(5 ed.) Decadencia y caída del Imperio romano. Vol. 1. Edward Gibbon

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EDWARD GIBBON DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO VO LU M E N I

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EDWARD GIBBON DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO TRADUCCIÓN Y PRÓLOGO JOSÉ SÁNCHEZ DE LEÓN MENDUIÑA

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1 Preliminares 5a edicion.qxp_Memoria Mundi 29/6/21 22:38 Página VI

En cubierta y guardas: Le antichità romane, de Giovanni Battista Piranesi (1720–1778) Dirección y diseño: Jacobo Siruela.

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Todos los derechos reservados. Quinta edición

Título original: The Decline and Fall of The Roman Empire © De la traducción y el prólogo: José Sánchez de León Menduiña © EDICIONES ATALANTA, S. L.

Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-939635-0-7 Depósito Legal: B-36.323-2011


PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

Vida de Gibbon El historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794) era descendiente, nos dice en su autobiografía, de una familia de Kent muy antigua. Su abuelo era un hombre hábil, comerciante emprendedor de Londres y uno de los comisionados de aduanas bajo el ministerio conservador durante los últimos cuatro años de la reina Ana; en opinión de lord Bolingbroke, estaba profundamente versado en el «comercio y las finanzas de Inglaterra», como cualquier hombre de su tiempo. Sin embargo, no siempre fue sensato consigo mismo ni con su país, pues se vio involucrado de lleno en el proyecto Mar del Sur, en el colapso desastroso (1720) por el que perdió la gran riqueza que había amasado. Como director de la compañía, además, fue sospechoso de complicidad fraudulenta, por lo que se le vigiló y se le confiscó una gran parte de sus bienes; con todo, pudo salvarse del naufragio de su patrimonio y, gracias a su pericia e iniciativa, pronto construyó una segunda fortuna. Murió en Putney en 1736, dejando la mayor parte de su patrimonio a sus dos hijas y desheredando casi a su único hijo, padre del historiador, por haberse casado contra sus deseos. Este hijo (de nombre Edward) era un gentilhombre, de la clase que llaman en Inglaterra de escuderos (algo parecido a los hidalgos de segunda o inferior jerarquía), que disponía de medios independientes, aunque algo LXXIII


escasos. Era de temperamento cálido y social y tenía ideas políticas conservadoras. Poseía una hacienda familiar en Hampshire y representaba a sus vecinos en el Parlamento. Se unió al partido contra sir Robert Walpole y (como confiesa su hijo) se le estimuló a actuar «por venganza personal» contra el supuesto «opresor» de su familia en el asunto Mar del Sur. Si es así, como alguna vez sucede, su venganza fue ciega, pues Walpole había buscado moderar más que inflamar los sentimientos públicos contra los promotores. El historiador nació en Putney (condado de Surrey) el 27 de abril de 1737, conforme al calendario juliano, pues Inglaterra lo estaba usando entonces. Una vez que el calendario gregoriano fue adoptado finalmente en 1752, celebraba su nacimiento el 8 de mayo. Su madre, Judith Porten, era hija de un comerciante de Londres. Fue el mayor de una familia de seis hijos y una hija, y el único que sobrevivió a la infancia; su propia niñez pendía tan sólo de un hilo, pues continuamente estuvo desahuciado. Su madre, entre los cuidados domésticos y las continuas enfermedades, poco hizo por él. La «verdadera madre de su mente y salud» fue una tía soltera –de nombre Catherine Porten– a la que se refiere en un tono de máximo agradecimiento. «Muchos días de ansiedad y soledad», dice Gibbon, «los pasó pacientemente tratando de aliviarme y distraerme. Muchas noches en blanco se sentaba a mi lado con expectación temblorosa de que cada hora sería la última». Cuando las circunstancias lo permitieron, ella parece haberle enseñado a leer, a escribir y aritmética, conocimientos conseguidos con tan escaso esfuerzo recordado que «si el error no fuera corregido por la analogía», dice, «estaría tentado de considerarlos como innatos». En diciembre de 1747, murió su madre. Después de un corto espacio de tiempo, su padre se trasladó a la «rústica soledad» de Buriton (Hampshire), pero el Gibbon adolescente vivió principalmente en la casa de su abuelo materno en Putney, donde, bajo el cuidado de su devota tía, desarrolló, nos dice, ese amor apasionado por la lectura «que no cambiaría por todos los tesoros de la India» y donde su mente recibió los estímulos más decisivos. Hacia los quince años, nos dice, «la naturaleza me mostró LXXIV


sus misteriosas energías» y todas sus enfermedades desaparecieron de repente. A partir de entonces, aunque nunca abusó de la insolencia de la salud, podía decir que «pocas personas han estado tan exentas de enfermedades reales o imaginarias». Su inesperada recuperación reavivó las esperanzas de su padre por su educación, hasta entonces demasiado descuidada si se compara con los niveles ordinarios; por consiguiente, en enero de 1752 se estableció en Esher, Surrey, bajo el cuidado del doctor Francis, el bien conocido traductor de Horacio. Pero los amigos de Gibbon descubrieron en unas pocas semanas que el nuevo tutor prefería los placeres de Londres a la instrucción de sus alumnos, así que, desconcertados, decidieron enviarle prematuramente a Oxford, donde fue matriculado como caballero estudiante del colegio de la Magdalena el 3 de abril de 1752. Según su propio testimonio, llegó a la universidad «con un caudal de información que podría haber desconcertado a un doctor, pero con un grado de ignorancia del que un escolar podría sentirse avergonzado». Y de hecho su enorme cartera de conocimientos le fue de poca utilidad en los elegantes banquetes a los que era invitado en Oxford, pues los malos hábitos con los que la había llenado le inhabilitaban absolutamente para ser un correcto comensal. No tenía buena base en ninguna de las ramas elementales que son esenciales para los estudios universitarios y para conseguir el éxito. Por consiguiente, era natural que no le gustara la universidad y era igualmente natural que la universidad le tuviera antipatía. Muchas de sus quejas hacia el sistema eran ciertamente justas, pero ponemos en duda que algún sistema universitario le hubiera sido provechoso, considerando sus antecedentes. Se queja especialmente de sus tutores y en un caso concreto con gran razón, pero, según su propia confesión, se le podía recriminar con justicia, ya que disfrutaba de alegre compañía y con frecuencia incumplía los horarios. Sin embargo, sus observaciones sobre los defectos del sistema universitario inglés, algunos de los cuales sólo recientemente han sido eliminados, son agudas y analizadas con acierto, aunque, en su caso, poco relevantes. Permaneció en la Magdalena unos catorce meses. «En la Universidad de Oxford», dice, «no reconozco ninguna obligación; ella me repudiará como hijo con la misma alegría con la LXXV


que yo estoy deseando rechazarla como madre. Pasé catorce meses en el colegio de la Magdalena; resultaron ser los catorce meses más aburridos y desaprovechados de toda mi vida.» Pero incluso aunque pudo haber sido «un perezoso estudiante», ya meditaba sobre la profesión de escritor. […]

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Decadencia y caída del Imperio Romano La obra es de índole histórica y fue redactada siglos después de los acontecimientos que recoge. Sin embargo, el consenso crítico de Europa le ha prodigado durante más de doscientos años el título de clásica. Las propias deficiencias o las abstenciones de Gibbon son favorables a la obra. Si hubiera sido escrita en función de tal o cual teoría, la aprobación o desaprobación del lector dependerían del juicio que la tesis pudiera merecerle. Pero no era ése el caso de Gibbon y, en cierto modo, es el primer historiador europeo cuya obra se lee todavía tanto por placer como por instrucción. Para elaborarla, tuvo que compulsar y resumir centenares de textos heterogéneos, que cita continuamente en una batería interminable de notas a pie de página, a la manera de hitos indicadores de las fuentes de donde ha obtenido el testimonio. Es más agradable leer su compendio irónico que perderse en las fuentes originales de cronistas oscuros e inaccesibles. Ninguna crítica ha sido capaz de hundirla en su conjunto; su contenido intelectual sigue siendo válido y moderno. Comentadores posteriores, aunque aprueban el contenido en términos generales, han podido encontrar algunos pequeños errores y deficiencias, corregiéndose los primeros y completándose las segundas gracias a los editores. Estos dos aspectos pueden seguirse en la edición de J. B. Bury, a través de las notas a pie de página y entre corchetes de Oliphant Smeaton; sin entrar en discusiones de opinión, detectan los errores y amplían los detalles confusos. La Decadencia y caída del Imperio Romano es tal vez la única obra histórica occidental que continúa siendo leída frecuentemente por el público educado no especializado y esto por dos motivos. Primero, el carácter grandioso y trágico de la materia capta la atención, despertando la imaginación y comprensión del XCV


lector, que se encuentra de golpe arrastrado a una época en que muchos pueblos civilizados estaban unidos pacíficamente en «el período de la historia del mundo durante el cual la condición de la raza humana era más feliz y próspera». Sin embargo, el hombre por alguna razón perdió esta gracia y hoy constantemente se pregunta el porqué. En un intento de averiguar la razón, la gente acude a Gibbon para ilustrarse. Segundo, para el hombre occidental en concreto, hay aquí una fascinación única: de las cenizas del Imperio Romano occidental nacieron las naciones modernas de Europa, mientras que de la tardía caída del Imperio Romano oriental surgieron los destellos que encendieron el faro de Europa de humanismo y ciencia. Visto bajo este aspecto, aunque la Decadencia y caída del Imperio Romano se refiere a Roma, es realmente una historia antigua de Europa y de la civilización europea y, de este modo, cualquier lector occidental está obligado a buscar en esta obra la iluminación recordando sus orígenes y raíces. Compuesta de 71 capítulos, 2.136 apartados, un millón y medio de palabras y cerca de ocho mil notas a pie de página, la Decadencia y caída del Imperio Romano abarca un milenio y medio de historia, ya que domina no solamente el Imperio Romano occidental, desde los días de los primeros emperadores hasta su extinción en el 476 d.C., sino también el Imperio oriental (Bizantino), que duró otros mil años hasta que fue conquistado por los turcos en 1453. En cuanto a espacio, la obra recorre tres continentes y extensiones que van desde los helados desiertos de Siberia hasta las cataratas del Nilo, desde China y Mongolia hasta el estrecho de Gibraltar. Inicialmente fue publicada entre 1776 y 1788 en seis volúmenes. En vida de Gibbon apareció una primera edición revisada y cerca de su muerte se estaba preparando una segunda. A lo largo del siglo XIX, aparecieron varias ediciones anotadas. El arte literario de Gibbon, la excelencia continuada de su estilo, sus epigramas picantes y brillante ironía quizá no asegurarían a su obra la inmortalidad de que verosímilmente parece gozar si no estuviera también marcada por el alcance ecuménico, la extraordinaria precisión y la sorprendente agudeza de juicio. Es innecesario decir que en muchos puntos sus afirmaciones y XCVI


conclusiones tienen que ser hoy corregidas. Nunca se contentaba con narraciones de segunda mano cuando las fuentes primarias eran accesibles; «siempre he procurado», dice, «extraer del manantial; mi curiosidad y mi sentido del deber siempre me han impulsado a estudiar los originales y, si algunas veces los he eludido en mi investigación, he señalado cuidadosamente el testimonio secundario en cuya fidelidad un pasaje o un hecho quedaban limitados a depender». Desde que escribió su obra, han sido descubiertas o hechas accesibles nuevas autoridades; se han publicado obras en griego, latín, eslavo, armenio, sirio, árabe y otros idiomas que Gibbon era incapaz de consultar. Muchas de las autoridades que utilizaba han sido editadas de nuevo en textos superiores. El peso relativo de las fuentes ha sido determinado por la cuidada investigación crítica. La arqueología se ha convertido en una ciencia. En la inmensa región que Gibbon investigó no hay apenas una parcela que no haya sido sometida al examen microscópico de los especialistas. Pero, aparte de los inevitables avances realizados posteriormente, el lector de Gibbon tiene que estar advertido de un defecto capital. Al juzgar la Decadencia y caída del Imperio Romano, debería observarse que se divide en dos partes que son heterogéneas en el método de tratamiento. La primera parte, un poco más de cinco octavos de la obra, suministra una historia muy completa de cuatrocientos sesenta años (desde el 180 al 641 d.C.); la segunda parte, más pequeña, es una historia resumida de unos ochocientos años (desde el 641 al 1453 d.C.) en que ciertos episodios son seleccionados para un tratamiento más completo y, de este modo, se tornan en prominentes. La primera parte puede ser objeto de una alabanza sin límites; debe decirse que, con los materiales a disposición del autor, apenas admitiría mejoras, excepto en detalles insignificantes. Pero la segunda, a pesar de la brillantez de la narración y el arte magistral en la agrupación de los acontecimientos, adolece de un defecto radical que la hace una guía engañosa. El autor señala la historia del imperio tardío de Constantinopla (después de Heraclio) como «una narración uniforme de debilidad y miseria», juicio que es enteramente falso y, de acuerdo con esta doctrina, convierte al imperio, que es su objetivo, meramente en un lazo para conectar XCVII


grandes movimientos que le afectaban, tales como las conquistas sarracenas, las Cruzadas, las invasiones mogolas y las conquistas turcas. Falló al resaltar el hecho trascendental de que hasta el siglo XII el imperio fue el baluarte de Europa contra Oriente y no apreció su importancia en conservar la herencia de la civilización griega. Comprimió en un solo capítulo la historia interna y la política de los emperadores desde el hijo de Heraclio hasta Isaac Ángelo, y no hizo justicia a la admirable habilidad y al esfuerzo infatigable mostrado en el servicio al Estado por muchos de los soberanos desde León III hasta Basilio II. No penetró en las causas subyacentes más profundas de las revoluciones e intrigas de palacio. Su mirada se posó únicamente en las características superficiales que han servido para asociar el nombre «bizantino» con traición, crueldad, fanatismo y decadencia. Quedó reservado para Finley describir con mayor conocimiento y una percepción más justa las luces y sombras de la historia bizantina. De este modo, la parte posterior de la Decadencia y caída del Imperio Romano, aunque la narración de ciertos episodios será siempre leída con provecho, no transmite una verdadera idea de la historia del imperio o de su significado en la historia europea. Puede añadirse que las páginas sobre los pueblos eslavos y sus relaciones con el imperio son notablemente deficientes, pero se ha de tener en cuenta que no fue hasta muchos años después de la muerte de Gibbon cuando la historia eslava comenzó a recibir una verdadera atención, como consecuencia del aumento de humanistas competentes entre los mismos eslavos. Escribe Borges que «Gibbon parece abandonarse a los hechos que narra y los refleja con una inconsciencia divina que lo asemeja al ciego destino, al propio curso de la historia. Como quien sueña y sabe que sueña, como quien condesciende a los azares y a las trivialidades de un sueño». La vivacidad de la narración hace que la obra, a pesar de su denso contenido, sea representada en párrafos largos, lentos, elegantes y eruditos, con muchos signos de puntuación que reclaman gran atención en su lectura. Nada es superfluo ni repetitivo. El buen sentido y la ironía le son propios. A las descripciones históricas, de gran realismo, suceden las reflexiones filosóficas sobre el hombre y la XCVIII


historia que han permitido a la obra sobrevivir al paso del tiempo sin perder la frescura primitiva. Por eso Borges afirma en otro lugar que «recorrer la Decadencia y caída es perderse en una novela populosa, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos». Respecto a su erudición, y al hilo de las reflexiones del historiador Hugh Redwal Trevor-Roper, tal vez sea suficiente citar los comentarios de los historiadores modernos más expertos del saber clásico, entre los cuales los católicos difícilmente estarían predispuestos a emitir un juicio favorable. La Decadencia y caída del Imperio Romano, dice Rudolf Pfeiffer, es «una de las obras más impresionantes jamás escritas sobre el mundo antiguo». El poder narrativo de Gibbon recibió incluso un elogio reacio de Carlyle, que vio la Decadencia y caída del Imperio Romano como un puente solitario que une la Antigüedad con el mundo moderno y «¡qué espléndidamente se vuela a través del abismo agitado de aquellos siglos oscuros!». Carlyle elogió incidentalmente la fuerza total del pensamiento de Gibbon cuando le consideró «el más resuelto de los historiadores», la lectura atenta de cuya obra «constituye un hito en la historia de lo que uno piensa». De su caracterización, el mejor testimonio es el del cardenal Newman, otro escritor católico cuya filosofía era muy diferente de la suya: «El carácter de san Atanasio destaca de un modo más grandioso en las páginas de Gibbon que en los historiadores de la Iglesia ortodoxa». Y admitió, con reticencia, que «el principal, tal vez el único, escritor inglés que tiene algún derecho a ser considerado historiador eclesiástico es el incrédulo Gibbon». Un elogio similar fue realizado recientemente desde otro punto de vista por un filósofo moderno: «No hace mucho», escribe Bertrand Russell, «estuve leyendo sobre Zenobia en la Historia antigua de Cambridge, pero lamento decir que carecía completamente de interés. Recordé vagamente una narración mucho más viva en Gibbon. La busqué e inmediatamente la dama autoritaria revivió… Gibbon expresa un sentido extraordinariamente intenso de la marcha de los acontecimientos a través de los siglos en los que se ocupa». XCIX


La actitud de Gibbon con respecto al cristianismo y la Iglesia debe ser observada dentro de un contexto general. No estaba interesado en la doctrina religiosa, aunque disfrutaba con sus refinamientos especulativos. Pero la religión y las iglesias, admitiría, son una necesidad social y psicológica, y las formas particulares que toman son importantes porque pueden influir en el progreso o decadencia de la civilización. La cuestión histórica que se planteaba era la de si las ideas del cristianismo y la organización de la Iglesia, adaptadas al Imperio Romano, generaron o sofocaron el espíritu público, la libertad, el progreso del conocimiento y una sociedad plural. Gibbon creía en general que la Iglesia se había opuesto al progreso y había socavado la base social de la virtud pública, por su misma estructura, por su adaptación al sistema centralizado y jerárquico del imperio de Constantino. Si el cristianismo se hubiera establecido al principio en ciudades-estado independientes como las de Grecia, tal vez habría asumido una forma diferente y más útil. Pero el mismo hecho de su establecimiento por el poder imperial, como soporte ideológico de ese poder, lo hizo subordinarse a un sistema centralizado y monopolístico cuya organización y absolutismo lo limitó y sustentó en su propio período de formación. Gibbon no era un incrédulo como sus enemigos sostenían. Como muchos hombres de la Ilustración, era deísta. Para la ortodoxia esto apenas constituía una diferencia. Juzgaban indistinguibles deísmo e incredulidad. Pero la diferencia es considerable y la confusión muy tomada a mal por los mismos deístas: incredulidad es ateísmo, materialismo; deísmo es creer en una fuerza divina cuya existencia y cualidades demuestran, por la regularidad y complejidad de la naturaleza, que no necesita ni acepta ningún soporte desde una pretendida revelación. El deísmo de Gibbon, aunque nunca expresado formalmente, está implícito en muchas de sus observaciones. En la Decadencia y caída del Imperio Romano expresa que el «Dios de la naturaleza ha escrito su existencia en todas las obras y su ley en el corazón de los hombres» y, además, que «la unidad de Dios es una idea muy compatible con la naturaleza y la razón». Esto deja muy poco espacio para las iglesias y la teología. Para Gibbon, las iglesias son instituciones humanas que han de ser juzgadas bajo C


el criterio humano de utilidad; la teología es especulación ociosa, la más inofensiva en el peor oscurantismo. Los capítulos más famosos de la Decadencia y caída del Imperio Romano son el quince y el dieciséis, en los que el historiador traza el progreso inicial del cristianismo y la política del gobierno romano hacia él. El sabor de estos capítulos se debe a la ironía que Gibbon ha empleado con arte y expresión consumados. Había un motivo de orden práctico para usar este arma. Un ataque al cristianismo colocaba a un escritor en acusación abierta y bajo las penas de los estatutos de la realeza (9 y 10, Guillermo III, cap. 22, todavía no revocados). El artificio estilístico de Gibbon alejó el peligro de procesamiento e hizo el ataque más eficaz. En su Autobiografía alega que aprendió de las Cartas provinciales de Pascal «a manejar el arma de la ironía grave y templada, incluso en asuntos de seriedad eclesiástica». Sin embargo, no es fácil percibir mucha similitud entre el método de Pascal y el de Gibbon, aunque en pasajes concretos sí podemos descubrir la influencia que Gibbon reconoce. Los puntos principales de las conclusiones generales de estos capítulos han sido corroborados por la investigación posterior. La descripción de las causas de la expansión del cristianismo es criticada sobre todo por sus omisiones. Había un número importante de condiciones influyentes (enumeradas en Mission und Ausbreitung des Christentums, de Harnack) que Gibbon no tuvo en cuenta. Insistió correctamente en las facilidades de comunicación creadas por el Imperio Romano, pero no recalcó la difusión del judaísmo. Y no reparó en la importancia de la afinidad entre la doctrina cristiana y el sincretismo helenístico, que ayudó a promover la recepción del cristianismo. Ignoraba otro hecho de gran importancia, que solamente en años recientes ha sido apreciado plenamente a través de las investigaciones de F. Cumont: la amplia difusión de la religión de Mitra y las analogías cercanas entre sus doctrinas y las del cristianismo. Con respecto a la actitud del gobierno romano hacia la religión cristiana, hay cuestiones todavía sub judice, pero Gibbon tuvo el mérito de reducir el número de mártires dentro de unos límites probables.

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La repercusión de la obra magna de Gibbon en el ámbito de la lengua castellana ha sido bastante pobre, por motivos de tipo cultural y censura religiosa que no vienen al caso. Ya de entrada, la primera traducción al castellano de la obra apareció en Barcelona el año 1842, más de cincuenta años después de su publicación en Inglaterra, cuando el editor Antonio Bergnes de las Casas publicó la de José Mor Fuentes en ocho tomos, basada en la edición inglesa de H. H. Milman y con las notas de éste y de Guizot. Los contenidos de esta traducción se ciñen fielmente a la obra de Gibbon; está realizada en un castellano arcaico, barroco y castizo, muy propio del estilo del traductor, que pudo gustar a las generaciones precedentes pero que es de comprensión más que dudosa para las actuales. Por otro lado, el estilo del traductor oscurece, por no decir que evapora, la frescura del modo de escribir ilustrado de Gibbon, que había creado escuela y tanto había influido y aún influye en el mundo literario anglosajón. No obstante, es la primera y única traducción completa que hasta hoy se ha publicado en castellano, porque las ediciones aparecidas posteriormente, como luego veremos, reproducen y revisan la ya existente o son la traducción de un resumen parcial. Pocas referencias literarias en castellano de la obra de Gibbon parecen existir a partir de la traducción de Mor Fuentes o al menos el que esto escribe no ha sido capaz de encontrarlas. A finales del siglo XIX, nuestro historiador literario y polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, en su obra Historia de los heterodoxos españoles, hace una referencia de pasada a Edward Gibbon cuando escribe sobre la influencia de los enciclopedistas franceses: «No sólo a Francia, no sólo a los países latinos, Italia y España, se extendió el contagio. La misma Inglaterra, que había dado el primer impulso, se convirtió en humilde discípula de la impiedad francesa y le dio discípulos que valían más que los maestros. Así el escéptico David Hume, cuya filosofía tiene mucha semejanza con lo que llaman ahora neokantismo, y el historiador Gibbon, ejemplo raro de erudición en un siglo frívolo. ¡Lástima que quien tanto conoció los pormenores no penetrase CII


nunca en el alto y verdadero sentido de la historia y que, adorador ciego de la fuerza bruta y de la monstruosa opulencia y del inmenso organismo del Imperio Romano, sólo tuviera para el cristianismo palabras de desdén, sequedad y mofa!». Menéndez Pelayo era profundamente católico, por eso se entiende que le tuviera antipatía a Gibbon, habida cuenta de las constantes andanadas que éste lanza en las notas a pie de página de su magna obra sobre el cristianismo y la Iglesia romana. Pero me parece muy exagerado e injusto el juicio crítico enmarcado entre admiraciones sobre la obra de Gibbon. A poco que se lea la obra con una mentalidad más abierta, si bien se percibe cierta frialdad y distanciamiento, los juicios de Gibbon son de respeto exquisito por el cristianismo. Y en cuanto a la adoración ciega, considero que la conclusión es la contraria, pues Gibbon fustiga la fuerza bruta, la riqueza, la inmensa estructura y la superstición sobrevenida del Imperio Romano, considerándolas causas decisivas de su decadencia y caída. La existencia de la censura política y religiosa a lo largo de la dictadura del general Franco en España influyó negativamente en la publicación y circulación de una obra como la de Gibbon. La llegada de la democracia después de la muerte del dictador supuso abrir ventanas al exterior, nuevos aires culturales y libertad literaria. Ediciones Turner en 1984 lanzó al mercado literario la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano en ocho tomos. Se trataba de una edición facsimilar de la ya referida traducción de José Mor Fuentes. Para los amantes de la historia fue la gran oportunidad de conocer la obra de Gibbon. Pero los errores no corregidos y el estilo del traductor hacen que la obra sea difícil de entender para el lector actual en castellano. Creo que estos motivos debieron influir para que Turner reeditara en el año 2006, en cuatro tomos, la misma obra con el título Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, revisando los errores y haciendo más inteligible la de Mor Fuentes, despojándola de su estilo castizo y arcaizante, pero sin encarar seriamente una nueva traducción más acorde con el estilo literario de Gibbon. Ediciones Orbis publicó en castellano en 1987, bajo la colección de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, un libro CIII


titulado Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, de Edward Gibbon. En esa edición se insertan los capítulos 1, 17, 21, 36 y 44 de la traducción de José Mor Fuentes, es decir, una pequeña muestra de la obra (que se compone de 71 capítulos), pero tiene de valor que la introducción está realizada por el propio Jorge Luis Borges. Existe también una edición abreviada de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, a cargo de Dero A. Saunders y publicada por Editorial Alba, traducida del inglés al castellano en el año 2000 por Carmen Francí Ventosa. Sin embargo, no es una edición completa, pues, por un lado, es una traducción de un resumen, con un reflejo indirecto del estilo de Gibbon, y, por otro, abarca sólo la primera mitad de la Decadencia y caída del Imperio Romano, desde la época de los Antoninos hasta el fin del Imperio de Occidente, dejando sin tratar todo lo referente al Imperio Bizantino. La misma Editorial Alba sacó en abril de 2003 Memorias de mi vida, de Edward Gibbon, traducción del inglés al castellano de Néstor Fraile, Rafael Gómez-Cabrero, Andrea Montero y Josep Marco. La obra inglesa había sido elaborada, basándose en los borradores autobiográficos que dejó inéditos Gibbon a su muerte, por Georges Alfred Bonnard, catedrático de lengua y literatura inglesas en la Universidad de Lausana. La traducción al castellano, presentada aquí en dos tomos, la he realizado siguiendo la edición en seis volúmenes de la Biblioteca Everyman de 1993-1994, procedente de la versión magistral editada por J. B. Bury entre 1896 y 1900. Bury cotejó tres versiones de Gibbon para elaborar la que ha sido desde entonces considerada como texto definitivo. La edición de la Biblioteca Everyman de 1993-1994 incluye, además de las notas extensas y completas de Gibbon a pie de página, las brillantes anotaciones preparadas por Oliphant Smeaton (notas señaladas entre corchetes con las iniciales O.S. al final) para la primera edición Everyman de 1910, revisada en 1936 por Christopher Dawson. Las notas de Smeaton, que normalmente se ciñen a hechos concretos, se inspiran en los comentarios de Bury, Milman, Smith y Guizot, en las fuentes consultadas por el propio Gibbon, en textos antiguos descubiertos desde la época de Gibbon CIV


y en las obras de eruditos contemporáneos. Aunque la arqueología y los acontecimientos han superado en algunos aspectos a Smeaton, su comentario ha resistido la prueba del tiempo notablemente bien. Es en gran parte lúcido, vigoroso y conciso. He procurado respetar hasta lo posible la sintaxis y la puntuación de Gibbon, que, por su dominio del latín, son muy similares a las del castellano. He separado, dentro de cada capítulo, la materia descrita, encabezándola con su título correspondiente en negrita para facilitar su consulta rápida, cosa que no es posible en la traducción de Mor Fuentes. También he buscado una redacción más actual y asequible al lector moderno, convirtiendo las cantidades de pesos y medidas de la versión inglesa al sistema vigente en los países de lengua castellana. Respecto a las cuantiosas notas a pie de página, no he seguido el criterio de la edición de la Biblioteca Everyman de 1993-1994. He preferido desecharlas y colocar únicamente las decisivas para entender y aclarar el texto principal, así como las que han supuesto modificaciones de errores cometidos por el propio Gibbon y las debidas a descubrimientos posteriores. José Sánchez de León Menduiña

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P R Ó L O G O D E L AU T O R

No es mi intención detener al lector explayándome sobre la variedad o la importancia del tema que he tratado de emprender, pues el mérito de la elección serviría para hacer la debilidad de la ejecución aún más aparente y menos excusable. Pero, como me he atrevido a poner ante el público un primer volumen solamente de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, quizá se espera que explique, en unas pocas palabras, la naturaleza y los límites de mi plan general. La serie memorable de revoluciones que, en el curso de unos trece siglos, minaron gradualmente y al final destruyeron la fábrica sólida de grandeza humana puede, de algún modo, dividirse en los tres períodos siguientes: I. El primero de estos períodos puede ser trazado desde la época de Trajano y los Antoninos, cuando la monarquía romana, habiendo alcanzado su plena fuerza y madurez, comenzó a orientarse hacia su decadencia, y se extenderá hasta la conquista del Imperio Occidental por los bárbaros de Germania y Escitia, antepasados rudos de las naciones más refinadas de la Europa moderna. Esta revolución extraordinaria, que sometió Roma al poder de un conquistador godo, se completó alrededor del comienzo del siglo VI. II. El segundo período de la decadencia y caída de Roma puede suponerse que comienza con el reinado de Justiniano, que CVI


por sus leyes y por sus victorias restableció un esplendor transitorio en el Imperio Oriental. Comprenderá la invasión de Italia por los lombardos, la conquista de las provincias asiáticas y africanas por los árabes, que abrazaron la religión de Mahoma; la rebelión del pueblo romano contra los príncipes débiles de Constantinopla y la elevación de Carlomagno, que, en el año 800, estableció el segundo imperio o Imperio Germano de Occidente. III. El último y más largo de estos períodos incluye unos seis siglos y medio: desde el resurgimiento del Imperio Occidental hasta la toma de Constantinopla por los turcos y la extinción de una raza degenerada de príncipes, que continuaron asumiendo los títulos de césar y augusto después de que sus dominios se redujeran a los límites de una sola ciudad, en la que el idioma y las costumbres de los antiguos romanos habían sido desde hacía mucho tiempo olvidados. El escritor que pretendiera referir los acontecimientos de este período se vería obligado a entrar en la historia general de las Cruzadas, pues contribuyeron a la ruina del Imperio Griego y apenas sería capaz de contener su curiosidad para realizar alguna investigación sobre el estado de la ciudad de Roma durante la oscuridad y la confusión de la Edad Media. Como me he aventurado, quizá con demasiada precipitación, a imprimir una obra, que, en toda la extensión de la palabra, merece el calificativo de imperfecta, me considero comprometido a finalizar, probablemente en un segundo volumen, el primero de estos períodos memorables y entregar al público la completa Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, desde la época de los Antoninos hasta la conquista del Imperio Occidental. Con respecto a los períodos siguientes, aunque debo mantener algunas esperanzas, no me atrevo a dar algunas garantías. La ejecución del extenso plan que he descrito conectaría la historia antigua con la moderna pero exigiría muchos años de salud, de ocio y de perseverancia. Bentinck Street, 1 de febrero de 1776 CVII


P. D. La historia completa que ahora se publica de la Decadencia y Caída del Imperio Romano en Occidente cumple con creces mis compromisos con el público. Quizá su favorable opinión pueda estimularme a proseguir una obra que, aunque puede parecer laboriosa, es la ocupación más agradable de mis horas de ocio. Bentinck Street, 1 de marzo de 1781

Este autor se persuade fácilmente de que la opinión pública es todavía favorable a sus esfuerzos y ahora he adoptado la seria resolución de proceder con el último período de mi plan original y del Imperio Romano: la toma de Constantinopla por los turcos en el año 1453. El lector más paciente, que sabe que tres volúmenes laboriosos han sido ya empleados en los acontecimientos de cuatro siglos, puede, tal vez, alarmarse por la larga perspectiva de novecientos años. Pero no es mi intención explayarme con la misma minuciosidad en toda la serie de la historia bizantina. Al entrar en este período, el reinado de Justiniano y las conquistas de los musulmanes merecerán y detendrán nuestra atención y la última época de Constantinopla (las Cruzadas y los turcos) está conectada con las revoluciones de la Europa moderna. Desde el siglo VII al XI, el oscuro intervalo será suplido por una narración concisa de tales hechos, que parecen todavía interesantes e importantes. Bentinck Street, 1 de marzo de 1782

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ESTA CUARTA EDICIÓN DE DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO, DE EDWARD GIBBON, SE ACABÓ DE IMPRIMIR Y ENCUADERNAR EN BARCELONA EN LA IMPRENTA ROTOCAYFO (IMPRESIA IBÉRICA) EN FEBRERO DE

2017




Memor i a mundi «El libro de Gibbon es un texto profético, que encierra un diagnóstico perfectamente aplicable a lo que está ocurriendo hoy en mi país. Se podría titular Decadencia y caída del Imperio Americano.» Harold Bloom El británico Edward Gibbon es uno de los historiadores que mayor influjo ha ejercido y, desde luego, el primero que puede considerarse auténticamente moderno. Su obra The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, publicada en seis volúmenes entre 1776 y 1778, es un trabajo de proporciones colosales, cuya huella aún perdura. Abarca trece siglos: desde Trajano hasta la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453. Por sus páginas se suceden los más diversos personajes y acontecimientos: Carlomagno, Atila, Mahoma, Tamerlán, las guerras con los pueblos germánicos, el saqueo de Roma, las cruzadas o la difusión del islam. Pero la obra de Gibbon es también, como dijo Borges, un monumento de la literatura inglesa y del arte de narrar. «Recorrer el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas.» Jorge Luis Borges

Edward Emily Gibbon (1737-1794) cursó estudios en la Westminster School y en el Magdalen College de Oxford. En 1763 viajó a París, donde estudió a Diderot y a D'Alembert, y luego a Roma para conocer in situ las ruinas del Imperio. En 1770 regresó a Londres y publicó su obra capital, Decadencia y caída del Imperio Romano. Este vasto estudio lo ha convertido en el más importante historiador británico más allá de su época.

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