Pepé Levalián I: El ladrón de paraguas

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Raúl Argemí Ilustraciones de

Raúl Sagospe

Infantil - Juvenil


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n todo cruce de caminos hay carteles que nos indican qué encontraremos si vamos por la izquierda, por la derecha o seguimos adelante. Pero ese cruce de caminos era especial, por lo raro y confuso. Los letreros, clavados de cualquier manera en tres postes torcidos, le hacían un lío en la cabeza al más avisado. Como leerlos resulta más esclarecedor que hablar de ellos, veamos qué decían: «A la China 18 000 kilómetros. Si piensa en ir a pie, mejor quédese en casa». «Lechería de Lola: a media hora de camino. Cerrada por vacaciones de la vaca». «Londres, Polinesia, Samarcanda, Elsinore: ¡¡Ufff!! Muy lejos».


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«Paraguas y sardinas en lata, los mejores precios. Casa La Nigro». «Hotel del Rey Dormido. ¡El mejor hotel!» (Alguien había tachado «mejor» y escrito encima «único»). «Reino Apacible: aventuras de todas clases ¡GRATIS!». «Desafíos del caballero negro Albondigón Palperro. A todas horas. Lunes descanso». «Hoy no fío, mañana sí». «Bando de la Alcaldía: el que tenga perro que lo ate, el que no tenga que no lo ate». Etcétera, etcétera, etcétera.


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Había como mil de esos carteles clavados en los postes, y lo que queda claro es que hacerse una idea de hacia dónde ir era un verdadero lío. Pero eso no quita que fuera un auténtico cruce de caminos, con cuatro sendas bien marcadas en la tierra y bordeadas con las piedras y los pastizales salvajes correspondientes. Solo le faltaba una cosa para ser una verdadera encrucijada: un viajero, un caballero andante que llegara hasta allí en busca de aventuras. Pero eso tampoco era un problema, porque ese día un caballero se acercó hasta el cruce a lomos de su caballo. El hombre era muy joven, con el pelo más o menos así de largo, y los que lo conocían —que en


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verdad no eran muchos— lo llamaban Pepé Levalián. Nombre que, según decía el caballero, significaba «Pepe el Valiente» en el idioma de un país muy lejano. Pero como este no es un tratado sobre los idiomas, no lo pondremos en duda. Pepé era un caballero pobre en busca de aventuras y fortuna. Lo de pobre se veía en su coraza, algo así como un chaleco sin mangas fabricado con latas de refrescos. También se adivinaba en su espada, más alta que él y un poco más que bastante oxidada. Según la opinión de los historiadores caballerescos, lo más destacado de Pepé Levalián era su sonrisa de buena persona, y su caballo, un flaco pura sangre de carreras, color gris paliducho, tan viejo que podría haber sido el abuelo de Pepé, si los caballos pudieran ser parientes de los caballeros. Alguna vez, cuando corría carreras y hasta las ganaba, había sido bautizado como Viento Veloz, pero a la altura de esta historia era conocido por El Lento. En realidad, solo Pepé Levalián lo llamaba por su nombre original. Pepé era un soñador y le ilusionaba la idea de cabalgar con el viento. Pero en la mayoría de los casos era El Lento. Con tantos años sobre las patas, lo que había perdido en velocidad El Lento lo había ganado en astucia. Además, El Lento tenía una particularidad que se hará visible en cuanto los dos lleguen ante los carteles. Paciencia que ya falta muy poco.


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Primero se pudo ver una nubecita de polvo allá lejos. Luego una figura pequeña, como un ratón que caminaba un poco distraído. Algo más tarde, la figura borrosa por el calor que subía de las piedras del camino, pudo parecerse a un perro con sombrero. En fin, que avanzaban con tanta calma y prometían tardar tanto que sería una buena idea aprovechar el tiempo mirando el paisaje, y hacernos una idea del escenario donde sucede esta historia. Hacia donde uno volviera los ojos todo era verde. Colinas y colinas, una detrás de la otra, cubiertas de plantas de todas las clases de verde que hay en el mundo. Había tanto verde que, a cada rato, un poco de ese color cruzaba el cielo azul volando en bandada y parloteando como solo pueden hacerlo los loros verdes. También se podía ver una solitaria y aburrida oveja, con cara de ver pasar el tren, pero sin tren. Al fondo, hacia el punto por donde sale el sol, había una cadena de montañas no muy altas. Y en la cima de las colinas, cerca de las montañas, dos o tres pueblos de casas de piedra, apretadas una junto a la otra, como si no tuvieran suficiente espacio para estirar los pies. Bien, ya hemos visto el escenario y, después de este momento de paciencia y paisaje, ya podemos regresar con los que llegaban sin prisa alguna.


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Caballo y caballero detuvieron sus pasos ante los postes indicadores del cruce de caminos. Pepé Levalián leyó todos los carteles y después dijo, frotándose las manos: —Huelo aventuras con las que puedo hacerme famoso. El Lento volvió la cabeza, lo miró perdonándole la vida y soltó un bufido con mucho de crítica. Pepé observó el cielo sin una nube. Un pájaro que volaba lejos. Se chupó un dedo y lo expuso al viento, como para saber cuál sería su rumbo, y dijo: —Hoy es miércoles. —¿Y qué pasa con que sea miércoles? —contestó El Lento. Esta cualidad tenía Viento Veloz, conocido por El Lento; hablaba. No es común, pero en esta historia las cosas no comunes suceden con bastante normalidad. —Que hoy no es lunes, así que seguiremos por ese camino hacia el desafío del caballero negro Albondigón Palperro. ¡Hoy no es su día de descanso! —concluyó Pepé. Entonces sucedió algo extraño, porque diciendo: ¡No, no y no!, el caballo se sentó sobre sus ancas cruzando las patas de atrás. Como es lógico, cuando el lomo de un caballo toma una posición parecida a un tobogán, uno tiene que agarrarse de cualquier parte para no acabar en el sue-


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lo. Pero Pepé supo disimular, y con un salto al costado hizo como si se desmontara del caballo por puro gusto. —A ver —dijo con énfasis—, ¿tenemos alguna idea mejor? —Sí. Que también hay un Reino Apacible, y es mejor un reino con fiestas que meternos en líos donde nos den palos. Vamos al Reino Apacible, y ni una palabra más. Hay que decir que Pepé sería un caballero, pero también era muy razonable, así que hizo como que meditaba y al fin aceptó.


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—Era lo mismo que yo estaba pensando. Vamos al Reino Apacible, que los reyes siempre necesitan favores y, si tenemos suerte, hasta nos darán de comer. Así que su caballo se irguió otra vez sobre las cuatro patas y así él pudo montar con el original ruido de latas sueltas que hacía en todo momento.


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de se cuenta Donsafío y un cic de lista de un

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uando terminaron de trepar la loma, El Lento jadeaba como un camello con sed, mascullando protestas porque Pepé roncaba sobre la montura. La hora de la siesta es sagrada para los caballeros andantes. Solo que, de golpe, tuvo que despertarse, porque del otro lado de la loma el peligro tomó forma en la negra figura del temible Albondigón Palperro. Sí, el camino pasaba por el medio de un bosque de pinos achaparrados —es decir, bajitos y gordos— y, cerrándoles el paso, estaba Albondigón Palperro. Su armadura era de hierro negro de pies a cabeza, y también la puntiaguda lanza que sostenía en alto. Para colmo de colmos, montaba una mula negra como la noche más negra y con cara de furia rabiosa.


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Como de ese lado de la loma el camino era de bajada, y a El Lento le costaba frenar, todavía siguieron acercándose, hasta que lograron detenerse cuando los separaban menos de veinte pasos. Entonces, como indica la tradición más antigua, Albondigón Palperro formuló su desafío: —¡Uñññ nij budumbá uñññ! ¡Butubooon cuso cachañán! Pepé y El Lento se miraron desconcertados, y el otro tuvo que repetir dos veces su proclama para que al fin entendieran el problema. El casco del caballero cerraba tan ajustado que la mitad de los sonidos se le quedaban adentro deformando las palabras. —¡Uñññ nij budumbá uñññ! ¡Butubooon cuso cachañán! Gritó el caballero negro, agregando con un furioso golpe de lanza al aire, un amenazante: —¡Ungrrateté budumba nij! Pepé sonrió, porque no le sucedía todos los días que lo desafiaran a duelo. —¡Ah, magnífico! ¡Por fin una oportunidad para demostrar mi valentía! Y buscando la empuñadura de su espada de larga hoja, dio la orden de carga: —¡A la carga, Viento Veloz! Lo hizo con voz clara y alta, muy propia del momento, pero El Lento tenía otra idea sobre el


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asunto. Hay que decirlo: El Lento no se llevaba bien con las trifulcas, luchas y desafíos. Prefería dormir a la sombra de un árbol, con la panza llena de buena hierba. Por eso puso en práctica su mejor truco, galopar enérgicamente, pero hacia atrás. En los libros y libros que se han escrito con las historias de los caballeros de todo el mundo, en ninguno se puede encontrar


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caballo, mula, elefante, dragón o motocicleta que lo igualara en la habilidad de correr hacia atrás. Como parece lógico, el caballero negro Albondigón Palperro entendió que Pepé Levalián se batía en retirada, que es la manera elegante de decir que escapaba muerto de miedo. Así que, ya puesto en ganar ese combate, clavó las espuelas en su mula para que embistiera con gran coraje contra el caballero que huía. Solo que la mula no era una mula cualquiera. Todo el mundo sabe que las mulas y los mulos son hijos de caballo y burro. Y los burros son burros. Hacen siempre lo que les da la gana, además no les gusta que los maltraten. O sea que la parte de burro de la mula, que no por casualidad se llamaba Malasangre, se reveló a las espuelas de manera poco divertida para su jinete. Arremetió hacia delante como un cohete a la Luna y a los diez metros exactos se clavó sobre sus cuatro patas. Entonces, Albondigón Palperro salió volando por los aires, y fue a dar contra el suelo con un horroroso ruido de armadura y huesos machucados. Luego, como si festejara, que en el fondo era lo que estaba haciendo, lanzó un alarido espeluznante: una mezcla de relincho, rebuzno y carcajada. Enseguida volvió la espalda y, sin dejar de reír, se alejó por el camino trotando muy satisfecha.


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Pepé Levalián, que en el fondo era una buena persona, quiso ayudar al de la negra vestimenta, pero no fue necesario. El caballero se irguió y corrió renqueante en persecución de la mula, arrastrando la lanza mientras gritaba cosas incomprensibles porque, ya lo dijimos, las palabras se le amontonaban dentro del casco y no había quien lo entendiera. A todo esto, al ver el imprevisto resultado del desafío, El Lento abandonó su famosa «carga en retroceso» y soltó un suspiro de alivio. —¡Hum! —murmuró Pepé, que siempre decía eso cuando quería dejar claro qué estaba pensando. —¡Hum! —dijo—. He aquí un brillante resultado: Pepé Levalián, 1; Albondigón Palperro, 0.


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—¡Alcachofas! —masculló su caballo—. Con suerte fue un empate. —¡Jamás! En los desafíos entre caballeros no hay empate. Eso puede suceder en el fútbol, pero no en los duelos. —Habría que discutirlo, pero tengo hambre y pocas ganas de discutir con un cabeza hueca. Si te gusta, fue uno a cero. Pero que conste: la mula hizo todo el trabajo. —Bueno, las circunstancias a veces ayudan. —No fueron las circunstancias, fue la mula. Muy mal educada, tengo que decirlo. —Cierto es, ¡echarlo por tierra de esa manera! —Eso es lo de menos. Si alguien que conozco me busca las pulgas con las espuelas, puedo hacer lo mismo. Lo feo es reírse de su caballero a carcajadas. —Ya… —comentó con una sonrisa—, otro que yo conozco se hubiera reído disimuladamente. —¡Hombre, es lo que cabe! Pero ya se sabe: una mula es medio burro. —Es lo que tiene. —A ver, ¿seguimos adelante o nos vamos a quedar hablando de filosofía? Mis tripas hacen unos ruidos tremendos. ¡Necesito comer! —Sigamos adelante. En Reino Apacible podré contar mi triunfo en este duelo, sin que nadie me contradiga.


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—Eso es más que seguro —murmuró el caballo, al tiempo que reemprendía la caminata. Lo que quería decir era que no se ocuparía de contradecir lo que dijera Pepé Levalián, porque El Lento nunca hablaba delante de la gente. Es que había tenido una mala experiencia. Cierta vez en que se descuidó y lo escucharon, una banda de trapecistas lo había secuestrado a medianoche para hacerlo estrella de circo. Pero como a él no le iba bien el negocio del espectáculo, había escapado por un pelo y prefería mantener su secreto. Solo que ese día no ganaba para sustos. Había dado unos pocos pasos cuando una delgada polvareda al fondo del camino lo precipitó, a trote veloz, a esconderse detrás de unos pinos gordos. —¡Vuelven! —dijo con un temblor en la voz. —¡Un caballero no se esconde detrás de un árbol! ¡Salgamos al camino! —No nos escondemos. Esto es una emboscada. —Ah, si es así, me parece bien… Pero nada era lo que parecía. A poco que la polvareda fue tomando forma, vieron que lo que se acercaba por el camino era un pirata en bicicleta. No había dudas. Los pantalones tajados en mil combates a sable. La camiseta a rayas horizontales. El pañuelo de lunares ciñéndole la cabeza y, para


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más datos, una tupida barba roja y un parche en el ojo tuerto. ¿Qué podía ser si no un pirata? Por un instante Pepé y El Lento pensaron que, con la velocidad que traía la bicicleta, pasaría de largo, pero no fue así. —¡Hombre a babor! —gritó el pirata. Frenó de golpe, hizo un giro enredado como un nudo marinero, y detuvo la bicicleta junto a las patas del caballo. —¡Ohé, gente de a bordo! —saludó con voz enronquecida por muchos mares salados, y más rones calientes. —Ohé… —atinó a responder Pepé. —¿El señor ha visto mi barco por aquí? Pepé se rascó la cabeza, recordó que, por lo que sabía, el mar estaba muy, muy lejos, y dijo: —Su pregunta me llena de sorpresa, porque me parece que nunca he visto un barco. —¡Trombas marinas! Eso desalienta a cualquiera. —No fue mi intención. —¡Y cuál fue su intención, insecto de tierra firme! —bramó el hombre—. ¿Quiere burlarse de Yon Milojos? —¿Milojos? —¡Sí, por qué! ¿Hay algún problema? A lo que Pepé se apresuró a contestar que ninguno, que el día estaba de lo más bonito, y que si veía


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por allí algún barco, estaría encantado en comunicárselo. Es que la mirada del ojo único de Yon Milojos ardía tormentosa, prometía masacres, ahorcados en el palo mayor, cañonazos llenos de humo para que estornude el enemigo, y todas esas cosas que son normales en la vida de un pirata. —Bueno, tendré que seguir buscando —dijo el hombre, y agregó tironeándose de la roja barba como si le diera vergüenza preguntar—. ¿No han visto por aquí algún poste indicador? ¿Alguna flecha marinera que apunte al mar? —Ahora que lo dice… Si sigue como venía, un poco más adelante hay tres postes con letreros en el cruce de caminos. Quizá le sirva alguno. —Lo sabía —dijo el Yon Milojos con una gran sonrisa plena de dientes afilados—. Sabía que iba en la buena dirección. ¡Un marino no se pierde nunca! Y saltó sobre su bicicleta. Solo que antes de partir, puso cara de contarle un secreto: —Porque me cae bien, y me ha ayudado a encontrar mi barco, lo pongo sobre aviso. Por esta comarca ronda un gran peligro, el caballero negro Albondigón Palperro y su mula Malasangre. Más le digo: la gente de Reino Apacible ha puesto precio a su cabeza. —¿En serio? ¿Y cuál es el premio, si se puede saber? —La mano de la princesa Lagrunye.


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—¿Con el reino y todo? —Eso sí que no lo sé, pero algo debe haber. Es que… ¡Rayos y centellas! No es para menos. ¡El miserable les roba los paraguas! ¡Que un vendaval le parta el casco y se hunda entre pulpos asesinos! —Ah, ya entiendo —dijo Pepé, que, por supuesto, no había entendido nada. Pero no tuvo tiempo de preguntar, porque el hombre aulló: —¡Al abordaje, mis valientes! Y salió pedaleando como si lo persiguiera un galeón con ochenta cañones por banda. Entonces, El Lento se desinfló en un relincho carcajada. —Es lo que me faltaba ver: un pirata en bicicleta.


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