Cuatro damas: Capítulo 26

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Capítulo 26 Mi corazón entre tus manos El taxista le sonrió, no sin cierto nerviosismo, para decirle la exorbitada cantidad que debía pagarle por llevarla hasta el internado Bécquer. El pobre hombre no tenía nada claro que una cría tuviera tanto dinero. Ariadne no tenía tiempo que perder, por eso ni siquiera se molestó en calmarle. Se limitó a subir la pierna derecha al asiento y bajar la cremallera de la bota alta y sin tacón que llevaba hasta poder coger el fajo de billetes que tenía ahí guardado. Los contó con rapidez, cogiendo los necesarios y colocándoselos en la mano, antes de salir disparada. - Quédese con el cambio. Dejó tras de sí a un taxista exultante, pues le había dado una propia mayor de cien euros, seguramente la mayor de su vida. Ella, por su parte, avanzó hacia la entrada principal, pues sabía que un domingo en medio de un puente, el edificio estaría vacío salvo por su tío. Se detuvo en la muralla de piedra, apoyándose en ella para sacar el diamante rosa del bolsillo de la cazadora. Era una auténtica preciosidad, de un rosa nítido, tallado delicadamente con forma que recordaba a un corazón. Ariadne podía sentir su energía, que estaba emocionado, seguramente le había gustado volver a estar en funcionamiento. - Muchas gracias - le susurró. La luz del amanecer reverberó en él, arrancándole intensos brillos rosados y Ariadne supo que le estaba dando ánimos. Llevaba toda su vida tratando con Objetos, por lo que comprendía perfectamente que estaban vivos, que tenían personalidad. Volvió a guardar a la Dama rosa en el bolsillo de su cazadora y se encaminó hacia el edificio prosiguiendo con la frenética carrera. Al llegar, frenó en seco. Las pesadas y majestuosas puertas del internado estaban abiertas de par en par, lo que era normal durante los días lectivos... Pero era un domingo en mitad de un puente, por lo que no lo era. No lo era en absoluto. Contuvo el aliento antes de adentrarse en el interior del edificio sin encontrarse con nada, como si el Bécquer estuviera abandonado. Sintió unas ganas tremendas de llamar a su tío, pero se calló. Nunca había entendido por qué en las películas, cuando un personaje estaba solo e intuía el peligro, se ponía a llamar a los demás a voces. Así, lo único que se lograba era advertir al malo de que se estaba ahí, además del lugar cuasi exacto. Recorrió la planta baja con cuidado de no hacer ruido, además de examinando cada esquina de los pasillos y cada entrada a una sala, por si encontraba algo peligroso y debía hacerle frente. No obstante, no halló nada. Repitió la misma operación con la primera planta, obteniendo los mismos resultados. Y llegó a la segunda. Notaba la tensión en cada fibra de su ser, percibía que había algo peligroso acechándola, como si fuera la animadora ligerita de cascos de una película de terror. Colocando la espalda en la pared, en el hueco que había entre dos lámparas apagadas, hizo descender un poco la cremallera de la chaqueta para, así, sacar la pistola de descargas eléctricas que se había agenciado en el aeropuerto. Acarició el gatillo, sintiéndose un poco más segura, aunque no demasiado, pues para usarla se necesitaba proximidad. La enganchó en el ancho cinturón de cuero con tachuelas cuadradas y se dirigió hacia su dormitorio. Lo encontró vacío, lo que no era ninguna novedad, aunque en aquella ocasión se sintió aliviada. Aquel era su refugio, su santuario, podía soportar que Deker se paseara por ahí a sus anchas, pero no alguien que trabajara con o para Lucía.


Se agachó frente a su cama, apartando varias zapatillas de tela de varios colores, además de unos cuantos pares de botas para sacar un arcón de madera barnizada. Depositó las manos sobre la tapa, aunque ni siquiera pudo abrirlo. Una voz se lo impidió. - No te molestes, preciosa, no hará falta. Sus manos se crisparon al mismo tiempo que sus ojos se abrían desorbitadamente. Había reconocido aquella voz desde la primera sílaba. No creía que la fuera a escuchar jamás. Se puso en pie pausadamente, girando después sobre sus talones. Había alguien recostado en la puerta. Pelo negro, ojos oscuros, el mismo gesto serio que el de un niño... Ariadne, incluso cerrando los ojos, era capaz de situar cada cicatriz, cada levísima imperfección, porque se había pasado la vida junto a él, observándole, amándole... - Colbert - susurró. El joven sonrió durante un instante, aunque, al siguiente, avanzó hacia ella borrando el gesto de sus labios. Éstos acabaron apretados, mientras alzaba los dedos de la mano derecha hacia la chica, rozándole con suavidad la media melena que le caía lisa a ambos lados de la cara. - Te has cortado el pelo - comentó él a media voz. - Cosas de un psicópata - Ariadne se encogió de hombros. - Estás rara - con los dedos, Colbert le peinó el cabello, apartándoselo del rostro antes de situar las manos en él; se inclinó sobre ella, rozando con sus labios los de la muchacha.- Aunque sigues siendo tú. La besó apasionadamente y Ariadne se dejó hacer. Cuando se separaron, fue consciente de lo que estaba viviendo, por lo que se apartó de un salto, confusa como nunca. - Moriste entre mis brazos. - Lo sé - asintió él, pasándose una mano por la nuca, parecía culpable.- Tengo que pedirte perdón por eso. Nunca he deseado hacer sufrir, pero no me quedó otra opción. - ¿Fue un engaño? - inquirió, incrédula. - Era necesario. - ¡Y una mierda! - rugió, furiosa, dando otro paso hacia atrás.- Yo te habría guardado el secreto, habría fingido ser la viuda del año y lo sabes. ¡Conoces mis dotes como actriz! ¡Elegiste hacerme sufrir, maldito bastardo egoísta! ¡Lo elegiste! - su cintura encontró el borde de su escritorio y, sin mirar, tanteó hasta dar con el enorme libro de historia, el cual lanzó contra Colbert con todas sus fuerzas.- ¿Y por qué, si puede saberse? El joven lo había esquivado, por lo que el libro, tras chocar contra la pared, cayó al suelo donde se abrió, acompañado de un segundo estruendo. Colbert se agachó para acariciarlo, antes de cerrarlo y hacerse con él. - Es de tapa dura. Habría dolido. Ariadne sintió un nudo en la garganta. - ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? - No puedo decírtelo. - ¿Ah no? - preguntó con petulancia, aunque en su interior estaba temblando por puro miedo, pues empezaba a sospechar algo que no podía ser verdad. Con arrojo, se dirigió hacia la puerta, añadiendo con vehemencia.- ¿Una misión secreta? Bueno, le preguntaremos a mi tío, a ver si tiene las narices de no contarme nada a la cara. Se dirigió hacia la habitación de su tío velozmente. En cuanto llegó a la puerta, Colbert la agarró del brazo y tiró de ella con tanta fuerza que la empotró contra la pared del pasillo. A Ariadne se le cortó la respiración y no por el golpe. - Oh, Colby... ¿Qué has hecho? - preguntó en tono lastimero. - Darnos un futuro, mi amor. - ¿Dónde está mi tío? - Ariadne...- Colbert empleó un tono demasiado suplicante.


- Dónde. Cojones. Está. Mi. Tío - articuló a duras penas, estaba demasiado cabreada, demasiado deprimida, demasiado decepcionada, demasiado todo como para poder hablar con normalidad.- ¡¿DÓNDE?! - No me obligues a hacer algo que no quiero hacer... Seguía contra la pared, observándole con los ojos castaños ensombrecidos por la ira. Se percató que Colbert la seguía mirando, suplicándole que se estuviera quieta... Algo que Ariadne no iba a hacer, por supuesto. Aprovechando tanto su velocidad como la distracción en la que estaba sumido el joven, se llevó la mano a la cadera, agarró la pistola y se tiró hacia delante, clavando los polos en Colbert sin ningún atisbo de duda. Lo vio caer al suelo, inconsciente. Saltó por encima de él para alcanzar la puerta de la habitación de su tío, abriéndole con ímpetu. Le sorprendió ver a cuatro personas en el dormitorio. Los cuatro estaban atados de pies y manos y amordazados, además de sentados sobre la cama. Mientras que su tío, Gerardo y Rubén comenzaron a emitir una serie de sonidos indescifrables, Deker permaneció en silencio, parecía estar concentrado en algo. - Si es que no os puedo dejar solos, ¿eh? En realidad, estaba histérica, pero se esforzó en aparentar calma. Lo primero que hizo fue arrodillarse sobre la cama para poder quitar la cinta americana que recubría los labios de su tío. - Colbert...- fue lo primero que dijo con voz ronca. - Es un traidor, lo sé. Lucía, la amiga de Mateo Esparza, también lo es. Ariadne se echó hacia atrás, regresando al suelo para rebuscar en la mesilla que había entre la cama y el armario. Encontró un cutter con rapidez, pero, cuando fue a subirse a la cama de nuevo, sintió alguien tiraba de su pie. Cayó al suelo, mientras el instrumento salió volando y le perdía la pista, sobre todo porque las manos de Colbert la arrastraron por el suelo hasta situarla debajo de sus piernas. - No quiero hacerte daño - le dijo Colbert.- A ti no. - Me estás tomando el pelo - una amarga carcajada, más parecida a un ladrido que a otra cosa, se escapó de sus labios.- Llegas demasiado tarde. Elevó la rodilla con tanta fuerza que, cuando impactó contra la rabadilla del joven, éste cayó hacia delante. Ariadne giró sobre sí misma, echándose a un lado, soltándose. Se puso en pie de un salto, dispuesta a darle una buena patada en la cara. Sin embargo, dudó. ¿Cómo no iba a dudar si, a pesar de todo, seguía amándole? Ni siquiera ella, La princesa de hielo, podía borrar un sentimiento tan intenso en un segundo. Colbert aprovechó aquel momento de debilidad para embestirla. La espalda de Ariadne chocó contra la pared de nuevo. Estaba harta de aquella clase de golpes. Aunque, aquella vez, fue distinta, pues el rostro del joven estaba a menos de un par de centímetros del de ella. Podía oler aquel particular aroma que desprendía, de óxido mezclado con un poco de sudor. Peor aún, podía sentir el cuerpo de Colbert contra el suyo, piel contra piel. - Siempre he deseado estar así contigo - dijo él. - Déjala en paz - escuchó que decía su tío. Colbert le ignoró. Se dedicó a agarrar sus manos con una, mientras que la que tenía libre la mantenía abierta sobre la pared, muy cerca de la cabeza de Ariadne. - Podemos tenerlo todo, mi princesa - le dijo al oído.- ¿No lo entiendes? Soy un asesino, para ellos siempre lo seré, mientras que tú siempre serás su hermosa princesa. Nunca nos dejarán estar juntos y te amo demasiado como para contenerme. Una vida a tu lado sin poder tocarte, sin poder besarte, viendo como otro se casa contigo y hace todas esas cosas, sería una tortura. Peor. Sería enterrarme en vida, el peor de los castigos. A su pesar, varias lágrimas se escaparon de los ojos de Ariadne. - ¿Por qué tienes que decirme eso? - Porque es la verdad. Porque te amo.


- Pero es demasiado tarde - gimió ella, temblando de pura congoja.- Tus palabras llegan demasiado tarde...- musitó con un hilo de voz.- Ya no puedo amarte, ya no deseo estar a tu lado. Ahora sólo quedan cenizas de lo que una vez sentí. - Nunca has sido capaz de engañarme, Ariadne - sonrió él. - Y tú nunca habías sido un asesino para mí. Ahora lo eres. Y si hay algo que odio en este mundo, si algo me repugna, son los asesinos - su mirada se endureció.- Sobre todo los que son unos traidores de mierda. Le asestó un cabezazo que hizo retroceder a Colbert. Ella misma quedó mareada, pero estaba lo suficientemente enfadada como para asestarle una patada en el estómago. - Me siento tan estúpida - gruñó, golpeándole de nuevo. - Ariadne, para - dijo él en un tono peligroso. - Te elegí a ti. Aunque tuviera que esperar, aunque tuviera que pasarlo mal o luchar contra viento y marea. Te di mi corazón, ¿y qué has hecho con él? Lo has hecho trizas - la frialdad en su voz era tan intensa que hasta se asustó a sí misma.- Te di lo único que era sólo mío, te di lo que más me importa en el mundo, mi tesoro más preciado y lo has roto - le dio una última patada.- Así que no me vengas con canciones de amor propias de Taylor Swift, que no me lo creo. No te creeré jamás. Su intención era coger una de las bridas que su tío tenía guardadas, pero ni siquiera pudo volverse, pues Colbert, haciendo gala de una velocidad endiablada, se puso en pie y volvió a sujetarla con fuerza. - No dejaré que te vayas... - Pues yo te dejaré KO, imbécil. Para sorpresa de Ariadne, Deker apareció tras la espalda de Colbert, sosteniendo un pesado florero que estampó contra la cabeza del primero. Éste se desplomó junto a una lluvia de fragmentos de cristal de bohemia, un poco de agua y unas margaritas marchitas. El muchacho, durante un instante, contempló el trozo de jarrón que aún quedaba entre sus manos; después, lo dejó caer antes de pasar por encima de Colbert tranquilamente. Torció los labios en lo que era una sonrisa divertida y maliciosa. - Si hay que pisar cristales, que sean de bohemia, corazón. - ¿De verdad crees que es el momento de citar a Sabina? - Cualquier momento es bueno para citar a Sabina - se encogió de hombros Deker. - ¡Cuidado! Ariadne, debido a su posición, pudo ver como algo entraba en la habitación con tal intensidad que redujo la ventana prácticamente a polvo. Por eso, se tiró sobre Deker y ambos acabaron rodando por el suelo, golpeándose con el armario que había en una esquina. De alguna manera, Deker había acabado sobe ella cuan largo era, pero, además de sentir su peso y la firmeza de sus manos entorno a sus brazos, apenas fue consciente. Uno de aquellos asquerosos esqueletos estaba frente a ellos, hacha en mano, y no dudó en descargarla con todas sus fuerzas. Deker tiró de ella hacia un lado, por lo que ambos acabaron chocando contra la pared perpendicular al armario. Durante un segundo, permanecieron ahí quietos, agazapados y todavía abrazados, pero la horripilante criatura no les concedió tregua. Aunque el hacha se había clavado en el suelo, el ser no tardó en desencajarla para volver a blandirla contra ellos. En aquella ocasión, Ariadne cogió impulso y, colocando una mano sobre el envejecido cráneo, dio una vuelta acrobática sobre sí misma para acabar aterrizando elegantemente sobre la cama. Desde ahí, agarró con las dos manos la lámpara de pie que había entre ésta y la ventana. Después, tiró de ella hasta encajarla en la caja torácica de esqueleto, arrastrándolo al otro lado del cuarto. Y, como si fueran un equipo perfectamente coordinado, Deker aprovechó la confusión del esqueleto para arrebatarle el hacha. Le seccionó la cabeza, antes de dirigirse hacia ella. - ¿Qué cojones ha sido eso? - preguntó.


- Lucía tiene el amuleto de Morgana - le respondió, volviéndose hacia su tío.- Pero no tenemos tiempo para eso. ¿Dónde se ha metido el cutter? - Toma. Deker le lanzó el cutter, antes de asomarse por la puerta, sosteniendo el hacha como si estuviera dispuesto a usarla en cualquier momento. Ariadne liberó a su tío, cortando la brida que mantenía sus muñecas juntas, además de la que le sujetaba los tobillos. Se acercó al borde del catre para liberar a Gerardo, cuando notó la mano de su tío tirando de ella y bajándola de la cama. Desde ahí vio a Deker incorporándose con una mueca, además de a Felipe derribando a otro esqueleto usando únicamente sus manos: con la fuerza y el tino de un auténtico guerrero, arrancó la calavera de la columna vertebral y la redujo a polvo apretándola entre sus dedos. Alzó el rostro y Ariadne quedó impresionada. De repente, no quedaba ni rastro del hombre que conocía, el que siempre sonreía y era cariñoso; tampoco del que era severo y serio cuando debía de serlo. Felipe esgrimía un aspecto verdaderamente tenebroso, su mirada era tan dura y afilada como el más mortal de los cuchillos; sus manos, sus hombros y su porte en general era tieso, peligroso, como el de un tigre a punto de saltar sobre su presa. - La magia negra no tiene cabida en mi internado - pronunció con calma. - ¿Y qué vas a hacer? ¿Ordenarme que me vaya? - reconoció la voz de Lucía. Su tono burlón hizo que se viera aturdida por la ira; se moría por plantarse delante de aquella maldita mujer y golpearle hasta que le sangraran los nudillos.- Yo no respondo ante ti. Las reinas, como yo, no respondemos ante nadie, ni siquiera ante el reyezuelo de los ladrones. - ¿Ordenarte? No, no, no...- negó con la cabeza muy lentamente.- Creo que ha habido un error, querida. Ni tú eres una reina, ni yo una persona civilizada. Atrás quedó el tiempo de las meras palabras. Y se arrojó contra Lucía. Un par de esqueletos corrieron hacia él, deformando sus ennegrecidas bocas llenas de podredumbre para gritar salvajemente. Felipe no emitió ni un sonido. En su lugar, se agachó en el instante exacto, provocando que las espadas de sus contrincantes se clavaran en el otro, quedando inmovilizados durante un instante. Él siguió avanzando mientras gritaba. - Hallarás lo que necesitas en el pisapapeles. Incluso la forma de salvarnos a todos. Ariadne entendió inmediatamente lo que significaban esas palabras: que debía huir una vez más. No obstante, aquella ocasión era distinta, no iba a dejar a su tío y a Gerardo en manos de la psicópata de Lucía. A ellos no. Por eso, por primera vez en sus dieciséis años, se planteó desobedecer a su tío. Se dirigió hacia el pasillo, aunque en su camino, se cruzó algo imprevisto: Deker. - ¿Si vieras esta escena desde fuera, qué te dirías? - No estropees mi decisión con lógica. Pero la mirada de Deker fue suficiente para que, a regañadientes, admitiera que tenía razón. Cerró los dedos entorno a la mano del muchacho, tirando de él, al mismo tiempo que, una vez más, volvía a correr como alma que lleva el diablo. Mientras lo hacía, y sin necesidad de mirar, sabía que su tío estaba distrayendo tanto a Lucía como a su maldito ejército. Lo condujo a través de los pasillos hasta las escaleras, por las que bajaron hasta la segunda planta. Ahí se encontraron a un grupo de esqueletos, no era muy grande, tan sólo eran cuatro, pero ellos únicamente llevaban un hacha. - ¡Corre! - exclamó Ariadne.- ¡Tenemos que llegar al despacho de mi tío! - Son más rápidos, nos alcanzarán. - No. Tendremos suerte, llegaremos justo a tiempo. La Dama de rosa, que seguía a buen recaudo en el bolsillo de su cazadora, emitía tanta calidez que incluso atravesaba el cuero y las otras capas de ropa que llevaba debajo.


Se precipitaron a través del ancho corredor hasta dar con el despacho, donde entraron y, con desesperada urgencia, cerraron la puerta, colocando el hacha en el picaporte; el arma ejerció de palanca, por lo que era imposible que pudieran abrir la puerta desde fuera. - Dame un punto de apoyo y moveré el mundo - citó Deker. - Y ahora me vienes con Arquímedes - suspiró Ariadne. - Ya ves - el chico se encogió de hombros, antes de añadir con una buena dosis de sarcasmo.- Es que el que parezca que estemos en medio de Las crónicas de Prydain, hace que me ponga un poquito nervioso. - Pues más que Taran, pareces Wikiquote, lo que no ayuda. Ariadne le sacó la lengua, antes de empujar el escritorio y la silla de su tío hacia la pared; le siguieron los otros dos asientos, que prácticamente tiró a un lado. - Y, dime, Hen Wen, ¿cómo nos deshacemos del Caldero negro? - ¿Sabes que me he leído los libros? - Por supuesto, ¿qué gracia tendría llamarme cerdita-oráculo si tú no lo supieras? Puso los ojos en blanco y, haciendo un esfuerzo por ignorar a Deker y la sonrisa que, seguramente, habría aparecido en sus estúpidos labios, se acercó a la mesa. Su tío le había indicado que su pisapapeles era importante, así que lo sujetó con cuidado, antes de guardarlo en el otro bolsillo de su cazadora. La puerta del despacho retumbó, no les quedaba mucho tiempo. Abrió una de las ventanas, tomó aire y se situó sobre la inmensa alfombra que cubría gran parte del despacho. Entonces se volvió hacia Deker, tendiéndole una mano: - ¿Confías en mí? - Ahora eres tú la que citas - observó él, entrecerrando los ojos, como si se le escapara algún detalle que intentaba encontrar.- Parece una escena de Aladdín. El hacha crujió. Ariadne siguió con la mano tendida, aunque la agitó un poco, instándole a que la aceptara de una puñetera vez. Deker suspiró, resignado, antes de estrecharla con delicadeza, colocándose a su lado con una expresión de hastío. - ¿Y ahora qué? - inquirió con recelo. Ella sólo sonrió, antes de gritar con todas sus fuerzas: - ¡VUELA! La alfombra se estremeció un instante, al siguiente comenzó a flotar con delicadeza y para el tercero salió despedida hacia la ventana. La potencia fue tal que ambos dos acabaron sentados de cualquier manera sobre ella, aferrándose como podían a los pliegues para no caerse. - ¿Podrías reducir un poco la velocidad, por favor? - preguntó Ariadne con educación. Como única respuesta, la alfombra dejó de cruzar los cielos como si estuviera en una carrera de fórmula uno y adoptó un ritmo más relajado, un poco más rápido que el de un paseo. Se incorporó un poco, doblando las piernas hacia un lado, mientras se apartaba la cortina castaña de la cara para poder ver. Entonces se volvió hacia su derecha, donde Deker permanecía tumbado, agarrándose a un pliegue como un gato asustado. No pudo evitar reírse, lo que provocó que el chico reaccionara y se acomodara a su lado. - No me puedo creer que tengas una alfombra voladora. - Mola, ¿eh? - Aunque esto no es lo más raro que me ha sucedido hoy - le explicó Deker, agitando la cabeza para ahuecarse los desordenados cabellos.- Ese maldito bas...- entonces se quedó callado, como dudando, aunque no tardó en seguir.- Me cogió desprevenido y me atrapó. Como a los demás, me ató manos y pierdas con bridas, lo que es un asco... - Porque no se pueden desatar, lo sé - asintió ella. - Estaba intentando soltarme cuando has llegado tú - volvió a hacer una pausa, que aprovechó para clavar la mirada en Ariadne.- Y, curiosamente, cuando has cogido el cutter para soltar a tu tío y el tío ese te ha derribado, el cutter ha caído a mis pies. Así, he podido agacharme,


cogerlo y, claro está, soltarme - frunció un poco el entrecejo.- ¿No crees que es raro? Menuda casualidad más oportuna. - Es que no ha sido casualidad. Ariadne se llevó la mano al bolsillo donde la Dama seguía guardada y la sacó con extremo cuidado, mostrándosela a Deker. - La Gran Duquesa María, que trae la suerte consigo. - ¿Lo sabías? - Lo había intuido - asintió él, acompañándose de un ademán. Entonces apoyó un pie en la alfombra, cruzando un brazo sobre esa rodilla.- Quería saber si confiabas en mí. Ariadne permaneció en silencio, mirando al frente. El cielo era un manto negro sin apenas estrellas, aunque una gran luna brillaba en lo alto, iluminándolos a los dos. ¿Confiar? En esos momentos esa palabra se le antojaba una gran broma cósmica. ¿Cómo podía confiar en alguien si la persona a la que amaba la había traicionado tanto? Hubiera podido soportar algunas mentiras, incluso que se acostara con otra a sus espaldas, pero eso... No, eso no. Lo más extraño era que sí confiaba en Deker. No le gustaba admitirlo, ya fuera por el momento, ya fuera porque el chico le ponía de los nervios. Pero así era. Recordaba su preocupación, la dulzura rasgada de su voz, sus cuidados, el que casi nunca la llamara por su nombre... No podía obviar la semana que pasaron en Londres, lo considerado que fue con ella. Tampoco podía olvidar el que la consolara en el baño. - Confío en ti - susurró. - Me alegra oír eso - Deker sonrió fugazmente. - No podemos estar siempre volando en la alfombra - observó ella, intentando que su mente se mantuviera ocupada en algo que sí podía controlar.- Deberíamos pensar un lugar al que ir, ya sabes, para escondernos. - Ariadne. - ¿Si? - Es un hijo de la gran puta que no se merece ni una de las lágrimas que has derramado y que vas a derramar por él - se volvió hacia Deker, que la miró seriamente.- Sé que los ladrones no podéis matar, pero eso no quita que le podamos torturar. Ariadne rió. Y lo que comenzó como carcajadas entre incrédulas y alegres, acabó degenerando de tal manera que, después de apagarse con suavidad, se convirtieron en hipo, que llegó acompañado de un torrente de lágrimas amargas. Pero el llanto no era nada con lo que sentía, con aquel dolor sordo y profundo que había anidado en su pecho, en su cuerpo entero, que la azotaba con tanta intensidad que, de pronto, se vio sin fuerzas. Por eso, se dejó caer sobre Deker que la recibió en sus brazos con cierta torpeza, aunque no por ello la soltó. Fue en ese momento cuando recordó aquellas palabras que en su día se quedaron grabadas a fuego en su mente, las que había enterrado en lo más hondo de su ser: Te aguarda un futuro aciago, joven princesa. Dolor... Miseria... Sangre y lágrimas... Eso te espera. Vida y muerte... Muerte y vida... Magia... En el centro, tú. Y puedo ver algo más, princesa: morirás por amor como tantas otras a lo largo de la historia. Pero debes tener algo en cuanto: morir puede ser algo más que perder la vida. Se dio cuenta de que aquella especie de profecía tenía que ver con Colbert.


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