La señora Potter no es exactamente Santa Claus

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En el que aparece por primera vez Stumpy MacPhail y, también, una madre que cree que su hijo está (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA ) y, por supuesto, la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Era una apacible mañana en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Stumpy MacPhail acababa de servirse un café cargado, con doble de leche, doble de azúcar y una cucharadita de mermelada de melocotón. Mientras lo degustaba, chasqueaba los dedos, sus esqueléticos dedos de pianista torpe, y sonreía en dirección a la puerta. Su pequeña oficina, situada en una de las calles principales de la siempre desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth, consistía en apenas una silla, la silla que el, en cierto sentido, un sentido casi infantil, atractivo agente inmobiliario ocupaba, una mesa, la mesa en la que descansaban su libreta de citas, su colección de facturas, una pequeña lámpara, un viejo ordenador y aún no el suficiente polvo como para provocar estornudos, y un puñado de estanterías, las suficientes como para forrar la pared que quedaba a su espalda. Dichas estanterías estaban repletas de anuarios de ventas de inmuebles del condado y de revistas de modelismo. Oh, y una de ellas, la afortunada , albergaba, un raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la novela que había llevado a aquel del todo iluso tipo que maldecía en nombre de Neptuno, a aquel desapacible rincón del mundo.

Louise Cassidy Feldman, la excéntrica y sin embargo famosa autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, había ambientado aquella, su única novela para niños, en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, porque había sido allí donde había dado con la retorcida idea de la misma. Fue durante uno de sus viajes a ninguna parte, esos viajes en los que,

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para escribir, se limitaba a extraer del maletero de su destartalado todoterreno una mesa de camping y colocarla en cualquier lugar, ponerle encima su máquina de escribir, o a menudo tan sólo una libreta, y sentarse, en una silla plegable, junto a ella, y (TEC ) (TEC ) teclear, o, simplemente (TAP ) (TAP ) (TAP ), deslizar un lápiz sobre cualquiera página en blanco, que se había detenido en aquel desapacible, oh, todas aquellas ventiscas heladas, el cielo perpetuamente en blanco, aburrido de sí mismo, perlado, a ratos, de nubes en absoluto amables, lugar, y sin casi poder evitarlo, había dado con la mismísima señora Potter. Por supuesto, la señora Potter con la que había dado no era su señora Potter, sino una camarera, la camarera que había tomado nota de su café y su emparedado, y que en su imaginación, la imaginación de la inclasificable pero sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, se había convertido en una especie de bruja, una bruja aparentemente buena, dedicada a cumplir sueños, a hacer realidad todos tus deseos, con la inexplicable y mágica facilidad con la que hacían realidad todos tus deseos los genios de la lámpara en todos aquellos otros cuentos que nada tenían que ver con la única novela para niños que había escrito la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman. Stumpy Macphail, sus dedos de pianista hundiéndose, ligeramente, en aquel café cargado, una galleta de lo más común entre ellos, sumergiéndose en la taza, recordó la historia de cómo Louise Cassidy Feldman había dado con la cafetería (LOU ’S CAFÉ ) en la que había conocido a la protagonista de su, aún por entonces inexistente, única novela infantil. La escritora conducía despreocupadamente su viejo y destartalado todotorreno, un todoterreno al que llamaba (JAKE ), y andaba pensando en cualquier cosa, y en este punto a Stumpy siempre le había gustado pensar que andaba pensando en la ciudad subacuática que estaba construyendo en el sótano de su casa, en un intento por crear un vínculo indestructible entre su escritora favorita y él mismo, puesto que era el propio Stumpy quien estaba construyendo una pequeña ciudad subacuática en el sótano de su casa, cuando la nieve, literalmente, la rodeó

Porque así funcionaban las cosas en Kimberly Clark Weymouth. El cielo se aburría de su propia palidez y descargaba, sin avisar, una enorme cantidad de nieve, de forma un tanto aleato­

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ria, aquí y allá, en todas partes, y en todas a la vez, y puede que los habitantes del lugar estuviesen preparados, pues siempre lo estaban, llevaban encima todo tipo de cosas, parecían, a menudo, escaladores listos para alcanzar la cima de una montaña muy nevada, pero era evidente que la siempre despreocupada y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman no lo estaba. Así que cuando toda aquella nieve apareció, de ninguna parte, y se estrelló contra el cristal delantero de su viejo todoterreno, su viejo todoterreno dijo (BASTA ) y ella se dijo (OH , DE ACUERDO ) y (NO ERES EL ÚNICO AL QUE ESTO NO LE GUSTA , JAKE ), y se añadió, poniendo el intermitente, haciéndose a un lado, y exhalando una (FUUUUF ) nube de humo, (YO TAMBIÉN NECESITO UNA TAZA DE CAFÉ ). Café (UHM ), pensó Stumpy, deteniendo un momento el recuerdo de aquella historia, la historia de cómo su escritora favorita había dado con aquel, su pequeño pueblo, para degustar su propia taza de café, su café con melocotón, aquella cosa. Mientras lo hacía, el recuerdo siguió su curso, y Louise Cassidy Feldman vislumbró, entre todo ese (FUUUUF ) humo, un sitio libre en el atestado aparcamiento de un lugar llamado LOU ’ S CAFÉ , algo que la escritora se tomó como una señal (OH , ¿HAS VISTO ESO , JAKE ?), se dijo, y sin que Jake tuviera tiempo de contestarle, aunque, pensándolo bien, después de todo, tampoco iba a poder hacerlo puesto que no era más que un todoterreno viejo, se añadió (ALGUNA OTRA LOUISE SE ME HA ADELANTADO Y HA MONTADO UNA CAFETERÍA EN ESTE LUGAR ), y, sin otro remedio, aparcó, bajó, cerró de un (BLAM ) portazo la puerta de aquel viejo todoterreno, y se encaminó a la cafetería, exhalando (FUUUUF ) nubes de humo, y disparando en todas direcciones sus feas botas de montaña que, oh, no, jamás habían visto tanta nieve, ni siquiera, de hecho, podían imaginarse que tanta nieve pudiera existir. Stumpy MacPhail había reconstruido la cafetería de Lou en su ciudad sumergida, la ciudad sumergida que ocupaba el sótano de la pequeña casa que había alquilado en las afueras de Kimberly Clark Weymouth, y que era, claro, una ciudad sumergida nevada. Su madre solía preguntarle por ella cada vez que llamaba, y llamaba a menudo. Su madre, Milt Biskle MacPhail, reconocida articulista de la exclusiva, elitista y dolorosamente intelectual Lady Metroland, creía que su pequeño estaba (TIRANDO SU VIDA

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POR LA BORDA ), o eso decía, decía (STUMP ), (ESTÁS TIRANDO

TU VIDA POR LA BORDA ), todo el tiempo. A lo que Stump, que jamás había sido tan feliz, que ni siquiera el día en que empezó a mostrar todas aquellas casas que había estado construyendo en su habitación, casas de papel, cuando no era más que un niño, a posibles compradores, posibles inquilinos, iniciando así su, en el futuro considerada brillante, carrera de agente inmobiliario, había sido tan feliz, siempre respondía: –Oh, no, mamá.

Luego se ajustaba la pajarita, porque Stumpy MacPhail nunca salía de casa, de su pequeña y enmoquetada casa de las afueras de Kimberly Clark Weymouth, sin su pajarita, que era siempre una pajarita bicolor, y añadía:

–A mi vida le va estupendamente.

A lo que Milt Biskle MacPhail, la reconocida articulista de Lady Metroland respondía con un chasquido de su viperina lengua, la lengua de una madre respetada y acostumbrada a tener siempre la razón, una razón que en este caso no necesitaba de una corte de abogados para defenderse, pues era obvio que uno no podía simplemente mudarse a la pequeña y desapacible población en la que se desarrollaba la acción de su novela favorita, su novela infantil favorita, y ser feliz, porque la felicidad, en la mente de aquella envidiada articulista, no tenía nada que ver con seguir siendo un niño, sino más bien con crecer y hacer todas aquellas cosas que los niños hacían cuando crecían, es decir, tener coches, tener casas, tener dinero, y no preocuparse por lugares llamados Kimberly Clark Weymouth porque nadie había oído hablar de ellos y lo más probable es que, se hablase con quien se hablase de un lugar así, su mera mención provocaría un alzamiento de cejas y un ligero asentimiento, un asentimiento de incomprensión e incredulidad ante tan ridículo exotismo. –¿Por qué no…? Uhm, ¿mamá ? ¿Por qué no simplemente un día te dejas, eh –Stumpy solía hacer todo tipo de cosas mientras hablaba con su madre, tomaba notas de posibles nuevas secciones y barrios de su ciudad en construcción, consultaba su agenda, (CENA EN CASA DE HOWARD YAWKEY GRAHAM . 21.15), se cambiaba el teléfono de oreja, daba sorbos a su taza de café– caer por aquí? Apuesto a que cambiarías de opinión.

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–Oh, no, apuesto a que no, Stump. Stump sonrió. No había manera de que su madre entendiera lo que había sentido la primera vez que había puesto un pie en Kimberly Clark Weymouth. No había manera de que entendiera que, para él, había sido como poner un pie en otro planeta. Así que, ¿qué sentido tenía? Una y otra vez, Stump tiraba la toalla. Decía algo parecido a: –¿Por qué no hablamos en otro momento, mamá? Tengo una cita en cinco minutos.

A lo que su madre respondía: –No, no la tienes, sólo estás tratando de escapar, Stump. Pero aquel día no hizo eso. Aquel día le habló de la cena en casa de Howard Yawkey Graham y de sus condenados premios Porque, por una vez, estaba nominado. Y algo en el tono de voz de su madre cambió. Algo le dijo que, por primera vez, lo que estaba a punto de decirle, le interesaba. –Un momento, ¿estás nominado, Stump? –ronroneó. –Ajá –Stump volvió a cambiarse el auricular de oreja, y, mientras coloreaba un pequeño castillo habitado por un bebé de dragón, añadió, orgulloso–. A Agente Audaz. –Oh, y, uh, ¿crees que tienes posibilidades, hijo ? Oh, hijo, pensó Stump, sonriendo de una forma decididamente triste, aliviado en cualquier caso porque no estaba fallándole, porque, por una vez, estaba encajando en su mundo, un mundo de fiestas y artículos, de premios y discursos. De titulares –Por supuesto, mamá, ¿acaso hay algo más audaz que mudarse al pueblo que Louise Cassidy Feldman eligió para ambientar La señora Potter ? ¿Un pueblo en el que apenas hay casas que vender ? –Stumpy colocó sobre el hocico de aquel pequeño dragón coloreable un par de gafas que no le sentaban nada bien–. ¿No me darías tú el premio ?

Sin darse por aludida, sin caer en la cuenta de la manera en que todo aquello estaba importunando a su afortunadamente feliz hijo, Milty dejó escapar una pequeña carcajada, satisfecha , porque, por una vez, podría hablar de su hijo en un idioma que todos aquellos que la rodeaban entendían, y dijo: –Oh, Stump.

–Déjame adivinar –dijo su hijo.

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–¿Sí?

–¿Tienes que hacer unas llamadas?

–Oh, Stump, ¿cómo es posible que me conozcas? ¿Que me conozcas tanto ?

Stump sonrió. Sonrió y se limitó a decir: –Hasta luego, mamá.

Y antes de colgar oyó a su madre decir: –Enhorabuena, hijo

Luego regresó a su café con melocotón, consultó su reloj, y volvió, inevitablemente, a aquel desapacible día en el que Louise Cassidy Feldman había detenido su viejo todoterreno en el atestado aparcamiento del Lou’s Café.

Louise había llevado sus botas cubiertas de nieve hasta uno de los reservados de aquella cafetería y se había tomado un café y un emparedado de chocolate y luego había comprado una postal navideña.

A Louise Cassidy Feldman le traía sin cuidado la Navidad.

Todo lo que recordaba de ella era una cabeza de ciervo iluminada , la cabeza de ciervo que presidía la sala de estar de sus padres, una cabeza de ciervo triste y aburrida, que nunca se prestaba a hablar con ella, porque estaba, decía, (MUY OCUPADA ), y quizá por eso se había sentido atraída por aquella postal en concreto, una postal en la que no había árboles ni regalos ni niños sonrientes, sólo tres esquiadores.

Tres esquiadores diminutos.

La postal por la que la escritora se había sentido irremediablemente atraída giraba en la estantería giratoria que aquella tal (LOU ) había colocado junto a la caja registradora, y mostraba, sí, a tres diminutos esquiadores, con sus diminutos gorros y sus diminutas bufandas, sus diminutos esquís y sus diminutos guantes, bajando por la blanquísima ladera de una montaña, una pista, rodeada de árboles. De fondo, se intuía una acogedora cabaña. En el tiempo que aquella tal (LOU ) empleó en dirigirse a la caja registradora y pulsar lo que demonios tuviese que pulsar para cobrarle el emparedado y el café, la escritora viajó hasta aquella cabaña y recostó su tumultuosa cabeza en el sillón afelpado que alguien había colocado junto a la chimenea, en cuyo interior crepitaba un fuego. Y cuando abrió los ojos, vio aquella escena, la escena de los

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esquiadores, el descenso, desde el otro lado, desde el interior de aquella cabaña, y pudo oírles gritar (¡UUAAAAUUUU !) y (¡ESTO ES LA MOOOONDA , JAKE !), gritaban (¿ NO VAMOS DEMASIADO RÁPIDO ?) y (¿DÓNDE ESTÁ JANE ?) (¡ JAAAAAAANE ! ), y a Louise, al instante, la embargó una profunda sensación de paz, la clase de sensación de paz con la que sólo un viajero incansable puede llegar a toparse alguna vez, esto es, la de alguien que jamás se ha sentido en casa sintiéndose en casa por primera vez. En adelante, la escritora se teletransportaría en más de una ocasión a aquel sillón afelpado y volvería a contemplar la escena, y de allí, de aquella cabaña acogedora, saldrían al menos tres de sus novelas, pero sólo una de ellas, la primera, contendría una escena que sucedería en la cafetería de aquella (LOU ), y que describiría, en un párrafo aparentemente sin importancia, cómo se había acercado, un cigarrillo apagado colgando del labio, la cartera, una cartera decididamente masculina en la mano, los ojos ligeramente pintados, el pelo, corto y revuelto, a la caja registradora para pagar su café y aquel emparedado de chocolate, un emparedado reseco y aburrido, y que, al hacerlo, había visto aquel puñado de postales navideñas amontonadas en aquella pequeña estantería giratoria , un puñado de postales que parecían llevar demasiado tiempo esperando, y cómo había estado ojeándolas, y se había finalmente teletransportado a una de ellas mientras la camarera, Alice, Alice Potter, parloteaba con un tipo en la barra, hablaban del tiempo, del tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y finalmente, después de todo aquel (OJEAR ) había decidido llevarse una de aquellas postales, no una postal cualquiera sino la única que había logrado teletransportarla a algún lugar.

Lo que Louise no había contado en aquella escena, y sólo había contado en una ocasión, a su buen amigo Jeff Bocka, el escritor que había perdido la cabeza después de escribir un libro llamado La pequeña Bess Hingdon, es que, en el momento en que sus ojos y los ojos de la camarera, Alice, Alice Potter, se habían encontrado, algo en la mente de (LOUISE ) había (BUM ) estallado, y ese algo tenía que ver con la postal, Alice Potter, el tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y Santa Claus, porque en el momento en el que los ojos de Louise Cassidy

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Feldman se habían topado con la mirada decididamente ilusa y ausente de Alice Potter, la escritora había irremediablemente pensado en la mañana de Navidad, en casa, bajo el árbol, y en ella, de niña, preguntándose, ante la atenta mirada de aquella cabeza de ciervo iluminada, qué demonios haría el resto del año Santa Claus, si aquel era verdaderamente su trabajo, su único trabajo, y si alguien podía vivir todo un año de trabajar un único día de ese mismo año.

Esa era la razón, le había contado a Jeff, de que hubiera tartamudeado cuando la camarera le había dicho ( SEIS CON CINCUENTA ). Louise había tartamudeado y había estado a punto de no (EH ­UH ­EH ­¿SÍ ?) pagar, había estado a punto de irse por donde había venido, instalarse en aquel aparcamiento, instalar, en realidad, su mesa y su silla plegable, y ponerse a escribir, porque había tenido una idea, y era una idea estupenda (ESTA CIUDAD VA A TENER UN SANTA CLAUS OFICIAL Y NO SERÁ EXACTAMEN ­

TE UN SANTA CLAUS ), y aquella era la idea que había dado forma a la novela favorita de Stumpy MacPhail, aquella novela que llevaba por título La señora Potter no es exactamente Santa Claus, y que, en aquel momento, había dejado de reposar en una de aquellas estanterías repletas de anuarios de ventas y de revistas de modelismo, porque Stumpy había vuelto a ojearla, el sabor de aquel café amelocotonado en la boca, y se había detenido, precisamente, en la página en la que se reproducía aquella postal navideña. Se había fijado en los tres esquiadores diminutos que descendían aquella colina y se había dicho que, después de todo, él estaba en aquel momento dentro de aquella cabaña, la cabeza recostada en aquel sillón afelpado, contemplando la escena. Porque, por más que le pesara a su madre, Stumpy era feliz, como lo había sido el niño Rupert.

Oh, ¿había sido feliz el niño Rupert? Por supuesto, lo había sido. Pero sólo un tiempo. El niño Rupert era el protagonista de La señora Potter no es exactamente Santa Claus. En realidad, podría decirse que había sido el antagonista de tan estrambótico personaje. El niño Rupert había sido el primero en toparse con la señora Alice Potter, con su oronda figura, su pelo blanco y su disfraz de Santa Claus. La señora Potter era la nueva vecina de los siempre tímidos Brooke. El niño Rupert se la había encontrado

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un día en el jardín trasero, olisqueando, no como olisquearía una señora de pelo blanco, sino como lo haría un sabueso: a cuatro patas, aquel disfraz de Santa Claus cubriéndose de barro. ¿Acaso buscaba algo? Oh, no, nada, ella no buscaba nada, o eso le había dado a entender al niño Rupert cuando, sorprendida en tan poco decorosa situación, había sido interrumpida por el pequeño, que, aunque lo parecía, no era, en realidad, tan pequeño. Tres días después de aquello, el pequeño Rupert había dado con un agujero del tamaño de una caja de zapatos en el jardín trasero, y les había dicho a sus padres que, fuese lo que fuese lo que buscaba aquella señora el otro día, lo había encontrado. Pero sus padres, siempre tan ocupados, con todos aquellos horribles trabajos de oficina que decían tener, porque siempre eran trabajos de oficina y eran trabajos horribles, no le habían prestado la más mínima atención, y el pequeño Rupert se había metido en su cuarto y había llamado a Chester, su mejor amigo, por teléfono. Le había llamado y le había dicho que aquella mujer, fuese quien fuese, había conseguido lo que quería, y Chester se había prestado a acompañarle, al día siguiente, después de clase, a casa de aquella mujer que parecía pero no podía ser Santa Claus porque, qué demonios, era una mujer. Pero ¿acaso tenía Santa Claus que ser forzosamente un hombre?, se había preguntado aquella mañana, en el colegio, Chester Vernon.

El par de amigos solían sentarse juntos en el comedor, y compartir sus almuerzos. El padre de Chester preparaba unos emparedados estupendos. Piénsalo, le había dicho su mejor amigo entonces, ¿quién sabe lo que verdaderamente esconde Santa bajo el disfraz? Rupert había sonreído y había sacudido la cabeza. No, tío, había dicho. Santa tiene barba. Una barba blanca y enorme. ¿Cómo demonios podría ser una mujer ? Oh, había respondido, risueño, Chester, ¿acaso no has oído hablar de la mujer barbuda ?

–No, tío, la mujer barbuda está en el circo, y es un invento.

–Piénsalo, Rupp. –Chester se toqueteó las gafas, aquellas gafas que no hacía más que quitarse y ponerse, como si en vez de un par de gafas fuesen una especie de botón de encendido y apagado de vete a saber qué, ¿el mundo ?–. ¿No podría ser así como Santa Claus pasa desapercibido? Si fuese una mujer, una mujer barbuda, le bastaría con afeitarse para pasar desapercibido

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–¿Has perdido la cabeza, Chest? –Rupert se masajeaba compulsivamente el vello que cubría la zona en la que algún día no demasiado lejano le crecería un bigote rubio que los lectores de aquella novela jamás llegarían a ver –. ¿Por qué tendría Santa Claus que pasar desapercibido? ¡Santa Claus ni siquiera existe, Chester!

Chester miró entonces a uno y otro lado, como si en vez de un personaje de una novela infantil fuese un personaje de una novela de espías, y dijo: –¿Cómo lo sabes? Quiero decir, ¿y si existiera? –El chaval se quitó las gafas, miró detenidamente a Rupert. Primero le miró un ojo y luego el otro–. Piénsalo. Esa mujer no tenía por qué llevar ese traje, y tampoco tenía por qué olisquear como un perro tu jardín. ¿Y si –Chester carraspeó, bajó aún más la voz, le miró detenidamente, primero un ojo, luego el otro– y si fuese una especie de animal, Rupp?

–¿Una especie de animal?

Chester asintió, volvió a ponerse las gafas, miró a uno y otro lado, dijo:

–¿Y si Santa es una especie de bruja, Rupp?

Definitivamente, pensó Stump, el ejemplar de aquella vieja edición de su novela favorita en la mano, abierto por la página en la que transcurría aquel delicioso diálogo entre Rupert y Chester, aquel chaval tenía madera de detective, como no tardaría en resultar más que evidente, cuando se descubriera que, efectivamente, la señora Potter no era exactamente Santa Claus pero, como él, podía cumplir deseos, tenía, en realidad, una pequeña caja que los cumplía por ella. Oh, no es que en el mundo del que provenía las cajas cumpliesen deseos, es que aquella caja en concreto lo hacía. Porque contenía una pequeña colección de postales mágicas. Postales, evidentemente, navideñas. MacPhail sonrió y devolvió su viejo ejemplar a la estantería, no sin antes olisquearlo, a la manera en que, pensó, lo hubiese olisqueado la mismísima señora Potter, y se dijo que no le vendría nada mal tener una de aquellas postales a mano. Si hubiera tenido una de aquellas postales a mano habría escrito en el dorso algo parecido a (¡LOADO SEA

! ¿PODRÍA

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DERME LA FORTUNA UN CLIENTE ? UN CLIENTE ES TODO LO

QUE NECESITO ), y al hacerlo habría decepcionado una vez más a su madre, a quien le traían sin cuidado los clientes, porque, diría, los clientes le lloverían cuando ganase aquel condenado premio que no era más que un premio absurdo, un Howard Yawkey Graham a nada menos que Agente Audaz, pero ella, de todas formas, habría querido que escribiese aquello en la postal, que escribiese (QUERIDA SEÑORA POTTER ) (DOS PUNTOS ) (NADA ME HARÍA MÁS FELIZ QUE GANAR EL HOWARD YAWKEY GRAHAM A AGENTE AUDAZ , SEÑORA POTTER ) (¿ CREE QUE PODRÍA CONSEGUIRLO ?) ( SUYO ATENTAMENTE ) ( STUMPY MAC PHAIL).

En cualquier caso, Stumpy no tenía una de aquellas postales a mano, por lo que no valía la pena pensar en lo que hubiese escrito en ella de haberla tenido. Más le valía seguir pensando en Louise Cassidy Feldman y en su novela favorita, la novela que le había llevado a mudarse a la aburrida y desapacible Kimberly Clark Weymouth, y en por qué no, aquel tipo que se había apostado ante su puerta, ¿acaso podía ser su primer cliente?

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En el que el protagonista de esta historia, Billy Bane Peltzer, maldice su suerte como propietario de una tienda de souvenirs, y se habla de la maldición que persigue a la fría y despiadada Kimberly Clark Weymouth y la obsesión de sus habitantes por una serie llamada Las hermanas Forest investigan

El tipo que iba a apostarse ante la puerta de ( SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL ) era, a su pesar, una pequeña celebridad en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Su nombre era Billy. Y, aunque detestaba con todas sus fuerzas aquella maldita y fría ciudad, la detestaba con la misma intensidad con la que detestaba todos aquellos cuadros, los cuadros que no dejaban de llegarle de todas partes, los cuadros que pintaba su madre, estuviese donde estuviese, no podía evitar ser una pequeña celebridad. Y todo porque su padre, el estúpidamente fallecido Randal Peltzer, Randal Zane Peltzer, se había, como aquel ridículo agente inmobiliario que aún no era más que una presencia vaporosa en la mente siempre meditabunda de Billy, Billy Bane Peltzer, obsesionado con la novela de aquella tal Louise hasta el punto de abrir el único establecimiento dedicado por entero a vender merchandising relacionado con aquella condenada señora Potter. De todas partes llegaban familias, familias al completo, familias que se embutían en pequeños coches, en pequeñas caravanas, familias que no tenían un centavo pero sí tenían niños, niños que habían leído la maldita novela y se habían obsesionado con ella a la manera en que lo había hecho su padre, que ni siquiera era un niño cuando la había leído, y habían insistido en visitar la casa de aquella mujer que definitivamente no era Santa Claus pero lo parecía, familias que compraban auténticas postales de la señora Potter, y todo tipo de cosas, aquellas otras cosas que Billy Bane vendía y que estaban todas relaciona­

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das con el mundo que se describía en La señora Potter no es exactamente Santa Claus.

Los niños, todos aquellos niños, y, aún, algún adulto, la clase de adulto que viaja solo, con un ejemplar de la novela en la mochila, la mirada perdida, el nudo siempre en la garganta, una tristeza, por momentos, paralizante, querían saber dónde exactamente había veraneado aquella mujer, y si era cierto que toda aquella nieve que jamás se iba a ninguna parte, que caía, de improviso y a diario, sobre aquella fría ciudad, era cosa suya. Si a su marcha, a su definitiva desaparición, aquella tal señora Potter, la mujer que vestía aquel horrible disfraz de Santa Claus abominablemente sucio, había lanzado sobre Kimberly Clark Weymouth una maldición, y aquella maldición consistía en algo parecido a ( TIEMPO DESAPACIBLE ) y ( NIEVE ) ( PARA SIEMPRE ). Y todas aquellas veces, las veces en que aquellos niños definitivamente ilusos, las veces en que aquellos adultos decididamente tristes, preguntaban, Billy sacudía la cabeza, y su abultada y enmarañada melena rizada se sacudía con él, y decía que (NI PENSARLO ), que aquel tiempo desapacible había nacido con la ciudad, que lo único que había hecho la señora Potter era soportarlo –Entonces ¿por qué veraneaba aquí? Mamá siempre dice que se veranea en sitios en los que hace calor. ¿No se veranea en sitios en los que hace calor? –preguntaba, de vez en cuando, alguno de aquellos mocosos entrometidos, a lo que Billy, invariablemente, respondía que lo más probable era que su madre estuviese harta de la ciudad, y no pudiese darse nunca un baño en el mar, y que todo el mundo desea hacer en verano aquello que no puede hacer en invierno, pero ¿qué me dirías, pequeño mocoso del demonio, se aseguraba siempre de omitir Billy Bane, si te dijera que la señora Potter provenía de un lugar en el que no hacía otra cosa que bañarse en el mar y que, por lo tanto, para ella, lo raro, lo excepcional, lo fascinante, eran todas aquellas heladas ventiscas? ¿Qué me dirías si te dijera, tipo triste y solitario que en algún momento fuiste un niño triste y solitario, que la señora Potter soñaba con montar en trineo porque no había manera de que pudiese montar en trineo en el lugar del que procedía, porque en aquel lugar, al contrario que en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, jamás, nunca, nadie había visto

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nada parecido a aquellos copos helados que caían del cielo siempre encapotado de Kimberly Clark Weymouth y que, a base de no dejar de caer, acababan tiñendo de un blanco aborrecible hasta el último rincón de la para siempre navideña ciudad?–. Oh –musitaban entonces todos aquellos hombres, aquellos chicos, aquellas mujeres, aquellas chicas, que habían, por algún delirantemente absurdo motivo, peregrinado hasta aquella ciudad del demonio, con un ejemplar de la novela de Louise Cassidy Feldman en la mochila, la diminuta maleta, la guantera de su viejo utilitario. Algunos fruncían el ceño, le miraban de arriba abajo, decían (NO HABLA EN SERIO ), y en ocasiones Billy Bane decía (POR SUPUESTO QUE NO ), decía (¿AÚN NO SE HA ENTERADO ?), y, con su mejor sonrisa, añadía (¡LA SEÑORA POTTER NO EXISTE !), y entonces todos aquellos tipos, y todas aquellas chicas, y los chicos, y las mujeres, sonreían, recogían sus cosas y se marchaban, pero los niños no lo hacían, los niños no se iban, los niños querían saber cuál era aquel lugar en el que no existían los trineos porque no existía el frío, cuál era aquel misterioso y cálido lugar del que procedía la señora Potter, y entonces Billy Bane bajaba la voz y decía: –Sean Robin Pecknold.

Y todos aquellos niños lo repetían, en un susurro, se decían (SEAN ROBIN PECKNOLD ), y les sonaba, a todos, a palabras mágicas, les sonaba a todo lo que ocurría con todas aquellas postales en las que podían garabatearse deseos, aquellas postales que luego empequeñecían y desaparecían en aquella caja, la caja de la señora Potter, que contenía una pequeña oficina de correos en la que se afanaban, aquí y allá, diminutos empleados, que eran diminutos empleados mágicos porque, una vez terminaba su jornada laboral, regresaban a sus casas, hacían la cena, se metían en la cama, leían algún diminuto libro mágico, y anotaban todo aquello que querían recordar en unas diminutas libretas que todos ellos guardaban en el primer cajón de su mesita de noche.

Y en el coche, de vuelta a casa, los padres y las madres de todos aquellos niños, se aferraban al volante, algunos (FUUUUF ) fumaban, y decían, el volumen de la música ligeramente alto, que aquel lugar, aquel tal (SEAN ROBIN PECKNOLD ) no existía. Que no había forma de que pudiesen veranear allí porque nadie vera­

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neaba en lugares que no existían. Y entonces todos aquellos niños miraban la postal que, con toda seguridad, habían comprado en la única tienda dedicada por completo a vender merchandising de aquella condenada novela infantil , tienda que, por cierto, se llamaba (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ ), y fantaseaban con la idea de que, por una vez, sus padres no tenían razón, y la señora Potter y aquel lugar, aquel (SEAN ROBIN PECKNOLD ), existían.

Con las manos en los bolsillos y el pelo, aquella maraña bamboleante de rizos esponjosos, decididamente atormentado, Billy Bane Peltzer caminaba, dando enormes zancadas, sus viejas botas militares despellejadas aferrándose, cada vez, con seguridad, al asfalto, aquel asfalto congelado, el asfalto de la calle principal de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, en dirección a la oficina de aquel tal (MACPHAIL ), el tipo del que nada sabía y que, esperaba, nada sabía de él. Bane, el flequillo golpeándole aquí y allá, aquella frente que era una frente decidida, si algo así era posible, una frente segura de sí misma, una frente que había heredado, decían, de su tía, la fabulosa Mary Margaret Mackenzie, la fabulosa Mack Mackenzie, ex trapecista y ex domadora de leones que había pasado sus últimos días haciendo todo tipo de trucos con un puñado de delfines, apresuró el paso, pensando en lo que le diría a aquel tipo que nada iba a saber de él porque no había tenido tiempo de saber nada de él, porque puede que Billy Bane Peltzer fuese una pequeña celebridad en Kimberly Clark Weymouth, pero aquel tipo no era más que un recién llegado, un forastero, y le constaba que aún no había pisado el Scottie Doom Doom, y que no lo hubiera hecho lo convertía, con toda probabilidad, en el único hombre que jamás había oído hablar de aquella condenada Louise Cassidy Feldman y su estúpida novela.

Si así era, Bane estaría de suerte.

–Escuche –le diría entonces–. No sé de dónde viene usted ni me interesa, pero aquí, en Kimberly Clark Weymouth, las paredes no sólo escuchan sino que anotan todo lo que se dice, y hay ciertas cosas que no pueden decirse, y una de ellas es la que estoy a punto de decirle, señor, eh, MacPhail

En ocasiones, Bane lo imaginaba sorprendiéndose. Mesán ­

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dose la barba y murmurando un descuidado (OH ). Un (OH ) que parecía a la vez interesado en lo que demonios tuviese que decir aquel chiflado y alarmado por que lo que demonios fuese le convirtiera en alguna especie de blanco para todo el mundo.

En otras, el tipo simplemente fruncía el ceño, aquel ceño que imaginaba altamente sofisticado, y decía algo parecido a: –Su secreto estará a salvo conmigo, señor, eh, Peltzer Esas veces, lo que Bane imaginaba que ocurría a continuación empezaba con un: –Eso es justo lo que esperaba oír. Porque era cierto. Si Bane acudía a aquel tipo, el tipo que había abierto aquella oficina en la calle principal creyendo que podía (SOLUCIONAR ) lo que hubiese que (SOLUCIONAR ), inmobiliariamente hablando, a los habitantes de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, era porque no había nadie más a quien acudir en aquella asfixiante ciudad del demonio. Había otro agente inmobiliario, por supuesto, un tipo llamado Ray Ricardo. Ray Ricardo había sido el único agente inmobiliario de Kimberly Clark Weymouth hasta que a su sobrina Wayne, Wayne Ricardo, se le había ocurrido empezar a competir por los escasísimos clientes disponibles en un lugar al que jamás a nadie se le ocurriría mudarse

Pero dejarse caer por el despacho de Ray Ricardo, o por el de Wayne Ricardo, habría significado para Bane el fin de su pequeña aventura. Porque ayudarle a vender su casa, la casa en la que había crecido, la casa en la que su madre había abandonado a su padre, la casa en la que su padre, el iluso Randal Zane había muerto, la casa a la que seguían llegando todos aquellos cuadros, los cuadros que su madre pintaba, aquellos cuadros que eran como postales, postales de otros mundos que sólo ella podía pisar, porque, sí, ella había escapado, y lo había hecho sola, sería lo último que aquel par harían. Porque Kimberly Clark Weymouth era tan desapacible como decididamente rencorosa. Y necesitaba atención. Era una tipa solitaria y triste, que a menudo se enfadaba, que se enfadaba en realidad todo el tiempo, que gritaba y rompía platos, que daba puñetazos en la mesa, la clase de mesa a la que podría sentarse una ciudad entera , y que lo único que quería era un poco de atención, y esa atención se la daba

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aquella horripilante tienda suya, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ ), y a nadie se le ocurriría quitársela.

–Oh, no, Bill, ¿ vender ? –Bane había imaginado cientos de miles de veces cómo habría acabado cualquier encuentro con Ray o Wayne Ricardo y ese encuentro siempre habría acabado con un–. Ni pensarlo.

Ajá, un (NI PENSARLO ).

Todas aquellas veces, Bane había imaginado a Ray y a Wayne sacudiendo la cabeza, sonrientes, porque eso era todo lo que hacían, después de todo eran agentes inmobiliarios, diciéndole (OH , NO , BILL ) (NI PENSARLO ) y, a menudo les había oído añadir un (¿ACASO QUIERES QUE ME DESPELLEJEN ?), porque eso imaginaba Bane que podía hacerle aquella ciudad. Porque aquella ciudad era como una amante abandonada y completamente trastornada. Jamás iba a atender a razones. Quería conservar lo único bueno que tenía. Aunque fuese una estúpida tienda de souvenirs.

Bane cruzó la calle. Saludó a Meriam Cold, que parecía dirigirse a la oficina postal, tironeando de su rebelde mastín. Apresuró el paso. Había colgado un diminuto cartel en la puerta asegurando que regresaba en (MENOS DE LO QUE TARDA LA SEÑORA POTTER EN CONCEDER UN DESEO ) pero temía que el señor Howling, el propietario de Trineos y Raquetas Howling le hubiese visto salir y acabara preguntándose por qué demonios el chico de Randal tardaba tanto en regresar de donde demonios estuviera y que eso le llevase a preguntarse dónde demonios estaría. Alguien podría sugerirle entonces que lo más probable era que estuviese con la hija de Lacey Breevort, Sam, porque Sam, Samantha Jane, era su única amiga, pero aquello no evitaría que el señor Howling sospechara y pusiese en marcha una pequeña investigación.

De todos era sabido que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth eran buenos investigadores. Se habían curtido viendo los episodios de Las hermanas Forest investigan, una serie de televisión protagonizada por dos hermanas detectives, las hermanas Forest, que, sin duda, vivían en el pueblo más peligroso del mundo puesto que no pasaba un sólo día sin que se descubriera un cadáver en una juguetería, en la sala de espera de la

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consulta del único dentista, o en la trastienda de una de las demasiadas armerías del lugar, puesto que, si por algo era conocido aquel pueblucho de montaña venido a más, era por sus rifles.

Ajajá, Little Bassett Falls, el pueblucho en el que vivían y trabajaban las gemelas Jodie y Connie Forest, era famoso por sus rifles. Y quizá aquello explicara por qué las hermanas tenían tanto trabajo. A menudo, quien demonios fuera que conducía hasta allí para comprar uno de sus famosos rifles, acababa utilizándolo antes incluso de que éste diera contra el mullido asiento trasero de la camioneta de su dueño. De ahí que, de haber existido, de no limitarse a ser lo que era, es decir, un pueblucho de cartón piedra protagonista de una serie de televisión, pudiese ser considerado el pueblo más peligroso del mundo, porque ¿acaso había otro lugar en el mundo que pudiese igualar el índice de criminalidad de Little Bassett Falls? Oh, no, por supuesto que no. Teniendo en cuenta que el pueblo no debía superar los 5.326 habitantes, tal y como recordaba a menudo Mildway Reading, la impertinente y poderosa bibliotecaria local, que se hubiesen emitido 1.489 capítulos de la serie en cuestión y sólo en tres ocasiones los asesinatos investigados por las hermanas Forest hubiesen sucedido más allá de los límites del municipio, lo convertía en la clase de lugar del que cualquiera en su sano juicio huiría. Y puede que esa fuese una de las razones por las que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth amasen a las hermanas Forest. Ellas también vivían en un lugar horrible. Sólo que en ese lugar horrible nunca nevaba. Lo que pasaba en ese lugar horrible era que no dejaba de morir gente, algo que, por otro lado, teniendo en cuenta a lo que se dedicaban una y otra, era una buena noticia. De la misma manera que era una buena noticia que no dejase de nevar en Kimberly Clark Weymouth. Después de todo, si todos ellos tenían trabajo era gracias a la señora Potter y la señora Potter, por más que no fuese Santa Claus, lo parecía, ¿y acaso podía parecer alguien Santa Claus en una ciudad soleada? Oh, no, por supuesto que no.

En cualquier caso, de la misma manera que Little Bassett Falls podría dividirse entre futuras víctimas y futuros asesinos, Kimberly Clark Weymouth se dividía, sin poder remediarlo, entre aquellos que amaban a la perfecta Jodie Forest y aquellos que

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se atrevían a amar a la decididamente poco amable y aparentemente imperfecta Connie Forest. Sí, las hermanas representaban a dos tipos opuestos de investigadora y, por lo tanto, de persona, y, aunque buena parte de los habitantes de Kimberly Clark Weymouth, como buena parte de los habitantes del mundo, se sentían cómodos con la idea de adorar a Jodie, la aplicada, cavilosa, extremadamente ordenada, aburrida y sin duda falta de talento Jodie, los había, como Billy Bane y su amiga Sam, que adoraban el afilado instinto de la despreocupada y a menudo feroz Connie Forest. Porque no importaba la de veces que dejara tirado a aquel novio suyo, aquel tenista aburrido llamado James Silver James, hijo de trabajadores del rifle y oveja negra de la familia en tanto que tenista y no trabajador del rifle como todos los suyos, Connie tenía siempre una buena razón para hacerlo: estaba resolviendo un caso. Porque era ella quien resolvía todos aquellos casos. Sí, su hermana recababa y ordenaba, diligentemente, toda la información, pero era Connie quien resolvía el misterio. Aunque, puesto que, cada vez, le traía sin cuidado lo que demonios ocurriese después, el mérito era siempre de su hermana, porque era ella quien recogía las piezas una vez el rompecabezas se había desarmado, y era ella, claro, quien las exponía ante su superiora, la también pesarosamente cuidadosa Etta Marston, que había sido una vez exactamente el mismo tipo de investigadora que por entonces era Jodie y sabía perfectamente lo que ocurría entre ellas, pues se daba la extremadamente rara coincidencia de que la propia Etta tenía también una hermana gemela que, antes de volverse novelista, y no una novelista de éxito pero sí una novelista de talento, había sido detective, la clase de detective a la que le bastaba un vistazo a la escena del crimen y al listado de sospechosos, para señalar, sin equivocarse, al culpable. En secreto, Etta había odiado a su hermana, y lo seguía haciendo. En secreto también, un secreto que no pasaba por alto a los espectadores de Las hermanas Forest investigan, la aparentemente perfecta Jodie Forest también odiaba a su hermana.

A Connie, sin embargo, su hermana le traía sin cuidado.

Lo único en lo que Connie pensaba era en encajar piezas.

Bane y Sam hablaban a menudo de ella, siempre ante un par de espumosas jarras de cerveza. Hablaban de su más que enfer­

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miza relación con el profesor Deveboise, un tipo que, en otra época, la época en que las gemelas Forest habían tenido catorce años, la época en la aún iban al instituto, les había dado clases, clases de química. Una y otra se habían enamorado entonces perdidamente de él, y aquello las había unido por un tiempo, pero luego las había, inevitablemente, separado, porque una y otra habían tratado de conquistarlo, a su manera. Y habían fracasado. Una y otra vez, habían fracasado. Porque al profesor Deveboise le traían sin cuidado las chicas. El profesor Deveboise no hacía otra cosa que contemplar la tabla periódica y anotar cosas en libretas. Aseguraban, quienes le conocían, que estaba tratando de descifrar algún tipo de misterio indescifrable, la clase de misterio que podría hacer rodar el mundo en otra dirección. Tanto a Bane como a Sam les fascinaba la figura del profesor que había enamorado a las hermanas Forest y discutían a menudo la posibilidad de que aquel amor, doblemente no correspondido, hubiera marcado su relación, como si, más que intentar ser la favorita de papá o mamá, intentasen serlo de aquel profesor de química al que cualquier habitante del planeta le traía sin cuidado.

Sea cual sea el caso, lo cierto era que los episodios de Las hermanas Forest investigan se emitían cada noche, invariablemente, alrededor de la medianoche, y que toda la ciudad, toda Kimberly Clark Weymouth, se mantenía despierta hasta entonces, porque no había nada que le gustara más que aquella serie de televisión. Entrenada como estaba, entrenados como estaban, en realidad, sus habitantes, en el arte de detectar cualquier tipo de anomalía, iban por ahí anotando todo tipo de cosas, como si fuesen, ellos también, investigadores, de quién sabía qué, y no pudiendo evitarlo, impedían que nada ocurriese de verdad, que nada cambiase porque ¿no era atemorizante la sola idea de convertirse en el desencadenante de cualquier tipo de pequeño huracán ?

De ahí que Bill temiese lo que pudiese pensar el señor Howling si tardaba en regresar. Después de todo, el señor Howling debía saber que había recibido aquella carta, la carta de la oficina de (DEFUNCIONES ) de la siempre soleada Sean Robin Pecknold, la carta en la que el Departamento de Bienes Inmuebles

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de la ciudad le comunicaba que, tras la muerte de la señora Mackenzie, su tía, Mary Margaret Mackenzie, él, Billy Bane Peltzer, era el único (DEPOSITARIO ) de la que había sido su vivienda habitual, aquella vivienda en la que, además de una aborrecible colección de cuadros, cuadros en muchos sentidos idénticos a los que colgaban de las paredes de su propia casa, atesoraba una impresionante colección de útiles para amaestrar animales salvajes, pues, después de todo, a eso se había dedicado toda su vida, a amaestrar animales salvajes, y por eso era conocida en todo el mundo, oh, Mack Mackenzie, la legendaria domadora de casi cualquier cosa.

Billy Bane Peltzer, su a menudo apesadumbrado sobrino, sólo había estado en aquella casa en tres ocasiones. Y en todas ellas se había escondido en algún rincón –la casita de la enorme piscina en la que tía Mack amaestraba focas y delfines; la jaula en la que habían pasado la noche el puñado de bebés de tigre que había recibido por equivocación; el armario en el que guardaba los juguetes del pequeño Corvette, el elefante enano con el que vivía, y que, decía, la entendía mejor que ninguno de los hombres con los que había estado– con la esperanza de que su madre no diera con él y olvidara que, además de aquel montón de cuadros, había traído consigo a su pequeño.

Pero, evidentemente, eso nunca ocurría.

Y no porque su madre pensase en él más de la cuenta, sino porque era su tía quien lo hacía. Todas y cada una de las veces había sido su tía quien primero había advertido su ausencia y luego había dado con él.

–¿En qué demonios estabas pensando, pequeño Bill? –le había dicho, todas aquellas veces.

–En que quiero quedarme aquí contigo, tía Mack –le había contestado el entonces pequeño Bill–. Creo que no me gusta mamá.

–¿Por qué no iba a gustarte mamá, pequeño Bill?

–Porque no es como tú, tía Mack.

–Oh, pequeño Bill.

–Es verdad –solía decir el pequeño Bill y, siempre, todas y cada una de las veces, en aquel preciso instante, justo después de murmurar (ES VERDAD ), enjugaba una lágrima y, a continuación

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se ponía muy serio, tremendamente serio y decía (TÍA MACK ), decía–. ¿No podría quedarme aquí contigo?

–Oh, pequeño Bill –decía tía Mack, y a menudo eso era todo lo que decía, porque, cansada de esperar en el cobertizo, aquel cobertizo que su tía Mack había habilitado para recibir visitas, para, en concreto, recibir las visitas de su hermana Madeline, Madeline Frances Mackenzie, su madre, la mismísima Madeline Frances Mackenzie, gritaba (MACK ) y (¿DÓNDE DEMONIOS TE HAS METIDO ?) y hacía pedazos el sueño de su hijo, aquel sueño que consistía en no tener que regresar a casa jamás –¿Bill?

Bill volvió en sí. Seguía caminando por la calle, camino de aquel lugar, camino de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MAC PHAIL ), como alma que lleva el diablo, sus viejas botas aferrándose al asfalto congelado, haciendo frente a las ventiscas que salían a su encuentro al doblar cada esquina con su vieja bufanda de esquiadores, la bufanda que, con el tiempo, se había convertido en el producto estrella de aquella condenada tienda, oh, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ ), y aquel gorro, el gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, pero acababa de toparse con Catherine Crocker, la agente Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks, y sus enormes ojos azules, y su escandalosamente torpe risa infantil, aquella risa inoportuna que, evidentemente, fue lo primero que escuchó de ella, aquella risa ridícula y luego aquel (¿BILL ?).

–¿Cats? –Ése era Bill, saliendo de su inútil ensimismamiento.

–Un día estupendo, ¿no crees?

–Oh –Bill miró a uno y otro lado. Las ventiscas desordenaban su melena decididamente poco ordenada , y hacían lo mismo con la de Catherine, que, sin embargo, sonreía, con aquella sonrisa que parecía coleccionar dientes de leche, porque eso parecían los dientes de la pequeña Cats, dientes de leche–. Yo no diría eso.

–Es, bueno –Oh, (JIJU JI )–. ¿Vas a alguna parte?

–Eso creo, sí –Bill se metió las manos en los bolsillos y sonrió.

Oh, Cats, la pequeña Cats, suspiró.

Suspiró y, sin poder evitarlo, (GLUM ), dijo:

–¿Puedo acompañarte?

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–¿Acompañarme ?

–No, eh, yo, lo, lo siento, Bill, es, bueno, a veces me pregunto si, me preguntaba si, no sé, ¿te apetece un café? Yo podría tomarme un café, Bill, yo, eh, ya sabes, la jefe Cotton no me espera hasta dentro de un rato y he pensado que quizá, no sé.

Billy frunció el ceño.

El ceño de Billy había tenido una vida complicada.

Había tenido, en realidad, una adolescencia complicada.

–Me temo que no tengo tiempo para un café ahora mismo, Cats.

Bill volvió a sonreír. Bill tenía una sonrisa francamente bonita. Nadie se lo había dicho nunca. Ni siquiera Sam, su mejor amiga, le había dicho nunca que tenía una sonrisa bonita, la clase de sonrisa que podía volver loca a una agente de la ley en prácticas como Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks.

–Y, eh, ¿Bill? No sé, ¿te apetece que nos veamos luego? Hace tiempo que, no sé, ¿y si nos viéramos luego en el Scottie Doom Doom, Bill?

Billy volvió a fruncir el ceño.

Aquel ceño que jamás dejaría de ser un ceño adolescente porque eso es lo que ocurre con los ceños que tienen una adolescencia complicada.

–¿Va todo bien, Cats?

–Sisisí –Ella se rio (JIJU JI ) y luego dijo–. Sólo es que –(SÉ VALIENTE , CATS ), (SÉ VALIENTE )– me apetece –Oh, el corazón de Katie Crocks iba a estallar, iba a (BUM ) (BUM ) (BUM ) estallar –invitarte a una –(CASI LO TIENES , CATS )– copa.

–Yo, eh –Bill acababa de caer en la cuenta de que ya había caminado lo suficiente, de que aquello que veía a lo lejos, al otro lado de la calle, era, por fin, sí, el iluso letrero de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL ), así que dijo–. Cats. –Y la chica le miró, tan condenadamente ilusionada como parecía estarlo aquel ridículo cartel, si es que algo así era de alguna manera posible, como recordaba haber visto en al menos una ocasión ilusionada a su propia tía, la tía Mack, que había dicho aquello del pequeño Corvette, el pequeño Corvette, encerrado como debía estar en aquel momento en una jaula, la jaula de la que le había hablado Tracy, Tracy Seeger Mahoney, la abogada que firmaba la carta

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que le había sido remitida desde la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold hacía exactamente una semana, y añadió un (EJEM )–. Claro, ¿por qué no?

La pequeña Cats se ruborizó. Solía ruborizarse a menudo. Sobre todo, cuando tenía que interrogar a testigos. Llevaba poco tiempo en el cuerpo. Aún era una agente en prácticas y, aterrorizada ante, al parecer, cualquier tipo de posibilidad, es decir, convencida de que podía ocurrir cualquier cosa horrible en cualquier momento, desenfundaba sin reparo su minúscula Beatrice Johnson, desatando el pánico a su alrededor cada vez. Aquello sacaba de quicio a la jefe Cotton, que no podía evitar aborrecer ligeramente a la pequeña Cats. No le gustaba la forma en que el alcalde Jules había impuesto su, digamos, candidatura . Cuando John­John Cincinnati lo había dejado, oh, después de aquel asunto de la chica muerta, aquel asunto del montículo (CHALMERS ) y el asesinato irresuelto, el padre de Cats, aquel escritor de whodunnits, el hasta cierto punto aborrecible Francis Violet McKisco, se había personado un día en comisaría y había exigido hablar con el alcalde Jules. No quería para su hija el puesto de John­John, por supuesto. Ni siquiera sabía que aquel puesto estaba libre. Lo único que quería era, oh, bueno, un puesto. A la jefe Cotton, su desconsiderada actitud le había resultado aborrecible, pero no había podido evitar sentir cierta fascinación por aquel inaudito descaro. Fascinación que se tradujo en curiosidad por su obra. Así que, en los días que siguieron a la definitiva llegada de la chica McKisco a aquel puesto de agente en prácticas, la jefe Cotton se había agenciado una pequeña colección de novelas de aquel absurdamente engreído escritor y, para su sorpresa, las había devorado con un placer, en cierto sentido, culpable. No, la pequeña Cats no sabía nada al respecto. Suficiente tenía con lidiar con Francis McKisco y su inusitado y obsesivo interés en, precisamente, la jefe Cotton. Al parecer, la fascinación había sido, en aquel momento, mutua. La suya, sin duda, acrecentada por la posibilidad de igualar, de alguna forma, a aquella otra escritora, Katie Simmons, la máxima autoridad en (WHODUNNITSLANDIA ), que presumía de sus citas con todo tipo de detectives reales ¿Y podría contarle aquello a Bill aquella noche? ¿De qué iba a poder hablar con él? ¿De aquella tienda de souvenirs ?

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–Nos vemos en el Scottie entonces –dijo Cats. –Por supuesto –dijo Bill, y llevándose una mano al gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, dijo ( HASTA LUEGO , CATS ).

Y Cats dijo (HASTA LUEGO , BILL ).

Y dijo algo más, dijo algo relacionado con el ( SCOTTIE DOOM DOOM ), y Bill alzó la mano al otro lado de la calle, y se detuvo, esperó, esperó hasta que la vio marchar, hasta que la vio doblar la esquina y entonces, sólo entonces, mirando a uno y otro lado, apresuró el paso, bajó la cabeza, se aclaró la garganta, aunque (EJEM ) no había a su alrededor nadie que pudiera (EJEM ) oírle, y, al fin, alcanzó la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL ), pero no la empujó. Lo primero que hizo fue darle la espalda y mirar a uno y otro lado, apostándose ante ella con el único fin de comprobar que nadie, absolutamente nadie, le veía entrar.

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