Crónica de un viaje de seis semanas

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CRÓNICA DE UN VIAJE DE SEIS SEMANAS

A través de Francia, Suiza, Alemania y Holanda

Han pasado casi tres años desde que este Viaje tuvo lugar, y el diario que entonces conservaba no era demasiado largo; pero he hablado tan a menudo sobre los incidentes que sufrimos e intentado describir los paisajes por los que pasamos, que creo que no he omitido ningún detalle de ningún tipo.

Salimos de Londres el 28 de julio de 1814, uno de los días más calurosos que se hayan registrado en muchos años. No soy una buena viajera, y este calor me sentó muy mal, hasta que, al llegar a Dover, pude refrescarme con un baño en el mar. Deseábamos cruzar el canal lo más rápido posible, y no esperamos al servicio del día siguiente (que saldría sobre las cuatro de tarde), sino que alquilamos un pequeño barco, decididos a realizar la travesía esa misma tarde, ya que los marineros nos habían prometido que el recorrido duraría unas dos horas.

Era una tarde preciosa; hacía un poco de viento, y las velas ondeaban en la leve brisa: salió la luna, y llegó la noche, y con la noche vino un suave, intenso oleaje y una brisa fresca, que pronto se tornó en un mar tan bravo que sacudía el barco con fiereza. Yo me sentía terriblemente mareada, y como era costumbre cuando esto me sucedía, dormí gran parte de la noche, despertando en contadas ocasiones para preguntar dónde estábamos, y escuchar la misma lamentable respuesta: «Ni siquiera a mitad de camino».

El viento era violento y poco favorable; en caso de no poder llegar a Calais, los marineros propusieron poner rumbo a Boulogne. Aseguraron que solo quedaban dos horas hasta la orilla, pero pasaban las horas y seguíamos lejos, hasta que la luna se ocultó en el rojizo y borrascoso horizonte, y los relámpagos intermitentes se tornaron pálidos al amanecer.

Íbamos en dirección contraria al viento, cuando de repente un trueno impactó contra la vela, y las olas invadieron el barco: incluso los mismos marineros reconocían que nos encontrábamos en una situación peligrosa; pero lograron arrizar la vela; el viento había cambiado, y atravesamos la tormenta hasta Calais. Cuando entramos en el puerto, me desperté de un mal sueño, y contemplé un amplio, rojo y despejado amanecer sobre el muelle.

FRANCIA

Agotada por el malestar y las náuseas, caminé sobre la arena con mis acompañantes hacia el hotel. Escuché por primera vez el confuso zumbido de voces que hablaban en un idioma diferente al que estaba acostumbrada; y vi vestimentas distintas a las que se llevaban al otro lado del canal; las señoras lucían grandes sombreros y chaquetas cortas; los caballeros llevaban pendientes; las señoritas se paseaban con elegantes tocados o peinados estáticos sobre sus cabezas, sus cabellos sobresalían por debajo, sin ningún pelo suelto que decorara sus sienes o mejillas.

Hay, sin embargo, algo muy agradable en las maneras y apariencia de la gente de Calais, que te conquista. La semejanza con los de nuestra nación podría deberse a que, cuando Eduardo III tomó Calais, expulsó a los antiguos habitantes, y repobló el territorio casi en su totalidad con nuestros compatriotas; desafortunadamente, las maneras de esta gente no son del todo inglesas.

Permanecimos en Calais todo el día y la mayor parte del siguiente: nos habíamos visto obligados a dejar nuestros equipajes la noche anterior en la aduana inglesa, y estaba previsto que nos llegaran por correo el día siguiente, pero, debido al viento poco favorable, no llegaron hasta la noche. S*** y yo caminamos por los alrededores a las afueras de la ciudad; había sobre todo campos donde primaba la paja. La región tenía un aspecto rural y agradable.

El 30 de julio, sobre las tres de la tarde, nos marchamos de Calais en un cabriolé arrastrado por tres caballos. A la gente que solamente conocía el típico carruaje inglés con postillón le parecía que nuestro vehículo era tremendamente

ridículo. Un cabriolé tiene la forma de un carruaje moderno, con la excepción de que solo tiene dos ruedas, y, por consiguiente, no tiene puertas a los lados; la puerta delantera se despliega para que accedan los pasajeros. Los tres caballos se colocan uno al lado del otro, el más alto en el medio, que es el que más luce, puesto que se le coloca un arnés exagerado, que parece un par de alas de madera abrochadas a sus hombros; los arneses estaban hechos de cuerda; y el postillón, un alegre y educado muchacho con una larga coleta, agitaba su látigo, y avanzaba haciendo gran ruido, mientras un viejo pastor solitario con un sombrero de tres picos nos miraba al pasar.

Las carreteras eran excelentes, pero el calor era intenso, y sufrí mucho por ello. Dormimos en Boulogne la primera noche, donde encontramos una hostelera poco agraciada pero increíblemente amable. Este hecho nos hizo observar la diferencia que existe entre esta clase de gente en Francia y en Inglaterra. En nuestro país, los habitantes son remilgados, y, si alcanzan cierto grado de confianza, se vuelven descarados. Las clases bajas en Francia tienen la naturalidad y educación de las clases inglesas más cultivadas; te tratan sin afectación, como su igual, y de este modo no hay lugar para la insolencia.

Habíamos pedido que los caballos estuvieran preparados por la noche, pero estábamos demasiado fatigados para montarlos. El hombre insistió en que pagáramos por la preparación igualmente. «¡Ah, señora! dijo la hostelera , piénselo: es por el daño ocasionado a los pobres caballos, que han perdido horas de dulce sueño». Un chiste así de una hostelera inglesa habría resultado en algo bien diferente.

A ojos ingleses, lo primero que llamaba la atención era su obsesión por cercar los terrenos; a pesar de que los campos florecían con una cosecha abundante. No vimos vides en este lado de París.

Continuaba haciendo mucho calor, y viajar provocaba deplorables efectos sobre mi salud; mis acompañantes hubieron de encargarse de apurar el viaje tanto como les era posible; y por ello no descansamos la noche siguiente, y, al día siguiente, sobre las dos, llegamos a París.

En esta ciudad no hay hoteles en los que puedas quedarte tanto o tan poco tiempo como desees, y nos vimos obligados a alojarnos en apartamentos durante una semana. Eran distinguidos, pero no demasiado agradables. Como es habitual en Francia, el apartamento estándar no era más que un dormitorio; había otro armario con una cama, y una antecámara, que usamos como salón.

El calor era excesivo, así que no éramos capaces de salir a caminar si no era por las tardes. La primera tarde caminamos a los jardines de las Tullerías; son elegantes, desde el punto de vista de la estética francesa, los árboles poseen diferentes formas, y no hay césped. Creo que los bulevares son infinitamente más atractivos. Esta calle prácticamente rodea todo París, y se extiende a lo largo de ocho millas; es muy ancha, y filas de árboles flanquean ambos lados. En un extremo hay una cascada magnífica que refresca los sentidos cuando salpica: cerca de ella está la puerta de San Dionisio, una bella pieza escultórica. No entiendo cómo no ha sido desfigurada por el barbarismo gótico de los conquistadores franceses, que no contentos con recuperar los botines de Napoleón, impotentes, destruyeron también los monumentos de su propia derrota. Cuando vi esta puerta, fue en todo su esplendor, e imaginé que los días de grandeza de los romanos habían retornado a París.

Tras una semana en París, recibimos un poco de dinero que nos liberó de la reclusión que nos resultaba tan fastidiosa. Pero ¿cómo debíamos proceder?

Después de hablar y descartar varios planes, nos concentramos en uno bastante excéntrico, pero que, por tratarse de una aventura, nos agradaba mucho. En Inglaterra no podríamos haberlo ejecutado sin recibir constantes insultos e impertinencias: los franceses son mucho más tolerantes con los caprichos de sus vecinos. Decidimos caminar por Francia; pero como me encontraba demasiado débil para emprender distancias largas, y mi hermana no podría ser capaz de caminar tanto como S*** en un día, decidimos comprar un burro, para que cargara con nuestro equipaje y con cada uno de nosotros por turnos.

Entonces, temprano, el lunes, 8 de agosto, S*** y C*** fueron al mercado de burros, y compraron uno, y el resto del día, hasta las cuatro de la tarde, lo

pasamos preparando nuestra salida; en el transcurso del día, la señora L’Hôte nos hizo una visita, y trató de disuadirnos de nuestro propósito. Nos contó que un gran ejército había sido disuelto recientemente, y que los soldados y oficiales vagaban ociosos por los caminos, y que seguramente secuestrarían a las mujeres. Pero rebatimos sus argumentos, metimos en una maleta lo esencial, enviamos el resto por correo, y partimos en un carruaje desde la puerta del hotel, seguidos por nuestro pequeño burro.

Dejamos al conductor en la frontera. Estaba atardeciendo, y el burro parecía incapaz de cargar con ninguno de nosotros, que nos hundíamos tras el equipaje, a pesar de que era pequeño y ligero. Estábamos, no obstante, felices, y pensábamos que no quedaban muchas leguas. Llegamos a Charenton sobre las diez.

Charenton está situada de manera hermosa en un valle, a través del cual el Sena fluye, serpenteando entre las orillas plagadas de árboles. Viendo esta escena, C*** exclamó: «¡Oh, esto es precioso!; quedémonos a vivir aquí». Exclamaba estas palabras con cada paisaje nuevo, y en cada cual, siendo más bonito que el anterior, clamaba: «Me alegro de que no nos quedáramos en Charenton, pero quedémonos a vivir aquí».

Como nuestro burro empezaba a resultarnos inservible, lo vendimos antes de seguir con nuestro viaje, y compramos una mula, por diez napoleones. Nos marchamos sobre las nueve en punto. Íbamos vestidos con sedas negras. Monté en la mula, que también llevaba nuestro equipaje; S*** y C*** venían detrás, portando una pequeña cesta con provisiones. Llegamos a Grosbois sobre la una, donde, bajo las sombras de los árboles, comimos pan y fruta, y bebimos vino, pensando en Don Quijote y Sancho.

Los campos por los que pasamos estaban bien cultivados, pero eran poco estimulantes: el horizonte apenas se extendía más allá de la circunferencia de unos pocos terrenos, claro y ondulante entre la cosecha dorada. Conocimos a varios viajeros; pero nuestro modo de transporte, aun inusual, no parecía provocar curiosidad o comentarios. Esta noche dormimos en Guignes, en el

mismo cuarto y camas en que Napoleón y algunos de sus generales habían descansado durante la última guerra. La pequeña viejecita del lugar estaba muy satisfecha de poder contarnos esta anécdota, y hablaba maravillas de la emperadora Josefina y de María Luisa, quienes también habían pasado por esa carretera en diferentes ocasiones.

Cuando continuamos nuestra ruta, Provins sería el primer lugar que nos suscitaría interés. Fue nuestro lugar de reposo por la noche; casi estaba amaneciendo. Tras haber alcanzado la cima de una colina, vislumbramos la localidad sobre el valle; una colina rocosa se elevaba abruptamente a un lado, sobre la cual había un alcázar en ruinas con grandes paredes y torres; más abajo, pero más lejos, estaba la catedral, y todo creaba un paisaje salido de un cuadro. Después de dos días de viaje a través de los aburridos campos, era un delicioso alivio para los ojos posarse en las irregularidades y belleza del campo. Nuestro recorrido hasta Provins fue arduo, y nuestras camas incómodas, pero el recuerdo de esta vista nos animaba y nos alegraba. Nos acercábamos a paisajes que nos recordaban lo que casi habíamos olvidado, aquella Francia había sido el país en el que grandes y extraordinarios acontecimientos habían tenido lugar. Nogent, una localidad en la que entramos alrededor del mediodía al día siguiente, había sido saqueada en su totalidad por los cosacos. Nada es más cierto que la ruina que estos bárbaros propagaban a medida que avanzaban; quizá recordaban a Moscú y los tiempos de destrucción de los pueblos rusos; pero en realidad estábamos en Francia, y la angustia de sus habitantes, cuyas casas habían sido quemadas, su ganado asesinado, y todos sus bienes destruidos, avivaba mi odio hacia la guerra, que no pueden sentir aquellos que no han viajado a través de los campos saqueados y desaprovechados debido a esta plaga, que, por orgullo, el hombre inflige sobre su semejante.

Abandonamos la ruta principal, tan pronto como nos marchamos de Nogent, para cruzar los campos hasta Troyes. Sobre las seis de la tarde llegamos a St. Aubin, un pueblo encantador rodeado de árboles; pero, antes de llegar, vimos cabañas sin techos, las vigas negras, y las paredes dilapidadas; quedaban unos

pocos habitantes. Pedimos leche, no tenían nada que darnos; los cosacos habían robado todas sus vacas. Aún nos quedaban algunas leguas de viaje aquella noche, pero descubrimos que no eran las leguas que nosotros conocíamos, sino la medida de los habitantes, que casi doblaba la distancia. La carretera se extendía por un verdadero desierto, y a medida que la noche avanzaba nos veíamos con dificultades para seguir las huellas de las ruedas en el camino, que eran nuestra única guía. Cayó la noche cerrada, y de repente perdimos de vista la carretera; pero unos cuantos árboles, que podían verse perfectamente, parecían indicar dónde quedaba el pueblo. Sobre las diez llegamos a Trois Maisons, donde, después de cenar leche y pan rancio, nos retiramos a descansar en camas penosas: no obstante, el sueño siempre llega, excepto a los perezosos, y, después de un día de fatiga, aunque mi cama no era más que una sábana extendida sobre paja, dormí profundamente hasta bien entrada la mañana.

S*** se había lastimado el tobillo considerablemente la tarde anterior, y tuvo que montar en la mula durante toda la jornada del día siguiente. No podía existir un camino más árido y precario que aquel que atravesábamos entonces; el suelo era de tiza y carecía de hierba que lo cubriera, y donde se había intentado el cultivo, las mazorcas de maíz desperdigadas manifestaban aún con mayor claridad la infertilidad del terreno. Miles de insectos, tan blancos como el color de la carretera, infestaron nuestro camino; el cielo estaba despejado, y el sol lanzaba sus rayos sobre nosotros, que se reflejaban sobre la tierra, hasta que casi me desmayé de calor. Un pueblo apareció en la distancia, y nos animó la posibilidad de poder descansar. Nos dio fuerza para continuar; pero se trataba de un lugar pobre, y no nos proporcionó demasiado consuelo. Había llegado a ser grande y muy poblado, pero ahora las casas no tenían techos, y las ruinas estaban desperdigadas, los jardines cubiertos con polvo blanco de las deshechas cabañas, las vigas quemadas, las sórdidas miradas de los habitantes, presentaban en todas direcciones el aspecto melancólico de la devastación. Una casa, un cabaré, era lo único que quedaba; nos ofrecieron leche en abundancia, beicon maloliente, pan agrio, y unas pocas verduras, que tuvimos que aliñar nosotros mismos.

Mientras nos preparábamos para la cena en este lugar, tan sucio que solo echar una ojeada quitaba el apetito, la gente del pueblo se amontonaba a nuestro alrededor, escuálidos y sucios, sus semblantes expresaban todo lo que es repugnante e inhumano. Parecían sin duda totalmente desconectados del resto del mundo, e ignorantes de todo lo que pasa en él. La comunicación es mucho peor entre las varias localidades de Francia que en Inglaterra. El uso de pasaportes podría ser un buen ejemplo de esto: estas gentes no sabían que Napoleón había sido destituido, y cuando les preguntamos por qué no reconstruían sus cabañas, contestaron que tenían miedo de que los cosacos las destruyeran de nuevo cuando regresaran. Échemines (el nombre de este pueblo) es en todos los aspectos el lugar más repugnante que he conocido nunca.

Dos leguas más allá, por la misma carretera, llegamos a un pueblo llamado Pavillon, tan distinto de Échemines, que parecía que nos encontrábamos en la otra punta del mundo; aquí todo indicaba limpieza y hospitalidad; muchas de las cabañas estaban destruidas, pero los habitantes se esforzaban por repararlas.

¿Qué pudo haber ocasionado tal diferencia?

Aun así, nuestra carretera continuaba por este camino de campos baldíos, y nuestros ojos se cansaban de no ver más que una blanca extensión de terreno, donde ninguna zarza ni arbusto maltrecho disfrazaba su aridez. Hacia el final de la tarde llegamos a una pequeña plantación de vides, parecía una de esas islas de verdura que se encuentran en medio de la arena en Libia, pero las uvas no estaban maduras aún. S*** era totalmente incapaz de caminar, y C*** y yo ya estábamos muy cansadas antes de nuestra llegada a Troyes.

Descansamos esa noche allí, y dedicamos el día siguiente a pensar en los próximos pasos. La torcedura de tobillo que sufría S*** hizo imposible continuar la caminata. Por ello, vendimos la mula, y compramos un carruaje abierto de cuatro ruedas, por cinco napoleones, y contratamos a un hombre con una mula por ocho napoleones, para que nos llevara a Neufchâtel en seis días.

Las afueras de Troyes estaban arrasadas, y la localidad en sí misma era sucia y poco atractiva. Yo me quedé en la posada escribiendo, mientras S*** y C***

concertaron una cita y visitaron la catedral de la localidad; a la mañana siguiente partimos en nuestro carruaje hacia Neufchâtel. Cuando salíamos de la localidad, sucedió un curioso episodio de vanidad francesa. Nuestro conductor señaló la llanura, y mencionó que había sido el escenario de una batalla entre los rusos y los franceses. «¿Que los rusos ganaron?», «Ah, no, señora respondió el hombre , los franceses nunca pierden», «Pero, entonces preguntamos , ¿cómo es que los rusos entraron en Troyes justo después?», «Oh, tras ser derrotados, dieron un rodeo, y lograron entrar en la localidad».

Vandœuvre es una localidad agradable en la que descansamos durante el mediodía. Entramos en las tierras de un noble, dispuestas al estilo inglés, y acabamos en un lindo bosque; era un paisaje que nos recordaba al de nuestro país. Cuando salimos de Vandœuvre, el aspecto de los campos cambió de repente; colinas abruptas, cubiertas de viñedos, combinadas con árboles, cercaban un valle estrecho: el canal de Aube. La vista alternaba prados verdes, bosques de álamos y sauces blancos, y las agujas de las iglesias del pueblo, que los cosacos habían respetado. Muchos pueblos, devastados por la guerra, ocupaban los lugares más románticos.

Por la tarde llegamos a Bar-sur-Aube, una bella localidad, ubicada al principio del valle, donde las colinas terminan abruptamente. Escalamos las colinas más altas, pero apenas habíamos llegado a la cima cuando una niebla descendió sobre todo, y comenzó a llover: nos empapamos completamente antes de que pudiéramos regresar a la posada. Era tarde, y las cargadas nubes propagaban una oscuridad casi tan profunda como la medianoche; pero al oeste un tono rojizo extrañamente brillante e intenso ocupaba un hueco en los vapores, y hacía más interesante nuestra pequeña expedición: las luces de la cabaña se reflejaban en el río tranquilo, y las oscuras colinas detrás, tenuemente iluminadas, parecían vastas y temibles montañas.

Cuando nos marchamos de Bar-sur-Aube, nos despedimos brevemente de las colinas. Pasamos por las localidades de Chaumont, Langres (que estaba situada en una colina, y rodeada de fortificaciones milenarias), Champlitte y Gray, y

viajamos alrededor de tres días a través de las llanuras, hacia donde el campo se ondula ligeramente y sustituye el paisaje de las infinitas llanuras, sin despertar en nosotros gran interés. Ríos agradables, de orillas adornadas con unos pocos árboles, se extendían sobre estas llanuras, y miles de bonitos insectos de verano sobrevolaban los riachuelos. El tercer día llovió, y fue el primer día de lluvia de nuestro viaje. Pronto nos empapamos, y nos pareció bien parar en una pequeña posada para secarnos. La bienvenida que nos dieron aquí fue bastante poco cortés, la gente continuó sentada alrededor del fuego, y parecía poco dispuesta a dejar paso a los huéspedes calados. Por la tarde, no obstante, el tiempo mejoró, y sobre las seis de la tarde entramos en Besanzón.

Habíamos atisbado las colinas durante todo el día, y habíamos avanzado gradualmente hacia ellas, pero no estábamos preparados para el paisaje que se abriría ante nosotros cuando cruzamos la puerta de esta ciudad. Allí donde las murallas terminaban, la carretera serpenteaba bajo un alto precipicio; en el otro lado, las colinas se alzaban cada vez más seguidas, y el verde valle que pasaba entre ellas era bañado por un apacible río; ante nosotros se alzaba un anfiteatro de colinas cubiertas de vides, aunque irregulares y rocosas. La última entrada a la localidad se situaba sobre la empinada piedra que emergía a un lado, y en ese lugar se unía a la carretera.

Este acercamiento al paisaje de montaña nos agradó mucho; todo lo contrario le pareció a nuestro conductor: él venía de las llanuras de Troyes, y estas colinas le asustaban tanto que perdió la razón en cierto grado. Tras atravesar el valle, comenzamos a subir las montañas: dejamos el coche y caminamos, encantados con cada nueva vista que se descubría ante nosotros.

Cuando habíamos recorrido una milla y media sobre las colinas, encontramos a nuestro cochero en la puerta de un hostal cochambroso. Había retirado la mula del coche y estaba empeñado en pasar la noche en este miserable pueblo de mala Muerte. 1 Tuvimos que aceptarlo, ya que no atendía a razones, y ante nuestras protestas solo contestaba, Je ne puis pas. 2

Nuestras camas eran demasiado incómodas como para pensar en dormir; solo pudimos obtener una habitación, y nuestra anfitriona nos había insinuado que nuestro conductor tenía que quedarse en nuestro cuarto. No fue un gran problema, puesto que ya habíamos decidido no usar las camas. Fue una buena tarde, y, después de la lluvia, el aire desprendía fragancias deliciosas. Escalamos a un lugar rocoso en la colina desde el que se veía todo el pueblo, donde nos quedamos hasta el atardecer. La noche la pasamos alrededor del fuego de la cocina en condiciones penosas, intentando conciliar el sueño sin éxito. A las tres de la mañana continuamos nuestro viaje.

Nuestra carretera llevaba a la cima de las colinas que rodeaban Besanzón. Desde la cima de estas vimos la extensión total del valle envuelto en una neblina blanca, que atravesaba las montañas cubiertas de pinos creando algo parecido a unos islotes. El sol acababa de salir, y un rayo de luz rojiza se posó en las olas del fluctuante vapor. Al oeste, frente al sol, el valle parecía desplazarse con la luz contra las rocas en inmensas masas de espumosas nubes, hasta que se perdía en la distancia, mezclando sus colores con el cielo aborregado.

Nuestro cochero insistió en que permaneciéramos dos horas en el pueblo de Noé, aunque no pudimos conseguir nada para cenar, y deseábamos continuar con nuestro viaje. Como ya he dicho, las colinas le desorientaban, y se había vuelto desobediente, huraño e insoportable. Mientras nos esperaba, nosotros caminamos hacia el bosque vecino: era un buen bosque, cubierto por una alfombra de musgo, y en varios lugares sobresalían rocas, en cuyas grietas pinos jóvenes habían echado raíces, y extendían sus ramas proporcionando sombra a los de abajo; el calor a mediodía era intenso, y nos agradó refugiarnos en los rincones a la sombra de este bonito bosque.

A nuestro regreso al pueblo descubrimos, para nuestra sorpresa, que el cochero se había marchado una hora antes, habiendo dicho que nos recogería en la carretera. La torcedura de S*** no le permitía hacer esfuerzos; pero no quedaba más remedio, y continuamos a pie hasta Maison Neuve, una posada, a cuatro millas y media de distancia.

En Maison Neuve, el cochero había dejado el mensaje de que debía continuar hasta Pontarlier, el pueblo contiguo, a seis leguas de distancia, y que si no llegábamos aquella misma noche, tendría que abandonar el coche a la mañana siguiente en la posada, y regresar con la mula a Troyes. Nos quedamos asombrados ante la insolencia de su mensaje, pero el chico de la posada nos consoló cuando dijo que yendo a caballo por un cruce, por el que el cochero no podría pasar, él podría adelantar e interceptar al cochero, y con esta intención le enviamos, y nosotros salimos caminando despacio poco después. Esperamos en la siguiente posada a la hora de cenar, y el chico regresó en unas dos horas. El hombre había prometido esperarnos en la posada que quedaba a dos leguas de allí. El tobillo de S*** había empeorado, pero no teníamos cómo llevarle, y el sol se ponía, por lo que teníamos que darnos prisa. La tarde era preciosa, y el paisaje lo suficientemente bonito para engañar al cansancio: la luna, en forma de cuerno, se vislumbraba en la luz del atardecer, emitiendo un brillo rojizo intenso y poco común sobre las montañas cubiertas de pinos y los oscuros y profundos valles; a veces en los bosques se veían bellos campos verdes entremezclados con pintorescos puñados de árboles, y los oscuros pinos ensombrecían nuestra carretera.

En unas dos horas llegamos al destino señalado de nuestro viaje, pero el cochero no se encontraba allí; después de que el chico le dejara, prosiguió de nuevo con su viaje hacia Pontarlier. No obstante, conseguimos un carro sencillo, y de esta manera llegamos tarde a Pontarlier, donde nos reunimos con nuestro conductor, que no hizo más que mentir y poner excusas; y así terminaron las aventuras de ese día.

NOTAS

1 Juego de palabras que hace referencia a Morre, pueblo a tres millas de Besanzón. En el original, Shelley lo escribe como mort, «muerte» en francés [N de la E ]

2 En francés en el original: «No puedo» [N de la E ]

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