El mar de iguanas

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Salvador Elizondo (1932-2006) ha sido uno de los escritores más importantes e influyentes de México, no sólo por la calidad y originalidad de su obra, tan amplia en procedimientos, sino por haber sido modelo literario para las nuevas generaciones de escritores de su país. Este libro, que reúne parte de sus mejores páginas, se desarrolla a través de diferentes episodios de su vida. Arranca con las poderosas estampas literarias de su Autobiografía precoz, escrita a los 33 años y que abarca desde sus recuerdos de infancia hasta sus «amores descompuestos» con Silvia y el caótico final de su relación con ella, que constituyen (según dicen) las veinte páginas más malditas de toda la literatura mexicana. Sigue un cuento magistral sobre las oscuras consecuencias que puede tener la guerra en los niños, fruto de su experiencia en el Colegio Alemán de México. Después, la novela corta Elsinore: retrato nostálgico, irónico y cruel sobre un colegio militar de Estados Unidos en los meses posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. Octavio Paz dijo de esta obra que es «un libro precioso» en el que se «alían la ligereza y la inteligencia, la gracia y la melancolía». Cierra el volumen el primer cuaderno inédito de los Noctuarios, que Elizondo designó así por haber sido escritos de noche. Suma de pensamientos, cuentos y vivas descripciones del paso de la vida, en los que hace en un momento mención a un futuro libro de carácter misceláneo que deseaba llamar El mar de iguanas. Este volumen se titula de la misma manera en homenaje a su libro imaginario que, finalmente, ha cumplido su destino al haberse hecho realidad.


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En cubierta y contracubierta: Fotos de Paulina Lavista. Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados. © Sucesores de Salvador Elizondo © De la traducción de las notas: Marc Martí © EDICIONES ATALANTA, S. L.

Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-937784-6-0 Depósito Legal: B-38.310-2010


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ÍNDICE

Prólogo 9 Autobiografía precoz 29 Ein Heldenleben 85 Carta de Octavio Paz 105 Elsinore 107 Noctuarios 181

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Salvador Elizondo, MĂŠxico D. F., 1982. Foto de Paulina Lavista.


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PRÓLOGO

I Salvador Elizondo impartía en el décimo piso de la Torre de Rectoría, allá por el año de 1972, un taller de ensayo. Lo rodeaba el aura de haber escrito años antes Farabeuf o la crónica de un instante (1965), libro que se transformó en un objeto de culto, en la novela experimental mexicana que más y mejor abrió los horizontes del mundo literario hispanoamericano hacia los temas del erotismo, lo sagrado, la cultura china, la preocupación crítica por el lenguaje, como reconoció en su momento Octavio Paz. Durante sus conferencias iba prendiendo un cigarrillo tras otro. Fumaba Delicados sin filtro y, como no se los terminaba, iba dejando que se consumieran ante la mirada inquieta de algunos de los participantes: Mariano Flores Castro, Mario del Valle, Fernando del Moral, Lucinda Nava, Vilma Fuentes, entre los que mejor recuerdo. Hablaba de Ezra Pound e invocaba constantemente a Paul Valéry, a Monsieur Teste y a Leo9


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nardo da Vinci. Era autodidacta, pero lo mismo citaba el consumo del hongo que prospera en el cornezuelo de trigo cuya presencia es registrada en la Europa medieval por Norman Cohn, en su obra clásica En pos del milenio, que el Manual de retórica literaria de Heinrich Lausberg, cuyos tres tomos salí a comprar de inmediato y que aún hoy tengo a la mano. Recuerdo su fascinación por China, la de André Malraux en La condición humana y en Los conquistadores, la de la historia tumultuosa de los bóxers anterior a la Revolución donde tiene lugar el místico suplicio cuya inolvidable, alucinante fotografía descubrió en Les larmes d’Éros de Georges Bataille. Había estudiado chino, como consta en la Historia de la Casa, en El Colegio de México durante un par de semestres. Desde luego, había leído a Jorge Luis Borges y se podría decir que se había ido empapando de sus más profundas fuentes trayéndolas a la superficie. Se sabía de memoria muchos poemas. No sólo de Jorge Luis Borges y de su tío Enrique González Martínez, sino de William Blake, de los Cantos de Ezra Pound, pasajes del poeta católico Gerard Manley Hopkins –cuyo The Wreck of the Deutschland1 tradujo poniendo a prueba la hondura de su bilingüismo tanto como la sustancia de su espiritualidad y el temple de su propio metal anímico–, poemas de Ramón López Velarde, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Jaime 1. Gerard Manley Hopkins, El naufragio del Deutschland, edición bilingüe, traducción del inglés de Salvador Elizondo, Universidad Autónoma Metropolitana, Col. Molinos de Viento, México, 1ª edición, 1980, 2ª edición, 2007.

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Torres Bodet, Jorge Cuesta, entre otros. Muchos de estos versos se encuentran recogidos en su Museo poético (1974), antología personal de la poesía mexicana. De niño había pasado unos años –entre los cuatro y los seis, a punto de cumplir siete– en la Alemania nazi, donde su padre era representante diplomático del gobierno de México. De aquellas tierras se había traído «uno de los sentimientos más reales, según él: la Melancolía». Era un personaje singular y parecía decidido a hacer de ese personaje un mito. Gustave Flaubert había podido decir: «Madame Bovary c’est moi», Salvador Elizondo pudo haber dicho: «Farabeuf it’s me». Salvador Elizondo soy yo, el supliciado chino soy yo, yo soy el Yuca y Diosdado, el pocho y el errante. Tenía una apariencia de dandy o de duende travieso, a veces de gárgola de iglesia gótica. Le había atraído el cine, la poesía, la pintura, el estudio del idioma chino, la filosofía clásica de Berkeley, Descartes y Condillac. Pero en última instancia su sol intelectual y espiritual mayor fue Paul Valéry –a quien tradujo para diversos sellos, como la Unam en 1972 y la SepSetentas en 1982–, cuya geometría poética y estética buscó encarnar en el orden de la lengua española. II El mar de iguanas, el libro que tiene el lector entre sus manos, consta de cuatro textos escritos por Salvador Elizondo (1932-2006) en épocas distintas: 1) la 11


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Autobiografía precoz publicada en 1966, cuando el autor tenía 33 años y acababa de ganar el premio Xavier Villaurrutia con su novela Farabeuf; 2) «Ein Heldenleben», recogido en Camera lucida en 1983, publicado a los 51 años; 3) Elsinore, obra maestra de la novela corta publicada cinco años después; 4) a esos textos deben añadirse las páginas del primero de los cinco cuadernos que conforman los diarios nocturnos o «Noctuarios», que aquí se presentan como una primicia editorial y un acontecimiento literario soberano. III La infancia atraviesa como un hilo de plata las diversas estaciones que componen la obra singular de Salvador Elizondo, tanto en el orden narrativo como ensayístico y crítico. Por ejemplo, escribe «Invocación y evocación de la infancia», título de un sugerente texto dedicado en parte a Marcel Proust y a James Joyce, y en parte al propio Elizondo y a la cuestión de la infancia como asunto literario, epistemológico y aun civil. Desde la perspectiva de la cultura clásica, la infancia aparece como un espacio arriesgado, peligroso y que, como la Medusa en la leyenda de Perseo, sólo puede ser contemplada sin riesgo a través de una imagen reflejada en el escudo del espejo. El acecho constante del niño, de sus experiencias, recuerdos y lecturas es síntoma de una decisión difícil, la de no olvidar, la de no entregarse a la fuerza cauterizadora del olvido a que obliga la llama12


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da mayoría de edad: «Conforme nos adentramos en la edad adulta –conforme consumamos eso que justamente es el adulterio de la vida, la adulteración de nuestros recuerdos– sentimos cada vez con mayor apremio la necesidad de volver la mirada furtiva ha2 cia nuestros primeros años». Adulto es, por la etimología, el que ha ido hacia el otro, hacia lo otro, el que le ha dado la espalda al niño taciturno que no sabe decirse o narrarse y que, por así decir, vive inmerso e inscrito en la esfera dorada de la silente fábula que lo abriga con su aliento nutricio; el adulto que suele tener detrás o enterrado dentro de sí esa condición terrible y desamparada, inerme y expuesta que es «la ausencia de infancia», esa tierra baldía del alma en cuyo cultivo no se puede lograr la operación mágica y medicinal de la invocación. ¿Cómo recordar lo que es irrecordable, ya sea por elusivo o por inmemorial? ¿Cómo hacer valer para sí mismo y para el lector la experiencia de la memoria sin «la experien3 cia de la experiencia»? Sólo a través de la forma trabajada por el sueño, sólo a través de su transfiguración en símbolo y obra de arte, como es el caso de Elsinore, que Octavio Paz, en la carta reproducida en este volumen, (pág. 105) compara con «una perfecta sonata».

2. «Invocación y evocación de la infancia», en Cuaderno de escritura, Universidad de Guanajuato, 1969, 4ª edición, Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, 2000, pág. 37. 3. «Ostraka», en Cuaderno de escritura, pág. 111.

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IV La Autobiografía fue escrita por Salvador Elizondo a los 33 años, en la vaharada eufórica de una generación –la de Juan García Ponce, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Marco Antonio Montes de Oca– convocada por el crítico y editor Emmanuel Carballo a participar en una colección variopinta de autobiografías precoces que, de paso, serviría para afirmar y deslindar la identidad literaria de toda una generación. La generación, sin embargo, se había buscado un lugar bajo el sol por sí misma. En 1962, Salvador Elizondo (director), Emilio García Riera (subdirector) y Juan García Ponce (director artístico) fundaron la revista S.nob, patrocinada por el empresario Gustavo Alatriste. En ella publicarían papeles y textos heterodoxos el propio Elizondo, José de la Colina, Álvaro Mutis –con seudónimo–, Jorge Ibargüengoitia, Alejandro Jodorowski, Juan Vicente Melo, Tomás Segovia, Leonora Carrington, Topor y Roland Barthes, entre otros; ya germinaba ahí el semillero de las revistas Plural y Vuelta dirigidas por Octavio Paz. En la Advertencia del autor a esta Autobiografía precoz,4 donde el autor juega a hacer de sí mismo un mito genial y a construir –como mitógrafo– una imagen entre terrible, atrevida y escabrosa, firmado en octubre de 2000 a los 68 años, más de treinta años 4. Salvador Elizondo, Autobiografía precoz, Editorial Aldus, México, 2000, pág. 9.

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después de haberla escrito, Salvador Elizondo dice: «Mis padres y mi abuela están ausentes a pesar de que tuve con ellos una relación muy estrecha…». Es una de las pocas veces que este aristócrata de aire inglés nacido en México como de casualidad menciona a su abuela materna, hermana del poeta Enrique González Martínez, amigo de Alfonso Reyes, el traductor de Francis Jammes y a través de cuya figura Salvador Elizondo se inscribe en el árbol tribal de las letras mexicanas e hispánicas. La otra vez se da en la dedicatoria del libro de ensayos, crónicas y artículos periodísticos titulado Estanquillo (1993): «Consagro este libro a la memoria de mi abuela Josefina González Martínez de Alcalde». V Entre 1936 –desde los cuatro años de edad– hasta fines de 1938 –a punto de cumplir los siete– Salvador Elizondo vivió y se educó en la Alemania del Tercer Reich. Esta experiencia dejaría en su imaginación una profunda huella. Sus primeros recuerdos se refieren a su infancia ahí, como se desprende de una entrevista: Mi padre fue cónsul de México en Berlín cuando Hitler estaba en el poder y se celebraron las olimpiadas. Fue la época más grata de mi vida. Todo estaba regulado: las estaciones del año, la disciplina doméstica, la alimentación, la vida efectiva, cosas de las que se encargaba mi nana alemana. Ella era como una valquiria, se desnudaba delante de mí en los vestidores de la alberca olímpica y me mostraba su cuerpo. Participaba de la alegría por el tra-

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bajo solar, según la idea de Goebbels. Recuerdo Alemania como un maravilloso gimnasio donde todo está dedicado al cuerpo. No al espíritu, al cuerpo. Hace unos días encendí el televisor y la primera imagen que vi fue un edificio. Supe enseguida que yo lo conocía. Le grite a Paulina, mi esposa, y le dije ¡yo conozco ese edificio!, ¡yo lo conozco! Y efectivamente, la toma se abrió y una voz dijo: «El gimnasio de Berlín construido para las olimpiadas de 1938…». La imagen de ese gimnasio es imborrable.5

Recuerda muy en particular «el cuerpo infinitamente desnudo, infinitamente blanco de mi schwester y además resuenan en mis oídos, como un eco lejanísimo, el batir de los tambores, el golpe acompasado del paso de ganso sobre los adoquines, la exasperación sibilante de los pífanos y el aleteo lentísimo de los largos banderines rojos que colgaban de las ventanas golpeando las fachadas lúgubres y ateridas de las casas de nuestra calle».6 El cuerpo inmaculado de la nana simpatizante del nacionalsocialismo –según él mismo dice– «he tratado de olvidarlo. No he podido». Poco después volverá a la tierra nativa. «El retorno a la patria fue una experiencia desagradable por varios motivos.» El retorno coincidiría con el inicio de la guerra y la aparición de un sentimiento que en Elizondo pasaría a ser casi una segunda natu5. Beatriz Pagés Rebollar, «Salvador Elizondo disfrutó su niñez en el gimnasio de Berlín», en «El Sol de México en la Cultura» 436, suplemento de El Sol de México, 13 de febrero de 1983. 6. Salvador Elizondo, Autobiografía, prólogo de Emmanuel Carballo: «Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos», México, 1966, pág. 14.

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raleza: la melancolía, «el único sentimiento que me ha animado y cuya validez nunca he puesto en duda».7 Poco a poco, empieza a cobrar fuerza en el niño solitario, gracias a una singular disciplina, la experiencia de la soledad y de la integridad del mundo interior.8 Memoria –del pasado– y pensamiento –de lo presente y lo subjuntivo por venir– conviven en el sujeto y en el discurso. Elizondo no sólo empezará a recordar lo que vivió siendo niño a partir de los fragmentos de memoria propia y de los recuerdos (propios) de otros recuerdos (ajenos). El tema de la infancia, que intenta sujetar o que lo sujeta a él a lo largo de los años, va a desdoblarse en otros que le son inmediatos: la preocupación por la pedagogía y la educación, el interés entre clínico, arqueológico y utópico por la formación y el desarrollo paralelos del niño y el conocimiento, así como la cuestión concomitante de los diversos aspectos psicológicos comprendidos en este campo. A la luz de los textos pedagógicos escritos por Elizondo (como, por ejemplo, «La pedagogía y las Lecturas clásicas» y «Pedagogía y utopía», en Contextos, 1973)9 se desprende un sentido inédito del asunto plural de la infancia, la niñez y la primera adolescencia.

7. Salvador Elizondo, Autobiografía, pág. 17. 8. Ibid., op. cit., pág. 19. 9. Salvador Elizondo, Contextos, 1ª edición, 1963, Secretaría de Educación Pública, SepSetentas, México, 1973. 3ª edición, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

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VI Se sabe que de los 6 años leyó en alemán «un pequeño libro para niños» del doctor Heinrich Hoffmann, Der Struwwelpeter, que incluía los cuentos «Paulina y los fósforos», «La historia del malvado Federico», «Conrado, el niño que se chupaba el dedo» y «Gaspar Sopa», y donde se ejercía una pedagogía sádica y nunca exenta de esa crueldad ejemplarizante que seguramente alimentó, según diría años después Salvador Elizondo, la política bestial del pintor austriaco «Adolfito» Schicklgruber, mejor conocido como Hitler. Poco más tarde leyó el Corazón, diario de un niño de Edmundo D’Amicis, a cuya memoria está dedicado el cuento «Ein Heldenleben». Este libro –nos dice, con esa característica sagacidad formal del escritor que quiso ser pintor y luego fue aficionado al cine, la fotografía y las técnicas del collage– le reveló «las posibilidades de la combinación de dos géneros distintos, el diario íntimo y el cuento» en una sola obra. Esta lección lo acompañaría hasta sus últimos escritos y en particular se revelaría fecunda en sus Noctuarios, en cuyo primer cuaderno aquí reproducido se da ese espejeo en el cuerpo de un diario personal cuya entraña se abre a la fábula. VII La distinción entre diarios, memorias, cartas, ensayos, crónicas personales en primera persona y escritos autobiográficos no ha sido nunca muy clara, 18


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según hace ver Georges May en su libro sobre el tema, La autobiografía.10 Si en el mundo hispanoamericano la autobiografía como género se ha polarizado entre la tentación épica y monumental de un José Vasconcelos y el abanico memorioso y lírico de una Norah Lange, como expone Silvia Molloy,11 la propuesta radical de Salvador Elizondo gravita en torno a otro espacio de la retrospección. Evoco esta dificultad para situar el conjunto de escritos reunidos en este libro singular, uno de cuyos comunes denominadores es precisamente la sustancia y materia autobiográfica. Conviven aquí desde una obra maestra de la narración o novela corta –cuya tradición en español es rica y vasta– hasta una suerte de admirable vivero de ideas, proyectos y observaciones como son las fosforescentes páginas de los Noctuarios, a las que se añaden otros dos textos complementarios, la Autobiografía precoz y el cuento «Ein Heldenleben» (que es el título del poema sinfónico y «autobiográfico» compuesto por Richard Strauss en 1898, el cual anuncia la madurez del músico y cuya referencia no podía haber sido ignorada por Elizondo.). «Ein Heldenleben» refleja la experiencia de la guerra y del nazismo en el México de los años cuarenta y cómo en esa «vida de héroe» –parafraseando su irónico título– 10. Georges May, La autobiografía, traducción de Danubio Torres Fierro, Fondo de Cultura Económica, México, 1982. L’autobiographie, PUF, París, 1979. 11. Silvia Molloy, At face value. Autobiographical writing in Spanish America [Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica], El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

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resuena el temor y el temblor de la conflagración. El niño que fue Salvador Elizondo no era muy sociable y se entregaba a los juegos y a la fantasía: «Me gustaban los juguetes alemanes que tenía, juguetes maravillosos, bélicos casi siempre. Prefería un avión Stuka que se instalaba en el enchufe del foco y daba vueltas alrededor del cuarto. Cada vez que pasaba por encima del campo de batalla soltaba una bomba de fulminantes».12 Gracias a su condición de hijo único contento de su destino, exento de envidias y ansiedades sociales, su fantasía se desarrolló poderosamente: «A los ocho años escribía historietas de fantasmas basadas en los relatos de duendes y brujas alemanas que me había contado mi nana de Berlín. Había un gran contraste entre mis dos nanas. La de México era una de esas nanas a la que uno le puede hacer lo que quiere. En primer lugar no sabía leer, nada más apapachaba. Ella no hablaba de duendes sino de Garrido Canabal y me lo describía como un tipo atroz, el coco de la gente. Antes de que lo hicieran gobernador de Tabasco hizo una matachina en una iglesia de Coyoacán. Cuando gobernó estaba prohibido el alcohol y se obligaba a los curas a casarse». Era consciente de su excentricidad: Yo no hablaba español, tenía acento y me expresaba con sintaxis alemana. Mis padres creían que el hablar un idioma extranjero tenía sus ventajas. Al regresar a México ingresé al Colegio Alemán donde sólo permanecí tres años, porque durante la gue12. Entrevista de Beatriz Pagés Rebollar.

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rra era mal visto que mexicanos asistieran a esa escuela. México le había declarado la guerra a Alemania. Cuando el Colegio Alemán levantó sus nuevas instalaciones en la calle de Mazatlán los rusos tomaron la casa de atrás para su embajada. Este hecho provocó un gran escándalo pues Alemania y Rusia ya eran en ese tiempo enemigos de guerra. El cuento «Ein Heldenleben» narra el diario acontecer de la Segunda Guerra Mundial en este colegio alemán.13

VIII Escritor libre, gentleman que no tuvo que conocer el mundo del trabajo como la gran mayoría de sus contemporáneos, Salvador Elizondo buscó situarse en el filo de la navaja, entre el escritor high-brow y el low-brow, en un delicado equilibrio entre la retórica profesional y la supuesta transparencia del idioma o de la lengua natural. Esta situación exterior e interior hace de Salvador Elizondo el creador de un idioma singular que le permite contemplar la vida del hormiguero humano sin perder nunca de vista el horizonte salvador de la ironía y la forma, para desde ahí acceder a –como dice Octavio Paz en su carta– «un arte de pasiones y combinaciones químicas –la nostalgia y la ironía, el inglés y el español, Poe y las piernas de Mrs Simpson, Diosdado y el Yuca, Fred y Sal, el fantasma de Aimée Sample volando sobre el lago–, todo transformado en una prosa fluida, transparente». La intermitencia entre fantasía y realidad, entre 13. Entrevista de Beatriz Pagés Rebollar.

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imaginación y observación, entre sueño y vigilia, entre régimen diurno y régimen nocturno, entre gravedad e irrisión, es uno de los rasgos de este escritor en apariencia y sustancia laico pero decisivamente atraído por los temas vertiginosos de lo sagrado. La fisonomía ética y estética de este discípulo criollo de Paul Valéry, James Joyce y Ezra Pound no sabría prescindir de este rasgo. IX Elsinore –nombre de un internado militar en California cuyo prestigio estribaba en que nunca ningún interno había escapado de allí– cuenta la fuga (absolutamente verídica, según atestigua su esposa Paulina Lavista) de un adolescente Elizondo, en compañía de su mejor amigo: este hecho lo eleva a la categoría de héroe a sus propios ojos y los de sus compañeros. A diferencia de otras nouvelles de iniciación cuartelaria o bohemia –como las de Robert Musil, Mario Vargas Llosa o Julio Ramón Ribeyro–, Elsinore: un cuaderno no juega ni tropieza con el morbo de la humillación; su heroísmo es limpio y tajante, como hacha de carnicero chino. Elizondo termina sus estudios con el más alto grado militar (sargento) a pesar de que es un desdeñoso autodidacta. Alrededor de este nuevo autorretrato del artista adolescente, se trama una red de historias y de variaciones que ventila los pliegues de la experiencia interior más profunda, allí donde la conciencia de lo arcaico se da como fondo del saber verdaderamente vivido. 22


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X ¿Es Salvador Elizondo un caso de «niño olvidado», es decir, se trata de un niño cuyos padres se olvidaron de que lo era? ¿Puede tratar de leerse la infancia de Elizondo dentro del contexto de una historia de la niñez? ¿Es susceptible de escritura una historia de la niñez en la ecúmene hispánica? ¿O más bien se trata de todo lo contrario, de un niño modelado sobre esa invención relativamente reciente que es la niñez? Entre el cuento «Ein Heldenleben» y la novela corta Elsinore: un cuaderno se despliega y canta la parpadeante respuesta. XI Salvador Elizondo deseó representar, hasta hacer de esa representación su propio ser vivido, soñado y escrito, la cifra de una identidad dominada por la letra y por la vocación literaria, como reitera a lo largo de toda su obra, desde Farabeuf, novela habitada por el «inolvidable rostro del supliciado, un ser andrógino que miraba extasiado al cielo mientras los verdugos se afanaban en descuartizarlo –y que revelaba algo así como la esencia mística de la tortura»14 y El grafógrafo (1972) hasta su única obra teatral, Miscast (1981), pasando por los diversos diarios y cuadernos. Se podría decir que su género preferido fue el cuaderno, según se desprende de una anotación 14. Salvador Elizondo, Autobiografía, pág. 43.

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inicial de algunos fragmentos de los Diarios, publicados por Paulina Lavista. XII Los Noctuarios se presentan como una serie de cinco cuadernos que contienen un diario escrito exclusivamente durante las horas de la noche y con un propósito deliberadamente literario. El «primer cuaderno» se inicia con una anotación asentada la noche del 22 de agosto de 1986 y concluye con otra escrita el viernes 7 de abril de 1995. Como en Corazón. Diario de un niño, se alternan en sus páginas el cuento y el diario íntimo. En particular, se entrelínea y respira, a través de variantes, Elsinore: un cuaderno, la novela corta que relata sus años de aprendizaje en un internado en los Estados Unidos. Los Noctuarios prolongan y complementan los Diarios publicados en Letras Libres entre enero y diciembre de 2008, en cuidadosa edición de su viuda Paulina Lavista, a cuyo amoroso celo deben tanto los lectores de Salvador Elizondo. Noctuario es una voz que no se encuentra en el Diccionario de la Real Academia pero que sirve para designar o bien una suerte de reloj marítimo, o bien el espacio donde se encuentran cautivos en el zoológico ciertos animales y aves de vida nocturna. Si el «diario» recoge las anotaciones realizadas a la luz del día, el «noctuario» registrará los sueños, imaginaciones y percepciones sostenidos durante la noche. Elizondo es consciente de la diferencia que existe entre lo que se podría llamar «el orden 24


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del día» y «el orden de la noche». Desfilan por las páginas de estos fascinantes y deslumbrantes noctuarios algunos de los temas y motivos que les son familiares a los lectores de Salvador Elizondo, como la fascinación imaginaria de la ciudad de Londres o la evocación del grabado de la Melancolía de Durero. Esta imagen, como nos dice en agosto de 1986, se encuentra en un libro que estaba en su casa «hace cincuenta años», es decir, en 1936, cuando el futuro autor tenía cuatro años. La melancolía es ese sentimiento único que nos hace conocer el mundo pero no su sentido, que lo ha alimentado en el curso de la longevidad y cuya validez, es decir, cuya fecundidad, nunca ha puesto en duda. Tienen los Noctuarios un carácter subterráneo, o más bien nocturno, nictálope. Y si la escritura de la noche es distinta de la del día desde luego que ocurrirá lo mismo con la lectura de lo escrito en la noche. Una prueba de que el pensamiento diurno es radicalmente distinto del pensamiento nocturno es que las ideas que pienso en la mañana para poner aquí de noche se me olvidan.

En los Noctuarios aparecen cifras sintomáticas de la civilización mexicana, como el Indio Fernández o el rústico vecino matancero de cerdos cuyo saber verdugo es transcrito aquí por un lector mexicano de Joseph de Maistre. La fidelidad a la experiencia original y originaria es uno de los signos que definen la identidad del artista. 25


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En sus Noctuarios, Salvador Elizondo dice que de niño tenía diversos «Recuerdos de la vida intrauterina» y consigna que estando en la cuna «un buitre se posó en ella y me metió las plumas de su cola en la boca…» ¿No recuerda esta imagen una similar descrita por Sigmund Freud en su ensayo sobre «Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci»? ¿Es el escritor mexicano un ejemplo de aguda sensibilidad al orden de los arquetipos, o bien sólo un precoz lector olvidadizo? Además de los materiales asociados a la redacción de Elsinore, cuya relectura comparada se impone a la luz de lo consignado en estos Noctuarios, en sus páginas aparece el mundo del derecho y del juicio transfigurado, pues el propio autor fue objeto de un proceso judicial por difamación y se nos presenta su alegato y su proceso. Salvador Elizondo confía: «Lamento que este proceso no haya sido ampuloso y público como el de Flaubert, el de Whistler vs. Ruskin, muy similar por los mismos motivos al mío en asunto; el de Wilde vs. Queensberry, idéntico en procedimiento». Se ve por esta anotación que Salvador Elizondo no sólo está al corriente de la literatura propiamente dicha, sino aun de la historia forense de las letras y de la «vidita literaria», para saludar a su amigo de aventuras cinematográficas, literarias y editoriales, el escritor José de la Colina, amigo también –como Elizondo, como Paz– de Luis Buñuel. Los temas de la muerte y del suicidio del alma rondan y acechan estas páginas, a lo largo y a lo ancho de las cuales campea, silenciosa y agónica, la sombra 26


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de Fausto como un animal nocturno cautivo en una jaula transparente. Adolfo Castañón

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Salvador Elizondo, MĂŠxico D. F., 1978. Foto de Paulina Lavista.


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Autobiografía precoz

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Exactus tenui pumice versus eat… Propertius O como dice Pound: We have our erasers in order…1

Beda el Venerable compara la vida humana al paso de una alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente y vuelve a salir hacia la noche. Una autobiografía es a la vida lo que ese momento es al vuelo de la alondra. A mi edad no tengo aún la perspectiva o mi perspectiva de la vida es demasiado presuntuosa para poder concretarla sobre el papel. La vida todavía me está viviendo, en el mismo sentido en que se emplea el gerundio «está lloviendo», para que de ella no pueda tener más certidumbre que la de mi vocación y del estado de ánimo que esa vocación ha fraguado, creo yo, eso sí, definitivamente. Por otra parte la importancia de una autobiografía reside en las conclusiones que nos propone o que sacamos más que en las anécdotas que nos relata. Mi visión esencial del mundo es poco edificante; en rea1. «Tenemos en orden nuestras gomas de borrar…»

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lidad, no apta de ser difundida. En esto no creo ser una excepción a la regla o si la soy, soy la excepción que la confirma. Nuestra idiosincracia está hecha de los prejuicios que se resumen en nuestras opiniones y ni siquiera por lo que respecta a mi propia persona me considero en posesión de una visión clara. Hasta ahora sólo puedo tener conciencia de mi vida como de una experiencia en la que he visto o imaginado algunas imágenes y en que he dicho o he escuchado algunas frases. De mi primera infancia sólo recuerdo un verso: «Sobre el dormido lago está el sauz que llora…» y cada vez que escucho, después de tantos años, estas palabras con que se inicia uno de los poemas más inquietantes que se han escrito, se me aparece como un sueño equívoco el cuerpo infinitamente desnudo, infinitamente blanco de mi schwester2 y además resuenan en mis oídos, como un eco lejanísimo, el batir de los tambores, el golpe acompasado del paso de ganso sobre los adoquines, la exasperación sibilante de los pífanos y el aleteo lentísimo de los largos banderines rojos que colgaban de las ventanas golpeando las fachadas lúgubres y ateridas de las casas de nuestra calle. Pero en la imagen de ese cuerpo desnudo descubro también el entusiasmo inequívoco de la primavera, el súbito deshielo que presagiaba los vastos campos de girasoles y la luz quebradiza del sol que se filtraba como una cascada cristalina entre el follaje siempre verde de los pinos. Por las tardes nos sentábamos schwester Anne Marie y yo en el pretil 2. «Hermana» [sor].

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de la ventana. Ella tocaba canciones populares en el acordeón o en la armónica pero callaba cuando aparecían unos niños judíos que, ateridos y escuálidos, vagaban unos instantes por nuestra calle, cuando ésta estaba desierta, para que el sol, ya que no era otra cosa, alimentara sus pequeños cuerpos raquíticos. Entonces Anne Marie me azuzaba diciéndome algunas palabras al oído, y yo, como un perro faldero enloquecido, gritaba apoyado en el reborde: «¡Schweine Juden! ¡Schweine Juden!»3 Ambos reíamos y mientras los niños pasaban ante nuestra ventana ella volvía a llevar la armónica a sus labios y entonaba con más emoción que nunca O, du Fröhliche.4

3. «¡Cerdos judíos! ¡Cerdos judíos!» 4. «Oh felicísimo» [canción de Navidad].

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A 30 de Marzo de 1988 Querido Salvador: Gracias por Elsinore. Un libro precioso. Decirte que me encantó sería quedarme corto. Poquísimas veces, desde hace muchos años, un relato me ha entretenido tanto. Entretenerme en todos los sentidos de la palabra, de divertir a detener al tiempo, convertido en forma. Qué alivio leer este libro, breve y perfecto, después de tantas obras voluminosas, indigestas y bárbaras, que aparecen en México con fatídica abundancia. Al fin una literatura en la que se alían la ligereza y la inteligencia, la gracia y la melancolía. Un arte de fusiones y combinaciones químicas –la nostalgia y la ironía, el inglés y el español, Poe y las piernas de Mrs Simpson, Diosdado y el Yuca, Fred y Sal, el fantasma de Aimée Sample volando sobre el lago– todo transformado en una prosa fluida, transparente. Milagro de la economía verbal: no sobra ni falta nada. Es admirable lo que has hecho con el mundo «pocho» –yo lo conozco un poco pues viví en Los Angeles cuando era niño. Has convertido, como todo poeta verdadero, una realidad tal vez irrisoria en una perfecta sonata. Un abrazo grande Octavio ¡Qué lástima que nos veamos tan poco! Los días de Semana Santa impidieron que esta carta te llegase antes – Hoy es día 4 de abril

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Carta de Octavio Paz

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Salvador Elizondo (Ciudad de México, 1932-2006) fue uno de los escritores mexicanos más sorprendentes de la segunda mitad del siglo XX. Su primera novela, Farabeuf o la crónica de un instante (Joaquín Mortiz, 1965) supuso una innovación en la literatura al crear un lenguaje verbal inusual con el principio del montaje cinematográfico y mezclar sus conocimientos del chino y el francés. En ella daba vida al personaje del Dr. Farabeuf, famoso médico francés del siglo XIX, autor de varios tratados de cirugía. Muy bien acogida por la crítica y el público de entonces, la novela le granjeó el premio Xavier Villaurrutia de 1965 y fue traducida a numerosos idiomas. A Farabeuf le siguieron: Narda o el verano (1966), El hipogeo secreto (1968), Cuaderno de escritura (1969), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969), El grafógrafo (1972), Miscast (1981), Camera lucida (1983), Elsinore, un cuaderno (1988), Estanquillo (1992), Teoría del infierno (1993), Neocosmos (1999) y Pasado anterior (2007). Además de articulista, ensayista y traductor de Paul Valéry, Malcolm Lowry y Edgar Allan Poe, entre otros, Elizondo impartió durante veinticinco años diversas cátedras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y fue asesor del Centro Mexicano de Escritores, miembro de la Academia Mexicana de Lengua, profesor emérito en el Colegio Nacional de México y Premio Nacional de Literatura en 1992. Junto con Octavio Paz fundó las revistas Plural y Vuelta. Murió en Ciudad de México el 29 de marzo de 2006, dejando una obra inédita de ochenta y tres cuadernos de sus diarios, que abarcan desde su infancia hasta tres días antes de su muerte y que dan la asombrosa suma de treinta y dos mil páginas de escritura ilustrada con dibujos.


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A rs b rev i s

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