El palacio de Liria

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E L PA L A C I O D E L I R I A

ATA L A N TA






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CASA DE ALBA

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EL PALACIO DE LIRIA JACOBO SIRUELA CARLOS SAMBRICIO MÓNICA LUENGO FERNANDO CHECA JOSÉ MANUEL CALDERÓN J O S É F R A N C I S C O Y VA R S

ATA L A N TA 2012


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En cubierta: La XVIII duquesa de Alba conduciendo un milord ante la fachada del Palacio de Liria. Fotografía de Sum Aaron. Curtis Publishing Company, años 50. En guardas: Tapiz de la serie Las Nuevas Indias. Fotografía de Joaquín Cortés. Nuestro agradecimiento a Jorge González de la Fundación Casa de Alba Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados.

© De los textos: Jacobo Siruela, Carlos Sambricio, Mónica Luengo, Fernando Checa,

José Manuel Calderón y José Francisco Yvars © De las fotografías: Javier Salas © EDICIONES ATALANTA, S. L.

Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-939635-8-3 Depósito Legal: GI. 1569-2012


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ÍNDICE

Prólogo del editor 9 1 Familia Jacobo Siruela 15 2 Arquitectura Carlos Sambricio 67 3 Jardín Mónica Luengo 99 4 Pinacoteca Fernando Checa 133 5 Biblioteca y archivo José Manuel Calderón 211


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6 Memoria José Francisco Yvars 223 7 Salones Javier Salas 259 Apéndice Títulos y genealogía 315 Índice de ilustraciones 321


Prólogo del editor

El Palacio de Liria es, después del Palacio Real, el edificio particular de Madrid más importante del siglo XVIII. Iniciado en 1767 por el arquitecto francés Guilbert, bajo los auspicios del III duque de Berwick (1718-1785), que residía en París, desde donde supervisaba los planos y todos los detalles de la obra, introduce en la ciudad el nuevo gusto neoclásico, que, si bien había sido inaugurado en España por el Palacio de Oriente y de La Granja en Segovia, tiene en este caso una impronta más renovadora, fiel a los debates estilísticos parisinos de la época. El edificio fue concluido en 1785 por Ventura Rodríguez, sin que su esmerado promotor tuviera tiempo de disfrutarlo. Sin embargo, los beneficios de su paciente esfuerzo se vieron pronto recompensados en sus descendientes. Cuando William Beckford visita a la duquesa de Berwick en 1787, elogia su palacio como «el más espléndido de Madrid»; y un año antes, Joseph Townsend muestra la misma consideración al señalar en su célebre libro de viajes por España que «en cuanto a comodidad y elegancia ninguna mansión madrileña [le] es equiparable». Pero al margen de su excelencia arquitectónica, lo que realza verdaderamente a un palacio es la colección artística que alberga. Sus

gruesos muros de granito custodian desde hace siglos una notable colección de cuadros de las escuelas italiana, flamenca y española –Fra Angelico, Bellini, Palma el Viejo, Perugino, Tiziano, Andrea del Sarto, Maratta, Guido Reni, Rembrandt, Ruysdael, Rubens, Gaspar de Crayer, Brueghel de Velours, Teniers, Murillo, Velázquez, Ribera, El Greco…–, a la que habría que añadir también un importante conjunto de retratos familiares que refleja cabalmente los cambios en el gusto europeo del siglo XVI al XX. Sin olvidar los valiosos fondos documentales y libros, como es el caso de los diarios de a bordo de Cristóbal Colón, una Biblia miniada del siglo XV o el testamento autógrafo de Felipe II, por poner algunos ejemplos. Enorme es el legado patrimonial que ha ido atesorando a lo largo de los siglos esta familia, tan ligada a la historia de España, que agrupa las casas nobiliarias de Berwick, Alba, Lerín, Lemos, Carpio, Olivares, Ayala e Híjar, al que se une en 1920 el notable patrimonio del Segundo Imperio cedido por la emperatriz Eugenia de Montijo. Con todo, no existía hasta ahora ningún libro que diera cuenta en su totalidad de los grandes bienes artísticos y culturales que alberga el palacio. En efecto, desde la mono9


grafía publicada en 1959 por Manuel Pita Andrade –hace más de cincuenta años– no se ha editado ningún libro sobre el Palacio de Liria y su colección. Pita era entonces conservador artístico de la Casa y su pionero trabajo apareció en una modesta edición de pequeño formato, con reproducciones en blanco y negro, en los Anales del Instituto de Estudios Madrileños. Años más tarde, las exposiciones de 1987 llevadas a cabo por La Caixa en Madrid y Barcelona y la del Museo de Bellas Artes de Sevilla en 2009 lograron reunir en sus catálogos poco más de una docena de textos de especialistas que contribuyeron a enriquecer el conocimiento de los fondos de la Casa de Alba. Sin embargo, seguía faltando una publicación solvente y completa sobre los diferentes aspectos del palacio, desde la arquitectura y el jardín hasta los cuadros, tapices, libros y manuscritos. La presente edición viene a subsanar esta gran laguna bibliográfica, y ofrece al lector una rigurosa investigación conjunta a cargo de un selecto grupo de historiadores del arte, acompañado de una rica documentación visual, lo que afirma su carácter fundacional y pionero, y constituye una ineludible referencia para futuras investigaciones. La obra está dividida en siete apartados: Familia, Arquitectura, Jardín, Pinacoteca, Biblioteca y archivo, Memoria y, por último, Salones. Familia. Si hay algo que distingue claramente este conjunto histórico-artístico del de otros museos de la ciudad, es el hecho incuestionable y singular de provenir de una 10

antigua rama familiar de la aristocracia española con estrechos vínculos con la historia española y europea. Tanto el palacio como sus valiosos cuadros y objetos de arte son una consecuencia del esfuerzo continuado de este linaje por enriquecer, desarrollar y conservar su patrimonio artístico durante más de quinientos años. La importancia política de sus herederos en los siglos XV, XVI y XVIII, o su amistad con artistas y altos representantes de la cultura, es tan notoria que obliga a conocer, al menos someramente, la identidad de los retratados. Además, el marcado criterio historicista que siguen los salones, con un claro acento testimonial sobre algunas figuras de la familia, apremia no pocas veces a saber sobre la personalidad de los impulsores del conjunto artístico, entre otras cosas por el gran interés que suscitan en la historiografía actual los cambios seculares del gusto en el coleccionismo privado. Y tampoco hay que olvidar que al fin y al cabo se trata de una casa, del hábitat de una familia, en la que todo lo expuesto ha sido plenamente vivido por los diferentes titulares del linaje. Por tanto, parece obligado mostrar el perfil de los más destacados personajes de la familia –tan conocida cotidianamente en lo superfluo como ignorada en su verdadera sustancia– para que el lector se haga una idea general sobre los que impulsaron todo este patrimonio. Que me perdonen, pues, los genealogistas e historiadores por ser un lego como yo el encargado de llevar a cabo tan atrevida empresa, rodeado como estoy por tan prestigiosos especialistas en cada materia.


Arquitectura. En su sucinto y pormenorizado repaso de la historia arquitectónica del palacio, Carlos Sambricio da un valioso giro copernicano a lo que la historiografía española había mantenido hasta ahora. Si bien, como ya dijo Pita Andrade en su momento, el Palacio de Liria fue el primer edificio madrileño digno de armonizar con el Palacio Real, su concepto presenta algunas singularidades que lo distinguen de todas las demás construcciones privadas del Madrid de aquel entonces. En primer lugar, no se construyó en el Paseo del Prado o alrededores, como era lo habitual, sino a las afueras de la ciudad; en segundo lugar, la fachada no da a la calle, ni tiene el jardín en la parte trasera, sino que, acorde a los debates parisinos de la época, la fachada se sitúa a distancia del acceso principal, como en los hôtels franceses, y el jardín rodea el edificio para realzar el conjunto. Hasta ahora, Ventura Rodríguez era considerado el autor principal del palacio. Su construcción está muy documentada gracias a la larga correspondencia mantenida, durante los quince años que duraron los trabajos, entre el propulsor del proyecto, el III duque de Berwick, que vivía permanentemente en París, y su primo, el marqués de San Leonardo, a quien el duque había encargado la supervisión y desarrollo de las obras. Cuando el arquitecto madrileño se hizo cargo del proyecto en 1771, el edificio estaba ya muy definido. Además, las construcciones hechas por Ventura Rodríguez en esos años no se parecen a Liria; su labor en el proyecto fue sobre todo de carácter técnico. El autor del edificio 11

fue un opaco arquitecto francés, llamado Guilbert, que inició los trabajos sin haber resuelto ciertos problemas constructivos que venían arrastrándose desde su origen, y que debido a su impericia para resolverlos (y a ciertos desmanes pecuniarios) fue destituido. Ventura continuó el proyecto sin llegar a verlo concluido. El palacio lo remató en 1785 el arquitecto Blas Beltrán Rodríguez. Pero, como sostiene el profesor Sambricio, fue el propio Berwick, asesorado por otro arquitecto parisino, el encargado de traer a Madrid este nuevo planteamiento francés, que nada tenía que ver con el lenguaje arquitectónico implantado por el italiano Juvarra. El desarrollo que tuvo el jardín a lo largo de los siglos XIX y XX, los avatares del incendio de la Guerra Civil y la posterior reconstrucción del palacio por Lutyens y Cabanyes cierran su magnífica investigación. Jardín. Aunque el de Liria sea el mayor de los jardines históricos privados que aún quedan en el centro urbano madrileño, continuaba siendo un tema inexplorado por los especialistas. Con su artículo, Mónica Luengo Añón viene a paliar esta carencia y realiza la primera investigación histórica al respecto, acompañada de abundantes imágenes visuales que muestran los distintos cambios que ha experimentado el jardín durante los últimos tres siglos. A pesar de ser a veces inexactos, los diferentes ejemplos de planimetría histórica que aporta este texto atestiguan de manera fehaciente las diferentes fases por las que fue pasando el jardín. Así, en el plano de Chal-


mandier, de 1761, aparece un amplio espacio dividido en cuarteles, muy propio de la época de los Austrias, mientras que en el de Tomás López, de 1785, pueden verse cuatro cuarteles simétricos sin la fuente central que, sin embargo, se construyó en esos años. Aunque no se conoce con certeza quién realizó el primer diseño del jardín, Luengo cree que Ventura Rodríguez trazó los planos y dibujó la gran fuente central de la fachada posterior. Con la llegada del nuevo siglo, inflamado por las corrientes prerrománticas, la aristocracia española varió sus gustos y comenzó a desprenderse poco a poco de los estrictos cánones geométricos de la jardinería francesa del XVIII, en favor de las nuevas ideas «anglo-chinas» de los paisajistas ingleses, con sus formas curvilíneas y su libre arbolado natural, tal como muestran el plano de Ibáñez de Ibero (1877) o el de Eugenio Eceiza (1909), que informa con toda exactitud sobre las especies vegetales más relevantes. A principios del siglo XX, todo el trazado del antiguo jardín había desaparecido debido a que los dictados de la moda romántica se habían aplicado caprichosamente. En 1916, el XVII duque de Alba encarga a Forestier, uno de los jardineros y urbanistas más importantes de la época, un nuevo diseño para el jardín frente a la fachada posterior, más acorde con los principios estilísticos de la arquitectura del palacio, y Forestier traza el jardín actual a base de numerosos parterres con dibujos circulares y elípticos, y reforma los laterales. Por último, la más reciente y significativa intervención fue en los años cincuenta, con la 12

construcción de la piscina de riñón, una de las primeras de la ciudad, que dio al jardín un toque hollywoodiense contemporáneo. Pinacoteca. Sin duda, éste es uno de los apartados más arduos de condensar en el breve espacio de unas páginas. El elevado número e importancia de los cuadros, esculturas, tapices, muebles y porcelanas provenientes de varios linajes sobrepasan el espacio fijado para este artículo. Con todo, Fernando Checa Cremades realiza un esforzado y solvente ejercicio de síntesis mediante un doble acercamiento a la colección: el primero, de naturaleza topográfica, mediante un atento recorrido por los salones de las tres plantas del palacio; y el segundo, de carácter histórico, que no sólo quiere resaltar el valor estético de las obras de arte expuestas sino relacionarlas históricamente con las diferentes ramas familiares y aportes al coleccionismo dentro del gusto aristocrático secular. En la primera parte de su artículo, el profesor Checa recuerda los criterios que primaron después de la reconstrucción del palacio, finalizada en 1956: el museístico de las escuelas nacionales y el énfasis de los momentos históricos más relevantes de la familia. Así, se reunieron los cuadros italianos en una sala, los flamencos en otra y los de la escuela española en una tercera, aunque esta última haya sufrido en la última década algunas transformaciones decorativas y algún cambio de su fondo pictórico. El salón dedicado al III duque de Alba se intentó reproducir como era antes del incendio. El salón presidido por los dos retratos de Goya está dedicado a la


época de Cayetana, la XIII duquesa de Alba. El Segundo Imperio, apenas existente en España, está representado en el salón de baile, decorado en este estilo, con dos tapices de la emperatriz y Napoleón III, muy realistas, junto a porcelanas de Sèvres, y en el salón contiguo con los dos retratos de cuerpo entero de la Emperatriz y el Príncipe Imperial, pintados por Winterhalter. El arte dieciochesco se despliega en el salón de los amores de los dioses, con tres tapices tejidos en Gobelinos según cartones de François Boucher y muebles Luis XV, y en el comedor, con cuatro grandes tapices de la serie llamada Las Nuevas Indias también tejidos en Gobelinos, regalados por Luis XV al XII duque de Alba cuando era embajador en París. La planta baja comienza con el zaguán y la escalera principal, que, con un diseño de Lutyens muy en sintonía con el estilo de la arquitectura original, sufrió posteriores remodelaciones decorativas de carácter neobarroco que han borrado su espíritu neoclásico. Con todo, muestra una interesante colección de bustos y estatuas de Álvarez Cubero y Antonio Solá, amigos y protegidos del duque Carlos Miguel durante su viaje a Italia, que culmina en el primer piso con la Afrodita Genetrix griega. También en el piso bajo se encuentra la biblioteca, presidida por el retrato del XVII duque de Alba pintado por Zuloaga; la capilla, con siete telas de Josep Maria Sert y un retablo del siglo XVII proveniente de la Casa de Sotomayor; el salón de grabados, con treinta excelentes estampas de Mantegna, Durero, Rembrandt y Van Dyck, únicas super13

vivientes de la valiosísima colección de seis mil grabados que perecieron en el infausto incendio del 36. Y, por último, después de atravesar un saloncito con algunos cuadros y objetos íntimos de la Emperatriz, se accede al salón de música, que alberga el cuadro de Ingres sobre la Imposición del Toisón de Oro al Mariscal de Berwick por Felipe V. En el segundo piso, existen tres salones más íntimos, con pintura francesa e inglesa de los siglos XIX y XX, de Corot, Fantin-Latour, Boudin, Reynolds, Romney, Gainsborough, un Guardi, y también de pintura moderna, como la tela de Chagall y el collage cubista de Picasso, comprados por mi madre. La segunda parte de este apartado aborda la colección en virtud de la procedencia de las piezas. Así, quedan agrupadas en cinco períodos históricos: el de la Casa de Alba desde el siglo XVI al XVIII junto a su alianza con la Casa de Carpio; el de la Casa de Berwick y su entronque con la Casa de Alba, con las diferentes modalidades del retrato del siglo XVIII que aporta; el de Carlos Miguel, el coleccionista ilustrado, VII duque de Berwick y XIV de Alba; el legado Segundo Imperio de la emperatriz Eugenia de Montijo; y el de los duques de Alba durante los siglos XIX y XX. En su largo y solvente recorrido histórico, Checa proporciona valiosas consideraciones sobre el retrato del Gran Duque atribuido a Tiziano, los cuadros de la escuela española e italiana o las compras del duque Carlos Miguel, y aprovecha la ocasión para actualizar las autorías dentro de unos criterios historiográficos más actuales.


Biblioteca y archivo. Nadie más idóneo que José Manuel Calderón, que lleva treinta años ejerciendo de bibliotecario, al cuidado de los archivos de la Casa y atendiendo a los investigadores que acuden al palacio, para redactar una nota sobre la biblioteca y el fondo de manuscritos históricos; otro capítulo no menos rico ni complejo de la colección. Memoria. En este apartado, el profesor José Francisco Yvars se complace en evocar los momentos de mayor audacia y sensibilidad cultural de la familia, «testimonio visible de [su] resistencia interior y fuerza de convicciones»: la pujante reconstrucción del palacio en medio de la penuria cultural de los años cincuenta; el «efímero esplendor» vivido en Liria durante las dos primeras décadas del siglo XX, cuando mi abuelo organizaba en la casa cursos de filosofía, impulsaba el Patronato del Prado o fundaba la comisión de la cueva de Altamira; los discretos y eficaces afanes de su madre, Rosario, que, además de sanear las maltrechas finanzas de su casa, activó la primera catalogación de la colección artística y organizó la biblioteca y el archivo; o las audaces andanzas por Italia del duque Carlos Miguel, que por amor al arte arruinó la Casa, pero gracias a su insaciable inclinación artística, Liria se encuentra hoy entre las mejores colecciones particulares del mundo. De especial interés resultan sus disquisiciones sobre la visita a Liria de Bernard Berenson,

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uno de los mayores expertos en arte del mundo de aquella época. Por último, Yvars realiza un erudito y bien temperado paseo «transversal» por la colección –al que acompaña una nutrida muestra de fotos, la mayoría inéditas, que muestran cómo eran los salones antes del incendio–, completando la visión de conjunto que quiere dar este libro. Salones. Por último, esta sección, exenta de texto, ofrece una amplia muestra visual de todas las salas de las plantas baja y primera, a excepción de las estancias del segundo piso, de ámbito más privado, que acogen la pintura francesa e inglesa del siglo XIX y los cuadros modernos comprados en los últimos años. Así pues, el amplio reportaje fotográfico de Javier Salas da cuenta cabal del estado actual de los salones de la casa. La presente edición es un primer paso para presentar al público una visión completa del palacio y sus diferentes aspectos históricos. El tiempo obligará en sucesivas ediciones a extender y aumentar estas pautas programáticas y a añadir nuevas líneas de investigación al conjunto. Mirado con detenimiento, el Palacio de Liria es un pozo inagotable de historia y cultura, y demanda una sostenida atención a todos los tesoros que alberga. ¡Qué remedio! Noblesse oblige. Jacobo Siruela


1 FAMILIA


Escudos de la Casa de Alba y Berwick

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Pinc e la da s fa m ilia r e s JACOB O SI RUE L A

Probablemente fue el historiador inglés William George Constable quien dio por primera vez cierto énfasis académico a la brillante exageración duchampiana de que cada colección artística es una obra de arte en sí misma y de que el valor de quien concibe y realiza con su mano una obra de arte es equiparable al de aquella otra persona que las elige, las adquiere y crea un contexto para ellas. Desde luego, este tipo de coleccionistas ha existido siempre. La diferencia estriba en que en épocas pasadas jamás se les habría pasado por la cabeza la idea de ser por ello artistas: su único objetivo era el gozo civilizado y una cierta dosis de vanidad. Por lo general, las colecciones de arte son fruto de una intensa y continuada pasión individual pero a veces, pocas, sucede que una colección no es la huella particular del gusto de un personaje en un período determinado, sino algo más vasto y extraordinario, como es el vivo testimonio de una familia que a lo largo de cinco siglos ha ido comprando (y en ocasiones perdiendo) todo tipo de objetos y obras de arte con el fin de ennoblecer las estancias de sus moradas. El resultado no es obra de un yo personal sino de una larga y multiforme ca17

dena de herederos, con su variada gama de contribuciones y sensibilidades estéticas. El artífice de una colección así es el tiempo, su poso indeleble, ya que cada titular de la familia se encuentra individualmente presente en cada objeto aportado. A pesar de la fuerte impronta flamboyant e impoluta que hoy se respira en todos los salones de la casa, la persistente memoria de los antepasados sigue vagando por el aire, aposentada en el palacio como los sedimentos de un río. Liria es una casa que no puede entenderse sin conocer las claves históricas de la familia que ha hecho posible no sólo su concepto arquitectónico y la disposición de sus salones, sino también la presencia de todo aquello que éstos albergan. Por tanto, es absolutamente necesario dar unas pinceladas sobre este linaje para tener presente cómo la historia se ha materializado en una casa a través del devenir de una familia con más de cinco siglos de antigüedad. La noticia genealógica más antigua de la familia se encuentra en un documento guardado en los archivos de la casa, fechado en Versalles en 1786 y dirigido al XIII duque de


Alba por el conde Demetrio Comneno. El texto incluye un párrafo traducido al castellano de la obra escrita en latín del abad Lorenzo Miniari sobre el origen genealógico de los Alba, que, según sostiene este autor, no proviene de la familia bizantina de los Paleólogo, como solían mostrar las genealogías de la Casa de Alba, sino de los Comneno, familia que también imperó en Bizancio. El texto habla de Pedro Comneno, hijo de Isaac, sobrino del emperador Alejo Comneno, nacido en Constantinopla el 8 de abril de 1050, que viajó a Roma en el año 1080 para entrevistarse con el papa. Éste le persuadió para ir a luchar «contra los Moros» junto al rey Alfonso VI de Castilla y León, que tenía sitiada la ciudad de Toledo, de modo que el joven príncipe tomó parte en el asedio y la conquista de la ciudad, que se rindió en 1085. En agradecimiento por su notable apoyo en el combate, el rey le concedió el don de casarse con su sobrina Jimena, hija del gobernador de la milicia toledana, y el título de conde de Carrión. Sean o no apócrifos estos hechos, constituyeron durante varios siglos el relato del origen del linaje, en contra de lo que, también sin demostrar, defiende el genealogista Argot de Molina (1548-1596): que los Toledo descienden de caballeros mozárabes que habían conservado la fe cristiana tras la conquista musulmana de Toledo; y, al parecer, las interpretaciones actuales se mueven en esta línea. El linaje de los Toledo comienza a estar más sólidamente documentado en el siglo XII, con Illán Pérez, alguacil mayor de Toledo, que muere en 1163. Es en esa época cuando 18

la familia emprende su curso ascendente, gracias a la productiva política matrimonial y a los puestos relevantes que ocupan sus miembros con cierta continuidad. A su sucesor, Esteban Illán, le siguen Juan Estébanez y su hijo Álvaro Ibáñez, todos ellos alcaldes sucesivos de Toledo. Su inmediato descendiente, Juan –también con altos cargos administrativos en la ciudad–, destaca por haber adoptado por primera vez el apellido Álvarez de Toledo, queriendo con ello fomentar el prestigio del linaje. Será su hijo, García Álvarez de Toledo, quien ascienda socialmente al ser nombrado en 1359 por Pedro I maestre de la Orden de Santiago y recibir el señorío de Valdecorneja. El convulso reinado de Pedro I el Cruel se caracterizó por su desmedido esfuerzo para someter a una nobleza arrogante y sediciosa que luchaba en favor de sus propios intereses, extendiendo el caos por todo el reino. Pero eso no era todo. Alfonso XI tuvo diez hijos ilegítimos con Leonor de Guzmán, y ésta consiguió del rey un sinfín de privilegios a favor de su prole que provocó el descontento de otros nobles y motivó la aspiración al trono de Enrique, su hijo mayor. En 1366, el pretendiente invade Castilla con un ejército mercenario al mando de Bertrand du Guesclin. Su avance apenas encuentra resistencia y en Calahorra Enrique se proclama rey de Castilla. Pedro ordenará entonces a todos sus vasallos que abandonen sus tierras y le acompañen a Andalucía. Entre ellos está García, aunque poco después el rey le ordena trasladarse a Toledo para defender


2 AR Q UITECTURA


Vista de la fachada posterior en la actualidad


E l Pa la c io de L ir ia CARLOS SAM B RI CI O

Pocos años después de llegar Carlos III a Madrid, proveniente de Nápoles, el III duque de Berwick y Liria, don Jacobo Fitz-James y Colón, iniciaba la construcción de su palacio, inmediato a la Puerta de San Joaquín y al Seminario de Nobles, lindante con el Cuartel del Conde-Duque y próximo a diversas propiedades de la Compañía de Jesús. La obra, que se prolongaría durante casi diecinueve años, se llevó a cabo en ausencia del duque, residente en todo momento en París, que pidió a su hermano, el marqués de San Leonardo, el control de unas obras trazadas por el inicial arquitecto del edificio, el francés Louis Guilbert. José Manuel Pita Andrade comentó en su día que el nuevo Palacio de Liria fue el primer edificio en Madrid digno de armonizar con el Palacio Real.1 Si con tal afirmación Pita destacaba la singularidad del lenguaje utilizado en ambos edificios, diferenciándolos de otras construcciones realizadas en el Madrid de aquellos años, convendría matizar que el Palacio Nuevo –construido tras el incendio del Alcázar de los Austrias la Nochebuena de 1734– fue concebido por el italiano Juvarra, mientras que la propuesta para Liria se defi69

nía casi treinta años más tarde por un arquitecto francés. El doble detalle trasciende la anécdota porque, aunque ambos compusieran las fachadas desde la referencia a un lenguaje clásico poco frecuente en Madrid, cada uno reflejaba una distinta manera de valorar la referencia clásica. Por otra parte, si el Palacio Nuevo –tras haber sido rechazada la propuesta de Robert de Cotte– se edificaba en el mismo lugar donde se asentaba el viejo Alcázar con una escala urbana más que singular, el edificio de Liria presentaba tres características únicas frente a los otros palacios de la aristocracia existentes en Madrid: en primer lugar, el edificio no se situaba en las inmediaciones del Paseo del Prado, como ocurría con tantas otras casas de la aristocracia; en segundo lugar, no se proyectó como edificio entre medianeras sino como edificación exenta, con jardín propio, y, en tercer lugar, el edificio se valoraba desde una escala urbana desconocida hasta el momento, fijando además un programa de necesidades acorde con las distribuciones de los hôtels parisinos y diferente del adoptado en otros palacios madrileños. Que el autor del proyecto fuera un arquitecto francés tuvo, en mi opinión, un alcance


y trascendencia que es preciso destacar: sabemos que la llegada de Carlos III en 1759, proveniente de Nápoles, para ocupar el trono de España a la muerte de su hermanastro Fernando VI, implicó el arribo a Madrid de un importante séquito que trastocó tanto la política como las artes. Llegó el nuevo rey a una ciudad que, en opinión de la reina María Amalia, no era «sino una burgata africana», y donde, por añadidura, coexistían cuatro planteamientos arquitectónicos bien distintos. Un primer grupo lo constituían aquellos españoles que, formados desde 1740 en la práctica como ayudantes en las obras del nuevo Alcázar, asumían en fachada una composición clasicista, pero componían y organizaban los espacios interiores desde referencias a una arquitectura barroca todavía presente. Un segundo frente lo configuraban los arquitectos italianos (Rabaglio, Bonavia, Ruta, Pavia, Olivieri…) que, a la muerte de Juvarra, mantuvieron la opción aprendida del maestro turinés. La diferencia entre su planteamiento y el defendido por el arquitecto que acompañaba a Carlos III era clara y se reflejaba en un doble plano: por una parte, mientras que los primeros mantenían la opción del barroco-clasicista, Sabatini –quien tuvo, es sabido, una gran influencia intelectual en la España de aquellos años, constituyendo su actuación un tercer planteamiento– defendía, frente al barroco piamontés, las opciones del barroco romano que aprendiera tanto de Ferdinando Fuga como de Luigi Vanvitelli. Francesco Sabatini acompañó a Carlos de Borbón con un cometido claro y 70

específico: preparar la llegada de su maestro Vanvitelli a Madrid. Hombre de confianza del autor del Palacio de Caserta, construido para el mismo Carlos, y colaborador de Ferdinando Fuga en las obras de Torre Anunciata, Sabatini aprovechó sus relaciones con Esquilache para bloquear la llegada de Vanvitelli y ocupar –pese a su escasa experiencia y más que discutible formación– el cargo de arquitecto de obras reales. Chocaban así dos ideas, ambas italianas, de la arquitectura, y no sólo en el plano del debate teórico, sino desde los cargos ocupados por cada uno. Si el grupo turinés, al residir en Madrid desde hacía años, había conseguido –por su proximidad a Juvarra– los más altos cargos docentes en la recién constituida Academia de San Fernando, imponiendo una enseñanza basada en la práctica y no en el debate teórico que caracterizaba a la Francia de aquellos años, Sabatini, encargado de las principales obras reales, jugó un papel más que singular al desplazar a muchos arquitectos españoles. Esto le granjeó un rechazo generalizado. Prueba de ello es que cuando en 1766 se produjo el conocido Motín de Esquilache, la población sublevada, tras no encontrar al ministro en su palacio, optó por quemar su vivienda. Junto a estos tres grupos hubo también un cuarto bloque –en mi opinión, el más singular y destacable, por cuanto fueron ellos quienes, a la postre, abrieron puertas a lo que sería la arquitectura de la Ilustración– formado tanto por jóvenes arquitectos españoles que, bien por haberse formado en Francia, bien


3 JARDÍN


Fig. 1. Proyecto para el Palacio de Liria, siglo XVIII


Ja r dine s de l Pa la c io de L ir ia MÓNICA L UE N GO

La historia de la familia de Alba y de las ricas colecciones artísticas del Palacio de Liria ha eclipsado por completo otros aspectos relacionados con el palacio, especialmente los jardines, sobre los que hasta ahora sólo han aparecido algunos breves artículos y escasos datos desde la publicación de los primeros estudios de Pita Andrade, que incluían los planos del jardín que se encuentran en París (fig. 1). Las referencias presentes en los archivos familiares tampoco han merecido gran atención, de modo que el jardín permanece como un gran desconocido, al que no se le concede la debida importancia aun siendo el mayor de los jardines históricos privados en el centro urbano madrileño. A lo largo del siglo XVIII se construyen en Madrid numerosas casas con huertas y jardines en las zonas periféricas de la ciudad, pero todavía dentro de sus límites, especialmente entre el Prado de Recoletos y San Bernardo. Será ésta una de las zonas más complejas de Madrid, en la que existieron gran cantidad de jardines privados, fieles en su mayoría a los parámetros renacentistas, como el del Palacio de Villahermosa, el del duque de Lerma o el bien conocido de la duquesa de Osuna en la

calle del Barquillo, que contaba con un coliseo, fuentes, estatuas, etcétera. De él hace Ventura Rodríguez una tasación en 1775, fecha en la que ya lleva varios años trabajando en el palacio del III duque de Berwick y III duque de Liria y Jérica, don Jacobo FitzJames Stuart y Colón. Éste, afincado en París, había realizado el encargo de su palacio madrileño al arquitecto francés Guilbert, quien, por diversas razones, es sustituido por Ventura Rodríguez al frente de las obras tras las quejas del director y responsable del seguimiento de las obras, el marqués de San Leonardo, don Pedro Fitz-James Stuart y Colón, hermano del duque. La abundante y detallada correspondencia que mantuvieron ha sido ampliamente estudiada en el aspecto arquitectónico, mientras que el jardín prácticamente no ha merecido más que el estudio de los planos que se conservan en la Biblioteca Nacional de París (fig. 2), a los que no se puede adjudicar una autoría definitiva y que, sin embargo, se mencionan continuamente en las cartas que ambos se cruzan, reclamando e intercambiando proyectos una y otra vez (fig. 3). En el París donde residía el duque, la vi-

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Figs. 2 y 3. Proyectos para los jardines del Palacio de Liria, siglo XVIII

vienda aristocrática por excelencia era el hôtel particulier, cuya tipología más clásica lo situaba entre «cour et jardin», es decir, entre patio y jardín. En general existía un gran portal y un amplio patio de acceso, formalmente bien distinto a los palacios renacentistas italianos, españoles o austríacos, aunque a lo largo del siglo XVIII este primer patio desaparece en algunas ocasiones, cuando los hôtels, con vocación de integración urbana, presentan su fachada directamente a la calle.1 El duque conocía sin duda los grandes ejemplos parisinos que se habían levantado siguiendo el modelo de Cluny, como el de la Vrillière (1635-1650); el hôtel Lambert, obra de Louis le Vau; el de Biron (fig. 4), de Jean Aubert; el de Augny, o el Hallwyll, reformado por Ledoux tan sólo unos años antes del comienzo de la obra de Liria. Y muy posiblemente poseía su propio hôtel en la capital

francesa, aunque las referencias existentes son escasas; únicamente en la guía del marqués de la Rochegude, Promenades dans toutes les rues de Paris (1910), se menciona el número 67 de la Rue de Grenelle como ubicación del hôtel Berwick, posteriormente transformado en el hôtel de Castellane. Todo lo que rodea al duque y su estancia en París hace pensar que realiza el encargo a Guilbert pese a mantener personalmente una estrecha relación con Jacques Denis Antoine, arquitecto bien conocido en el París de la época por la construcción del hôtel des Monnaies. A él se adjudican proyectos para el duque en Madrid,2 incluso la escalera del Palacio de Liria, aunque por la correspondencia mantenida entre los dos hermanos se sabe que no se siguieron las trazas que para ello había enviado el duque desde París.3 Con toda seguridad, el arquitecto Antoine

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4 PI N ACOTECA


Autorretrato de Antonio Rafael Mengs, ca. 1760

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L a pina c ot e c a de l Pa la c io de L ir ia : tres siglos de cole c c ionis m o a r is t oc r á t ic o FERNAN DO CH E CA

La pinacoteca, los tapices, las esculturas, los muebles, las porcelanas y los demás objetos artísticos conservados en el Palacio de Liria de Madrid, muy importantes y numerosos en la actualidad, apenas proceden del tronco fundacional de la familia, la antigua Casa de Alba ligada al linaje de los Álvarez de Toledo, que tiene sus orígenes en el siglo XV. Sin embargo, las colecciones del palacio no se explicarían sin la trascendencia política y cultural de esta familia a lo largo de los siglos XVI a XVIII. Remontándonos todavía a fechas anteriores, se conocen noticias en el siglo XII de un Illán Pérez, alguacil de Toledo, cuyo hijo ya llevaba el apellido de Álvarez de Toledo. A finales de la Edad Media, un descendiente suyo recibió, en 1430, el señorío de Alba de Tormes, que donó a su sobrino don Fernán Álvarez de Toledo. La familia poseía igualmente el título de señores de Valdecorneja, de manera que don Fernán, que mereció una biografía en la obra de Hernán Pérez del Pulgar, Los claros varones de Castilla (Toledo, 1486), fue el IV señor de Valdecorneja, y recibió en 1439 del rey Juan II, padre de Isabel la Católica, el título de conde de Alba. 135

El primer momento de esplendor político y militar de la familia tuvo lugar ya en la siguiente centuria, en vida de don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1508-1582), III duque de Alba, una de las figuras más importantes y decisivas para la historia de España durante los reinados de Carlos V y Felipe II: acompañó a Carlos V en la conquista de Túnez (1535) y la batalla de Mühlberg (1547), fue gobernador de Flandes entre 1567 y 1573 y conquistador de Portugal en el momento de la incorporación de este reino a la corona de Castilla en 1580, lugar en el que ejerció la gobernación entre 1580 y 1582. La figura de don Fernando, conocido como el Gran Duque, constituye, sin duda, la personalidad central en la historia de la familia Álvarez de Toledo, lo que tiene un significativo reflejo, como veremos, en las colecciones pictóricas y de otros objetos artísticos del Palacio de Liria. Hemos indicado antes que sólo unas pocas obras de las que hoy se encuentran en el madrileño palacio de los duques tienen su origen en estos momentos iniciales de la familia. El caso más remarcable no es una pintura, sino el magnífico paño Lucha de los


griegos y las amazonas y muerte de la reina Pentesilea de la serie La guerra de Troya, obra del siglo XV. Fueron, sobre todo, las adquisiciones, mucho más recientes, de don Carlos Miguel (1794-1835), VII duque de Berwick y XIV duque de Alba, y las de don Jacobo FitzJames Stuart (1878-1953), X duque de Berwick y XVII de Alba efectuadas ya en el siglo XX, las que constituyen la base de una de las más importantes pinacotecas de arte antiguo existentes en España, y, sin duda, la de mayor relevancia de entre las de carácter nobiliario. Todo ello sin olvidar las aportaciones decisivas del legado de doña Eugenia de Montijo (1826-1920). La colección de los duques de Berwick y de Alba forma en la actualidad, pues, el espléndido conjunto del que hablamos, que refleja no sólo los gustos sino también los avatares de una familia cuya historia está estrechamente ligada a la de España y de Europa a lo largo de las últimas centurias, no únicamente durante el siglo XVI. De igual manera, no debemos olvidar que algunos de los más famosos cuadros y otras obras de arte de la Casa de Alba no se encuentran hoy exclusivamente en el Palacio de Liria en Madrid, sino que se distribuyen en otros lugares propiedad de la familia, como los palacios de Monterrey en Salamanca y de las Dueñas en Sevilla, sin dejar de mencionar los célebres frescos del italiano Passini, fechados en el siglo XVI, que se conservan en los restos del palacio y fortaleza de Alba de Tormes en Salamanca. No obstante, estas páginas se dedicarán a introducir las principales pinturas del 136

Palacio de Liria, sin duda el conjunto más relevante de la colección, y sólo mencionarán de pasada otros lugares y objetos imprescindibles en la contextualización de la pinacoteca.

Las salas del Palacio de Liria y el gusto aristocrático desde el siglo XVIII al XX Trataremos, por tanto, de explicar la pinacoteca por medio de un doble acercamiento: el primero de carácter topográfico y el segundo de índole histórica. En la primera sección del presente trabajo, comenzaremos a conocer la colección en función del edificio que la alberga en la actualidad, el Palacio de Liria −analizado arquitectónicamente en otro lugar de este libro−, planteando así una aproximación que procura comprender el sentido del conjunto concebido como museo vinculado a un espacio que en su propia arquitectura nos revela el paso y las huellas del tiempo. En esencia, la estructura del edificio es similar, aunque no igual, a la existente antes del incendio que tuvo lugar del 16 al 18 de noviembre de 1936 y respeta el doble aspecto, histórico y artístico, que poseen las colecciones. Histórico porque a través de los salones del palacio se manifiestan los momentos más emblemáticos de la historia familiar desde la época del Gran Duque hasta los inicios del siglo XX, y artístico porque en buena parte de estas salas se destacan, conforme a los criterios que señalaremos, las más importantes obras de arte de la colección. El recorrido que es posible realizar ad-


5 B I B L I O T E CA Y ARCHIVO


Testamento aut贸grafo de Felipe II


Una not a s obr e la bibliot e c a y e l a r c hivo JOSÉ MANUE L CAL DE RÓ N

La biblioteca se encuentra en la planta baja, ocupando una gran parte del lado derecho de la fachada principal del palacio. El mobiliario original, librerías y mesa de trabajo se elaboraron en nogal en la época de la reconstrucción, tras la Guerra Civil, aunque años después, en 1989, comenzó un nuevo plan decorativo, en virtud del cual las librerías fueron pintadas de color verde y posteriormente se añadieron en el techo nuevos elementos decorativos hasta culminar en el estado actual. Consta de dos cuerpos bien diferenciados: uno superior, en el que se distribuyen las baldas con los libros; y otro inferior, cerrado con puertas, que, además de contener también libros en sus correspondientes estantes, sirve de soporte para las vitrinas de documentos. Resulta imposible trazar la evolución histórica de la biblioteca, ya que como consecuencia del incendio de 1936 se perdieron más de la mitad de sus fondos y no se conservaron catálogos bibliográficos que hubieran podido dar cuenta de la naturaleza o la temática de muchos de los ejemplares destruidos. En cualquier caso, empezó a formarse a prin-

cipios del siglo XVIII, en el momento en que los Fitz-James Stuart, duques de Liria y Jérica, decidieron asentarse definitivamente en España, con fondos bibliográficos que iría adquiriendo la familia y también con aportaciones de algunas de las casas nobiliarias que mediante matrimonio fueron incorporándose sucesivamente a la Casa. Cabe mencionar asimismo que la destrucción de la biblioteca en 1936 fue paliada en cierta medida gracias a la compra por parte de don Jacobo, XVII duque de Alba, de la magnífica biblioteca de Vicente Castañeda, secretario de la Real Academia de la Historia, que destacaba por sus cuidadas encuadernaciones y por un fondo muy rico de obras de temática valenciana. Entre los siglos XVIII y XX, los sucesivos titulares de los ducados de Berwick y Alba fueron dejando la huella de sus gustos bibliográficos en los libros que se incorporaron a la biblioteca. Entre ellos merecen ser recordados el duque don Carlos Miguel a comienzos del siglo XIX, la duquesa Rosario a finales de este mismo siglo y su hijo el duque don Jacobo, padre de la actual duquesa de Alba, ya en el XX. Éste fue, sin duda, quien más con-

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Biblioteca en los años 50

tribuyó a la ampliación de los fondos bibliográficos de la biblioteca. Su gran amistad con Alfonso XIII le obligó a desempeñar numerosos cometidos durante su reinado, y además impulsó de forma entusiasta muchas de las empresas culturales que tuvieron lugar en España a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Miembro de las tres grandes academias españolas y director durante más de venticinco años de la Real Academia de la Historia, colaboró activamente con el Comité Hispano-Británico y con la Residencia de Es-

tudiantes. Fue amigo de intelectuales y académicos, historiador aficionado y gran amante de la arqueología y la paleontología. El resultado de las inquietudes culturales de la Casa de Alba es una magnífica biblioteca histórica que cuenta con libros de arte, biografías, crónicas, memorias e historia en sus distintas ramas, y que en su conjunto alcanza los 18.000 volúmenes. Algunos de los duques de Alba tuvieron un interés especial en la adquisición de auténticas joyas bibliográficas por su valor científico o histórico.

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6 M EMORIA


Comedor y escalera principal del palacio a principios del siglo XX


Mom e nt os e im á ge ne s de una ave nt ur a a r t ís t ic a JOSÉ FRAN CI SCO Y VARS

I Son tres los lugares de la memoria, si todavía cabe hablar así, que subrayan en trazo verde esperanza mis lejanos días madrileños. El parque de la Fuente del Berro, entonces entre circunvalación y a trasmano de Doctor Esquerdo, con su curioso palacete francés de amplios ventanales dobles que se abrían a un reducido estanque, donde al mediodía lucían altivos los pavos reales y aún era posible distinguir, al caer la tarde, los serenos uniformados que prendían las mechas de unas anacrónicas y opacas farolas de gas. Los jardines de Sabatini, en un civilizado abandono, cercado de paseantes solitarios de gesto vencido y mirada perpleja o pasantes de oficina enamoriscados, modestos pensionistas en Carretas o Fuencarral, a la zaga del rincón furtivo, junto con algún excombatiente de perenne mal humor huido temprano de una administración hostil. Y siempre, en el promontorio privilegiado de Princesa, los jardines del Palacio de Liria, cuyo arbolado destacaba majestuoso tras los muros del recinto, que un cuidado frontón enrejado de doble entrada y portillo con garita permitía contemplar. Al fondo, la sobria arquitectura del edificio, de limpia e intencionada estructura neoclásica, 225

recién recuperado tras los desmanes bélicos que siguieron al inesperado bombardeo. Tres espacios singulares en mi borroso imaginario visual, que destacaban con fuerza en aquel Madrid provinciano envuelto en gris plomizo. El Palacio de Liria había sido además, y sorprendentemente incluso durante el corto paréntesis republicano, un punto activo de discusión y controversia cultural debido fundamentalmente a las inquietudes plurales, de inglés educado en el esfuerzo, del duque Jacobo, quien ya en el ocaso monárquico había estimulado un sinfín de iniciativas orientadas a la quiebra del secular aislamiento peninsular y a promover el intercambio cosmopolita y distendido de opiniones e ideas. Que todo esto tuviera lugar en un difícil trance europeo –la dolorosa transformación de la Europa de los imperios en una desequilibrada Europa de las naciones– es un argumento más a favor de las actividades conciliadoras y constructivas en el momento crucial del renacer del autoritarismo con el declive inexorable del individualismo burgués. Pero España no dejaba de ser, singularidades al margen, un país marginal y atrasado según el rasero internacional, confinado además en la periferia –«Europa es un museo de ruinas pretéritas», había observado Ortega y Gasset en aquellas fechas, «y


Zaguán, ca. 1920

España sencillamente un arrabal de Europa»− y obstinado en un pasado y conflictivo esplendor colonial. Con una crispada sociología interior esencialmente agraria y protomoderna, libertaria y reivindicativa. La convocatoria prestigiosa de Alba sugería aunar sensibilidades encontradas en un proyecto liberal de reconstrucción social –la Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios, las becas universitarias, el Comité Hispano-Británico, la Sociedad Hispanoamericana, así como las sucesivas propuestas, académicas o corporativas, que estimuló con su entusiasmo contagioso el duque son datos fehacientes– que nos lleva a pensar, desde nuestro desesperanzado presente, que la quimera de una sociedad civil hábilmente tramada entre los estratos más sensibles de la ciudada226

nía española era literalmente factible. Parecía que al fin el proyecto liberal emancipatorio y encubiertamente laico insinuado por las Cortes de Cádiz, –para aludir a un eslabón ilustrado indiscutido, que supo fundir patriciado y menestralía en una amalgama autónoma, la incipiente clase media– no resultaba subversivo o provocador en un país bronco y prontamente suspicaz al desencuentro. La sinuosa historia de nuestro siglo XIX, sin embargo, tan alejada del mito endeble del progreso industrial y la reconciliación universal, nos ha suministrado motivos sobrados para fundamentar el desencanto que la inhabilidad de la monarquía y el fracaso predecible de la Segunda República hacían prever. El equilibrio inestable del Frente Popular y la radicalización agresiva a lo largo de la década de los


7 S ALONES


Zaguรกn con mosaico con el escudo de la Casa de Alba y Berwick A la derecha, escalera con retrato de Ana de Dinamarca, esposa de Jacobo I, de Paul van Somer, y estatua de Meleagro de Antonio Solรก En pรกginas 262-263: Vista panorรกmica de la escalera principal

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Ca s a de Alba

El Palacio de Liria es, después del Palacio Real, el edificio particular de Madrid más importante del siglo XVIII. Su arquitectura introduce en la ciudad el nuevo gusto neoclásico, que, si bien había sido inaugurado en España por el Palacio de Oriente y La Granja, en Liria tiene una impronta cercana a los debates estilísticos parisinos de la época. El palacio fue concluido en 1785; dos años después, William Beckford lo elogia como «el más espléndido de Madrid». Pero al margen de su excelencia arquitectónica, lo que realza verdaderamente un palacio es la colección artística que alberga, y sus gruesos muros de granito custodian desde hace siglos una notable colección de cuadros de las escuelas italiana, flamenca y española –Fra Angelico, Palma el Viejo, Tiziano, Guido Reni, Rembrandt, Rubens, Brueghel de Velours, Ribera, Murillo, Velázquez, etcétera–, a la que hay que añadir sus valiosos fondos documentales, como los diarios de a bordo de Cristóbal Colón o el testamento autógrafo de Felipe II, y libros, como la Biblia miniada del siglo XV. Un enorme legado patrimonial con más de seis siglos de historia. Con todo, hasta ahora no existía ninguna publicación sobre el palacio. La presente edición viene a subsanar esta laguna bibliográfica y ofrece, junto a una rica documentación visual sobre la arquitectura, el jardín, los cuadros, tapices, libros y manuscritos del palacio, una solvente y completa investigación conjunta a cargo de un selecto grupo de historiadores del arte, que no hace sino afirmar el carácter fundacional de esta obra para futuras investigaciones. Carlos Sambricio (profesor de varias universidades europeas y norteamericanas, catedrático de historia de la arquitectura en la E.T. S y autor de importantes obras sobre la arquitectura española de la Ilustración) sitúa en su contexto histórico el edificio, sus arquitectos y estilo, presentando una nueva visión holística sobre su concepto arquitectónico. Mónica Luengo (miembro del Instituto de Estudios Madrileños y autora de numerosos libros y artículos sobre la historia y restauración de jardines) lleva a cabo la primera investigación histórica del jardín, desde sus orígenes dieciochescos hasta la remodelación de Forestier. Fernando Checa Cremades (director del Museo del Prado entre 1996 y 2001 y Premio Nacional de Historia en 1993 por su destacada labor en el estudio del arte renacentista y barroco español) se ocupa de contextualizar históricamente la colección y actualizar sus autorías. José-Francisco Yvars (profesor universitario experto en arte moderno e investigador de fama internacional) aporta nuevas valoraciones sobre la colección y la historia familiar. José Manuel Calderón (bibliotecario del Palacio de Liria y especialista en la historia de la Casa de Alba) nos informa en una nota sobre los fondos de la biblioteca y los archivos del palacio. Jacobo Siruela (editor, escritor y diseñador gráfico) hace un sintético relato histórico de su familia desde el siglo XV, que nos hace entender muchos aspectos del palacio.

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