Ilustración para un capítulo

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IES JOSEFINA ALDECOA DE ALCORCÓN

Ilustrando primeros capítulos Grandes relatos ilustrados por alumnos de secundaria con motivo del día del libro 2013 Drusila Dones 21/04/2013

En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón.



ÍNDICE

EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde EL CUERVO Edgar Allan Poe MOMO Michael Ende LA ISLA DEL TESORO Robert Louis Stevenson LOS VIAJES DE GULLIVER Jonathan Swift DON QUIJOTE DE LA MANCHA Miguel de Cervantes LUCES DE BOHEMIA Ramón María del Valle-Inclán


EL RUISEÑOR Y LA ROSA RESUMEN POR GABRIELA JACHURA Es la historia de un chico que estaba enamorado, su novia le dijo que bailará con él si le trae una rosa roja, desesperado va en busca de ella pero no la encuentra triste empieza a llorar. El ruiseñor le quiere ayudar y empieza a buscar a la rosa, encuentra muchas pero no son rojas al final encuentra un rosal pero que tenía rosas rojas y ahora no, entonces el ruiseñor tiene que clavar su corazón en la espina de la rosa para que la sangre haga que crezca la rosa, al hacerlo por la mañana encuentra una roja rosa. Va y se la lleva a la chica pero ella no le quiere dice que tiene a otro que le ha traído joyas, y las joyas son más caras que las flores así que puedes irte. El chico se fue y siguió estudiando nunca más creyó en un verdadero amor.


EL RUISEテ前R Y LA ROSA OSCAR WILDE



escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo, EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde —Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas —murmuró el Estudiante—; pero en todo el jardín no queda ni una sola rosa roja. El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último, se sintió asombrado. —¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! —repitió el Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas—. ¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han

soy desdichado por no tener una rosa roja.


—Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico —se dijo el ruiseñor—. He estado cantándole noche tras noche, aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le puso su marca en la frente. —El Príncipe da el baile mañana por la noche —seguía quejándose el Estudiante—, y allí estará mi amada. Si le llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón.


—Este sí que es un auténtico enamorado verdadero —

—¿Por qué está llorando? —preguntó una lagartija verde

seguía pensando el Ruiseñor—. Yo canto y él sufre; lo que

que pasaba frente a él con la cola al aire.

para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el amor es una cosa admirable, más preciosa que las esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni pesar en las balanzas del oro. —Los músicos estarán sentados en su estrado —decía el Estudiante—, y harán surgir la música de sus instrumentos, y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los

—¿Sí, por qué? —murmuraba una margarita a su vecina, con voz dulce y tenue. —Está llorando por una rosa roja —explicó el Ruiseñor. —¿Por una rosa roja? —exclamaron las otras en coro. ¡Qué ridiculez! La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina, meditaba sobre el misterio del amor.

cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque no tengo una rosa roja para darle.

Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire. Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una sombra se deslizó por el jardín.

Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las manos, se puso a llorar amargamente.


En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor voló hasta posársele en una de sus ramas. —Necesito una rosa roja —le dijo. Dámela y yo te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje. —Mis rosas son blancas —le contestó—, como la espuma del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas. El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo reloj de sol. —Dame una rosa roja —le dijo—, y te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.


—Mis rosas son amarillas —contestó—, tan amarillas como

—Una rosa roja es todo lo que necesito —exclamó el

el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar,

Ruiseñor—; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de

y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero

que la pueda obtener?

anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas. El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al pie de la ventana del Estudiante. —Dame una rosa roja —le dijo—, y yo te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su follaje. —Rojas son, en efecto, mis rosas —contestó—; tan rojas como las patas de las palomas, y más rojas que los abanicos de coral que relumbran en las cavernas del océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y durante todo este año no tendré rosas rojas.


—Hay una manera —contestó el rosal—, pero es tan

brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es

terrible que no me atrevo a decírtela.

mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un

—Dímela —repuso el Ruiseñor—. Yo no me asustaré. —Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado sobre una de mis espinas. Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará mía... —La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja —murmuró el Ruiseñor—, y la vida es dulce para todos. Es agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los

ruiseñor

comparado con

enamorado?

el corazón

de

un

hombre


Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el

El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero

aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una

no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo

sombra se deslizó a través de la avenida.

podía entender lo que estaba escrito en los libros.

El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había

En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear

dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos.

muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el

—¡Alégrate! —le gritó el Ruiseñor—. ¡Siéntete dichoso, porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música,

pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus ramajes.

a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón.

—Cántame, por favor, una última canción —le susurró la

Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero

encina—, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas

amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por

ido.

muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza, por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus

Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que cae de una jarra de plata.

labios son dulces como la miel, y su aliento es como la

Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el

mirra silvestre.

Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz.


—He de admitir que ese pájaro tiene estilo —se dijo a sí mismo caminando por la alameda—, eso no puede negarse; pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad. Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo, debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada importante para nadie! Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama, comenzó de nuevo a pensar en su amor.

Después de unos momentos se quedó dormido.


Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas. Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar. Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se derramaba en el rosal. Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en espejo de agua.


El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho

Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún

contra la espina.

contra la espina.

—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o el

—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o

día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa!

llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa!

Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un joven y de una virgen. Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa, como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa los labios de su prometida. Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una rosa.


Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la

frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de

espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo

las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego

traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más

navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje

impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el

hasta el mar.

Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede aprisionar la tumba. Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es purpúreo el corazón de un rubí. La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la garganta. Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte. Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al


—¡Mira, mira —gritó el rosal—, la rosa ya está terminada! Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la espina clavada en su corazón. Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante; abrió la ventana y miró hacia afuera. —¡Caramba, qué maravillosa visión! —exclamó—. ¡Una rosa roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan

—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja — exclamó el Estudiante—. Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo. Pero la jovencita frunció el ceño. —Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo —repuso—, Y, además el sobrino del

hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo

Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el

en latín.

mundo sabe que las joyas son más caras que las flores.

Se inclinó por el balcón y la cortó.

—Eres

En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano, corrió a la casa del profesor. La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta, devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los pies.

una ingrata incorregible

—dijo

agriamente

el

Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la aplastó al pasar. —¿Ingrata? —dijo la muchacha—. Yo te digo que eres un grosero. ¿Qué eres tú, después de todo?


Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del Chambelán.

Y muy altanera se metió en su casa. —¡Qué cosa más estúpida es el Amor! —se dijo el Estudiante mientras caminaba—. No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer verdades que no son ciertas. En realidad no es nada práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica. Y al llegar a su casa, abrió un libro lleno de polvo, y se puso a leer. FIN



EL CUERVO EDGAR ALLAN POE



Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada, meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido, como si alguien muy suavemente llamara a mi portal. "Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal; sólo eso y nada más."


¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre! Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral. Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar y aquí nadie nombrará.


Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia: "No es sino un visitante que ha llegado a mi portal; un tardío visitante esperando en mi portal. Sólo eso y nada más".


Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé: "Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal: sólo sombras, nada más.


La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno, y soñé sueños que nadie osó soñar jamás; pero en este silencio atroz, superior a toda voz, sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a susurrar... sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar. Sólo eso y nada más.


Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz. "Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana; veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás. Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar. ¡Es el viento y nada más!".


Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana, agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral. Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento, con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal, en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral; fue, posose y nada más.


Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave, en sonriente extrañeza mi gris solemnidad. "Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal; ¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?" Dijo el cuervo: "Nunca más".


Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal, pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido ocasión de ver posado tal pájaro en su portal. Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal que se llamara "Nunca más".


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto, como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más. No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar; por la mañana él también, cual mis anhelos, volará". Dijo entonces: "Nunca más".


Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta; "Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar del repertorio olvidado de algún amo desgraciado que en su caída redujo sus canciones a un refrán: "Nunca, nunca más".


Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía planté una silla mullida frente al ave y el portal; y hundido en el terciopelo me afané con recelo en descubrir que quería la funesta ave ancestral al repetir: "Nunca más".


Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar; eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar. ¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar, y ya no usará nunca más!


Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso mecido por serafines de leve andar musical. "¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar! ¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!". Dijo el cuervo: "Nunca más".


"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;

¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad

¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje

a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,

quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!

dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!"

¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"

Dijo el cuervo: "Nunca más".

Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado! Por el Dios que veneramos, por el manto celestial, dile a este desventurado si en el Edén lejano a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar". Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".


Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado, en el pálido busto de Palas que hay encima del portal; y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña, cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal; y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal, no se alzará...¡nunca más!

.


MOMO MICHAEL ENDE



Primera parte:

asientos para los espectadores estaban escalonadas como en un gran embudo.

Momo y sus amigos

Una ciudad grande y una niña pequeña En los viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas, ya había en los países ciudades grandes y suntuosas. Se alzaban allí los palacios de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas, callejas

estrechas

y

callejuelas

intrincadas,

magníficos

templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la gente se reunía para comentar las novedades y hacer o escuchar discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros. Tenían el aspecto de nuestros circos actuales, sólo que estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de


Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran

Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o

totalmente redondos, otros más ovalados y algunos hacían

cómicos que se representaban en la escena, les parecía que

un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.

la vida representada era, de modo misterioso, más real que

Había algunos que eran tan grandes como un campo de fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos, adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos, sin decoración. Esos anfiteatros no tenían tejado, todo se hacía al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las filas de asientos tapices bordados de oro, para proteger al público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En los teatros más humildes cumplían la misma función cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.

su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad.


Han pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han derrumbado. El viento y la lluvia, el frío y el calor han limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra respirara en sueños. Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono y electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los edificios nuevos, quedan todavía un par de columnas, una puerta, un trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos días.


En una de esas ciudades transcurrió la historia de Momo. Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un pequeño anfiteatro. Ni siquiera en los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En nuestros días, es decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban casi olvidadas. Sólo unos pocos catedráticos de arqueología sabían que existían, pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera comparar con los otros que había en la gran ciudad. De modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de hierbas, hacían ruido, hacían alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvía el silencio al círculo de piedra y las

cigarras cantaban la siguiente estrofa de su interminable canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las estrofas anteriores.


En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocía el

también negros como la pez y unos pies del mismo color,

curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los

pues casi siempre iba descalza.

niños usaban la plaza redonda para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahí, de noche, algunas parejitas. Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña. No lo podían decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy curioso. Parecía que se llamaba Momo o algo así. El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo y al orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el pelo muy ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado jamás a un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y


Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser diferentes, descabalados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada más que lo que encontraba por ahí o lo que le regalaban. Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con tantos bolsillos.


Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, había unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla. Momo los miraba asustada, porque temía que la echaran. Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable.


Ellos también eran pobres y conocían la vida. —Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta esto. —Sí —contestó Momo. —¿Y quieres quedarte aquí? —Sí, si puedo. —Pero, ¿no te espera nadie? —No. —Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa? —Ésta es mi casa. —¿De dónde vienes, pequeña? Momo hizo con la mano un movimiento indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.

—¿Y quiénes son tus padres? —siguió preguntando el hombre.


La niña lo miró perpleja, también a los demás, y se encogió un poco de hombros. La gente se miró y suspiró. —No tengas miedo —siguió el hombre—. No queremos echarte. Queremos ayudarte. Momo asintió muda, no del todo convencida. —Dices que te llamas Momo, ¿no es así? —Sí. —Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién te ha llamado así? —Yo —dijo Momo. —¿Tú misma te has llamado así? —Sí.

—¿Y cuándo naciste? Momo pensó un rato y dijo, por fin: —Por lo que puedo recordar, siempre he existido.


—¿Es que no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela, Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró: —Ésta es mi casa. —Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavía eres una niña. ¿Cuántos años tienes? —Cien —dijo Momo, como dudosa. La gente se rió, pues lo consideraba un chiste. —Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes? —Ciento dos —contestó Momo, un poco más dudosa todavía. La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña sólo conocía un par de números que había oído por ahí, pero que no significaban nada, porque nadie le había enseñado a contar.


—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la policía que estás aquí? Entonces te llevarían a un hospicio, donde tendrías comida y una cama y donde podrías aprender a contar y a leer y a escribir y muchas cosas más. ¿Qué te parece, eh? —No —murmuró—. No quiero ir allí. Ya estuve allí una vez. También había otros niños. Había rejas en las ventanas. Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me fui. No quiero volver allí. —Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió. Y los demás también lo entendían y asintieron. —Está bien —dijo una mujer—. Pero todavía eres muy pequeña.


“Alguien” ha de cuidar de ti. —Yo —contestó Momo aliviada. —¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer. Momo calló un rato y dijo en voz baja: —No necesito mucho. La gente volvió a intercambiar miradas, a suspirar y a asentir. —Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que había hablado primero—, creemos que quizá podrías quedarte con alguno de nosotros. Es verdad que todos tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos un montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que uno más no importa. ¿Qué te parece eso, eh? —Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí?

La gente estuvo discutiendo mucho rato, y al final estuvo de acuerdo. Porque aquí, pensaban, Momo podía vivir igual de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos cuidarían de ella, porque de todos modos sería mucho más fácil hacerlo todos juntos que uno solo.


Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara

Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el

medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que

anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta

pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso

en honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy

un pequeño hogar. También encontraron un tubo de

divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta.

chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera, un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La cueva de piedra debajo del escenario se había convertido en una acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro. Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los demás.

Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente de los alrededores.



LA ISLA DEL TESORO ROBERT LOUIS STEVENSON


Capítulo 1 Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow» El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posi ción de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.


Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía: «Quince hombres en el cofre del muerto... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»


con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada. -Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó-.

Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre?


Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero -dijo con la misma voz con que podía mandar un barco. Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.


Era un hombre reservado, taciturno. Durante vagabundeaba

en

torno

a

la

ensenada

o

el día por

los

acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que trataba era de esquivarla.


Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegabaa inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».


No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.


Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una

la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba

sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el

soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.

que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a

Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las

cuantos lo rodeábamos; en oca siones pedía una ronda

historias que costaba. Terroríficos relatos donde desfilaban

para todos los presentes y obligaba a la atemorizada

ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha»,

clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a

temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y

corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la

otros siniestros parajes de la América Española. Según él

casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos

mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más

los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más

despiadada que Dios lanzó a los mares; y el vocabulario con

fuerte por temor a despertar su ira. Porque en esos

que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a

arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha

nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que

visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a

describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la

todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía

ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se

como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su

cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar

relato con interés. Tampoco permitía que nadie abandonase

la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes, que


al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo, encontraban deleite: era una fuente de emociones, que rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había incluso algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo; y afirmaban que hombres como aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.

Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos; porque semana tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando mi padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera


más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y

sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca

clavaba los ojos en mi padre tan fieramente, que el pobre,

pudimos sorprender abierto su cofre de marino.

aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas veces le he visto,

después de

una de

estas

desairadas

escenas,

retorcerse las manos de desesperación, y estoy convencido de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.

Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya cerca de su final, y cuando el de mi padre estaba también cercano, consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un

En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el

refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar

capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a

una pipa mientras aguardaba a que trajesen su caballo

un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día,

desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos

y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía

establo.

resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos


Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro desvalijador, tirado sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a cantar: «Quince hombres en el cofre del muerto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron! El ron y Satanás se llevaron al resto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»

Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la


canción y solamente era una novedad para el doctor

-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando

Livesey, al que por cierto no le causó un agradable efecto,

el rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así

ya que pude observar cómo levantaba por un instante su

era, el doctor Livesey replicó-: So lamente he de deciros

mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando

una cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá

con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo

muy pronto a salvo de un despreciable forajido.

remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto, empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces se detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono, mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa. El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo en la mesa y con el más bellaco de los vozarrones gritó: -¡Silencio en cubierta!

La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo en la pared. El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por encima del hombro, elevando el tono de su voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente tranquilo y firme: -Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar.


Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las

por una insolencia como la de esta noche, tomaré las

miradas, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió

medidas para que os detengan y expulsen de estas tierras.

a sentarse gruñendo como un perro apaleado.

Basta.

-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puesto que no ignoro

Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del

su desagradable presencia en mi distrito, podéis estar

doctor Livesey, y éste montó y se fue; el capitán

seguro de que no he de perderos de vista. No sólo soy

permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras

médico, también soy juez, y, si llega a mis oídos la más

muchas a partir de ésta.

mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera


LOS VIAJES DE GULLIVER JONATHAN SWIFT



Primera Parte Un viaje a Liliput Capítulo 1 El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado... Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba


de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras

pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar

partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues

estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de

siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi

míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate

suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi

Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías. Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa


Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria.


El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a

Wapping,

esperando

encontrar

clientela

entre

los

marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera. No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van

Diemen.

Según

observaciones, nos

encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del


trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se

quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo

encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre,

que perecerían todos.

que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que


En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y

despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude

marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin

moverme; me había echado de espaldas y me encontraba

encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era

los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos

imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho. El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al


lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del

después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al

mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras

saltar de mis costados a la arena.

que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Sólo podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse

sobre

mi

pierna

izquierda

algo

vivo,

que,

avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí Jonathan Swift: Viajes de Gulliver tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron


No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas.


Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme con la mano izquierda. Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco de ante que no pudieron atravesar.


Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y

pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una

era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con

sílaba.

la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente. En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo sería suficiente adversario para el mayor ejército que pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir; desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad,


Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san. (Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual pude volverme a la derecha y observar la persona y el ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le acompañaban, de los cuales uno era un paje que le sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado, dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador y pude distinguir en su discurso muchos períodos de amenaza y otros de promesas, piedad y cortesía.


Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso,

brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y

alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como

muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de

quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de

calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me

hambre, pues no había probado bocado desde muchas

tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del

horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las

tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían

demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar

buenamente, dando mil muestras de asombro y maravilla

mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del

por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me

buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca

diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no

para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así

me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes

llaman ellos a los grandes señores, según supe después-

ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de

me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que

sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y

se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un

le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo

centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia

que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta,

mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían

y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque

sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la

mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que

primera seña que hice. Observé que era la carne de varios

me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más;

animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había

pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube


realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y

esplendidez

bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al

adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de

principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender

estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por

que echase abajo los dos barriles, después de haber

mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar

avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole:

solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como

Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles

yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo,

estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a

cuando observaron que ya no pedía más de comer, se

menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme

presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de

por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros

Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por

cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la

la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la

mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo

cara con una docena de su comitiva, y sacando sus

que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo

credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los

peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi

ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado,

honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi

pero

sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya

apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la

entonces me consideraba obligado por las leyes de la

capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido

hospitalidad a una gente que me había tratado con tal

que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que

con

y

tono

magnificencia.

de

firme

No

obstante,

para

mis

resolución. Frecuentemente,


de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña

Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con

indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su

mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí

Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien, porque movió la cabeza a modo de desaprobación y colocó la mano en posición que me descubría que había de llevárseme como prisionero. No obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen trato. Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé que el número de mis enemigos había crecido, hice demostraciones de que podían disponer de mí a su talante.

una gritería general, en que se repetían frecuentemente las palabras

Peplom

Selan

y

noté

que

a mi izquierda

numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor muy agradable y que en pocos minutos me quitó por completo

el

escozor

causado

por

las

flechas.

Estas

circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y no es de extrañar, porque los médicos, de orden del emperador, habían echado una poción narcótica en los toneles de vino.


A lo que parece, en el mismo momento en que me

después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no

encontraron durmiendo en el suelo, después de haber

hubiesen podido esperar merced.

llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con un propio al emperador, y éste determinó en consejo que yo fuese atado en el modo que he referido –lo que fue realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase una máquina para llevarme a la capital.

Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo y el estímulo del emperador, que es un famoso protector de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de

Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de

guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de

que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso

largo, en los mismos bosques donde se producen las

análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente,

maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o

al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente

cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e

se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas

ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para

mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a

disponerla

la primera sensación de escozor, sensación que podía haber

construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas

excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme

del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y

capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto,

que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran

mayor

de

las

máquinas

hasta

entonces


ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según

pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la

parece, emprendió la marcha cuatro horas después de

metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de

haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la

distancia.

principal dificultad era alzarme y colocarme en este vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas con que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas.

cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo profundo

sueño,

debido

viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta

Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas

en

Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro

a

la

fuerza

de

aquel

medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro

mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente.


puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo. En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y

dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al

descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado,

Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así

la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas,

que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de

dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la

la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas

mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha,

del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó

y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las

noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en


Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me

melancólico en que en mi vida me había encontrado. El

ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis

ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar

candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando

los

trabajadores

creyeron

que

ya

me

sería

imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más


no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.


DON QUIJOTE DE LA MANCHA MIGUEL DE CERVANTES



PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza.


Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o

con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también

Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores

cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad

que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles

divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen

se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa

merecedora del merecimiento que merece la vuestra

poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se

grandeza.

salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que


Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el

para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón

juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el

como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en

sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo

zaga.

Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición


En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros,

pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de

así de encantamientos, como de pendencias, batallas,

turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se

desafíos,

le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.

disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la

heridas,

requiebros,

amores,

tormentas

y

imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un

revés

había

partido

por

medio

dos

fieros

y

descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era


todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una

pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía

mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y

celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su

aun a su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su

industria, porque de cartones hizo un modo de media

juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás

celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia

dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y

de celada entera.

necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que


Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al

estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso

riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos

y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo

golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que

ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos

había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la

nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó

facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse

a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar

de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas

Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo

barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó

de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que

satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva

ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del

experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de

mundo.

encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese

sin

nombre

conocido;

y

así

procuraba

acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor


no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso

como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y

ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros

le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del

ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde

cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien

como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan

tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque

verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y

de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y


rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.


LUCES DE BOHEMIA

RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN





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