Libertad de Gualberto Trelles

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libertad

Para combatir la dictadura se agruparon partidos políticos y grupos de opinión del más variado origen y contenido ideológico. Algo nos unía en este enfrentamiento: todos pensábamos que el pueblo tenía derecho a establecer su política y decidir su destino. A efectos de lograr estos objetivos luchamos por la recuperación de las libertades democráticas. Durante esos años la libertad se convirtió para nuestro pueblo en la bandera común. El nuevo día restituyó la sorpresa de cada día. Me despertó otra vez al camino cuando el olvido atravesaba el sueño. Volví a la pena y apagué el día en mí. Me puse a preparar el mate en la celda mientras el alba irrumpía lentamente por la ventana. Estoy solo en la estrecha celda. Golpean en la puerta metálica y abro la ventanita rectangular que permite el acceso de las pequeñas cosas desde el pasillo a mis manos. Extiendo el brazo con el termo vacío. Dos compañeros, acompañados de un soldado, van por el angosto corredor del tercer piso del Establecimiento Militar de Reclusión Nº 1, donde se alojan cientos de presos políticos. Están distribuyendo el agua caliente para el mate. La llevan dentro de un gran recipiente y van recorriendo celda por celda llenando los termos de cada uno. Quiero recordar. A dife-


– 16 – rencia de la mentira, que muchas veces permite reconstruir inteligiblemente el pasado, la verdad suele irrumpir en nosotros como un relámpago de asombro, impidiéndonos toda comprensión. Esto veo desde mi ventana del tercer piso, yendo desde abajo hacia arriba: primero está la tierra, que se explaya largamente hasta el Río de la Plata. Luego comienza y transcurre el río mismo, que se extiende hasta el horizonte. Allí se junta con el cielo, que parece caer sobre el mar. Hay colores: el gris, la tierra, el azul grisáceo, el agua. Hoy está soleado. Los parlantes de afuera trasmiten una canción de ABBA, y la música se repite acá dentro. Los fusileros de marina consideran que cada uno de ellos equivale a por lo menos cuatro de los verdes, como llaman a los soldados del ejército. Cuando están de guardia, como vemos ahora a través de la ventana de la celda, sus relevos son un espectáculo aparatoso. Los fusileros navales efectúan esta operación a toda velocidad, corriendo, como si hubiera algo que hacer fuera de mirar hacia el gigantesco edificio que ocupamos nosotros frente a ellos, nuestro rascacielos acostado. Gritan sus contraseñas desde lejos y se abalanzan sobre sus torres de observación, a las que acceden con cuatro saltos atléticos. Están ahora al borde del camino que corre entre las altas alambradas, el que habitualmente no es transitado y cuyo recorrido es controlado siempre. Finalmente se instalan frente a nosotros. Y luego no hacen nada durante horas, casi no se mueven. Yo estoy solo desde hace un par de semanas cuando mi compañero fue cambiado de celda. Lo lógico sería que pronto llegara alguien para reemplazarlo. Elaboro mi día. Planeo. Quiero introducir la incertidumbre en mis actos. Quiero ejecutar algo distinto de lo que ellos imponen. Deseo que sea la casualidad, y no la voluntad omnipresente de mis guardianes (que se encuentra detrás de cada circunstan-


– 17 – cia) la que determine una pequeña parte de mi vida, así sea en una ínfima medida. Trato de planear porque tengo presente que aun aquí adentro, encerrado, debo conservar la esperanza. Y dado que yo soy el centinela de mi último reducto, he de preservarla. El primer acto de mi programa comienza antes de que suene el timbre a las seis. Tenemos prohibidos los relojes. Pero todos sabemos la hora. A eso de las cinco y media me levanto de la cucheta, busco a tientas mi mameluco gris y me lo pongo. Me paro con los calcetines de lana puestos. Todo está oscuro. Comienzo una serie de ejercicios gimnásticos, también prohibidos, ejercicios concebidos para el silencio y pensados por otros presos, en días y lugares lejanos. Ejercicios que llegaron a nosotros como una anécdota, para que nuestro cuerpo crea que no está aprisionado, que no está condenado a la quietud somnolienta o a los brutales arranques de energía que se desencadenan en nosotros durante los recreos, cuando la gente sale a agotar en una hora todas las fuerzas comprimidas a lo largo de un día. Voy a hacer gimnasia suponiendo que camino libremente por las calles, me subo a un ómnibus, miro vidrieras, tomo un café con un amigo, beso a mi esposa, miro los ojos de mi hijo como si yo fuera un hombre en libertad. Se sienten ruidos en el corredor. Es la primera recorrida de la madrugada y es fácil de detectar. Es el reparto de agua para el mate que llega un poco antes del primer timbre del día. Luego, poco después, se pasa lista. Permanecemos parados y con las manos en la espalda frente a la ventanita que es abierta por el sargento de guardia. Controla que estemos, y sigue. Poco después vendrá la leche con las dos medialunas para cada uno. Son los bizcochos que hacen los presos en la panadería del penal. Los compañeros que reparten el desayuno vuelcan la leche con un cucharón en nuestro jarro de lata. Luego de ello nos sentamos


– 18 – en la silla de material, adherida al muro, y apoyamos el jarro sobre la mesa que también nace de la pared y forma parte de la construcción. Ni las mesas ni las sillas tienen patas. Tenemos espacio para dar dos o tres pasos cuando nos desplazamos de uno a otro extremo de la celda, recién despertados a este mundo de tres metros por dos. Y luego, de a poco, sentimos en los huesos el nacimiento del día cuando este comienza a levantarse lentamente sobre el campo. Poco a poco se disipa la niebla. A las ocho y media empiezo a estudiar mi partida de ajedrez. Es la que estábamos jugando con el Toto cuando dejamos de estar en la misma celda. La seguimos todos los días, intercambiando una jugada por recreo.


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