a nuestros


amigos de rostro pálido el haber sido sus causantes, pues también nosotros tenemos nuestra parte de culpa. Confiamos, sin embargo, en que no renazca la hostilidad entre nuestros pueblos. Nada ganaríamos con ello, y sí tendríamos en cambio mucho que perder. Los jóvenes creen que la venganza es útil, aunque se logre a costa de la propia vida; pero los ancianos y las madres que tienen hijos que perder en la guerra saben que la verdad es muy distinta. Nuestro buen padre de Washington nos ofrece su protección si atendemos a sus deseos. De este modo el Gran Jefe Blanco será de verdad nuestro padre, y nosotros seremos sus hijos. ¿Pero puede ser esto así? Vuestro Dios no es nuestro Dios. Vuestro Dios ama a vuestra gente y odia a la mía. Vuestro Dios extiende con amor sus fuertes brazos protectores hacia sus hijos de rostro pálido y los lleva como un padre de la mano, pero ha renegado de sus hijos de piel roja, si es que de verdad éstos son sus hijos. Nuestro Dios, el Gran Espíritu, también parece haber renegado de nosotros. Vuestro Dios os hace cada día más fuertes, y pronto ocuparéis toda la tierra. Nosotros, en cambio, desaparecemos como una marea que se retira velozmente, y que nunca regresará. El Dios del hombre blanco no puede amar a nuestro pueblo, pues si lo hiciera nos protegería; y no somos, en cambio, más que huérfanos sin nadie a quien recurrir. ¿Cómo podríamos ser hermanos? ¿Cómo podría vuestro Dios convertirse en nuestro Dios, y devolvernos la prosperidad, y despertar en nosotros sueños de una renovada grandeza? Si compartimos un Padre Celestial, no ha de tratarse de un Padre equitativo, pues únicamente se ha presentado ante sus hijos de piel blanca; nosotros nunca lo hemos visto. A vosotros os dio las leyes, pero no tuvo una sola palabra para sus hijos de piel roja, que una vez cubrieron este vasto continente como las estrellas cubren el firmamento. No; somos dos razas distintas, con distintos orígenes y distintos destinos. Las cenizas de nuestros antepasados son sagradas para nosotros, como sagrado es el suelo en el que reposan. Vosotros vagáis lejos de las tumbas de vuestros antepasados y no parecéis ver nada malo en ello. Nuestra religión son las tradiciones de nuestros antepasados, y las visiones de nuestros iniciados, y los sueños inducidos por el Gran Espíritu en nuestros ancianos en las altas horas de la noche.

Vuestros muertos dejan de amaros tan pronto como atraviesan el umbral de sus tumbas y parten hacia de las estrellas, olvidados de la tierra en la que nacieron. Vosotros también los olvidáis pronto, y ya nunca regresan a su antiguo hogar. Nuestros muertos, en cambio, jamás olvidan este hermoso planeta que un día habitaron; siguen amando sus verdes valles, sus ríos rumorosos, sus magníficas montañas, sus lagos y sus bahías, y observan con ternura y con afecto a los vivos de corazón solitario, y a menudo regresan de los felices campos de caza celestiales para visitarlos, guiarlos y consolarlos. El día y la noche no pueden convivir en paz. El hombre rojo siempre ha huido ante la llegada del hombre blanco, del mismo modo que las nieblas del amanecer huyen ante la llegada del radiante sol matinal. Y aun así, vuestra propuesta parece justa, y creo que mis gentes la aceptarán y se retirarán a esa reserva que les ofrecéis. Entonces viviremos separados y en paz, pues las palabras del Gran Jefe Blanco se me antojan las palabras con las que la naturaleza le habla a mi pueblo desde una profunda oscuridad. Poco importa dónde pasemos el resto de nuestros días. No serán muchos, en cualquier caso. La noche del indio promete ser oscura. Sobre el horizonte no asoma ni una sola estrella de esperanza. El viento aúlla tristemente en la distancia, y un hado siniestro se cierne sobre el camino del hombre rojo; allá donde vaya habrá de escuchar los pasos cada vez más próximos de aquel que acabará por destruirle, y no podrá hacer otra cosa que aguardar mansamente su destino, como la cierva herida que oye cómo se acercan los pasos del cazador. Pero, ¿por qué lamentar el destino prematuro de mi pueblo? A una tribu le sucede otra tribu, a una nación la sucede otra nación, igual que se suceden unas a otras las olas del mar. Es ley de vida, y resulta inútil lamentarlo. El tiempo de vuestra decadencia puede estar todavía lejano, pero sin duda habrá de llegar, pues ni siquiera el hombre blanco está libre de ese destino común, por mucho que su Dios camine a su lado y hable con él de igual a igual. Después de todo, es posible que sí acabemos como hermanos. El tiempo lo dirá.


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