Cuentos populares chilenos

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FOLKLORE HISPANO AMERICANO

CUENTOS POPULARES EN CHILE (recogidos de la tradición oral) POR

RAMÓN A. LAVAL Socio fundador de la Sociedad de Folklore Chileno y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, Miembro Correspondiente de la Real Academia de la Historia, Membre de la Société des Traditions Populaires et de la Sociétó des Américanistes de Paris, Socio correspondiente da Sociedade de Qeographia de Rio de Janeiro. <

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1923

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CUENTOS POPULARES EN CHlbE



FOLKLORE HISPANO-AMERICANO

CUENTOS POPULARES EN CHILE (recogidos de la tradición oral) POR

RAMÓN A. LAVAL Socio fundador 4t la Sociedad

de Folklore Chileno y de la Sociedad

Chilena de Historia y Geografía,

Miembro Correspondiente de la Real Academia de la Historia, Membre de la Société des Traditions Populaires tt de la Société des Américanistes de París, Socio correspondiente de Geographia de Rio de Janeiro,

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I PARTE

Cuentos maravillosos,

Cuentos

animales, AnĂŠcdotas.



Cuentos populares en Chile, recogidos de la tradición oral ( 1 )

1. E L

SOLDADILLO.

E l Soldadillo se estaba aburriendo en su casa y se le puso en la cabeza salir a rodar tierras, por ser h o m b r e y por saber. Salió, pues, un día, llevando al h o m b r o u n a s alforjas m u y bien provistas y u n buen cuchillo asegurado a la cintura. Después de haber a n d a d o u n a s c u a n t a s horas, en u n camino a p a r t a d o se encontró con u n hermoso joven, eleg a n t e m e n t e vestido. E l Soldadillo, que era h o m b r e bien hablado, se sacó su gorra y saludando con t o d o respeto, preguntó: —¿A dónde va, mi señor? Si lo puedo servir en algo» estoy a sus órdenes. E l Príncipe, porque eLjoven era hijo de R e y , le~contestó: (1) E l v o c a b u l a r i o d e l o s c h i l e n i s m o s q u e se e n c u e n t r a n t o s y l a s n o t a s c o m p a r a t i v a s , irá al fin d e la colección.

en e s t o s c u e n -


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RAMÓN A. LAVAL

—Si quieres acompañarme, t e daré b u e n sueldo; el sirviente que traía se m e perdió en el camino, y necesito de u n a persona que m e a y u d e ; pero ésa h a de ser m u y valiente, porque nos hemos d e ver quizás en qué peligros. — S u mercé, respondió el Soldadillo, tal vez h a y a oído hablar de su servidor, porque yo he peleado en t o d a s las batallas que h a d a d o Su Sacarreal M a j e s t a d el R e y su padre, y siempre m e p o r t é con valor y n u n c a volví la espalda al enemigo. J u a n m e llamo, señor, y por sobrenombre me dicen el Sordaíllo. —¡Con que t ú eres, hombre, el m e n t a d o Soldadillo! N o he podido encontrar mejor compañero; he a n d a d o con suerte; desde luego t e t o m o a mi servicio. Siguieron a n d a n d o los dos, m á s que como p a t r ó n y sirviente, conversando como amigos. E l Príncipe le contó cómo se había enamorado, por u n r e t r a t o que había visto, de la m á s linda princesa del m u n d o , a quien a n d a b a b u s c a n d o : estaba e n c a n t a d a y nadie sabía en d o n d e se hallaba. El Soldadillo le prometió ayudarlo en t o d o y no dejarlo m i e n t r a s no dieran con la princesa, y h a s t a dejarse m a t a r por él, aunque—le dijo—todavía no h a nacido quien se a t r e v a a tocarme u n pelo, Siguieron a n d a n d o y a n d a n d o , y hacía y a muchos días que iban por el mismo camino, c u a n d o encontraron a un hombre que se ejercitaba en dar saltos m u y grandes. El Soldadillo le p r e g u n t ó : —¿Cómo t e llamáis, ho? —Yo m e llamo—contestó el hombre—Saltín, Saltón, hijo del b u e n Saltaor. —¿Y en qué t e ocupáis, hó? — E n saltar, pus, ñ o r ; y pueo dar saltos de m á s de dos cuairas, p u s , ñor. — E s t e hombre nos conviene—le dijo el Príncipe al Soldadillo;—pregúntale si quiere e n t r a r a mi servicio. Entonces el Soldadillo le dijo al h o m b r e : —¿Por qué no t e venís con nosotros?


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—Si m e d a n buena paga, m e voy con ustedes. Y Saltín, Saltón, hijo del b u e n Saltaor, se fué con ellos. Siguieron a n d a n d o y a n d a n d o , y m á s adelante t o p a r o n con u n hombre que se llevaba t r a n q u e a n d o de arriba p a r a abajo, a grandes pasos, y q u e no descansaba ni u n momento. —¿Cómo te llamáis, ho?—le p r e g u n t ó el Soldadillo; y el otro le contestó: — Y o m e llamo Andín, Andón, hijo del b u e n Andaor. —¿Y en qué trabajáis, vos? — E n andar, p u s , ñor; ese es mi oficio; p o r q u e y o soy lo mesmito que el J u d í o E r r a n t e , que m e canso cuando me siento; y aemás soy m u y forzúo, y m e los pueo echar a toos ustees al h o m b r o y llevarlos aonde ustees me igan; porque h a n de saber que soy nieto de Carguín, Cargón, hijo del b u e n Cargaor, y que hei sacao las juerzas de mi agüelo. — E s t e hombre nos conviene—le dijo el Príncipe al Soldadillo;—contrátalo a ver si quiere servirme. Entonces el Soldadillo le dijo al h o m b r e : —¿Por qué no te venís con nosotros? T e daremos buen a paga. — M é t a l e , pus, ñor—contestó Andín, Andón, hijo del buen Andaor; y para probarles que era cierto lo q u e les había dicho acerca de las fuerzas que tenía, agarró a los tres compañeros en sus brazos y siguió cargado con ellos, como si tal cosa. Bien les vino a los pobres, porque estaban m u y cansados. Así anduvieron por tres días, h a s t a que encontraron a un hombre sentado en la tierra, que con u n a m a n o rodeaba u n a de sus orejas, como p a r a escuchar mejor. E l Soldadillo le dijo: —¿Qué hace ahí, m i amigo? ¿se puede saber? — C o m o nó—le contestó el hombre:—estoy oyendo a una niña que está encerrada siete estados bajo tierra llor a n d o sin consuelo y quejándose d e q u e la tienen encan-


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RAMÓN A. LAVAL

t a d a . E n este m o m e n t o , dice: "¿Qué será del Rey, mi padre? ¡Cómo llorará mi m a d r e ! ¡Cuándo v e n d r á el príncipe q u e h a de libertarme! E l Príncipe n o d u d ó q u e la princesa encerrada era la q u e él buscaba, e i n m e d i a t a m e n t e p r e g u n t ó al h o m b r e : —¿Cómo t e llamas t ú ? — Y o m e llamo, señor—le contestó—Oidín, Oidón, hijo del b u e n Oidor. —Vente conmigo y t e pagaré bien—le dijo el Príncipe. — E s o quisiera yo—le dijo Oidín—porque estoy sin empleo. Y Oidín, Oidón, hijo del b u e n Oidor, pasó a ocupar su lugar al a p a de Andín, Andón, hijo del b u e n Andaor. Siguiendo las indicaciones de Oidín, q u e a cada r a t o hacía q u e Andín se p a r a r a , p a r a escuchar mejor, se metió Andín con su carga por u n bosque m u y tupido, llegando u n a noche, al cabo de siete días de marcha, frente a u n castillo. Dieron seis vueltas alrededor de él, sin encontrar p u e r t a alguna; sólo veían u n a fila de v e n t a n a s , todas alumbradas, pero m u y altas y defendidas por gruesos b a r r o t e s de fierro. A la séptima vuelta vieron u n a p u e r t a t o d a de fierro, hecha de u n a sola pieza y con u n gran llam a d o r . Golpearon y nadie contestó; golpearon dos veces m á s y t a m p o c o nadie salió. E n t o n c e s el Soldadillo dijo: — Q u e se queden todos a q u í ; a mí m e agarra en peso Saltín, Saltón, hijo del buen Saltaor, y de u n salto nos ponemos d e n t r o del castillo. Así lo hicieron; pero todavía n o ponían u n pie en tierra, cuando oyeron cerca de ellos u n a voz de t r u e n o que decía: —¡Carne h u m a n a huele aquí! C a r n e h u m a n a huele aquí! Saltín, Saltón, hijo del b u e n Saltaor, t o d o a s u s t a d o , de u n brinco volvió afuera, dejando sólo a mi b u e n Soldadillo frente a frente de u n gigante enorme. —A peliar vengo con vos—le dijo el Soldadillo;—y n o m e grite t a n fuerte, que n o soy sordo y le pueo cortar


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la lengua con este cuchillito; ni m e mire t a n fiero, porque tamién le pueo sacar los ojos con estos cinco déos. Sepa el cara e capacho viejo, que está h a b l a n d o con el Sordaíllo y quien se m e t e con él, sale fregao. E s t o que dice el Soldadillo y el gigante que se le va encima; pero el Soldadillo le saca el cuerpo con t o d a ligereza, y plantándose detrás, le d a con su cuchillito u n tajo t a n bien refuerte, que me le corta al gigante los nervios de la corva de la pierna derecha, y de otro tajo m e le rebana los nervios de la corva de la pierna izquierda, y mi buen gigante cae al suelo d a n d o unos bramidos qué hacían temblar t o d a la tierra. Los de afuera oían los bramidos, todos asustados, y por m á s que el Príncipe le decía a Saltín, Saltón, hijo del buen Saltaor, que los t r a n s l a d a r a a todos adentro p a r a a y u d a r al Soldadillo, Saltín no quiso obedecerle, porque, como el miedo es cosa viva, todavía le t e m b l a b a n las carnes y no se animaba a ponerse cerca del gigante. D e repente se dejan de oir los bufidos y las p u e r t a s del castillo se abren de p a r en par. M i buen Soldadillo, con el cuchillo en la mano, chorreando sangre, les dice que h a m u e r t o al guardián del castillo y que y a pueden entrar sin cuidado. N o sabía el pobre los peligros que todavía le esperaban. E n t r a r o n , y al pasar por un gran comedor, todo lleno de manjares, Andín, Saltín y Oidín, quisieron sentarse a comer, pero el Príncipe y el Soldadillo dijeron que era preciso sacar primero a la Princesa; que después habría tiempo p a r a comer y mucho más. Tuvieron que obedecer, porque donde m a n d a capitán n o m a n d a marinero, y el q u e m a n d a , m a n d a , y m a n o a la cartuchera; y sierviéndoles de guía Oidín Oidón, hijo del b u e n Oidor, llegaron h a s t a u n pozo. E l Soldadillo buscó u n a b a r r a de fierro y la a t r a vezó en la boca del pozo; buscó después unos cordeles y a m a r r a n d o u n extremo en la b a r r a y el otro a su cintura, lo descolgaron. Lo que sucedió después es digno de oirse.


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RAMÓN A.

LAVAL

C u a n d o llegó al primer estado bajo tierra, el Soldadillo que e n t r a a u n a sala m u y hermosa y que se le present a u n enorme culebrón con siete cabezas. E l Soldadillo, que estaba curado de espantos, no se asustó, antes, echando pie atrás, alzó el cuchillo y de u n fuerte golpe le cortó a la Culebra u n a de sus cabezas. E l Culebrón dio u n silbido que aturdió, y desapareció por u n agujero; y el Soldadillo la siguió de a t r á s . Al llegar al segundo estado, nuevo combate; la Culebra quería enroscar con su cola al Soldadillo, pero éste, haciéndole un quite, logró ponérsele al frente y cortarle otra de las cabezas. El Culebrón arrancó como u n condenado por un portillo y el Soldadillo se coló detrás de él por el mismo portillo. Llegaron al tercer estado, la Culebra con cinco cabezas no más, y el Soldadillo, firme como u n peral y con su cuchillo en la m a n o . Tercer combate; el Culebrón quería enterrarle la lanceta de u n a de sus bocas, pero el Soldadillo en un dos por tres, ¡zas! le cortó otra cabeza. Y a no le q u e d a b a n al Culebrón m a s que cuatro cabezas, las mismas cuatro que le cortó mi valiente Soldadillo, una en cada estado a que el Culebrón bajaba, h a s t a que llegaron al séptimo, en que le cortó la última y me lo dejó sin poder moverse m á s . Y a tenemos al Soldadillo en el séptimo estado bajo tierra, libre del gigante y del Culebrón y oyendo los quejidos de la Princesa, que no sabía de qué p a r t e salían. Buscando y buscando, d a con u n a puerta, que abre con mucho cuidado y se encuentra d e n t r o de una pieza t a n grande y t a n linda como no había visto otra en su vida; estaba t o d a cubierta de oro y p l a t a y a l u m b r a d a con muchos blandones, candelabros y arañas, y en medio, tendida en el suelo, desmayada, la m á s hermosa Princesa q u e h a y a n visto ojos h u m a n o s . L a cargó en brazos y la llevó en ellos h a s t a que llegó al primer estado, y a m a r r á n d o s e allí nuev a m e n t e el cordel a la cintura, gritó que lo suspendieran. C u a n d o llegó arriba, todos se quedaron con la boca abiert a de ver t a n hermosa Princesa, y al Príncipe casi se le salía el corazón por la boca, t a n fuertemente le saltaba.


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C u a n d o la Princesa volvió en sí, contó que u n a vieja bruja la había hechizado y encerrado en ese castillo, del cual nadie tenía noticias, y que el encantamiento debía d u r a r h a s t a que un príncipe viniera a librarla. E l Príncipe estaba m u y feliz, porque había encontrado a su Princesa; y después de comer de los exquisitos m a n jares que habían encontrado preparados, el Príncipe, n o queriendo demorar su casamiento, ordenó a Andín, Andón, hijo del buen Andaor, que cargara con todos y los llevara a la C o r t e del Rey, su padre. ¡Bueno en el hombre forzudo! A todos se los echó al h o m b r o como si no pesaran m á s que u n a pluma, y en un par de días llegaron a la capital del reino, donde se celebró el matrimonio con grandes fiestas y banquetes, y vivieron muchos años m u y felices y dichosos y rodeados de hermosos hijos que se parecían a ellos. Después de la boda, el Soldadilío y sus demás compañeros pidieron licencia al Príncipe p a r a retirarse, y entonces éste y la Princesa les dieron a cada u n o u n gran talego de p l a t a y al Soldadilío dos; y a los cuatro, trajes m u y ricos, pues estaban m u y agradecidos de ellos; porque sin Andín, Andón, hijo del buen Andaor, n o habrían podido llegar al castillo; sin Oidín, Oidón, hijo del buen Oidor, no h a b r í a n sabido dónde se encontraba la Princesa; sin Saltín, Saltón, hijo del buen Saltaor, no habrían podido e n t r a r al castillo; y sin el Soldadilío, la Princesa habría seguido encant a d a hasta ahora. Bien dicen'que Dios, sinfser vaquero, todo lo rodea. Y aquí se acabó el cuento del Periquito S a r m i e n t o , q u e estaba con la g u a t i t a al aire y el potito al viento; y pase por una m a t a de poroto para que F u l a n o m e cuente otro.


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RAMÓN A. LAVAL

2. E L P E S C A D I T O

ENCANTADO

(Referido en 1911 por S a m u e l A n t o n i o L e t e l i e r , d e 9 a ñ o s , d e M o l i n a . L o o y ó c o n t a r en 1910 e n Linares)

E s t e era u n R e y que no se alimentaba sino de pescados, y p a r a que lo abasteciera de esta carne tenía a su servicio a u n viejecito que todos los días iba a pescar al m a r . Le pagaba bien por su t r a b a j o ; pero lo tenía a m e n a z a d o con que le haría cortar la cabeza el día q u e n o le llevara provisión fresca de ellos. E s t e viejecito vivía en u n a pequeña casa cerca de la costa, en compañía de su mujer, de dos hijas a quienes quería entrañablemente, sobre t o d o a la menor, que era m u y b u e n a y cariñosa con él; y de u n a perrita, que t o d a s las tardes, cuando volvía con la pesca, salía a recibirlo. Un día el viejecito n o sacó n a d a en la red, a pesar de haberla arrojado m u c h a s veces al a g u a ; y lamentándose de su mala suerte, se sentó en u n peñasco a llorar su desgracia, porque veía que su fin iba a llegar. Llorando estaba cuando e n t r e las olas asomó la cabeza u n Pescadito colorado y le preguntó:—«¿Por qué llora el buen viejo?» El interpelado, e n t r e sollozos, le contó lo que le p a s a b a ; que por m á s que había echado las redes al mar, n a d a había sacado, y q u e si n o le llevaba pescados al Rey, éste le haría cortar la cabeza, El Pescadito le dijo entonces:—«Yo t e daré todos los pescados que t ú quieras, m i e n t r a s vivas, con la condición de que me des a la que salga a recibirte c u a n d o vuelvas a t u casa», E l viejo le dijo que n o t e n í a inconveniente en aceptar esta condición, porque el pobre se figuraba que, como de costumbre, saldría a recibirlo la perrita. E l Pescadito ordenó al anciano que echara la red; el viejo obedeció, y pocos m o m e n t o s después la sacaba llena


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d e congrios, corvinas, truchas y robalos, t a n grandes, t a n gordos y t a n lindos como n u n c a los había visto. Se fué m u y contento a su casa, y c u a n d o le faltaban unas dos cuadras p a r a llegar a ella, salió a encontrarlo su hija menor. Y a había olvidado su promesa. E s t a b a la familia del pescador sentada a la mesa t o m a n do la sopa, cuando se oyó u n fuerte silbido q u e venía del lado del m a r ; y sólo entonces se acordó el anciano q u e tenía que llevar a su hija menor p a r a entregársela al Pescadito. Al p u n t o se puso m u y triste, lo cual t o d a s notaron. E n t o n c e s le pidieron que les dijera por qué t a n de repent e se había puesto así, siendo q u e debía estar contento como n u n c a por haber t r a í d o t a n b u e n a pesca. Les contó él lo que le había pasado, y concluido su relato, la hija menor le dijo:—«Cumpla, padre, lo que ha prometido, porque si no, es seguro q u e m a ñ a n a n o pescará n a d a y el R e y le m a n d a r á cortar la cabeza». Llorando se fueron los dos p a r a el m a r ; y cuando llegaron, el Pescadito, que estaba esperándolos, m a n d ó al pescador que se subiese a u n a roca y dejara a su hija en la arena, porque las aguas iban a subir y se iban a t r a g a r a la niña. Así sucedió. Subió el m a r y la niña desapareció. E n c u a n t o descendieron las aguas, bajó el pobre viejo y se volvió a su casa triste y lloroso. C u a n d o la niña desapareció debajo del agua, el Pescadito la llevó a u n hermoso palacio que había en el fondo del m a r y le dijo q u e c u a n t o veía todo era de ella; pero q u e si quería vivir feliz, n o encendiera ni fósforo n i vela en la noche, porque en el m o m e n t o q u e a l u m b r a r a su dormitorio, t o do lo perdería. E l palacio era m á s grande y mejor q u e el del R e y a quien servía su padre, y de n a d a faltaba en él. E n el día estaba m u y bien alumbrado, pero en la noche, en el i n s t a n t e mismo en que la niña se acostaba, q u e d a b a sumido entre tinieblas. E s t a b a custodiado por un enorme perro que se llamaba


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RAMÓN A. LAVAL

Leofricome, al cual—dijo el Pescadito a la niña—debería pedir todo lo q u e necesitase, con la seguridad de que al p u n t o se vería servida. T o d a s las noches, en c u a n t o la niña se m e t í a en la cama y el palacio se obscurecía, sentía que alguien se acostaba a su lado. Ardía ella en deseos de saber quién era la persona que dormía con ella. U n a t a r d e que la niña paseaba, a c o m p a ñ a d a de Leofricome, por el h u e r t o que había en el fondo del palacio, vio que en u n a r a m a de u n peral m u y alto estaba u n a t e n q u i t a c a n t a n d o que se volvía loca. L a niña preguntó a Leofricome:—«¿Qué hace aquella t e n q u i t a que está c a n t a n d o allá arriba de aquel peral?» Leofricome le contestó que era su hermana, que al día siguiente se iba a casar y q u e venía a convidarla. L a n i ñ a le dijo:—«¿Podré conseguir permiso p a r a ir al casamiento?» Leofricome le contestó q u e sí, q u e hablara en la noche con el Pescadito cuando se acostara con ella. L a niña se quedó pensativa, p o r q u e creía q u e era u n h o m b r e el que dormía a su lado. Sin embargo, en la noche, completamente a obscuras, habló con el ser que la a c o m p a ñ a b a , y éste le dio el permiso q u e pedía p a r a ir a casa de sus p a d r e s ; pero h a s t a por dos días solamente y debiendo ir a c o m p a ñ a d a de Leofricome. C u a n d o llegó a casa de sus padres, cargada de regalos p a r a ellos y p a r a su h e r m a n a , estaban en lo mejor de la fiesta. Leofricome se quedó en la p u e r t a cuidando que la niña no huyera, y ella se fué a d e n t r o con sus padres a contarles todo lo q u e le había pasado. L a m a d r e le aconsejó q u e cuando se fuese llevara dos paquetes de velas y dos cajas de fósforos y que encendiese u n a vela cuando en la noche sintiera roncar al Pescadito o al hombre que se acostaba en su cama. Pasaron los dos días q u e la niña tenía de permiso y volvió con Leofricome al fondo del m a r ; y en la misma noche, deseosa de conocer al que compartía el lecho con


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ella, en c u a n t o lo sintió roncar encendió u n a vela y vio que era u n príncipe hermosísimo. E n t u s i a s m a d a , p a r a verlo mejor, inclinó la luz; pero, por su desgracia, cayó u n a gota de esperma sobre la m a n o derecha, q u e el Príncipe tenía fuera de la cama. Con la impresión de calor que la esperma produjo en la piel de su m a n o , despertó el Príncipe, la reprendió m u y airado, le dijo que y a no volvería a verlo m á s e inmediatam e n t e se transformó en pescadito colorado y se fué. Desde aquella noche se vio en el palacio la luz de la luna y de las estrellas, lo mismo que en la tierra. Después de algún tiempo la niña t u v o u n hijo que nació con u n candadito de oro en el estómago. C u a n d o y a se sintió bien, fué donde Leofricome y le dijo que quería volver a casa de sus padres. Leofricome le contestó que no podía salir del m a r sin permiso del P e s cadito, a n o ser q u e quisiera ver m u e r t o a su padre. E n tonces ella le preguntó que a dónde podría irse, porque n o quería vivir m á s en el palacio, que a cada paso le record a b a su desgracia. Leofricome tomó u n ovillo de hilo, y cogiendo la p u n t a , lo lanzó con todas sus fuerzas; en seguida dijo a la niña que siguiese el camino que el hilo le indicaba y q u e sería bien recibida en la casa en que había ido a dar la otra punta. Después de a n d a r muchos días, porque el extremo del ovillo había caído m u y lejos, llegó con su niño a unos corrales que pertenecían al palacio de los padres del Príncipe. • C u a n d o entraron, todos los animales se pusieron a b r a m a r a la vez, y el Rey, al sentir t a n t o ruido, dijo a la Reina:—«Algo extraordinario debe de pasar en los corrales, cuando los animales forman t a n t a bulla».—Fué a los corrales, y encontró a la n i ñ a q u e estaba dándole de m a m a r a la guagua. Los recogió y los llevó al palacio. C u a n d o el R e y y la Reina vieron que la guagua tenía en el estómago u n c a n d a d i t o de oro, conocieron que era


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hijo del Pescadito, p o r q u e el Pescadito tenía la misma señal, y los recibieron como a hijos de ellos, a la m a d r e y al niño, y todos comían en la misma mesa. P a s a d o algún tiempo, volvió u n a noche el Pescadito a su palacio p a r a ver si la niña c o n t i n u a b a siempre allí, porque seguía amándola con m u c h o cariño y n o podía olvidarla. C u a n d o vio que n o estaba, escribió u n a c a r t a a sus padres en que les p r e g u n t a b a si h a b í a n visto por casualidad a u n a niña de las señas q u e les d a b a ; y la m a n d ó con Leofricome. Los padres le contestaron que la n i ñ a por la cual les p r e g u n t a b a debía de ser u n a q u e hacía t i e m p o había llegado a su palacio con u n a criaturita que tenía u n candadito de oro en el estómago, y que ellos t e n í a n a su lado como a hijos. Supo la niña que el Pescadito iba a ir a buscarla y temiendo q u e fuera con intenciones de m a t a r l o s a ella y a su hijo, huyó, sin decir nada, p a r a u n a s m o n t a ñ a s y se ocultó en u n bosque. Llegó el Pescadito y se encontró con q u e la m a d r e y el niño habían desaparecido. Salió i n m e d i a t a m e n t e a buscarlos, y después de m u c h o tiempo y de grandes trabajos, los encontró en el bosque. E n este mismo i n s t a n t e se acabó el encanto, y el Pescadito, convertido en el hermoso Príncipe que la niña había visto a la luz de la vela, se arrodilló a sus p l a n t a s y le suplicó q u e lo p e r d o n a r a ; q u e lo hiciese por su hijo; q u e t o do lo que había pasado había sido efecto del e n c a n t o que en ese m o m e n t o se rompía. L a niña, feliz de volver a ver o t r a vez a su Príncipe, lo perdonó de m u y b u e n a gana, y vueltos al palacio de los Reyes, se casaron p a r a siempre, vivieron m u y dichosos y fueron reyes del m a r ; y Leofrocome, transformado en un gallardo mozo, fué m a y o r d o m o del palacio.


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3. D E L G A D I N A Y E L C U L E B R Ó N ( R e c i t a d o r : P e d r o D a n ú s , d e 13 a ñ o s , d e S a n t i a g o , L a o y ó c o n t a r e n la m i s m a c i u d a d )

P a r a saber y contar y contar p a r a saber: que e s f e r a ñ o Antequera, d e media caña y de caña entera; no le echaré los combates porque voy a t o m a r m a t e ; ni los dejaré de echar porque su poquito h a de llevar: San J u a n recibe lo que te d a n ; sea harina o sea pan, lo echaremos al costal con sus p a t a s de animal, con sus picos de zorzal, q u e se enganchan, q u e se ensanchan por las narices de...(l). E s t e era un caballero m u y rico casado con u n a señora m u y hermosa. Ambos se a m a b a n entrañablemente, y hacía m á s feliz esta unión u n a linda guagüita que Dios les había concedido y q u e era t o d o su encanto. L a guagua se llamaba Delgadina. N o había cumplido u n año todavía, cuando murió la m a m á . E l caballero lloró su desgracia, y como era completamente solo, sin parientes, m a n d ó criar afuera a su hijita. El caballero se aburría en su soledad y no hallaba qué hacer. P a r a distraerse se entregó al juego y con t a n mala suerte que perdió t o d a su fortuna, menos u n a cantidad que había a p a r t a d o p a r a atender a la crianza y educación de su hija. C u a n d o entró Delgadina a los quince años, se la entregaron a su padre, grande, bonita e instruida en toda ciase de conocimientos, porque había recibido una educación esmerada, pero al mismo tiempo era sumamente sencilla,

(1) Aquí se n o m b r a a c u a l q u i e r a d e las p e r s o n a s q u e e s c u c h a n el c u e n t o . E s t a e s u n a d e las m u c h a s fórmulas q u e s e u s a n para c o m e n z a r e s t a s n a rraciones y p e r t e n e c e a l a s con chacharachas o maíittines. n o m b r e s q u e se d a n a la retahila d e palabras y e x p r e s i o n e s sin s e n t i d o , q u e contienen. Véase el a n e x o I I d e m i s c u e n t o s d e C a r a h u e .


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inocente y sin malicia, p o r q u e había vivido encerrada y n o conocía el m u n d o . Y a se le había concluido al caballero la p l a t a que había dejado de reserva, y ni siquiera tenía p a r a hacer los gastos del día siguiente. E s t o lo tenía m u y afligido, pero t a n t o dio y cavó que al fin se acordó que en u n rincón de la casa había u n fusil viejo a b a n d o n a d o , y se decidió a salir a cazar p a r a tener con que alimentar a su hija. T a n pobre estaba que t u v o que pedir a u n a comadre q u e vivía cerca de su casa u n poco de p l a t a p r e s t a d a p a r a comprar fulminantes, pólvora y balas, y aceite p a r a limpiar el cañón, que estaba s u m a m e n t e mohoso. Salió m u y de m a d r u g a d a y cazó u n b u e n n ú m e r o de pajaritos q u e entregó a su hija p a r a que los guisara, porque n o tenían sirvienta. Delgadina los peló, los destripó y fué a lavarlos a u n estero que corría a poca distancia de la casa. C u a n d o venía de vuelta, vio al lado de u n a piedra u n a Culebrita que estaba helada de frío. Delgadina tenía b u e n corazón y la tomó, y p a r a calentarla se la echó al seno y se la llevó p a r a la casa. T o d o el día a n d u v o con la Culebrita en el seno; en la noche la arregló en u n a canastilla entre algodones y lana, y todos los días le d a b a de la misma comida q u e comía ella. M i e n t r a s su p a d r e a n d a b a cazando, Delgadina se entre^ tenía en los quehaceres de la casa, p o r q u e era m u y hacendosa; en seguida arreglaba la comida que había sobrado el día anterior y se la d a b a a o t r a s personas m á s pobres que ellos, p o r q u e era m u y compasiva y sufría con la desgracia de los otros; y u n a vez t e r m i n a d a s estas tareas, se ponía a jugar con la Culebrita a las escondidas, al pillarse y a otros juegos en que se entretienen los niños. L a s dos eran m u y buenas amigas y se querían como si fuesen hermanas. Con el cuidado de Delgadina creció r á p i d a m e n t e la Culebrita, de tal modo que al poco tiempo no cabía en la


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canastilla. H u b o que ponerla en u n a gran canasta y poco después en u n a t i n a ; t a n t o creció y engordó. Y a la Culebrita se había convertido en u n g r a n culebrón y fué preciso trasladarla a u n tonel; pero el tonel t a m b i é n se hizo chico al fin, pues n o ' t e n í a espacio p a r a moverse ni podía salir de él. Entonces el Culebrón le dijo a Delgadina que subiese sobre u n a silla y apoyase sus m a n o s en el borde del tonel para lamérselas; que con esto cada vez que se las lavara y las sacudiera sin secárselas caerían onzas de oro de entre sus dedos. Delgadina obedeció, y el Culebrón pasó repetidas veces su lengua por las manos de la niña. E n seguida le dijo que se iba porque y a no cabía en donde estaba. Delgadina lloró mucho, porque desde que llegó a casa de su p a d r e la Culebra había sido la única amiga que había tenido y estaba m u y a c o s t u m b r a d a con su compañía. E l Culebrón la consoló y le dijo que n o llorase, que él siempre la acompañaría; que estuviese tranquila, que velaría por ella y la libraría de los peligros en q u e pudiera verse envuelta. T e r m i n a d a s estas palabras, el tonel estalló y el Culebrón desapareció. Delgadina se quedó m u y triste con la ida de su compañera y esa noche apenas cerró los ojos. Al otro día se lev a n t ó m u y de alba y fué al estero vecino a lavarse. C u a n d o concluyó de lavarse sacudió las m a n o s y a cada movimiento que hacía caían de entre sus dedos m u l t i t u d de onzas de oro. Ella no conocía el valor de estas monedas, ni siquiera se le ocurrió de que fuesen dinero; más bien pensó que eran botones. E n ese m o m e n t o pasaba por ahí mismo u n falte y le dijo a Delgadina que si le d a b a esos botones le traería zapatos, ropa blanca y vestidos m u y elegantes. Delgadin a le dio las onzas, que eran muchas, y al día siguiente, a la misma hora, el falte le trajo lo que le había prometido.


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Delgadina se lavó y peinó con m á s cuidado que otras veces, se vistió la n u e v a ropa, con la cual se veía m á s hermosa aún, y se fué a su casa p a r a q u e la viese su p a d r e ; pero éste y a había salido a cazar. M i e n t r a s regresaba el padre, Delgadina fué a casa de su madrina, que era u n a vieja bruja m a l a y envidiosa, q u e tenía u n a hija m u y fea y t a n mala y envidiosa como ella. A m b a s se> quedaron asustadas de ver a Delgadina t a n bonita y elegante y le aconsejaron que se volviese a su casa a esperar la vuelta de su p a d r e p a r a q u e le diera u n a sorpresa. Así lo hizo Delgadina. M i e n t r a s t a n t o la vieja y la hija se quedaron acechando al cazador, y en c u a n t o lo divisaron salieron a su encuentro y lo convidaron a almorzar; le dijeron q u e tenían leche con arroz, postre q u e sabían le gustaba mucho. C u a n d o el caballero estaba t o m a n d o el postre, la vieja, q u e hervía d e envidia, le dijo que Delgadina tenía unos vestidos de m u c h o valor y que se los h a b í a regalado u n hombre. E l caballero, inquieto,ffse levantó inmediatamente, cargó su fusil h a s t a la boca, y sin siquiera d a r las gracias se fué precipitamente p a r a su casa. Delgadina, q u e estaba en la p u e r t a esperándolo, n o hizo m a s q u e verlo y corrió hacia él con los brazos abiertos; pero él le a p u n t ó con el fusil y disparó. E l arma, desviada por u n a m a n o invisible, n o dio en el blanco, y las balas se clavaron en la tierra. Delgadina, asustada de la acción d e su p a d r e y maliciando cual era la causa de su enojo, corrió al estero, se mojó las manos, y sacudiéndolas le decía al caballero, que la había seguido: «Estos botones m e h a costado la ropa que tengo puesta»—y era de ver cómo caían las onzas, unas t r a s otras, brillantes como si acabasen de ser acuñadas. Con esto el p a d r e se tranquilizó, y m u y contento se puso a recoger las monedas. Recogió u n a cantidad m u y grande,


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p o r q u e Delgadina, cuando veía que sus manos se secaban, corría al estero a mojárselas de nuevo y sacudirlas; y esto lo repitió t a n t a s veces que del cansancio n o podía mover ios brazos y t u v o que irse a acostar a la c a m a p a r a descansar. El padre de Delgadina pasó a ser u n o de los hombres m á s ricos y poderosos de su país. Sucedió que la fama de su riqueza y de cómo la había hecho corrió de boca en boca y llegó por fin a oídos del Rey, que m a n d ó buscar al caballero p a r a conocerlo. Después de varios días de viaje por mar, porque la Corte estaba distante, llegó el caballero a presencia del Rey y le contó su historia. El Re}'' quiso conocer a Delgadina y ordenó al caballero que se la trajera, porque deseaba ver cómo caían las onzas de oro de sus manos. Le agregó q u e si no la traía, la cabeza le costaba. Llegó el padre a su casa llorando inconsolablemente y no se atrevía a decirle a su hija lo que le había pasado. Pero, en vista de la insistencia y ruegos de Delgadina, se lo contó todo. Ella le dijo:—«Lléveme n o más, padre, ¿qué puede pasarnos? n a d a tenemos que temer, pues n a d a malo hago». L a m a l v a d a vieja, m a d r i n a de Delgadina, que estaba presente, se ofreció p a r a acompañarla:—«Compadre,—le dijo al caballero -usted n o soportará su dolor si el R e y quiere dejarla; yo la llevaré».—El caballero accedió, porque verdaderamente y a sufría mucho. Se embarcaron en u n b u q u e Delgadina, la vieja y la hija de ésta. C u a n d o y a habían n a v e g a d o tres días y el b u q u e est a b a m u y distante de la costa, la vieja dijo a su hija: —«Matemos a Delgadina y la echamos al mar, y y o haré que el R e y se case contigo».— «No la m a t e m o s le dijo la hija;—saquémosle los ojos no m á s y la echamos al agua». Y así lo hicieron. U n a noche esperaron que Delgadina


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estuviese bien dormida, le arrancaron los ojos y la a r r o j a ron a las olas. P e r o aconteció que la niña, en vez de caer al agua cayó en el bote de u n viejo pescador que en ese preciso m o m e n t o pasaba al lado del b u q u e , sin lo cual habría perecido seguramente. Dejemos por u n m o m e n t o a Delgadiná. Llegó la vieja con su hija donde el Rey, y postrándose a sus plantas, habló de esta manera:—«Señor, mi esposo, a quien Vuestra Majestad ordenó trajera a su presencia a nuestra hija Delgadiná, m u y a su pesar no h a podido concurrir, pero m e encargó a mí que yo la trajera, y hela aquí, pero debo advertir a Vuestra Majestad que con la navegación ha perdido la v i r t u d que tenía de q u e al mojar sus manos y sacudirlas le b r o t a b a n de ellas onzas de oro, y que no la recuperará h a s t a que se case y tenga un hijo». E l R e y creyó lo que la vieja le dijo, y a pesar de que la muchacha le era m u y antipática, se casó con ella. Ahora volvamos a Delgadiná. El viejo pescador en cuya barca había caído Delgadiná era m u y pobre y con el producto de su t r a b a j o ganaba apenas p a r a sustentar a su mujer y a sus pequeños hijos; pero el hombre era bueno, t u v o lástima de la pobre ciega, y vistiéndola de hombre la llevó a su choza, donde fué recibida como miembro de la familia. T o d o s la querían por su buen carácter y procuraban con su cariño y atenciones hacerla olvidar su desgracia. E n el pueblo no maliciaban que era mujer y la llamaban Delgadino. Un día que estaban conversando sentados en la p u e r t a del ranchito, pasó frente a ellos u n leñador con su carreta cargada de leña.—«¿Qué lleva esa carreta, taitita?» preguntó Delgadino a l viejo.—«Leña, hijito», le contestó él. —«Y por qué no la compra».—«Porque n o tengo plata, pues, hijito».—«Taitita, lléveme p a r a adentro», le dijo Delgadiná. L a llevó para adentro el viejo y c u a n d o estuvieron en la pieza Delgadiná le pidió que le trajese u n a palangana con


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agua y que la dejase sola por un instante. C u a n d o el pescador se fué, Delgadina metió las m a n o s en el agua y sacándolas las sacudió repetidas veces, y de cada sacudida caían a chorro de entre sus dedos las onzas de oro. Delgadina llamó al viejo.—«Tome esas monedas, taitita, le dijo, y compre la leña y lo demás que necesite, porque t o d a esa plata es suya. El viejo pescador compró con las onzas u n a gran casa y allí se instaló la familia con t o d a clase de comodidades. Y a habían dejado de ser pobres, n o necesitaban trabajar, de n a d a les faltaba, vivían felices. U n a m a ñ a n a Delgadina fué sorprendida con el llanto y los gritos de angustia de su familia adoptiva. Quiso saber qué había ocurrido, y el viejo, entre sollozos le dijo: —«Ay, Delgadino! esta m a ñ a n a m a n d é al mozo con mi hijito menor al c a m p o y de repente salió de debajo de u n gran peñasco que h a y a la orilla del camino, u n enorme Culebrón que se llevó a mi hijito. ¡Ya se lo h a b r á comido! Ay, ay, ay! pobre hijito mío! y a no te veremos más!» Delgadina se entristeció mucho, porque el niño arreb a t a d o por el Culebrón había sido siempre m u y cariñoso con ella y era su regalón; pero pensaba entre sí que el Culebrón bien podía ser la culebrita que ella había criado, y le dijo al viejo que la llevara al lado del peñasco. E l viejo no quería; sin embargo, después de mucho rogarlo Delgadina, consintió en ello y la condujo h a s t a el pie del peñasco. Ellos que llegan y el Culebrón que aparece arrastrándose suavemente y llevando sobre sus espaldas al niño, q u e iba risueño, sano, sin el menor rasguño y cargado de regalos. El Culebrón le dijo al viejo:—«Te entrego a t u hijo, vivo, pero con la condición de que le saques los ojos, y se los pongas a Delgadina, y si no lo haces yo lo m a t a r é y yo mismo se los sacaré. Vestirás a Delgadina de mujer con los vestidos m á s ricos que encuentres; e irás a la ciudad gritando por las calles que el Culebrón v a a salir y se va a comer a chicos y a grandes»; y desapareció inme-


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( ñ a t a m e n t e sin dar lugar a que Delgadina le pidiera, como era su intención, que n o dejaran ciego al niño, que ella se había a c o s t u m b r a d o y a a n o ver la luz y que vivía contenta como estaba. El viejo no t u v o m á s remedio que hacer lo que el Culebrón le había m a n d a d o . E r a preferible tener a su hijo ciego que m u e r t o , y por otra p a r t e Delgadina había sido t a n b u e n a con ellos. Al día siguiente m u y t e m p r a n o se trasladó el viejo a la ciudad y con su voz m á s fuerte se fué gritando por las calles:—«El Culebrón va a salir y se v a a comer a chicos y a grandes». E l R e y oyó los gritos y preguntó qué bulla era ésa. C u a n do le contaron de qué se t r a t a b a , ordenó que diesen al viejo cien azotes p a r a que no anduviera atemorizando a la gente. Y a le iban a dar al viejo los cien azotes cuando apareció Delgadina vestida con u n traje riquísimo a interceder a n t e el Rey p a r a que no lo castigaran. E l R e y quedó deslumb r a d o de la hermosura de Delgadina, de la riqueza de su traje y del brillo de las joyas que cargaba; hizo suspender el castigo y convidó a su mesa al viejo y a Delgadina. L a vieja y la hija conocieron i n m e d i a t a m e n t e a Delgadina, pero se desentendieron de ello y la agasajaron mucho. C u a n d o estuvieron solas dijo la m a d r e : — « N o t e decía yo que la matásemos!»—«Mamita, contestó la hija, a u n q u e se parece m u c h o a Delgadina, n o puede ser ella ¿no le arrancó usted misma los ojos? y ella los tenía negros y los de ésta son azules. Y fíjese que el viejo es el padre de ella y no se parece en n a d a a su compadre». Con esto se tranquilizaron. M u c h a s veces m á s convidó el R e y a comer a Delgadina, y siempre tenía ella gran cuidado de no lavarse las m a n o s en la mesa; pero en u n a ocasión que se las m a n c h ó con fruta h u b o de lavárselas, y sucedió que sin querer las sacudió. I n m e d i a t a m e n t e comenzaron a caer de entre sus dedos a puñados las onzas de oro, t a n nuevecitas, t a n


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amarillas como si estuvieran recién acuñadas. Todos se quedaron con la boca abierta y no podían salir de su asombro. Entonces el R e y conoció que había sido engañado por la vieja y que la verdadera Delgadina era la que h a s t a entonces había pasado por hija del antiguo pescador. E l R e y le pidió que le contase su historia y Delgadina accedió gustosa. L a vieja y su hija protestaron de que t o d o era mentira, y entonces el R e y hizo venir al viejo y a su familia, que corroboraron lo que a ellos les constaba, y como si esto no fuese b a s t a n t e apareció de súbito el Culebrón, que refirió todo lo sucedido sin omitir detalles. C u a n d o h u b o concluido el Culebrón su relato, se convirtió en u n hermoso niño, y volviéndose a Delgadina le dijo:—«Yo soy el Ángel de t u guarda y he hecho esto contigo porque siempre fuiste b u e n a hija y compasiva con los pobres; yo estaré continuamente a t u lado y velaré por ti». M i e n t r a s hablaba el niño, vieron todos que le b r o t a b a n de sus espaldas dos brillantes alas, que desplegó suavem e n t e c u a n d o terminó, y emprendió el vuelo desapareciendo a n t e la vista a t ó n i t a de los circunstantes. E l R e y hizo quemar a la vieja y a su hija, m a n d ó buscar al p a d r e de Delgadina y se casó con ella; y en el m o m e n t o mismo en que le ponían la bendición, el hijo del viejo pescador recobró la vista. Y así todos los buenos fueron felices y los malos castigados. Y aquí se a c a b ó el cuento y entró por la puerta del convento, nosotros nos quedamos afuera y los frailes se q u e daron a d e n t r o .


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4. LA T E N Q U I T A . ( R e c i t a d o en 1905 por P o l o n i a G o n z á l e z , d e 5 0 a ñ o s , d e la p r o v i n c i a de C o l c h a g u a )

P a r a saber y contar y contar p a r a aprender. E s t a era u n a T e n q u i t a que tenía unos tenquitos m u y lindos, que acababan de salir del huevo. U n a m a ñ a n i t a salió a buscarles que comer, y como era invierno y había caído m u c h a nieve, a la T e n q u i t a se le heló u n a patita. Al verse coja la avecita se afligió m u c h o y llorando le dijo a la N i e v e : —Nieve, ¿por qué eres t a n mala que m e quemaste la p a t i t a a mí? (1). Y la Nieve le contestó: — M á s malo es el Sol que me derrite a mí. Entonces la T e n q u i t a se fué donde el Sol, y le dijo: —Sol, ¿por qué eres t a n malo que derrites a la Nieve y la Nieve me quema la p a t i t a a mí? Y el Sol le respondió: — M á s malo es el N u b l a d o que m e t a p a a mí. Se fué la T e n q u i t a a ver al N u b l a d o , y le dijo: — N u b l a d o , ¿por qué eres t a n malo que t a p a s al Sol, el Sol derrite a la Nieve y Ta Nieve m e q u e m a la p a t i t a a mí? — M á s malo es el Viento que m e corre a mí. F u é la T e n q u i t a donde el Viento, y le dijo: —Viento, ¿por qué eres t a n malo que corres al N u b l a do, el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve me quema la p a t i t a a mí? — M á s mala es la P a r e d que m e ataja a mí. F u é la T e n q u i t a a ver a la Pared, y le dijo: (1) E s de regla decir d e una sola tirada, sin d e s c a n s a r ni t o m a r l a s q u e j a s de la T e n q u i t a .

aliento,


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—Pared, ¿por qué eres t a n mala que atajas al Viento, el Viento corre al Nublado, el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el R a t ó n que m e agujerea a mí. F u é la T e n q u i t a donde el R a t ó n y le dijo: — R a t ó n , ¿por qué eres t a n malo que agujereas a la Pared , la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a do, el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve me quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el G a t o que m e come a mí. F u é la T e n q u i t a donde el G a t o y le dijo: — G a t o , por qué eres t a n malo q u e te comes al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la P a r e d , la P a r e d ataja al Viento,'el Viento corre al Nublado, el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol de rrite a la Nieve y la Nieve m e q u e m a la p a t i t a a mí? — M á s malo es el P e r r o que m e corre a mí. Entonces la T e n q u i t a fué donde el P e r r o y le dijo: —Perro, ¿por qué eres t a n malo que corres al G a t o , el G a t o come al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a d o , el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e .quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el P a l o q u e m e pega a mí. F u é entonces la T e n q u i t a donde el Palo, y le dijo: —Palo, ¿por qué eres t a n malo que pegas al Perro, el P e r r o corre al Gato, el G a t o come al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a d o , el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve me quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el Fuego q u e m e quema a mí. F u é la T e n q u i t a donde el F u e g o y le dijo: — F u e g o por qué eres t a n malo que quemas al P a l o , el P a l o pega al Perro, el P e r r o corre al G a t o , el G a t o cor r e al R a t ó n , el R a t ó n agujerea la Pared, la P a r e d a t a j a al Viento, el Viento corre al N u b l a d o , el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve, y la Nieve m e q u e m a la p a t i t a a mí?


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— M á s mala es el Agua que m e a p a g a a m í . F u é la T e n q u i t a donde el Agua y le dijo: —Agua, ¿porqué eres t a n mala que apagas al fuego, el Fuego quema al Palo, el Palo pega al P e r r o , el P e r r o corre al G a t o , el G a t o come al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a do, el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el B u e y q u e m e bebe a mí. F u é la T e n q u i t a donde el Buey y le dijo: —Buey, ¿por qué eres t a n malo que bebes el Agua, el Agua apaga al Fuego, el Fuego q u e m a al Palo, el P a l o pega al Perro, el P e r r o corre al Gato, el G a t o come al R a tón, el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento el Viento corre al N u b l a d o , el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve me quema la p a t i t a a mí? — M á s malo es el Cuchillo que m e m a t a a mí. F u é la T e n q u i t a donde el Cuchillo, y le dijo: —Cuchillo, ¿por qué eres t a n malo que m a t a s al Buey, el Buey se bebe al Agua, el Agua apaga al Fuego, el Fuego quema al Palo, el Palo pega al Perro, el P e r r o corre al G a t o , el G a t o come al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a d o , el N u blado t a p a ai Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e q u e m a la p a t i t a a mí? — M á s malo es el H o m b r e que m e hace a mí. F u é la T e n q u i t a donde el H o m b r e , y le dijo: — H o m b r e , ¿por qué eres t a n malo que haces al Cuchillo, el Cuchillo m a t a al Buey, el B u e y se bebe al Agua, el Agua apaga al Fuego, el Fuego q u e m a al Palo, el P a l o pega al Perro, el P e r r o corre al G a t o , el G a t o come al R a tón, el R a t ó n agujerea a la Pared, la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al N u b l a d o , el N u b l a d o t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e q u e m a la p a t i t a a mí? —Pregúntaselo al Señor que me hizo a mí. F u é entonces la T e n q u i t a donde su Divina Majestad, y arrodillándose humildemente delante de ella inclinó la cabeza hasta besar el suelo, y le dijo:


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CUENTOS POPULARES E N CHILE

—Señor, ¿por qué hiciste al H o m b r e , q u e es t a n malo, el H o m b r e hace al Cuchillo, el Cuchillo m a t a al Buey, el B u e y se bebe al Agua, el Agua apaga al Fuego, el F u e g o q u e m a al Palo, el Palo pega al Perro, el P e r r o corre al Gato, el G a t o come al R a t ó n , el R a t ó n agujerea a la P a r e d , la P a r e d ataja al Viento, el Viento corre al Nublado, el N u blado t a p a al Sol, el Sol derrite a la Nieve y la Nieve m e quema la p a t i t a a mí? Y la T e n q u i t a se puso a llorar t a n a m a r g a m e n t e que d a b a lástima verla. E l Señor se compadeció de la desgracia de la pobre avecita y le dijo con m u c h a dulzura: —Vete tranquila, Tenquita, a cuidar a t u s tenquitos, que están tiritando de frío y muriéndose de h a m b r e . L a Tenquita, como b u e n a cristiana, obedeció al m o m e n t o y cuando llegó a su nidito se encontró con que tenía b u e n a y sana la p a t i t a q u e m a d a .

E n el c u e n t o q u e

sigue,

e s p a ñ o i , pero

que

n o he v i s t o

i m p r e s o , el

desarrollo e s casi el m i s m o q u e el d e la T e n q u i t a . L o p u b l i c o c o m o n o t a comparativa.

5. E L G A L L I T O (Cuento de pega) ( D i c t a d o e n 1911 por d o n V i c t o r i a n o d e C a s t r o , e s p a ñ o l , d e 5 5 a ñ o s . L o o y ó c o n t a r en B e l v e r d é l o 2 M o n t e s , p r o v i n c i a d e Zaragoza, d o n d e el c u e n t o era m u y popular, c u a n d o él era niño)

H a b í a u n a vez en u n a aldea u n Gallo, q u e recibió u n a invitación de otro Gallo, primo suyo, p a r a asistir a sus bodas. E l Gallo se levantó m u y t e m p r a n o , se acicaló y vistió convenientemente y emprendió el viaje, olvidando t o m a r el desayuno.


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E n el camino encontró u n a boñiga de vaca, t o d a llena de granos de trigo sin digerir; y aquí vinieron los apuros de mi buen Gallo, que empezó a decir entre sí: —¿Qué haré? picaré o no picaré? si pico, m e m a n c h o el pico, y si no, m e muero de h a m b r e . Así estuvo m e d i t a n d o por algún r a t o y m i r a n d o los granos de trigo, h a s t a que cayó en la tentación y se dio un buen hartazgo. Siguió su camino y a poco a n d a r encontró u n a m a t a de M a l v a y le dijo: — M a l v a , limpíame el pico, q u e voy a la b o d a de mi p r i m o J u a n Periquito. L a M a l v a dijo: — N o quiero. M á s adelante encontró a u n a Oveja y le dijo: —Oveja, come a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, que voy a la b o d a de mi primo J u a n Periquito. L a Oveja dijo: — N o quiero. Siguió a n d a n d o y m á s adelante encontró a un Lobo y le dijo: —Lobo, come a Oveja, que Oveja n o quiso comer a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, que voy a la boda de mi primo J u a n Periquito. E l L o b o dijo: — N o quiero. * Siguió el Gallo su camino y m á s adelante encontró a un P e r r o y le dijo: —Perro, m a t a a Lobo, que Lobo n o quiso comer a Oveja, que Oveja n o quiso comer a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, que voy a la boda de mi primo J u a n Periquito. El Perro dijo: — N o quiero. A poco a n d a r encontró el Gallo a un P a l o y le dijo: — P a l o , apalea a Perro, que P e r r o no quiso m a t a r a Lobo, que Lobo no quiso comer a Oveja, que Oveja no q u i -


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so comer a Malva, que Malva n o quiso limpiarme el pico, que v o y a la b o d a de mi primo J u a n Periquito. E l P a l o dijo: — N o quiero. A n d u v o el Gallo un r a t o m á s y se encontró con u n F u e g o y le dijo: —Fuego, quema a Palo, que P a l o n o quiso pegar a P e rro, que P e r r o no quiso m a t a r a Lobo, que Lobo no quiso comer a Oveja, que Oveja n o quiso comer a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, q u e voy a la boda de mi primo J u a n Periquito. El Fuego dijo: — N o quiero. M á s adelante encontró el Gallo al Agua y le dijo: —Agua, apaga a Fuego, que F u e g o no quiso q u e m a r a Palo, q u e P a l o no quiso pegar a Perro, que P e r r o n o quiso m a t a r a Lobo, que L o b o n o quiso comer a Oveja, q u e Oveja n o quiso comer a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, que voy a la b o d a de mi primo J u a n Periquito. El Agua dijo: — N o quiero. Siguió a n d a n d o el Gallo y m á s adelante encontró a u n Burro, y le dijo: —Burro, bébete a Agua, q u e Agua no quiso apagar a Fuego, que Fuego no quiso quemar a Palo, que P a l o n o quiso pegar a Perro, que P e r r o n o quiso m a t a r a Lobo, que Lobo no quiso comer a Oveja, que Oveja no quiso comer a M a l v a , que M a l v a n o quiso limpiarme el pico, que voy a la b o d a de mi primo J u a n Periquito. (Aquí se suspende el c u e n t o y se habla de cualquiera otra cosa. D e p r o n t o se dice:—«¿Donde llegaba? ¿al P a lo? ¿al Fuego?; y cuando contesta alguno:—«Al Burro>, se le dice:—«Álzale la cola y bésale el c . . . )


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6. LA T O R T I L L A O E L C A N A R I T O

ENCANTADO

(Referido por d o n O s v a l d o M a r t í n e z , P r e s b í t e r o , d e S a n t i a g o , e n 1912)

E s t e era u n R e y que tenía u n a hija única, de u n a hermosura extraordinaria, virtuosa, caritativa y hacendosa. E l R e y la a m a b a entrañablemente y, como se dice, tenía puestos los ojos en ella. L a Princesa acostumbraba subir todos los días a la t e rraza del palacio y allí pasaba las horas cosiendo o bordand o y recreándose con la vista de las plantas, árboles y flores q u e a d o r n a b a n el p a r q u e real, que desde allí se dominaba. U n día que estaba en su acostumbrado trabajo,* u n lindo C a n a r i t o se paró en la r a m a de u n árbol q u e casi llegaba h a s t a donde ella estaba sentada, y entonó u n c a n t o t a n melodioso que la princesa, a fin de oirle mejor, se levantó para acercarse a la avecita, pero apenas se movió de su asiento, el C a n a r i t o se fué. L a Princesa, pensando que el pajarito podía volver, hizo colocar u n a jaula con t r a m p a en el mismo árbol, p a r a cazarlo. Efectivamente, el Canarito volvió al día siguiente, pero en vez de acercarse a la jaula, se posó en el bastidor de la Princesa y después de gorjear unos cuantos trinos, tomó con el pico u n a madeja de seda y emprendió el vuelo. Al otro día estaba la Princesa, como siempre, ocupada en sus labores, cuando de repente llega el Canarito, se p a r a en el bastidor, c a n t a dulcemente u n instante, y t o m a n d o con el pico el dedal de oro que la Princesa acababa de dejar en el costurero, y abriendo las alas desapareció en el espacio. L a repetición de la aventura preocupó b a s t a n t e a la Princesa, que no pasó buena noche. Sin embargo, se lev a n t ó t e m p r a n o y volvió a la terraza a continuar su bor-


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dado, pensando en el Canarito, d e quien a t o d a costa quería apoderarse. E n esto estaba cuando llega la linda avecita, c a n t a n d o aún mejor q u e en los días anteriores, y sin siquiera detenerse u n m o m e n t o , se apodera de las tijeras de oro de la Princesa, y elevándose por los aires, se pierde de vista. La Princesa cayó gravemente enferma. P o r llamado del Rey, vinieron los médicos m á s prestigiosos y los adivinos de más fama, t a n t o del país como del extranjero, y ninguno p u d o conocer la enfermedad. M i e n t r a s t a n t o , la Princesa languidecía, su mal se agravaba, y se iba consumiendo poco a poco. El Rey, desesperado, hizo publicar u n b a n d o en que ofrecía grandes riquezas al que lograra sanar a su hija. M u c h o s lo tentaron, pero ninguno lo consiguió, y la Princesa seguía empeorando a ojos vistas. E n u n pueblo algo alejado de la ciudad en que la Corte residía, vivía u n a viejecita que tenía u n hijo vivo y despierto, llamado J u a n . U n día lo llamó y le dijo: —Mira. J u a n i t o , t o m a estas tres tortillas que acabo de hacer al rescoldo y se las llevas a la Princesa, que ellas le darán salud. Que no te v a y a s a comer ninguna, ni se te pierdan, porque las tres h a n de llegar a poder de la Princesa. El m u c h a c h o tenía la costumbre de obedecer sin replicar. Subió en un b u r r o ; a u n lado de las alforjas colocó las tortillas y al otro u n pedazo de pan, harina y u n poco de charqui y se puso en marcha. La mitad del camino llevaría a n d a d o , cuando el b u r r o se puso a corcovear y por m á s q u e J u a n i t o le pegaba fuerte y feo con u n a varilla, el animal no a v a n z a b a u n paso. Viendo la porfía de la bestia, J u a n i t o sacó las tortillas de las alforjas y descendió del b u r r o p a r a seguir a pie; pero en c u a n t o bajó, se le cayó u n a de las tortillas y se le fué rodando por el camino. 3


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E r a de ver cómo J u a n i t o corría d e t r á s de la tortilla, que rodaba y rodaba, sin poderla alcanzar; y el picaro burro, que antes n o quería moverse, cómo seguía a J u a nito, que casi le pisaba lo talones. P o r fin la tortilla se metió a d e n t r o de u n a cueva y J u a n i t o se coló d e t r á s de ella. C u a n d o J u a n i t o estuvo adentro, se encontró, sin saber cómo, en u n gran comedor regiamente amueblado. L a mesa estaba cubierta de ricas viandas y manjares de t o d a especie que exhalaban u n perfume delicioso, y como al muchacho, con la carrera, se le había abierto el apetito, t o m ó el cucharón p a r a servirse u n plato de cazuela y y a iba a meterlo en la sopera, c u a n d o el cucharón se le enderezó en la m a n o y pegándole fuertemente en la cara le dijo: —¿Cómo t e atreves a comer a n t e s que t u s amos? E n esto se sintió u n gran ruido, y e n t r ó r o d a n d o al comedor u n a gran bola de cobre. J u a n i t o , lleno de miedo, apenas t u v o tiempo de esconderse detrás de la puerta, y desde allí p u d o ver que la bola se abría en dos partes, como u n a concha, y de ella salía u n lindo canario. Con el mismo ruido y el mismo a p a r a t o entraron o t r a s dos bolas más, u n a t r a s otra, y de cada u n a salió otro canario. L a s tres avecitas sacudieron sus plumas u n m o m e n t o , como si se desperezaran, y después, volando, se introdujeron a u n elegante dormitorio situado al lado del comedor, en el q u e había tres lujosas camas. J u a n i t o continuaba observando desde su escondite, con la curiosidad que es de suponer, t a n extraños acontecimientos. D e p r o n t o vio que tres negros a t r a v e s a b a n el patio y el comedor y e n t r a b a n al dormitorio conduciendo sendos baños de plata, que colocaban al lado de las camas. I n m e d i a t a m e n t e los Canaritos se zambulleron en el agua y un r a t o después salían de los b a ñ o s transformados en hermosos Príncipes. Los esclavos los perfumaron, los enjuagaron y a y u d a r o n a vestirse, y en seguida se retí-


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raron, dejándolos recostados en sus camas, contándose lo que les había pasado en los últimos quince días, tiempo que no se veían. D o s de los Príncipes n a d a i m p o r t a n t e tuvieron que referir; pero, en cambio, el tercero contó que en u n a de sus excursiones había divisado a u n a Princesa t a n hermosa como n o había visto otra en su vida, que estaba perdidamente enamorado de ella" y que, no hallando cómo llamar su atención, le había robado u n día u n a madeja de seda con que bordaba, otro día su dedal y al siguiente unas tijeras de oro, objetos que tenía al lado en su velador. Y tomándolos, los besaba tiernamente, diciéndoles las palabras m á s dulces y cariñosas. Después de escuchar esto, J u a n i t o logró escabullirse sin ser notado, y como el h a m b r e le apretaba, se metió en la cocina, en la cual no encontró a nadie. Con temor probó de u n o de los guisos, y viendo que n a d a le pasaba, se creyó autorizado p a r a h a r t a r su estómago. Después de satisfacer su apetito, salió, sin tropiezos, de aquel palacio encantado, y al lado afuera de la entrada de la cueva, tropezó con su burro, que lo esperaba. M o n t ó en él, y a las pocas horas se encontró frente al palacio del Rey. Pidió permiso al jefe de la guardia para pasar a ver a la Princesa y entregarle las tortillas, con las cuales—aseguraba él—sanaría la enferma. Al principio no querían dejarlo entrar, pero en vista de su insistencia, lo condujeron a presencia del Rey, y como la petición de J u a n i t o estaba de acuerdo con el b a n d o q u e el mismo R e y había m a n d a d o publicar, ordenó que se le llevase a las habitaciones de la Princesa. La Princesa, cansada con las preguntas de t a n t o charl a t á n como había ido a visitarla, en cuanto entró J u a n i t o se dio vuelta para la p a r e d ; pero éste, sin inmutarse, le habló en los siguientes términos, de u n resuello: — M a n d a a decir mi m a m i t a q u e su mercé es su señorita, que tenga m u y buenos días y que cómo está y que aquí


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le m a n d a estas tres tortillas, pero n o le traigo m á s que dos, porque la o t r a se m e fué r o d a n d o cuando salí d e m i tierra, y yo, por seguirla, llegué h a s t a u n palacio encantado, en donde vi y oí cosas t a n maravillosas como t a l vez n o h a b r á visto ni oído alma viviente en este m u n d o . Figúrese usted, señorita que, escondido detrás de la p u e r t a del comedor del palacio, vi que llegaban tres grandes bolas de cobre, q u e al rodar metían mucho ruido y que se abrían por la m i t a d y que de cada una de ellas salía un canarito. Al llegar a este p u n t o , la Princesa se volvió p a r a el lado de J u a n i t o , e incorporándose en la cama, le preguntó con ansiedad: —¿Y qué hicieron esos pajaritos? —Sacudieron sus a ü t a s y en seguida se fueron volando a u n dormitorio situado al lado del comedor y en el cual había tres c a m a s ; y entonces llegaron tres negros, t r a yendo cada u n o u n b a ñ o q u e depositó al lado de las cam a s ; en cada u n o de ellos se metió u n Canario y a los pocos instantes salieron convertidos en tres hermosos Príncipes, que se recostaron en sus camas y empezaron a contarse lo que les había ocurrido en los últimos días. Dos de ellos no tuvieron n a d a nuevo que contar, pero el otro, q u e era el m á s lindo de los tres, les dijo que u n día que pasaba volando por el palacio de u n Rey, divisó a la Princesa m á s hermosa q u e en su vida había visto, que se había enamorado perdidamente de ella y que, p a r a llamar su atención, le había robado u n día una madeja de seda, o t r a vez el dedal de oro y otro día sus tijeras. N o oí más, porque ya no a g u a n t a b a el h a m b r e y m e fui a la cocina a comer algo. Después que m a t é el h a m b r e salí, y al lado afuer a encontré a mi burro, m o n t é en él y m e vine a cumplir el encargo de m i m a m i t a . Pero su mercé m e perdonará q u e no le h a y a traído m á s que dos de las tres tortillas q u e mi m a m i t a me entregó para su mercé, porque como h a b r á visto, n o es mía la culpa de que se m e h a y a perdido una. L a Princesa, q u e había nito, contestó:

escuchado anhelante

a

Jua-


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— E s t á m u y bien, J u a n i t o ¿y serías capaz de llevarme a la cueva en que está el palacio encantado? — C o m o nó pues, señorita, si el camino es bien refácil; no está más que a la vueltecita de la esquina. L a Princesa hizo llamar al Rey. — P a d r e , le dijo, todos los que hasta ahora h a n venido a verme no h a n sido sino unos charlatanes, con excepción de este niño, que es médico verdadero. E l m e ha traído la salud, pero a u n q u e m e siento bien, p a r a restablecerme por completo necesito hacer u n viaje de unos cuantos días, y espero que Vuestra Majestad no m e negará el permiso. El solo m e acompañará. E l R e y se quedó admirado de ver el cambio t a n radical q u e en u n m o m e n t o se había operado en la salud de su hija, y como la a m a b a t a n t o y n a d a se atrevía a negarle, le concedió el permiso que solicitaba. Quiso que llevara dinero, mucho dinero, p a r a los gastos que pudieran ofrecérsele; pero ella lo rehusó, lo mismo que el séquito que se le ofrecía, y salió sin m á s compañía que Juanito, m o n t a dos ambos en el b u r r o que había traído al niño a palacio. El b u r r o los condujo en pocas horas h a s t a la entrada de la cueva, en donde bajaron. L a Princesa le dio a Juanit o una c a r t a para el Rey, en la que le decía que no pasase cuidados por ella, que estaba bien, que en pocos días más regresaría completamente restablecida, y que le entregara a J u a n i t o el dinero que había ofrecido al que la sanase de su enfermedad. Deshizo J u a n i t o el camino y puso en manos del R e y la carta de la Princesa. El R e y ordenó que se le diese u n a gran suma de dinero y con ella regresó J u a n i t o a casa de su m a dre, y ambos, desde entonces, llevan una vida tranquila y holgada. Volvamos a la Princesa que, una vez que quedó sola, entró al interior de la cueva y se encontró de repente en medio de un gran comedor regiamente amueblado. N o sabía qué hacerse, cuando entró el Canarito revoloteando


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y c a n t a n d o alegremente y después de hacerle mil gracias a su adorada, se d e t u v o y le habló de esta suerte: —Hermosa Princesa, ¿cómo t e has atrevido a poner tus plantas en este sitio en que te esperan t a n t o s peligros? —Linda avecita, por verte y t e n e r t e a mi lado encontraré livianos todos los trabajos que se m e presenten; no aspiro sino a estar en t u compañía y oir t u hermoso canto. —Princesa, esta cueva encantada está al cuidado de u n a vieja hechicera; búscala y la encontrarás en la ú l t i m a pieza del interior y dile que deseas ocuparte y vienes a ofrecerle t u s servicios; ella los aceptará y t e encargará trabajos que t e parecerán imposibles de ejecutar, pero no tengas cuidado que yo velaré siempre por tí y te a y u daré. L a Princesa, después de recorrer muchos patios y galerías, llegó a u n a pieza a cuya puerca estaba sentada u n a vieja de aspecto repelente, con la cabellera desgreñada, el rostro sucio, las u ñ a s larguísimas, los ojos encarnizados. E n cuanto divisó a la Princesa, con voz áspera le p r e g u n t ó : —¿Qué buscas aquí, vil gusanillo de la tierra? —Señora, le contestó, necesito emplearme y a n d a b a buscando dónde servir, cuando llegué a esta casa y como encontré la p u e r t a franca y nadie acudió a mi llamado, entré h a s t a este sitio sin encontrar en mi camino a ninguna persona; ¿no querría Ud. t o m a r m e a su servicio? — E s t á bien, dijo la vieja; retírate a aquella pieza y mañana, de alba, vienes a recibir mis órdenes. La Princesa se retiró sumamente afligida; el rostro mal agestado de la Bruja y su voz d u r a y antipática la atemorizaron y pasó la noche sin dormir. Apenas amaneció se fué a la pieza de la vieja, que y a estaba en pie y q u e la esperaba con u n gran frasco de vidrio. — T o m a este frasco, le dijo, y antes de las doce del día m e lo traerás lleno de lágrimas de picaflores; si no consigues llenarlo, te costará la vida.


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L a Princesa salió llorando sin saber a dónde dirigirse, pero a poco a n d a r vio en u n árbol al Canarito, que le dijo: —Ve a aquel m o n t e que se divisa allí cerca; antes de subir cortarás u n a varillita de la primera p l a n t a que encuentres a m a n o derecha del camino que conduce a la cima, subes y esperas arriba la salida del sol; colocas el frasco en el suelo e inmediatamente v e n d r á u n a m u l t i t u d de picaflores y uno t r a s otro irá parándose en la boca del frasco. Entonces t ú les vas d a n d o u n golpecito en la cabeza con la varilla y d e r r a m a r á cada u n o tres lágrimas d e n t r o del frasco. Serán t a n t o s y se t u r n a r á n t a n rápidamente que en menos de una hora lo llenarán. Siguió la princesa el camino que le indicó el Canario y al llegar al m o n t e cortó u n a varilla del primer arbusto que halló a la derecha de la senda; en seguida continuó su marcha, y una vez que estuvo arriba, dejó el frasco en el suelo, se sentó sobre u n a piedra y se quedó m e d i t a n d o sobre su triste suerte y las raras aventuras de su corta vida, h a s t a que el sol se levantó brillante y majestuoso en el horizonte. Inmediatamente acudió de todas partes u n a multitud de picaflores, cuyas plumas tornasoladas lanzaban vividos reflejos al ser heridas por los rayos solares. Las lindas avecitas revoloteaban en torno de la Princesa, y saliendo del grupo, de a dos y de a tres se p a r a b a n en el borde de la boca del frasco y esperaban q u e la joven les diese un suave golpecito en la cabeza con la varilla, para retirarse y dejar el puesto a otras de sus compañeras. E s t a escena se repitió con tal rapidez que, a u n q u e sólo eran tres las lágrimas que cada picaflor depositaba en el frasco, en media hora éste se había llenado. Sin embargo de haber cumplido su tarea, la Princesa no se movió de aquel sitio: el sólo recuerdo de la Bruja le imponía pavor y la hacía extremecerse, !y se sentía t a n bien en medio de los árboles y de los pajaritos! C u a n d o el sol llegó a lo m á s alto del cielo, la Princesa


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se despidió cariñosamente de los picaflores, agradeciéndoles con frases llenas de dulzura el servicio que le habían hecho; y rodeada de ellos, que n o la dejaron sino cuando llegó al plano, descendió del cerro con el frasco en sus brazos. Pocos m o m e n t o s después llegaba a la cueva y se encont r a b a en presencia de la aborrecible vieja, y entregándole el frasco le decía: —Señora, estáis servida. — E s t á bien, refunfuñó la Bruja; m a ñ a n a t e m p r a n o vend r á s a recibir u n a nueva orden. Y arrojándole u n mendrugo de pan, le indicó con el dedo que se retirara a su cuarto. L a Princesa pasó la noche sin dormir, así es que m u y t e m p r a m o , antes que amaneciese, y a estaba en presencia de la hechicera. L a vieja, que la esperaba, le pasó u n cofre de u n a hermosura imponderable, cubierto de incrustaciones de oro y de adornos de flores de diamantes, perlas y rubíes, y entregándole u n a llavecita, le ordenó que la llevase a casa de otra vieja, su amiga, p o r q u e era su cumpleaños. E s t a amiga la abriría y sacaría su contenido y después debía regresar la Princesa con la caja y estar de vuelt a antes del mediodía. Salió la Princesa llorando y sin saber cómo, se halló de p r o n t o al pie del m o n t e en que había estado la m a ñ a n a anterior. Allí encontró al Canarito, que le dijo: —Enjuga t u llanto, hermosa Princesa, y q u é d a t e aquí hasta la hora conveniente. L o que la vieja desea es que abras el cofre; pero n o lo abrirás, ni tampoco lo llevarás a casa de la amiga de la Bruja, porque ella t e lo haría abrir. P o co antes de las doce te irás a la cueva y entregarás el cofre a la vieja diciéndole que su amiga lo había abierto y habían salido de adentro unos guerreros que la habían muerto. Y el C a n a r i t o se fué. Mientras llegaba la hora, la Princesa se e n t r e t u v o con los picaflores que revoloteaban a su alrededor de la m a n e r a m á s graciosa, haciendo mil figuras y evoluciones como si


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bailaran; pero cuando el sol iba a llegar al mediodía, bajó siempre rodeada de las avecitas, h a s t a que llegó a la cueva. L a vieja la esperaba en el interior, en la p u e r t a de su habitación, y le entregó el cofre diciéndole que apenas la amiga lo había abierto, habían salido de él u n a c a n t i d a d innumerable de guerreros armados que en un m o m e n t o le dieron la muerte, desapareciendo en seguida. —Pero ¿es cierto lo que m e dices, muchacha? contestó la vieja, ¡si n o puede ser! — P e r o así h a sido, señora. —A ver, pásame la llave. Y tomándola, abre el cofre y sale de él u n verdadero ejército de jóvenes armados de espadas, lanzas y hachas con las cuales traspasan y destrozan a la infame vieja, que se revuelca en el suelo en medio de u n m a r de sangre. Los jóvenes guerreros desaparecen dejándola por muert a ; pero la Bruja tenía la vida de los gatos, y, arrastrándose como pudo, se echó a la cama. L a Princesa quedó a n o n a d a d a con esta escena, y se habría quedado quién sabe h a s t a cuándo como enclavada en el suelo, si la voz de la vieja no la hubiese sacado de su abstracción. —Hijita, le dijo la vieja con u n t o n o que t r a t a b a de aparecer cariñoso, v a y a a la otra pieza, tome el primero de los frascos que hay en el armario y me lo t r a e ; quiero t o m a r del licor que h a y en él p a r a morir y dejar de sufrir. Pasó la Princesa a la pieza contigua, y ahí encontró al Canarito, que le dijo m u y quedo al oído: — N o le lleves el primero sino el último de los frascos del armario, para que m u e r a de veras; cualquier otro que le lleves le dará la vida y no t e r m i n a r á n nunca nuestros sufrimientos. Obedeció la Princesa y le llevó el último frasco. — ¿ E s t e es el primero, hijita? —Sí, señora, éste es el primero. — N o v a y a a haberse equivocado y h a y a t o m a d o el segundo.


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— N o , señora, estoy completamente segura de que he traído el primero. —Entonces déme una cucharada de él. La Princesa le pasó u n a cucharada del líquido que el frasco contenía y la vieja se lo bebió con ansia; pero apenas lo tragó, comenzó la Bruja a torcerse, a despedazarse con las uñas, a morderse las manos y los brazos, d a n d o unos gritos t a n desaforados que parecía que el palacio se iba a venir al suelo. P o r suerte, todo esto d u r ó poco, porque la vieja, en medio de los mayores dolores, entregó p r o n t o su alma al diablo, a quien con t a n t o empeño había servido d u r a n t e su larga vida. E n c u a n t o cesaron los alaridos de la Bruja, sucedió u n a cosa inesperada. L a cueva y el palacio se convirtieron en u n bello y extenso país; los Canarios, en tres hermosos príncipes; los negros que había visto J u a n i t o , en grandes de la corte, y los picaflores, en los h a b i t a n t e s del reino, todos los cuales vinieron a rendir homenaje a la Princesa. Acercóse a ella el m á s hermoso de los tres Príncipes e hincando u n a rodilla en tierra, habló a la Princesa de esta manera: —Princesa, yo soy aquel Canario que os a r r e b a t ó la madeja de seda, el dedal y las tijeras y q u e m á s t a r d e os aconsejó lo que debíais hacer para libraros y librarnos de la m a l v a d a hechicera que por satisfacer u n a ruin venganza m a t ó a nuestros padres y nos tenía hechizados a mí, a mis hermanos y a nuestro pueblo. Bien sabéis que y o os amo y que no podré vivir sino en v u e s t r a compañía. Sé que vos m e amáis también, pues por amor a mí habéis arrastrado t a n t o s peligros. ¿Queréis que vayamos ahora mismo donde vuestro padre, que es nuestro vecino, p a r a pedir vuestra m a n o ? . —Príncipe, contestó la joven, mi anhelo es ser v u e s t r a esposa; p a r t a m o s c u a n t o antes. E l pueblo, entusiasmado, aclamó a la Princesa, llaman-


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dola su reina, su buena y querida reina, y j u r a n d o amarla y protegerla de todo peligro. Grande fué el alborozo del Rey, padre de la Princesa, al verla llegar completamente sana de su enfermedad y en t a n buena compañía. Las b o d a s se celebraron al día siguiente y h u b o grandes fiestas y regocijos públicos en los dos reinos, cuyos pueblos confraternizaban como si fueran uno. Los novios fueron m u y felices; gobernaron a su pueblo con bondad paternal y Dios los premió d á n doles hijos bellos y virtuosos, que les hicieron agradable su peregrinación en esta vida.

7. E L R E Y T I E N E C A C H I T O C o n t a d o por el P r e s b í t e r o d o n O s v a l d o M a r t í n e z , d e S a n t i a g o , en 1912)

E s t e era u n R e y que cayó enfermo de u n fuerte dolor a la cabeza. S u dolencia lo obligó d u r a n t e muchos días a guardar cama y d u r a n t e ellos n o p u d o ocuparse de los asuntos de gobierno. C u a n d o se levantó, se encontró con que le había salido u n cachito. El Rey, por supuesto, quiso tener oculta de todos esta desgracia; pero no lo consiguió: el pelo le creció t a n t o que t u v o necesidad de hacer llamar a u n peluquero, encargando q u e le trajeran el m á s discreto de la ciudad. Sus Ministros pasaron revista a todos los fígaros de la capital y por fin creyeron encontrar al que su Majestad necesitaba: era éste un pobre h o m b r e que, a u n q u e m a n e jaba magistralmente la tijera y la navaja, casi no tenía clientela porque era m u y reservado y poco comunicativo; no hablaba sino c u a n d o era de absoluta necesidad.


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Con los informes de los Ministros, el R e y lo nombró su peluquero. E n la primera sesión, el R e y le dijo que a ninguna persona debía comunicarle su desgracia y le exigió bajo j u r a m e n t o que así lo hiciese. E l Peluquero juró que a ninguna persona diría que el R e y tenía u n cachito. Después de esto le cortó el pelo y se retiró para volver dentro de u n mes. N o hizo m a s que salir el Peluquero y sentir un desasosiego como nunca lo había tenido; y lo peor es que este malestar no lo dejaba y experimentaba como u n a necesid a d de echar afuera aquel secreto que le hormigueaba por t o d o el cuerpo. Y aquí tenemos a nuestro hombre, que h a s t a entonces había vivido tranquilo, convertido en el ser m á s desgraciado de la tierra: n o comía, no dormía, no trabajaba, no tenía ánimos p a r a nada. Y sin embargo de no comer, se iba hinchando, hinchando h a s t a ponerse redondo como u n a tinaja. El pobre hombre se sentía desfallecer, n o hallaba qué hacerse; estaba seguro de que se moriría en horas m á s si no contaba su secreto. Pero ¿y el j u r a m e n t o ? El era buen cristiano y por n a d a de la vida perdería su alma. Desesperado, salió al campo; y a q u í le ocurrió u n a idea salvadora. Con u n a estaca que halló a m a n o abrió un hoyo y echándose de barriga en tierra se puso a decirle:—¡El R e y tiene cachito! el Rey tiene cachito!—repitiendo la frase n o menos de cien veces; y a medida que la iba diciendo, la barriga se le iba deshinchando. E n seguida t a p ó el hoyo con la misma tierra que de él había sacado. ¡Qué desahogado, qué aliviado y qué flaco se levantó el Barbero! ¡Qué feliz se sintió! Pocos momentos después llegó a su casa pidiendo desaforadamente que le dieran de comer; ¡qué apetito! todo lo q u e le servían se le hacía poco! La mujer estaba desesperada: ¿de dónde sacaría alimentos suficientes para llenar aquel tonel sin fondo? Se comió todo lo que pilló a mano, c u a n t a materia engullible había en la casa, y por fin, m á s cansado de hacer


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funcionar las mandíbulas que satisfecho, se acostó. ¡ E r a de ver la placidez con q u e dormía el santo varón! D u r m i ó dos días con sus noches, y se levantó feliz, c a n t a n d o y con grandes disposiciones p a r a trabajar. E r a otro hombre. P a s a r o n los días uno t r a s otro h a s t a completar u n a semana, cuando ocurrió una cosa inesperada. Los niños de la escuela habían ido a hacer la chancha al campo vecino y encontraron u n a m a t a de capachitos, q u e había brotado precisamente en el lugar en q u e el Peluquero había hecho el hoyo; a r r a n c a b a n las florecitas y tomándolas con el dedo pulgar, índice y cordial, las r e v e n t a b a n en sus frentes, como tienen costumbre de hacerlo; pero en esta vez la florecitas, al estallar, decían: —¡El R e y tiene cachito! Admirados los niños de este prodigio, llevaron a sus casas todos los capachitos que quedaban y repitieron la prueba y los capachitos siempre decían:—¡El R e y tiene cachito! N o se podía dudar de la noticia, y ella corrió como el aceite: en pocos instantes la conocía t o d a la ciudad. Y t a n t o y t a n t o cundió q u e llegó a oídos del Rey. El R e y hizo llamar al Peluquero y después de apostrofarlo d u r a m e n t e le dijo q u e le haría pagar con la vida su indiscreción. E l Peluquero respetuosamente repuso:— Señor, y o juré a Vuestra Majestad no decirle a ninguna persona su secreto y lo he cumplido, porque h a s t a ahora no se lo he dicho a alma nacida. ¿Qué culpa tengo yo si los capachitos lo a n d a n proclamando a los cuatro vientos? P o r cierto q u e se cuidó d e contarle lo que había hecho, y como de esto no había testigos, el R e y h u b o de perdonarlo.


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8. E L C U E R P O S I N A L M A ( R e f e r i d o en 1912 por B e a t r i z M o n t e e m o s , d e 5 0 a ñ o s , d e T a l c a

P a r a saber y contar y contar p a r a saber. E s t e era u n caballero que tenía u n fundo cerca de la ciudad, m u y grande y m u y hermoso, pero que tenía la maldición de que nadie podía vivir en él, porque, sin saber cómo ni por qué, al otro día amanecían muertos los que pretendían trabajarlo. E l caballero estaba desesperado, y ofreció darlo a medias al que se atreviese a sembrarlo. H a b í a en la misma ciudad u n a viuda m u y pobre, q u e tenía tres hijos, decididos y valientes, los cuales se pusieron de acuerdo p a r a trasladarse al fundo. Partieron, llevando cada u n o u n pedazo de p a n y otro de queso, que p a r a m á s n o les alcanzó el poco dinero q u e tenían. H a b í a n a n d a d o y a u n buen trecho, cuando el menor se hizo a u n lado de sus hermanos, que siguieron a n d a n d o , porque se le ofreció u n a necesidad. I b a y a a reunirse con ellos, cuando se le presentó una p o b r e vieja pidiéndole u n a limosna. El, compadecido, le dio el p a n y el queso que llevaba, y entonces la anciana le entregó u n a varillita, diciéndole q u e era de virtud y q u e le haría todo lo que le pidiese, y desapareció. Llegaron los tres hermanos al fundo m u y de m a d r u g a d a y convinieron en que mientras iban a trabajar los dos menores, el m a y o r se quedaría haciendo la comida p a r a los tres. Fueron los menores al trabajo y cuando el mayor tenía hecha la comida y en p u n t o para servirla, salió de u n pozo que había cerca de la cocina u n enorme Culebrón, y el joven, del susto, se fué de espaldas y casi se m a t ó del golpe. — L a vida o la comida, le dijo el Culebrón. — L a comida, le contestó el pobre, m á s m u e r t o que vivo.


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El Culebrón devoró la comida y en seguida desapareció por el pozo. Poco después llegaron los otros dos hermanos, quienes, de t a n t o que habían trabajado, venían que n o podían m á s de h a m b r e . C u a n d o supieron lo que había pasado, casi se murieron de rabia. Al día siguiente se quedó el segundo haciendo la comida, partieron a trabajar los otros dos, y sucedió lo mismo que el día anterior: salió el Culebrón, se comió la comida, y dejó tocando tabletas a los tres hermanos. E l tercer día se quedó el menor, y en el m o m e n t o en que éste retiraba la olla del fuego, salió el Culebrón y le dijo: — L a vida o la comida. — N i la vida ni la comida, le respondió el joven, y poniéndose en facha con su varillita en la mano, obligó al Culebrón a retirarse a su pozo b a s t a n t e mal herido. Llegaron los otros dos, y comieron todos con mucho apetito. Después dijo el más joven: — P a r a vernos libres en adelante de este estorbo, amárrenme con u n cordel y descuélguenme en el pozo y yo m a t a r é al Culebrón donde se encuentre. C u a n d o mueva la cuerda es p a r a q u e la tiren y m e suban. Bajó el joven, y en el fondo del pozo se encontró con u n hermosísimo palacio, que tenía todas las puertas y ventanas cerradas. Golpeó inútilmente, porque no le abrieron. Entonces, sacando su varillita, dijo: —Dios y u n a hormiguita, e inmediatamente se convirtió en hormiga. Así p u d o e n t r a r por u n a rendija y llegó a u n a sala en donde había u n a niña m á s bella que el sol. Se le subió por u n costado y de repente la picó. —¿Quién m e pica? dijo la niña. — Y o , señorita, contestó el joven desencantándose. Se pusieron a conversar. L a niña le dijo que eran tres hermanas, hijas del Culebrón, el cual las tenía encerradas bajo siete llaves y no les permitía ver a nadie. — Y o m a t a r é al Culebrón y las libraré a ustedes.


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— N o podrás matarlo—le dijo la joven—porque mi p a d r e es el Cuerpo sin Alma. —Pero t ú podrás averiguar en dónde tiene el alma y entonces yo daré b u e n a cuenta de él. F u é la niña al lugar en que estaba su padre, y con ella el joven, convertido en hormiga, pegado a su costado. — P a p á , ¿por qué lo llaman a usted el Cuerpo sin Alma? — N o t e lo diré, porque las paredes tienen oídos y los matorrales ojos. — P e r o si aquí estamos solos, y encerradas como vivimos ¿a quién podría confiarle lo que usted m e diga? Entonces él repuso: —Hija, has de saber que en el m o n t e vecino h a y u n a laguna; d e n t r o de la laguna h a y u n t o r o ; m a t a n d o a ese toro, sale de su cuerpo u n león; m a t a n d o a ese león, sale u n a zorra m u y corredora, que nadie la podrá alcanzar; adentro de la zorra h a y u n a paloma; y a d e n t r o de la paloma, u n huevo. Ese huevo es mi alma, y si llegan a quebrarlo, soy m u e r t o . Siguieron hablando u n r a t o sobre otras cosas y poco después la niña se retiró a su pieza. I n m e d i a t a m e n t e el joven se fué corriendo p a r a la laguna, y apenas había llegado a la orilla, salió el toro b r a m a n d o y escarbando la tierra q u e d a b a miedo. —Dios y u n toro de los más bravos—dijo el joven sacando la varillita y al p u n t o se convirtió en toro y se puso a pelear con el que había salido de la laguna, h a s t a que lo m a t ó . P o r el hocico del toro m u e r t o salió u n león, que echaba el cielo abajo con sus rugidos. —Dios y u n león de los más bravos—dijo el joven a la varillita, y convirtiéndose en león, atacó r u d a m e n t e a su contrario y lo m a t ó . Entonces salió la zorra corredora del hocico del león muerto, y t a n t o y t a n bien corría que no se le veían las p a t a s . —Dios y u n perro zorrero, de los m á s corredores y m á s bravos, dijo el joven, y en el mismo instante se volvió


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perro, y t a n ligero corría, que las p a t a s no tocaban el suelo. E n u n m o m e n t o alcanzó a la zorra y t a m b i é n la despachó. M i e n t r a s t a n t o el Cuerpo sin Alma se sentía m u y enfermo y d a b a unos quejidos terribles. L a niña se acercó a preguntarle q u é tenía. — R e t í r a t e , traidora—le dijo el Culebrón—si no quieres que te mate. Del cuerpo de la zorra salió u n a paloma, que se perdió en el espacio. E l joven dijo: —Dios y u n halcón de los m á s voladores;—y convertido en halcón dio alcance a la paloma, la m a t ó y le sacó del buche el huevo que tenía g u a r d a d o y que era el alma del Culebrón. Poco después se presentó en el palacio y mostrándole el huevo, dijo al Culebrón, que apenas respiraba ya, t a n desfallecido e s t a b a : —¿Conoces esto? — ¿ C ó m o n o lo he de conocer, si es mi alma? — T e la entregaré si m e das el manojo de llaves del palacio. E l Cuerpo sin Alma le entregó las llaves y el joven, disp a r á n d o l e el huevo, le dijo: —Ahí la tienes. P e r o el huevo le dio en la frente al Culebrón y se revent ó , y el Culebrón cayó muerto. E l joven se fué a librar a las tres niñas, pero la menor, q u e era la que él había visto, no quería que sacase a las otras, porque estaba enamorada de él y t e m í a que sus herm a n a s , que también eran m u y bellas, le robasen su amor. P e r o él le dijo: —Si nosotros t a m b i é n somos t r e s ; mis hermanos se casarán con t u s hermanas. L a s sacó a las otras dos de su encierro y a m a r r a n d o prim e r a m e n t e a la menor, movió el cordel y los que estaban arriba la subieron. Los dos hermanos, cuando la vieron t a n b u e n a moza, se pusieron a pelear, p a r a ver cuál se la 4


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llevaba; pero ella les dijo q u e eran tres y q u e luego subirían las otras dos. Cuando hubieron subido las tres niñas, los hermanos mayores n o volvieron a echar el cordel, y t o m a n d o cada uno a su compañera, dejaron a b a n d o n a d a a la menor, q u e esperó en v a n o que subiera el joven que había quedado en el pozo. U n m o m e n t o después conoció éste su desgracia, y, t u r b a d o con la pena que le causaba la traición de sus hermanos, por decirle a la varillita "siete estados p a r a arriba", le dijo "siete estados para a b a j o " y llegó a la tierra de los pigmeos, donde, del golpe t a n violento que recibió, quedó sin sentidos. C u a n d o volvió en sí, los pigmeos le habían r o b a d o su varillita de virtud. E l pobre entró a sufrir mucho y llegó su miseria a t a l estado q u e se vio obligado a ocuparse como cuidador de los rebaños del R e y de los pigmeos p a r a ganarse la vida. U n día que lloraba su desgracia, se le apareció u n a Aguilita y le p r e g u n t ó : —¿Por q u é está t a n triste y llorando? —¿Cómo no h e de llorar, distante de la q u e a m o y viéndome en el estado en q u e m e hallo y sin esperanzas de volver a la tierra? — Y o lo sacaré de aquí si le parece; pero tiene que llevar m u c h a carne, p o r q u e el viaje es largo y h a y q u e atravesar el m a r . — E s t á bien, llevaremos u n cordero. Y el joven m a t ó u n cordero y dividiéndolo en cuartos lo puso sobre el Águila y él se m o n t ó en seguida encima. Al poco r a t o el Aguilita pidió de comer y él le puso en el pico u n c u a r t o de cordero. Volaron u n rato, y el Aguilita pidió más, y él le entregó el segundo c u a r t o ; después, el tercero; y por fin el único que quedaba. I b a n volando por sobre el m a r cuando el Aguilita dijo: —Compañero, ¿queda carnecita? mire que m e faltan las fuerzas y nos caeremos al m a r y nos ahogaremos si n o como.


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E l joven se c o r t ó u n a pierna y se la atrevesó en el pico al Águila. E s t a escena se repitió dos veces más, y el joven t u v o que cortar su otra pierna y el b r a z o izquierdo, que el Águila devoró en u n i n s t a n t e . D e p r o n t o dijo el Águila: — Y a llegamos; bájese, compañerito, que en aquel palacio está su n i ñ a ; y apúrese porque la v a n a casar con u n príncipe y ella n o quiere, p o r q u e lo está esperando a usted. — ¿ Y cómo m e bajo—respondió el joven—si no tengo piernas? —Échese al suelo n o más, y no se demore, que lo dejan sin novia. Al dejarse caer, el joven se encontró con sus dos piernas y sus dos brazos, y si buen mozo había sido antes, quedó desde entonces mucho mejor. Llorando de alegría, le dio las gracias a la Aguilita, y ella, convirtiéndose en ángel, le dijo que era el de su guarda, q u e viéndolo t a n triste, había venido a sacarlo de apuros. C u a n d o llegó al palacio en que estaba su amada, la alegría de ésta fué grande, y en lugar de celebrarse el m a t r i monio con el príncipe con quien la obligaban a casarse, se casó con el joven q u e t a n t o había sufrido por ella y había sido su primer amor. L a fiesta estuvo m u y buena y hast a ahora estará que se a r d e ; y o m e encontré en ella y comí y t o m é h a s t a que casi reventé. Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento p a r a cerranías de m á s adentro.

9. L A H U A C H I T A

CORDERA.

( R e f e r i d o e n Abril d e 1914 por M e r c e d e s A l b o r n o z , d e 14 a ñ o s , Villa

Alegre)

E s t e era u n hombre que vivía en el campo y había quedado viudo con dos hijos pequeños: un niñito y u n a


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niñita. El hombre era pobre y p a r a alimentar a sus hijos tenía que salir a trabajar todos los días antes que apareciera el sol, y como los niños no eran capaces de hacer nada, se los dejaba encomendados a u n a vecina que los t r a t a b a con mucho cariño, les lavaba su ropita y les d a b a m u y bien de comer. Mejoró u n poco la situación del homhre y se casó con la vecina; pero ésta, apenas salía su marido de la casa, obligaba a los niños a hacer el fuego, a que le trajesen agua del río en baldes que eran m u y pesados para ellos, a barrer y ejecutar otros trabajos superiores a sus escasas y débiles fuerzas; y si la leña n o estaba bien encendida, o los baldes no llegaban completamente llenos, o q u e d a b a u n poco de b a s u r a en el suelo, les pegaba cruelm e n t e con lo primero que hallaba a m a n o . U n a vez, el niño le dijo a la niña:—Vamonos de aquí, h e r m a n i t a ; ¿para qué estamos sufriendo t a n t o ? , — y al otro día m u y t e m p r a n o dejaron su lecho, abandonaron la casa en que habían nacido y marcharon a la ventura, alimentándose de frutas y de yerbas y durmiendo en las cuevas de las m o n t a ñ a s o en lo ranchos abandonados q u e encontraban en su camino. Después de muchos días de marcha, llegaron a u n a tierra desierta, sin casas ni árboles, en la q u e el calor del sol se hacía sentir con toda su fuerza. Los niños morían de sed y en ninguna p a r t e hallaban agua p a r a aplacarla. P o r fin llegaron a la orilla de u n a laguna y cuando se disponían a beber, oyeron u n a voz q u e decía: — E l que de esta agua bebiere tiburón se h a de volver y devorará a su hermano. —Hermanita, n o tomemos de esta agua—dijo el n i ñ o aguantemos la sed y vamonos, puede ser que m á s allá encontremos agua buena. M u y tristes se apartaron de la laguna y a cada inst a n t e más sedientos; pero luego tropezaron con u n pozo y el corazón se les alegró. Sirviéndose de u n a cuerda q u e estaba en el suelo al lado del brocal, echaron adentro


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un tiesto que cerca estaba, y cuando y a lo alzaban repleto de agua, salió del pozo una voz que decía: — E l que de esta agua bebiere, sierpe se h a de volver y devorará a su hermano. —Hermanita, no tomemos de esta agua—dijo el niño— aguantemos la sed y vamonos, pueda ser que m á s allá encontremos otra mejor. L a niña n o soportaba la sed, y si no hubiera sido por la amenaza de q u e si bebía de esa agua devoraría a su hermano, habría bebido h a s t a saciarse. Continuaron su camino m u y tristes, desfallecidos, casi sin fuerzas p a r a andar, pero a los pocos pasos tropezaron con u n arroyo de agua fresca y cristalina. Echáronse de bruces p a r a beber y c u a n d o sus secas fauces estaban a p u n t o de humedecerse, oyeron estas palabras que salían de la corriente: — E l que de esta agua beba, corderito se h a de volver. — H e r m a n i t a no tomemos... —alcanzó apenas a decir el niño, cuando vio a su h e r m a n a convertida en corderita. L a pobrecilla, n o oyendo la amenaza de que si bebía devoraría a su hermano,se apresuró a apagar su sed y alcanzó a tragar unos cuantos sorbos de aquella agua maldita. E s fácil suponer en q u e estado dejaría esta desgracia a los pobres hermanos, que y a n o tuvieron otro consuelo que conversar y comunicarse sus penas, porque, por suerte p a r a ellos, al experimentar la niña su transformación, n o había perdido el uso de la palabra. Sin embargo, el niño lloraba m u c h o ; no podía acostumbrarse a ver a su h e r m a n a convertida en animal. Un día le salió al paso u n a viejecita. —¿Por q u é Hora t a n t o , hijito?—le preguntó. —¿Cómo no he de llorar, m a m i t a , con la desgracia que nos h a sucedido? ¡Qué no daría yo por ver a mi h e r m a n a convertida en mujer otra vez! —Hijito, eso n o es posible por ahora; pero con e s t a v a r i llita de virtud que voy a ocultar en las lanas de la Corde-


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rita, t e n d r á ella ]o que quiera; podrá h a s t a volverse mujer por tres horas cada vez que lo desee, y para siempre cuando u n príncipe quiera casarse con ella. Y desapareció después de colocar u n a varita entre las lanas de la Cordera. Desde ese momento la Corderita dejó de lamentarse y se la veía brincar y correr al rededor de su hermano y balar alegremente; porque h a de saberse que no hablaba con él sino cuando estaban solos. Pasó algún tiempo, y el niño que y a se había convertido en hombre, entró a servir como pastor de los rebaños del Rey, el cual, como era m u y bondadoso, le permitió conservar la Corderita a su lado. Sucedió que en la noche del primer día en que el pastor había entrado en funciones, el hijo del R e y t u v o que pasar por el patio en que estaban las habitaciones de los sirvientes, y se extrañó de oir de la m á s alejada, que era la que ocupaba el pastor y la Corderita, u n a voz femenina. Se detuvo a escuchar p a r a referirle a la Reina, su madre, lo que oyera, pues era prohibido que las sirvientas penetraran a las piezas de ese p a t i o ; pero no sintió sino murmullos y n o alcanzó a entender ni u n a palabra. Al día siguiente, el Príncipe refirió a su m a d r e lo sucedido, y en la tarde, cuando el pastor regresó, después de guardar el ganado, fué conducido a presencia de la Reina. A la pregunta que le hizo la Reina de quién era la mujer que en la noche anterior había estado en s u aposento, contestó: — N o estaba, señora, con ninguna mujer, sino con u n a huachita Cordera que el R e y mi Señor m e h a permitido guardar a mi lado y a la q u e h e conseguido enseñar varias palabras. (No se atrevió a contarle la verdad). —¿Y qué palabras sabe? preguntó la Reina admirada. —Dice ya, papá, mamá, h e r m a n o y otras. —Tráeme la Corderita; quiero verla. F u é el joven a su pieza contó a su hermana lo que había hablado con la Reina y le aconsejó que mientras


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t a n t o no dijese m á s palabras que las q u e él había dicho a la Reina que le había enseñado, y la condujo a la presencia de la soberana. La Corderita se b a ñ a b a todos los días en el río, de m o d o que siempre estaba m u y limpia. La Reina quedó encant a d a y le dijo al pastor que se la dejase, que ella la cuidaría m u y bien. L a Reina le tomó mucho cariño y a todas partes iba con ella. L a Corderita la llamaba m a m á ; al R e y le decía papá, y al Príncipe hermano. La Reina se dijo un día: — Si u n rústico pastor h a podido enseñar a este animalito a pronunciar unas c u a n t a s palabras, ¿por qué no he de conseguir yo que aprenda a hablar como una persona? Desde ese día comenzó a enseñarle a hablar, y la H u a chita se hacía la q u e n o sabía y que poco a poco iba aprendiendo. Pasó así algún tiempo, hasta que para celebrar u n a victoria obtenida por el Rey, se organizaron grandes fiestas, entre ellas u n a s carreras de caballos a que debía concurrir toda la Corte. C u a n d o llegó ese día, la Corderita, que h a s t a entonces no había hecho uso de la v i r t u d que tenía, quiso ir a las carreras; y después que los Reyes, el Príncipe y demás potentados que vivían en palacio salieron, ella también salió sin que nadie la viera, y se fué al campo, y al lado de u n espino que allí había, dijo: —Varillita de virtud, por la virtud que Dios te h a dado, haz que m e convierta en mujer, vestida con un traje de color de estrellas y que aparezca aquí para llevarme a las fiestas u n a carroza de p l a t a a r r a s t r a d a por dos parejas d e caballos y servida por tres pajes negros. E inmediatam e n t e se encontró convertida en u n a hermosísima joven, vestida como había pedido y con el coche con los tres negritos. L a piel de cordero estaba a su lado, y antes de subir a la carroza la dejó colgada de una r a m a del espino, y partió.


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C u a n d o llegó a la plaza, atrajo las miradas de todos por su hermosura y la riqueza y esplendor de su traje. Nadie la conocía y unos a otros se decían: «¿de dónde vendrá esta princesa?» El Príncipe, sobre todo, la atendió mucho y se enamoró perdidamente de ella. C u a n d o sonó la hora en q u e debía retirarse, el Príncipe le p r e g u n t ó si volvería al día siguiente y ella le contestó que sí. E n la Corte n o se habló en el resto del día de otra cosa que de la fiesta; pero la preocupación de todos era la bellísima joven desconocida. Llegó el día siguiente y t o d o el m u n d o se trasladó a las carreras. U n a vez que la Corderita se encontró sola, volvió al campo, y al pie del espino pidió a la varillita que la transformara en mujer, vestida con traje de color de la luna y las estrellas y la condujese a la fiesta en u n a carroza de oro arrastrada por tres parejas de caballos y servida por seis pajes negros; y al p u n t o todo se hizo como ella lo había pedido. Dejó la piel de oveja colgada de u n a r a m a del espino, subió al carruaje y se fué a las fiestas. A su entrada, la atención de la m u l t i t u d se concentró en ella, y si hermosa la habían encontrado el día a n t e rior, m á s hermosa a u n la encontraron en este día. E l Príncipe, todavía más enamorado, fué a colocarse inmed i a t a m e n t e a su lado y allí estuvo conversando con ella h a s t a el m o m e n t o que la joven se levantó p a r a retirarse. E l otro día era el último de las carreras. L a afluencia de gente fué m a y o r ; puede decirse que toda la ciudad se había trasladado a presenciarlas. A la misma hora que los días anteriores, llegó la joven en u n a carroza de diamantes a r r a s t r a d a por cuatro p a rejas de caballos y servida por doce negros; su traje tenía los colores de la luna, de las estrellas y del sol naciente, y si linda la h a b í a n encontrado las otras dos veces, m á s linda la hallaron esta vez. Todos los ojos e s t a b a n ' clavados en ella y de los labios de la m u c h e d u m b r e no salían sino alabanzas en su honor. Apenas la divisó el Príncipe


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fué a sentarse a su lado a cortejarla. C u a n d o estaba habiéndola con m á s entusiasmo, llegó u n paje con u n recado de la Reina y el Principe t u v o que a b a n d o n a r su asiento por u n m o m e n t o ; a su regreso se encontró con que estaba vacío el lugar que ocupaba la niña. Se acabaron las fiestas y nadie volvió a ver a la joven. E l Príncipe se puso m u y triste y languidecía rápidamente. Los médicos n a d a pudieron p a r a curar su mal y los Reyes lloraban la próxima m u e r t e de su único hijo. U n día, cuando y a se había perdido t o d a esperanza de salvación, dijo la Corderita a la R e i n a : — M a m á , ¿quiere que v a y a y o a cuidar al enfermo? Quién sabe si pueda sanarlo! ¡Qué se perdía con q u e fuese! L a Reina consintió y ella misma condujo a la Corderita a las habitaciones del enfermo y la dejó allí. Apenas se retiró la Reina, la Corderita pidió m u y quedito a la varillita que la convirtiera en mujer, a t a v i a d a con el mismo traje con que se había presentado a las carreras, y u n a vez transformada, se acercó a la cama del enfermo y lo llamó dulcemente. El Príncipe abrió los ojos y a la vista de su a m a d a sintió que le volvía la vida. Tres horas conversaron alegremente y al terminar este tiempo la joven t o r n ó a convertirse en la H u a c h i t a Cordera. El Príncipe hizo llamar a los Reyes, y les dijo: —Padres, la Corderita me h a sanado; me siento perfectamente bien y es preciso que m e dejen casarme con ella. Apenas el Príncipe dijo estas palabras, cumpliéndose el vaticinio de la viejecita que había dado a la Corderita la virtud, se transformó ésta p a r a siempre en la bellísima niña que todos habían visto en las fiestas, y los R e yes, henchidos de contento, consintieron en el m a t r i m o nio de su hijo con la joven. Los novios fueron m u y felices y vivieron en u n a perp e t u a luna de miel y tuvieron muchos hijos. E l h e r m a n o de la joven, que h a s t a el día antes del ma-


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trimonio había continuado como pastor, fué ennoblecido y siguió viviendo en la Corte, desempeñando empleos m u y principales. Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento.

10. L A S

SIETE

CIEGAS.

(Referido por el timo L u i s S m i t h , d e 12 a ñ o s , e n 1910)

H u b o en u n país lejano u n R e y m u y malo que se complacía en el daño que causaba a sus subditos. U n día que salió a cazar y se extravió en el bosque, vio en la p u e r t a de u n a choza a u n a jovencita m u y bella y agraciada, y llevándola a Palacio se casó con ella. Un mes n a d a m á s duró la felicidad de la Reina. T r a n s currido este corto tiempo, d u r a n t e el cual el R e y fué tierno y cariñoso con ella, se reveló n u e v a m e n t e en él el hombre perverso, de fieros instintos. Con pretextos y sin pretextos, todo lo encontraba malo, y como la Reina era la persona que tenía más cerca, la desgraciada pagaba 'el pato. U n día q u e amaneció de m á s mal humor que de ordinario, hizo sacar los ojos a la Reina y ordenó que la encerrasen en u n calabozo húmedo y sin luz, que d a b a a uno de los patios interiores del palacio, y que la sometiesen a u n a alimentación escasa. Poco tiempo después, el R e y se casó con o t r a joven, la cual t a m b i é n sólo u n mes fué feliz, y pasó otro mes al lado de su esposo sufriendo t o d a clase de vejámenes; después, p r i v a d a de la vista, fué a hacer compañía en el calabozo a su predecesora.. L a misma suerte corrieron cinco niñas más, con las cuales el monarca contrajo matrimonio sucesivamente.


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L a s siete desgraciadas tuvieron u n hijo cada u n a en su prisión, pero sólo la primera lo conservó; las otras, m u e r t a s de hambre, se comieron los suyos, y si n o hubiera sido porque ía primera mujer logró ocultar a su hijo y que éste, como si adivinara el destino que le estaba reservado si las compañeras de su m a d r e lo descubrían, jamás lanzó el menor gemido ni se le oyó llorar. L a criatura era hermosa y fué creciendo. Su m a d r e le enseñaba a hablar en las noches, cuando sus compañeras dormían, y paulatinamente fué comunicándole los pocos conocimientos que tenía, lo que el niño aprendía con suma facilidad, porque estaba dotado de gran inteligencia. U n a vez el niño encontró u n clavo y, jugando, se puso a escarbar la pared al lado del sitio que ocupaba su madre. L a muralla, con la humedad, estaba blanda, así es que en pocos momentos hizo u n pequeño forado por el que penetró u n poco de luz; le dieron deseos de salir p a r a 'conocer el mundo, de que t a n t o había oído hablar a su madre, y p a r a conseguirlo continuó t r a b a j a n d o h a s t a que el agujero fué suficientemente grande p a r a dejarlo pasar. Le contó a su m a d r e lo que había hecho y le pidió que mientras él a n d a b a afuera cubriera ella el forado con su cuerpo p a r a que el carcelero no lo viese. Salió el chico y se encontró con u n hermoso huerto. N o se cansaba de admirar el cielo, t a n azul y t a n bello; mucho también le llamaron la atención los árboles, las flores y los frutos; tomó algunos de éstos, los probó y los encontró sabrosísimos. Cogió entonces todos los que p u d o p a r a llevárselos a su madre, la cual sólo entonces comunicó la existencia de su hijo a sus compañeras de desgracia e hizo que el niño les repartiera frutas. Desde ese momento el niño fué la alegría de todas, que lo quisieron entrañablemente, y él les pagaba su cariño renovándoles cada día las provisiones que t o m a b a en el huerto. C a d a vez que el niño estaba fuera, la m a d r e pasaba


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sobresaltada, temiendo q u e u n o de los hortelanos lo encontrara y lo llevase a presencia del Rey. P o r lo que pudiese suceder, le dijo u n día:—Hijo, si t e llegan a ver, te preguntarán de dónde vienes, cómo t e llamas y quiénes son t u s padres, y t ú contestarás que vienes del m u n d o que t u nombre es el Viento y que eres hijo del T r u e n o y de la Lluvia. Pasó algún tiempo, m á s de u n año, sin q u e n a d a se descubriera, porque el chico practicaba sus excursiones m u y de m a ñ a n a y los hortelanos n o eran madrugadores; pero u n a vez que uno de éstos se levantó m á s t e m p r a n o q u e de costumbre, fué cogido y llevado a la presencia del R e y . Al R e y le cayó en gracia el chico y le preguntó: — ¿ D e dónde vienes? —Del mundo. —¿Quién es t u padre? — E l Trueno. —¿Y t u madre? —La Lluvia. Poco después de haberle hecho sacar los ojos a su sépt i m a mujer y haberla encerrado en el calabozo, el R e y se había casado por octava vez; pero en ésta le salió el futre, como vulgarmente se dice, porque la nueva esposa n o era el manso cordero, ni la humilde paloma q u e las a n t e riores. Mujer de carácter fuerte, d e corazón duro y envidiosa, dominó a su marido por completo. É l R e y se fué acostumbrando poco a poco a obedecer, y como consecuencia, su carácter se debilitó y dulcificó. Como dijimos, el chico le cayó en gracia al Rey, sólo d e verlo, y mucho m á s cuando lo oyó responder con t a n t o despejo a sus preguntas; y ordenó q u e lo vistiesen bien y lo dejasen en completa libertad p a r a a n d a r por el palacio y sus dependencias. El niño vivía con la servidumbre, que lo adoraba. C u a n do concluía su comida, recogía todos los restos y se los llevaba a las ciegas, con las cuales conversaba u n r a t o


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cada vez que entraba a la prisión, especialmente en la noche, antes de retirarse-al cuarto que se le había d e s tinado. A medida que el niño crecía en altura, crecía t a m b i é n en inteligencia, de tal modo que su fama salió de los patios de la servidumbre y llegó a oídos de la .Reina. Ella también quiso oírlo, y al escuchar sus contestaciones t a n prontas y oportunas, se propuso perderlo. L a Reina era envidiosa y n o tenía hijos. Se fingió enferma, hizo llamar al R e y y le dijo que había soñado que no sanaría de su enfermedad sino t o m a n d o leche de leona traída por u n león en odre de león, y que había de ser el niño quien la fuese a buscar. E l Rey, que no hacía sino la voluntad de su mujer, a u n q u e a disgusto ordenó al niño q u e cumpliera los deseos de la Reina. E l niño, m u y afligido, fué a contarle a su m a d r e lo que le pasaba, y ésta le dijo: — L a Reina quiere perderte, pero nada te sucederá si sigues mis consejos. Pide al cocinero, antes de partir, u n a cacerola, pan, leche y sal suficiente para sazonarla; te vas por tal y tal camino hasta que llegues a u n a llanura en que verás u n a gran peña a orillas de un riachuelo sombreado de-árboles; haces u n a sopa de p a n con leche y dejas la cacerola entre el arroyo y la peña y t e ocult a s detrás de u n árbol. Poco después llegará un león, que después de olfatear la sopa la comerá; una vez que se la h a y a t o m a d o toda, dirá él:—¡Qué buena está est a sopa! ¿Quién la h a b r á traído?—Entonces sales de t u escondite y le contestas:— «Yo, señor», y el león, agradecido t e dará lo que le pidas. Provisto de la cacerola y de las raciones de pan, leche y sal suficientes, se dirigió afuera de la ciudad y siguió por el camino que sufmadre le había indicado, hast a llegar a la peña. Allí se detuvo, hizo la sopa de p a n con leche y depositó la cacerola entre el riachuelo y la peña y ocultándose detrás de u n corpulento árbol, esperó. Pocos momentos después llegaron a sus oídos los espan-


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tosos rugidos de u n león, y casi en seguida vio aparecer a la terrible fiera, que, rabiosa, rugía y escarbaba la tierra, y abriendo las narices aspiraba el aire en todas direcciones como si buscara con el olfato el lugar en que se encontraba u n ser extraño; pero sucedió que lo primero que llegó a sus narices fué el olor suavísimo p a r a él de la sop a de p a n con leche, y dirigiéndose al sitio en que el niño la había dejado, se la tomó poco a poco, saboreándola con delicia. U n a vez que concluyó de comérsela, se lamió los bigotes y exclamó: —¡Qué cosa más rica! ¡Quién la h a b r á dejado aquí? Y entonces el niño, saliendo de su escondite, exclamó: — Y o la traje, señor León. E l León lo miró u n poco sorprendido y después de un rato, le p r e g u n t ó : —¿Qué quieres que te dé en pago del placer que me has proporcionado? —Señor León—le contestó el niño—lo que quiero es un poco de leche de leona en odre de león, y q u e sea llevada al palacio por u n león, para que se mejore la Reina, que está enferma. — E s t á bien—le dijo el León—tendrás lo que pides; pero, en cuanto llegues al palacio, le pegarás tres veces en la cabeza con esta varillita al leoncito que conduzca el odre y le dirás «ándate para t u casa». Y mientras el León hablaba, apareció u n leoncito con un odre sobre sus espaldas. Púsose en m a r c h a el niño, yendo adelante el leoncito con su carga. C u a n d o llegaron frente al palacio, estaba la Reina en unos de los balcones, y al divisar al niño y a su compañero, casi se murió de ira. Frente a la p u e r t a del palacio echó el niño sobre sus hombros el odre y, recordando las instrucciones del León, dio al leoncito tres golpes con la varilla, diciéndole al mismo tiempo: «ándate para t u casa». El leoncito desapareció.


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E l odio de la Reina p a r a con el hijo de la ciega creció después de esta a v e n t u r a y juró que lo haría morir. Hízose enferma n u e v a m e n t e y le dijo al Rey que había soñado que no sanaría sino viendo las torres cantando y las almen a s bailando, y que debía ser el niño quien se las había de traer. E l Rey, temiendo la ira de la Reina, ordenó al niño, a pesar del cariño que le tenía, que fuese en busca de los objetos que aquélla decía necesitar. E l niño se fué llorando al calabozo y le contó a su m a d r e lo que la Reina exigía de él. — N o tengas cuidado—le dijo la ciega—la Reina quiere que m u e r a s ; pero si sigues mis instrucciones, n a d a te sucederá. Pide al hortelano que te preste u n burrito y a la mujer del jardinero su guitarra. M o n t a d o en el burro, t o m a s tal y tal camino, y después de a n d a r siete horas, llegarás a u n a ciudad encantada, en la cual no verás mas ser h u m a n o que u n a vieja bruja. Desde que divises la ciudad tocarás la guitarra sin cesar hasta que salgas, y, y a u n q u e la vieja t e la pida, ni dejarás de tocar ni se la darás. T ú tienes b a s t a n t e inteligencia para manejarte bien en lo demás que pueda sucederte. Se abrigó el niño con u n poncho, porque hacía mucho frío, y m o n t a d o sobre el b u r r o y con la guitarra colgada al cuello por medio de u n a correa, se dirigió a la ciudad. C u a n d o estuvo cerca, se puso a tocarla y le salió al encuentro u n a horrible vieja que le pidió se la vendiera; pero el niño, sin dejar de tañerla ni u n momento, le contestó que n o la vendía, pero que más allacito se la daría si le m o s t r a b a todo lo que había de interesante y curioso dentro de la ciudad. Se pusieron en marcha, el niño toca que toca y la vieja chancleteando a su lado, h a s t a que llegaron a u n chiquero m u y elegante, en que había u n chanchito m u y bien cuidado. —¿Y este chanchito, mamita? — E s t e chanchito es la vida de la actual mujer de t u p a d r e ; ¡pero d a m e t u guitarra, niño!


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— M á s adelante se la daré, m a m i t a . Continuaron por la misma calle; el niño dale que dale a las cuerdas de la guitarra y la vieja sin perderle pisada. Llegaron a u n a plaza, en medio de la cual, entre flores de colores brillantísimos que despedían u n a fragancia exquisita, se elevaba u n a delgada columna de agua dorada. —Qué es esto, mamita? preguntó el niño. — E s t a es el agua maravillosa que d a vista a los ciegos; pero d a m e t u guitarra, hijito! — M á s adelante se la daré, m a m i t a . U n poco m á s allá, siguiendo la misma calle, en medio de otra, entre jardines y sobre u n a mesa hecha de u n solo diamante, vio el niño u n castillo en miniatura, de marfil, del cual salían voces argentinas de u n a belleza inefable q u e lo dejaron extático por u n m o m e n t o ; se habría dicho que dentro había u n coro de ángeles. Al mismo tiempo, de las troneras del castilo salían como disparados unos pequeños proyectiles, que u n a vez en el aire, se movían graciosamente como si bailasen. E l niño p r e g u n t ó : —¿Y qué son estas cosas, m a m i t a ? — E s t a s son las torres que c a n t a n y las almenas que bailan; pero d a m e t u guitarra, hijito! — D e n t r o de poco se la daré, m a m i t a ; no tenga cuidado. P o r fin llegaron a u n lugar en q u e había muchas velas encendidas, u n a s largas, casi enteras, otras medianas y otras menores. — Y esto ¿qué es, m a m i t a ? E s t a s velas son la vida de los h a b i t a n t e s del país. —¿Y esta vela t a n alta y t a n gruesa, q u e está adelante de todas? ¿ T a l vez es la vida del R e y mi padre? —No, hijito; esa es mi vida, que, como ves, durará más, mucho m á s que las otras; pero d a m e t u . . . N o alcanzó a terminar la frase la bruja, porque el niño, sin dejar de tocar con la mano izquierda, con la derecha t o m ó un extremo del poncho y d a n d o con él u n fuerte


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golpe a la vela, la apagó, y la vieja cayó al mismo tiempo en el suelo m u e r t a p a r a siempre. E n seguida el niño llenó u n frasco del agua m a r a v i llosa, guardó en las petacas que llevaba el b u r r o las t o rres c a n t a n d o y las almenas bailando, y ató el chancho con u n lazo que aseguró a la enjalma, y se volvió m u y alegre a la ciudad en q u e residía el R e y su padre. C u a n d o llegó a la plaza del palacio, divisó a la Reina asomada al balcón, y cuando ésta vio al niño sano y salvo, d e la rabia se arrancaba los cabellos. El niño se desmontó de su cabalgadura y t o m a n d o ent r e sus manos al chanchito lo arrojó con fuerza al suelo m a t á n d o l o i n m e d i a t a m e n t e ; en el m o m e n t o mismo la m a l v a d a Reina lanzó el último suspiro y entregó su alma al diablo. Después de esto se fué a la prisión en que estaban las ciegas, y con el agua maravillosa volvió la vista a su m a d r e y a sus seis compañeras de infortunio. Hecho lo cual se fué a ver al R e y y le contó todo lo sucedido. E l R e y se sintió doblemente feliz y aliviado al oir la relación del niño, primeramente de verse libre de aquella mujer que le había hecho perder su personalidad; y segundo, de saber que aquel niño a quien t a n t o cariño había tomado, era su hijo. Se casó nuevamente con la m a d r e del niño y h u b o grandes fiestas en palacio. E l pueblo también se divirtió, porque el R e y quiso que todos se alegrasen. L o pasado sirvió de lección al soberano, que en adelante fué bueno con su pueblo y gobernó justicieramente. Las seis compañeras de la nueva Reina se casaron cada u n a con u n grande de la Corte y fueron m u y felices. Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento por la m a r a d e n t r o .

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11. E L

MIÑIQUE.

(Referido por el n i ñ o M a n n e l Oporto, d e 14 a ñ o s , d e T e m u c o , q u e lo o y ó c o n t a r en S a n t i a g o en 1911)

P a r a saber y contar y contar p a r a aprender. E s t o s eran dos viejecitos m u y pobres y m u y desgraciados. E l marido era aguador y la mujer lavandera; pero por m á s que trabajaban, el dinero que recibían apenas les alcanzaba p a r a n o morirse de h a m b r e . U n a noche que hablaban de su pobreza y de su soledad, dijo la viejecita: —Si siquiera hubiéramos tenido u n hijo, a u n q u e hubier a sido chiquitito, nos habría a y u d a d o a pasar sin t a n t a s escaceses y habríamos tenido con quien conversar en las noches y quien nos cuidara cuando hubiésemos caído enfermos. • —Así es, respondió el aguador; pero, ¿qué sacamos con hablar de estas cosas? — T e n d r á n el hijo que desean dijo u n a voz que venía del techo. Los dos ancianos se miraron asustados; y como era tarde, se acostaron y se quedaron profundamente dormidos. Al otro día se levantaron de madrugada, como de cost u m b r e ; el viejecito se fué a acarrear agua p a r a sus parroquianos, y su mujer se puso a lavar ropa. Apenas se había puesto la lavandera a su trabajo, sintió que por entre el brazo derecho y la m a n g a de la camisa le a n d a b a algo, y creyendo que podía ser u n a lagartija u otro bicho, se asustó y sacudió el brazo. Sintió caer algo en la artesa; pero aunque n a d a vio, oyó u n a vocesita atiplada, que decía; — M a m i t a , sáqueme luego del agua, que me ahogo. Buscó la anciana y después de fijarse mucho descu-


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brió u n a guagua t a n pequeñita que apenas se veía y que movía pies y manos en el agua jabonada, como si n a d a r a . Los viejos lo criaron con todo cariño y cuidado y como era t a n chiquitín, lo llamaron Miñique, nombre que le venía m u y bien, porque, en verdad, el niño nunca fué m á s grande que el menor de los dedos de la mano. E n lo único que creció Miñique fué en fuerzas, que llegó a tenerlas prodigiosas; y en voz, que cuando gritaba, era m á s recia que la de cualquier hombre. Los ancianos lograron ocultar la existencia del niño, que ni siquiera era sospechada de nadie. E r a t a n lindo, q u e temían se lo robaran, y el conversar y entretenerse con él era el único consuelo q u e tenían. Pasaron siete años y los viejecitos se pusieron t a n achacosos que n o podían trabajar y el dinero se les concluía. T r e i n t a centavos no m á s les quedaban, cuando la antigua lavandera le dijo a M i ñ i q u e : —Hijito, tome este diez, y v a y a a la carnicería y m e lo compra de carne. F u é el Miñique a la carnicería y golpeó en el m o s t r a dor. El carnicero miraba y como a nadie veía, dijo: —¿Quién golpea? —Yo, el Miñique—le contestó u n vozarrón que llegó a asustarlo;—véndame u n diez de carne. Se asomó el carnicero por encima del mostrador y después de algún trabajo logró ver a u n hombrecito que apenas se levantaba unos diez centímetros del suelo. — ¿ Y de dónde vas a sacar fuerzas p a r a llevarte diez centavos de carne? El trozo que te diera sería m u y pesad o p a r a ti. —Pero, señor, ¿que quiere reírse de mí? ¡Si u n buey entero me da, soy capaz de llevarme el buey! —Bueno, replicó el carnicero; d a m e el diez y t e llevas ese buey que está colgado en la puerta. E s t o que oye el Miñique, se echa el buey al h o m b r o y se lanza a correr con su carga. E l carnicero se quedó con la boca abierta, alelado, sin acertar ni a moverse; y


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toda la gente que transitaba por la calle se hacía cruces, pues no se explicaba como podía correr u n animal despostado y con las p a t a s hacia arriba; porque al Miñique, como era m u y chiquitito y estaba debajo del animal, nadie lo veía. Los viejecitos se pusieron m u y contentos con la adquisición del Miñique, y le dijeron que fuese a comprar cinco centavos de pan. Se fué el Miñique corriendo a la panadería y se puso a golpear en el mostrador. El panadero sentía los golpes, pero no veía a nadie. —¿Quién golpea?—preguntó, — Y o , el Miñique—contestó el niño, con voz formidable.—Déme u n cinco de pan. E l panadero se inclinó sobre el mostrador y, asustado de ver aquel pedacito de hombre, le dijo: —¿Y cómo podrás llevar, siendo t a n chico cinco centavos de pan? —Las cosas de U d . ; que cómo m e los llevaré? Pues, lo mismo que se lo lleva toda la gente que viene a comprarle. Si m e da lleno de p a n aquel gran canasto que está sobre el mostrador, verá Ud que me lo llevo m u y bien. — D a m e los cinco centavos y llévate el canasto. . — T o m e el cinco, y écheme el canasto al hombro. Cogió el panadero la pequeña moneda, y, temiendo aplastar al Miñique con el peso del canasto, con mucho cuidado se lo colocó encima. Apenas sintió el Miñique que tenía el canasto en sus hombros, echó a correr como si la carga que llevaba fuese u n a p l u m a ; y aquí fué la admiración del panadero, y de todos los que pasaban por la calle, que veían como u n canasto corría solo sin que nadie lo empujara o lo llevara t r a s de sí. Llenos de alegría recibieron los viejos al Miñique; y m u y pronto se sentaron a comer u n buen asado. El viejecito dijo: —Dejaremos carne para dos días, y la demás la haré-


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mos charqui m a ñ a n a y así tendremos p a r a comer m u c h o tiempo. Siguieron conversando m u y contentos. E n la noche dijo la anciana: —¡Quién pudiera t o m a r u n matecito! — M a m i t a , le dijo el niño, déme diez centavos y yo le traeré u n cinco de azúcar y otro cinco de yerba. —Aquí tiene, hijito. Salió el Miñique y se dirigió al almacén de la esquina. —¿Quién golpea?—preguntó el despachero. — E l Miñique,—contestó el niño—Déme u n cinco de azúcar y u n cinco de yerba. Se asomó el comerciante por encima del mostrador y cuando vio aquel pergenio, le dijo: —Pero, niño, ¿y cómo vas a llevar el azúcar y la yerba? E s mucho para ti. — N o tenga cuidado por eso, señor, que si por u n 5 me d a un cajón de azúcar y por otro 5 un barril de yerba, yo me los llevaré sólito, sin que nadie me ayude. —Bueno, pásame los 10 centavos y llévate aquel cajón y aquel barril. —Aquí tiene el 10; pero a m a r r e el barril encima del cajón y después me los echa a la espalda y verá bueno. N o sabe usted las fuerzas que tengo. E l despachero se reía de lo que le decía el Miñique, que creía eran puras b r o m a s ; sin embargo, hizo lo que el niño le pidió, y al cargar el enorme bulto sobre el pequeñuelo le dijo: —¡Cuidado, niño, no t e v a y a a aplastar! — N o t e m a n a d a ; échemelo no más. Al sentir el Miñique que el bulto tocaba sus espaldas, se asió de la cuerda y echó a correr, dejando asombrado al almacenero. E s de imaginarse el gusto de los padres del Miñique cuando lo vieron llegar con su preciosa carga. Y a no se morirían de h a m b r e : tenían b a s t a n t e carne, pan, azúcar y yerba. ¿Qué m á s querían? Se tomaron sus buenos m a t e s


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y se acostaron; y al otro día el viejo charquió la carne d e l buey. Cuando el charqui estuvo hecho dijo la viejecita: —¡Quién tuviera algunas cebollitas p a r a hacer u n valdiviano! — ¿ N o le queda todavía u n cinco mamita? Démelo y yo le traeré cebollas. Le entregó la anciana el cinco, y al salir el niño a la calle se encontró uno de esos cortaplumas pequeñitos que algunas personas suelen usar como dije. L o tomó, se lo guardó en la faltriquera y siguió su camino. A poco andar encontró a u n cebollero, que llevaba su mercancía en dos grandes árgenas que pendían a u n o y otro lado del caballo que m o n t a b a . —Oiga, amigo—le gritó el Miñique—véndame u n cinco de cebollas. E l cebollero miraba a todas partes, pero n o veía al comprador, a quien ocultaba la yerba que b r o t a b a a la orilla de la acera. —¡Que me venda u n cinco de cebollas, le digo!—repitió el Miñique. P e r o apenas concluyó de decir estas palabras, u n a vaca que venía por la misma calle comiendo la yerba que crecía en la orilla de la acera, j u n t o con tragarse u n puñ a d o de ella, se tragó al Miñique. E l Miñique siguió gritando desde a d e n t r o de la barriga del a n i m a l : —¡Véndame luego el cinco de cebollas! ¡Mire que m i m a m i t a m e está esperando! E l cebollero, casi se volvía loco buscando al q u e le hablaba, sin poderlo encontrar. ¿Cómo iba a figurarse que la voz salía de adentro de la vaca? Sólo al r a t o de haber sido tragado vino a darse cuenta el Miñique del lugar en que se encontraba; pero como era de ánimo esforzado, no se atemorizó, antes bien sacó su cortaplumas del bolsillo y poco a poco abrió u n b u e n tajo en la g u a t a del animal y salió por ahí, n o m u y limpio ni m u y fragante, en verdad, pero sano y salvo. E l animal


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cayó m u e r t o a los pocos instantes, y el Miñique, cogiéndolo de la cola lo arrastró h a s t a su casa, en donde fué hecho charqui también. Inmediatamente de dejar la vaca en poder de sus padres, que lo lavaron y le cambiaron ropa, volvió el Miñique t r a s el cebollero, y habiéndolo alcanzado, le gritó: —¿Qué hubo, amigo? M e vende o no el cinco de cebollas? — P e r o niño—respodió el cebollero—¿cómo podrás llevar media docena de cebollas grandes? U n a sola sería demasiado peso para ti. —¿Qué se ha imaginado usted, señor cebollero? Si me da por el cinco las dos árgenas, verá que me las llevo y o sólito, sin necesidad de pedir a y u d a a nadie. — Y a está, te doy las dos árgenas con cebollas por el cinco—le dijo el cebollero, pensando que eran simples b r a v a t a s las del chiquitín:—dame el cinco y aquí tienes las dos árgenas—agregó, bajándolas. Le entregó el Miñique la moneda y cogiendo las árgenas de la p a r t e en que estaban unidas, apretó a correr, arratrándolas tras de sí, con t a n t a ligereza, que en u n moment o se perdió de vista, dejando estupefacto al vendedor de cebollas. Con estas aventuras, la fama del Miñique se extendió por todo el país y el R e y manifestó deseos de conocerlo. Como la capital estaba lejos, el Miñique quiso ir a caballo y cogió u n a lauchita que domesticó fácilmente. D e u n a horquilla de peinado hizo frenos y estribos; de u n pedazo de cabritilla de guante viejo, la silla de mont a r ; y de u n cordón de zapatos las riendas y demás arreos; se colgó a la cintura, a m a n e r a de espada, el pequeño cortaplumas con la cuchillita abierta.y m o n t a n d o en su cabalgadura se dirigió a la capital del reino. C u a n d o llegó a palacio, fué la admiración de todos: el Rey, la Reina, los Príncipes, las Princesas, los señores y d a m a s de la Corte, lo acogieron con entusiasmo; no sab í a n q u é admirar m á s en él, si su pequeña e s t a t u r a o sus


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fuerzas prodigiosas, o si su belleza o su voz estentórea. F u é calificado como la primera maravilla del reino, y el Rey quiso mantenerlo a su lado. Pero cuando el monarca le comunicó su decisión, el Miñique observó respetuosam e n t e que n o podía abandonar a sus padres, ancianos, achacosos y miserables, cuyo único sostén era él; si él les faltaba, los pobres viejos se morirían. M u c h o le agradaron al R e y los buenos sentimientos del Miñique para con sus padres, a quienes hizo venir, les dio habitación en palacio y proveyó a todas sus necesidades. E l Miñique sirvió al R e y de modo extraordinario en u n a guerra a q u e fué provocado por sus enemigos; él solo bastó p a r a mover t o d a la artillería, en ocasión d e que los caballos se habían hecho m u y escasos; y él también, con su voz potente, transmitió las órdenes del general en jefe. P o r sus servicios fué condecorado y ascendido a capitán en el campo de b a t a l l a ; y vivió el resto de sus días querido y agasajado d e todos.

12. LOvS T R E S

CONSEJOS.

( C o n t a d o por ia S e ñ o r a Clorinda B . d e S o m e r v i l l e , e n 1915)

H a n d e saber q u e vivía en un pueblo u n matrimonio m u y bien avenido y que habría sido completamente feliz si la -fortuna le hubiese prestado alguna a y u d a ; pero parece q u e se complacía en volverle las espaldas. E r a inútil c u a n t o había hecho el marido, hombre b u e n o a carta cabal, p a r a encontrar trabajo, porque nadie se lo proporcionaba. L a mujer, que era u n a perla, cosía y bord a b a a la perfección; pero, por desgracia, tampoco nadie la a y u d a b a . T e n í a n u n hijo de unos doce años, bueno como ellos, estudioso e inteligente, q u e era su único con-


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suelo; y sin embargo, su vista hacía sufrir al padre, porque pensaba en el triste porvenir que le aguardaba. U n día, Juan—así se llamaba nuestro h o m b r e — t o m ó u n a detemñnación desesperada. —Rosa,— dijo a su mujer — esta situación no puede continuar; si aquí no encuentro en qué ganar la vida, iré a buscarla fuera del pueblo; y como necesito llevar algún dinero para mis primeros gastos, venderemos los muebles que no te sean indispensables, y del producto tomaré yo u n a p a r t e y te quedarás t ú con la otra p a r a subvenir a t u s necesidades y a la de nuestro hijo, mient r a s encuentras costuras y y o vuelvo. Dios h a de permitir que n a d a les falte en mi ausencia y que ésta sea cortaL a v e n t a de los muebles produjo mil pesos. El tomó seiscientos, y con las lágrimas en los ojos se despidió de su mujer y su hijo. Al pasar por la casa de u n compadre, excelente persona, pero u n poco alocado—se dijo: —Voy a despedirme de mi compadre y a recomendarle que cuide de su ahijado mientras yo regreso,—y entró. —A despedirme de Ud. vengo, compadrito. —¿A dónde va, compadre? — A donde Dios quiera, pues. Voi a t e n t a r suerte, a ver si encuentro trabajo en otra parte, ya que aquí no se gana ni p a r a cigarros. — Y o lo acompaño, compadre. ¿Cuánto lleva Ud. p a r a el camino? — -Trescientos pesos. —¡Lo que son las casualidades! yo también tengo aquí otros trescientos; me los echo al bolsillo y vamos andando. D e mucho consuelo sirvió a J u a n la compañía de su compadre, que era hombre alegre y decidor. Sus chistes le hacían reir y distraerse de la pena que le ocasionaba la separación de su familia, y conversando y conversando, m a r c h a b a n sin sentir el camino.


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Después de a n d a r u n a semana, llegaron a la plaza de una ciudad, y en u n a de sus esquinas vieron una muchedumbre de gente reunida. L a n a t u r a l curiosidad hizo que se acercaran y vieron en medio del grupo a u n anciano que pregonaba: —Tres consejos, señores, por sólo trescientos pesos; tres consejos que procurarán la fortuna y la felicidad a quién los conozca! Tres consejos, a cien pesos cada uno! ¿Nadie se interesa por ellos? J u a n sintió como si u n a voz interior le ordenara comprarlos, y sin poder contenerse se acercó al anciano y le dijo: — Y o los compro; aquí están los trescientos pesos. E l anciano recibió el dinero y acercando sus labios al oído de J u a n , m u r m u r ó : — E s t o s son los tres consejos, que te h a r á n feliz si los sigues en t o d o m o m e n t o : N o dejes lo viejo por lo mozo; N o preguntes lo que no te importe; y N o te dejes llevar de la primera nueva. Al apartarse J u a n del anciano, todos lo miraban lastimosamente. — E s t á loco,—decían.—¡Pobrecito! Su compadre le preguntó: —Pero, compadre, por Dios, ¿qué h a hecho? ¿Que h a perdido el juicio? ¿Que no ve q u e ese viejo es u n miserable charlatán, que lo ha robado? J u a n callaba y se decía:—Bien puede que así sea, pero también puede ser que todos se equivoquen;—y se proponía seguir los consejos que había recibido, cada vez q u e se le presentara la ocasión. Almorzaron y salieron de la ciudad, porque en ella había t a m b i é n escasez de t r a b a j o ; y poco después se encontraron con que el camino que seguían se dividía en dos, u n o antiguo y otro recién construido. P r e g u n t a ron cual de los dos era mejor y le contestaron que el viejo era m u y largo e incómodp y por eso nadie transitaba


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por él, y q u e todo el m u n d o prefería el nuevo por ser nuevo, m á s cómodo y m á s corto. J u a n , q u e se acordó del primer consejo q u e le había vendido el anciano, dijo a su compañero: —Vamonos por el camino antiguo; acuérdese, compadre, del refrán que dice: No dejes lo viejo por lo mozo ni lo

cierto por lo

dudoso.

— N o , compadre, dijo el otro, mejor es que sigamos por el nuevo p a r a llegar m á s pronto. —Yo, compadre, m e v o y por el viejo. — Y y o por el nuevo, y verá cual de los dos entra primero a la ciudad. L o esperaré en la plaza. E n verdad, el camino que t o m ó J u a n , q u e había sido completamente abandonado hacía m á s de u n año, era m u y incómodo; estaba cubierto d e m a t a s de cardo y d e toda clase de malezas, de charcos y de montones de piedras y de tierra, que dificultaban el paso; y sólo después de cuatro horas de penoso marchar logró salir de él y llegar a otra ciudad. C u a n d o J u a n entró a la plaza, se asombró grandemente de n o encontrar a su compadre, el cual, según sus cálculos, debía haber llegado m á s de u n a hora antes que él. N o sabiendo qué pensar ni q u é hacer, se sentó en u n escaño a esperar los ""acontecimientos. D e pronto, el ruido que producían varias personas q u e se acercaban lo sacó de su meditación y, poniéndose se pie se dirigió al grupo. Cuál n o sería el asombro del pobre J u a n ai ver q u e t r a í a n m u e r t o a su compadre, que había sido acribillado a puñaladas-en el camino nuevo p a r a robarle la cartera! J u a n lloró sinceramente a su amigo y n o se separó de su cadáver h a s t a dejarlo sepultado. J u a n se encontraba sin recursos, pero en fin e s t a b a vivo; y del cementerio salió pensando q u e el primer consejo bien valía los cien pesos q u e le había costado; pero esto n o lo salvaba de la triste situación en que se veía. P o r suerte, al día siguiente, encontró ocupación, y a u n q u e el trabajo era rudo y n o m u y bien remunerado, se pro-


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puso no salir de la ciudad. Como era económico y llevaba u n a vida tranquila y arreglada, logró reunir en los nueve años que vivió en ella algún dinero, y pensó entonces en volver a su pueblo a reunirse con su mujer y su hijo, de quienes en todo ese tiempo n o había tenido noticias, a fin de establecerse y trabajar por su cuenta al lado de ellos. Se despidió de su jefe y de sus conmpañeros de trabajo, que sintieron su ida m u y de veras, pues todos lo apreciaban por sus buenas prendas, y partió contento y llen o de ilusiones en el porvenir. P e r o t a l vez el ensimismamiento en que iba lo hizo equivocar el camino y t o m ó otro diferente del que pensaba seguir y de repente se encontró en medio de u n espeso bosque. E r a de noche y desesperaba y a de encontrar salida, cuando divisó u n a luz. Guiándose por ella, llegó a u n gran palacio, y dirigiéndose a u n hombre que estaba alli cerca, le preguntó quién era el dueño.—Nadie lo conoce; pero se sabe que el q u e entra a su casa nunca más sale de ella. J u a n dijo:—-Yo entraré. E n t r e morir comido de las fieras si duermo a la intemperie y correr la a v e n t u r a de salvar estando adentro, prefiero lo último—y llamó a la puerta. Salió a abrir u n criado m u y bien vestido. —¿Qué se le ofrece?—preguntó. —Deseo que se me dé alojamiento por esta noche— respondió J u a n . —Aquí n o se niega el alojamiento a nadie; pase a la sala mientras aviso al señor conde. Poco después entró u n caballero de aspecto simpáico y le dio la bienvenida. Conversaron u n r a t o y al cabo de u n m o m e n t o el dueño de casa lo invitó a cenar y pasaron al comedor, u n a hermosa sala, por cierto, regiamente amueblada, como todo el palacio. Pero, u n a cosa llamó particularmente la atención de J u a n y fué que. en u n extremo de la bien presentada mesa había


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u n a calavera colocada entre dos velas encendidas. C u a n d o tal vio, u n estremecimiento nervioso recorrió todo su cuerpo, porque se acordó de lo que le había dicho el hombre que estaba cerca del palacio:—«El que entra a esta casa nunca más sale de ella».—Pero también vino inmediatamente a su memoria el segundo consejo del anciano:—No preguntes lo que no t e importe;—y contin u ó la conversación, fingiendo toda indiferencia. Se sirvió la cena, y aunque la vista de la calavera le había quitado el apetito, no lo quiso manifestar, y comió con la mayor tranquilidad. Al fin de la comida, dos sirvientes condujeron al medio del comedor a u n a hermosa d a m a cargada de cadenas, y a u n a seña del conde comenzaron a azotarla sin piedad, h a s t a que, u n a vez que le corrió la sangre por la espalda, dejaron de martirizarla y se la llevaron. J u a n miraba hacer y callaba. E l conde estaba sorprendido de ver que su huésped n o le dirigiese ninguna pregunta sobre lo que veía, a pesar de que él se valía de todos los medios posibles p a r a que se las hiciese; pero el recuerdo del segundo consejo sellaba los labios de J u a n . Terminada la cena, el conde invitó a J u a n a visitar las demás habitaciones del palacio, y después de recorrerlas, nuestro hombre se limitó a alabar el b u e n gusto con que estaban adornadas y la riqueza de los muebles, por todo lo cual felicitó al propietario. E s t e le dijo:— N o acepto sus felicitaciones hasta que concluyamos, y a ú n nos queda por ver lo mejor:—Y abriendo u n a p u e r t a de bronce, se presentó a los ojos de J u a n el espectáculo m á s horrible. N o menos de cien esqueletos apoyados en las paredes rodeaban la enorme sala, y u n sinnúmero de calaveras y de huesos sueltos cubrían todo el piso. J u a n se extremeció por segunda vez, pero no habló ni media palabra. —¿Qué le parece esto? le preguntó el conde.


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—Que esta sala es posiblemente el cementerio de sus antepasados. — N o , señor mío. Todos los esqueletos y huesos que Ud. ve son de personas que fueron mis huéspedes, como U d . ; pero todas ellas m e preguntaron qué significaba la calavera a l u m b r a d a por dos velas que tenía en la mesa del comedor; quién era la dama que azotaban mis criados y por qué la m a l t r a t a b a n ; y yo, que había jurado m a t a r a todo el que me dirigiera estas preguntas, en vez de contestárselas los hacía estrangular. L a d a m a que mis sirvientes llevaron encadenada al comedor y azotaron t a n cruelmente, es mi mujer, y recibe ese castigo por haber faltado a la fe que me debía; y la calavera que está en la mesa, es la de su cómplice, a quien m a t é con mis propias manos. Usted es un hombre extraordinario; es Ud. el único que, en diez años que pasaron estos acontecimientos, no m e h a hecho ninguna pregunta; y como mi juramento agregaba que dejaría de heredero de todos mis bienes al primero que n o me las hiciera, m a ñ a n a entregaré a Ud. el t e s t a m e n t o en q u e lo constituyo mi heredero universal. C u a n d o J u a n despertó al siguiente día, encontró el test a m e n t o ofrecido sobre el velador. Se levantó apresurad a m e n t e p a r a agradecer al conde su generosa determinación, salió de su cuarto para preguntar si y a se había lev a n t a d o y vio todo el palacio enlutado y a los criados vestidos de negro. —¿Qué ocurre?—les preguntó. — E l señor h a amanecido muerto. — M u y afligido puso a J u a n esta noticia, y lloró de corazón la m u e r t e de su benefactor. Al otro día, después de sepultar los restos del fallecido, J u a n convocó a la servidumbre y les leyó el testamento. Todos le reconocieron inmediatamente por su patrón. J u a n dijo al mayordomo: — Y o voy a partir en busca de mi mujer y de mi hijo p a r a establecernos aquí; pero mientras t a n t o querría que


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n o se martirizara m á s a la esposa del antiguo amo de este palacio; creo que h a purgado bien su falta y que, si su m a r i d o no la perdonó, y a Dios la h a b r á perdonado. Atiéndasela en mi ausencia de modo que n a d a le falte y q u e descanse en sus últimos días. —Señor, la señora condesa amaneció m u e r t a esta m a ñana. Dispuso J u a n que se la sepultase dignamente, y mont a n d o en u n hermoso caballo y con la cartera repleta de buenos billetes partió a buscar a su esposa y a su hijo. A pesar de las tétricas aventuras que le habían pasado, iba contento por el camino, y pensaba:—¡Qué bien hice en comprarle los tres consejos al anciano! Bien vale el segundo los cien pesos que di por él! C u a n d o llegó a su pueblo no le conocieron. Preguntó por su mujer y le dijeron que se había ido con u n hijo que tenía, u n año después de haber sido abandonada por su marido., pero no sabían a dónde. Entonces picó espuelas a su caballo y después de algunos días de marcha llegó a u n a gran ciudad, en la que, a fuerza de preguntar, le dieron noticias de ella. Le dijeron donde vivía y que, a u n q u e a nadie molestaba, también nadie la visitaba, con excepción de u n clérigo que todos los días iba a verla Y esto se lo dijeron con cierto retintín n a d a tranquilizador. P e r o J u a n se acordó a tiempo del tercer consejo, y aquietado, fué a la casa y llamó. L a sirvienta le dijo que la señora n o recibía a nadie, pero él insistió en verla diciéndole que era m u y amigo de su marido y que le traía m u y buenas noticias de él. Con este recado, la señora lo recibió inmediatamente. El, sin darse a conocer, estuvo •conversando con Rosa u n buen r a t o y le inventó u n a historia cualquiera de ,su marido. Contándosela estaba, cuando entró u n joven clérigo. Rosa se lo presentó diciéndole que era su hijo, a quien había logrado educar a costa de grandes sacrificios, que por suerte estaban plenam e n t e compensados, pues el joven era m u y bueno con ella


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y era su único sostén. Y mientras decía esto lo acariciaba cariñosamente. J u a n entonces se dio a conocer y es de imaginarse cuan g ande sería la alegría de los tres. P a s a d a s las primeras espanciones, J u a n refirió su verdadera historia, y después de descansar tres días partieron los tres a intalarse en el palacio que el conde había dejado a J u a n , Nuestro héroe pensaba por el camino: —¡Qué bien hice en seguir el tercer consejo del anciano! Si n o es que lo recuerdo a tiempo, m a t o a mi mujer, y y o y mi hijo habríamos sido desgraciados p a r a siempre! ¡Feliz consejo! Qué bien dados fueron los cien pesos que pagué por ti! J u a n y Rosa y su hijo vivieron muchos años en el palacio, siendo bendecidos de todos, pues la enorme fort u n a que poseían les permitía practicar grandes obras de cardad.

13. E L L O R O

ADIVINO

( R e f e r i d o p o r J o s é L u i s P i n o , de 20 a ñ o s ,

d e R a n c a g u a , e n 1912)

P a r a saber y contar, aprender y escuchar. E s t a era u n a perrita m u e r t a que me quería morder, y yo, como estaba vivo, m e supe defender. E s t e era u n hombre que tenía dos hijos, uno era m á s grande y el otro era m á s chico, uno se llamaba Pancho y el otro Francisco, uno comía p a n y el otro ballico. Fin del principio y principio del fin. H a n de saber que en u n a ciudad, capital de u n reino, vivía u n a viuda pobre, pero hacendosa, que tenía tres hijas m u y bellas, que se llamaban Flor Rosa, Flor Hortensia y Flor M a r í a ; las había criado m u y bien, y eran


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honestas, modestas y trabajadoras. Los vecinos apreciaban mucho a esta familia y se deshacían en alabanzas cuando h a b l a b a n de ella; que es cuanto puede decirse en su favor. Sucedió que u n a noche en que las tres niñas cosían empeñosamente, porque al otro día t e m p r a n o tenían que entregar u n traje de novia, conversaban haciéndose brom a s p a r a acortar las horas. Las alegres carcajadas que provocaban sus dichos atrajeron la atención del Rey, que casualmente pasaba en ese m o m e n t o frente a la puerta de la casa de la viuda, y se d e t u v o a escuchar lo que decían. H a b l a b a n de casamiento. — A ver, Flor Rosa,—decía u n a de ellas,—si pudieras escoger ¿con quién te casarías? —¡Vaya u n a pregunta! pues con el pastelero del Rey, p a r a comer todos los días sabrosos pasteles. ¿Y tú, FlorHortensia? —¿Yo? Y o me contentaría con el cocinero del Rey, y entonces comería los mejores guisados que se hacen en el país. ¿Y tú, Flor-María? —Si en mí estuviese, y o me casaría con el R e y y le daría dos hijos y u n a hija, que serían los más bellos de l a tierra y tendrían el Sol, el Lucero y la L u n a en la frente. . E l R e y se retiró y al otro día se presentó en la casa de de la viuda acompañado de sus Ministros, de su pastelero y de su cocinero. —Vengo—dijo— a cumplir los deseos de vuestras hijas. ¿Cuál es Flor-Rosa? Flor-Rosa se adelantó. — T e casarás con mi pastelero y tendrás veinte mil pesos de dote. ¿Cuál de las dos q u e queda es Flor-Hortensia? Flor-Hortensia se presentó a n t e el Rey. — T e casarás con mi cocinero y también tendrás veint e mil pesos de dote. Y tú, Flor M a r í a , t e casarás conmi6


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go; pero tendrás que d a r m e dos hijos y u n a hija que tengan el Sol, el Lucero y la L u n a en su frente, como lo h a s prometido. Se celebraron las bodas, y todo en apariencia marchó bien d u r a n t e los primeros meses; pero la envidia se había apoderado del corazón de las dos hermanas mayores, que a t o d a costa querían la pérdida de la Reina. Poco antes de enterarse los nueve meses de matrimonio, u n R e y vecino declaró la guerra al marido de Flor-María, que t u v o que salir apresuradamente con su ejército a defenderse del enemigo; pero antes de partir recomendó a sus cuñadas que cuidaran de su mujer. Días después la Reina t u v o dos hijos y u n a hija: los tres, que eran hermosísimos lucían en su frente, u n Sol el que primero había nacido; el segundo u n Lucero, y la niña la L u n a llena. F l o r - R o s a y Flor-Hortensia, que asistían a su hermana, encontraron que n o podía ser más propicia esta ocasión p a r a saciar su envidia; y cambiaron los niños que acavaban, de nacer por tres perrillos que en la m a ñ a n a había tenido u n a perra de Flor-Rosa. C u a n d o Flor-María pidió sus hijos p a r a verlos, le pasaron los tres animalitos. Las hermanas de la Reina mandaron u n propio al camp a m e n t o a dar al R e y la triste nueva, que ambas envidiosas habían cuidado de hacer pública y que y a todos conocían en el país. E l R e y mandó decir que emparedaran a la Reina y n o dejaran sino u n pequeño ventanillo en la muralla, del t a m a ñ o indispensable para poderle pasar todos los días u n p a n y u n vaso de agua, único alimento que tendría h a s t a que Dios se sirviese llevarla. Mientras t a n t o Flor-Rosa había colocado a las tres criaturas en u n a artesa que depositó en u n arroyo que corría a los pies del palacio. Un hortelano que vivía más abajo del palacio sacaba agua del arroyo j u s t a m e n t e en el m o m e n t o que la artesa pasaba por ahí y metiéndose en el agua, la sacó.


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L a mujer del hortelano, u n a robusta campesina que también había tenido u n a guagua en la noche anterior y se le había m u e r t o recién nacida, en cuanto vio a los tres pequeñuelos que le presentaba su marido, t a n bellos t a n risueños, dijo que los criaría y cuidaría como si fuer a n sus propios hijos. Los niños recibieron los nombres de los astros que cada u n o llevaba en su frente; de modo q u e el que había nacido primero se llamó Sol; el segundo Lucero; y la niña, Luna. Los tres crecieron creyendo que eran hijos del honrad o hortelano y de su mujer y amándolos y respetándolos como si hubiesen sido sus padres verdaderos. Trascurrieron algunos años y murió la excelente mujer que los había criado. Los niños, a medida que crecían en edad, crecían en hermosura; pero desde pequeñitos los habían acostumb r a d o a llevar u n pañuelo que les cubría la frente y la cabeza, así es q u e nadie sabía que cada uno de ellos tenía u n astro en la frente. A los doce años, el hortelano se enfermó gravemente; llamó a los niños y les contó su historia. Poco después murió y los dejó de herederos. Terminado el luto que guardaron por él, dijo Sol a sus hermanos: —Voi a salir a buscar a nuestros padres; y mientras t a n t o Uds. se sostendrán con el producto de la huerta. Lucero y L u n a no querían que se fuese, pero él les dijo que era necesario, y partió apercibido de dinero y provisiones p a r a u n mes. A n d u v o Sol varios días sin tropezar con nadie, h a s t a que, por fin, al terminar la semana, se encontró con u n a viejecita m u y simpática, que le pidió u n a limosna. E l niño le dio u n pedacito de p a n y otro de queso. L a viejecita le dio las gracias y le p r e g u n t ó : —¿A dónde va, hijito?


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—A buscar a mis padres, a quienes n o conozco ni sé dónde se encuentran,—le contestó Sol—y le contó su historia. L a viejecita le dijo: — P a r a encontrarlos, necesita apoderarte del Árbol que canta, del Agua de la vida y del Loro adivino; y yo lo ayudaré a dar con ellos. Y entregándole tres gruesos ovillos de hilo, le agregó: —Ande todo el largo del hilo que contienen estos ovillos y llegará al palacio de u n R e y ciego; él le dirá lo que tiene que hacer p a r a encontrar lo que busca. A t ó el niño la p u n t a de la hebra de u n o de los ovillos al tronco de u n árbol, y despidiéndose de la viejecita se fué, desenrollando el ovillo; concluido éste, hizo lo mismo con el segundo, y después con el tercero, y por fin llegó d o n d e el R e y ciego. E l R e y le p r e g u n t ó : —¿Qué desea, joven? —Vengo de p a r t e de u n a viejecita que me entregó tres ovillos'de hilo y m e dijo que su Sacra y Real Majestad m e diría cómo debía hacer para apoderarme del Árbol que canta, del Agua de la vida y del Loro adivino, por medio de los cuales podría encontrar a mis padres. — P a r a alcanzar todas estas cosas, m o n t a en el caballo que luego v a n a t r a e r t e y lo dejas ir; él, por si solo, te llevará h a s t a el Árbol que canta, del cual t o m a r á s n a d a m á s que el cogollo, que basta, pues, plantado, en tres días será t a n corpulento como el Árbol mismo y cant a r á como él. E l Árbol t e dirá lo q u e debes hacer en seguida. Cuidado con incomodar al caballo en lo más mínimo, porque, en cuanto se sienta molestado se deshará de tí y no conseguirás nada. Si logras salir bien en t u empresa, pasas a verme a la vuelta. Sol prometió obedecer en todo, se despidió del R e y ciego y m o n t ó en el caballo que le acababan de traer,


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que, en c u a n t o sintió el peso de su jinete, partió a toda velocidad. Después de siete dias de marcha, llegaron caballo y caballero a u n a plazoleta cubierta de menudo césped y rodeada de hermosos árboles a cuya entrada había dos enormes montones de piedras. E l caballo, que hasta entonces se había limitado a correr en línea recta, se puso a hacer cabriolas alrededor de la plazoleta; y Sol, entusiasmado de los movimientos elegantes del animal, le clavó las espuelas, en u n momento en que se detuvo, p a r a que continuara; pero el b r u t o , d a n d o u n salto, lo sacó de la silla y lo disparó lejos, convirtiéndose el niño en piedra al tocar el suelo. Trascurrieron t r e i n t a dias desde la partida de Sol, y Lucero y L u n a perdieron la esperanza de que volviera. Entonces acordaron que Lucero saliese a buscarlo. T o m ó Lucero u n poco de dinero y provisiones p a r a u n mes y con u n abrazo se despidió de su hermana, prometiendo volver antes de los treinta dias. A los siete de marcha, le salió al encuentro la misma viejecita que había hablado con Sol. — U n a limosnita, mi caballerito! Lucero le dio u n p a n y u n buen pedazo de queso. — Gracias, hijito! ¿Y se puede saber a dónde va? — Cómo no! Voy en busca de mis padres, a quienes n o conozco, ni sé siquiera dónde se encuentran, y de mi herm a n o mayor, que hace m á s de u n mes salió de la casa en la misma deligencia que y o y a u n n o h a vuelto. Lucero contó su historia a la viejecita, que la escuchó a t e n t a m e n t e como si n o la conociera, y una vez que terminó, le dio las mismas instrucciones que a su h e r m a n o y le entregó los tres ovillos. Llegó Lucero al palacio del R e y ciego, quién, con las correspondientes recomendaciones, le hizo entregar el caballo. C u a n d o estuvieron en la plazoleta, el caballo se puso


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a bailar alrededor del árbol, pero Lucero permaneció t r a n quilo hasta que el b r u t o se detuvo. Se bajó entonces, y con algún trabajo pudo subir por el tronco h a s t a el cogollo, que cortó. E n cuanto Lucero estuvo en tierra, el Árbol comenzó a cantar melodiosamente, y c a n t a n d o dijo al n i ñ o : —Sigue el camino que está al frente de tí, y donde termina encontrarás u n pozo; t o m a u n a jarro que hallarás a su lado, y sentándote en el brocal, espera que las aguas suban hasta llegar al borde; entonces solamente llenarás el jarro. E n seguida viertes u n poco del agua q u e saques sobre las piedras que encuentres alrededor del pozo y a la entrada de esta plazoleta, sin temor de que el agua se acabe, porque es inagotable, y verás que las piedras se convierten inmediatamente en hombres, pues lo son, y entre ellos está t u hermano, que se h a n convertido en guijarros por n o seguir fielmente las instrucciones que recibieron del R e y ciego, ni las que yo les di. Llegó Lucero al pozo, tomó el jarro y se sentó en el brocal, esperando que las aguas, que subían con u n a lentitud desesperante, alcanzaran h a s t a arriba; pero t r a n s currían las horas, u n a t r a s otra, se acercaba la noche, y a ú n faltaba medio m e t r o para que las aguas tocaran el borde del brocal. E l niño era nervioso y n o aguantó m á s ; se inclinó hacia el interior, introdujo el jarro en el agua, pero apenas tocó el líquido, u n a fuerza violenta lo arrojó hacia atrás y al caer en el suelo quedó, como su hermano, convertido en piedra. L u n a esperó pacientemente la vuelta de Lucero; pero trascurrió el mes y n o apareció. T o m ó entonces dinero y provisiones p a r a u n largo viaje y se puso en marcha, dispuesta a n o regresar sin sus hermanos. A los siete días de camino se encontró con la viejecita. —¡Una limosnita, mi señorita, p a r a esta pobre viejaL—¡Cómo no, m a m i t a ! ¡Con m u c h o gusto! Y dígame antes ¿vive usted sola? — N o , mi hijita, me acompañan siete nietecitos, que


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no tienen padre ni m a d r e y cuyo único sostén es esta pobre vieja desvalida. La niña, que era m u y bondadosa y compasiva entregó a la anciana la mitad de las provisiones y del dinero que llevaba. L a viejecita se deshizo en agradecimientos, y le perguntó: —¿A dónde va, mi hijita? — E n busca de mis padres a quienes n o conozco ni sé dónde se encuentran, y de dos hermanos que salieron con el mismo objeto y que no h a n vuelto, a pesar de haber transcurrido de más el plazo que fijaron para su regreso. Y le contó su historia. —Yo, hijita, la ayudaré a encontrarlos, y créame que los encontrará. El bien que se hace, tiene que ser premiado. T o m e estos tres ovillos de hilo y a n d e todo el largo de ellos; al concluirlos, llegará al palacio de u n Rey ciego, quien le indicará lo que debe hacer en seguida. Anduyo la hermosa niña h a s t a concluir los tres ovillos de hilo, en lo cual demoró siete días completos. E n t r ó al palacio del R e y ciego, que la recibió afablemente y le dio las mismas instrucciones que a sus hermanos. C u a n d o le trajeron el caballo, lo acarició pasándole la m a n o por la cabeza y por el cuello, y le decía: —¡Qué pelo t a n suave! Si parece que fuera de seda. ¡Qué caballo tiene vuestra Majestad, señor Rey! Y o nunca h e visto otro de t a n b u e n porte y t a n proporcionado como éste! E l caballo, como si comprendiera las alabanzas de la niña, relinchaba alegremente. M o n t ó L u n a en él, y despidiéndose del Rey, partió a t o d a carrera. M á s o menos a medio día llegaron a u n hermoso prad o atravesado por u n arroyuelo de limpidísimas aguas. L a niña invitó al caballo a q u e se detuviera p a r a bajarse, y el animal se paró. Descendió la niña, le quitó el freno y le dijo, acariciándolo:


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-^-Come, caballito lindo, y bebe y descansa que bastant e falta t e hace, pues has corrido t a n t o y debes sentirte fatigado. Después de solazarse el caballo u n par de horas, él mism o se acercó a Luna, que volvió a m o n t a r y continuó su marcha. Todos los días, hasta completar el séptimo, que llegaron a la plazoleta, L u n a dio dos horas de descanzo a su cabalgadura, escogiendo siempre los sitios mejor empastados y con buena agua, p a r a que el noble b r u t o pudiera reponerse. E l caballo dejó su preciosa carga cerca del Árbol, el cual inmediatamente se puso a cantar las más armoniosas melodías, e inclinó su copa hacia la niña, como si la convidara a cortar el cogollo; lo cual, ejecutado por Luna, el Árbol la invitó a que fuera a traer el agua de la vida. C u a n d o la niña llegó al pozo, el agua alcanzaba al borde del brocal, así es que inmediatamente llenó el jarro sin dificultad. E n el mismo momento en que L u n a introducía el jarro en el agua, u n hermosísimo loro de brillantes y variadas plumas se posó en su hombro derecho y la saludó: —Buenos días, bella Luna. —Buenos los tengas tú, preciosa ave. ¿Eres tal vez el Loro adivino, que m e a y u d a r á a encontrar a mis padres? —Sí, y o soy. Apresúrate a verter agua de la vida sobre las piedras p a r a q u e volvamos p r o n t o al palacio del R e y ciego e irnos, en seguida, a t u casa. Comenzó la niña a echar agua sobre las • piedras que rodeaban el brocal del pozo, y al mojar la primera se lev a n t ó Lucero, que abrazó cariñosamente a su hermano. Apenas el agua tocaba una piedra, se alzaba u n h o m b r e : u n conde, u n marqués, un príncipe. Continuó con las que estaban a la e n t r a d a de la plazoleta, y al caer el agua sobre la primera de éstas, apareció Sol. Los tres hermanos se estrecharon entre sus brazos, y Sol y Lucero agob i a b a n a L u n a a preguntas, que ella contestaba risue-


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ña, sin dejar de echar agua sobre las piedras. Terminada esta tarea, m o n t ó a caballo y salió de la plazoleta seguid a de u n a m u l t i t u d de apuestos jóvenes, que lanzaban hurras y vivas a su libertadora: jamás rey ni reina llevó t a n numeroso y escogido séquito ni fueron t a n aclamados como lo fué L u n a en esta ocasión. A poca distancia de la plazoleta la avenida se dividía en tres caminos, y allí se despidieron todos de los tres hermanos, t o m a n d o cada cual el que le convenía. Sol, Lucero y L u n a seguieron por el que conducía al palacio del Rey ciego, al que llegaron en breve tiempo, porque parece que las distancias se habían acortado. Se desmontó la niña del caballo y el Loro le dijo al oído: -—Humedece con el agua de la vida los ojos del Rey y en seguida arroja u n poco de la misma agua a la cabeza del caballlo. L a niña obedeció, y el R e y recobró la vista y el caballo se convirtió i n t a n t á n e a m e n t e en el más hermoso y gallardo príncipe que halla pisado la tierra. E l R e y y el Príncipe se abrazaron tiernamente. —¡Por fin h a n terminado nuestras penas —dijo el Rey—gracias a esta heroica niña!" Y refirió a los tres hermanos que hacía veintiún años que u n a bruja, su enemiga, lo había dejado ciego a él y había encantado a su hijo, situaciones que debían d u r a r hasta que alguien se apoderara del Árbol que canta, del Agua de la vida y del Loro adivino. E l Príncipe, que se había enamorado de Luna, pidió a su padre que lo dejara casarse con ella, si ella lo acept a b a por esposo. L u n a manifestó su alegría a n t e t a l petición; pero el R e y les observó que, a u n cuando él acept a b a plenamente esta unión, era menester esperar q u e los niños encontraran a sus padres p a r a pedirla en m a t r i monio. Se convino en q u e se haría así, y al otro día partieron nuestros pequeños héroes. C u a n d o nuestros viajantes llegaron a su casa, L u n a plantó la r a m a del Árbol que c a n t a en medio del jardín,


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y en tres días había crecido t a n t o y estaba t a n corpulento como el árbol de que provenía. E l Loro adivino vivía en sus ramas y solía acompañar en sus cantos al Árbol, que era la delicia de todo el vecindario. La fama de este Árbol maravilloso se extendió por todo el país y bien pronto llegó a oídos del Rey, que quiso conocerlo; y al efecto, acompañado de la Corte, de sus cuñadas y de muchas damas, se trasladó a la casa de los niños. Lo primero que llamó la atención de todos fué la hermosura incomparable de los tres hermanos y la simpatía que despertaban. Parecía que el Árbol hubiese reservado sus mejores cantos p a r a esta visita: las melodías que entonó eran t a n dulces, t a n suaves, t a n armoniosas, que el R e y y su comitiva se quedaron extasiados escuchándolo y las horas pasaron sin sentirlas,. D e p r o n t o el Árbol calló y poco a poco el auditorio volvió en sí. E l R e y fué el primero en hablar: —¡Qué cosa t a n extraordinaria—dijo—que u n árbol cante! E l Loro habló entonces, con voz entera y clara, que todos oyeron perfectamente: — E s verdad, su Majestad, que es m u y extraordinario; pero no t a n t o como el que una mujer dé a luz tres perros, en vez de tres criaturas, cosa que t a n fácilmente hicieron creer a vuestra Majestad sus cuñadas. —¿Cómo? ¿Qué dice ese Loro? — Y o contaré a vuestra Majestad cómo pasaron las cosas. Pero a n t e todo, haga vuestra Majestad que amarren bien a sus cuñadas a u n árbol, porque al ver que se van a poner en descubierto sus picardías, t r a t a r á n de escabullirse y huir. Y ordene t a m b i é n que i n m e d i a t a m a n t e saquen a la Reina de su encierro, porque si no sale luego de ahí, morirá; y que la traigan aquí, pues su presencia es necesaria. E l Rey dispuso que, con fuertes correas, a t a r a n a u n


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árbol a las hermanas de su muj'er, y que, sin demora, lib r a r a n a la Reina del emparedamiento en que estaba y la trajeran. M o m e n t o s después llegó la Reina en silla de manos. Los doce años de encierro y la falta de alimentos la habían convertido en u n esqueleto viviente; no podía andar, ni tenía fuerzas para hablar. P e r o Luna, apenas la vio, como impulsada por u n resorte, corrió a su habitación y volviendo con el jarro del agua de la vida le dio a beber u n trago. Al p u n t o la Reina se levantó de la silla en que estaba sin ánimos y como m u e r t a , revestida de su antigua juventud, belleza y esplendor; y al verla, los personajes de la Corte, sin poder contenerse, prorrumpieron en gritos de júbilo, aclamando a su soberana. E l Loro pidió que le escucharan, y al instante se hizo el silencio m a s profundo. E n t o n c e s refirió como las herm a n a s de la Reina corroídas por la envidia, aprovecharon la ausencia del Rey para substituir por tres perrillos despreciables los hermosos hijos que Flor-María había tenido y que, como lo había prometido, nacieron el u n o con el Sol en la frente el otro con el Lucero y la niña con la L u n a llena; cómo Flor-Rosa los había echado al arroyo en u n a artesa y habían sido salvados por el hortelano; cómo se habían criado y crecido ignorando su origen; y por fin, cómo L u n a había logrado conquistar al Árbol que canta, al Agua de la vida y al Loro adivino, que era él. El Rey preguntó: —¿Y cómo podré encontrar a mis hijos? —Ahí están, al lado de la Reina; que les quiten las fajas que cubren su frente y vuestra Majetad los reconocerá. L a Reina se apresuró a descubrir la frente de sus hijos; y si bellos los había encontrado el R e y y los personajes de sus séquitos cuando entraron a la huerta, m á s hermosos aparecieron a su vista despojados del paño que les ocultaba la frente y la cabeza. L a Reina no se cansaba de acariciarlos, y ellos le pagaban su cariño cubriéndola de besos y llamándola «mamacita querida».


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E l R e y pidió perdón a su esposa por los sifrimientos que t a n injustamente le había infligido y la Reina se lo acordó cumplidamente. C u a n d o se disponía a regresar a palacio, sintieron gran ruido, como si se acercara numerosa t r o p a de caballería, y luego se oyeron sones dé trompetas y clarines. E r a n el R e y que había recuperado la vista gracias a L u na, y el Príncipe su hijo, que venían a pedir la m a n o de la princesa, y que, previo consentimiento de la interesada, que lo dio de m u y buen grado, le fué concedida. Las cuñadas del Rey, Flor-Rosa y Flor-Hortensia, fueron a t a d a s de manos y pies a cuatro caballos, los que, partiendo cada uno en opuesta dirección, las descuartizaron. E l matrimonio del Príncipe con L u n a se celebró siete días después. Las fiestas de palacio y las organizadas p a r a solaz del pueblo fueron t a n espléndidas que todavía se alude a ellas en el reino cuando se quiere ponderar la magnificencia de alguna solemnidad. Los personajes de este cuento vivieron muchos años y todos fueron m u y felices y venturosos. Y con esto se acaba el cuento del Periquito Sarmiento, q u e estaba con la guatita al aire y el potito al viento.


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14. E L M E D I O P O L L O (1). ( C o n t a d o en 1906 por P o l o n i a G o n z á l e z , d e 5 0 a ñ o s , m á s o m e n o s , n a t u r a l d e la p r o v i n c i a

de

Colchagua)

P a r a saber y contar y contar p a r a saber. E s t ' e r a y esterita p a r a secar peritas; est'era y esterones p a r a secar orejones. E s t ' e r a u n a Gallinita m u y buena ponedora y m u y buen a sacadora; y u n a vez que puso veinte huevos, se echó y sacó diez y nueve pollitos no m á s y se levantó m u y atingida porque había perdido u n huevito. Bueno, pues. Principió la Gallinita a darle vueltas al huevito y conoció que estaba medio huero, y entonces pensó: —Si m e echo otra vez, saldrá cuando menos u n medio pollito.—Y así fué que salió u n medio pollito del cascaroncito. Bueno, pues. L a Gallinita era m u y querendonaza con sus hijitos; pero quería m á s que a ninguno al M e d i o - p o llito, porque le tenía u n cariño con lástima, porque cada vez que lo veía le daba pena del verlo que no podía volar, porque no tenía mas que u n a alita pues, y andaba a saltitos porque no tenía m a s que u n a patita. Entonces el Medio-pollo fué creciendo y la Gallinita poniéndose viejancona, y no podía trabajar. Entonces el Medio-pollito le dijo a s u ' m a m i t a : —Viejecita, écheme la bendición porque me voy a rodar tierras y no volveré hasta que tenga qué darle p a r a que descanse. r

( l ) E n e s t e c u e n t o se

han transcrito l a s

m i s m a s palabras e m p l e a -

d a s por la G o n z á l e z al narrarlo, p e r o n o c o m o l a s quiera i m p o n e r s e d e la pronunciación

d e Abril d e 1 9 0 9 , T . X X X I I , F . 5 2 6 a 5 3 8 , Historia

y Letras,

de

tica, y

comentarios.

pronunciaba. Quien

de la narradora, v e a el d e la Revisto

de

número Derecho.

B u e n o s Aires, en q u e se publicó c o n grafía

foné-


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Bueno, pues. Entonces la Gallinita le echó la bendición al Medio-pollo y se quedó llorando y el Medio-pollo salió a rodar tierras y se fué a saltitos, porque n o tenía m á s que u n a p a t i t a sola no m á s . Entonces el Medio-pollo a n d u v o muchos días sin encontrar trabajo; y u n día que estaba escarbando con el pico en u n montón de hojas, se encontró u n a naranjita de oro y casi se cagó del gusto y la escondió debajo de la alita y pensó:—Si se la llevo al R e y m e dará gransitas p a r a llevarle a mi mamita. Bueno pues. Se fué donde el R e y y en el camino se encontró con u n Arriero que traía u n a recua m u y grande de muías y que venía de vuelta. Entonces el Medio-pollo le preguntó al Arriero: —¿De dónde viene, mi A m e r i t o ? — M e he vuelto—es que le dijo el Arriero—porque el río t r a e m u c h a agua y no me animo a pasarlo porque se pueden ahogar las mulitas. — D o n d e usted m e v e — es que le dijo el Medio-pollo— yo lo voy a pasar n o más, porque tengo que ir donde el Rey. Entonces le dijo el Arriero: —¿Por qué no m e lleváis con mis mulitas, Mediopollo? Bueno—es que le dijo el Medio-pollo— M é t e t e en mi potito y tráncate con u n palito. Y entonces se metieron en el buche del Medio-pollo el Arriero y todas sus mulitas. Bueno. Entonces el Medio-pollo llegó al río, que venía m u y anchazo de t a n t a agua que traía y se paró a la orilla y se puso a pensar:—Yo no puedo volar porque n o tengo mas que u n a alita. ¿Qué hago yo? me voy a t o m a r toda la agüita p a r a dejarlo seco y poder pasar. Y entonces el Medio-pollo se t o m ó t o d a el agua del río y pasó para el otro lado, y siguió m a r c h a n d o u n día entero hasta que topó con un Tigre que estaba descansando en u n a piedra. Entonces el Medio-pollo es que le dijo:


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—¿Qué hace ahí, compadrito Tigre? —Tengo q u e ir donde el Rey—es que le dijo el Tigre— y estoy m u y cansado. ¿Por que n o me lleváis vos, Mediopollito? —Bueno—es que le dijo el Medio-pollo— M é t e t e en mi potito y tráncate con u n palito. Y entonces es que el Tigre se metió en el buche del Medio-pollo. Bueno, pues. Entonces el Medio-pollo la endilgó por el camino otro día más, hasta que se encontró con u n León que estaba echado en u n ladito. Entonces el Medio-pollo es que le dijo: —¿Qué hace ahí, compadrito León? —¡Qué he de hacer Medio-pollito!—es que le dijo el León.—Estoy medio despiado de t a n t o andar y tengo que ir a la casa del Rey y n o puedo más. ¿Por qué no me lleváis vos, Medio-pollito? —Bueno—es que le dijo el Medio-pollo— M é t e t e en mi potito y t r á n c a t e con u n palito. Y al tirito se metió el León en el buche del Medio-pollo. Todavía t u v o que andar u n día más el Medio-pollo, hasta que tropezó con u n a Zorra que se estaba haciendo la . dormida debajo de unos árboles. Entonces el Medio-pollo es que le dijo: —¿Qué está haciendo ahí, mi comadrita Zorra? Y es que la Zorra le dijo: —Aquí estoy, compadrito, medio m u e r t a de hambre. , Hace u n a pila de días que no como ni u n racimito de u v a s siquiera. Entonces es que le dijo el Medio-pollo: — Y o la llevaré, comadrita, donde el R e y ; pueda ser que le tenga lástima y le dé alguna cosita que comer. M é t a s e en mi potito y tranqúese con u n palito.


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Bueno, pues. Se metió la Zorra erfel buche del Mediopollo y siguió andando hasta que topó con el palacio del Rey. Y entonces el Medio-pollo, cuando lo llevaron donde el Rey, es que le dijo: — M i Rey, mi soberano, aquí he venido desde m u y lejazo p a r a traerle a su Sacarrial Majestad esta naranjita de oro, que es regalo que yo le traigo. Bueno. Entonces el R e y agarró la naranjita y les dijo a sus pajes que llevaran al Medio-pollo al gallinero p a r a q u e estuviera con todos sus compañeros, y les dijo que le echaran h a r t a gransita, y h a r t o triguito y maicito bastantazo, para que se llenara. Y entonces cuando dejaron al Medio-pollo en el gallinero, todos los gallos, las gallinas y los pavos se le fueron encima a picotearlo y casi se lo comieron vivo. Y entonces el Medio-pollo, cuando se vio acorralado y que m e lo querían avasallar, se fué a u n rinconcito, pujó u n poquichicho y entonces salió la Zorra y se comió todos los gallos y toditas las gallinas y toditos los pavos, y no dejó ni unito, y se arrancg p a r a la Cordillera; y entonces es que el Medio-pollo se comió todas las gransitas. Bueno, pues. Entonces al otro día fueron los pajes, con las claras, al gallinero para ver como había amanecido el Medio-pollo, y se quedaron todos patifríos cuando vieron que el Medio-pollo se había comido t o d a s las aves, porque no sabían que se las había comido la Zorra; y entonces se fueron todos apurados donde el R e y y es que le dijeron: —Señor, el Medio pollo se h a comido todas las aves y no h a dejado' u n a ni para u n remedio. Entonces es que dijo el R e y : —Bueno. ¿Qué hacemos entonces con el Medio-pollo? Yo no lo puedo m a t a r porque m e h a traído este regalo. Y es que u n paje le dijo: —Si a su Sacarrial Majestad le parece, lo echaremos al potrero donde están los caballos y los coches de su M a jestad y pueda ser que los caballos lo m a t e n a p a t a d a s .


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—Bueno, es que les dijo el R e y ; pero yo les prohibo que ustedes lo m a t e n . Y lo echaron al potrero. Y entonces, cuando el pobrecito Medio-pollo se vio entre las p a t a s de tantísima bestia, le dio miedo como u n diablo, y arrimándose a u n rinconcito, pujó u n poquichicho y echó al León para afuera; y entonces el León se comió a todititos los caballos y no dejó ni unito ni para u n remedio; y se arrancó p a r a la Cordillera. Bueno, pues. Al otro día bien de albita, fueron los pajes a ver si los caballos habían m a t a d o al Medio-pollo, y casi se fueron de espaldas cuando vieron al Medio-pollo arrib a de u n árbol cantando a todo lo que le daba el pico, como haciéndoles burla porque se había comido todos los caballos. Así lo creían ellos, porque ellos no sabían que se los había comido el León. Y entonces se fueron corriendo donde el R e y y se lo contaron todo. Bueno. El Rey se quedó todo admirado y es que les dijo: — Y o n o puedo m a t a r a ese Medio-pollo que m e h a traído esta naranja de oro de regalo. Ustedes sabrán lo que con él hacen, pero les prohibo que lo m a t e n . Bueno. Entonces el paje principal es que le dijo: —Si su Sacarrial Majestad quiere, lo echamos a este Medio-pollo al potrero donde están las vacas y ahí lo m a t a n con seguridad. El R e y no dijo n a d a ; y entonces lo echaron al potrero de las vacas Bueno, pues. El pobre Medio-pollito se vio todo afligido entremedio de las p a t a s de tantísima vaca, y n o hallaba qué hacerse, porque con el susto se le había olvidado que todavía tenía adentro del buche al Tigre; y entonces de p u r o miedo se le escapó un. pedito, y donde se le abrió el potito salió el Tigre hecho una fiera y se comió todititas las vacas; y arrancó después p a r a la Cordillera. A3 otro día bien tempranito, con las diucas, se fueron 7


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los pajes para el potrero de las vacas, y cuando vieron que no quedaba ni uría ni p a r a u n remedio, casi se cayeron muertos, y en n a d a estuvo que n o se quedaron muertos de la rabia cuando vieron al Medio-pollo encaramado en una r a m a y que se reía de ellos y c a n t a b a ¡cucurucú! ¡cucurucú! Bueno, pues. Se fueron entonces todos furiosos donde el Rey, y es que le dijeron: —Señor, hay que m a t a r a este Medio-pollo, porque tiene al diablo metido adentro del cuerpo; se ha comido en la noche todas las vacas, y si lo dejamos con vida nos va a comer a todos nosotros. Entonces el Rey es que les dijo: —¿Cómo voy a m a t a r a este Medio-pollo que me h a traíd o u n regalo t a n bueno? Y a he prohibido que lo maten. —Bueno, pues, señor.—dijo el paje principal—no lo m a t a r e m o s ; pero si su Sacarrial Majestad no se enoja, lo echaremos al horno del p a n p a r a que se ase al rescoldo, porque, en la de no, nos va a comer a todos. Entonces esos brutos echaron al Medio-pollito al h o m o , cuando estaba bien caldeado, y el pobrecito casi se cagó del susto. Se arrimó como p u d o a la boca del horno y se puso a pensar:—¿Qué hago yo? Si m e largo u n pedito, con el vientecito q u e eche v a n a crecer las llamitas y m e q u e m o más lueguito. Y a se le estaban chamuscando las plumitas al pobrecito. Bueno, pues. El Medio-pollito n o se acordaba que tenía metido el Río en el buche; pero con el calor de las llamitas principiaron a alborotarse las aguas y a sonarle las tripitas, y entonces, medio m u e r t o de gusto, se acordó del Río y pujó con todas sus fuerzas, y entonces es que salió toda el agua de u n de repente y apagó el fuego. Y como era la hora en que venían los pajes, se ahogaron toditos y n o quedó ni unito. Entonces fué el Medio-pollo donde el Rey y es que le dijo: >


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— Y a están muertos todos esos condenados que m e querían m a t a r . Entonces el Rey, m u y contento de ver vivo al Mediopollito, es que le dijo: — Y o les había prohibido a mis pajes que te m a t a r a n . Y ¿qué vais a hacer ahora Medio-pollito? —Si su Sacarrial Majestad m e d a permiso, yo me voy para mi tierra—es que le dijo el Medio-pollo—porque quiero ver a mi m a m i t a , que estará con cuidado. El Rey m a n d ó entonces al m a y o r d o m o que le diera al Medio-pollo todo el trigo que había en la troje, que era u n a berbaridad; y entonces el Medio-pollo volvió a pujar y salió el Arriero con todas sus mulitas y cargaron todo el triguito. Bueno. Entonces cuando llegaron a su tierra, el Arriero y el Medio-pollito se repartieron el trigo como hermanos, hicieron dos pilas igualitas y cada u n a agarró la suya. Entonces la Gallinita se puso m u y contenta de volver a ver a su Medio-pollito, y y a n u n q u i t a más t u v o que t r a bajar. Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento.

15. E L B A R C O D E L O S T R E S H A C H A Z O S . (Mé

lo refirió

el C a p i t á n

D.

Alberto M u ñ o z Figueroa, de Santiago,

en 1922).

P a r a saber y contar etc. H a n de saber que u n R e y tenía en medio del huerto de su palacio u n árbol m u y corpulento que nunca fué regado sino con aguas de su hija, y esta circunstancia, por disposición de u n a bruja que había criado a la Princesa, había comunicado al árbol la virtud de que no pudiera ser tocado por ninguna herramienta, so pena de morir el que la manejara, salvo q u e la operación se hiciera en


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día que n o hubiera sido regado directamente por quien tenía la obligación de hacerlo. Pues bien, el Rey, q u e conocía ésta virtud, hizo publicar por todas partes que n o daría la m a n o de su hija sino a quien fuese capaz de hacer u n barco con solos tres hachazos que diera al tronco de aquel árbol. Muchos pretendientes se presentaron a t e n t a r la prueba, pero todos, al descargar el primer golpe, caían muertos como si hubieran sido heridos por u n rayo. E n t r e los subditos del R e y había u n joven pobre, excelente hijo, que un día amaneció con la idea de ir a conquist a r la m a n o de la Princesa, y provisto de la bendición de su madre, de u n a hacha, de u n hierro p a r a marcar y de u n a tortilla que su madre le dio, emprendió el camino, sin darse cuenta de la dificultad de la empresa que iba a acometer. A poco andar, le salió al paso u n viejecito que con voz compungida le pidió una limosna. E l joven, compadecido, le entregó la tortilla que llevaba, y el viejecito, en p a go de su buena obra, le dio u n pito diciéndole que podría servirle cada vez que se encontrara en apuros. Antes de retirarse, le aconsejó que t o m a r a a su servicio a las cuatro primeras personas que encontrara en su camino; y despidiéndose d e él, le indicó por donde debía seguir. N u e v a m e n t e púsose en m a r c h a el joven y después de tres días de camino se encontró con u n hombre que estaba tendido de bruces en el suelo, bebiéndose el agua de u n río. —¿Qué estás haciendo?—preguntó Antonio, que así se llamaba el joven. —¿Qué quiere que haga?—contestó el interpelado— tomándome el agua de este río, h a s t a dejarlo seco, porque hoy he amanecido con u n a sed m u y grande. —¿Y serás capaz de bebértela toda? — Y a lo creo, pues; si p a r a mí el agua que arrastra u n río es como u n vaso de agua p a r a otros! Y si en vez


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de agua arrastrara vino, mejor que mejor; m á s luego lo secaría! —¿Por qué no t e vienes conmigo? T ú puedes servirme y cuando termine la empresa en que me h e metido, t e pagaré bien. —Perfectamente, me voy con Ud., señor. Y siguieron m u y tranquilamente por el mismo camino. N o habían andado todavía media hora, cuando tropezaron con u n cazador, que con u n fusil de caza hacía la puntería a u n objeto que ninguno de los dos alcanzab a a divisar. —¿A quién le apuntas?—preguntó Antonio. —A u n mosco que veo volando como a u n a legua de altura—respondió el cazador. — ¿ Y crees que podrás matarlo? —Que si lo creo! estoy seguro de que lo mataré! y si no, esperen un momento. Y dicho esto, disparó. U n b u e n r a t o después cayó a los pies de ellos el mosco con el cuerpo atravesado de u n balín. Antonio y su compañero quedaron admirados, t a n t o de la buena vista del Cazador como de su admirable puntería. —¿Quieres venirte conmigo?—le dijo Antonio.—Posiblemente tenga que servirme de ti en una empresa en que me he metido, y u n a vez que le dé buen fin, me encontraré en situación de pagarte como sea debido. —Pues, señor, me voy con usted. Y los tres continuaron la interrumpida marcha; y después de haber a n d a d o u n a media hora, toparon con u n hombre m u y alto y m u y flaco que estaba fuertemente abrazado al tronco de u n grueso árbol. —¡Qué hombre m á s raro!—dijo Antonio—¿por qué estará abrazado al árbol? —Señor,—le contestó el hombre—mi oficio es correr y más correr, y si no me a t a r a n o m e sujetara como ahora lo estoy, tendría que seguir corriendo. — ¿ N o sería bueno—dijo Antonio a sus compañeros—


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que llevásemos a este hombre con nosotros? quién sabe si necesitemos de la virtud que tiene! —Bueno sería que viniese con nosotros—contestaron los interpelados. — M e gustaría irme con ustedes—dijo el h o m b r e corredor—pero sería necesario, p a r a no seguir corriendo, que me llevasen amarrado. Entonces uno de los acompañantes de Antonio se sacó de la cintura una fuerte correa y con ella a t ó las piernas del Corredor, que fué llevado en hombros de uno y otro alternativamente; así continuaron su camino h a s t a que encontraron a otro hombre que estaba tendido en tierra con u n a oreja pegada al suelo. —¡Qué curioso lo que oigo, decía el hombre, qué curioso! — ¿ Y qué es lo que oyes?—interrogó Antonio. —Oigo que u n a señora aconseja a su hija que n o deje de regar t e m p r a n o con sus aguas cierto árbol, cada vez que se presente algún pretendiente de su m a n o para hacer u n barco de tres hachazos, porque regado el árbol, nadie podrá hacer el barco en el mismo día. —Pues es preciso q u e t ú nos acompañes—dijo A n t o nio—y n o tengas cuidado, que se te pagará bien. —Bueno, pues, señor, me iré con usted. Y los cinco siguieron camino hasta llegar al palacio del Rey, en el cual se les dio alojamiento, como se acost u m b r a b a con todos los que pretendían hacer el barco. Fijado el día de la prueba, Antonio se puso en acecho desde antes que amaneciera, y cuando el sol despuntaba sus rayos, como viera que la Princesa llegaba al pie del árbol y, encuclillándose, se preparaba para regarlo, sacó el pito que le había obsequiado el anciano y llevándoselo a los labios sopló, y se produjo ¡Dios mío! u n sonido t a n espantoso que la Princesa, toda asustada, h u y ó a refugiarse en su aposento, sin conseguir regar el árbol. La prueba debía tener lugar a las 12, y desde mucho antes los corredores del patio en que estaba el árbol se hallaban repletos de nobles y grandes de la Corte que, pre-


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sididos por los Reyes y la Princesa, querían presenciarla. Al dar el reloj el primer campanazo, salió Antonio con su hacha al hombro, y sonando el duodécimo, pegó, u n o en pos de otro, ni u n o más, ni uno menos, los tres golpes que tenía derecho a dar, y lo que hasta entonces ninguno de los numerorsos candidatos que habían t e n t a d o la empresa había podido hacer, resultó ahora de la manera más sorprendente: como por encanto surgió del lugar que hasta u n momento antes ocupaba el árbol, u n b u q u e maravilloso, con toda la armazón de oro y las velas de plata, que se movía majestuosamente en un hermoso estanque, entre cisnes y pececitos dorados. U n h u r r a estruendoso salió de la boca de todos y los mismos Reyes y la Princesa, m u y a su pesar, no pudieron contener sus aplausos. Los Reyes, no obstante el b u e n éxito de la prueba, no quisieron conceder a Antonio la m a n o de su hija, aunque ella, en vista del espléndido resultado obtenido por el joven y su gallarda figura, se inclinaba a aceptarlo por marido, y le impusieron, para conseguirla, la ejecución de nuevos trabajos, que Antonio aceptó de lleno, decidido como estaba a casarse con la Princesa, de quién se había enamorado profundamente, desde que la vio. Aceptadas las nuevas exigencias de los padres de la Princesa, el Rey condujo a Antonio a u n a inmensa bodega toda llena de enormes toneles de vino y le dijo: —Tienes que beberte todo este vino antes que den las 12 del día de m a ñ a n a , so pena de la vida,—y le entregó las llaves y se fué. Esperó Antonio que el R e y se alejase, y cuando calculó que y a estaría en palacio, fué en busca del Bebedor e introduciéndole en la bodega, le preguntó si se encontraba capaz de ingerir antes del mediodía todo el vino y licor que allí se guardaba. E l Bebedor le contestó que t a n capaz se sentía de bebérselo q u e n o le pedía sino dos horas p a r a dejar completamente secos los toneles. Y así fué, en efecto, porque dos horas m á s tarde volvió Antonio


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a la bodega y n o halló ni rastros de líquido; sólo vio al Bebedor, que, sentado en u n poyo, fumaba tranquilamente un cigarro.-—«Aquí estamos, señor»,—le dijo—«descansando u n poco, porque después de beber, mejor que andar, es sentarse u n r a t i t o y pitar u n cigarro». Al o t r o día el R e y pidió a Antonio las llaves de la bodega, y se quedó m u d o de espanto al ver que aquella grandísima cantidad de toneles poco antes repletos de vino y licores, estaba completamente vacía. A t o n t a d o se fué a sus habitaciones, pero antes dijo a Antonio: —En u n momento más t e llamaré. El R e y tenía u n hechicero a su servicio y a él le pidió consejo acerca de qué trabajo debería proponerle a Antonio que éste n o fuera capaz de ejecutarlo. E l hechicero le dijo: —Escriba V. M . dos cartas p a r a el R e y su vecino, una me entrega a mí, que me transformaré en jote y la llevaré en u n santiamén; la otra se la entrega al pretendiente de la Princesa p a r a que él le dé curso, y veremos cuál de los dos t r a e primero la contestación. — M e parece bien—murmuró el Rey, y ordenó a su secretario que inmediatamente escribiese las dos c a r t a s y que estuvieran listas en u n momento. Con esto, m a n d ó el monarca que llamasen a Antonio, quién, de pie a n t e el trono, oyó respetuosamente la orden que se le d a b a , y que, como la anterior, se sancionaba con pena de la vida. Antonio prometió entregar al R e y la contestación antes que el jote, y salió. I n m e d i a t a m e n t e reunió a sus compañeros y les contó el apuro en que se encontraba. — N o tenga cuidado, señor,—dijo el H o m b r e Largo— yo me encargaré de llevar la c a r t a y traer la contestación, y por m u y ligero que vuele el jote yo correré más rápidamente q u e lo que él vuela. — Y nosotros velaremos por lo que pueda suceder—agregó el Cazador. Y al p u n t o el H o m b r e Largo t o m ó la carta y zanca-


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jeando con velocidad pasmosa, se perdió de vista en u n momento. Y t a n lijero anduvo que cuando el jote iba a ú n con la carta, el H o m b r e Largo volvía y a con la respuesta. Se cruzaron en lo alto de u n cerro, el corredor corriendo y el J o t e volando, y cuando éste, que como se ha dicho, era el Hechicero, lo divisó, dejó caer desde lo alto u n anillo. E l H o m b r e Largo, a pesar de la rapidez de su carrera, vio brillar el anillo en el suelo y se detuvo a recogerlo; encontrólo hermoso y pareciéndole que no le quedaría mal, se lo puso; pero apenas introdujo el dedo en el anillo, cayó en tierra dominado de u n violento sueño. Con su vista perspicaz el Cazador vio todo lo ocurrido desde el lugar en que se hallaba, y comprendiendo que era el anillo el que había dejado como m u e r t o a su compañero, le hizo los puntos con su fusil y disparó con t a n t o acierto que la bala rompió el anillo y cayó destrozado al suelo. R o t o el encanto, el H o m b r e Largo continuó su carrera y en u n m o m e n t o llegó donde Antonio y le entregó la respuesta, que Antonio llevó inmediatamente al Rey. El J o t e se demoró más de u n día a ú n en llegar con la contestación, y el Rey, despechado, lo hizo m a t a r . Al otro día, bien temprano, el Rey, aconsejado por la Reina, hizo entregar a Antonio veinte conejos que debía soltar en la m o n t a ñ a p a r a que anduviesen libremente y traerlos todos en la t a r d e ; si no los traía su cuello recibiría las caricias de la cuchilla del verdugo. Antonio ofreció volver con los veinte conejos; y preguntó si esa sería la última prueba a que se le sometía. El R e y le prometió que si salía bien en ésta, n o le impondría sino otra más. P a r t i ó Antonio llevando los conejos y acompañado del m a y o r d o m o de palacio, que iba p a r a comprobar si A n t o nio soltaba los animalitos; y como viera que en c u a n t o llegaron a la m o n t a ñ a les d a b a completa libertad y que desaparecieron en u n abrir y cerrar de ojos, se volvió y contó a los Reyes cómo los conejos habían huido m á s q u e ligero y que sería m u y difícil que Antonio pudie-


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ra cogerlos. El Rey, que recordaba cómo Antonio, había salido t a n bien de las empresas anteriores, pidió a la Reina que se disfrazase y fuese a comprarle un p a r de conejos y le diese por ellos el dinero que le pidiese. Hízolo así la Reina; se vistió con los vestidos de su doncella, se peinó de distinta manera que como Antonio la había visto y, arreglada, en fin, de modo q u e n o la conociese, partió para la montaña. Antonio la divisó desde lejos y la conoció perfectamente, y sacando el pito, lo hizo sonar. Como por encanto los conejos, saliendo de todas partes, se reunieron en un momento frente a Antonio, retozando graciosamente. Poco después llegó la Reina, se sentó al lado de Antonio y entabló conversación con él. Primero le habló de otras cosas y después de los conejos.— Qué hermosos los conejitos—le dijo—¿por qué no me vende u n par para hacer cría?—Antonio le contestó que no podía, que tenía que entregar los veinte, completos, en la tarde, so pena de vida. Ella le ofrecía lo que quisiera, este m u n d o y el otro; pero inútilmente, porque Antonio no cedía ni aflojaba u n pelo. Sin embargo, como la Reina continuara con sus exigencias, Antonio le dijo q u e sólo de u n a manera le entregaría el par de conejos, y h a s t a media docena si le parecía y era dejándose aplicar u n a marca en las posaderas. L a Reina, que no quería que Antonio se casara con su hija, viendo que no había otro medio de concluir con él, aceptó la proposición, y Antonio, para no hacerla sufrir, ya que con su sufrimiento n a d a ganaba, en vez de calentar el hierro, lo impregnó de t i n t a indeleble y lo est a m p ó en las partes convenidas; después de lo cual la falsa doncella recibió los dos conejos y envolviéndolos en el delantal, se fué contentísima a paso ligero. ¿Qué le importaba a ella la marca? Antonio, que no podía entregar sino 18 conejos, moriría a manos del verdugo y nadie sabría lo que a ella le había pasado. Pero la Reina no contaba con el.pito de Antonio, quién u n a vez que calculó que la Reina estaba próxima a llegar a palacio, sa-


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có el silbato y lo hizo sonar: u n minuto después el par de conejos estaba con sus compañeros frente a Antonio. La Reina no se dio cuenta de la huida de los animalitos, así fué que casi se cayó m u e r t a de rabia cuando al querer mostrarlos al R e y se encontró con que no traía ninguno. Contó al Rey lo que le había sucedido y sólo p u d o consolarse con la esperanza de que los conejos no se hubier a n ido a reunir con los otros que tenía Antonio, esperanza que le salió fallida, y a que poco después entró el joven y entregó al Rey los veinte conejos. —Señor,—le dijo—me parece que he cumplido. Ojalá, para salir luego de cuidados, m e diga cuál es el trabajo que me falta ejecutar. —Es éste—le contestó el R e y : — t o m a ese saco; a las 12, me lo traes lleno de nada, nonada, tres ayes y una verd a d ; y y a sabes, si falta alguna de estas tres cosas ¡fuera cabeza! — N o tenga cuidado S. M., que será complacido. Al día siguiente salió Antonio provisto de su saco, y después de echar en él, alternativamente, el hierro para marcar, u n gran manojo de hortiga caballuna, u n a piedra y u n trozo de madera, a t ó la boca del saco, se fué al palacio y colocándose al lado del estanque en que estaba el b u q u e de los tres hachazos, esperó que bajaran el Rey, la Reina, la Princesa y los nobles, como en todas las pruebas anteriores. Poco antes de las 12 y a estaba reunida t o da la concurrencia, y sonando la duodécima campanad a del reloj, dijo el R e y : —Supongo que habrás traído nada en el saco. •—Si, Majestad, y aquí está—contestó Antonio—sacando el pedazo de madera, q u e arrojó al estanque;—ya ve V. M . que nada. — E s verdad—dijo el R e y — ¿y la nonada? —Aquí la tiene V. M.—respondió el joven, m o s t r a n d o la piedra que extrajo del saco,—pues si la arrojo al agua,

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El Rey no t u v o mas remedio que asentir, y con voz alterada por la cólera al verse vencido, preguntó: —¿Y los tres ayes? — P a r a eso será preciso que V. M . comisione a alguno de los suyos, para que no se crea que los falsifico. Ordenó el Rey a la doncella de la Princesa que fuese a sacar los ayes, y al acercarse al joven para cumplir el m a n d a t o , éste le dijo: — E s preciso meter al saco las dos manos y buscar con cuidado entre unas yerbas que h a y en el fondo, p a r a que no se escapen. L a niña creyó que si buscaba rápidamente los ayes podrían escaparse y el joven perder la partida, y para conseguirlo, metió las manos precipitadamente entre las ortigas, que j u n t a b a y a p a r t a b a p a r a facilitar la salida de los ayes, pero n o duró sino u n instante, porque las manos se le irritaron de tal manera y era t a n grande el dolor que sentía que t u v o que sacarlas casi al momento, gritand o «¡ay, ay, ay!» Antonio dijo entonces al R e y : —Ahí tiene V. M . los tres ayes que m e había exigido. —Ahora veamos esa verdad, dijo el R e y con voz alterada. Y sacando Antonio del saco el hierro de marcar, dijo: — H a de saber V. M . que ayer, mientras cuidaba los conejos en la montaña, vino la Reina, a quién conocí perfectamente, a pesar del disfraz, y me pidió que le vendiera dos de esos animalitos, y yo, después de discutir un poco, consentí en dárselos con la c o n d i c i ó n . . . — D e que se le diera la m a n o de nuestra hija—exclamó la Reina, dirigiéndose al Rey, pero de modo que t o dos oyeron lo que decía. —Eso es,—confirmó Antonio—y espero que después de lo sucedido, V. M . no se negará a permitir mi matrimonio con su hija. —Lo permito gustoso—contestó el m o n a r c a — t a n t o m á s cuanto veo que eres u n a persona de tal mérito que


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n o h a y empresa que se t e encomiende, por difícil que sea, que n o la ejecutes de la m a n e r a más cumplida. Y así fué como Antonio, mozo pobre, pero bueno, se casó con la hija del R e y y llegó m á s tarde a sentarse en el trono, siendo feliz hasta donde se puede serlo en esta tierra de desgracias, con su mujer y los numerosos hijos que tuvo.

16. H E R M O S U R A D E L M U N D O , O E L C A S T I L L O D E L O S T R E S AZUELAZOS. ( C o n t a d o por T r á n s i t o G o n z á l e z , m a e s t r o carpintero, d e Choapa y 57 a ñ o s d e e d a d . M e l o refirió e n Peñaflor, en 1922.)

Vivían en un pueblo dos viejitos casados desde hacía muchos años; pero Dios no los había favorecido dándoles u n hijo siquiera. T e n í a n numeroso ganado y algún dinero, y temiendo morirse pronto y no sabiendo a quien dejarle sus bienes, adoptaron a un huerfanito que recién nacido había perdido a sus padres, y lo criaron con grande esmero y cariño. El chiquitín se llamaba Nicomedes, pero el nombre no le venía, porque era u n comedor terrible: cuando era guagua, n o le aguantó ninguna ama, porque, a las que le llevaban, les secaba los pechos de dos o tres chupetadas y tuvieron que criarlo con leche de vaca, y apenas le b a s t a b a la de dos. Cuando le salieron dientes, comenzó por comerse u n conejo y una gallina al día, después siguió con u n cabrito, después con u n a oveja o u n cordero, y cuando tenía doce años se comía u n buey descansadamente. P o r causa de su voraz apetito nadie lo llamaba por su nombre y todos le decían Comín, Comón, hijo del buen Comedor. Llegó el caso de que de t a n t o comer el niño, el ganado se les iba concluyendo a los viejos, quienes, por otra par-


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te, gozaban de m u y b u e n a salud y parecía que cada día estaban mejor y que nunca se iban a morir; temieron, entonces, quedar en la miseria, y paxa evitarlo le dijeron a Comín que saliera a buscar a donde ganarse la vida, que y a no podían tenerlo a su lado por m á s tiempo. Se despidió Comín de sus padres adoptivos, y llegó a u n a hacienda cuyo dueño lo tomó a su servicio para que le cuidara u n enorme ganado de ovejas que tenía, y como era m u y friolento, para que en la noche le tuviera fuego encendido a la hora que se lo pidiera. E l sueldo que p a g a b a era bueno; pero había u n a condición b a s t a n t e d u r a , y era que si alguna vez no le tenía fuego encendido, o le faltaba alguna oveja, que las contaban una vez por semana, lo m a n d a b a degollar. Comín aceptó el c o n t r a t o , pero tenía la intención de comer a su gusto todas las ovejas que su hambre insaciable le pidiese, siquiera por siete días, y mandarse cambiar antes que contasen el ganado. E l hacendado le pedía fuego todas las noches a distintas horas y Comín siempre se lo proporcionaba, de modo que nunca lo p u d o pillar, y como las ovejas las contab a n sólo u n a vez por semana, tampoco pudieron notar que se comía cuatro o cinco cada día. Seis hacía y a que estaba en la hacienda, cuando en la cocina, en la hora de la comida, oyó contar que el Rey de las Tres P u n t a s del Aromo ofrecía dar en matrimonio a su hija Hermosura del M u n d o y u n millón de pesos a aquel que frente a su castillo, de tres azuelazos, construyera en tres días otro castillo t a n lindo o mejor que el del Rey y en el cual debían lucir el Sol y la Luna, y el que se presentara a hacerlo y no lo hiciera, tenía pena de la vida. Comín se dijo:—Yo voy a t e n t a r la a v e n t u r a : entre que m a ñ a n a m e degüellen cuando vean que faltan t a n tísimas ovejas y correr la suerte de poder levantar el castillo de tres azuelazos, lo haga o no, prefiero esto último. Y al otro día por la mañana, después de salir con el ganado y dejarlo abandonado en el campo, se m a n d ó cam-


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biar, n o llevando por todo bastimento sino u n p a n que había guardado en el desayuno. Unas cuantas horas había andado cuando le salió al encuentro u n viejito y con voz temblorosa le pidió algo que comer, si llevaba. —Sí, llevo u n pan, buen anciano,—le dijo Comín—y tómelo todo para usted. — Y t ú ¿qué vas a comer, hijito? — L o que Dios quiera, t a i t i t a ; lo que es con u n pan n o tengo ni p a r a comenzar, y lo mismo me da comerlo que no comerlo. — E s t á bien, hijito, ¿y a dónde vas? —Voy a conquistar la m a n o de Hermosura del M u n do, hija del R e y de las Tres P u n t a s del Aromo y a ganar u n millón de pesos —¿Y lo conseguirás? — N o lo sé, pero a eso voy. M e dicen que el Rey la d a r á en matrimonio al que de tres golpes de azuela le haga, en tres días, frente al suyo, u n castillo t a n lindo o mejor que el de él, en el que, además, se vean el Sol y la L u n a ; y. el que se presente y no lo haga, tiene pena de la vida. —¿Y con qué cuentas para hacerlo? — C o n la a y u d a de Dios solamente, porque ni siquiera tengo la azuela. —Quiero premiar t u buen corazón, T o m a esta azuelita— le dijo el viejo pasándole u n a nuevecita que sacó de debajo del poncho;—con ella, en el primer día darás u n solo golpe en el suelo en el lugar que t e indiquen, e inmediat a m e n t e aparecerán los cimientos; en el segundo día darás también con la azuelita u n golpe en los cimientos y aparecerán las murallas; en el tercer día darás otro golpe con la misma azuelita en las murallas, y entonces quedará completamente terminado el castillo, que será m á s hermoso y estará mejor amueblado que el del Rey. T o m a , además, este pitito; haciéndolo sonar cuando te encuentres en apuros, t e verás libre d e todo mal.


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Y despidiéndose de Comín, se fué el viejito por u n lado y Comín por otro. A poco a n d a r Comín encontró a u n hombre que estaba tendido en el suelo y con u n a oreja pegada a la tierra. —¿Qué hace amigo?—preguntó Comín. — E s t o y oyendo a unos púneos que discuten acalorad a m e n t e sobre una carrera, y estoy m u y entretenido con la disputa que tienen acerca de si ganó este caballo o ganó el otro. —¿Y cómo se llama usted? —Escuchín, Escuchón, hijo del b u e n Escuchador. —¿Quieres que vamos juntos a rodar tierras? — N o , señor, déjeme aquí, que estoy m u y divertido con la carrera de los púneos. —Vamos mejor a las Tres P u n t a s del Aromo, donde h a y u n R e y que tiene una hija m u y linda que se llama Hermosura del M u n d o y la da para casarse al que levante en tres días, frente al suyo, de tres azuelazos, un castillo en que se vean el Sol y la Luna, y y o voy con la intención de levantar ese castillo y casarme con la Princesa. ¿Por qué n o m e acompaña usted y me a y u d a ? H a b r á , además, u n premio de u n millón de pesos. —Vaya, pues, lo acompañaré por t r a t a r s e de una avent u r a poco común y yo soy m u y amigo de las aventuras. M a r c h a r o n en compañía por u n b u e n r a t o conversando alegremente, h a s t a que encontraron a u n hombre que miraba con m u c h a atención hacia arriba. —¿Qué hace, amigo?—preguntó Comín. —Aquí estoy aguaitando a u n a aguilita que a n d a m u y altazo por las regiones del cielo.—Y haciéndoles los p u n t o s con u n a carabina que tenía al lado disparó. N a d a divisaban ni Comín n i Escuchín, por m á s que miraban, pero como u n cuarto de hora más t a r d e percibieron u n puntito negro que poco a poco se fué agrandando, hasta que, por fin, media hora después del disparo, vieron caer a sus pies una águila. —¿Y cómo se llama usted?


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—Aguaitín, Aguaiten, hijo del buen Aguaitador. —¿Por qué n o vamos j u n t o s a rodar tierras? — N o , señor, déjeme aquí, que lo paso m u y entretenido cazando pajaritos. —Vamos mejor a las Tres P u n t a s del Aromo, donde h a y u n R e y que tiene una hija m u y linda que se llama Hermosura del M u n d o y la da p a r a casarse al que levante en tres días frente al suyo, de tres azuelazos, u n castillo en que se vean el Sol y la Luna, y y o voy con la intención d e levantar ese castillo y casarme con la Princesa. ¿Por qué no me acompaña usted y me ayuda? H a b r á además u n premio de u n millón de pesos. —Si es así, lo acompañaré, por t r a t a r s e de una aventura que n o se ve todos ios días, y yo m e muero por las aventuras raras. Siguieron a n d a n d o los tres, departiendo amigablemente, h a s t a que llegaron a la orilla de u n gran río, m u y ancho y m u y correntoso, y en la margen opuesta vieron a u n hombre que con pies de cabra formaba u n a represa. —¿Qué hace ahí, mi amigo? — J u n t a n d o u n poquito de agua, señor, para tomármela y apagar mi sed. —¿Y cómo se llama usted? —Tomín, Tomón, hijo del b u e n Tomador. —¿Por qué no se viene con nosotros a rodar tierras? — N o señor, déjeme por aquí, q u e h a y t a n t o s ríos; mire que yo a n d o siempre sediento y m e hace mucha falta el agua. —Vamos mejor a las Tres P u n t a s del Aromo, donde h a y u n Rey que tiene u n a hija m u y linda que se llama 'Hermosura del M u n d o , y la da p a r a casarse al que lev a n t e en tres días, frente al suyo, de tres azuelazos, u n castillo en que se vean el Sol y la Luna, y yo voy con la intención de levantar ese castillo y casarme con la Princesa. ¿Por qué no me acompaña usted y me ayuda? H a b r á además, u n premio de u n millón de pesos. — P o r tratarse de casamiento, en donde h a b r á h a r t o 8


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que tomar, lo acompañaré, pues; pero si van a las Tres P u n t a s del Aromo tienen que pasar para este lado. —Díganos si sabe, donde está el puente p a r a a t r a v e sarlo. —Qué puente ni qué niño muerto, señor; si p a r a atravesarlo no h a y más puente que mi estómago, como ustedes v a n a verlo;—y tendiéndose de guatita, dio dos o tres sorbidos, ¡qué sorbidos, Dios Santo! y dejó el río completamente seco y Comín y sus compañeros pudieron pasar r; pie enjuto al otro lado, y acompañados de Tomín siguieron su camino. Poco después llegaron a u n llano y vieron a u n hombre que corría con una rapidez extraordinaria. —¿Qué hace, amigo?—le preguntó Comín. —Aquí m e tiene señor, apostando carreras con el Viento. — ¿ Y cómo le v a en las carreras? — N o m u y mal, señor: cuando corremos cuesta arriba, salimos iguales, pero cuando corremos cuesta abajo, yo se la gano al Viento. —¿Y cómo se llama usted? —Corrín, Corrón hijo del buen Corredor. —¿Por qué no se viene con nosotros? N o le faltará trabajo : vamos a las Tres P u n t a s del Aromo, donde h a y u n R e y que tiene u n a hija m u y linda, que se llama Hermosura del M u n d o y la d a p a r a casarse al que de tres azuelazos levante frente al suyo, en tres días, u n castillo en que se vean el Sol y la Luna, y yo voy con la intención de lev a n t a r ese castillo y casarme con la Princesa. ¿Por qué no m e acompaña usted y me a y u d a ? H a b r á , además, u n premio de u n millón de pesos. —Vaya, pues, lo acompañaré, porque supongo que me pagará bien. — Como no, pues, ho! una vez que m e case con la princesa te daré h a r t a plata. El millón de pesos que m e entregue el R e y será para ustedes. Y los cinco continuaron a n d a n d o h a s t a que dieron con


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uno que estaba con los calzones abajo aspirando aire a dos carrillos. —¿Qué está haciendo amigo? — P r e p a r á n d o m e p a r a rosar esa m o n t a ñ a y esa risquería que ahí se divisan, porque pienso sembrar en ellas. —¿Pero cuánto tiempo se v a a demorar en rosarlas, cercarlas y sembrarlas? — U n r a t i t o no más, pues; v a usted a ver con qué facilidad lo hago. Los hizo retirarse a un lado, y después de aspirar más aire comenzó a lanzarlo por el trasero con t a n t o tino que los troncos de los árboles y los riscos, que volaban en todas direcciones, al caer iban formando u n a cerca perfectam e n t e hecha y el terreno quedó completamente limpio, en p u n t o de ararlo. —¿Y cómo se llama usted? —Peín, Peón, hijo del b u e n Peorrón. —¿Por qué no se viene con nosotros? le pagaremos bien. Vamos a las Tres P u n t a s del Aromo, donde h a y u n R e y que tiene u n a hija m u y linda que se llama Hermosura del M u n d o y la da p a r a casarse al que de tres azuelazos levante frente al suyo, en tres días, un castillo en que se vean el Sol y la Luna, y yo voy con la intención de levant a r ese castillo y casarme con la Princesa. H a b r á , además, u n premio de u n millón de pesos, que ise repartirá entre ustedes. —Si es así, dejaré este trabajo p a r a otra vez y me iré con ustedes. Y los seis siguieron la interrumpida marcha y por fin llegaron al castillo del Rey, que los recibió en presencia de la Reina, de la Princesa y de t o d a la Corte. Se adelantó Comín, que hacía de jefe de los recién llegados, y respetuosamente habló así al Rey: —Después de muchos días de penoso viaje llego a presencia de su Sacarrial Majestad a pretender la m a n o de vuestra hija Hermosura del M u n d o , p a r a lo cual me comprometo a hacer en tres días como su Sacarrial Majestad lo exige, u n castillo t a n lindo o mejor que el de su Saca-


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n i a l Majestad, de sólo tres azuelazos, y n o espero p a r a levantarlo sino saber si siempre S u sacarrial Majestad m a n tiene su promesa, y en caso de que sí, que se m e indique el sitio en que debo construirlo. L a Princesa, que estaba sentada a la izquierda del R e y (la Reina e s t a b a - a la derecha), le pegó en el codo y le dijo al oido: — P a p á , no quiero casarme con él, a u n q u e haga el castillo de tres azuelazos; es m u y gordo y m u y ordinario; impóngale otras obligaciones. L a verdad es que hasta entonces n o se habían presentado otros pretendientes que reyes y príncipes, y que Comín, a n t e ellos, tenía que parecer a Hermosura del M u n d o u n ser despreciable; así es que el R e y encontró razón a su hija, y en consecuencia de lo que ella pedía, contestó a Comín: — E n c u e n t r o q u e es corta mi exigencia de hacer solam e n t e u n castillo en cambio de la m a n o de mi hija, así es que últimamente he decidido que a esa prueba se agreguen otros seis trabajos más, de modo que por todos sean siete. —¿Y se podría saber de a n t e m a n o cuáles son esos seis trabajos? —Los iré diciendo uno a uno a medida que se ejecuten los anteriores. — E s t á bien, señor, me someto a todas las exigencias de su Sacarrial Majestad. —Piénsalo bien, antes, mira que cualquiera de las pruebas que no lleves a buen fin les costará la vida a ti y a t u s compañeros, porque supongo que cuentas con la a y u d a de ellos p a r a ejecutarlas. —Así es, efectivamente, señor. —Pero cada prueba no puede ser llevada a cabo sino por uno solo y todos seis sois solidarios del desempeño de cada uno. —Como he dicho me someto respetuosamente a todas las condiciones de su Sacarrial Majestad. —Si es así, puedes comenzar; el castillo debe levan-


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tarse en esa plaza que está frente a mi palacio: tienes tres días de plazo p a r a hacerlo y en cada día no puedes dar m á s de u n azuelazo. Comín se dirigió al sitio que se le indicaba y levantando la azuelita que le había dado el viejito, dio el primer azuelazo; y los Reyes, Hermosura del M u n d o y la Corte vieron asombrados lo que hasta entonces no habían conseguido ver: la azuela que toca la tierra y los cimientos que quedan hechos instantáneamente. — P a p á , este roto va a salir con la suya; yo no me caso con él. — N o tenga cuidado, hijita, que si logra hacer el castillo, todavía t e n d r á que'hacer otros seis trabajos, a cual m á s difícil, p a r a lo cual nos aconsejaremos de su madrina, a quien, como bruja que es, se le ocurrirán cosas que será imposible hacer. —Ojalá sea así, papá, porque yo no me caso con este guatón indecente. Trascurrieron u n a t r a s otra las 24 horas que tiene el día, el sol salió por donde siempre sale y llegó el m o m e n t o en que Comín debía dar el segundo azuelazo, y lo dio a n t e la familia real y la Corte con el mismo éxito que el primero, pues tocar la tierra con la azuela y alzarse las murallas del castillo fueron cosas simultáneas. Todos se quedaron con la boca abierta. C u a n d o volvieron en sí, Hermosura del M u n d o dijo al R e y : — P a p á , ya le he dicho, por n a d a del m u n d o me caso con ese hombre. —Si y a lo sé, hijita; no tenga cuidado, confíe en su padre. P e r o al otro día crecieron los temores de la Princesa: tercer azuelazo dado por Comín y el castillo que queda terminado. P e r o ¡qué castillo, señores! Había que verlo! A n t e él el del R e y parecía un mamarracho. Amigos, todos, todos sin excepción, al ver aquella maravilla, se cayeron de espaldas.


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Cuando volvieron de su estupor, dijo Cornín: —¿Por qué no pasamos a visitarlo? Y se dirigieron al castillo presididos por el Rey. Qué les diré de la admiración que produjeron los decorados, los tapices, y los muebles! N o salían sino voces de alabanza de todos los labios y el Rey, enamorado del hermoso alcázar, resolvió quedarse viviendo ahí y dejar el otro palacio para la servidumbre. Pero a pesar de todo, la Princesa no se resolvía a dar su m a n o al gordo Comín. —Señor,—dijo éste, una vez que el R e y y acompañantes recorrieron el palacio—¿cuál será la prueba a que vuestra Majestad me va a someter m a ñ a n a ? — E s t a t a r d e te la daré a conocer—contestó el monarca. (El R e y quería darse tiempo p a r a consultar a su comadre bruja, y fué lo que hizo cuando Comín y sus compañeros se retiraron.) —Comadre, ¿qué hacemos para que el castillo nos salga de balde y Comín no se case con Hermosura del M u n do? —Pídale que en tres días le haga otro castillo igual o mejor en el aire. — D e veras, comadre, que esto n o lo podrá hacer. Mientras t a n t o Escuchín oía lo que el R e y y la Bruja conversaban y dijo a Comín y compañeros: — E n la mala estamos, amigos. P o r consejo de la Bruja, el R e y v a a m a n d a r hacer a Comín u n castillo en el aire igual o mejor que el de los tres azuelazos. P e r o se me ocurre u n a idea que puede salvarnos: Comín ofrece hacer el castillo diciéndole al R e y que nosotros pondremos los maestros, pero que él proporcione los trabajadores y los materiales; los maestros serán tres loros que oigo hablar a siete leguas de aquí, como si fuer a n cristianos. H a y que irlos a buscar, enseñarles lo q u e deben decir y los ponemos en el aire, m u y alto para que n o los vean y desde ahí pidan los materiales. —Pero ¿quién los va a buscar? —Corrín puede ir por ellos.


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F u é Corrín y en u n cuarto de hora estaba de vuelta con los tres loros. Les enseñaron a las avecitas lo que tenían que hacer, y como eran m u y inteligentes, en poco rato aprendieron la lección. Al otro día m u y t e m p r a n o estaban los loros en el aire, colocados a cierta distancia uno de otro; y la cosa result ó a maravilla, porque el día amaneció con u n a neblina t a n espesa que ni con anteojos de larga vista los habrían divisado. Llegó la hora de la prueba y estaba todo preparado: los canteros con la.piedra labrada p a r a los cimientos y p a r a las murallas; los albañiles, con la mezcla en p u n t o ; los carpinteros, con las puertas y v e n t a n a s ; y así los demás. C u a n d o y a estaban todos reunidos, se oye la voz de los maestros que desde el aire piden los materiales: — Y a están hechos los heridos! suban luego las piedras p a r a los cimientos! ¿Qué hacen que no suben la mezcla? P r o n t o , porque no es cosa p a r a demorarse! Y gritaban de todos lados que se apuraran, que estaban perdiendo tiempo. P e r o los trabajadores n o hacían m a s q u e mirar para arriba y n o hallaban por donde subir; h a s t a que u n a comisión de ellos se presentó al R e y y le dijo que no sabían como pasar los materiales que desde t a n alto les pedían los maestros; que aunque hubiera escaleras que alcanzaran a llegar hasta ellos nadie se atrevería a subir t a n arriba, pues todos temerían caer con el peso de los materiales, o que les diera u n vahído y se les fuera la cabeza. E l R e y les encontró razón sobrada, y dispuso que no se siguiera el trabajo, y a Comín le dijo q u e en la t a r d e le diría cuál sería el que tendría q u e ejecutar al día siguiente. C u a n d o quedaron solos, el R e y preguntó a la B r u j a : —Comadre, ¿qué trabajo daremos m a ñ a n a a Comín? — H a g a q u e le pongan cuarenta fondos de comida, d e los m á s grandes que se encuentren, y ordénele que él,


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o uno de sus compañeros, se lo coma en u n solo día, y si no se lo come, los m a n d a fusilar y el castillo le sale de balde y la Princesa no se casa con el guatón. Escuchin que todo lo oía dijo a sus compañeros: —Perdidos somos, amigos; la maldita bruja aconseja al Rey que m a ñ a n a haga poner cuarenta fondos de comida para que uno solo de nosotros se lo coma en un día, y si no, nos m a n d a fusilar a todos. Y entonces dijo Comín, cuya gracia no conocían sus amigos: —Compañeros, ¿para qué estoy y o aquí? hace u n montón de días que no como casi nada, así es que los cuarenta fondos puedo despacharlos en u n suspiro; tengo apetito como u n diacho. Desde antes q u e aclarara, los cocineros del R e y se pusieron a p r e p a r a r los cuarenta fondos de comida. ¡Puchas q u e echaban carne! Veinte terneros y veinte corderos tuvieron que descuerar y destripar. ¡Y papas! y porotos! y choclos! y cebollas! u n saco de cada cosa vaciaron en cada fondo, fuera del arroz, del cilantro, yerbabuena y comino! Y como si todo eso fuera poco, al lado de cada fondo vaciaron u n a gran canastada de pan. H a b í a para d a r de comer a u n ejército entero! Comín, que veía los preparativos, se refregaba las manos de gusto. ¡Hacía tiempo que no comía h a s t a quedar satisfecho! D a n d o las 12 el reloj del castillo, anunció el Cocinero M a y o r que la comida estaba en p u n t o y pidió que se adelantara el que debía comérsela. Comín se presentó y preguntó si y a podía comenzar. — A la hora que quiera—contestó el Cocinero M a y o r — pero no tiene de plazo sino hasta las 5 de la t a r d e p a r a comérselo todo. — ¿ H a s t a las 5?—dijo Comín—va a ver que antes de las 2 van a quedar los fondos pelados. Y así fué, en efecto; porque aquel hombre no puede decirse que comía, ni que tragaba, ni que engullía, sino


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que devoraba todo los que estaba a su alcance y las enormes presas de carne y las cucharonadas de papas, porotos, y cebollas y los panes desaparecían como por encanto al llegar a su boca, y llegaban incesantemente. A las 2 de la t a r d e n o quedaban ni rastros de aquel inmenso guisado, y el Maestro de Cocina y sus ayudantes vieron con asombro que no había necesidad de limpiar los fondos, porque t a n limpios los dejó Comín que brillaban corno patenas. Comín dijo al Cocinero M a y o r : —Señor Cocinero Mayor, ¿no prepararon u n fondito de dulce de alcayota o de manjar blanco? mire que estoy acostumbrado a tomar desengraso. Y también me hace falta u n barril de café, bien cargadito, para asentar el estómago. El Cocinero M a y o r se fué con Comín a donde el R e y . —Señor,—dijo el Cocinero—ya se comió este bárb a r o ios cuarenta fondos de comida, y todavía pide u n fondo de postre y un barril de café. E l Rey, admirado, preguntó a Comín: — ¿ Y cómo pudiste pasar t a n t a comida? — A fuerza de pan, pues, señor,—contestó Comín. —¿Y todavía persistes en t o m a r postre y café? — Si su Sacarrial Majestad se digna ordenar que me lo den, m e lo tomaré, señor. El R e y ordenó que complacieran a Comín, y a éste le dijo que al otro día t e m p r a n o le daría u n nuevo trabajo. E l R e y m a n d ó llamar a la Bruja. — C o m a d r e , ¿qué trabajo le damos m a ñ a n a a estos bárbaros, que n o lo puedan hacer p a r a que el castillo me salga de balde y Hermosura del M u n d o no se case con Comín? —Disponga Su Majestad que u n o de ellos se t o m e en u n sólo día cuarenta toneles de aguardiente y de vino, veinte de cada cosa, y si no lo hace, q u e no lo hará, los m a n d a fusilar a todos y así le sale de balde el castillo y la Princesa seguirá soltera.


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— M e parece bien el consejo, comadre. Escuchín, que todo lo oía, dijo a sus amigos: —Perdidos somos, compañeros; la maldita bruja aconseja al R e y que m a ñ a n a haga t o m a r a uno de nosotros 40 toneles de aguardiente y de vino, veinte de cada cosa, en u n sólo día, y si no se lo toma, nos hace fusilar a todos. —¿Y p a r a qué he venido yo?—dijo Tomín. —Pero, compañero, se le v a n a quemar las tripas con t a n t o aguardiente. — N o se apure por eso, amigo, que mis tripas están blindadas. Al día siguiente dijo el R e y a Comín. —Voy a encerrar a uno de ustedes en la bodega y antes de las 5 de la tarde debe beberse los veinticinco toneles de aguardiente y los veinticinco de vino que h a y en ella, y si no, y a saben lo que les pasa. (El R e y agregó diez t o neles más, por lo que pudiera suceder). Se adelantó T o m í n : —A m í m e toca, Sacarrial Majestad, desempeñar esa prueba. P u e d e su Sacarrial Majestad encerrarme en la bodega a la hora que quiera, con la seguridad de que sus deseos serán cumplidos. Y efectivamente, cuando el R e y abrió la bodega, a las 5, vio con asombro que los toneles estaban completam e n t e secos. —Pero, hombre, por Dios ¿cómo h a s podido beber t a n t o ? —Señor, es que yo no tomo sino en dos ocasiones: cuando tengo sed y cuando no la tengo. — S e comprende, entonces; a u n q u e no lo encuentro m u y claro. —Comadre, le dijo a la Bruja u n a vez que quedaron solos, —voy saliendo mal con sus consejos; si siguen así las cosas, tengo que largar el millón de pesos y dejar que Comín se case con Hermosura del M u n d o ; es preciso que se le ocurra algo m á s difícil, algo que ninguno de estos bárbaros pueda hacer. —Mire, compadre, esta vez si que la sacamos bien con s e g u r i d a d : dígale q u e uno de ellos tiene que apostar con-


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migo a cuál llega primero a R o m a con u n a carta que su Majestad, nos entregará y si yo llego primero con la contestación, ellos perderán, vuestra Majestad los m a n d a fusilar y el Castillo le sale gratis y Hermosura del M u n d o no se casa con Comín. —Compañeros,—dijo Escuchín a sus amigos—perdidos somos; el Rey, por consejo de la maldita Bruja, va a hacer que uno de nosotros apueste con la Bruja a cual vuelve primero con la contestación de u n a carta que h a n de llevar a Roma, y si gana la Bruja nos fusilan a todos. —¿Y para qué estoy yo aquí—dijo Corrín—sino para correr con quien quiera? T e m p r a n i t o , al otro día, hizo llamar el Rey a Comín y a sus compañeros. — U n o de ustedes y mi Comadre v a n a llevarme cada u n o u n a carta a R o m a y si mi comadre vuelve primero con la contesta, los seis serán fusilados sin remisión. ¿Cuál es el que va a ir? — Y o , señor,—dijo Corrín. Y el R e y entregándoles u n a carta a Corrín y otra a la Bruja, los hizo colocarse uno al lado del otro, como cuando oe colocan los caballos p a r a correr, y diciéndoles "una, dos, t r e s " , salieron disparados como flechas, pero todavía n o salían de la ciudad y y a Corrín se les perdió de vista y no había ni luces de él. C u a n d o Comín venía de vuelta con la contesta, la Bruja n o llevaba andado ni la mitad del camino de ida; la Bruja lo divisó desde lejos y viéndose perdida, se transformó en u n a linda jovencita y lo esperó sentada en u n a piedra, a la sombra de u n árbol. •—¿A dónde v a t a n ligero, señor, con t a n t o calor como hace? Siéntese u n ratito a descansar y sírvase estos membrillitos p a r a que se refresque;—y le m o s t r a b a dos hermosos membrillos, que llegaban a estar fragantes. Corrín n o resistió la tentación y se sentó al lado de la la joven. Conversaron u n r a t o y después dijo él: —Voy a dormir u n a siestecita, tengo tiempo de m á s p a r a cumplir mi encargo;—y se recostó en la falda de la


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Bruja, la cual, en cuanto Gorrín se quedó dormido, le puso adormideras en la cabeza p a r a que no despertara t a n luego, le sacó del bolsillo la carta que traía de R o m a y partió con ella de regreso, dejando a Corrín con la cabeza apoyada en la piedra en que acababa de estar sentada. P e r o t o d o lo que hablaron Corrín ,y la Bruja transformada en niña lo oyó Escuchín y les dijo a sus compañeros: —Perdidos somos, amigos; la Bruja h a hecho tal y cual cosa, le h a robado la contesta a Corrín, a quien ha puesto adormideras en la cabeza y lo h a dejado durmiendo y la maldita vieja estará de vuelta, con la carta, en u n par de horas. — N o h a y cuidado dijo Aguaitín; desde aquí veo durmiendo a Corrín y lo voy a despertar, y al mismo tiempo castigaré a la Bruja. Y haciendo la puntería con su carabina primero a la Bruja, le quebró u n a p a t a y la dejó coja que no podía ni mover el pie; y de otro disparo atravesó u n a oreja a Corrín que despertó y salió corriendo a t o d o escape, hasta que encontró a la vieja y quitándole la carta, en dos zancajos llegó al palacio y se la entregó al Rey. Comín preguntó al R e y cuál sería la otra prueba; y el Rey, esperando que llegara la Bruja, le contestó que les daba u n a semana de descanso. Transcurridos siete días, llegó la Bruja cojeando, y como estaba picada con Comín y sus compañeros, p a r a embromarlos de u n a vez a todos, le aconsejó al R e y que m a n d a r a a los seis amigos solos a pelear contra el numeroso ejército de los moros que le había declarado la guerra, y siendo ellos t a n pocos contra tantos, con seguridad los matarían, o cuando menos los tomarían prisioneros, y entonces el R e y se quedaría de balde con el castillo y la Princesa seguiría t a n soltera como h a s t a entonces. Ai R e y le pareció que este consejo era el mejor que había recibido de la Bruja y ya le parecía verse libre de Comín y de sus compañeros; pero Escuchín, que no se descui-


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daba, lo oyó todo y se lo comunicó a sus amigos: —Perdidos somos—les dijo;—la Bruja aconseja al R e y que nos m a n d e a nosotros solos a combatir con el numeroso ejército moro que le h a declarado la guerra; ¿qué v a a ser de nosotros? — E n la buena estamos, compañeros—dijo Comín.— C u a n d o nos coloquen frente a los moros y cuando estén todavía lejos, Aguaitín les disparará con su carabina, y cuando el ejército enemigo esté m á s cerca, Peín les disparará con su transpontín y con ésto quedamos vencedores. Así quedó convenido y el plan se ejecutó al .día siguiente en todas sus partes tal como se había establecido. Prim e r a m e n t e Aguaitín dio buena cuenta de gran número de moros, pero ésto se hacía sólo con el objeto de dar tiempo a Peín p a r a prepararse, y t a n bien se preparó, t a n t o aire aspiró que cuando los moros habían avanzado hasta llegar a una legua de distancia, bajándose los calzones volvió el trasero hacia ellos y lanzando u n a terrible a n d a n a d a de ventosidades, los elevó a todos a grande altura, yendo a caer muertos a enorme distancia. E s t a fué la primera batalla en que se usaron los gases asfixiantes. A pesar del beneficio que p a r a el reino significaba t a n espléndida victoria, Hermosura del M u n d o no cedía, y pidió al Rey que le exigiera el trabajo que faltaba p a r a completar los siete. Y he aquí cual fué el séptimo trabajo, siempre aconsejado por la Bruja: Tenía el R e y u n a hermosa conejera poblada de cincuenta lindísimos conejos de raza fina. Díjole la Bruja: — E n t r e g u e a Comín los cincuenta conejos y le ordena que los lleve a la m o n t a ñ a d u r a n t e tres días y los suelte en ella, y que en la t a r d e los traiga a m á n d o l o s como si fuesen u n rebaño de corderos, y si no vuelve con los cincuenta, sin que le falte ninguno, los hace fusilar a todos. Y así se hizo. Llevó Comín* los conejos en dos sacos y los soltó en la montaña, y los animalitos, apenas se vieron libres, huyeron en todas direcciones. Comín pensaba:


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—Ahora si que es cierto que el R e y nos hace sacar el orujo a mí y a mis compañeros, porque ¿cómo voy a junt a r estos conejos de miéchica cuando llegue la hora de volverme con ellos, sueltos, como si fuesen u n rebaño de corderos? Seguramente llegaré sin ninguno. Comín se quedó triste y pensativo por u n m o m e n t o y se recostó en eL musgo, sobre el costado izquierdo; después de u n rato, sintiéndose cansado, se dio vuelta al otro lado y sintió que algo d u r o le molestaba; creyó que sería u n a piedra y se incorporó para quitarla, pero no halló n a d a en el suelo; entonces se registró para ver qué podía ser lo que le incomodaba y encontró en u n bolsillo de sus pantalones el pito que le había dado el viejito, y se dijo, acordándose de u n verso que había oído cantar antes de salir de su tierra: — Q u i é n c a n t a t u i r al e s p a n t a , q u i é n iiora, s u m a l a u m e n t a ;

no estoy yo p a r a dejarme morir; pasemos este mal r a t o tocando el pito y esto algo disipará mis penas;— y se llevó el pito a la boca y no hizo mas que hacerlo sonar y principian a llegar de carrerita todos los conejos, unos d e u n lado, otros de otro y se pusieron a bailar delante de él al compás de lo que tocaba, imagínense c u á n t o sería el gusto del atribulado Comín, porque, por m á s que él t r a t a r a de engañarse, el susto se lo comía vivo; t a n t a fué la alegría de que se vio inundado todo su ser que n o p u d o contenerse y se puso a bailar con los conejos, hasta que se sintió fatigado. Díjoles entonces a los conejitos: —Vayanse a corretear y a comer n o más, mientras yo duermo u n a siestecita, que cuando sea tiempo los llamaré. Y con esto los animalitos se fueron y perdieron de vist a en u n abrir y cerrar de ojos. Mientras Comín dormía, el R e y le dijo a la B r u j a : —Comadre, n o sé por qué m e tinca que este diablo de Comín va a volver con los cincuenta conejos, ¿por qué no


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va a ver si los h a soltado y le compra uno, a u n q u e le pida lo que le pida? —Voy, compadre, y haré lo posible por quitarle uno siquiera. Y se fué la vieja para donde estaba Comín, pero en la mitad del camino se transformó en la misma hermosa niña que robó la carta a Gorrín. Pero, Cpmín que la había divisado desde lejos, antes que se transformara, se preparó p a r a el a t a q u e y poco antes que la Bruja llegase tocó el pito, y los conejos, apareciendo por todos lados, se formaron en círculo delante de Comín, como esperando sus órdenes. Llegó la Bruja transformada en niña y en verdad que venía hecha u n a tentación, pero Comín, que no olvidaba lo que le había pasado a su compañero pocos días antes, cuando volvía con la contestación de la carta que había llevado a Roma, apenas la falsa joven se le sentó al lado y con palabras halagüeñas le pidió que le vendiera u n par de esos lindos conejitos, que los queríapara cría, y que estaba dispuesta a darle lo que por ellos pidiera, fuese lo que fuese, Comín le dijo: —Señorita, aquí está m u y fresco, así es que no se imagine que tengo calor y no me venga a ofrecer membrillos p a r a refrescarme, por que no seré t a n leso como lo fué Corrín en días pasados, que se dejó embaucar t a n fácilm e n t e por usted. A otro perro con ese hueso. — ¿ D e qué cosas me habla usted, que no le entiendo? ¿Quién es ese Corrín y qué membrillos son esos? —Mira, bruja de moledera, no t e hagáis la lesa! más bien á n d a t e donde t u compadre el R e y para que vea que no sacáis n a d a conmigo, y á n d a t e luego, porque si no, la sacáis chueca. — E s t e hombre debe estar loco—dijo la Bruja—mejor será que me vaya. Y se fué donde el Rey. —Señor—le dijo—este picaro de Comín tiene a los conejos mansitos, como si los hubiera, criado guachitos. Y lo peor es que me conoció y no p u d e sacarle ninguno.


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—¿Y qué hacemos, comadre? Fíjese que su ahijada no quiere casarse con él y v a a salir triunfante de todas las pruebas. —Compadre, haga que m a ñ a n a v a y a mi comadre la Reina, pueda ser que ella consiga comprarle u n conejito siquiera. — E s o haremos, comadre; ella es m u y habilosa y pueda ser que con su talento lo consiga; a u n q u e lo dudo. C u a n d o el Sol se puso, llegó Comín con los cincuenta conejos que le habían entregado, ni uno más ni u n o menos; y al día siguiente volvió.a salir con ellos y los dejó que se fueran a retozar con t o d a tranquilidad. Poco después llegó la Reina disfrazada, m u y empolvada y con mucho colorete, pero a pesar de t o d o Comín la conoció, tocó el pito y los animalitos llegaron corriendo y se congregaron a su rededor. — Qué lindos los conejitos! ¿son p a r a venderlos? — N o se venden, señorita; son del R e y y tengo que entregar en la t a r d e los cincuenta que son, porque si falta alguno nos fusilan a mí y a mis compañeros; con que usted verá si puedo vender uno solo que sea. —Pero uno siquiera. —¿Pero que n o h a entendido lo que acabo de decirle? Si falta u n o solo de los cincuenta conejos que m e h a n entregado, nos despachan a mí y a mis cinco compañeros para el otro m u n d o . —¿Y si le diera 5.000 pesos por uno? —Ni a u n q u e m e dé 10.000. —¿Ni por 20.000 pesos? — N i por 50.000; valen más mi vida y la de mis cinco amigos. —Mire, le daré 100.000 pesos. Sea por 100.000 pesos, y además u n abrazo y u n beso y un mordisco en el pescuezo. — T o d o lo que me pide, menos el mordisco. —Sin mordisco, no hay venta.


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—Si es así, venga también el mordisco, pero que no sea m u y fuerte. Entregó la Reina los 100.000 pesos, se dejó besar y abrazar y t u v o que aguantar u n mordisco formidable de aquel gran comedor, que le arrancó medio cogote con sus dientes; pero la Reina, a pesar del intenso dolor que le produjo la herida, que casi se desmayó, se dio por feliz y satisfecha cuando Comín le entregó u n conejo, que se llevó m u y bien envuelto en la falda de su rico vestido. Comín se quedó aguaitándola, y cuando vio que iba a llegar al palacio, tocó el pito y al oirlo el conejo abrió u n agujero en la tela en. que iba envuelto y partió a todo escape a reunirse con sus compañeros, que lo esperaban delante de Comín. L a Reina no se dio cuenta de la huida del animalito y sólo cuando extendió su vestido ante su marido para mostrárselo, vino a conocer su desgracia. P o r cierto que al Rey sólo le contó lo de los 100.000, y por lo que hacía a la herida del cuello, que no podía moverlo, lo atribuyó a que se le había producido al pasar por debajo de u n a r a m a quebrada. Al otro día, también por consejo de la Bruja, fué Hermosura del M u n d o , m u y bien disfrazada, a comprar un conejo y Comín que la conoció m u y bien, se lo vendió por otros 100.000, u n beso, u n abrazo y qué sé yo qué otros cariños más, porque la Princesa a todo estaba dispuesta, menos a casarsecon Comín. P e r o la Hermosura del M u n do le pasó lo que a su madre, que, a pesar de haber envuelt o el conejito con toda prolijidad, asegurándolo con alfileres de gancho, el animalito, obedeciendo al llamado del pito, logró desprenderse de su encierro sin que Hermosura del M u n d o lo notara, y llegó m u y sí señor a reunirse con los otros conejos. Comín dijo al R e y : —Supongo que su Sacarrial Majestad no nos v a a tener toda la vida a mí y a mis compañeros exigiéndonos pruebas casi imposibles de ejecutar y que algún día esto h a de tener fin. Creo haber ganado sobradamente la 9


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m a n o de vuestra hija llevando a cabo los siete trabajos que se nos h a n impuesto, y espero que vuestra Majestsd me la concederá hoy mismo: P e r o el Rey, que ya había sido aconsejado por la Bruja, le contestó: — E s cierto Comín que t ú y t u s compañeros habéis ejecutado las siete pruebas que os he exigido, a u n q u e u n a no se terminó, pero todavía voy a imponeros u n a más, y será la ú l t i m a : ésto y mucho más vale Hermosura del Mundo. —¿Y cuál será esa última prueba, señor? —Coge ese saco y llénamelo de verdades. —Perfectamente, señor, y si quiere le lleno dos. ¿Puedo comenzar luego? —Puedes comenzar. L a Corte estaba reunida, el Rey sentado en su trono; la Reina, con su cogote entrapajado, a la derecha del R e y ; Hermosura del M u n d o , a la izquierda; la Bruja, al lado de la Princesa; y a u n o y otro lado de la gran sala, los grandes de la Corte y principales dignatarios y funcionarios. Se adelantó Comín, tomó el saco que se le había indicado y principió: —¿Es verdad, señor, que para conceder la m a n o de Hermosura del M u n d o vuestra Majestad antes no pedía sino que se le construyera en tres días y de tres azuelazos u n castillo igual o mejor que el d e su Sacarrial Majestad y en el cual se vieran el Sol y la L u n a ? , y que en esta vez, a exigencias de vuestra hija la Princesa Hermosura del M u n d o , que me encuentra m u y g u a t ó n y ordinario, m e ha obligado v u e s t r a Majestad a ejecutar muchos otros trabajos, a cual de ellos más difícil? —Si, es verdad. — Y m u y grande. E n t r a , verdad, al saco.—Y haciéndose como que echaba algo al saco, continuó: —¿Es verdad, señor, que ejecutados todos los trabajos a entera satisfacción de su Majestad, vuestra Majestad, por consejos de esa Bruja infernal dispuso se me entregaran


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cincuenta conejos que debía soltar en la m o n t a ñ a y traerlos en la tarde, d u r a n t e tres días, sin que faltara uno solo, so pena de la vida de seis personas, y que la misma Bruja, transformada en una hermosa niña, t r a t ó de quitarme uno de los conejos para que vuestra Majestad nos m a n dara fusilar a mí y a mis cinco compañeros; pero yo la conocí y no bastaron ni sus ofertas, ni sus tentaciones y demás argucias de que se valió p a r a que yo le entregara uno? — T a m b i é n es verdad. — O t r a verdad al saco, y v a n dos. Las que voy a decir en seguida son t a n gordas que cada u n a es b a s t a n t e para llenar u n saco. Y dirigiéndose a la Reina p r e g u n t ó : — N o es verdad señora, que vuestra Majestad, disfrazada de d a m a de la Corte, fué el segundo día o comprarme u n conejo con el mismo fin que su comadre la maldita Bruja, y que después de muchas ofertas consentí en entregarle uno en cambio de 100.000 pesos, u n b e s o . . . —Mira, hijo, le dijo la Reina al Rey, estamos t o n t e a n d o ; es mejor que se casen luego; ¿no ves que es inútil b a t a llar con él y que siempre saldremos perdiendo? Todavía hablaba la Reina cuando apareció al lado de Comín, sin que nadie supiera de donde salía, el mismo anciano que le había dado el pito, y dirigiéndose a la Princesa le dijo: —Hermosura del M u n d o , cásate con él y serás feliz. Y tocando a Comín con el palo que le servía de bastón, quedó Comín transformado en u n gallardo joven y cambió ño sólo de figura sino que h a s t a del modo de hablar. Se casaron, y Comín dejó de ser el gran comedor de a n t e s ; pero sus compañeros, que siguieron a su servicio, conservaron las virtudes de que gozaban y fueron poderosos defensores del reino. H e r m o s u r a del M u n d o fué, como se lo pronosticó el viejito, m u y feliz con su marido y j a m á s se acordó de que hubiera sido guatón y de modales ordinarios. Tuvieron u n semillero de niños, todos buenos e


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inteligentes, y fueron para ellos u n a verdadera corona, m á s valiosa que la que ciñeron en su frente a la m u e r t e del Rey. Y aquí se acabó el cuento y se lo llevó el viento y pase por u n zapatito roto para que alguno de los q u e m e oyen cuente otro.

17. E L Á R B O L D É L A S T R E S M A N Z A N A S D E O R O . ( R e f e r i d o e n 1912,

por

Juan Ignacio Montecinos, de 32 años, de S a n

F e l i p e , q u i e n lo o y ó c o n t a r e n S a n t i a g o , s i e n d o niño.)

E s t e era u n viejo Rey, m u y rico y poderoso, que gobernaba u n extenso país, lleno de recursos y m u y poblado. E s t e R e y tenía tres hijos, hermosos, fuertes y valientes, queridos de todo el pueblo, y m u c h o m á s de sus padres, a quienes respetaban y a m a b a n con idolatría. E l R e y y su familia moraban en u n suntuoso palacio, a cuyos pies se extendía u n huerto p l a n t a d o de toda clase de árboles frutales de las especies m á s escogidas y variadas; pero su principal ornamento era u n enorme y bellísimo manzano, cuya copa descollaba sobre todos y se divisaba desde m u y lejos. Su tronco de plata y sus hojas de bronce eran la admiración de cuantos lo veían. U n a antigua leyenda ligaba su existencia a la suerte del reino. E s t e árbol prodigioso daba todos los años tres manzanas de oro, que m a d u r a b a n sucesivamente en las tres primeras noches del mes de E n e r o ; pero desde hacía tres años, alguien se introducía en el huerto y se las robaba en el m o m e n t o preciso en que e n t r a b a n en sazón sin que hubiese sido posible atrapar, y ni siquiera ver, al miserable que las substraía, a pesar de las infinitas precauciones que se t o m a b a n para impedir su entrada, y de que u n a numerosa guardia, a r m a d a h a s t a los dientes, se establecía aquellas tres noches alrededor del árbol. Poco antes de las doce u n sueño irresistible se apoderaba de todos, y


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no despertaban h a s t a el día siguiente, cuando y a la frut a había desaparecido. El Rey se sentía sumamente afligido con esta desgracia, que lo era, y m u y grande, pues, como se h a dicho, la suerte del reino dependía del manzano maravilloso. U n a vez, en el último día del año, que el Rey se hallaba rodeado de sus hijos y de todos los grandes de la Corte, dijo: — M a ñ a n a a media noche m a d u r a r á la primera manzana de oro, y por cuarta vez vendrá el misterioso ladrón y se la robará. ¿No h a y entre todos ustedes u n valient e q u e estorbe su entrada? Se acercó al trono el hijo m a y o r del R e y e hincando u n a rodilla a n t e su anciano padre, habló de esta m a n e r a : — M i señor y padre, yo me propongo esperar a nuestro enemigo y no dejarme dominar por el sueño, y por fuerte que sea, vencerlo y arrastrarlo encadenado a vuestras plantas. —Anda, hijo, contestó el Rey, y quiera Dios que te v a y a bien en la empresa. Se retiró el príncipe a sus habitaciones, y aunque no eran m á s de las 2 de la tarde, se echó a dormir, a fin de no tener sueño en la noche, Como a las 11 despertó, y armándose de poderosas armas, se dirigió al huerto y se sentó al pie del manzano a esperar la llegada del ladrón. Al dar la c a m p a n a del reloj del palacio el primer golpe de las 12, se iluminó el h u e r t o con una luz t a n viva que el Príncipe, como herido por u n rayo, perdió la vista y cayó desvanecido en tierra. Al día siguiente lo encontraron tendido, como muerto, y en el árbol sólo vieron dos m a n z a n a s de oro: una había sido robada. E n el consejo que se celebró ese día, se comentó el hecho en medio de gritos de venganza; pero nadie, sino el segundo de los hijos del Rey, se ofreció para velar esa noche y hacer u n escarmiento en el desconocido personaje q u e se había propuesto acabar con la t r a n quilidad del reino.


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Pero el hombre propone y Dios dispone, y las cosas n o resultaron según los deseos del Príncipe. Los hechos se repitieron en igual forma que en la noche anterior, y en la m a ñ a n a siguiente encontraron al Príncipe tendido en el suelo, sin conocimiento y sin vista, E n el árbol no quedaba sino u n a manzana. L a consternación más profunda se p i n t a b a en todos los rostros. E n el consejo nadie se atrevía a hablar; parecía que todos habían perdido el uso de la palabra. Pero he aquí que el tercero de los príncipes, jovencito imberbe de unos 18 años, se adelantó h a s t a el trono, y prosternándose ante su padre, se expresó del siguiente modo: —Señor y padre amado, m e aflige veros triste y contemplar a mis hermanos en el miserable estado en que h a n quedado; me aflige ver al pueblo sobrecogido de esp a n t o y a todos sin ánimo ni valor p a r a n a d a . Y o deseo acabar con este estado de cosas: quiero que la paz vuelva a todos, y espero q u e Dios dará fuerzas suficientes a m i brazo p a r a vencer al enemigo común y volver a todos la tranquilidad. D a d m e vuestra bendición, bendecid t a m bién mis armas, y que Dios me ayude. Con los ojos inundados de lágrimas, bendijo el R e y al Príncipe y bendijo asimismo las armas que éste depositó a sus pies. E n seguida, el Príncipe, pidiendo permiso al R e y p a r a retirarse, salió de la sala con paso tranquilo, se dirigió a sus habitaciones, en donde estuvo orando h a s t a cerca de las 12, hora en que, a r m a d o n a d a más que de su arco y de una flecha (las a r m a s que su p a d r e había bendecido), se dirigió al h u e r t o con la confianza de que había de vencer. Poco después sintió un ruido, como el de u n a gran ave que volara a corta distancia, y al dar el reloj la primera campanada de las 12, el huerto se iluminó con u n a luz vivísima. Pero el Príncipe en vez de mirar inmediatamente hacia el árbol de las manzanas de oro, como lo habían hecho sus hermanos, se prosternó humildemente y sólo


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después de invocar el nombre de Dios y pedirle su ayuda, tomó el arco y colocó la flecha en la cuerda. Al resplandor de la luz, que se había dulcificado notablemente, p u d o ver el Príncipe u n a Águila enorme, con las plumas de oro, que tenía sobre sus hombros a u n a hermosísima Princesa sujeta de la cintura con u n a cadena de oro, cuyo extremo a p r e t a b a el águila fuertemente con u n a de sus patas, mientras con la otra t r a t a b a de agarrar la única manzana que quedaba. E n el preciso momento que el ave la cogía, el Príncipe lanzó la flecha e hirió la p a t a con que el ave acababa de t o m a r la manzana. E l Águila lanzó u n grito de dolor, soltó la manzana, que el Príncipe se apresuró a levantar, y huyó. Pero antes la Princesa arrancó al ave u n a pluma de oro y lanzándosela al joven, le gritó: —Guárdala, que ella te servirá para encontrarme. C u a n d o el Príncipe volvió al palacio con sus trofeos, fué recibido con los mayores transportes de alegría. El R e y no cabía en sí de gozo, pues como todos los demás, temía que al Príncipe le hubiese sucedido la misma desgracia que t a n cruelmente había herido a sus hermanos. U n a vez que el joven terminó de referir la a v e n t u r a , manifestó a sus padres que tenía deseos de ir a la conquist a de la hermosa Princesa, y de m a t a r al Águila para lib r a r al reino de las desgracias que este monstruo pudiera causarle. El R e y le dio permiso para t e n t a r esta nueva empresa; y el joven, que tenía prisa de partir, pues el recuerdo de la Princesa le había medio trastornado, arregló en u n m o m e n t o sus prevenciones de viaje, y sin acompañarse de nadie, se lanzó por el primer camino que halló a su paso. Así marchó al azar días y días, preguntando en todas partes si sabían en donde se encontraría el Águila de las plumas de oro; pero nadie le d a b a noticias. U n día que iba m u y triste y pensativo porque el tiempo pasaba y pasaba sin adelantar en sus diligencias, fué de


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pronto sacado de su meditación por la algazara que form a b a n unos cuantos niños dentro de u n a zanja abierta a orillas del camino. Se acercó a ver qué m o t i v a b a la bulla y vio que los chicos ortigaban a una gran rana que tenían en el suelo tendida de espaldas. El Príncipe les increpó su crueldad, los castigó suavemente y los obligó a retirarse. E n seguida t o m ó la rana y la ocultó a alguna distancia entre la yerba a fin de que, si los niños volvían,no la encontraran. Anduvo todavía varios días, siguiendo caminos y cruzando bosques en que no encontraba a nadie, hasta que por fin llegó a u n a choza que se levantaba a orillas de u n arroyo. E n la puerta estaba sentada u n a viejecita de aspecto agradable, que tomaba tranquilamente su mate, que ella misma se cebaba. El Príncipe la saludó afablemente y le preguntó si podría decirle en dónde encontraría al Águila de las plumas de oro y a la Princesa que tenía prisionera. La viejecita le contestó que seguramente podría darle algunas noticias que le interesarían, pero q u e era bueno que bajase del caballo para que se sirviera u n matecito y descansara. El Príncipe accedió a los deseos de la anciana, quien le cebó su buen m a t e con hojas de cedrón y cascaras de naranjas, y después lo condujo a u n a pieza en que había u n a excelente cama, que el Príncipe, que n o había reposado en lecho desde que había salido de palacio, encontró m á s blanda y agradable que la que tenía en sus habitaciones. D u r m i ó el Príncipe como un ángel de Dios, y al día siguiente se levantó reconfortado y alegre y con mayores deseos de continuar la aventura. Agradeció a la viejecita sus servicios, la obsequió con algunas de las provisiones que llevaba y le rogó que le diese las noticias que le había ofrecido. L a anciana le dijo: —Joven Príncipe, t ú has sido b u e n o conmigo, tienes u n corazón bondadoso, pues t e apiadas de la desgracia ajena, y yo quiero pagar la deuda que contigo


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tengo contraída, en cuanto mi poder alcance, y premiar t u virtud. E l Príncipe no comprendió lo que la b u e n a mujer le decía, y pensando que tal vez se referiría a las provisiones que le había obsequiado, le dijo: —¡Señora! si el alojamiento que usted me h a ofrecido y la buena noche que he pasado en su casa valen cien veces más que los pobres víveres que le h e dejado; de manera que yo soy siempre su deudor! — N o es esa mi deuda, ¿Te acuerdas, Príncipe, de aquella r a n a que ortigaban unos niños d e n t r o de u n a zanja y a quien t ú salvaste? Pues, aquella r a n a soy yo, que a estas horas habría perecido a manos de aquellos malvados muchachos si t ú no m e quitas de su poder. Y o soy agradecida, y pagaré mi deuda de la mejor manera posible. E n u n palacio m u y distante de aquí vive u n gigante hechicero, m u y malvado, y mi enemigo. E l es quien tiene prisionera a la Princesa que buscas y él también el que, convertido en águila con las plumas de oro, v a todos los años a robar al huerto de t u padre las manzanas del árbol maravilloso. Esas manzanas son las que mantienen su poder, y como en su última correría sólo alcanzó a robar dos, su poder no d u r a r á sino los ocho primeros meses de este a ñ o ; además, la pluma que le arrancó la Princesa h a disminuido su fuerza, que también se h a aminorado u n poco con la herida que t ú le causaste en u n a p a t a , y q u e lo h a dejado cojo. Si t ú quieres esperar que se cumplan los ocho meses, no te costará m á s trabajo conquistar a la Princesa que vencer al Gigante en lucha ordinaria , de hombre a hombre, con la seguridad de que, con los medios que yo t e proporcione, saldrás vencedor; pero, si desde luego quieres rescatar a la prisionera y m a t a r al enemigo de t u patria, tendrás que correr muchos y grandes peligros, a pesar de las fuerzas que h a perdido el Gigante, pues su poder siempre es m u c h o y está rodeado de feroces auxiliares.


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—Prefiero correr los peligros, dijo el Príncipe, y dar fin de una vez a esta empresa, a u n q u e perezca en la contienda. — N o perecerás, pero tendrás que pasar grandes fatigas. Sigue el camino que principia aquí al frente de mi choza, y después de tres días de m a r c h a llegarás a casa de u n a bruja tuerta, más mala que la hiél y comadre m u y querida del Gigante: ésta es la primera avanzada que tienes que vencer. C u a n d o llegues, la encontrarás sentada a la puerta, con la espalda vuelta al camino; t e acercarás a ella, procurando que no te sienta y cuando llegues a donde está, t r a t a de meterle en el ojo derecho la pluma de oro que t e lanzó la Princesa, y quedará ciega: entonces te apoderas de u n hacha que guarda detrás de la puerta y que t e servirá para vencer a las fieras que custodian el palacio del Gigante, para pelear con este mismo y derrotarlo y p a r a cortar las cadenas con que está aprisionada la Princesa. T o m a r á s también u n a redoma que la Bruja tiene en u n a mesa de arrimo que h a y en la primera pieza de la derecha; el agua que contiene es de -virtud, y para aprovecharla introducirás en ella la pluma de oro y te lavarás las quemaduras y heridas que te produzcan los monstruos guardianes del palacio. D e la misma m a n e r a curarás, cuando vuelvas a palacio, la ceguera de t u s hermanos. Si alguna desgracia imprevista te sucede, acuérd a t e de mí, y correré en t u auxilio. Ahora anda, y que Dios te ayude. P a r t i ó el Príncipe todo alborozado, y a los tres días de casi u n continuo andar, el caballo se d e t u v o a corta distancia de la p u e r t a de una modesta casa, en la cual había una mujer sentada en un piso, con la espalda vuelta al camino. Se bajó el Príncipe de su caballo y a n d a n d o m u y quedito, en la p u n t a de los pies, se acercó a la mujer y le metió la p l u m a de oro en uno de sus ojos; pero por desgracia se equivocó, pues en vez de introducirla en el derecho, que era el sano, se la metió en 'el [izquierdo, que era


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el tuerto. L a mujer, al sentirse herida, entró a la casa y volvió rápidamente trayendo u n poco de agua de la redoma, con la que roció al Príncipe, diciendo al mismo tiemp o : "Vuélvete quiltro". Y el Príncipe se convirtió al p u n t o en u n perrillo sucio y despreciable. L a mujer tomó incontinenti u n garrote y le propinó u n a de las palizas m á s famosas de que h a y a memoria. El Príncipe h u y ó al interior de la casa con la cola entre las piernas, aullando lastimosamente. Cómo se lamentaba el pobre de su error! Y a todo est a b a perdido! Adiós, Princesa, y padres y hermanos! Pero de repente se acordó de la última recomendación de la viejecita y se puso a decir m u y bajito, p a r a que no lo oyeran: «¡Ranita, Ranita, acuérdate de este pobre príncipe!» Y casi al mismo instante que terminaba estas palabras, vio a su lado a la R a n a . Dio la R a n a u n salto y dijóle al oído: «No tengas cuidado, esperemos que la Bruja duerma y entonces pagará las hechas y por hacer». P a s a d a s unas dos o tres horas, se acercaron a la p u e r t a de la pieza en que la Bruja dormía y sintieron que roncab a ruidosamente. Entonces la R a n a se convirtió en la Viejecita que había conocido el Príncipe tres días antes y diciendo unas palabras ininteligibles, el Príncipe dejó de ser perro y tomó su forma n a t u r a l . L a pluma de oro sirvió p a r a abrir la p u e r t a del dormitorio de la Bruja» sin que hiciera ruido: y entonces t o m a n d o el Príncipe el hacha que estaba tras de la p u e r t a , asestó a la Bruja t a l golpe en el cuello que le separó la cabeza de los hombrosL a Viejecita tomó la redoma y le dijo al Príncipe q u e ella lo acompañaría p a r a que no le sucediera otra n u e v a desgracia. Abandonaron la casa, y a la luz de la L u n a vio el Príncipe dos caballos, el de él, en que montó, y otro más, en que subió la Viejecita. Emprendieron la marcha, y cuando y a era de día, divisó el Príncipe, m u y lejos, m u y lejos, en la cumbre de


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u n a alta m o n t a ñ a , u n a especie de castillo. L a Viejecita le dijo: «Este es el palacio del Gigante, a quien venceremos con la a y u d a d e Dios.» Siguieron avanzando, y cuando y a estaban como a u n a legua de distancia del palacio, llegó h a s t a ellos u n ruido ensordecedor de maullidos, ladridos y rugidos espantosos, como si miles de fieras lanzaran a un tiempos sus gritos amenazadores. Cualquiera habría retrocedido lleno de pavor, pero nuestros viajeros siguieron impertérritos su camino. Media legua m á s habrían a n d a d o los caballos cuando u n impedimento b a s t a n t e serio los d e t u v o por u n i n s t a n t e : las fieras n o se contentaban y a con sus gritos sino q u e al mismo tiempo lanzaban por hocico y narices gruesos chorros de fuego líquido que llegaban h a s t a nuestros caminantes y casi los abrasaban. Pero la pluma d e oro empapada en el agua de la redoma se portó a las mil maravillas, pues no sólo les curó como por ensalmo las llagas que el fuego les había producido, sino que además los inmunizó para recibir nuevas quemaduras. Entonces pudieron avanzar sin cuidado; pero antes de llegar hasta la p u e r t a del palacio tenían que atravesar u n a larga extensión de terreno ocupada por u n a multitud de leones, tigres, serpientes, demonios y o t r a s fieras y monstruos servidores del Gigante, que estaban dispuestos a despedazar a los dos intrusos o dejarse destrozar por ellos antes que permitir llegaran h a s t a su a m o . Pero el Príncipe, a r m a d o del hacha encontrada en la pieza de la Bruja, y la Viejecita blandiendo la p l u m a de oro impregnada con agua de la redoma, pudieron derrotar, a u n q u e con algún trabajo y sacando algunas heridas, a sus poderosos enemigos, que quedaron tendidos en el campo, sin vida. Helos ahora en presencia del Gigante, el cual, al verlos acercarse, levantó su pesada muleta de hierro, capaz, n o


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d e m a t a r a u n solo cristiano, sino de concluir con u n numeroso ejército. E l Príncipe se adelantaba hacia él sin temor, y u n a vez q u e el Gigante lo t u v o a su alcance, dejó caer la muleta con tal fuerza que m á s de la m i t a d de ella penetró en la tierra. E l Príncipe, en c u a n t o notó el movimiento del Gigante, esquivó el cuerpo, y alzando su hacha, la descargó sobre la pierna sana de su enemigo, que cortó como si fuera d e queso. E l monstruo, no pudiendo mantenerse en pie, cayó cuan largo era, y el Príncipe, corriendo apresuradamente, d e u n hachazo le cortó la cabeza a cercén. L a liberación de la Princesa fué cosa de u n m o m e n t o ; con u n suave golpe del hacha se cortó la cadena de oro q u e la aprisionaba, y p u d o arrojarse en los brazos de su libertador. E n carros y caballos que había en el mismo palacio, cargó el Príncipe todas las riquezas que encontró, e inm e d i a t a m e n t e se pusieron todos en camino p a r a el reino de su padre. P o r medio del a r t e de la Viejecita, que t a n buenos servicios le había prestado, en pocas horas llegaron a la entrada de la capital. Allí la Viejecita se despidió del Príncipe y de la Princesa y después de aconsejarles que fueran siempre buenos y virtuosos, único modo de obtener la felicidad, desapareció de su vista. L a Viejecita era la Virgen. E l Príncipe fué acogido por todos en medio de la m a y o r alegría y proclamado salvador de la patria. Sus hermanos recobraron la vista sirviéndose de la pluma de oro y del agua de la redoma. E l matrimonio del joven Príncipe y de la Princesa fué u n o de los acontecimientos m á s celebrados. Se hicieron grandes fiestas p a r a el pueblo, que se divirtió alegremente, y yo m e encontré en ellas y bebí mucho y comí m á s q u e u n sabañón. SO» S 3 » S©»


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18. L O S H I J O S D E L P E S C A D O R , O E L C A S T I L L O D E LA T O R D E R Á S , I R Á S Y N O V O L V E R Á S .

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(Narrador: J o s é P i n o , de v e i n t e a ñ o s , d e R a n c a g u a . )

P a r a saber y contar, escuchar y aprender. Esteras y esteritas, p a r a sacar peritas; esteras y esterones, p a r a sacar orejones. N o le eche t a n t a s chacharachas, por q u e la vieja es m u y lacha, ni se las deje de echar, porque de todo h a de llevar: p a n y pan p a r a las monjas de S a n J u a n ; p a n y harina p a r a las monjas Capuchinas; p a n y queso, p a r a los t o n t o s lesos. F i n del principio y principio del fin. Atención! H a n de saber que hace muchos años vivían en u n pueblecito de la costa dos pobres viejos, marido y mujer, m u y apreciados de los vecinos por su b o n d a d y por lo serviciales que eran con t o d o el mundo. E l marido era pescador y la mujer se ocupaba de los quehaceres de la casa, que, aunque n o eran muchos, n o dejaban de ser b a s t a n t e s para sus años. Sus bienes se reducían a la choza que habitaban, a la red, u n a yegua, u n a perra y unos cuantos pesos, m u y pocos, por cierto, que habían logrado reunir a fuerza de privaciones y que g u a r d a b a n cuidadosamente p a r a atender a las enfermedades que pudieran sobrevenirles o a cualesquiera otras necesidades imprevistas. Sucedió u n a vez que d u r a n t e varios días le fué m u y mal al viejito en la pesca. Echaba la red y no sacaba n a d a ; sin embargo, los otros pescadores retiraban sus redes llenas. «¿Qué diantres habré hecho yo p a r a que el cielo.me castigue así?»—decía desesperado el anciano; y volvía a echar la red, y n a d a , siempre vacía.


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E n las tardes se iba triste a su casa, y a pesar de q u e su mujer t r a t a b a de consolarlo y le contaba chascarros p a r a hacerlo reir, n o lo conseguía. Se comieron las pocas economías que tenían, y cuando no les q u e d a b a ya ni u n chico, el pobre viejo, llorando, se fué a la playa, m o n t a d o en su yegua como acostumb r a b a hacerlo, y tirando la red al m a r , dijo:—«En nombre sea d e Dios y que se haga su v o l u n t a d » ; y después de u n rato, al retirarla, la encontró t a n pesada, que para sacarla t u v o q u e amarrarla a la cincha de la yegua. M i e n t r a s la yegua t i r a b a la red, el viejo se refrejaba las manos de gusto, y riéndose decía:—«En fin la suerte cambia; tendremos p a r a comer algunos días y a ú n podremos vender algo.» Pero cual no sería su asombro cuando al examinar la red encontró que lo único que había pescado era u n pecesillo que n o medía m á s de u n a cuarta! Y ese ser t a n pequeño, ¿cómo pesaba t a n t o , que él, que era t a n forzudo, no había podido arrastrar la red y había tenido que auxiliarse de la yegua para sacarla? T o m ó su cuchillo e iba a abrir el pescadito p a r a ver lo que lo hacía t a n pesado, y cuando estaba a p u n t o de hacer esta operación, oyó que el pez le decía:—«No m e m a t e s aquí. Llévame p a r a t u casa y allá m e partes en cinco trozos: la cabeza, que te comerás t ú ; la cola, que se comerá t u mujer; los dos costados, q u e d a r á s uno a la yegua y el otro a la p e r r a ; y por último, el lomo, que p l a n t a r á s en el jardín. Si haces lo q u e t e digo, no tendrás de q u e quejarte, y además, en adelante, siempre cogerás pesca en abundancia». Se fué el pescador a su choza e hizo lo que le había ordenado el pececito; y ¡oh maravilla! al otro día t u v o l a v i e jecita dos niños m u y hermosos y t a n parecidos el u n o al otro, que era de confundirlos; asimismo, la yegua t u v o dos potrillos del mismo pelo y del mismo t a m a ñ o ; la perra dos perritos casi iguales, y en el jardín nacieron dos naranjos.


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Desde ese mismo día el viejecito pescó como ningún otro; de m a n e r a que t u v o alimento suficiente p a r a t o d a la familia y pescado p a r a vender en la ciudad vecina. La fortuna le sonreía de todas maneras, pues los niños crecían sanos y robustos y eran excelentes personas. Pasaron los años unos t r a s otros y los niños transformados y a en hombres, cumplieron los veinte. Entonces el mayor, que se llamaba Francisco, quiso salir a rodar tierras, p a r a probar fortuna, y le pidió la bendición a sus padres. Inmediatamente después de abrazarlos, armóse de u n a espada, montó en su caballo y seguido de su perro, partió al galope. Después de algunos días de marcha, llegó a u n a ciudad y n o t ó que la poca gente que a n d a b a por las calles parecía consternada por una gran desgracia. Al mismo tiempo se oían lamentos, llantos y alaridos por todas partes. D e t u v o Francisco a u n a viejecita que iba t o d a llorosa y le preguntó por qué los habitantes d e la ciudad a n d a b a n t a n tristes. — ¡Cómo no hemos de estar afligidos, patroncito, cuando hoy debe comerse el culebrón a la única hija de nuestro rey, la princesa m á s bella y m á s bondadosa q u e se conoce, t a n querida d e los pobres, pues a todos nos auxilia y nos consuela! Ah! esta es la peor desgracia que podía sucedemos! Y la anciana lloraba sin consuelo. —Pero, cuénteme que es eso del culebrón y por qué se v a a comer a la Princesa. — H a de saber, señor, que en la m o n t a ñ a vecina se h a establecido desde hace años, u n culebrón enorme, q u e tiene siete cabezas y al cual nadie h a podido m a t a r , por valiente q u e h a y a sido, pues en c u a n t o le cortan una, al momento renace, y para concluir con él habría que cortarle las siete de u n a vez; pero hasta ahora, señor, ninguno lo h a conseguido, a pesar de que el R e y h a ofrecido como premio la m a n o de su hija, y lo único que se h a sacado es


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que hayamos tenido que lamentar el desaparecimiento de los más nobles caballeros, de los mejores soldados del ejército que t e n t a r o n la aventura. P e r o esto, mi caballerito, n a d a sería; lo peor es que la fiera, para no envenenar el agua, lo cual acabaría con la población del reino, exige que cada año se le entregue una princesa de sangre real; ya se le h a n entregado las primas y sobrinas del rey y no queda sino la única hija que nuestro monarca tiene, a quien t a n t o quiere que se mira en ella, y lo mismo el pueblo entero, que la adora; y hoy a las 12 del día, se vence el plazo, en que el culebrón vendrá a buscarla. La princesa se dirigió t e m p r a n o a la m o n t a ñ a , para que la fiera dé hoy también cuenta de ella. —Pues, por esta vez, buena anciana, el culebrón no saldrá con la suya, que p a r a algo Dios h a dado fuerza a mi brazo y ha infundido valor en mi espíritu. Pidió el hijo del pescador las señas del lugar en que estaba la princesa y, d a d a s por la viejecita clavó espuelas al caballo y partió a t o d a carrera. Halló Francisco a la princesa sentada en u n a piedra, llorando amargamente y enjugándose las lágrimas con su larga y brillante cabellera rubia, cuyas crenchas, sueltas, pendían a uno y otro lado del cuello. El joven t r a t ó de consolarla y le prometió que m a t a r í a al monstruo antes que tocara uno sólo de sus cabellos; y con t a n t a seguridad hablaba, que logró infundir confianza en la princesa. Conversaron u n rato, h a s t a que Francisco, que se sentía fatigado, quiso descansar mientras llegaba la hora del combate, y tendiéndose en tierra y apoyando la cabeza en las faldas de la princesa, se quedó dormido. M o m e n t o s antes, mientras hablaban, la Princesa había dado al joven u n pañuelo, con su cifra, y un valioso anillo, diciéndole que tal vez podría servirle de algo más t a r d e . J u n t o con sentirse la primera campanada de las 12 en los relojes de la ciudad, se oyó u n rugido formidable que conmovió toda la m o n t a ñ a y, naturalmente, despertó al joven. 10


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M o n t a éste apresuradamente en su caballo y empuñando la espada, llama a su perro y se apercibe p a r a la pelea. F u é ésta u n espectáculo digno de verse. E l Culebrón adelantaba las siete cabezas hacia su enemigo y t r a t a b a y a de morderlo con sus afilados colmillos, y a de estrecharlo entre sus cuellos; pero, por u n lado el caballo, que esquivaba los ataques con t o d a rapidez, y el perro, por otro, que acosaba a la fiera con sus dentelladas, le impedían d a ñ a r al hijo del pescador. D e vez en cuando nuestro combatiente lograba asest a r con su espada u n terrible golpe en alguno de los cuellos de la bestia y una de las cabezas rodaba por el suelo; pero era inútil, porque en el mismo instante de ser cort a d a aparecía otra nueva. Largas horas habían transcurrido desde el comienzo del combate, y ninguno de los dos enemigos había conseguido ventaja sensible sobre el otro; pero sucedió que el Culebrón, por defenderse del perro que acababa de abrirle ancha herida cerca de la cola y de la cual m a n a b a sangre en abundancia, dirigió las siete cabezas hacia atrás, y entonces el hijo del pescador, aprovechando de la circunstancia de que el monstruo no podía atacarlo, levantó la espada con las dos manos y, con robusta fuerza, la dejó caer u n poco m á s abajo de donde el cuello se dividía en siete. E l rugido que lanzó el animal al sentirse mortalm e n t e herido, fué tremendo, y se oyó a muchas leguas de distancia; pero, inmediatamente se produjo el silencio m á s completo. El Culebrón no volvería y a a molestar a nadie y el reino se vería libre, en adelante, de t a n cruel enemigo. Francisco bajó de su caballo y, cortando u n a por u n a las siete lenguas de la bestia, las envolvió en el pañuelo de la Princesa y las guardó en su pecho. Mientras t a n t o la Princesa, q u e había presenciado el terrible combate y que a cada m o m e n t o le parecía ver a su defensor t r i t u r a d o en las fauces del fiero monstruo,


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presa del m a y o r terror, enmudeció — y cuando el joven, ya vencedor, corrió hacia ella p a r a subirla a su caballo y conducirla a la ciudad, no p u d o articular ni u n a palab r a y h u b o de limitarse a manifestarle su gratitud por medio de señas. El joven dejó a la princesa en las puertas de la capital y, prometiéndole que volvería en tiempo oportuno, se despidió y fué a alojarse en u n a choza abandonada que se levantaba no m u y lejos y cerca de la cual había agua y pasto en abundancia para su caballo y pesca y caza p a r a él y su perro. E n el mismo día en que se efectuó el combate, un negro, que el cocinero del rey ocupaba en acarrear leña de la montaña, tropezó con el Culebrón, que yacía en tierra todavía caliente, pues no hacía mucho que había sido m a t a d o . El enorme peso del animal impidió al negro cargarlo, a pesar de sus fuerzas, y entonces, a hachazos, lo cortó en varios trozos, que arrojó en el carro de q u e se servía para conducir la leña, y llevándolo a palacio se presentó al Rey, diciéndole que acababa de matarlo y exigiéndole el cumplimiento de la promesa de que casaría a su hija con el vencedor del monstruo. La princesa había llegado pocos momentos antes; pero como había quedado m u d a y estaba como a t o n t a d a de miedo, n o se hallaba en situación de desmentir al miserable negro. Corno parecía evidente que el negro había sido el m a tador del Culebrón, y palabra de Rey no puede faltar, concedió el R e y al negro la m a n o de la Princesa y se convino en que, en unos quince días más, cuando la Princesa hubiera salido del estado de inconsciencia en que se encontraba, se celebraría la boda. Pasaron los días y a u n q u e la Princesa no recobró la palabra, se prepararon los festejos p a r a la celebración del matrimonio. Las fiestas debían comenzar con u n a gran comida, a que asistiría toda la corte. La Princesa estaba desesperada, pero como no podía hablar, a pesar de los


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esfuerzos que hacía p a r a explicar por medio de gestos la impostura del negro, no p u d o darse a entener. Llegó el día del banquete, y el hijo del pescador, que estaba en autos de todo por lo que se decía en la ciudad, cuando fué la hora de la comida, ordenó a su perro que, sin que nadie lo viera, arrebatara al negro su plato. E l perro ejecutó la orden por dos veces seguidas, sin ser vist o ; el negro, creyendo que algunos de los servidores adrede le sacaba los platos ante de tocarlos, formó grande alharaca y se armó el alboroto consiguiente. La tercera vez, Francisco m a n d ó al perro que se dejara ver; y al ser sorprendido en el acto de robar el plato al negro, el R e y ordenó a sus guardias que lo siguieran y trajeran a su presencia al amo del perro. C u a n d o llegaron a la choza en que el joven se hospedaba, el capitán de la guardia le intimó orden de seguirlo, pero Francisco dijo que sólo iría si lo iban a buscar en coche, porque él era quien debía estar en la mesa sentado al lado de la Princesa en lugar del horrible negro, que no pasaba de ser u n impostor; que se le llevara a n t e el R e y no en calidad de preso, sino en la forma que indicaba y probaría palmariamente lo que acababa de decir. Volvió el capitán con el mensaje a n t e el monarca y a pesar de las protestas del negro, con gran contento de la Princesa y de las damas y señoras de la corte dispuso el R e y que trajeran al joven en coche, como él lo pedía, para oir sus alegaciones. Al entrar Francisco en la sala del convite, llamó la atención de los circunstantes, por su varonil hermosura y por su cortesanía. Pidió permiso al R e y para hablar y, concedido que le fué, preguntó al negro si las cabezas del Culebrón (que a ú n se conservaban como recuerdo y permanecían expuestas a la admiración del público), estaban completas cuando las había traído a la ciudad. E l negro contestó que estaban completas; pues él n a d a les había sacado ni notó q u e n a d a les faltara; que después de termi-


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nado el combate que había sostenido con la fiera, se había limitado a cortar con su hacha el cuello principal del animal. Francisco pidió entonces al R e y y a todos los presentes que t o m a r a n n o t a de lo que acababan de oir, y tornó a p r e g u n t a r al n e g r o : —¿Estás seguro de que nada les faltaba? ¿Todas tenían sus dos ojos, sus dos orejas, su lengua? —Supongo que todas las tendrían, porque, como he dicho, yo n a d a les saqué. — D e manera, repuso el joven, dirigiéndose al Rey, que si yo tuviera en mi poder o los ojos, o las orejas, o las lenguas del Culebrón, ¿sería yo el m a t a d o r del monstruo? Y a que después que le trajeron a palacio yo no habría podido sacárselos, pues si lo hubiese tentado, me lo hab r í a n impedido los guardias que, según he oído, lo h a n custodiado día y noche. —Así es—contestó el Rey. —Así es— m u r m u r a r o n los que estaban en la mesa. — P u e s bien, aquí están las siete lenguas del monstruo, que yo corté después de matarlo, y envolví en este pañuelo con la cifra de la Princesa, que ella misma m e entregó antes del combate. Con esto queda comprob a d o que el negro es u n miserable embustero que no hizo otra cosa que dividir el cadáver del monstruo que yo había dejado abandonado mientras conducía a la princesa a la ciudad; y a mayor abundamiento, he aquí u n anillo que también ella me obsequió y que si su Majest a d m e permite colocaré en la m a n o de su antigua dueña. A u n a señal de asentimiento que el Rey hizo, F r a n cisco se acercó a la Princesa, y en cuanto el joven colocó el anillo en su mano, la gentil niña recobró el habla y exclamó: —¡Padre, este es mi salvador; él es el verdadero matador del culebrón! El R e y ordenó a la guardia que en el acto sacaran al negro de la sala y lo despeñaran desde la cumbre de u n


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cerro m u y alto, que servía p a r a ajusticiar a los criminales; y a Francisco que se sentara al lado de la Princesa, que desde ese momento pasaba a ser su prometida. La fiesta, que había comenzado en medio de la m a y o r tristeza, pues la vista del negro los tenía a todos desazonados, se tornó en francamente alegre y terminó con la celebración del matrimonio del hijo del pescador con la princesa. C u a n d o los novios estuvieron en sus habitaciones, el joven se asomó casualmente a u n a v e n t a n a y vio que a la distancia se elevaba u n a gruesa columna de h u m o rojizo. —Parece que h a y u n incendio—dijo Francisco a la Princesa. — N o es u n incendio—le contestó ella;—es el h u m o de la fogata que todas las noches encienden en el castillo de la «Torderás, irás y no volverás», —¡Qué nombre m á s raro tiene ese castillo! —Se llama así porque el que a él va, no vuelve. —Pues n o le valdrá a ese castillo el nombre de la «Torderás, irás y no volverás», porque yo iré y volveré. La princesa rogó con insistencia a su marido que no fuese, que no se expusiera al peligro, pero Francisco le contestó: —Si triunfé del Culebrón que t a n t o daño causaba al reino, ¿por qué n o venceré los peligros que en el castillo p u e d a n presentárseme? Y saliendo de las habitaciones, se fué a la caballeriza y sin m á s compañía que su fiel perro partió a la luz de la Luna. Aquel h u m o rojizo que a p a r e n t a b a estar no m u y dist a n t e del palacio, parecía alejarse a medida que el joven avanzaba hacia él; y sólo en la m a ñ a n a , después de u n a marcha continua de la noche entera, logró él acercarse- al castillo. Pero ojalá nunca hubiera llegado h a s t a ahí, porque no bien se encontró en ese sitio, comenzó a salir, como si del suelo brotara, u n a m u c h e d u m b r e de viejas


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horribles, que lo rodearon y que dándose fuertes tirones de la cabellera, se arrancaban pelos que arrojaban al intruso que iba a turbarlas en su reposo. Al principio n a d a ocurrió, pero en el mismo instante que uno de los muchos pelos de las viejas, que flotaban en el aire, tocó a Francisco, t a n t o éste como su caballo y su perro se convirtieron en piedras. Volvamos ahora a casa del pescador, que y a es tiempo. Desde que Francisco salió de casa de sus padres, ni éstos ni el h e r m a n o que quedó con ellos habían tenido noticias suyas. Se consolaban de la ausencia del deudo querido visitando diariamente el naranjo que había nacido al mismo tiempo que él, de u n o de los costados del pescado, y que a él le había correspondido. Viéndolo y cuidándolo, les parecía estar con Francisco. U n día el árbol que h a s t a entonces había crecido esbelto y lozano, amaneció mustio, con las hojas amarillas, como si estuviera a p u n t o de secarse. Al verlo en este estado, Domingo, gemelo de Francisco, dijo a sus p a d r e s : —A Francisco debe haberle ocurrido alguna desgracia, porque su naranjo h a amanecido enfermo. Si me d a n permiso, salgo inmediatamente en su socorro. Bendijéronle sus padres; y ciñéndose la espada, m o n t ó en su caballo y partió a la carrera, acompañado de su perro, h a s t a llegar a la misma ciudad a que había arrib a d o su hermano L a primera persona a quien encontró fué aquella viejecita que contó a Francisco la historia del Culebrón. Domingo la saludó cariñosamente y le preguntó por las últimas noticias que circulaban en la ciudad. L a viejecita le refirió cómo un joven m u y parecido a él, casi igual, que había llegado días antes había librado a la Princesa y al reino del Culebrón; el matrimonio del joven con la Princesa y la desaparición del novio; todo sin omitir detalle ni circunstancia de interés. P o r los datos de la anciana, no d u d ó Domingo que el


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desaparecido era su hermano, y p a r a averiguar mejor las cosas, se dirigió al palacio. Los guardias creyeron que era el esposo de la Princesa y lo dejaron pasar. L a Princesa también creyó que era su marido y lo recibió con mucha alegría. —¿Qué t e habías hecho en estos tres días?—le dijo— Creía que t e había acaecido alguna desgracia: que el caballo t e hubiera arrojado, que t e hubieran a s e s i n a d o . . . — P o r suerte, hija, no me h a pasado n a d a serio; me extravié y m e costó mucho dar con el camino; pero, dime: ¿qué es ese h u m o rojizo que se divisa a lo lejos? —Pero, hijo, ¿qué se te h a hecho la memoria? ¿No te acuerdas que t e dije la otra vez, en la noche de nuest r o casamiento, que ese h u m o salía de la «Torderás, irás y n o volverás» ? ¿Y que, efectivamente, el que iba a él iba pero no volvía, y que, a pesar de mis súplicas, montaste en t u caballo y te fuiste? —Ciertamente, ahora me acuerdo; pero, como acabo de decirte, m e extravié. Sin embargo, iré de nuevo y volveré. Domingo comprendió, por la conversación anterior, que a su h e r m a n o le había sucedido algo grave en su expedición al castillo, y se propuso salvarlo. Se despidió de la princesa con u n «hasta luego» y, m o n t a n d o en su caballo, partió en dirección al castillo, seguido de su perro. Al amanecer llegó a inmediaciones del castillo, y vio como salían las horribles viejas a estorbarle el paso, y como le tiraban los cabellos que se a r r a n c a b a n de la cabeza; y adivinando con qué fin lo hacían, desenvainó la espada, clavó espuelas al caballo y arremetió contra las brujas. T a n t o menudeó los golpes y con t a n t o acierto, que en pocos minutos n o quedó en pie sino u n a de las arpías. Iba Domingo a matarla, pero ella se arrodilló suplicante, y le dijo: —¡Perdóname la vida, señor, y t e devolveré a t u hermano, que está encantado!


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— E s t á bien—le dijo Domingo—no te m a t a r é , pero desencantarás no sólo a mi hermano, sino a todos los demás que estén encantados en este castillo maldito y en sus dependencias; e inmediatamente después saldrás de este país p a r a no volver más a él, so pena de la vida. L a vieja cortó una varita de u n árbol que estaba allí cerca y con ella fué tocando u n a por u n a las piedras diseminadas en el suelo y, a medida que las tocaba, se convertían en gallardos mancebos, montados en briosos caballos. U n a vez que no quedaron piedras, la vieja hechicera, seguida siempre de Domingo, a r m a d o de su espada, penetró en el castillo, desde cuya p u e r t a se divisaban interminables galerías de estatuas de mármol que represent a b a n bellísimas niñas: unas de pie, otras sentadas, otras de rodillas, etc. También las fué tocando la vieja con la varita, y en cuanto sentían su contacto, se animaban y descendían de sus pedestales. E r a n las numerosas jóvenes que el Culebrón, en vez de devorarlas, como todos lo creían, llevaba al castillo, en donde eran transformadas en est a t u a s por las hechiceras. Francisco y Domingo se abrazaron cariñosamente, y sin pérdida de tiempo emprendieron marcha a la ciudad, seguidos de los innumerables jóvenes de uno y otro sexo recientemente desencantados, que entonaban loores a su libertador. Llegaron a palacio y Francisco contó al Rey y a la Princesa las peregrinas aventuras q u e les habían acaecido. Al día siguiente se celebró el fausto acontecimiento con un gran banquete, al que concurrió toda la familia real y los jóvenes salvados por Domingo. El fué, naturalmente, el héroe d e l a fiesta, y a cada m o m e n t o se le aclamaba. Invitado por el Rey a que escogiera la que más le agradara p a r a esposa, entre las jóvenes salvadas por él mismo, todas las cuales eran de sangre real, fijó su atención en u n a que descollaba entre todas por su aspecto dulce y modesto. E r a prima de la princesa, mujer de su hermano, y m u y querida del Rey y de ella. T


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Con ella se casó y fijaron su residencia en el antiguo castillo de la «Torderás, irás y no volverás», el que, libre de la maléfica influencia del Culebrón y de sus servidoras, se había transformado en u n a espléndida mansión. Domingo le cambió el fatídico nombre con que era conocido, por el de «Castillo de la Torderás, si a él vas, contento volverás»; y en efecto, quien lo visitaba salía plenamente satisfecho de la magnificencia con que era atendido por sus dueños. Francisco y Domingo no olvidaron a sus padres en la prosperidad: los llevaron a su lado y los honraron como buenos hijos. Dios los premió, haciéndolos felices h a s t a el fin de su vida, que fué larga y se deslizó dulcemente, sin penalidades ni contratiempos. Y aquí se acabó el cuento, y se lo llevó el viento, y se entró por la puerta de un convento; los frailes, que lo oyeron, quedaron m u y alegres; los mochos .y sirvientes se cayeron de contentos.

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19. E L C O M P A D R I T O L E Ó N , P O T I T O Q U E M A D O

( C o n t a d o por B e a t r i z M o n t e e m o s , d e T a l c a , de 5 0 a ñ o s , en 1 9 1 1 ) .

E s t e era u n Rey m u y rico, que tenía u n M o n i t o m u y ladrón, y el monito iba todas las noches a- robarle charqui para comérselo con sus amigos. Un día fué el Rey a la bodega para ver cuanto charqui le quedaba porque lo iba a vender al día siguiente. E l Rey, al entrar a la bodega, se cayó de espaldas del


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susto que le dio porque encontró t a n poquito charqui. Llamó entonces al M a y o r d o m o y le dijo:—¿Tú has vendido charqui? E l M a y o r d o m o le contestó:—Yo no, su mercé; yo p a r a n a d a he entrado a la bodega y ni siquiera he visto el charqui. E l Rey se puso a contar el charqui para ver si en la noche se lo iban a robar; u n a vez que contó los líos, llam ó a sus mozos y les m a n d ó que t o d a la noche hicieran ronda por la orilla de la bodega y pudieran pillar al ladrón, advirtiéndoles que a la m a ñ a n a siguiente vendría a saber lo que había pasado. Los pobres mozos casi se murieron de frío en la noche, y n o vieron a nadie. Al otro día tempranito fué el R e y a preguntar si habían visto al ladrón. Los mozos le constestaron que no habían visto a nadie. Entonces llamó al Mayordomo, entró con él a la bodega, contó de nuevo el charqui y vio que le falt a b a n muchos líos. Enojado como u n diablo, porque creía que el M a y o r domo era el ladrón y se estaba haciendo el leso, le dijo:— T e doy de plazo dos días p a r a que pilles al ladrón, y si en los dos días no lo has pillado, con t u cabeza pagarás el charqui que se ha perdido. Y se fué dejando todo afligido al pobre Mayordomo. C u a n d o el M a y o r d o m o se quedó solo, se puso a decir:— ¡Buena cosa, que mi amito sea t a n injusto conmigo, cuando y o ni malicio quien pueda ser el ladrón! Cansado de t a n t o pensar el pobre hombre, se le. ocurrió ir donde u n a vieja bruja que tenía pacto con el diablo, p a r a pedirle consejo. Se fué donde la vieja y le contó todo lo que le había pasado y lo que el R e y le había dicho. La vieja le dijo que no fuera miedoso porque n a d a le pasaría.—"Vayase a la casa—le dijo—recoja h a r t a s chamisas y haga u n a fogata bien grande adentro de la bodega y se fija bien por donde sale el h u m o y viene a avisármelo".


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El M a y o r d o m o se fué contento porque y a el R e y n o mandaría cortarle la cabeza. Agarró las chamisas y les atracó fuego. Ligerito vio el h u m i t o que salía por un portillito que había en u n rincón. Al tirito se fué donde la vieja y le dijo que el h u m o salía por u n portillito que había en u n rincón. Entonces la vieja le dijo que hiciera u n mono de liga y le pusiera en las manos u n a baraja y pusiera u n a mesa con h a r t a plata en u n lado y u n a vela encendida en el otro, y que todo lo arreglara m u y bien y lo pusiera frente al portillo y volviera al otro día. El M a y o r d o m o se fué e hizo todo lo que la vieja le había encargado. Después que dejó todo arreglado, se fué dejando bien cerrada la bodega. E n la noche llegó mi buen Monito, que se entraba por el portillito, y vio al compañero con la baraja en la m a n o y con tantísima p l a t a en la mesa que llegó a saltar de gusto, porque decía:—«Esta noche le gano toda la p l a t a y me voy a remoler donde mis chiquillas con p l a t a y con h a r t o charqui». E n t r ó como de costumbre, y le dijo al otro m o n o : — Y a estoy aquí, compañerito de mi a l m a ; vamos a rifar quien talla. Y agarró u n a chaucha y la tiró p a r a arriba diciendo: —¿Cara o sello? Sello! te tocó a t i ; y a está; principia. Y como el mono de liga estaba quieto, el M o n i t o le dijo: — C o n t r a na estáis enojado, porque si no me jugáis, t e quito la plata y te pego. E l Monito viendo, que la hora se pasaba y el otro no jugaba, le quitó la baraja y se puso a tallar él. Luego tiró dos cartas y le preguntó: —¿A cuál v a y vos?; y el otro mono callado. Le dijo entonces: —Bueno, ya que no querís escoger, escogeré y o ; te apuesto cien pesos a la sota de oro; y el otro mono, callado.


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El M o n i t o tiró y ganó, y siguió jugando h a s t a que le ganó todita la plata al otro. Después dijo: — M e teníay que dar m á s plata, todavía, porque me habís quedado debiendo; y el otro mono callado. Y le h a d a d o t a n t a rabia al M o n i t o porque el otro no le contestaba ni le hacía caso, que le dijo: — Y a que vos no m e pagáis, yo t e pagaré; y le endilgó u n puñete t a n fuertazo que lo botó de la silla. Quedó el M o n i t o pegado de la m a n o derecha. Entonces le dijo al mono de liga: —Si no m e soltáis, te m a n d o otro puñete, cosa que te haga escupir tachuelas. Y el mono callado. Le m a n d ó entonces otro puñete, y se quedó pegado de la m a n o izquierda. Después le dijo: —Si no me soltáis, t e m a n d o u n a pata que te hago estorn u d a r pejerreyes. T a m b i é n le m a n d ó la p a t a d a y también quedó pegado de la p a t a derecha. Después le largó u n a p a t a d a con la p a t a izquierda, y se quedó pegado de esta p a t a . Después le lanzó un colazo, y quedó pegado de la cola. Después le m a d ó u n guatazo, y se quedó pegado de la guata. Y a no le quedaba libre más que la cabeza. Entonces le dijo: —Suéltame, monito lindo, te doy toda la plata que t e he ganado, t o d a la que yo traía, y toda la que t ú queray. Y el otro mono callado. Entonces vio que era lesera rogarlo, y le m a n d ó u n cabezazo a m a t a r l o : y también quedó pegado d é l a cabeza. A todo esto venían ya las claras del día y el M o n i t o estaba frito. Llorando estaba el M o n i t o su desgracia y lamentándose de su suerte, cuando llegó el M a y o r d o m o y lo vio. Entonces casi se volvió loco de gusto el Mayordomo, porque había pillado al ladrón. M á s que ligerito se fué donde el Rey p a r a avisarle que el ladrón había caído en


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la t r a m p a . El R e y fué corriendo a ver quien era el ladrón, y cuando entró en la bodega se quedó abismado de ver a su M o n i t o preso; y le h a d a d o toitita la rabia, q u e m a n d o que lo sacaran y lo a m a r r a r a n a los castaños p a r a que le echaran dos fondos de agua hirviendo y le metieran por el p o t o u n b a r r a de fierro que estuviera bien caldeada. Sacaron los mozos al M o n i t o y lo amarraron a los castaños y se fueron a calentar el fierro y el agua. C u a n d o estaba solo el Monito, acierta a pasar por ahí su compadre León, que le p r e g u n t ó : —Qué está haciendo ahí, compadrito? Apuesto que me lo h a n pillado robando castañas. Entonces el M o n i t o le contestó: —¡Ay compadrito, si Ud. supiera lo que me pasa, estoy seguro que no se reiría de m í sino que me salvaría! El compadre León al oirlo hablar con t a n t a pena, le preguntó: —¿Qué le pasa, compadrito? Y el M o n i t o le contestó: —¡Qué malos son commigo, compadrito! ¿a quién se le ocurre que un M o n i t o t a n chico como yo se va a comer una ternera tamañaza, y más no teniendo ni u n a pisquita de ganas de comer? ¿por qué, compadrito, usted que es t a n bueno y es bien grande no se come la ternera y me salv a a mí? El compadre León llevaba h a r t a hambre, porque hacía hartazos días que no probaba ni agua, así es que le dijo al M o n i t o : —Bueno, pero ¿qué h a y que hacer? Entonces el M o n i t o le contestó: —Primero me tiene que cortar las amarras, quedando usted en mi lugar. Después v e n d r á n dos hombres a preguntarle si se come la ternera, y usted les dirá que sí, que se la come toitita. Entonces le entregarán la ternera y lo dejarán en paz con su pancita bien llena.


CUENTOS POPULARES E N

CHILE

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— M u y bien le dijo el compadre León, manos a la o b r a ; y ligerito desató al Monito, y se puso él en su lugar p a r a que lo amarrara. E l M o n i t o lo amarró bien a m a r r a d o p a r a que n o se fuera, y cuando acabó de amarrarlo, le dijo: —Adiós, compadrito León, que goce mucho con la ternera y que no se v a y a a empachar. Y se fué, dejando al compadre León bien a m a r r a d o y con la boca que se le hacía agua. E l compadre León llegaba a menear la cola de contento y no hallaba las horas que le trajeran la ternera. P o r fin llegaron los hombres con los fondos de agua hirviendo y la barra de fierro, que llegaba a venir coloradita de lo caldeada que estaba. E l León creyó que la barra era el asador que había servido p a r a asar la ternera y que a la ternera la traían en los fondos. E n cuanto llegaron los hombres le dijeron: —Ah! endenantes erais M o n i t o y ahora te volvisteis leoncito; pero esto no te servirá de nada. E l compadre León, creyendo que le preguntaban si se comía la ternera, contestó: —¡Si me la como! ¡Si me la como! —Si y a t e la vais a comer, M o n i t o diablo, le dijeron; y diciendo y haciendo, le h a n echado encima los dos fondos d e agua hirviendo y me lo h a n dejado lo mismo que pollo en p u n t o de echarlo a la cazuela; y más que ligerito y antes q u e el compadre León se repusiera, le han metido la b a r r a caldeadita por el poto, y se lo dejaron lo mismito que luche. El compadrito León, del dolor que le dio, cortó las amarras y se arrancó antes que le hicieran otra cosa peor. Se fué b r a m a n d o lo mismito que u n buey cuando lo marcan. C u a n d o iba corriendo, le salió al camino su compadre M o n i t o y desde lejitos le dijo: —¿Qué hubo, compadrito León, potito quemado? ¿se comió la ternera? ¿Bueno que estaría bien rica, no?


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RAMÓN

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El compadrito León potito quemado casi n o podía hablar del dolor; pero se paró u n r a t i t o y le contestó: Y a m e las pagarís bien, M o n i t o picarón. U n a vez que se mejoró el compadrito León potito quemado, se fué donde una comadre Zorra que tenía, que era el mismo diablo y veía debajo del agua, a preguntarle como haría para pillar al Monito. L a comadre Zorra cuando vio a su compadre León con el poto quemado, casi se murió de la risa que le dio y le hizo muchísima burla. Después que se cansó de reir, le aconsejó al compadre León q u e se fuera a la orilla del río y se escondiera bien detrás de u n a piedra, sin hablar ni u n a sola palabra, porque todos los días iba el M o n i t o a t o m a r agua ahí. El compadre Leoncito potito q u e m a d o le dio las gracias, y se fué a donde la Zorra le había dicho y se escondió y esperó que llegara el Monito. E n esto estaba cuando llegó el M o n i t o y le mereció ver la p u n t a de la cola al compadrito León. Entonces el M o n i t o se puso todo malicioso y antes de t o m a r agua comenzó a decir: —Agüita ¿te t o m a r é ? . . . Agüita ¿te t o m a r é ? . . . Agüit a ¿te t o m a r é ? . . . Y así siguió h a s t a que el compadre León se aburrió y le dijo: — T ó m a m e no más, Monito. Entonces el M o n i t o dijo: — Y o n o t o m o agua que habla, porque ahí está mi compadre Leoncito potito q u e m a d o : y se arrancó antes que el compadre León lo pillara. El compadre León salió de su escondite rabiando porque no había pillado al Monito y se fué a donde la comadre Zorra a contarle lo que le había pasado. L a comadre Zorra casi le pegó al verlo t a n tonto, y después que lo retó bien e dijo: —Vaya otra vez a ponerse detrás de la misma piedra y no le diga ni u n a palabra, aunque esté todo u n día esperando.


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El compadre León prometió quedarse callado y se fué ligerito a esconderse antes que llegara el M o n i t o y lo pillara. Después de mucho rato llegó el M o n i t o con un palito en la m a n o y se puso a decir lo mismo que la primera vez: Agüita ¿te t o m a r é ? . . . Agüita ¿te t o m a r é ? . . . Agüita ¿te t o m a r é ? . . . hasta que se cansó, y como nadie le contestara, se puso a t o m a r agua. E n esto estaba cuando el compadre Leoncito potito q u e m a d o pegó u n salto y me lo pescó al M o n i t o de u n a mano. El Monito, todo afligido, le dijo: Mire, compadrito, perdóneme por esta vez,—y el de León n o le hacía caso. —Bueno, compadrito, y a que no me perdona, no me agarre de esa manito porque la tengo enferma; agárreme esta otra. El compadre fué a agarrarle la o t r a m a n o ; pero en vez de la m a n o le agarró el palito que le alargó el M o n i t o . D o n d e el Monito, en c u a n t o se vio libre, se arrancó gritando : —¡Buena cosa, mi compadre Leoncito potito q u e m a d o ! por agarrarme la m a n i t o m e agarró el palito. El compadre León agarró el palito y lo hizo pedacitos, j u r a n d o y perjurando porque el M o n i t o había vuelto a hacerlo leso. Otra vez se fué donde la comadre Zorra. La comadre, al saber lo que había pasado, agarró u n a varilla y le sobó el lomo al compadrito León para que se le quitara lo pavo. Después que le dio unos cuantos varillazos, le dijo: —Vayase a la m a t a de p a l m a donde el M o n i t o v a a almorzar, por detrás de los sauces p a r a que así n o lo vea, y no le haga caso de nada, y lleve u n b u e n cordel p a r a que lo traiga a m a r r a d o . El compadre León le dio las gracias a su comadre Zorra y le prometió seguir su consejo al pie de la letra.


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RAMÓN

A.

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Desde arriba de la palma divisó el Monito al compadre León, que venía haciéndose el lesito, y se puso a gritarle: — C o m p a d r i t o León potito quemado, ¿por qué no se sube a la palma a comer coquitos conmigo? ¡mire que est á n m u y ricos! Al León se le hacía agua el hocico y ya le parecía que estaba comiendo coquitos; pero se acordó del encargo de su comadre Zorra y de los varillazos que le había dado, y le contestó al M o n i t o : — N o quiero cocos, a comerte vengo. Pero el M o n i t o le dijo: — S u b a no más, compadrito, después que comamos coquitos me come a mí. Tíreme u n a p u n t a del cordel y usted se a m a r r a de la otra a la cintura y yo lo subo. Y a se estaba haciendo tarde, así es que el compadre León, de p u r o aburrido que estaba, hizo lo que el M o n i t o le indicaba: le tiró el cordel y él se amarró bien a la cint u r a . E l M o n i t o le decía: —¡Ay compadrito! ¡cuántos coquitos se va a comer, y después me comerá a mí! Mientras el León iba subiendo, el M o n i t o se iba bajando. C u a n d o el compadre León iba a llegar arriba, vio que el M o n i t o estaba abajo. Lleno.de rabia le dijo: —¡Ah, picaro! me habís engañado! pero me las tenis que pagar no más!;—y ya se iba a bajar, cuando le dice el Monito: — Y a está frito mi compadrito León potito q u e m a d o ; y lo amarró bien firme a la palma, dejando al pobre Leóncito colgado. El M o n i t o principió a hacerlo rabiar, diciéndole que era u n tonto, que y a lo había hecho leso tres veces y todavía no escarmentaba y que para celebrar la diablura que había hecho se iba a robar m á s charqui. El compadre León y a estaba desesperado porque nadie lo sacaba, sino que, al contrario, pasaban y le hacían burla como u n diablo. E n esto pasó su comadre Zorra y lo vio y en vez de apurarse en sacarlo, lo principió a retar. El compadre León


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le pedía perdón diciéndole que y a no iba a ser más t o n t o . Entonces la comadre Zorra lo perdonó, y por librarlo m á s luego, cortó el cordel; donde el pobre León, hijito 'de mi alma, casi se m a t ó del costalazo que se dio. La comadre Zorra, después que lo retó otra vez bien retado, le dijo: —Mire, compadre, fíjese bien en lo que le voy a decir, porque si no hace lo que yo le digo, yo misma le doy la contra. Vayase a la cueva de la bruja que está detrás del cerro del Palomo, y ahí me pilla al M o n i t o con toda seguridad, porque ahí v a todos los días a machacar el charqui. Y adiós, compadre, no se le olvide lo que le digo, y no vaya a ser cosa de que vuelva a meter la p a t a otra vez. El compadre León potito q u e m a d o se fué a donde la Zorra le había dicho. C u a n d o llegó a la cueva, pilló adent r o a mi buen Monito, machacando charqui. El compadre Leoncito se paró en la p u e r t a y le dijo: —¡Ah M o n i t o picaro, al fin t e voy a m a t a r , después de t a n t o tiempo que te has reído de mí! E l Monito, sin afligirse ni apurarse, le dijo: —¡Buena cosa, compadre, que usted se moleste t a n t o por mí, cuando yo estaba pensando ir ahora mismito a verlo para pedirle perdón. —Picaro, le dijo el León ¿todavía no estay contento con lo que te hay reído de mí? pero ya no te reirís más, porque t u fin ha llegado. Reza el acto de contrición. Entonces el M o n i t o le dijo: — B u e n o ; y a que viene t a n guapo, sírvase u n pedacito de charqui, que está m u y rico. — N o quiero—le contestó el León;—el único charqui que voy a comer eres t ú ; así es que prepárate. —Bueno—le dijo el Monito;—pero como todos los reos que están en capilla tienen derecho de pedir y que se le conceda u n a gracia, yo pido que p a r a que mi compadre León m e coma mejor, me deje acabar este charqui, y después, para que yo no sufra Vtanto, usted abre la boca y


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RAMÓN

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cierra los ojos, y y o me tiro de cabeza dentro d e su hocico. Pero, mi compadrito Leoncito ¿por qué no me perdona mejor? si todo lo que le hey hecho h a sido p u r a broma, por juar n o más, y para ver que cara ponía! Aburrido y a el León de t a n t a lata y pensando que se le podía escapar, le dijo: — Y a t e has comido todo el charqui y te he concedido todo lo que t ú querías, así es que t e espero. El compadre León se sentó en la puerta, y el M o n i t o le dijo: —¡Ya voy! Entonces el compadre León abrió la boca y cerró los ojos; pero el pobre León no contaba con lo que le iba a p a s a r : el M o n i t o tomó la piedra en que estaba machacando el charqui y se la zumbó en toita la cabeza, haciéndosela pedacitos. El Monito, contento de su obra, se puso a bailar de gusto, y quiso conservar u n recuerdo de su compadrito León, que t a n t o y con t a n poca suerte lo había perseguido. Agarró u n cuchillo y se puso a descuerarlo. C u a n d o y a acabó de sacarle el cuero, lo puso al sol p a r a que se secara. Al otro día volvió y como lo encontró seco, se puso a hacer u n lazo con el cuero del pobre Leoncito. C u a n d o acabó de hacerlo, se puso en la p u e r t a a bornearlo p a r a ver cómo le había quedado. E n esto estaba, cuando pasó la Zorra y le dijo: —Qué bonito t u lacito, M o n i t o ; ¿querís que lo probemos? —Métele—le dijo el Monito. Después de pensar como lo habían de probar, el Monito le dijo: —Nos tiramos el lazo u n a vez cada uno, y el que caiga primero tiene q u e servir de caballo al otro. —Pero yo lo tiro primero, por ser m á s grande q u e t ú , le dijo la Zorra. —Bueno—contestó el Monito—pero desgraciada de t i si no me lo a p u n t a s .


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CHILE

L a Zorra agarró el lazo y se puso a bornearlo mientras el M o n i t o se preparaba para pasar: — Y a está — le dijo la Zorra;—y el M o n i t o pasó como u n diablo sin que la Zorra lo pillara. — E s t a y frita, Zorrita; t ú en mis lazos caerís y mi yegüecita serís! C u a n d o ha pasado la Zorra y el buen Monito le ha echado el lazo medio a medio de la g u a t a ; ei Monito le dijo: —¡No te lo decía yo! Ahora t e voy a ensillar y por los potreros saldremos a andar. Se arregló u n a m o n t u r i t a con los pedazos de cuero que le habían sobrado y las echó el b u e n M o n i t o a caballito en la Zorra L a Zorra iba t o d a rabiosa porque la habían cazado; pero dijo: — Y a me las pagará el M o n i t o de miéchica!—y lo llevó por unos potreros donde había muchos campesinos. El M o n i t o como iba diciéndole:—Puchas que me ha salido rica la potranquita,—no se fijó por donde lo llevaba. C u a n d o los campesinos vieron a la Zorra, creyeron que se iba a comer las gallinas y le echaron los perros. La Zorra se arrinconó a la orilla de la zarzamora; pero como vio que no estaba segura porque los perros ya se la comían, miró p a r a u n lado y otro a ver si había por donde arracar; y h a merecido ver un portillito, hijito de mi alma, pues, y las ha envelado como u n diablo dejando al pobre M o nito encajado en la zarzamora, donde lo pillaron los perros y se lo comieron sin dejar ni tampoco un huesito ni p a r a u n remedio. L a comadre Zorra, del susto que lleva, está corriendo todavía; y colorín colorado, el cuento está acabado, y pase por u n zapatito roto p a r a que usted me cuente otro.

El cuento que sigue, variante

contado por

la misma

de la parle final del que acaba de

Beatriz

leerse.

Monlecinos,

es una


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RAMÓN

A.

LAVAL

20. E L M I Ñ A C O (1)

(Beatriz M o n t e e m o s )

E s t a era una viejita que tenía u n hijo, m u y chiquito, pero m u y habilosazo y se llamaba Miñaco. U n día le dijo a la m a d r e que iba a buscar empleo y se fué adonde un León que tenía barra para poner a los presos, y entonces estaba la Leona cuidándolos, y se fué a hacer el t r a t o adonde don Leonardo, que era el León, y le dijo que lo t o m a b a para irle a dejar el almuerzo y la comida a la Leona. D e t a n t o viaje, ya se aburrió y dijo que iba entonces a m a t a r a la Leona, para no ir más. Como dos días se estuvo previniendo, m a c h a c a n d o ají, pimienta y sal y de otras cosas fuertes p a r a m a t a r a la Leona. Entonces, u n día, cuando ya no había ningún preso, preguntó que para qué era esa b a r r a ; le contestó la Leona que para poner a los hombres malos que hacían robos, muertes o salteos. La Leona le dijo que pusiera el pie y entonces le dijo el Miñaco que ella lo pusiera primero para aprender como ponían a los presos, y la Leona le puso el pie. U n a vez puesto el pie la Leona, el Miñaco le puso llave a la barra y le dijo que hiciera empeño a salirse. Hizo empeño la Leona a salirse. Entonces el Miñaco le dijo: —¡Ay por Dios, pues!, esto y a no lo voy a hacer n u n c a ; pero lo que tengo pensado de hacer no dejo de hacerlo; y mete las manos a los bolsillos y le planta el, ají en los ojos, en la boca y en el poto, y se fué. L a Leona, de t a n t o costalearse, y presa, se murió. il)

¿E! M e ñ i q u e ?


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Y viendo que el Miñaco no volvía, el León se puso en acuerdo por qué no llegaba, y salió a buscarlo y n o lo encontró por ninguna parte, h a s t a que llegó allá d o n d e estaba la Leona y la encontró muerta. Entonces n o hizo empeño a sacar la Leona sino a buscar al Miñaco p a r a agarrarlo y matarlo luego. Entonces y a cuando lo alcanzó, dijo el Miñaco:—«¿A d ó n d e m e m e t o ? » N o t u v o m á s tiempo que p a r a arrancar y meterse en u n a cueva de h o r migas ¡Miren Uds. dónde se metió!, así por que el León no hallaba a quien dejar cuidándolo, y a n d a b a por casualid a d u n J o t e amigo y lo llamó el León y le dijo: —Mire, amigo, venga, cuídeme aquí—le dijo—mientras voy a la casa a buscar una b a r r e t a . Mientras que el León fué, el J o t e no sabía a quien tenía dentro. Empezó a mirar el J o t e p a r a adentro a ver quien era y el Miñaco vino entonces y agarró u n p u ñ a d o de tierra, se la tiró a los ojos al J o t e y arrancó. C u a n d o llegó el León, halló al J o t e ciego y le dijo que se fuera y siguió al Miñaco. A mucho que había andado, lo volvió a alcanzar. Entonces el Miñaco corrió a unos álamos que h a b í a n m u y lejos y m u y altos para subirse arriba y que el León n o lo alcanzara, y decía: —Si el tío Leoncito me alcanza, m e come no más, por la maldá que le hey hecho, que no h a sio chica. C u a n d o y a llegó el León, subió p a r a arriba tamién a ver si lo podía alcanzar y caía p a r a abajo. Entonces dijo el M i ñ a c o : «Esto está malo; el tío Leoncito m e alcanza y me come,»—y quebró u n gancho del mismo álamo, y como era habiloso, el León que iba a estirar la m a n o p a r a pescarlo, y el Miñaco le pegó u n palo en la m a n o con que estaba pescado y cayó el León, y quedó solo la bolsa (1). Entonces dijo el Miñaco «Ahora si que estoy bien p u e s Ti

Q u e d ó m u e r t o , h e c h o una bolsa d e h u e s o s , informe.


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RAMÓN

A.

LAVAL

to,» y se bajó y dei cuero del León muerto hizo m o n t u r a y riendas y salió con ellos al hombro. E n una de éstas iba atravesando una Zorra por el camino y le dijo la Zorra: — ¿ P a r a dónde vas, Miñaco, con esa m o n t u r a al hombro? Le dijo que la ensillara a ella; y entonces le dijo el M i ñaco que no la ensillaba porque lo volteaba. H a s t a el últim o ya la ensilló, y salió a caballo en ella, pero le salió u n poco brincadora. Entonces la Zorra le dijo: —Mira, Miñaco, ¿por dónde nos vamos? por el camino pueden venir algunos y nos corren; vámoslos por adentro de este potrero. Y tocó la desgracia que venían tre cazadores con tres galgos y uno de ellos vio al Miñaco q u e iba a caballo de u n a Zorra; entonces dijeron que les iban a animar los galgos pa divertirse con el Miñaco un poco; y los animaron. La Zorra le dijo entonces: —¡Miñaco, por Dios! ¿qué vamos a hacer? ahora teñimos que arrancar firme; agárrate bien Miñaco, déjate caer para mi cogote y agárrate bien, que yo voy a correr a todo escape;—y empezó a correr orillando la cerca, h a s t a que hallaron u n aujero por donde salirse. Entonces ella pasó, y el Miñaco quedó abierto de piernas en el portillo y pasaron por entremedio de él los galgos; y viendo que y a habían pasado y sintiendo perder su m o n t u r a le gritó a la Zorra: —Señora, los estribos no más le encargo. Entonces los galgos, cuando oyeron esto, volvieron p a r a a t r á s y se lo comieron. Y la Zorra se libró y se llevó la m o n t u r a ; y se acabó el cuento y se lo llevó el viento y pasó por u n a m a t a de porotos para que Ud. cuente otro.

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21. C H I L I N D R I N

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CHILINDRON

(Referido en 1917, por A n a s t a s i o P u g a . de 9 2 a ñ o s , n a t u r a l de Guacarhue.)

H a n de saber que había u n a vez en el N o r t e u n ladrón famoso, t a n ladino y sutil p a r a hacer sus robos, que nunca p u d o probársele ninguno, no obstante que, en muchos casos, faltó poco p a r a pillarlo con las manos en la masa, como se dice. Su nombre era Chilindrín. La fama de este ladrón corrió por todo el país y llegó a noticias de Chilindrón, otro ladrón, también de fama, que había sentado sus reales en tierras del Sur. Y como t a n t o se hablara de sus hazañas y con t a n vivos colores las pintaran, Chilindrón deseó vivamente conocerlo, cultivar su amistad y pedirle lo nombrara su segundo, si resultaba cierto lo que de él se decía, que lo superaba y le daba ciento y una en el difícil y arriesgado arte que ambos ejercitaban. Y se puso en camino para ofrecerle sus servicios. Pero, por el mismo tiempo, la fama de Chilindrón, desbordando del campo de sus fechorías, atravesó el cent r o del país y llegó al N o r t e ; y sus aventuras, revestidas del ropaje de lo maravilloso, infundieron en Chilindrín el deseo vehemente de conocer a Chilindrón y ponerse a sus órdenes, si n o mentían los que relataban sus fechorías. Y m o n t a n d o en su caballo, partió para el Sur. E n ese tiempo no había trenes en el país, ni los caminos eran buenos, así es que u n o y otro demoraron largo t i e m p o p a r a arribar a las cercanías de la capital. Pero al fin de muchas peripecias y fatigas y de largos días de marcha, llegó Chilindrín a u n tupido bosque que crecía en u n a llanura no distante de la ciudad, y desmontándose del caballo, se sentó en el suelo a descansar, apoyada la espalda en u n frondoso roble. Poco después llegó Chilindrín al mismo sitio, y sin bajarse del caballo, saludó al que descansaba:


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RAMÓN A. LAVAL

—Buenos días, mi amigo, ¿durmiendo la siesta? — N o , amigo; espero solamente que pase el calor p a r a continuar viaje al Sur. —Pues y o voy al Norte, y si a usted no le parece mal, bajaré de mi caballo, y mientras llega la tarde, pitaremos u n cigarro y echaremos un párrafo para acortar el tiempo. Y descendiendo de su cabalgadura, se sentó al lado del otro, y dijo: —¿Querrá creer, compañero, que hace y a veinte días que marcho sin descansar? Y quizás cuánto m e falte t o davía para d a r con el que busco! —¿Y se puede saber tras de quién anda? si no es indiscreta la pregunta. —Indiscreta no, pero usted sabe que las paredes tienen oídos y los matorrales ojos; m a s , como usted m e inspira confianza, le diré al oído que a quien busco es al famoso ladrón Chilindrín, que m e dicen es el número uno para robar. Y todo esto se lo dijo m u y quedo, m u y quedito, casi pegada la boca a la oreja de su interlocutor. —Pero, amigo, si soy y o Chilindrín, que he dejado mis canchas p a r a conocer a Chilindrón, de quien cuent a n maravillas y n o acaban. — Y y o soy Chilindrón, amigo de mi alma. Y ambos ladrones se abrazaron efusivamente. Conversaron u n buen rato, hasta alentar la confianza; y después de reposar u n momento, entablaron este diálogo, comenzando Chilindrón: —Compañero, n o se imagina usted q u é gustazo tendría yo si lo viera ejecutar u n a de sus hazañas. — Y y o diera lo que no tengo por verlo hacer a usted una de las q u e t a n t o renombre le h a n dado. —Comience usted, hermanito, que viene del N o r t e . —Aunque esta n o es u n a razón p a r a q u e y o comience, empezaré yo. ¿Ve ese nido de águila q u e está en la copa de este mismo roble? E l águila está echada en él y y o le voy a robar los huevos sin que m e sienta.


CUENTOS POPULARES E N CHILE

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Y escupiéndose las manos Chilindrín, con la suavidad y el tiento de u n gato subió por el tronco, y t a n bien lo hizo, que n o se sintió ni el menor ruido. Chilindrón esperó que Chilindrín fuera por la m i t a d del tronco, y entonces, imitando a su flamante amigo, se escupió también las manos, y subió tras él, sin ser sentido. C u a n d o Chilindrín llegó a lo más alto del árbol, con mucho tino metió la mano en el nido, y sin que el águila se diera cuenta de lo que pasaba, retiró un huevo y se lo metió en el bolsillo. Pero Chilindrón, q u e y a había llegado hasta donde estaba Chilindrín, con el mismo tino y suavidad que éste, metió la m a n o en el bolsillo de su amigo, y sacándole el huevo recién robado, lo guardó en su propio bolsillo. Y esta operación se repitió por cuatro veces, pasando los huevos del nido al bolsillo de Chilindrín y del bolsillo de Chilindrín al de Chilindrón, sin que el águila ni Chilindrín advirtiesen las jugadas que se les hacían. E inmediatamente de guardarse el cuarto huevo, Chilindrón se deslizó por el tronco y con aire de afectada curiosidad se puso a mirar como bajaba el famoso ladrón nortino, a quien, en cuanto puso pie en tierra, p r e g u n t ó : —¿Y cómo le fué, compañerito? ¿Lo sintió el águila? —Ni siquiera se meneó, compañero. Aquí traigo los huevos. Y Chilindrín metía las manos en sus bolsillos, las pasaba de u n o a otro, se palpaba todo el cuerpo, y, no encontrando nada, exclamó: —¡Caramba! ¿dónde los h e metido? ¿qué se h a n hecho? — N o busque más, compañero,—le dijo Chilindrón,— aquí están los huevos que usted le robó al águila y que y o se los iba robando a usted a medida q u e usted los guard a b a en sus bolsillos. Donde hay uno hay otro, y nunca falta un roto para un descosido, y para u n Chilindrín aquí tiene usted un Chilindrón. —¡Vengan esos cinco jazmines, compañero! Usted


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es m á s diablo de lo q u e y o m e imaginaba, y con usted me ha salido el futre. Juremos ser hermanos en adelante y vivir y trabajar juntos,y entonces ¿quién podrá n a d a contra nosotros? Y con un apretón de manos sellaron el pacto de vivir unidos y marchar siempre de acuerdo. Nuestros dos ladrones se establecieron en las afueras de la capital; y como necesitaban de una persona que los cuidara en caso de enfermedad y atendiera a los menesteres de la casa, acordaron que Chilindrín se casaría con una hermana joven y bien parecida que Chilindrón t e nía en el Sur y que hicieron venir. Se casó, pues, Chilindrín, y todo marchaba a maravilla, pues los dos amigos, con sus robos, se daban toda clase de comodidades. * * Gobernaba en ese entonces el país un R e y m u y rico, que había recibido de sus antepasados u n a enorme fortuna, que él, por su parte, había acrecentado prodigiosamente. Las joyas, alhajas y monedas de oro que componían esta fortuna, formaban grandes montones que se guardaban en u n a elevadísima torre construida especialm e n t e para este objeto, a los pies del palacio, y la cual visitaba el R e y el día primero de cada mes. Nuestros ladrones, que oyeron hablar de estas riquezas, se propusieron robarlas, y para el efecto, u n a noche, pasando por los techos d e unas casas a otras, llegaron h a s t a la torre, y como si fueran lagartijas, se pegaron a la m u r a lla y subieron h a s t a lo m á s alto, donde encontraron u n a especie de v e n t a n a , o m á s bien tronera, q u e tenía a t r a v e s a d o un grueso barrote de hierro. A éste, después de quebrar u n vidrio, ataron u n a soga q u e llevaban consigo, y se deslizaron por ella, primeramente Chilindrín y en seguida Chilindrón. Los ojos d e los ladrones no se saciaban mirando t a n t a s


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riquezas, a la luz de u n farol, de que también iban provistos; pero era preciso salir antes que llegara el día; así fué que llenaron precipitadamente sus bolsillos de lo que les pareció de más valor, y subiendo por el cordel, que retiraron, se fueron a su casa, b a s t a n t e satisfechos del resultado obtenido. L a visita se repitió varias noches consecutivas, con mejor éxito aun, pues llevaron unos saquetes para el acarreo de lo que robaran. Pero como los días corren unos t r a s otros sin que nadie pueda atajarlos por bien que maneje el lazo, llegó el fin del mes, y al día siguiente el Rey, acompañado de sus ministros y consejeros, se trasladó a la torre p a r a depositar el dinero recaudado en los treinta días anteriores y' contemplar sus riquezas. Pónganse ustedes en lugar del R e y y se darán cuenta de cómo se quedaría aquel monarca avaro, que tenía su alma puesta en su tesoro, al ver el enorme hueco dej a d o por los ladrones en el principal montón, en el que estaban las alhajas más preciadas. Su ira no t u v o límites; desenvainando el sable, arremetió contra sus ministros y consejeros, como si ellos fueran los autores del robo. N o es decible cuánto costó apaciguarlo. U n a vez vuelto a la caima, se dedicaron todos a ver por dónde penetraba el ladrón—ellos suponían que era uno solamente—empresa conceptuada poco menos que imposible, ya que la torre no tenía otra entrada que la puerta, y ésta, que era de hierro, tenía muchas cerrad u r a s secretas, sólo conocidas del R e y . P e r o no descubrieron el menor rastro. Cien conjeturas se formaron a este respecto, a cual m á s descabellada, hasta que u n ciego, antiguo ladrón y a c t u a l consejero del Rey, q u e formaba entre los del séquito dijo: —Que traigan r a m a s de árboles que estén bien secas y préndaseles fuego aquí adentro, y los que tengan ojos vean desde afuera por donde sale h u m o ; por ahí segur a m e n t e se introdujo el autor del robo.


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Y efectivamente, así se descubrió la tronera que servía de entrada a Chilindrín y a Chilindrón. El ciego aconsejó que se guardara completo silencio acerca de lo sucedido y que en el sitio preciso en que debía posar los pies el que bajara desde la tronera, se colocara una gran tina de alquitrán suficientemente espeso para que n o pudiera salir el que penetrara en él, y se esperara hasta el día siguiente. Se encontró bueno el consejo y se siguió en todas sus partes. Y a entrada la noche, a la hora que tenían costumbre, nuestros protagonistas subieron hasta la tronera de la torre y por la cuerda bajó primero Chilindrín; y cuando, soltándola, se dejó caer al suelo, sintió que se hundía h a s t a el pecho en una sustancia pegajosa, a la cual se adhirió de tal suerte que no podía moverse. Inmediatam e n t e gritó a su compañero que bajaba detrás de él: — N o te sueltes, porque te quedarás pegado, como yo, en esta tina de alquitrán. Balancéate de modo que el cordel contigo torne vuelo, y cuando te hayas desviado b a s t a n t e del centro, déjate caer y me cortas la cabeza, te la llevas y la entierras donde nadie te vea; así no sab r á n quién soy, y t ú no te comprometerás. Con gran dolor de su alma, y sólo después de porfiarle mucho Chilindrín exigiéndole que hiciera lo que le decía, Chilindrón le cortó la cabeza a su cuñado y la dejó desangrar completamente dentro de la misma tina en que quedaba el cuerpo; en seguida la envolvió bien en un gran pañuelo y la guardó dentro del saquete que había llevado; y como en éste quedara espacio todavía, escogió las más hermosas alhajas del gran montón y con ellas lo llenó, y asegurándoselo bien al hombro, subió por el cordel, que dejó colgando del barrote. El R e y , por su parte, pasó en vela toda la noche, contando las horas que faltaban p a r a coger al ladrón, y anticipadamente gozaba pensando en los tormentos que le haría sufrir en público, para escarmiento de los que pudieran tentarse de repetir la a v e n t u r a .


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Y como nadie es capaz de atajar las horas, a u n q u e m u chos lo quisieran, fueron sucediéndose u n a en seguida d e otra hasta que llegó el día y el momento en que el R e y y su séquito debían trasladarse a la torre del tesoro. N o es para descrita la cara que pusieron el R e y y sus acompañantes al encontrarse con u n cuerpo sin cabeza dentro de la tina. N u e v a s iras del monarca y nuevo t r a bajo de sus acompañantes para apaciguarlo. Quien en definitiva consiguió reducirlo fué el ciego, asegurándole por todos los santos del cielo que todo se descubriría. U n a vez que se restableció la calma, habló nuevamente •el ciego: —Lo que ustedes están viendo demuestra que los ladrones son dos, y n o u n o solo, como habíamos creído. P a r a descubrir al segundo, propongo que en u n serón de cuero se arrastre por todas las calles de la ciudad el cuerp o aquí presente; adelante irá un pregonero gritando: «Esta es la justicia q u e hace el R e y nuestro señor, con los que pretenden robarle su tesoro»,—y atrás, mezclados entre los curiosos, irán unos cuantos individuos d é la policía, disfrazados de paisanos; y cuando éstos oigan q u e en alguna casa lloran o se lamentan, pondrán u n a señal en la p u e r t a de la calle. Después será fácil averiguar en cuál de las casas marcadas vive la familia del ladrón degollado, y como por la hebra se saca el ovillo, teniendo este dato, sin gran trabajo se dará con el ladrón que falta. Todos encontraron excelente el consejo del ciego, y en la t a r d e del siguiente día se ejecutaron sus instrucciones al pie de la letra. C u a n d o se inició el paseo del cuerpo, Chilindrón a n d a b a en la calle, y como n o tenía u n pelo de leso, sospechó al p u n t o lo q u e se pretendía, y m á s se aseguró en su creencia al distinguir entre la muchedumbre que seguía al cadáver a varios miembros de la policía, disfrazados. Apres u r a d a m e n t e se dirigió a su casa y comunicó a su hermana, la mujer de Chilinclrín, las sospechas que tenía, convertidas casi en certidumbre, y le aconsejó que cuando pa-


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sarán el cuerpo de su marido por frente de la casa, no hiciera la menor manifestación de dolor: y p a r a mayor seguridad, la encerró en una pieza interior. Pero cuando la mujer oyó la voz del pregonero y los gritos de la multitud, no p u d o contenerse y se lanzó a llorar a toda boca, de tal m a n e r a que, a pesar de las precauciones t o m a d a s por Chilindrón, las lamentaciones de la viuda se oían perfectamente en la calle. Entonces Chilindrón se fué a la cocina y cogiendo una hachuela se puso a partir leña y adrede se cortó el dedo chico de la m a n o izquierda, y sacando a la viuda de donde estaba encerrada, le mostró la m a n o chorreando sangre y le encargó que en sus quejas se refiriera a este hecho. Y en efecto, cuando momentos después el m u e r t o y su séquito pasaban por la casa y uno de los soldados de la policía disfrazados entró a averiguar de qué provenían las lamentaciones, oyó que la mujer le decía:—«¡Te has cortado la mano! ¿qué v a a ser de nosotros? Y a no podrás trabajar y nos moriremos de hambre», y el herido contestaba:—«Si no es n a d a mujer, si apenas me he cortado u n dedo, que, en buena cuenta, n o m e h a r á ninguna falta». E l soldado, que vio lo que pasaba y oyó lo que ambos decían, creyó q u e era cierta la causa del llant o de la mujer y se retiró sin hablar palabra. P e r o u n segundo soldado, que al mismo tiempo que el otro había salido de la multitud, había hecho, mientras t a n t o , u n a cruz con alquitrán líquido en la p u e r t a de la calle. L a casa de Chilindrón fué la única en que se oyeron llantos en ese día. E n razón de lo cual el ciego aconsejó que prendieran al hombre del dedo cortado y a la mujer llorona, porque u n o y otro debían de ser parientes del degollado. P e r o cuando los de la policía llegaron a la calle en que los presuntos reos vivían, no pudieron dar con la casa, porque todas las del barrio, que eran exactamente iguales, tenían en su p u e r t a la misma cruz que el soldado había puesto por señal. ¿Qué había sucedido? Que poco después de pasar el cortejo por su casa, Chilindrón había salido a la calle a asomarse, y al entrar vio la cruz


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e n la puerta, y, siempre sospechoso, por lo q u e pudiera suceder, hizo en la noche otra igual en todas las puertas del barrio. La pesquisa no dio, pues, el resultado que se esperaba, y la ira del R e y subió de punto, pero de nuevo el ciego lo calmó. Dijo el ciego: —Soy de opinión que se deje el cadáver en el cerro que h a y en el oriente de la ciudad y se publique por pregón q u e se le abandona para que sea p a s t o de los buitres y los jotes; pero mientras t a n t o , algunos soldados estarán en acecho ocultos entre los espinos del cerro, y en cuanto vean que alguien se acerca p a r a llevárselo, se apoderarán d e él. Como por el cerro n o transita nadie, es claro que cualquiera que atraviese por ahí, es p o r q u e t r a t a de llevarse el cadáver. El consejo fué encontrado m u y bueno, y el R e y ordenó ponerlo en práctica. Pero Chilindrón, que era m á s diablo que el ciego, al oir el pregón adivinó lo que se pretendía, y así que llegó la noche, vistió un hábito franciscano, se encasquetó la capucha y a r m a d o de unas m u y buenas tijeras m o n t ó e n una muía, en cuyas ancas aseguró u n cuero de rico vino añejo recargado con zumo de amapolas, y muchos hábitos de religioso de la misma orden, y las echó p a r a el cerro. A pesar de ser la noche m u y oscura, los soldados distinguieron perfectamente u n b u l t o que llegaba al lad o del cadáver, al parecer u n hombre que bajaba de u n caballo, y al p u n t o corrieron hacia él para prenderlo; pero cuando llegaron se dieron cuenta de que el que iban a tomar era u n pobre fraile que devotamente rezaba el rosario y que los invitó a hacerle coro. Los soldados n o aceptaron la invitación y m á s bien por fórmula que por otra cosa, le preguntaron a dónde iba y por qué había elegido u n camino que nadie frecuentaba. El fraile contestó que en él convento se había concluido por completo el vino p a r a la misa y había ido a la ciudad a comprar del


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mejor y ahí lo llevaba en u n cuero a la grupa de su cabalg a d u r a ; que aprovechando el viaje había pasado a comprar veinte hábitos, que también le habían encargado, y que si había escogido el camino que pasaba por el cerro era porque, yendo por él, se libraba de dar u n a gran rodeo por la falda, y llegaría al convento antes de amanecer. Los soldados comprobaron que verdaderamente la muía cargaba el cuero de vino y los hábitos que decía el padre y al pedirle excusas por el susto que le habían hecho pasar, le rogaron les convidase con u n vasito de vino para pasar el frío. Chilindrón les dijo que con mucho gusto y que no sólo u n vasito les daría, sino dos a cada u n o ; y sacando de la manga un vaso de cuerno de t a m a ñ o m á s que mediano, fué llenándolo y pasándolo sucesivamente a todos los soldados, y mientras escanciaba les decía: —«Después que queden satisfechos me dejarán terminar tranquilamente mi rosarito, pues tengo la s a n t a devoción de rezar uno completo, de quince casas, siempre que en mi camino tropiezo con algún difunto». Terminada la primera rueda, comenzó a servirles de nuevo, pero la fuerza del vino, y más que la del vino, la del narcótico, adormeció a los soldados, que poco a poco fueron cayendo y quedaron tendidos en el suelo como pollos muertos. Chilindrón esperó u n rato, y después de comprobar que no los despertaría ni u n a carreta que pasara por sobre ellos, sacó sus tijeras y con la maestría de u n peluquero de convento, les hizo corona y cerquillo; después los desnudó de sus ropas y los vistió con los hábitos que había llevado; y en seguida hizo u n montón de uniformes y les prendió fuego, tiró al suelo el odre y en su lugar colocó el cadáver de su amigo y cuñado, m o n t ó en la muía y clavándole las espuelas, emprendió marcha a su casa. C u a n d o los vapores del vino y los efectos del narcótico hubieron cesado,! los soldados abrieron los ojos y se miraron espantados; creyeron que estaban soñando, pero al fin volvieron a la realidad y comprendieron la san-


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grienta burla de que habían sido juguete. Después de deliberar u n rato, vieron que no tenían más remedio que presentarse al Rey como estaban, para darle cuenta de la aventura que les había sucedido y que había dado al traste con la comisión que se les encomendara. El Rey escuchó la relación sin inmutarse y comprendió que se las había con u n enemigo con quien no podía luchar, pero, como había que castigar a alguien, ordenó que a cada uno de los soldados le dieran cien azotes, para q u e otra vez no se dejaran meter el dedo en la boca, y que al ciego lo quemaran, para no recibir de él consejos que, a u n q u e sabios al parecer, habían resultado desastrosos. Chilindrón siguió robando m u y tranquilo algún tiemp o más, sin que nadie lo molestara, hasta que, cansado de la vida de ladrón, se fué con su h e r m a n a a otro reino m u y distante, en donde nadie los conocía, y pasaron ahí la gran vida.

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22. J U A N

VALIENTE,

EL

DE

LA

VAQUILLA

(Referido por el niño S a m u e l A n t o n i o Letelier, d e M o l i n a , d e Lo oyó contar en Linares.

9 años.

E s t o s eran un R e y y u n a Reina que tenían muchos potreros llenos de animales, y los cuidaba u n hombre m u y honrado, que no sabía lo que era miedo, y famoso campañista, el cual se llamaba J u a n . Un día los reyes le m a n d a r o n a J u a n que trajera todas las vacas, que eran muchas, p a r a ordeñarlas, y J u a n las trajo y los reyes se recreaban viendo t a n t a vaca gord a y cómo las lechaban. E n t r e las vacas había u n a vaquilla flacuchenta y chiquitita. E l R e y le dijo a la R e i n a :


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—Démosela a J u a n p a r a él; este h o m b r e se h a p o r t a do m u y bien con nosotros y h a hecho crecer y le h a d a d o valor a n u e s t r a hacienda. —Bueno—dijo la Reina—démosela—y se la dieron. J u a n cuidó m u c h o su vaquilla y en poquito tiempo creció y engordó y se puso m á s gorda q u e las vacas del Rey. U n día la víó la Reina y le dijo a J u a n : — M a t a esa vaquilla que está t a n gorda, y la hacemos charqui. J u a n le dijo: — E s a vaquilla es mía y n o la m a t o sino cuando yo quiera. L a Reina insistió en que la m a t a r a , pero J u a n se fué d o n d e el R e y a poner reclamo. El R e y le dijo: —«Vete mejor con t u vaquilla a o t r a p a r t e , porque la Reina está m u y enojada contigo y quiere q u e la m a t e n » . Se fué J u a n con su vaquilla, y apenas se había alejad o u n poco de la ciudad, unos bandidos salieron de u n a casa que había a la e n t r a d a de u n bosque y se la quitaron. E n la noche J u a n se escondió en el pajar de la casa de los bandidos p a r a ver si podía rescatar su vaquilla; pero desde su escondite vio cómo la m a t a b a n y después se la comían astada. J u a n t u v o m u c h a pena y llorando decía:—«Me la h a n de pagar estos badulaques». M i e n t r a s comían y bebían, los b a n d i d o s formaban u n a gran zalagarda. E l c a p i t á n los hizo callar y les dijo:— «Vamonos a dormir y m a ñ a n a subimos al mirador a ver si pasa alguna n i ñ a p a r a divertirnos con ella. E s t o que oye J u a n , sale calladito y se v a a t a s a de u n a comadre a pedirle r o p a de mujer, se vistió con ella, se puso colorete, se empolvó y debajo de las polleras escondió u n sable bien afilado. Y a e n t r a d a la m a ñ a n a , salió y pasó por frente a la


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casa de los bandidos, imitando el modo de a n d a r de las mujeres. Los bandidos estaban, en el mirador, y en c u a n t o la vieron, bajaron a invitarla a t o m a r u n refresco, p o r q u e hacía m u c h o calor. Ella aceptó y le sirvieron licor y le pasaron la guitarra para q u e los divirtiera tocando y cantando. E n la t a r d e , el c a p i t á n echó a los bandidos que se fuesen a la m o n t a ñ a , diciéndoles:— «Yo me quedaré aquí con esta p r e n d a » . Se fueron los bandidos; y mientras el capitán, vuelto de espaldas, sacaba vino de u n barril, J u a n se arremangó las polleras, sacó el sable y dio al jefe de los ladrones dos o tres feroces cuchilladas y arrancó a esconderse en el mismo pajar. E l capitán, que había quedado herido solamente, grit a b a como u n condenado, t a n t o y t a n fuerte que los bandidos q u e estaban en la m o n t a ñ a oyeron los gritos y creyeron que el capitán habría m a t a d o a la niña, y fueron corriendo a ver lo que había sucedido. C u a n d o entraron, hallaron el cuerpo del capitán en el suelo, m u y mal herido; lo tomaron, lo pusieron en la c a m a y u n o dijo:—«Mañana t e m p r a n o salimos a buscar a alguna vieja médica y e r b a t e r a p a r a que cure al capitán». J u a n , que oyó esto, se fué i n m e d i a t a m e n t e a casa de su comadre, y ahí, con u n t o s y pomadas, se pintó arrugas en la cara, t a n bien que parecía u n a verdadera vieja, y vistiéndose con m u y pobres vestidos y llevando escondido el mismo sable, se fué de m a d r u g a d a a dar vuelt a s por frente a la casa de los bandidos, haciéndose la q u e b u s c a b a yerbas. Los bandidos, que estaban en el mirador, la vieron, y bajó u n o a preguntarle si conocía a alguna médica que supiera curar heridas. — Y o soy médica—le contestó J u a n — y n o h a y quién m e gane a curar heridas.


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Entonces la llevó a presencia del capitán, y t r a s ellos siguieron los demás bandidos. Examinó J u a n las heridas con mucho cuidado y en seguida m a n d ó a los bandidos a la ciudad que fuesen a buscar u n a p o m a d a que era m u y escasa, y que cada uno pasase a u n a botica diferente, por si los otros no la encontraban. Salieron los bandidos, unos por u n lado, otros por otro, y J u a n subió al mirador a aguaitarlos, y u n a vez que se aseguró de que iban lejos, sacó el sable y acabó con la vida del capitán. Después de lo cual, se llenó los bolsillos de plata, anillos y prendedores de oro, que encontró en gran cantid a d en la pieza del capitán, y se fué a casa de su comadre, en donde se lavó bien, y se vistió de hombre. C u a n d o volvieron los bandidos, se encontraron con su capitán m u e r t o y se dijeron: —«Pillados somos, vamonos de aquí >—y se fueron p a r a Chillan. J u a n , que los había seguido, cateándolos, en c u a n t o vio que no volvían, se fué con sus padres y u n a s carret a s a la casa de los bandidos y a hachazos echaron las puertas abajo y se llevaron t o d o c u a n t o encontraron, dejando la casa t o t a l m e n t e desnuda y q u e d a n d o ellos m u y ricos. Poco tiempo después volvieron los bandidos y no hallaron sino las murallas peladas. E n t o n c e s comenzaron a averiguar quién en la ciudad se había hecho rico de repente en los últimos días, y supieron que J u a n Valiente, el de la vaquilla, se e n c o n t r a b a en este caso. Se propusieron entonces saltearlo y matarlo, p o r q u e no dudaron que él era el que había m a t a d o a su capitán y robado todos sus bienes; pero J u a n , que no se descuidaba, sabía que los bandidos habían vuelto y que habían de atacarlo de u n m o m e n t o a o t r o . Así fué que cuando los bandidos vinieron a saltearlo, lo encontraron en la p u e r t a a r m a d o de su sable; y como


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J u a n los había visto desde lejos, t u v o tiempo de m a n d a r a su padre a avisar a la policía. Comenzando a pelear estaba J u a n con los bandidos y y a había m a t a d o a uno y a otro lo había dejado m a l h e rido, cuando llegó la policía y t o m ó preso a todos los salteadores, que después de juzgárseles, fueron ahorcados, con lo cual J u a n y sus p a d r e s vivieron tranquilos, gozando de las riquezas que J u a n había quitado a los ladrones. Y con esto se acabó el cuento del Periquito Sarmiento, q u e estaba con la g u a t i t a al aire y el potito al viento.

23. LA S A P I T A

ENCANTADA

¡•Referido por B e a t r i z M o n t e e m o s . )

Estos eran un R e y y u n a Reina que tenían tres hijos, q u e se llamaban Pedro, José y J u a n ; y era costumbre en el reino que el R e y dejara su corona a aquel de sus hijos que mejor le pareciere, sin t o m a r p a r a n a d a en c u e n t a la e d a d ; y así podía sucederle cualquiera de ellos, a u n q u e fuese el menor. ¿Cuál de los tres heredaría el trono? Cuestión era ésta q u e preocupaba g r a n d e m e n t e al anciano Rey, q u e n o se decidía por ninguno, porque por los tres sentía igual cariño; ni podía p a r t i r el reino p a r a dar a, cada u n o su p a r t e , porque de la división resultarían tres pequeños estados, expuestos en todo m o m e n t o a ser absorbidos por los reinos vecinos, q u e eran t a n fuertes y poderosos como el país en cuestión. La Reina le aconsejó q u e p a r a salir de cuidado pusiera sus hijos a p r u e b a enviándolos fuera del reino, con la condición de que regresaran casados, en u n año, y con dos regalos p a r a los reyes, y aquel cuya esposa fuera la m á s


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bella y cuyos regalos fueran m á s hermosos y de m á s valor, sería el heredero del trono.

El R e y se dijo: El consejo de la mujer

es poco, pe-

ro quien no lo sigue es un loco, y decidiéndose por el que a c a b a b a de darle la Reina, q u e le pareció bueno, llamó a sus hijos, les hizo ver el a p u r o en q u e se encontrab a y les propuso q u e salieran, se casaran y al año j u s t o t o r n a r a n a palacio, y q u e la corona le correspondería al que volviera con la esposa m á s bella y trajera a los reyes dos obsequios que fueran r e p u t a d o s superiores al de los otros dos. Los príncipes aceptaron sin vacilar y sólo pidieron q u e a n t e s de p a r t i r se les indicara en q u é debían consistir los regalos. Después de corta deliberación, los Reyes acordaron q u e el premio se adjudicaría al q u e presentara, a d e m á s d e la esposa m á s linda, la pieza de tela m á s fina y el perro m á s hermoso y m á s pequeño. Los príncipes se despidieron cariñosamente de sus padres y partieron siguiendo el mismo camino, hast a llegar a u n p u n t o en q u e éste se dividía en tres. Aquí se abrazaron, y prometiendo reunirse en el mismo sitio al cumplirse el plazo acordado, cada cual t o m ó su camino. Pedro, q u e era el mayor, tomó el de la derecha, y pasados unos cuantos días llegó a u n a casita q u e se l e v a n t a b a a orillas de u n a laguna y en cuya p u e r t a e s t a b a u n a señora d e edad. E n el interior c a n t a b a u n a niña con voz maravillosa, y Pedro, pensando q u e t a n linda voz n o podía provehir sino de u n a persona t a m b i é n m u y linda, se propuso conocerla y pidió permiso a la señora p a r a e n t r a r ; pero ella le contestó q u e lo dejaría a t r a v e s a r los umbrales sólo en caso de q u e prometiese casarse con la q u e c a n t a b a . Prometiólo el joven, y e n t r ó al salón de la casa, pero por m á s q u e escudriñaba por t o d a s partes, n o descubría a persona alguna, h a s t a que, en un rincón vio a u n a S a p i t a q u e saltaba. —¿Es ésta la q u e c a n t a ? — p r e g u n t ó P e d r o .


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—Sí, ella es—contestó la señora. —¿Quién se va a casar con esta sapa asquerosa?--repuso el príncipe, y lanzándole u n escupo, se m a n d ó cambiar. M o m e n t o s después, José, el segundo de los hijos del Rey, llegó al mismo sitio, porque a él concurrían los tres caminos; y p a r a abreviar diremos que le pasó lo mismo q u e a su h e r m a n o P e d r o , sólo q u e , en vez de escupir a la Sapita, le dio u n feroz p u n t a p i é y la disparó lejos. N o haría u n a hora que había salido José, cuando J u a n , el tercero de los hermanos, llegó a la casita, y oyendo aquella voz t a n dulce y melodiosa, se quedó alelado. C u a n d o calló la que cantaba, J u a n rogó a la señora que le presentara a la hermosa artista, pues n o d u d a b a que debía de ser hermosa quien t a n linda voz tenía. L a señora consintió, pero, como en los dos casos anteriores, hizo antes p r o m e t e r a J u a n que se casaría con la que c a n t a b a . J u a n se lo juró, y entonces ella le mostró a la Sapita, que en ese m o m e n t o a n d a b a a saltitos en su rincón. E l Príncipe, a u n q u e sintió un movimiento de repugnancia, dijo: — P a l a b r a de J u a n no puede faltar: estoy dispuesto a casarme. — Y no t e pesará—exclamó la Sapita. Y el casamiento se celebró inmediatamente. J u a n a veces se ponía triste y se sentía desgraciado; pero la voz encantadora de la Sapita, que parecía adiv i n a r sus penas, y sus palabras tiernas y cariñosas lo consolaban y le hacían olvidar la fealdad de la que era su mujer. Los otros dos hermanos t a m b i é n se habían casado, pero sus mujeres eran hermosas y ricas. C u a n d o y a se aproximaba el término del año, P e d r o y José pensaron en volver a palacio, y ocupando lujosos carruajes, partieron con sus esposas, que iban elegantemente ataviadas. Al pasar por la casita de la laguna, vieron a J u a n en la puerta, lo saludaron sin bajarse de sus coches y le


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pidieron les presentase a su mujer. Antes q u e J u a n contestara, saltó la S a p i t a y les dijo: — Y o soy la mujer de J u a n , y d e n t r o de poco nos juntaremos con ustedes en el lugar convenido. Los dos príncipes y sus mujeres, a l ver t a n singular esposa, soltaron u n a carcajada y dijeron a J u a n : —¿Cómo t e atreverás a p r e s e n t a r t e a n t e nuestros padres acompañado de esa horrible sapa casposa? — E s t a h a sido mi suerte—respondió J u a n — y estoy c o n t e n t o con ella; esta horrible sapa, como ustedes lá llaman, es m i mujer, me h a hecho feliz y con ella iré a p o s t r a r m e a n t e mis padres. Los dos príncipes partieron y convinieron en seguir a palacio sin esperar a J u a n en la encrucijada. Creían q u e el premio se disputaría entre los dos solamente, pues n o les pasaba por la imaginación q u e se asignara al marido de u n a sapa. ¿Y los regalos que J u a n debía presentar? ¿De dónde habría sacado dinero p a r a comprarlos? L a casita en que vivía, modesta por demás, demostraba, a las claras, su probreza. Pero, como dice el refrán, el hombre prepara y Dios dispara, y a esos malos herm a n o s les salió el tiro por la culata. Transcurrida u n a hora, la S a p i t a dijo a J u a n : . — Y a es tiempo d e q u e nos v a m o s . Ve al h u e r t o y encontrarás dos b u r r i t o s : amárralos al viejo carretón q u e está d e t r á s de la casa y subamos a él en compañía de la señora que t a n t o y t a n bien nos h a cuidado. Los burros conocen el camino q u e h a n de seguir y saben lo que h a n de hacer. E n esta cajita h a y dos nueces; cuando^llegue el m o m e n t o de entregar los regalos q u e debes presentar a t u s padres, a cada u n o le pasarás u n a nuez y les rogarás que las a b r a n . Y v a m o n o s . Los burros emprendieron u n trotecito m u y cundidor y el carretón, q u e parecía q u e de u n m o m e n t o a otro se iba a desarmar, de p u r o viejo, crujía como u n diablo, pero nada malo le pasaba. Después de algunas horas de marcha, encontraron en el camino a Pedro, cuyo lujoso


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coche se había volcado y hecho pedazos, m a l t r a t a n d o a su mujer y dejándola t u e r t a p a r a t o d a su vida, pues u n a astilla desprendida del carruaje le arrancó u n ojo. Con estos contratiempos, P e d r o estaba con u n genio de mil demonios; así es que cuando la S a p i t a les ofreció a él y a su mujer u n sitio en el carretón, en vez de agradecérselo, la echó a b u e n a p a r t e . U n a n u b e de tristeza cubrió el rostro de J u a n , que no p u d o oir sin profundo dolor las palabras poco amables de su h e r m a n o ; pero la Sapita, que parecía leer en el pensamiento de su marido, le dijo al p u n t o : —Desecha t u s penas, hijo; n o le hagas juicio a t u herm a n o ; p r o n t o terminarán nuestros pesares y seremos c o m p l e t a m e n t e felices. Y los burros emprendieron de nuevo su marcha, y n o se detuvieron sino u n poco m á s adelante, en que encontraron a José, a quien se le habían encabritado los caballos, despedazándole el coche a patadas, u n a de las cuales aplastó la hermosa nariz d e , s u mujer y la dejó completamente ñ a t a p a r a todos los días de su vida. José estaba que no cabía en sí de rabia, así es que cuando J u a n se ofreció para ayudarlo, o si mejor le parecía, p a r a llevarlos a él y a su esposa, en el carretón, se desató en insultos contra él y la Sapita, a quien llamó asquerosa. J u a n no dijo nada, pero el dolor lo consumía. L a Sapita le dijo:—"¿Por qué está triste? N o haga juicio de los denuestos de su h e r m a n o ; ¿no ve que son hijos de la desgracia q u e ha sufrido? Alégrese, que y a falta poco p a r a que terminen nuestras p e n a s " . — Y p a r a consolarlo le c a n t ó u n a de las m á s bellas canciones que sabía, la q u e m á s le g u s t a b a a J u a n . M i e n t r a s t a n t o los burritos seguían su m e n u d o t r o t e y no t a r d a r o n en llegar a orillas de u n arroyo que p a s a b a m u y cerca de la ciudad en que residían los reyes. L a S a p i t a dio u n salto y se metió en el agua y en el mismo i n s t a n t e se convirtió en la m á s hermosa princesa q u e j a m á s vieron ojos h u m a n o s . El Príncipe se arrodilló a sus


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pies y extasiado le besaba las manos. L a Princesa le dijo: —Príncipe, es preciso q u e lleguemos hoy a palacio; vuestros hermanos h a n c o m p r a d o nuevos coches y se acercan a m a t a caballos. S u b a m o s al nuestro, que por m u y despacio que nos lleve, siempre llegaremos antes q u e ellos. Sólo entonces el Principe se dio cuenta de nuevos cambios maravillosos: su traje, completamente nuevo, era de un valor extraordinario; la anciana señora que les había servido de a m a de llaves, efa u n a hermosa d a m a eleg a n t e m e n t e vestida; los burritos se habían transformado en dos preciosos caballos ricamente enjaezados; y el carretón se había convertido en u n a carroza t a n linda que seguramente no se encontraría otra igual en cocheras reales. Llegaron a palacio, y los reyes experimentaron la mayor alegría al volver a ver a su hijo menor y se sintieron deslumhrados a n t e la hermosura y elegancia de su nuera y la majestad de la señora que la a c o m p a ñ a b a . Después de besar y abrazar cariñosamente a J u a n y a su esposa, les pidieron que les contaran sus a v e n t u r a s . Refirió el Príncipe cuanto le había pasado desde su salida; y la d a m a , cómo u n a bruja, por odio al R e y . s u esposo, que quiso arrojarla de sus estados, con sus malas artes m a t ó al R e y y convirtió a la Princesa en u n a sapita, dejándole sólo su hermosa voz y condenándola a vivir en esa condición h a s t a un año después que un príncipe consintiera en casarse con ella; y como hoy se cumplió el año en que el príncipe J u a n contrajo matrimonio con mi hija, la veis transformada en lo que era cuando la bruja se ensañó contra nosotros. T e r m i n a b a la d a m a su relato cuando entraron P e d r o y José con sus respectivas consortes, t u e r t a la del primero, y con la nariz q u e b r a d a la del segundo, y a m b a s con sus trajes sucios y despedazados, pues no habían tenido tiemp o de comprar otros nuevos, por temor de llegar a t r a sados.


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G r a n d e fué también el gusto que manifestaron los reyes con la llegada de sus dos hijos mayores, pero el alma se les fué a los pies al ver la facha de sus m u j e r e s : ¡la u n a t u e r t a y con la m i t a d del rostro hinchado, y la o t r a con la nariz d e s p a r r a m a d a por toda la cara! ¡El contraste era grande entre ellas y la mujer de J u a n ! N o había d u d a : el premio le correspondía a éste. P e r o ¿y si los obsequios que debía t r a e r J u a n eran inferiores a los de P e d r o y José? E r a necesario verlos p a r a resolver. Convocaron a los grandes de su C o r t e p a r a q u e sirvieran de arbitros, y a n t e ellos fueron presentando sus regalos los tres príncipes. Pedro, como mayor, se acercó el primero y entregó u n valioso cofre de cedro como de media vara, y abierto, sacaron u n a pieza de tela de seda que mediría u n a s veinte varas, m u y hermosa, m u y fina, con bordados preciosísimos; de otra caja sacaron u n lindo perrito, de u n a c u a r t a d e alto, m á s o menos. U n a y o t r a cosa merecieron ruidosos aplausos, y en v e r d a d q u e los merecían. Siguió José, q u e abriendo u n cofre de p l a t a de las mism a s dimensiones que el entregado por Pedro, sacó o t r a s veinte varas de tela, t a m b i é n de seda, pero m á s fina, m á s rica y m á s hermosa que la d e su h e r m a n o . E l perrito era t a m b i é n m á s lindo y m á s chiquitín que el de P e d r o . E s t o s obsequios valieron a José u n a salva de aplausos m á s larga y bulliciosa q u e la anterior. P o r último, acercóse J u a n , q u e respetuosamente entregó al R e y u n a de las nueces que le había d a d o la S a p i t a , y la o t r a a la Reina, y les rogó las abrieran. H i riéronlo sin esfuerzo, pues casi se abrieron por sí solas, y la Reina sacó de la suya u n a tela primorosamente tejida, de finísimo hilo de oro y q u e medía mílfvaras de largo, ¡cómo sería de fina que t o d a cabía en la cascara de u n a nuez! D e la q u e abrió el R e y saltó a la mesa que e s t a b a frente a los m o n a r c a s u n perrito t a n diminuto, t a n bellamente lindo q u e causó laTadmiración de todos los presentes. El perrito se puso a bailar y en cada vuelta q u e


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d a b a lanzaba perlas y diamantes y t o d a clase de piedras preciosas. N o son para contar los aplausos con q u e fueron recibidos ambos objetos y las aclamaciones y vítores que o b t u v o la declaración del R e y de que J u a n , el menor de sus hijos, sería el heredero del t r o n o . Y se a c a b ó el cuento y se lo llevó el viento.

24. G A L L A R Í N Y E L G I G A N T E ( C o n t a d o en Febrero d e 1^23 por el m a e s t r o c a r p i n t e r o G o n z á l e z , de 57 a ñ o s , r e s i d e n t e e n Peñaflor.)

Tránsito

Vivían en u n pueblo tres hermanos. Los dos mayores, J u a n y P e d r o , eran grandes envidiosos; en cambio, Gallarín, el menor, gozaba de la simpatía de t o d o el m u n d o por su bella presencia y sus buenos sentimientos. U n día se les antojó a los dos primeros salir a rodar tierras y n o querían que el menor los a c o m p a ñ a r a ; pero a fuerza de súplicas consiguió que lo llevaran. Anduvieron t o d o u n día, y en la noche llegaron a un castillo en que Íes dieron alojamiento. E s t e castillo era de u n gigante q u e tenía tres hijas, y como no había en él sino u n a c a m a p a r a cada u n a de las personas de la casa, acostaron a cada h e r m a n o con u n a de las hijas del Gigante. Gallarín se fijó que las niñas dormían tocadas con sendos gorros y como era m u y habiloso y algo malicioso, cuando todos dormían se levantó de puntillas, les sacó los gorros a las niñas, se puso u n o él y los otros dos a sus hermanos, y apagó la luz. Gallarín, que temía les hicieran u n a mala jugada, no dormía, así es que p u d o oir q u e el Gigante decía a su mujer:


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— Y a será hora de matarlos p a r a hacer u n a b u e n a cazuela con ellos y comerlos m a ñ a n a . E s t á n bien gorditos y la carne es tierna; ¡tendremos excelente comida p a r a t o d o el día! Y e n t r a n d o al dormitorio, se acercó a las camas, y cabeza que encontraba sin gorro ¡zas! caía al suelo cortada por el machete del Gigante, u n machete enorme y m u y afilado. Concluida esta tarea, el Gigante se retiró a dormir a su pieza, y cuando Gallarín lo sintió roncar—roncaba t a n fuerte que parecía salían truenos de su boca—les sacó los gorros a sus hermanos, los despertó y les dijo: — H e r m a n i t o s , es necesario huir inmediatamente, porq u e si el Gigante nos pilla c u a n d o se levante, nos m a t a y nos come hechos cazuela. E s t a b a aclarando, de modo que J u a n y P e d r o pudieron ver degolladas a las tres hijas del Gigante, y de la impresión que recibieron, apenas podían andar, porque las piernas les t e m b l a b a n ; pero Gallarín les infundió ánimo y les hizo ver lo que se les esperaba si no huían p r o n t o . Salieron siguiendo a Gallarín, y apenas habían a t r a v e sado u n g r a n círculo de p l a n t a s de maravillas que rodeab a el castillo y q u e era h a s t a donde alcanzaba el poder del Gigante, éste los vio desde u n a v e n t a n a . —¡Ah, picaro Gallarín—le gritó— ¡Asesinaste a mis hijas, me robaste mis tres gorros! ¡Ah, picaro malnacido! si t e pillo te devoro! E l Gigante sentía la m u e r t e de sus hijas casi t a n t o como el robo de los tres gorros; éstos eran de v i r t u d : el que se los ponía al revés obtenía todo lo que deseaba. Se fueron los tres hermanos y después de unas c u a n t a s horas de m a r c h a llegaron a la capital del reino. Los tres hermanos consiguieron ocuparse en el palacio del R e y :


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los dos mayores como trabajadores al día y Gallarín como cuidador de pavos. La hija del Rey, que era m u y linda, se prendó de Gallarín, y esto les causó u n a profunda envidia a J u a n y a Pedro. P a r a perder a su hermano, fueron donde el Rey y le dijeron: —Señor, su pavero Gallarín se h a dejado decir que así como m a t ó a las hijas del Gigante y le robó los tres gorros, es capaz de robar el Loro adivino que tiene el mismo Gigante en su castillo. —¿Eso h a dicho Gallarín? - S í , Señor; eso ha dicho. Hizo llamar el R e y a Gallarín, y le dijo: —Gallarín, t ú t e has dejado decir que así como m a t a s t e a las tres hijas del Gigante y te trajiste los tres gorros eras capaz de t r a e r t e el Loro adivino que hace tiempo me robó el G i g a n t e . . . — N o , mi Rey, yo n o he dicho tal cosa. —Sí lo has dicho; y si n o me lo traes, la cabeza te corto. Se retiró Gallarín a lo último del h u e r t o y se sentó a llorar en u n tronco q u e ahí había. E n ese m o m e n t o pasó la Princesa y le p r e g u n t ó por qué estaba t a n afligido. —¿Cómo n o lo he de estar, mi Princesa—le contestó Gallarín—siendo q u e el R e y me ha dicho que así como m a t é a las tres hijas del Gigante y m e traje los tres gorros, tenía que traerle el Loro adivino? — N o se t e dé nada—le dijo la Princesa; —lleva este p a n y este frasco de vino y le dices al Loro:—«Mira, Lorito, este es del p a n que comías y del vino que t o m a b a s antes en el reinato de t u antiguo dueño».—«¿Dame?», te dirá él.—«No t e doy», le contestarás tú.—«¡Dame u n poquito, a u n q u e m á s n o sea!» t e replicará.—Y entonces t ú le d a r á s p a n sopeado en vino, y cuando y a esté curado, lo a g a r r a s ; y no tengas cuidado, suceda lo q u e suceda. T e a d v i e r t o que el Gigante, c u a n d o está con los ojos abiertos, está d u r m i e n t e , y si tiene los ojos cerrados, está despierto.


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P a r t i ó Gallarín p a r a el castillo y encontró al Gigante con los ojos abiertos; pasó d e puntillas por delante d e él p a r a no despertarlo, y llegando h a s t a donde e s t a b a el Loro, le mostró el p a n y el vino q u e llevaba. — M i r a , Lorito, este vino es del que t o m a b a s y este p a n del que comías antes, en el reinato de t u antiguo dueño. — ¡ A y ! que ricos eran! ¿dame? — N o t e doy. — D a m e u n poquito, a u n q u e m á s n o sea, p a r a probarlos. E n t o n c e s Gallarín mojó u n pedazo de p a n en el vino, q u e era m u y añejo, y se lo dio al Loro, que lo comió con ansias; y le dio m á s y m á s h a s t a q u e el p a n y el vino se acabaron y el Loro q u e d ó completamente borracho. E n t o n c e s Gallarín lo agarró p a r a huir con él; pero apenas el Loro se vio cogido, comenzó a g r i t a r desaforadamente: —¡Amito! amito! que m e llevan! A los gritos despertó el Gigante, asió a Gallarín y lo a m a r r ó de pies y m a n o s a u n poste, en el último patio del castillo, p a r a comérselo después. El Gigante estaba q u e n o cabía en sí d e gusto por haber aprisionado a Gallarín, así es q u e salió a convidar o t r o gigante, su compadre, «para comerse u n cordero tiernecito»—así le dijo. M i e n t r a s el Gigante a n d a b a afuera, su mujer preparab a el fondo en que i b a n a cocer al p o b r e Gallarín, y con u n hacha se puso a p a r t i r leña p a r a encender el fuego. Gallarín, n a d a tranquilo, m i r a b a cómo t r a b a j a b a la m u jer por cortar u n grueso tronco demasiado duro, y de p r o n t o se le ocurrió u n a idea y le dijo: —¡Me da no se qué, señora, verla t r a b a j a r t a n t o ! Si me soltara las m a n o s siquiera, yo le a y u d a r í a a p a r t i r la leña. L a mujer del Gigante le creyó, le soltó las m a n o s y le entregó el hacha, 13


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—Acérqueme el tronco, p o r q u e así como estoy, a m a r r a d o de los pies, n o alcanzo h a s t a él. L a mujer le acercó el tronco. —Ahora sujétemelo bien p a r a que no se mueva. Y en c u a n t o la mujer se agachó p a r a sujetar el tronco, mi buen Gallarín le asesta t a n feroz hachazo en el cogote que me la deja tendida, m u e r t a . Con la misma hacha cort ó la cuerda con q u e tenía a t a d o s los pies, en seguida desn u d ó a la mujer, la despresó y la echó al fondo, que est a b a hirviendo con las papas, choclos, porotos, zapallo, ajos y cebollas correspondientes; después t o m ó la cabeza y la arregló en la c a m a en que ella dormía, dejándole los chapes colgando, y en lugar del cuerpo colocó u n a almoh a d a debajo de las cobijas, cogió al Loro y disparó a t o d a carrera. C u a n d o llegaron los dos gigantes, se fueron al último patio. •—¡Qué rica debe de estar la cazuela, compadre! ¿ N o siente el olor cito que sale del fondo? —¡Cómo no, pues, compadre! debe de estar de chuparse los bigotes! — Y la Micaela ¿dónde estará? Se fué a buscarla y vio que estaba en la cama. —¡Pobre Micaela! Cómo h a b r á trabajado, compadre, que de p u r o cansada se acostó; d u r m i e n d o está en su cama. Comeremos nosotros y le guardaremos su p a r t e ; dejémosla que descanse.—Y se pusieron a comer. —¡Caráfita que está rica la cazuelita! si el corderito era t a n bien retierno, cómo no había de salir buena! Y el Gigante m e t e el cucharon al fondo por q u i n t a vez y se sirve él u n a presa y le pasa o t r a a su compadre. E s t e observa la presa que a c a b a n de servirle y todo asustado, e x c l a m a . . . —¡Compadre! usted me convidó a comer u n corderito y resulta que lo que estamos comiendo es u n a oveja! ¡mire la marca!-—y le m o s t r a b a la presa que tenía en la mano.


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—¿Qué es esto? . . — g r i t a el Gigante—y dispara corriendo como u n condenado, a ver a su mujer, porque u n a sospecha terrible pasó por su imaginación. Llega a la c a m a d e su mujer, t i r a las cobijas al suelo y n o ve sino la cabeza de Micaela y u n a almohada. El Gigante, que quería e n t r a ñ a b l e m e n t e a su mujer, se puso a lanzar g r a n d e s alaridos y a gritar: —¡Ah, picaro Gallarín! ¡Asesinaste a mis hijas, te llevaste mis t r e s gorros, me m a t a s t e a m i mujer y me r o b a s t e mi Loro! ¡Ah, picaro malnacido! si te pillo, t e devoro! Llegó Gallarín al palacio y entregó el Loro al Rey, quien dio muestras d e la m a y o r alegría al contemplar en su poder esta ave maravillosa, que antes había sido suya y le había sido a r r e b a t a d a por el Gigante. P a s ó algún tiempo, y J u a n y Pedro, que hervían de envidia al ver la predilección q u e la Princesa demostraba por Gallarín, volvieron donde el R e y y le dijeron: — S e p a su Sacarrial M a j e s t a d q u e su pavero Gallarín se h a dejado decir que así como m a t ó a las tres hijas del Gigante, se trajo los tres gorros, le m a t ó a la mujer y le r o b ó el Loro adivino, es capaz de quitarle el Caballo d e las campanillas de oro, q u e está encerrado bajo siete llaves. —¿Eso h a dicho Gallarín? —Sí, Señor, eso h a dicho. El R e y hizo llamar a Gallarín. —Gallarín, t ú te h a s dejado decir que así como m a t a s t e a las t r e s hijas del Gigante, t e trajiste los tres gorros, le m a t a s t e a la mujer y le robaste el Loro adivino, eras capaz de quitarle el Caballo de las campanillas de oro, q u e tiene encerrado bajo siete llaves.


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— N o , Señor; yo n o he dicho tal cosa. —Sí lo has dicho; y si n o m e lo traes, la cabeza t e corto. Salió Gallarín triste y cabizbajo y se sentó a llorar amarg a m e n t e en u n a piedra q u e h a b í a a lo último del jardín. E n ese m o m e n t o pasaba la Princesa por ahí mismo. — ¿ P o r q u é lloras, Gallarín? — ¿ C ó m o n o he de llorar, mi Princesa, cuando mis hermanos, q u e desean mi m u e r t e , h a n ido donde el R e y con el chisme de que yo había dicho que así como m a t é a las tres hijas del Gigante, me traje los tres gorros, le m a t é a su mujer y le robé el Loro adivino, era capaz de quitarle el Caballo de las campanillas de oro, que tiene encerrado bajo siete llaves? — N o se t e dé nada, Gallarín; a n d a n o más, que t e irá t a n bien como en las veces anteriores. T o m a este poco de algodón y esta espadita de v i r t u d ; aplicas la p u n t a d e la espada a la chapa de cada p u e r t a y las siete se abrirán en c u a n t o las toques. Después t e acercas al caballo, rellenas bien de algodón las siete campanillas de oro p a r a q u e no suenen y aseguras el algodón con cáñamo, p a r a q u e n o se desprenda; t e pones las espuelas q u e hallarás colgadas detrás de la séptima p u e r t a ; en seguida, le sacas al caballo la silla, lo m o n t a s en pelo, le clavas las espuelas a t o d a fuerza y el caballo saldrá del castillo a t o d o correr. P e r o no se t e olvide mirar antes si el Gigante está durmiendo, que ya sabes que d u e r m e cuando tiene los ojos abiertos y está despierto c u a n d o los tiene cerrados. Llegó Gallarín al castillo m i e n t r a s el Gigante dormía, de modo q u e p u d o hacer sin inconveniente c u a n t o la Princesa le había ordenado, a u n q u e sintió deseos locos de venirse con la silla, que era m u y rica: pero, por suerte para él, la dejó y m o n t ó en pelo. El Gigante vino a darse c u e n t a del robo c u a n d o y a Gallarín había salido del círculo de maravillas, y n o p u diendo hacer o t r a cosa, se puso a gritar desaforadamente:


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—¡Ah, picaro Gallarín! ¡Asesinaste a mis hijas, t e llevaste mis tres gorros, me m a t a s t e a mi mujer y me robaste m i Loro, y hoy m e h a s r o b a d o el Caballo de las campanillas de oro! ¡Ah, picaro malnacido! si t e pillo, t e devoro! El Caballo salió a todo escape y n o p a r ó h a s t a llegar con su jinete a las mismas gradas del trono. G r a n d e fué la alegría del R e y al ver al Caballo de las campanillas de oro y quiso premiar a Gallarín, pero éste le dijo q u e m i e n t r a s t a n t o se c o n t e n t a b a con ser el cuidador d e sus pavos, q u e a su tiempo le pediría el galardón q u e creyera le correspondía. Siguió p a s a n d o el tiempo, q u e n o se detiene en su marcha, y a ú n n o se había cumplido u n mes cuando J u a n y Pedro, cuya envidia crecía con los triunfos d e Gallarín, fraguaron otra m e n t i r a contra el h e r m a n o q u e los había, librado de la m u e r t e , q u e así paga el Diablo a quien bien le sirve; y se presentaron al R e y . —Señor—le dijeron—ha de saber S u Sacarrial Majestad q u e su pavero Gallarín se h a dejado decir q u e así como m a t ó a las t r e s hijas del Gigante, se trajo los tres gorros, le m a t ó a la mujer y le robó el Loro adivino y el Caballo de las campanillas de oro, es capaz de traer prisionero al Gigante mismo. — ¿ E s o h a dicho Gallarín? — S í , Señor; eso h a dicho. —¡Ah! y qué bueno fuera q u e m e lo trajese prisionero, por q u e el Gigante es el único enemigo que tengo, y libre de él, reinaría tranquilo! Díganle a Gallarín q u e venga. Vino el pobre Gallarín. —¿Con q u e t e h a s dejado decir q u e así como m a t a s t e a las tres hijas del Gigante, t e trajiste los tres gorros, le


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m a t a s t e a su mujer y le robaste el Loro adivino y el C a ballo de las campanillas de oro, t e encuentras capaz de t r a e r m e prisionero al Gigante mismo? — N o , Señor; y o no he dicho t a l cosa. —Sí lo h a s dicho; y si n o m e lo traes, la cabeza t e corto. Salió Gallarín s u m a m e n t e afligido por la exigencia del Rey, y fué a sentarse a lo último del jardín, a tiempo q u e la Princesa pasaba por ahí. — ¿ P o r q u é lloras, Gallarín? —¿Cómo n o he de llorar, m i Princesa, cuando el Rey, instigado por mis hermanos, q u e desean m i muerte, m e ha dicho q u e así como m a t é a las tres hijas del Gigante, me traje los tres gorros, le m a t é a su mujer y le robé el Loro adivino y el Caballo de las campanillas de oro, era capaz de traerle prisionero al Gigante mismo? — N o se t e dé nada, Gallarín, q u e en esta empresa t e irá t a n bien como en las anteriores. Pídele al R e y mi p a d r e q u e t e m a n d e hacer u n a gran jaula de fierro, de gruesos barrotes, con r u e d a s y con dos c o m p a r t i m e n t o s : u n o desde el q u e irás t ú gobernando el carro, y otro q u e será completamente independiente, con p u e r t a q u e la puedas cerrar t ú por medio de u n resorte y en el cual llevarás t o d a clase de mercaderías. T e disfrazarás de comerciante francés y pasarás frente al castillo ofreciendo t u s mercaderías. Saldrá el Gigante, querrá comprar algo de lo que llevas, lo h a r á s e n t r a r p a r a q u e escoja, y en c u a n t o esté adentro, sirviéndote del resorte cerrarás la p u e r t a y t e lo traes sin cuidarte de sus gritos y maldiciones. Tal como se lo aconsejó la Princesa así lo hizo Gallarín. El R e y le m a n d ó fabricar la jaula, y u n a vez entregada, arregló en el c o m p a r t i m e n t o que debía ocupar el Gigante un buen número de valiosas telas y curiosísimos objetos de adorno, y tirado el carro por diez y u n t a s de bueyes que Gallarín dirigía desde el d e p a r t a m e n t o q u e le correspondía, se dirigió al castillo del Gigante, adornado el rostro de largos bigotes y u n a hermosa pera postiza, pregonando con fingido acento francés:—«Quelq chos


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de tiend! necesit quelq chos d e tiend!» E l Gigante, que estaba en la ventana, lo hizo detenerse y bajó a comprar algunas cosas. Gallarín lo invitó a entrar para que escogiese m á s a gusto, y el Gigante, sin sospechar nada, accedió, y Gallarín, en c u a n t o lo vio adentro, tocó el resorte y la p u e r t a se cerró a m a c h o t e . E l Gigante, al verse preso, b r a m a b a como u n toro herido y con sus m a n a z a s t o m a b a los barrotes y los estremecía t r a t a n d o de quebrarlos, pero inútilmente. Horas después, Gallarín e n t r a b a triunfante a la ciudad, con el Gigante enjaulado, y era de ver cómo la gente se agolpaba en las calles aplaudiendo al héroe, q u e con la prisión del Gigante libraba al reino de su m á s terrible enemigo. Gallarín, antes de llegar a palacio, se puso uno de los gorros de las hijas del Gigante con la p a r t e d e adelante hacia atrás, e inmediatamente quedó convertido ^ n u n elegante joven, pero conservando siempre sus hermosas y simpáticas facciones. E l R e y y la Princesa, q u e lo esperaban, se levantaron d e sus asientos p a r a recibirlo. —Creo, Gallarín—dijo el M o n a r c a — q u e h a llegado el m o m e n t o de q u e pidas el premio d e t u s hazañas: M a t a s t e a las hijas del Gigante, le trajiste sus tres gorros, le m a t a s t e a su mujer y le robastes el Loro, después trajiste el Caballo de las campanillas de oro, y por último, p a r a coronar t u obra, hoy m e has traído prisionero al Gigante mismo. Pídeme lo q u e quieras, q u e si está en mis manos, te será concedido.

—Señor—contestó Gallarín—es grande mi osadía al manifestar a Su Sacarrial Majestad mis pretensiones, pero si me atrevo a formularlas es porque me veo alenta-


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d o por u n a persona que es m u y querida de Vuestra M a jestad;—y m i r a b a a la Princesa q u e le hacía señas para que desechara t o d o temor y hablara luego y claramente. —¿Y qué es lo que pretendes, Gallarín? Si grandes son t u s pretensiones, grandes son también las empresas que has acometido; v a y a lo u n o por lo otro; habla sin cuidado. —Majestad, lo que yo pretendo es lo que m á s a m á i s : solicito la m a n o de vuestra hija. E l Rey, q u e se imaginaba que Gallarín le pediría riquezas y honores, tal vez u n título de grande del reino, al oir su petición, dio u n salto y casi se cayó del trono. — P e r o ¿cómo te atreves a mirar t a n alto? medita un poco en quién eres t ú y en quién es mi hija, mide la distancia que h a y entre ambos y ve si es posible tal unión. — E s cierto, Su Sacarrial Majestad, que u n a princesa n o det>e casarse sino con un príncipe por lo menos; pero en manos de Su Sacarrial Majestad está el hacerme príncipe a mí, y entonces ni ella se rebajará ni yo m e enalteceré al casarnos, pues seremos iguales. La Princesa no p u d o contenerse y aplaudió a dos m a n o s exclamando: —¡Bien, Gallarín, m u y bien!—Con lo cual, impensadam e n t e dio a conocer sus sentimientos hacia su pretendiente, así es q u e el R e y no t u v o m á s remedio que acceder a los deseos de los dos jóvenes. Gallarín fué hecho príncipe y se casó con la Princesa en medio del entusiasmo de todo el pueblo, que los a m a b a y respetaba. Y fueron felices d u r a n t e su larga vida, como lo merecían por sus virtudes.


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25. S A L I R C O N S U D O M I N G O S I E T E H a b í a u n a vez u n jorobado, b u e n a persona, q u e llev a b a su desgracia con paciencia, y n o era envidioso ni amigo de burlarse del prójimo, como son casi todos los q u e tienen el espinazo q u e b r a d o ; y este buen hombre salió u n día a hacer u n a diligencia a un pueblo inmediato al suyo y n o p u d o regresar h a s t a la noche. Al pasar por un sitio extraviado, vio, desde u n matorral, u n corro d e brujas, las cuales, t o m a d a s de las manos, d a b a n vuelta bailando y c a n t a n d o : Lunes

y M a r t e s , Miércoles tres,

sin cambiar este estribillo. El jorobadito, que era nervioso y vivo de imaginación, viendo que las brujas no salían de la cantinela Lunes y M a r t e s , Miércoles tres, n o p u d o contenerse y desde su escondite gritó: Jueves y Viernes, S á b a d o seis. Las d a n z a n t e s no cupieron en sí de gozo al ver t a n lind a m e n t e completado su canto, y, agradecidas, resolvieron premiar a la persona que había tenido t a n feliz inspiración. Llevado el joven al medio del corro, u n a propuso darle u n palacio; otra, todo el oro q u e deseara; la de m á s allá, hacerlo rey; pero el jorobadito, que oía la discusión m u y complacido, les dijo:—«Yo m e contentaría y m e daría por m u y feliz con que hicierais desaparecer m i joroba y me asegurarais lo suficiente p a r a tener u n b u e n pasar»,—gracias, ambas, que i n m e d i a t a m e n t e le fueron acordadas.


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Al día siguiente nuestro ex-jorobado tropezó en la calle con un amigo que sufría del mismo mal de q u e él t a n felizmente había sido curado por las brujas. E l amigo se extrañó de verlo t a n cambiado y casi no lo conoció, pues la ausencia de la joroba h a b í a convertido al antiguo corcovado en un. real mozo. A la p r e g u n t a que le hizo el amigo, a quien la envidia roía las e n t r a ñ a s , de cómo había ocurrido t a l metamorfosis, el interrogado le refirió la a v e n t u r a , y el giboso se prometió ir esa misma noche al sitio en que las brujas se reunían; y así lo hizo, ocultándose en el mismo matorral desde donde su amigo había presenciado el baile. M o m e n t o s después llegaron las b r u jas y comenzaron la danza, c a n t a n d o : Lunes y M a r t e s , Miércoles tres, J u e v e s y Viernes, S á b a d o seis. El segundo jorobado, que t a m b i é n deseaba ver desaparecer su corcova, imitando lo que su amigo h a b í a hecho, quiso agregar algo a los versos que c a n t a b a n las brujas, y cuando por c u a r t a o quinta vez repetían L u n e s y M a r t e s , Miércoles tres, Jueves y Viernes, S á b a d o seis, m u y ufano exclamó: Domingo siete. Las brujas detuvieron i n m e d i a t a m e n t e la danza y u n a s a o t r a s se miraron c o n t r a r i a d a s . —¿Quién es el estúpido q u e h a venido a p e r t u r b a r nuestro hermoso canto?—dijo u n a . —Busquémoslo—contestó otra. Y sin gran t r a b a j o encontraron al pobre jorobado, q u e t e m b l a b a de miedo a n t e la ira de aqueljas mujeres, y lo a r r a s t r a r o n al medio del corro.


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—¿Qué castigo daremos a este miserable?—preguntó la q u e hacía de jefe. —Que le salgan cuernos y rabo—dijo u n a . —Que c u a n d o hable eche sapos y culebras por la boca —repuso otra. —No—exclamó u n a tercera,—por su impertinencia merece que le obsequiemos con u n a segunda joroba. —¡Eso es! Eso es!—gritaron todas. Y -a empellones y puntapiés despidieron al giboso, que volvió al pueblo llevando sobre sí dos hermosas corcovas: u n a sobre el pecho y otra sobre la espalda. •

26. LA L O R I T A

ENCANTADA

(Se lo c o n t ó , en 1909. P e t r o n i l a R i q u e l m e , d e 56 a ñ o s , n a t u r a ! d e C h i m b a r o n g o . a d o n L u i s T h a y e r Ojeda, q u i e n t u v o la b o n d a d d e o b s e q u i a r m e la transcripción, h e c h a por él, en Octubre de 1915.)

P a r a saber y contar y c o n t a r p a r a saber. E s t a era u n a vieja m u y pobre que había criado a u n H u a c h o que se llamaba Manuel, y a quien ocupaba en cuidar chanchos en el m o n t e . Un día el H u a c h o le dijo a la vieja: — H e oído decir que h a y u n R e y que paga u n a l m u d de p l a t a por u n año de trabajo, y yo, m a m i t a , m e voy para allá a mejorar suerte. Salió M a n u e l y llegó a donde estaba el Rey, que era el castillo de Flordelís, y e s t u v o t r a b a j a n d o con t o d a la peonada d u r a n t e u n año, y a todos les fueron p a g a n d o un almud de p l a t a ; pero cuando estaban haciendo el pago, u n a Lora que tenía el Rey* hablaba t a n t o , metiéndose en las cuentas, que el Rey, aburrido, es que dijo: — E l que quiera llevarse e s t a Lora en lugar del almud de plata, q u e se la lleve n o más, que soy gustoso.


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Y ninguno de los que le oyó quiso llevársela, y entonces Manuel, viendo que era t a n linda, dijo: — Y o me la llevaré, Su Majestad, por el almud de plata. Y se volvió el H u a c h o p a r a su tierra, y en el camino cuidaba m u c h o a la Lorita y le d a b a de comer la m i t a d de lo que conseguía; pero cuando llegó a su casa, la vieja es que estuvo m u y enojada porque quería p l a t a y no pájaros y le dio a M a n u e l u n a b u e n a paliza y lo m a n d ó al m o n t e a cuidar los chanchos, y después le pegó a la Lora, que casi la m a t ó . E n t o n c e s la Lora es que dijo:—"Me voy p a r a Flordelís"—y se voló. C u a n d o en la t a r d e volvió el H u a c h o y supo que la L o r i t a se había volado, se apenó t a n t o q u e esa misma noche, al amanecer, se fué de la casa. A n d u v o t o d o el día sin t o m a r alimento ni descansar, así es que el h a m b r e se lo comía y no podía m á s de cansado. Se sentó debajo de unos árboles y se quedó dormido. Al día siguiente lo despertó u n a gran bulla que formab a n tres lindas niñas, d i s p u t a n d o cuál era la mejor. E n tonces él se acercó a las niñas y les p r e g u n t ó por qué discutían t a n acaloradamente; y u n a vez que le explicaron el motivo, les dijo: — S u merced, que es la mayor, es el sol, y en el día ¿qué cosa h a y m á s bonita que el sol?—Su merced, que es la del medio, es la luna, y en la noche ¿qué cosa h a y m á s bonita que la luna?—Su merced, que es la menor, es la guía de la m a ñ a n a , y al amanecer ¿qué cosa h a y m á s b o n i t a q u e la guía de la m a ñ a n a ? — Y se fué. Con estas cosas que les dijo el H u a c h o , se quedaron las niñas m u y contentas, y dijeron: —¿Y con qué le pagamos a este joven que nos puso en concierto y nos dejó contentas a las tres? E n t o n c e s lo llamaron, y la m a y o r le dio un anillo que d a b a todo lo que se le pedía; la del medio le dio u n a plu-


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m a , que n o había m á s que ponérsela en el z a p a t o p a r a volar m á s ligero que el viento; y la menor le dio u n gorro, que b a s t a b a ponérselo p a r a hacerse invisible. E l H u a c h o les agradeció los regalos y partió nuevam e n t e ; y había a n d a d o ya algunas leguas c u a n d o le vin o como u n desmayo, de lo q u e n o había comido n a d a desde la noche a n t e s . E n t o n c e s le dijo al anillo: —Aniílito, d a m e u n a mesa bien puesta de u n todo, con los manjares m á s ricos que h a y a . Y entonces se le apareció u n a mesa llena de los mejores platos y m á s ricos vinos, y después q u e se llenó, se p u s o a dormir la siesta. A la t a r d e c i t a despertó y siguió su camino, h a s t a q u e n o p u d o seguir a n d a n d o p o r q u e t e nía los pies hinchados de t a n t o q u e había caminado, y se sentó a descansar. Y en esto estaba cuando se acordó de r e p e n t e de su a v e n t u r a con las tres niñas y de los regalos que le habían hecho, y dijo: — B u e n dar con lo t o n t o q u e soy, pudiendo volar m á s ligero que el viento;—y sacó la pluma y se la puso en el z a p a t o . H a b í a volado u n a porción y y a comenzaba la noche, c u a n d o se le apareció u n águila inmensa de grande, q u e le dijo: —¿Cómo te atreves a volar en mis dominios, vil gusanillo de la tierra? E n t o n c e s el H u a c h o le contó t o d a su historia, y u n a vez que la oyó el Águila, q u e n o era o t r a persona que el mismo R e y de los Pájaros, le dijo: La Lorita q u e a n d a s buscando e s t á ' e n encastillo Flordelís, y a p ú r a t e , porque si no llegasTesta|misma noche, y a será tarde, por lo que allí va a pasar. Se fué el H u a c h o por el aire, m á s ligero que el viento, y llegó al castillo de Flordelís c u a n d o , y a t o d i t a la gente y h a s t a el mismo R e y se h a b í a n acostado, y sólo e s t a b a despierto el soldado que estaba de guardia en la p u e r t a de! castillo.


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Entonces el H u a c h o es que le p r e g u n t ó : —¿Qué nuevas h a y por aquí, señor guardia? —¿Qué n u e v a s h a n de haber? Que m a ñ a n a se casa la Princesa, q u e estaba encantada, y q u e n o era otra q u e la Lorita q u e t e llevaste en cambio del almud de plata. C u a n d o esto oyó, le entró al H u a c h o u n a gran pensión; pero, acordándose dé su gorra, se la puso, y por el aire se e n t r ó al c u a r t o de la Princesa, que estaba custodiado por siete soldados moros. Y entonces el Huacho, q u e n o se había sacado la gorra, le dijo a la Princesa: —Si eres tú la Lorita que yo me llevé por u n almud de p l a t a ¿por qué m e h a s dejado solo? Y la Princesa se asustó t a n t o q u e se p u s o a gritar, y vinieron los siete soldados moros, y el R e y y la Reina a ver lo que p a s a b a . E l H u a c h o , como estaba invisible, p a r a que no tropezaran con él se acurrucó en u n rincón, y como los q u e entraron a la pieza n a d a vieron ni a nadie encontraron, se volvieron, el R e y y la Reina a sus cuartos y los soldados moros a su puesto. Al r a t o que todos se fueron, volvió el H u a c h o a hablar y o t r a vez la Princesa gritó que había gente en su pieza, y entraron de nuevo el R e y y la Reina y los soldados, y como tampoco encontraron a nadie, se enojaron m u c h o y se fueron, diciéndole a la Princesa que n o fuera a gritar o t r a vez, porque no le harían caso a sus gritos. Y salieron. Esperó el H u a c h o u n momento, y acercándose a la Princesa le dijo que n o tuviera miedo, que él había hecho u n viaje t a n largazo por el a m o r t a n grande que le tenía y que de ninguna m a n e r a permitiría que fuera a casarse con u n hombre que no la quería como él; y se quitó el gorro. Entonces la Princesa conoció al H u a c h o y se t r a n q u i lizó, y le contó todo lo q u e había p a s a d o y que ella se casaba contra su voluntad y q u e a nadie quería sino a él,


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que había despreciado la p l a t a por ella, y la había cuidad o t a n t o y h a s t a había tenido que a g u a n t a r los malos t r a t o s de su m a d r e . Después de m u c h o pensar en lo q u e harían, convinieron q u e en la comida, antes del casamiento, la Princesa pidiera la gracia de q u e cada u n o dijera u n discurso y que él vería cómo ella salía bien del paso. A la m a ñ a n a siguiente dijo el H u a c h o al anillo: —Anillito, d a m e u n traje completo, t o d o bordado d e oro y piedras preciosas, y yo que m e ponga bien buenmozo. Y así que acabó de hablar, quedó el H u a c h o hecho u n príncipe de bonito y elegante y la Princesa m u y content a de verlo t a n bien plantado. Y poniéndose el H u a c h o la p l u m a en el zapato y el gorro en la cabeza, se despidió de la Princesa h a s t a el o t r o día. Al día siguiente, el H u a c h o , bien de m a ñ a n a , le dijo al anillo; —Anillito, haz que se me presente aquí u n caballo de lo mejor y m á s lindo, bien aperado y con los aperos enchap a d o s de oro y plata. Y en el mismo m o m e n t o se le puso u n lindo caballo blanco por delante y m o n t a d o en él dio u n paseo por t o d a la ciudad, y t o d o el m u n d o se q u e d a b a mirándolo con la boca abierta, p o r q u e n u n c a habían visto u n príncipe t a n bonito y elegante. Y al acercarse la hora del b a n quete, se fué al castillo y cuando el R e y lo vio decía:— " ¿ q u é príncipe t a n rico será é s t e ? " Y él le dijo al R e y que era príncipe que d o m i n a b a en el aire. Al comenzar el b a n q u e t e , la Princesa pidió al R e y la gracia de que todos dijeran u n discurso, y concedida que le fué, dijo la Princesa: —Sacarrial Majestad, ¿qué será de m á s valor, u n a corona de oro o u n a corona de plata? El R e y contestó: — U n a corona de oro. — Y o tenía—dijo la Princesa—dos coronas, u n a de 1


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oro y u n a de plata. L a de oro se me h a b í a perdido y he tenido la suerte de encontrarla; y como no debo conservar sino una, yo pregunto ¿cuál de las dos debo g u a r d a r ? T o d o s contestaron: — L a de oro, la d e oro; no tiene vuelta. E n t o n c e s la Princesa, t o m a n d o a M a n u e l de la m a n o lo hizo p a r a r s e y dijo: — E s t a es la corona de oro que yo había perdido y que acabo de encontrar, y como con ella debo quedarme, con este príncipe m e casaré y él n o m a s será mi marido. Todos aplaudieron lo dicho por la Princesa, menos el novio que iba a casarse con ella y que t u v o q u e salir t o d o acholado. Y así fué que M a n u e l se casó con la Princesa y fueron m u y felices, y todavía lo serán, si es que están vivos. Y se acabó el cuento, y se lo llevó el viento y se col6 por la p u e r t a de u n convento y los p a d r e s que lo oyeron, se quedaron m u y contentos.

27. E L D I A B L O Y E L C A M P E S I N O . El Diablo le propuso a un Campesino trabajar a m e dias, d u r a n t e tres años. E l Diablo p o n d r í a el terreno y el Campesino la semilla. T e r m i n a d o el plazo del c o n t r a t o , el campesino quedaría d u e ñ o del suelo. P r e g u n t ó el h o m b r e : — ¿ Y cómo haremos la partición? El Diablo c o n t e s t ó : — Y o t o m a r é lo que den las p l a n t a s arriba y t ú t o marás lo que quede debajo de la tierra.—Y se fué. Entonces el Campesino sembró papas, y cuando llegó el tipmpo de partirse la cosecha, el Diablo t u v o que llevarse las m a t a s y dejar las p a p a s al hombre.


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El Diablo se repelaba, y p e n s ó : esta otra vez no m e h a r á s leso; y dijo al h o m b r e : — E s t e año y o t o m a r é lo que quede debajo de la tierra y t ú serás dueño de lo q u e quede encima. Se fué el Demonio y el Campesino sembró sandías y melones, y cuando el Diablo vino por la p a r t e que le correspondía y vio que le t o c a b a n p u r a s raíces, y a su socio lindísimos melones y sandías, se puso a rabiar como u n condenado (sic) y se a r r a n c a b a las mechas de ira. E l Diablo n o se dio por vencido, y después de meditar u n rato, dijo al h o m b r e : — E n el próximo a ñ o será p a r a m í lo que produzcan las plantas en la p a r t e de arriba y debajo de la tierra; lo q u e den en el medio será p a r a ti.— Y se fué pensando con esto vencer al Campesino. P e r o el hombre, sembró maíz; y cuando el D i a b l o vino a reclamar su porción, los choclos correspondieron al Campesino y el Diablo quedó n u e v a m e n t e burlado. — M e la ganaste, rugió el Demonio, t u y o es el c a m p o ; pero después nos veremos la cara. M a s el hombre se deja vencer del Diablo sólo cuando quiere, porque tiene inteligencia de sobra p a r a reírse del enemigo malo, como lo demuestra este cuento.

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28. E L L I Ó N Y E L H O M B R E ( N a r r a d o e n 1 8 8 8 por el carrilano albañil P e d r o A n t o n i o Liberona, r.apor don R o b e r t o R e g i f o ,

T a b a el Lión viejo en su cueva, entre los riscos m á s encumbraos di u n a m o n t a ñ a . E l Lión hijo, al velo t a n respetoso, le icía: — ¿ H a b r á , paire, en t o el m u n d o u n o m á s guapo que su mercé? (Así t r a t a b a n antes los hijos a los paires). —Sí, hijo,—le contestó el veterano. —¿Cómo h a e ser eso, paire, cuando yo, que soy su hijo, no le tengo mieo a naiden ni m á s respeto q u e a su mercé? — N o t'engañís, hijo, h a y en el m u n d o u n animal m u y b r a o que se la g a n a a toos; si n u es por bien, por m a l si h a n de d a r ; por eso es que yo, q u ' e r a el rey del m u n d o , m ' h e y tenío qu'enriscar entr'estos cerros, por no d a m e . —Con su permiso, paire, écheme la bendición y yu iré a peliar con ese animal p a quítale el m u n d o , ¡qué t a n t o será lo guapo! E m p u é s e su mercé, ¿qui animal será t a n grande que y o n o me li alime? — N u es t a n grande, hijo; pero es m á s ardiloso que toos, y se llama l ' H o m b r e . Y o n o ti aré n u n c a permiso, mientras viva, p a que vais a peliar con él. Quiso que n o quiso el Lión joven t u v o que quiase refunfuñando y afilándose las u ñ a s . E l Lión viejo ' s t a b a enfermo y a poco murió. E m p u é s de llóralo el Lión joven y déjalo t a p a o con r a m a s que salió a cortar, pensó:—Agora sí que n o me queo sin peliar con el H o m b r e ; y salió cordillera aajo a uscalo. (1) E s t a t r a n s c r i p c i ó n ^ a u n q u e n o c o m p l e t a m e n t e fonética, se aproxiS i n e m b a r g o , d e b e a d v e r t i r s e q u e n o s i e m p r e se h a n s u p r i m i d o las eses piraciones m u y t e n u e s , por carecer la i m p r e n t a d e los s i g n o s c o n v e n i e n la v, q u e h a y c a s o s en q u e s u e n a n , p e r o n o c o n la fuerza q u e e n el l e ñ en e¡ l e n g u a j e q u e usa e n C h i l e la g e n t e e d u c a d a .


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28. E L L E Ó N Y E L H O M B R E tural de N a n c a g u a , d e 5 5 a ñ o s d e e d a d , y escrito, s e g ú n sus en D i c i e m b r e d e 1 9 2 1 .

recuerdo).

E s t a b a el viejo León en su cueva, situada entre lo riscos m á s encumbrados de u n a m o n t a ñ a . E l León hijo, al contemplarlo t a n respetable, le dijo: — ¿ H a b r á , padre, en todo el m u n d o un ser m á s valiente que su merced? (Así t r a t a b a n a n t e s los hijos a los padres). —Sí, hijo—le contestó el anciano. — ¿ C ó m o h a de ser eso, padre, cuando yo, que soy su hijo, no le tengo miedo a nadie ni respeto m a s que a su merced? — N o t e engañes, hijo, h a y en el m u n d o u n animal ' m u y b r a v o que vence a todos; si n o es por bien, por mal se h a n de entregar; por eso yo, q u e era el rey del m u n d o , p a r a no verme vencido, he tenido que esconderme entre los riscos de estos cerros. — É c h e m e la bendición, p a d r e , y con su permiso iré a pelear con ese animal y lo despojaré del dominio del m u n d o . ¡No será t a n valiente! F u e r a de su merced ¿qué animal h a b r á t a n grande a quien yo no me a t r e v a a atacar? — N o es t a n grande, hijo; pero es m á s a s t u t o que todos y se llama el H o m b r e . M i e n t r a s yo viva, j a m á s t e daré permiso p a r a que v a y a s a pelear con él. Quiso q u e no quiso, el León joven t u v o que quedarse, refunfuñando y afilándose las uñas. E l León viejo estaba enfermo y poco después murió. Después de llorarlo el León joven y de dejarlo cubierto con u n a s r a m a s que salió a buscar, pensó:—Ahora sí que no m e quedo sin pelear con el H o m b r e ; y bajó de la cordillera al valle p a r a buscarlo. m a al m o d o de hablar popular lo suficiente para darse c u e n t a d e él. y zetas, q u e en n u m e r o s o s c a s o s n o se p r o n u n c i a n , o s u e n a n c o m o a s t e s y n o dificultar m á s la lectura. L o m i s m o p u e d e decirse d e la b y d e guaje c u l t o . P a r a m a y o r claridad, se h a p u e s t o al frente u n a t r a d u c c i ó n


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Lo primero qu'encontró en u n a d'esas vegas que se jorman a e n t r o e los cajones e la cordillera jué u n Caallo flaco. —¡Bah!—ijo—ese no mi a g u a n t a na. ¿Vos sos el H o m bre?—le gritó. — Y o n o soy el Hombre, iñor. —¿Quién es el H o m b r e , entonce? — E l H o m b r e , iñor, t á m á s p ' a a j o y es u n animal, m u y malo y m u y guapo; a mí m e tiene bien dao, y porq u e n o m e le quería ar, m e metió unos fierros en la oca, mi a m a r r ó con unos corriones, y con otros fierros clavaores que se puso en los talones, se m e subió encima y mi agarró a pencazos y puyazos por las costillas, hast a q u e t u v e qui hacer su oluntá y llévalo p ' o n d e se li antojaba, y dey me largó p'estos rincones, onde casi m e muero di h a m b r e . — ¿ P a q u é sos leso? Y o voy a uscar al H o m b r e a- ver si es capaz de ponese conmigo. M á s abajo, onde y a comienzan los potreros de serranía, vio etrás di u n a m a n g u ' e pirca el lomo di u n güey, con sus cachos.—Es'es el Hombre—pensó,—y que bien regrandazas son las u ñ a s q u e tiene, pero en ia caeza, mientras que yo las tengo en las manos. A ver si es el H o m b r e . — Y di u n salto apareció encim'e la pirca.— ¿Vos sos el Hombre?—le gritó. E l Güey se puso a tiritar espantao, y sacando la voz como puo, le c o n t e s t ó : — Y o n o soy el H o m b r e , iñorcito. E l H o m b r e vive m á s p'aajo. — M e querís engañar que n o sos vos, porqu' estay tiritando e cobardía. ¿Y t e alimas a peliar conmigo? ¿Pa qué's ese cuerpo t a n regrande y esos a r m a m e n t o s que tenis en la caeza si n o p a gánasela a los que no son guapos como yo? ¡Pénele al tiro, si querís! —¡No, iñorcito, por Dios!, si y o n o soy peliaor ni gua-


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Lo que primeramente encontró en u n a de las vegas q u e se forman en las quebradas de la cordillera, fué a u n Caballo flaco. —¡Bah!—dijo—ese no se atreverá conmigo. ¿Eres t ú el Hombre?—le gritó. — N o soy el H o m b r e , señor. —¿Quién es el H o m b r e , entonces? — E l H o m b r e , señor, vive m á s abajo, y es u n animal m u y malo y m u y valiente; a mí me tiene completamente subyugado, y porque no quería entregármele, me metió unos hierros en la boca, me a t ó con correones, y con u n a s espuelas m u y clavadoras que se colocó en los talones, se subió encima de mí y comenzó a d a r m e pencazos y a clavarme las espuelas por los ijares, h a s t a que t u v e que hacer su voluntad y llevarlo a donde se le antojaba, y en seguida m e largó p a r a estos rincones, en donde casi me muero de h a m b r e . — E s o t e sucede por t o n t o . Y o voy a buscar al H o m b r e porque deseo ver si se encuentra capaz de pelear conmigo. M á s abajo, donde ya comienzan los potreros de serranía, vio detrás de u n a cerca de pirca, el lomo de u n buey, con sus cuernos.—Este es el Hombre—pensó,—y q u é enormes son las uñas que tiene, pero en la cabeza, mient r a s t a n t o yo tengo las mías en las manos, Veamos si es el H o m b r e . — Y de u n salto se puso encima de la pirca.— ¿Eres t ú el Hombre?—le gritó. E l B u e y se puso a temblar, espantado, y sacando la voz como pudo, le contestó: — Y o no soy el H o m b r e , señorcito. El H o m b r e vive m á s abajo todavía. —Quieres hacerme creer que n o eres t ú y estás tembland o de miedo. Y dime ¿te atreves a combatir conmigo? ¿De q u é t e sirve ese cuerpo t a n enorme y esas defensas que tienes en la cabeza sino p a r a triunfar de los q u e n o son valientes como yo? ¡Peleemos inmediatamente, si t e atreves! —¡No, señorcito, por Dios! Si yo no soy peleador ni


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p o ; y a ve qu'el H o m b r e me tiene bien amansao y que cuando y o ' s t a b a m á s t o r u n o y me le quise sulevar, m'echó unos lazos, me tiró al suelo y m e marcó el pellejo con u n fierro caliente, q u ' e n t u a v í a m'escuece; ¿no ve, su señoría, aquí, en las a n c a s ? . . . y m'hizo otras cosas más, bien repiores, que m e d a n v e r g ü e n z a . . . Después me puso yugo y m'hizo tirar la carreta a picanazos; y aquí'stoy, iñor, paeciendo h a s t a qui al H o m b r e se li ocurra m á t a m e pa cómeme. —¡Tan regrande y t a n . . . vilote! N o servís pa na. M e voy.—Y cortó cerro aajo en busqu'el H o m b r e . Y a iba diisando los planes regaos y al acao di u n a quebrá vio un h u m i t o y empués el rancho di u n a posisión d'inquilino, y se jué acercando espacito a los cercos. E l Perro del inquilino l'olfatió y salió a lairale. El Lión se sentó a espéralo y pensó:— E s t e si qui h a e ser el H o m b r e ; bien mi habían dicho que n u e r a t a n grande; ¡a mí no m e la gana este chicoco!; pero es p u r a alharaca lo que t r a e y n o se viene al cuerpo. El Perro le lairaba retiraíto. —¡A ver, H o m b r e ! calíate un poco. ¿Vos sos el Hombre? — Y o no soy el H o m b r e ; pero mi amo es el H o m b r e . —Así m ' e s t a a pareciendo, porque lo que sos vos, no mi a g u a n t a y ni la primera trenza. And'icile a t u amo que vengo a desafíalo, a ver si es cierto qu'es el m á s guapo el m u n d o comu icen. Cortó el P e r r o p a la posisión y lueguito vinu el H o m b r e con u n a escopeta carga. —¡Bah!—ijo el Lión—qué r a r o es el H o m b r e , nu a n d a con la caeza agacha como toos nosotros. ¿Cómo comerá? anda echao p ' a t r á s ! B a h ! yo tamién m e siento en las patas pa peliar con las manos libres ¿qué gran ventaja mi h a e l l e v a r ? . . . ¿Vos sos el H o m b r e ? — le p r e u n t ó cuando lo vio cerca. — Y o soy el Hombre—le contestó el labrador.


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valiente! y a ve que el H o m b r e m e tiene completamente manso, y u n a vez, cuando yo era m á s joven y quise sublevarme, me a t ó con unos lazos, me echó al suelo y m e marcó la piel con u n hierro candente, que t o d a v í a m e escuece; ¿no ve, su señoría, la marca, aquí, en las a n c a s ? . . . y a u n me hizo otras cosas peores, que me a v e r g ü e n z a . . . Después me enyugó y m e hizo tirar del carro a golpes de picana; y aquí me tiene, señor, padeciendo, h a s t a q u e al H o m b r e se le ocurra m a t a r m e p a r a comerme. —¡Tan grande y t a n . . . vil! N o sirves p a r a nada. M e voy.—Y siguió bajando el cerro en busca del H o m b r e . Y a divisaba los llanos regados, y al término de u n a queb r a d a vio u n h u m o y después el rancho de u n a posesión de inquilino, y se acercó sin hacer ruido a los cercos. E l P e r r o del inquilino lo olfateó y salió a ladrarle. E l León se sentó a esperarlo y pensó:—Este sí que h a de ser el H o m b r e ; bien me habían dicho que no era m u y g r a n d e ; ¡a mí no me vence este enano!; pero todo no es m a s que bulla y n o se atreve a a t a c a r m e . E l P e r r o le ladraba desde lejos. —¡A ver, H o m b r e ! cállate u n poco. ¿Eres t ú el H o m bre? — N o soy el H o m b r e ; pero mi amo es el H o m b r e . —Así m e parecía, porque, lo que eres tú, no a g u a n t a s n i el primer a t a q u e . Ve y dile a t u a m o que vengo a desafiarlo; deseo ver si es efectivo lo q u e dicen, q u e es el ser m á s valiente del m u n d o . F u é el P e r r o p a r a la posesión y volvió luego con el H o m b r e , q u e traía u n a escopeta cargada. —¡Bah!—dijo el León—qué raro es el H o m b r e , no llev a la cabeza baja como nosotros. ¿De q u é m a n e r a comer á ? a n d a derecho! B a h ! y o t a m b i é n m e siento en las pat a s traseras p a r a pelear con las m a n o s libres ¿en q u é m e a v e n t a j a r á ? . . . ¿Eres t ú el Hombre?—le preguntó cuand o lo vio cerca. — Y o soy el H o m b r e — l e contestó el labrador.


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RAMÓN. A . LAVAL

—A peliar contigo vengo p a saen'cuál es el m á s guapo e los dos en el m u n d o . —Güeno—le ijo el H o m b r e — ; pero p a que yo pelee tenis que sácame r a b i a ; r é t a m e primero y empués t e contesto yo. Prencipió el Lión a insúltalo de bandío, saltiaor, coarde, lairón, ausaor, h a s t a que se cansó e retalo. —Agora m e toca a mí,—ijo el Hombre.—Allá v a u n a m a l a p a l a u r a ; — y le largó u n escopetazo y le quiebro u n a pata. —¡Ay, ay, aicito!—gritó el Lión;—iñorcito H o m b r e , n o peleo m á s con usté,—y arrancó a loque poía cordillera aentro, a enriscase en las cumbres, pensando:—Bien icía mi finao t a i t a q u e n o juera a peliar con el H o m b r e ; si con u n a m a l a palaura n o m á s m e quiebro u n a p a t a ¿qui habría sío si se m e le viene al cuerpo? Y no bajó n u n c a m á s e las m o n t a ñ a s , sino a escondía s (1).

(1) L o q u e se p r e s u m a d e literario e n e s t a versión, s e g u r a m e n t e q u e n o es a d o r n o superior a l a s d e s c r i p c i o n e s , reflexiones y formas p i n t o r e s c a s q u e d a b a L i b e r o n a a la narración. P u e d a ser q u e a l g u n a s h a y a y o c a m b i a d o , por o l v i d o d e l o s originales; p e r o n o s o n i n v e n c i o n e s m í a s , s i n o reflejos b o rrosos y a , por l o s c u a r e n t a a ñ o s transcurridos, p e r o fieles r e p r e s e n t a n t e s d e la impresión c a u s a d a por el c u e n t o e n u n n i ñ o d e 1 3 años.—R.RENGIFO


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—Vengo a pelear contigo p a r a saber cuál de los dos es el m á s valiente. —Bueno, le dijo el Hombre;—pero p a r a que yo pelee tienes que irritarme; insúltame t ú primeramente y después t e contesto yo. Púsose el León a t r a t a r l o de bandido, salteador, cobarde, ladrón, abusador, h a s t a que se cansó de insultarlo. —Ahora me toca a mí—dijo el Hombre.—Allá v a u n a mala p a l a b r a ; y disparándole u n escopetazo, le quebró una pata. —¡Ay, ay, aicito!—gritó el León;—señorcito H o m b r e , n o peleo m á s con usted,—y h u y ó como alma que lleva el diablo p a r a el interior de la cordillera, a ocultarse entre los riscos de la cumbre, pensando:—Bien decía mi finado p a d r e q u e n o fuera a pelear con el H o m b r e ; si con u n a sola m a l a palabra me quebró u n a p a t a , ;qué habría sido de m í si se m e viene al cuerpo? Y n u n c a m á s bajó de las m o n t a ñ a s , sino ocultándose.


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29. L O S T R E S H E R M A N O S Q U E S A L I E R O N A P R E N D E R A HABLAR (Referido por el n i ñ o M .

A

I. O p o r t o t , d e 1 2 a ñ o s , e n 1912.)

E s t e era u n huaso rico q u e t e n í a t r e s hijos de m u y escasa inteligencia, y el padre quería q u e aprendieran a hablar como la gente educada. Dióles dinero y les ordenó que salieran a conocer m u n d o , se fijaran cómo hablab a n las personas decentes y n o volvieran h a s t a q u e n o se encontraran capaces de conversar como los caballeros. Salieron los tres hermanos y en u n r e s t a u r a n t en que e n t r a r o n a comer se sentaron cerca de u n a mesa en q u e había unos señores q u e jugaban al dominó. Al m a y o r de los t o n t o s le gustó m u c h o la frase Nosotros hemos sido, que dijo u n o de los jugadores cont e s t a n d o a u n curioso q u e p r e g u n t a b a quiénes habían ganado la p a r t i d a ; y se llevó repitiéndola h a s t a q u e se le quedó impresa en la memoria. Al segundo le llamó la atención lo q u e dijo otro de los jugadores a quien u n o de los mirones interrogó por q u é jugaba, y respondió Por ganar dinero, y se estuvo dale q u e dale con la frasecita, h a s t a que le pareció q u e n o se le olvidaría. Y al tercero, lo que m á s le gustó fué la expresión Por muy justa causa, q u e lanzó otro de los circunstantes, y q u e la dijo n o menos de cien veces en su interior, h a s t a q u e se le quedó perfectamente g r a b a d a . Y sucedió q u e cuando se volvían a su casa, m u y contentos d e las hermosas palabras q u e habían aprendido, al a t r a v e s a r u n campo por donde t e n í a n q u e pasar, tropezaron con el cadáver de u n h o m b r e q u e a c a b a b a d e ser asesinado y de cuyas heridas m a n a b a sangre en abundancia. Se quedaron los tres hermanos asustados, con la boca abierta, contemplando al m u e r t o , y así estaban cuando llega un guardián de a caballo y les p r e g u n t a :


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—¿Quién h a asesinado a este hombre? —Nosotros hemos sido—contesta el mayor. —¿Y por qué le dieron muerte? — P o r ganar dinero—responde el segundo. — E n t o n c e s v a n presos los tres—dice el guardián. — P o r m u y j u s t a causa—contesta el t o n t o menor. Y fueron conducidos a la presencia del juez, quien, por suerte p a r a ellos, les conocía y sabía que eran tontos de nacimiento, que si no, los m a n d a fusilar.

30. L A S T R E S G A N G O S A S ( C o n t a d o por el n i ñ o Alfonso G o n z á l e z , natural d e S a n t i a g o d e 12 a ñ o s en 1912.)

P a r a saber y contar h a y q u e escuchar y aprender. E s t a era u n a señora que t e n í a tres hijas buenasmozonas, pero gangosas, que habían logrado hacerse querer de tres jóvenes, con los cuales se entendían por medio de señas y de cartas, p o r q u e la m a d r e les había prohibido que h a b l a r a n con ellos, p a r a que no les conocieran el defecto que tenían. U n día t u v o q u e salir la señora y les ordenó a las niñ a s que por n a d a de este m u n d o h a b l a r a n con sus pretendientes; y encargó a la m a y o r el cuidado de las ollas que q u e d a b a n al fuego, que no se subieran. Los jóvenes, que vieron salir a la señora, deseosos de conversar con las niñas, en c u a n t o se perdió de vista se colaron a la casa, y las niñas n o tuvieron m á s remedio que salir al salón a atenderlos; pero ninguna h a b l a b a , por m á s que los jóvenes les hacían mil preguntas. D e p r o n t o se oyó u n ruido como si un líquido se der r a m a r a en el fuego; y entonces la segunda, hablando m á s por las narices que por la boca, dijo a la m a y o r :


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— H e g m a n a , v a y a a veg las ollas que pagúese que se h a n subido. Y la interpelada contestó: — D e vegas, hegmanita, se m e había ogvidado el encago de la m a m á . Y p r e g u n t a la segunda: — ¿ N o digo la m a m á que n o hablágamos? —¡De vegas! qué memoguia la m í a ' Pog Dios! y t ú también hablaste! —Pego yo no he dicho nada—dijo la menor;—con ustedes se v a a enogag la m a m á y les v a a pegag. Al oir gangosear a sus prendas, los visitantes t o m a ron su sombrero y sin despedirse siquiera, salieron presurosos de la casa. Poco después volvió la madre, y al imponerse de lo que h a b í a sucedido, les aplicó a las tres u n a b u e n a felpa, y mientras les pegaba, les decía: —¡Tomen, t o n t a s gangosas! t o m e n ' C u a n d o y a me iba a deshacer de ustedes, todo lo echaron a perder. 9

31. E L CAPÓN ASADO ( M e l o refirió el j o v e n D . A . Freiré, de S a n t i a g o , e n

1911.)

U n caballero salió a dar u n paseo a caballo por las afueras de la ciudad y le encargó a la cocinera que a su regreso le tuviera u n capón asado. C h e p a (Josefa se llam a b a la sirvienta) bajó al corral y cogió el m á s gordo de los capones q u e en él se criaban, y se puso a asarlo. E l apetitoso olor q u e despedía el ave p u e s t a al fuego t e n t ó a la Pepa, que, no pudiendo resistir sus deseos, se comió u n t u t o . C u a n d o ,en la t a r d e llegó el caballero, la P e p a le sirvió el capón en u n azafate, adornado con r a m a s de apio, perejil y otras verduras, que ocultaban linda-


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m e n t e la falta de la presa que la cocinera se había m a n d u c a d o ; y el p a t r ó n comenzó i n m e d i a t a m e n t e a hacer funcionar las mandíbulas, empezando por la pechuga; sólo al fin vino a darse c u e n t a de q u e al ave le faltaba una pata. —¿Que es esto, Chepa? p r e g u n t ó a su servidora; ¿desde cuándo los capones tienen u n a p a t a solamente. —Desde que existen, pues, señor; siempre n o h a n tenido m á s que una. —¿Cómo es eso? Y o creía que t e n í a n dos, como t o d a s las aves. —Vamos al gallinero, p a t r ó n , y se convencerá de que los gallos, capones o no, y las gallinas no tienen sino una pata. —Vamos a ver esa maravilla. Fueron al gallinero, y como ya se había puesto el sol y las gallinas dormían, vieron que todas descansaban en u n a sola pata, como acostumbran cuando duermen, m a n t e n i e n d o la otra encogida y oculta entre las plumas. — ¿ N o ve, patrón, como no tienen m á s que u n a p a t a ? — E s o lo vamos a ver—contestó el caballero, espant a n d o las aves, que bajaron de sus dormideros y echaron a correr despavoridas.—¿Ves como tienen dos p a t a s ? —¡Qué gracia!—contestó la Chepa—¿y por qué no esp a n t ó t a m b i é n al capón a n t e s de comérselo? El caballero no p u d o menos que reírse a carcajadas y declararse vencido. 32. E L V E N D E D O R D E C O Q U I T O S U n vendedor de coquitos t e n í a la costumbre, en vez de pregonar su mercadería, de hacerla sonar moviendo repetidas veces, de arriba abajo, el canasto que la contenía. Se le acerca u n gabacho q u e n o habla castellano ni conoce los coquitos, y p r e g u n t a : — C o m m e n t s'apelle—ca? —Si n o se pelan, ñor, se p a r t e n .


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—Comment? —iCon la m a n o ! N o , inor, con pieira. — J e ne comprend pas. — Y si n o habîs de comprar i p a que preguntay, gringo tal por cual?

33. E L V E N D E D O R D E P E Q U E N E S ( V a r i a n t e del a n t e r i o r ) .

Un francés recién llegado a Santiago, que no habla español, se acerca a un pequenero y le pregunta, mostrándole los pequenes : — C e s sont des gâteaux? —¡De gato! D e p u r i t a carne de cordero, iñor! ¿qué si h a figurao usté? —Qu'est ce que ce que ça? —¿Asáas? Clarito, pus, ñor, y recién sacaítas del horno qui están! — J e ne comprend pas. — N o compris, pus, gringo leso; p a lo q u e se me d a ; cuando la gente seHas pelotea y en u n dos por tres se las acaba! 34. E L C U E N T O D E L O S T R E S D I F U N T O S E n c o n t r a r o n un a^vez a tres hombres asesinados, que parecían extranjeros. P a r a identificar sus personas, no encontraron s o b r e f e l l o s | s e ñ a l f a l g u n a ; pero al hacerles la autopsia, descubrieron en los; intestinos de u n o u n tallarín, de lo cual dedujeron que era italiano; en los del otro descubrieron un poroto, y se t u v o por signo evidente de q u e era chileno;' en los del-tercero n o encontraron nada, pero por el[habla vinieron a comprender que era alemán.


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35. E L S A C R I S T Á N Q U E H A B L A A L O S F I E L E S ( C o n t a d o por la S r t a . E l i s a E c h e v e r r í a L., d e S a n t i a g o , en 1914).

U n día Domingo amaneció mal de salud el C u r a de u n a parroquia de campo, y encargó al Sacristán que a la hora conveniente dijera al pueblo que el señor C u r a no podía decir misa por estar enfermo, pero que era b u e n o q u e rezaran el rosario; que el Jueves era vigilia porque el Viernes era S a n Simón y S a n J u d a s ; y que P e d r o M a r tínez y M a r í a Jiménez iban a contraer matrimonio y q u e si había algún impedimento, p a s a r a n a avisárselo. Llegada la hora de la n m a , el Sacristán se presentó en el presbiterio y volviéndose al público dijo: " E l señor C u r a está enfermo, pero con la Rosario se pone b u e n o ; el Jueves es Viernes, vigilia de P e d r o M a r tínez y M a r í a Jiménez; S a n Simón y S a n J u d a s v a n a contraer matrimonio, si h a y algún impedimento, que se presenten a avisarlo". Con la falta de costumbre de hablar en presencia de t a n t a gente, al pobre Sacristán se le trastrocaron las ideas.

36. P O R Q U E E L J O T E T I E N E L A C A B E Z A Y E L COGOTE SIN PLUMAS. ( E s t e c u e n t e c i l l o y l o s que s i g u e n , h a s t a el N ú m . 4 0 , m e fueron c o n t a d o s en Peñarlor, en 1922, por el m a e s t r o c a r p i n t e r o T r á n s i t o G o n z á l e z ) .

Unos arrieros llevaban u n a s cargas de trigo p a r a u n pueblo y donde alojaron les sacaron las cargas y los aparejos a las muías. C u a n d o al o t r o día se l e v a n t a r o n y fueron a aparejar las bestias, se encontraron con q u e los lacillos, las sobrecargas y las a m a r r a s habían desaparecido.


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LA VAL

—¿Quién se h a b r á r o b a d o los aperos?—dijo el Capataz.—Sería capaz de darle u n costal de trigo a quien me lo dijera. E n t o n c e s u n B u r r o que estaba p a s t a n d o por ahí cerca y q u e h a b í a visto en la noche a u n a Zorra y a sus Zorritos q u e se llevaban los lacillos, las sobrecargas y las a m a rras, le dijo: — U n almud de trigo que m e p a g a r a n y q u e m e lo dej a r a n en ese peladerito, yo les traía los aperos y los ladrones. Hicieron el t r a t o , y entonces el B u r r o se fué a la madriguera de la Zorra y se tendió cerca de la e n t r a d a . U n zorrito salió y al ver al B u r r o exclamó: —¡Ay m a m i t a ! Dios h a venido a vernos! mire q u é causeíto nos h a dejado aquí! Salió la Zorra y gritó a los zorritos: —¡Vengan, niños!, traigan los lacillos, las sobrecargas y las a m a r r a s p a r a a m a r r a r a este B u r r o y arrastrarlo p a r a a d e n t r o . Vamos a tener comida p a r a u n a semana por lo menos. A m a r r a r o n al B u r r o de t o d a s p a r t e s y se pusieron a hacer fuerzas p a r a arrastrarlo, pero los lazos se les resb a l a b a n de las manos. E n t o n c e s dijo la Zorra: —Amarrémonos todos nosotros de los lacillos, de las sobrecargas y de las a m a r r a s y lo arrastraremos mejor. Así lo hicieron, y el Burro, al verlos amarrados, se lev a n t ó y a r r a s t r ó con todos ellos y se los llevó a los arrieros. Le dejaron el a l m u d de trigo convenido, en el peladerito que el B u r r o h a b í a dicho, pero como tenía m u c h o polvillo, se le ocurrió al B u r r o lo siguiente p a r a limpiarlo. Se tendió en el suelo con el t r a s e r o vuelto a donde est a b a el trigo, y o t r a vez se hizo el m u e r t o . U n J o t e que a n d a b a revoloteando por ahí, bajó, y como lo primero q u e hacen estos pájaros es comerse la tripa gorda, el Burro, que lo sabía, pujó con t o d a s sus fuerzas y sacó p a r t e del estantino, y entonces el J o t e le dio u n picotazo


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en esa p a r t e e i n m e d i a t a m e n t e el B u r r o frunció el orificio y j u n t o con el e s t a n t i n o e n t r a r o n la cabeza y el cogote del J o t e . E l J o t e , por zafarse, movía las alas com o u n diablo y con el viento q u e echaba lanzó lejos t o do el polvillo y dejó el trigo completamente limpio. E n tonces soltó al J o t e , que al salir se encontró con la cabeza y el cogote pelados. C o n el calor q u e los burros tienen a d e n t r o se le desprendieron las plumas, y desde entonces los jotes tienen la cabeza y el cogote pelados. (1)

37. L A S T R E S M E N T I R A S U n campesino, al morir, dejó por t o d a herencia a los tres hijos que tenía la c a n t i d a d de trescientos pesos. Los dos mayores, que eran m u y ambiciosos, querían adueñarse de t o d a la cantidad; y a fin de q u e uno solo se qued a r a con ella, propusieron al m e n o r dejar enterrada la p l a t a y salir a rodar tierras por u n año, y entregarla al que, al volver, contara la mentira m á s grande. Aceptó la proposición el menor, y salieron. Al año justo se junt a r o n los tres en el mismo p u n t o en q u e se habían apartado, que era donde habían e n t e r r a d o el dinero, y después de abrazarse, comenzó el m a y o r : — Y o , hermanitos, he t r a b a j a d o d u r a n t e todo el a ñ o de chacarero, y u n a vez p l a n t é u n a m a t a de garbanzos que creció t a n t o , t a n t o , q u e llegó h a s t a el cielo. —¡Grandaza está la mentira—dijeron los otros dos. (1) E l m a e s t r o T r á n s i t o , q u e s a z o n a b a s u s c u e n t o s c o n c o m e n t a r i o s m á s o m e n o s sabrosos, a g r e g ó lo q u e sigue: " U n a o c a s i ó n e s t a b a n v a r i o s t r a b a j a d o r e s reunidos d e s p u é s d e l t r a b a j o y e n t r e ellos h a b í a u n o q u e era c a l v o y l a m p i ñ o ; y o t r o q u e se l a s d a b a d e p o e t a le dijo: ''Al a m i g o P e d r o A n t o n i o le ha p a s a d o lo q u e al J o t e : por c o m e r la m e j o r presa, p e r d i ó t o d a la c a b e z a y se le p e l ó el c o g o t e . ' ' L o q u e h a q u e d a d o por refrán y se les d i c e a los q u e s o n faltos d e p e l o " .

11;


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—Ahora diga la suya, hermano—dijo el m a y o r al segundo. —Yo—dijo éste—estuve t r a b a j a n d o en u n a hilandería, y torcí en u n a ocasión u n hilo t a n largo, t a n largo, q u e m i e n t r a s yo lo tenía de u n a p u n t a la o t r a llegaba al cielo. —Bien regrande la mentira—dijeron los otros dos.— A usted, hermanito, le toca decir la suya. —Yo—dijo el menor—no trabajé en n a d a fijo, sino en lo que m e tocaba; yo a todo le hacía. U n a noche q u e venía por u n camino m u y solo, me puse a torcer u n cigarrito, y cuando lo fui a encender, me encontré con que n o tenía fósforos, y mientras t a n t o , y a m e moría de ganas de fumar. ¿Qué hice entonces? Divisé u n a luz en la L u n a y subí h a s t a ella a encender mi cigarro. —¿Y por dónde subiste? — P o r el hilo que t ú torciste. —¿Y por donde bajaste? — P o r el garbanzo que t ú plantaste. Los trescientos pesos le correspondieron al menor, que era el menos ambicioso y que ni siquiera se había preocup a d o en todo el año'de urdir su m e n t i r a .

38. E L P E Q U E N Y E L S A P O E s t a b a u n Sapito arriero t o m a n d o el sol, cuando u n Pequen, que lo divisó desde lo alto, bajó y se le puso al lado, sin darle tiempo p a r a saltar al agua. Los sapos, como los burros, tienen fama de ser torpes, pero es u n error, porque son habilosazos y tienen m u y buenas ocurrencias. Vean, si no, lo que se le ocurrió al Sapo. Al ver el peligro en que se hallaba, no se cortó; al contrario, saludó m u y políticamente al Pequen y le dijo: —Buenos días, señor Pequen, ¿cómo está su salud y


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la de sus oficiales y soldados? porque, seguramente, usted por lo menos es general. Y o tengo m u y b u e n ojo y estoy cierto de n o equivocarme al decirle que debe ser general, . . . si acaso no es el Presidente. E l P e q u e n dijo p a r a sí: —¡Qué sapito t a n dije y t a n bien educado!—y en voz a l t a : — E s t a m o s todos bien, sapito lindo. ¿Y q u é se t e ofrece a ti? — N a d a m á s q u e no me coma, señor General; siendo usted u n a persona t a n digna, espero q u e no t r a t a r á de comerse a este pobre Sapo, contimás que Hay aquí t a n tísimos ratones a su disposición y su carne es t a n ricaza. —¡Qué sapito t a n bien hablado!—pensaba el P e q u e n p a r a sus adentros, ¿me lo comeré o no me lo comeré? tengo tantísima h a m b r e . — Y h a b l a n d o fuerte, le dijo: Veremos, sapito, si t e como o no t e como. Y en esto el P e q u e n bostezó y cerró los ojos, y el S a p o q u e n o despegaba los suyos de los de su enemigo, en c u a n t o lo vio pestañear se echó al agua y le gritó al P e -

quen: —¡Ah, pájaro indino, saltiaor de caminos, q u e andáis, como garrotero, saltiando a los pasajeros!

Y el Pequen dijo: — ¡ E n qué hora estaría q u e no me comí a esta porquería!

39. E L G U A I R A O Y E L S A P I T O . Pasó volando u n Guairao por encima de u n estero, y al ver a u n Sapito, bajó p a r a comérselo; pero el Sapito, q u e lo vio a tiempo, de u n salto se metió al agua. E l Guairao, q u e es medio filósofo, dijo:


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—¡Miren lo que son estos lesos! permiten ahogarse en el estero, por n o pasar por m i guargüero.

40. L O S G U I A R A O S Y E L S A P O . I b a n volando dos Guiraos y divisan a u n S a p o que estaba de espaldas con la g u a t a al sol, t a n blanquita, q u e le brillaba. Dice u n Guairao al o t r o : — H e r m a n i t o , el q u e está ahí ¿no es u n Sapo? Y el Sapo, que los oye, le contesta: — N o soy u n S a p o ; ¿ que n o vis que soy u n trapo? E n t o n c e s el Guairao dijo: — A t r a p o que habla, mi guargüero se lo t r a g a . Y , se lo comió.


I I PARTE

MITOS, TRADICIONES,

CASOS.

NARRACIONES SUPERSTICIOSAS. B e n d i t a s sean las tradiciones, t a n to m á s respetables c u a n t o m á s p u e r i l e s . . . E l l a s n o s conservan lo p i n toresco, la n o c i ó n s e n t i m e n t a l d e la v i d a . E n el m o n ó t o n o ir y v e n i r d e la p é n d o l a , e n el caer d e l a s h o j a s del calendario, e n la v u l g a r i d a d d e l o s h e c h o s , esas tradiciones c o l o c a n u n a flor d e poesía. D e e s t a suerte, y m e d i a n t e ellas, el itinerario es m e n o s a b u r r i d o . — ( J . ORTEGA MUNILLA).— Tenorios, castañas y buñuelos. (Diario Hisp. Americano, N . ° 394, d e 2 4 d e E n e r o de 1918).



MITOS 1. E L C H A N C H I L L O (Referido por D . H . Iribarren Charlín, de 17 años. 8 de Julio de 1911.)

E l Chanchillo es u n pescado de las playas de Coquimbo, de m e t r o y medio de largo por 0.70 de diámetro en su p a r t e m á s gruesa. E s tradicional en la costa de la provincia de Coquimbo la b u e n a amistad que existe entre el Chanchillo y el hombre. C u a n d o u n pescador h a caído al agua, porque la t e m p e s t a d h a y a hecho zozobrar la barca, o por cualquier o t r o motivo, si h a y cerca u n Chanchillo, t o m a al hombre sobre su lomo y lo v a a dejar a la playa, en u n lugar en q u e esté libre de t o d o peligro. D e aquí proviene el cariño que el pescador siente por el Chanchillo, y por lo cual, siempre que lo divisa, lo saluda con los nombres m á s dulces. É s común oir contar a los pescadores q u e u n Chanchillo libró de la m u e r t e a sus padres o abuelos. Si u n Chanchillo es cogido en las redes y m u e r e a n t e s de q u e el pescador p u e d a librarlo, el hecho produce verd a d e r a consternación en la población pescadora, que, presa de u n miedo supersticioso, pasa dos o tres días sum i d a en la tristeza.


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2. E L C H U M A C O ( I n f o r m a c i ó n q u e en 1921 berto Sundt,

m e s u m i n i s t r ó el cirujano d e n t i s t a

natural de la p r o v i n c i a d e

D.

Ro-

Coquimbo.)

Personaje legendario con quien se atemoriza a las m u jeres e n los campos y pueblos situados a ambas márgenes del Choapa, cerca de su desembocadura, advirtiéndoles que se cuiden de él, que no las v a y a a destripar. Posiblemente El Chumaco fué el sobrenombre de u n b a n d i d o sátiro que a principios del siglo pasado estableciera en aquellos parajes el c a m p o de sus fechorías. 3. LA C A L C H O N A ( C o n t a d o por el n i ñ o D . R a j n ó n F e r n á n d e z G., e s t u d i a n t e , de 14 años. Santiago,

1911.)

U n hombre, ignorando la condición de su novia, se casó con u n a bruja. P o r ciertos hechos que ocurrieron m á s tarde, entró en malicia, y desde entonces la acechaba, sin q u e ella lo n o t a r a ; h a s t a que u n a vez, en la noche, la vio desnudarse; sacarse los ojos, q u e dejaba en u n plato con a g u a ; u n t a r s e el cuerpo con u n u n g ü e n t o negro; envolverse en u n cuero de oveja, y salir al campo, d o n d e se unió a m u c h a s o t r a s ovejas; y en c u a n t o se j u n t ó con ellas, vio que t o d a s e m p r e n d í a n desenfrenada carrera, y las perdió de vista en un instante. El m a r i d o t o r n ó i n m e d i a t a m e n t e a su casa y t o m a n do los ojos q u e su mujer había dejado en el plato, y el ungüento, los arrojó a u n a acequia m u y correntosa. C u a n d o la mujer volvió, no p u d i e n d o encontrar ni los ojos ni el ungüento, siguió convertida en oveja, y desde entonces se la ve correr por la orilla del río y de los t a jamares. Los muchachos le h a n p u e s t o el n o m b r e de Calchona, por tener grandes mechones de lana en las extremidades de sus p a t a s .


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4. O T R A V E R S I Ó N ( D e l j o v e n e s t u d i a n t e D . F r a n c i s c o V á s q u e z , d e 15 a ñ o s , d e S a n t i a p o . )

E n la C h i m b a de Santiago vivía, hace m u c h o tiempo, u n a bruja casada con u n zapatero, al cual le d a b a t o d a s las noches u n licor p a r a hacerlo dormir. E n c u a n t o el zapatero comenzaba a roncar, la bruja le echaba u n t o a sus niñitos, que se convertían en zorros, y en seguida se u n t a ba ella, y transformada en cabra, salía a merodear. U n día t u v o q u e ausentarse el zapatero y n o volvió sino ya m u y e n t r a d a la noche. Se quedó t o d o sorprendido de n o encontrar a su mujer ni a sus niños; pero en u n rincón vio cinco zorritos.— ¿Qué es esto? dijo el zapatero. Y u n o de los zorritos contestó.—Mi m a m i t a salió, pero antes nos echó de los u n t o s que h a y en esas cajas y nos volvió zorros y después se echó ella de los mismos untos y se volvió cabra, y salió. T o m ó el zapatero del u n t o y les echó a los zorritos, que se volvieron niños otra vez, sacó el u n t o de las cajas y lo arrojó a la acequia, q u e llevaba m u c h a agua, y tiró a la calle las cajas con el poco u n t o q u e iba pegado a ellas. Al amanecer llegó la cabra y sólo halló las cajas vacías, con u n poco de u n t o p e g a d o ; lo sacó y se lo echó en la cara, y n o le alcanzó p a r a m á s . P o r eso a n d a todavía de noche, en figura de cabra con cara y m a n o s de gente. 5. O T R A V E R S I Ó N E n u n a casa de c a m p o vivía u n matrimonio joven, con dos hijos pequeños. L a mujer era bruja y los jueves en la noche, m i e n t r a s su m a r i d o dormía profundamente, gracias a u n narcótico que le suministraba con el vino, en la comida, se t r a s l a d a b a al aquelarre transformada en oveja. E l marido, sospechoso de q u e algo pasaba, esperó u n a vez q u e su mujer se l e v a n t a r a de la mesa p a r a traer u n


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guiso de la cocina, y arrojó al p a t i o el vino con el narcótico. C u a n d o la mujer volvió, fingió que a c a b a b a de bebérselo. F u e r o n a acostarse, pero el marido, en lugar de dormir, atisbaba cuidadosamente a su mujer. P e r o antes de media noche se levantó ella, y el marido la vio desnudarse por completo, u n t a r s e el cuerpo con un u n g ü e n t o q u e extraía de u n pequeño p o t e de loza y a la media noche salir de la casa convertida en oveja. E l h o m b r e esperó u n r a t o , se levantó, ensilló su caballo, guardó en sus bolsillos c u a n t o dinero encontró, y t o m a n d o a los niños, m o n t ó en su cabalgadura y partió a la carrera, pero no sin incendiar antes la casa, q u e el fuego consumió en pocos m o m e n t o s con todo lo q u e contenía, incluso el p o t e de u n t o . C u a n d o la oveja volvió, n o halló sino un m o n t ó n de ruinas, y como había desaparecido el u n t o , n o p u d o t o r n a r a su forma primitiva y t u v o que seguir viviendo transformada en oveja. E s t a es la Calchona, que en t o d a s p a r t e s se introduce, balando t r i s t e m e n t e , en busca de sus hijos. Los campesinos, que saben que es u n a mujer que purga sus pecados, la dejan t r a n s i t a r libremente y le d a n leche y las sobras de sus comidas.

6. L A V I U D A

( M e lo c o n t ó el j o v e n e s t u d i a n t e D . C a r l o s P u c c i o , c e M o l i n a y 17 a ñ o s d e e d a d , en 1911.)

C u a n d o construían el hospital de Molina, a los que pasaban cerca de él a las 12 de la noche, les salía u n a mujer vestida de negro (a los q u e iban a caballo se les m o n t a b a al anca), y del susto, perdían el conocimiento. E n t o n c e s la mujer les r o b a b a t o d o lo que llevaban.


CUENTOS POPULARES

EN

GHILE

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7. L A M U J E R L A R G A Del Cementerio de Paredones (provincia de Curicó, d e p a r t a m e n t o de Vichuquén), sale a las 12 de la noche u n a mujer m u y larga. C u a n d o alguien se le acerca, se achica y le crujen las enaguas. Al primer c a n t o del gallo, vuelve a su sepultura. 8. E L

PIGUCHEN

( D . F r a n c i s c o 2." V á s q u e z , 1911.)

E l Piguchén es u n culebrón m u y viejo, m á s o menos de medio m e t r o de largo, cubierto de cerdas; es de color negro y tiene alas. Vive en la cordillera, pero, volando, llega de r o c h e h a s t a S a n B e r n a r d o y Santiago y le chup a la sangre al ganado. Se esconde en el día, en el hueco de los árboles viejos y se conoce su presencia p o r q u e los troncos están chorreados de la sangre q u e v o m i t a . N o se le puede coger porque es m u y venenoso, t a n t o q u e b a s t a q u e sus cerdas t o q u e n la piel de u n h o m b r e , p a r a q u e ést e caiga m u e r t o . P a r a m a t a r l o , cubren el árbol en que est á escondido con u n a tela fuerte, p a r a que no p u e d a huir, y en seguida le prenden fuego al árbol. P a r a a h u y e n t a r l o e impedir que haga d a ñ o al ganado, b a s t a hacer sonar u n cuerno de b u e y ; el sonido ronco q u e produce este i n s t r u m e n t o le causa pavor y se v a a otra parte. N o embiste contra el h o m b r e sino en caso de verse a t a c a d o por él. 9. L A C U C A ( D . F r a n c i s c o 2." V á s q u e z , 1911.)

U n a señora anciana que vivía en la Cordillera, contó a la abuelita del niño Vásquez, que m e hizo ésta y muchas otras relaciones, que aparecía en la Cordillera u n


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monstruo, m i t a d mujer, m i t a d vaca, q u e a n d a b a siempre con la cabeza t a p a d a , de m a n e r a q u e no se le veía el rostro. L a llamaban La Cuca. P e n e t r a b a a las casas, sacaba de sus camas a las personas q u e dormían y las dejaba en o t r o sitio distante, sin causarles ningún daño. 10. E L C A B R O V I E J O ( D . F r a n c i s c o 2." V á s q u e z ,

1911.)

E n la Cordillera vive u n ser m i t a d h o m b r e (un viejo b a r b u d o ) y m i t a d cabro. Sale por las noches solamente, y si alguna persona pasa cerca de donde él está, la llama por su n o m b r e ; si le contestan, desaparece i n m e d i a t a m e n t e y lo e n c u e n t r a n m u y lejos, en la misma Cordillera, sin cabeza y con el cuerpo destrozado; o v a a p a r a r a los P i rineos (sic). M u c h o s trabajadores del ferrocarril t r a n sandino son testigos de lo primero. 11. E L H O M B R E T I G R E ( D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z ,

1911.)

E n el camino de los Callejones (en la misma Cordillera, pero n o sabe m i informante en q u é provincia), salía un tigre a a t a c a r a los viajeros y les robaba, los llevaba a la cueva en q u e vivía y los m a t a b a . U n a vez iba por ese camino u n sacerdote acompañado de su mozo, y les salió el tigre. El sacerdote se asustó mucho, y al verlo q u e t e m b l a b a de pavor, el mozo le d i j o : — " N o se le dé nada, señor";— y sacándole la m o n t u r a al caballo, se revolcó en ella, se volvió tigre y se puso a pelear con el q u e les había salido al camino, y lo venció, dejándolo b a s t a n t e maltrat a d o . El vencido d i j o : — " N o m e m a t e s , q u e soy hombre como t ú y soy t u amigo".—El mozo del cura lo perdonó, y ambos, refregándose en la m o n t u r a , se convirtieron en


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hombres. E n t o n c e s el q u e había salido a atacarlos llevó al cura y al mozo a la cueva en q u e vivía y les dio d e t o do lo q u e tenía g u a r d a d o en ella: espuelas d e plata, ropa, sillas de montar, alhajas, etc. Después de lo cual se despidieron y el cura con su mozo continuó su camino. 12. E L P E R A L E N C A N T A D O E n Paredones, provincia de Curicó, h a y un peral q u e se incendia a media noche. N a d i e puede pasar cerca de él, a caballo, porque el caballo se espanta y arroja al jinete y lo m a t a . LAGUNAS.—NIÑAS Q U E S E P E I N A N C O N U N P E I N E D E ORO. 13. L A S I R E N A D E L R I O C A T O ( D . A u g u s t o E s c á r a t e , d e 12 a ñ o s ; h a v i v i d o e n Chillan.)

Cerca del río Cato, provincia de Nuble, en u n a p a r t e alejada del camino, sale en las tardes de los jueves u n a niña m u y hermosa q u e tiene los cabellos de oro y c a n t a con m u y linda voz. Algunas personas, atraídas por el canto, se internan en la m o n t a ñ a en donde está la Sirena (la conocen con este nombre) y n o vuelven más. N o se sab e lo q u e les suceda. 14. LA S I R E N A D E A C Ú L E O E n la laguna de Acúleo sale todas las noches a las 12 a peinarse u n a niña, con u n peine de oro. Los q u e pasan cerca y t r a t a n d e ir a donde está la niña, se caen en la laguna y se ahogan irremisiblemente. Se dice q u e toca en un a r p a d e oro y q u e c u a n d o deja de tocar, salen siete potros que corren sobre el agua, y siete jinetes q u e los persiguen tirándoles el lazo, sin conseguir enlazarlos.


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15. L A L A G U N A D E T A G U A T A G U A (Referido por D . L u i s B a r a h o n a N o v o a , d e n t i s t a , en 1910.)

C u a n d o don Javier Errázuriz hacía secar la laguna de T a g u a t a g u a (hace 60 años, m á s o menos), decían los pobladores de la hacienda q u e a la hora de la siesta salía el Diablo en figura de u n toro con las astas de oro. E l m a yordomo del fundo lo enlazó u n día y el toro cortó el lazo. M a n d ó hacer entonces o t r o m á s fuerte, de cuero de novillo, q u e el toro no p u d o cortar, pero arrastró al m a yordomo, sin embargo de q u e m o n t a b a u n caballo m u y bueno. C u a n d o el m a y o r d o m o iba cerca de la laguna, q u e a u n n o estaba bien seca, sacó su corvo y cortó el lazo, par a n o morir ahogado. E l toro cuidaba de u n a niña que todas las tardes, después de ponerse el sol, salía a la orilla de la misma lagun a y se sentaba en u n a piedra a peinar sus rubios cabellos con u n peine de oro. L a gente la oía c a n t a r desde lejos, con voz melodiosa, acompañándose con los sones de u n a r p a que tocaba maravillosamente. Si alguien se acercaba, huía precipitadamente y se zambullía en el agua, p a r a n o salir h a s t a la t a r d e siguiente. 16. L A C U E V A D E LA N I Ñ A E n la playa de Bucalemu hay, en u n cerro, u n a caverna que llaman la Cueva de la N i ñ a , en la cual vive u n a jovencita encantada, que en la noche sale a peinarse a la playa con u n peine de oro, que relumbra a la luz de la luna. Se sienta en u n a roca, y si alguno, a t r a í d o por su hermosura, se le acerca, el m a r comienza a subir, h a s t a ahogar al curioso. Si en el día e n t r a n con luz a la cueva, se la apagan de u n soplido, que no se sabe de d ó n d e sale.


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17. LA L A G U N A D E P U D A H U E L ( R e f e r i d o en 1911 por el j o v e n e s t u d i a n t e D . R a m ó n F e r n á n d e z , d e 15 años, de Santiago.;

H a c e muchos años, cuando aun no se había tendido la línea del ferrocarril q u e u n e a Santiago con Valparaíso, seis carreteros que con sus correspondientes carretas cargadas venían del p u e r t o a la capital, llegaron a la laguna de Pudahuel, u n Viernes S a n t o . Cinco carreteros n o quisieron seguir adelante, en consideración a lo sagrado del día; pero el sexto dijo que n o le importaba que fuese Viernes S a n t o y que él n o estaba p a r a perder el tiempo. Y dándole con la picana a los bueyes, se metió, con la carreta, en el agua, por la p a r t e m á s baja de la laguna. E n el m o m e n t o en que iban m á s o menos por el medio, u n Cuero (1) que había en el fondo asió bueyes y carretas y los atrajo hacia sí. E l carretero, viendo que los bueyes se hundían, los picaneaba y les gritaba p a r a que salieran afuera; pero inútilmente, porque el Cuero no los soltó; por el contrario, u n a vez que aseguró sus presas en lo m á s h o n d o de la laguna, cogió t a m b i é n al carretero, a quien sus compañeros vieron desaparecer instantes después. Desde entonces, todos los Viernes S a n t o s se oyen las voces del carretero, que llama a sus bueyes.

(1) E l Cuero o Manta e s u n a e s p e c i e d e piel o tela gruesa e x t e n d i d a en el f o n d o d e l o s ríos y l a g u n a s , q u e a t r a e a l a s p e r s o n a s , a n i m a l e s y p e q u e ñ a s e m b a r c a c i o n e s t r i p u l a d a s q u e pasan a su a l c a n c e . L a s i m p l e v e c i n d a d d e cualquier ser v i v i e n c e le irrita y se l e v a n t a y se recoge a s i e n d o e n t r e l o s p l i e g u e s q u e f o r m a con s u s m o v i m i e n t o s al q u e ha t e j i d o la desgracia d e acercársele y q u e i r r e m i s i b l e m e n t e p e r e c e a h o g a d o . El Cuero o M a n t a se a l i m e n t a d e s u s v í c t i m a s . (R. F . )


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18. L A L A G U N A D E L A S T R E S

PASCUALAS

( C o n t a d o por D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z . )

Allá en los tiempos en que los españoles d o m i n a b a n en Chile, vivía cerca de Concepción, en un hermoso palacio rodeado de huertos y jardines, u n a bella d a m a , m a d r e de tres lindísimas hijas que respondían a los nombres de Sol, Esperanza y Alegría, pero entre la gente del pueblo, a causa del nombre de la madre, se las llamaba las tres Pascualas. M u r i ó la madre, y las niñas se entregaron a u n a vida disipada, viviendo en continua fiesta con los jóvenes de Concepción y o t r a s ciudades, q u e iban a divertirse al palacio que h a b i t a b a n . M u c h o s caballeros se perdieron por culpa de estas niñas. L a s faltas que se com e t í a n en aquel palacio fueron t a n numerosas y t a n grandes, que Dios, cansado de t a n t o pecado, hizo que un día de gran fiesta, se hundiera el palacio con las tres niñas y todos sus acompañantes, que serían m á s de cincuenta personas, llenándose de agua el espacio q u e a n t e s ocupab a aquel lugar de disipación y sus dependencias. Y la extensión de agua que se formó por esta causa, y que t o davía existe, es la que se conoce con el n o m b r e de " L a g u n a de las tres P a s c u a l a s " . U n a vez u n joven se quedó dormido sobre u n a gran piedra q u e h a y a la orilla de esta laguna, y cuando despertó vio q u e tres hermosas niñas ponían u n a mesita delante de él y le sirvieron toda clase de manjares y vinos exquisitos. E s t u v o con ellas el resto del día y t o d a la noche divirtiéndose alegremente. Al día siguiente, despert ó como a las 12 y se encontró desnudo sobre u n b a n c o de arena del Bío-Bío. Siempre que el agua de la laguna baja, se ve u n a enorme roca q u e tiene la forma de u n a iglesia. L a s pocas personas que h a n conseguido e n t r a r y salir vivas, dicen que adentro h a y u n altar maravillosamente lindo, delante del cual brillan m á s de cien mil luces.


CUENTOS POPULARES EN CHILE

HISTORIAS DE 19. LA

CUEVA

DE

241

BRUJOS LA

MULA

E n u n cerro que se levanta al lado sur del Tinguiririca, en el d e p a r t a m e n t o de S a n F e r n a n d o , por cuya falda pasa el camino del Calabozo, h a y u n a cueva de S a l a m a n c a q u e tiene a la e n t r a d a u n a gran piedra en que se ve est a m p a d a u n a p a t a de muía. P a r a e n t r a r a esta cueva deb e n hacerlo varias personas en compañía, las cuales pueden t o m a r p a r a sí lo que quieran de u n gran tesoro q u e h a y en el medio de ella; pero, p a r a salir, tienen q u e dejar encerrado a u n o de los que e n t r a r o n . 20. LA R A N A ( M e lo

CASTIGADA

refirió el e s t u d i a n t e D . A n t o n i o M o r a l e s , de 16 a ñ o s , e n S a n t i a go,

en

1909.)

E n u n a casa vivían tres h e r m a n a s . U n día se propusieron visitar a u n a s amigas, pero u n a de ellas, p r e t e x t a n d o hallarse indispuesta, n o acompañó a las otras dos. C u a n d o estaban de visita, vieron e n t r a r a la sala u n a enorme rana, que a t o d a s causó gran susto. Las hermanas, que maliciaban que la q u e se había q u e d a d o sin acompañarlas era bruja, se imaginaron q u e podía ser ella, que venía a molestar a sus amigas, a quienes, odiaba; y a u n q u e hicieron lo posible por que las dueñas de casa no le causaran daño, fué cruelmente m a l t r a t a d a , dándosele de palos con el m a n g o de un plumero. Al llegar las dos niñas a su casa, encontraron a su herm a n a en cama, cubierta de contusiones y heridas, que ella explicó diciendo que se había resbalado y q u e la caída se las había producido. L a explicación n o era aceptable, y de ello dedujeron las h e r m a n a s q u e era cierto lo q u e pensaban. Y lo era, en efecto. i6


242

RAMÓN

21. LA RANA

A.

LAVAL

VENGATIVA

( C o n t a d o por el m i s m o j o v e n M o r a l e s , e n 1909.)

U n a m u c h a c h a del pueblo e n c u e n t r a en su camino u n a r a n a y t o m a n d o u n a s ortigas le pega fuertemente con ellas en el vientre. L a r a n a quedó sin movimiento, p a t a s arriba y m u y hinchada. E n la noche, al abrir la m u c h a c h a la cama p a r a acostarse, u n a enorme r a n a sale de debajo de la a l m o h a d a y sentándose en las p a t a s traseras se q u e d a m i r a n d o a la m u c h a c h a con u n a m i r a d a t a n fija y t a n fuerte q u e le heló la sangre y cayó m u e r t a . L a r a n a era u n a bruja. 22. L A C U E V A DENLAS C A R D I L L A S ( M e l o refirió el n i ñ o D . Osear S a l i n a s , d e 12 a ñ o s , e n 1 9 1 2 . L o o y ó c o n t a r en

Melipilla.)

E n u n cerro situado cerca de las Cardillas, en el dep a r t a m e n t o de Melipilla, h a y u n a cueva que, según dicen, está h a b i t a d a por brujas. U n a vez u n joven se propuso visitar la cueva, y en efecto, fué a ella y e n t r ó ^alumbrándose con u n a linterna. Al poco r a t o de andar, se encontró con u n a sala m u y hermosa, lujosamente amueblada, y sentadas en riquísimas sillas, u n a s cinco niñas de 18 a 20 años, m u y bonitas y ataviadas de costosos trajes y valiosísimas alhajas. Lo invitaron a comer y él aceptó. Los servicios eran de plata y los cubiertos d e oro, y los manjares t a n sabrosos que él, mozo rico y m u y aficionado a la buena mesa, j a m á s los había comido t a n exquisitos. E n u n descuido de las jóvenes, se echó al bolsillo u n cubierto completo y u n a tort i t a de dulce. C u a n d o terminó la comida, le exigieron que se quedara a dormir y él, que se había enamorado de u n a


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CHILE

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de las niñas, no se hizo de rogar y se quedó con ella. Al otro día, cuando despertó, se encontró a b r a z a d o a u n esqueleto, y en los bolsillos, en lugar del cubierto, con tres huesos; en vez de la torta, halló u n a bosta de buey. L a linterna había desaparecido y le costó mucho t r a b a j o y m á s de u n a hora p a r a salir. 23. E L H O M B R E Q U E Q U I S O V O L A R ( R e f e r i d o en 1 9 1 1 , por D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z , q u e lo o y ó c o n t a r

en

Santiago.)

Vivía en el campo u n a señora con sus dos hijas, y u n a vez llegó u n hombre que t r a b a j a b a en u n a chacra vecina a pedir alojamiento y se lo dieron. Serían como las 12 de la noche cuando el h o m b r e despertó, y sintiendo ruido en la pieza vecina, se levantó d e s . calzo y en paños menores, como estaba, y se puso a aguaitar por la cerradura de la p u e r t a que comunicaba su pieza con la de la dueña de casa, y vio a la señora y a u n a de sus hijas que, e n t e r a m e n t e desnuda?, se echaban por todo el cuerpo u n b e t ú n negro, y cuando estuvieron completam e n t e e m b a d u r n a d a s , oyó que decían: " D e villa en villa, de lugar en lugar", y vio que salían volando por u n a vent a n a q u e estaba abierta y d a b a al patio. Después de un b u e n rato, se metió a la pieza de la señora por la v e n t a n a , se desnudó y se u n t ó todo el cuerpo con el b e t ú n negro; después dijo: 'T)e vida en vida, de lugar en l u g a r " e inm e d i a t a m e n t e voló h a s t a llegar al techo y cayó desde esa altura, dándose t a n feroz golpe que quedó a t u r d i d o . (No p u d o volar bien p o r q u e equivocó la fórmula, pues dijo " d e vida en vida, de lugar en lugar", en vez de decir " d e villa en villa, de lugar en lugar", que fué como dijeron la señora y su hija). C u a n d o m a d r e e hija llegaron a su pieza, al amanecer, se encontraron con el cuerpo inanimado del chacarero, y, p a r a castigarlo, la señora lo convirtió en burro, y lo ocu-


244

RAMÓN

A.

LAVAL

paron desde entonces p a r a traerlo cargado de leña q u e iban a buscar a u n cerro cercano. P a s ó así m u c h o tiempo, h a s t a q u e u n a noche, la hija menor (no la que había volado) le dijo al b u r r o : — " T e v o y a volver hombre, pero con la condición de que t e v a y a s lejos de aquí y n o vuelv a s m á s " . Y lo llevó a u n sitio en que la señora tenía u n a plantación de repollos, y t o m a n d o u n o m u y chiquito, se lo dio a comer. E n c u a n t o el b u r r o devoró el repollito, se convirtió en hombre, y d a n d o las gracias a su bienhechora, se fué. Al llegar el día, se encontró en u n bosque m u y oscuro, y unos leñadores que a n d a b a n por ahí, viéndolo desnudo, le fueron a buscar ropa. El h o m b r e se quedó t r a b a j a n d o con ellos y les contó lo que le había sucedido. 24. E L F A L T E B R U J O ( M e lo c o n t ó , en 1 9 1 1 , el j o v e n D . C a r l o s P u c c i o , d e 17 a ñ o s , de M o l i n a . )

H a y en Molina u n falte q u e se llama Miguel Molina y es brujo y poeta. C u e n t a n de él que u n a vez, en la Cordillera, se subió en pelo en u n caballo blanco m u y lindo q u e pacía en u n potrero y vieron q u e de repente desapareció con la cabalgadura. Dicen q u e llegó h a s t a la Argentina, pues ese mismo día lo vieron allá conversando con u n amigo suyo. O t r a vez, que a n d a b a vendiento su mercadería por unos caminos, u n h o m b r e que conducía u n a carreta le sacó de la caja u n pañuelo; él se hizo el q u e n a d a h a b í a visto y lo dejó irse; pero u n a vez que el h o m b r e se h u b o adelantado como tres cuadras, la carreta comenzó a retroceder h a s t a q u e llegó cerca del falte y el carretero t u v o que devolverle el pañuelo r o b a d o . 25. L O S B R U J O S D E P E U M O ( P r o c e d e de D . R o b e r t o R e n g i f o , q u i e n

me

entregó escrita esta

rela-

c i ó n e n 1921.)

Cerca del pueblo de P e u m o , capital del d e p a r t a m e n t o


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de Cachapoal, h a y unos cerros aislados cuyas cumbres tienen la forma de bonetes cónicos de p u n t a a l t a redondeada, y a ellos acostumbra ir la gente de los alrededores a holgarse y divertirse los días domingos, llevando causeos y licores. El m á s grande de estos cerros se llama G u r u trén o Gulutrén. Vivían en ese p u n t o , no hace a ú n muchos años, algunos pobres descendientes de los aborígenes, que p a s a b a n por brujos entre los pobladores modernos, atribuyéndoles que, como en la cumbre del G u l u t r é n bailaba el Diablo, subían ellos los sábados a hacer licanes o u n t o s p a r a echarse en el cuerpo y salir volando como los chonchones. C u e n t a n que el carpintero de la hacienda de Codao, q u e era la m á s grande y próxima de aquellos contornos, se perdía los sábados, de P e u m o , y las malas lenguas lo atribuían a que tenía t r a t o s con los brujos. Y en p r u e b a de ello referían que algún t i e m p o después, queriendo volar él también, subió con los otros brujos al Gulutrén, se echó los u n t o s y diciendo "Sin Dios ni S a n t a M a r í a " , se tiró desde la cumbre y de repente se encontró en el aire volando e n t r e u n a b a n d a d a de chonchones; pero, al pasar por sobre las casas del fundo y divisarlas t a n a b a jo, asustado exclamó: "¡Ave M a r í a , que vamos bien alt o ! " , y en el a c t o se cayó y se m a t ó . El domingo por la m a ñ a n a lo encontraron r e v e n t a d o , en medio del camino, frente a las casas (1).

(1) H u e l g a la e x p l i c a c i ó n de haber m u e r t o r e v e n t a d o n u e s t r o carpintero, p u e s s e g u r a m e n t e a c o s t u m b r a r í a él g a s t a r su p a g a semanal d i v i r t i é n d o s e e n casa de a l g u n a s f a m i l i a s p o b r e s d e e s o s l u g a r e s , en q u e se prodigEiía el licor, c o m o a c o s t u m b r a h a c e r l o n u e s t r o p u e b l o en reuniones d e esa e s p e cie. E l q u e se sobrepasara a t r e v i d a m e n t e en a l g u n a d e e s a s r e m o l i e n d a s ; el q u e p e r d i c a la v i d a y le pasara casual o i n t e n c i o n a l m e n t e u n a c a ñ e t a por e n c i m a , e s c o s a n a d a e x t r a ñ a e n t i e m p o s y en c a m p o s c o m o a q u e l l o s . E s t e c u e n t o d e b r u j o s y m u c h o s o t r o s , c i e r t a m e n t e habrán s e r v i d o p a ra encubrir o d i s c u l p a r u n a s e s i n a t o a n t e l o s c a m p e s i n o s o g e n t e s crédulas. —R. Rengifo.


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R A M Ó N A.

LAVAL

26. L A A P A R I C I Ó N D E LA C U L E B R A ( M e lo c o n t ó en 1 9 1 1 el n i ñ o D . J u a n Pereira, de 16 año'-, d e C a u q u e n e s . )

U n caballero invitó a almorzar a u n a comadre que pasaba por bruja, y en medio del almuerzo le p r e g u n t ó si era cierto lo que de ella se decía, y le pidió q u e si lo era efectivamente, hiciese que le apareciera a él u n a culebra enroscada en el brazo derecho. L a comadre se quedó callada ; pero al poco r a t o el caballero sintió como que se le adormecía el brazo, y poco a poco fué apareciendo u n a culebra, que m o m e n t o a m o m e n t o le estrechaba m á s el brazo. E n t o n c e s el caballero le pidió q u e la hiciera desaparecer, pero la comadre le dijo q u e ella misma n o podía hacerlo; q u e tenía que ir a casa de o t r a bruja, que le indicó; y que llevara de unas yerbas de que le entregó un buen manojo. F u é allá, y ía otra bruja le sobó el brazo con el zumo de las yerbas y la culebra fué desapareciendo poco a poco. 27. E L C O M E R C I A N T E C O N V E R T I D O E N B U R R O Nicolás Fuenzalida, de 70 años, guardián de la Biblioteca Nacional, me contó, en 1920, en presencia de varios empleados de la misma Biblioteca, q u e siendo joven de unos veinte años, había sido mozo de u n rico comerciant e que recorría todo el Sur con u n a recua de muías cargadas de mercaderías, y él era u n o de los diez o m á s hombres que lo a c o m p a ñ a b a n p a r a el servicio y resguardarlo de los bandidos q u e en aquel tiempo infestaban los cami-. nos; y que u n a vez que iban de viaje, se alojaron en casa de u n campesino acomodado q u e tenía varias hijas m u y hermosas. Comieron bien y se fueron a dormir, el p a t r ó n solo, en u n a pieza cómoda y bien amueblada, y ellos, en el pajar, cuidando de las bestias. D e b í a n continuar el viaje al día siguiente, pero el comerciante n o apareció,


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sin embargo de que nadie lo había visto salir. Esperaron tres días y como el comerciante no pareciera, dieron aviso al Subdelegado, que, mientras t a n t o , se hizo cargo de las muías y de las cargas. Fuenzalida y los demás mozos se fueron cada u n o por su lado. Pasados algunos años, Fuenzalida se encontró en S a n tiago con su antiguo p a t r ó n y le p r e g u n t ó qué le había sucedido en aquella ocasión. El comerciante le contó que el campesino dueño de la casa en q u e alojaron, lo había sorprendido a media noche con la menor de las niñ a s y, en venganza, lo había convertido en burro, porque era brujo; que lo había tenido así seis meses haciéndolo t r a b a j a r h a s t a dejarlo rendido, y todas las noches, antes de irse a acostar, le propinaba u n a paliza que lo dejaba t o do derrengado; que pasados los seis meses, le había dic h o : — " C r e o que ya estás bien castigado de la falta de lealtad con q u e pagaste la hospitalidad que te di; pero si quieres volver a ser hombre, tendrás que firmarme u n a escritura por la que conste que te he comprado y p a g a d o las muías y mercaderías q u e todavía están en poder del Subdelegado, y entregues 10,000 pesos a mi hija, como d o t e ; si no, seguirás siendo b u r r o toda t u v i d a " . N o t u ve m á s remedio que aceptar, pues, de h a b e r m e negado, t o d a v í a sería b u r r o y estaría viviendo a razón de h a m bre y yéndome a dormir previa u n a formidable paliza cad a noche. 28- E L C A B A L L E R O Q U E Q U I S O A P R E N D E R

A

BRUJO ( R e f e r i d o por D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z . )

U n caballero fue a visitar a u n amigo y se quedó a t o m a r once. Servido el te, el amigo t o m ó u n a bandeja, se fué al rincón de la sala y se puso a decir:—"¡Vengan galletas! ¡vengan t o s t a d a s ! " y a u n q u e repitió estas frases


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RAMÓN A. LAVAL

varias veces, la bandeja continuaba vacía. Entonces salió al patio, y el caballero, desde donde estaba sentado^ lo veía mover los labios como si m u r m u r a s e u n a s palabras. Después de lo cual e n t r ó y se dirigió n u e v a m e n t e al rincón con la b a n d e j a y comenzó a repetir las mismas frases:—"¡Vengan galletas! ¡vengan tostadas!", y la b a n deja, en u n instante se cubrió de galletas y t o s t a d a s riquísimas; pero muchas de las visitas que había en la casa n o quisieron ni siquiera probarlas, por temor de que les ocurriera alguna desgracia. C u a n d o se retiraron las visitas, el caballero le dijo a su amigo:—"Quisiera que me enseñaras la m a n e r a de conseguir los alimentos que p i d a " . — " N o sólo los alimentos—contestó el amigo—sino t o d o lo que u n o desee. Ven m a ñ a n a , en la noche, y te enseñaré". Volvió el caballero al otro día, y a oscuro, y el amigo lo llevó a u n a pieza a p a r t a d a de la casa y ahí los dos se desnudaron complet a m e n t e . E l caballero tenía colgado al cuello un detente; el amigo le ordenó que? se • lo sacara yS lo tirara afuer a por u n a v e n t a n a , lo que hizo el otro. Esperaron las 12 de la noche y se fueron a u n cerro cercano y cuando estuvieron arriba, el amigo balbuceó u n a s palabras q u e el caballero no entendió e i n m e d i a t a m e n t e se vieron rodeados de m u l t i t u d de animales feroces y alimañas horribles. E l amigo se puso a acariciar a un culebrón, q u e se le enrolló en el cuello, y le dijo al c a b a l l e r o : — " T o m a t ú el anim a l que m á s t e g u s t e " . El caballero tiritaba de miedo y dijo a su amigo que mejor no le enseñara el a r t e de ser brujo porque j a m á s se atrevería a ejercitarlo. E n t o n c e s el amigo m u r m u r ó u n a s c u a n t a s palabras y el caballero se encontró vestido en la p u e r t a de su casa.


CUENTOS POPULARES E N

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29. E L Z A P A T E R O Q U E S E VOLVÍA G A L L O Siendo y o empleado de la Administración principal de Correos de Santiago (1888), desempeñaba el puesto de Oficial 2.° de la misma Administración don Francisco M u ñ o z Donoso, h e r m a n o del canónigo y famoso orador sagrado don E s t e b a n M u ñ o z Donoso, en cuya compañía, y en la de t o d a su familia, vivía en la calle de Sant a Rosa. Un día que varios empleados de la oficina h a b l á b a m o s de los tipos raros de Santiago, M u ñ o z Donoso nos refirió la curiosa historia de un zapatero que c o n t a b a haberse vuelto gallo, y habiendo y o manifestado deseos de oir de boca del mismo zapatero protagonista t a n peregrina relación, m e llevó a casa del zapatero, que t a m b i é n vivía en la calle de S a n t a Rosa. El zapatero era u n h o m b r e e n t r a d o en años, de gesto alegre y de rostro simpático, a pesar de faltarle u n ojo, cuyos párpados se h u n d í a n d e n t r o de la cuenca. Sabedor del objeto de mi visita y a la vista de dos chauchas que deposité sobre su mesa de trabajo, desató la sinhueso, y se lanzó a c o n t a r m e aquella historia: "Vivía en esta misma calle, cerca de mi casa, señor, u n caballero rico q u e había perdido su fortuna en las peleas de gallo, a que era e x t r e m a d a m e n t e aficionado. U n día q u e este caballero m e trajo unos zapatos p a r a que se los remendara, se puso a departir conmigo y a quejarse de su mala suerte: ya no le q u e d a b a n m á s de 200 pesos de los muchos miles que había tenido y pensaba jugarlos el domingo próximo a p o s t a n d o a u n famoso gallo inglés que debían llevar ese día a la cancha. Y o le dije:—Antes de ir a la cancha, pase, señor, por mi cuarto, yo dejaré la p u e r t a j u n t a p a r a que entre, y en mi mesita de t r a bajo encontrará u n a jaula con u n buen gallo de pelea; llévelo y apueste c u a n t o p u e d a a ese gallo y esté seguro de que ganará. A la vuelta pasa a dejar la jaula donde la


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R A M Ó N A.

LAVAL

encontró, y, al lado, cinco pesos por cada apuesta que gane. "Llegó el domingo, y yo, señor, que entonces practicaba el arte, me volví gallo y m e metí a d e n t r o de la jaula. Pasó el caballero, m e llevó a la cancha, y despaché con t o d a facilidad cuatro o cinco gallos, incluso el famoso gallo inglés. " E n cuanto, de vuelta, m e dejó en la mesa y se fué el caballero, salí de la jaula y m e volví hombre y encontré en el sitio convenido más de cien pesos. "Al otro día me dijo el p a t r ó n que había ganado como 5,000 pesos y quedamos en que el domingo volvería a buscar el gallo. M e volvió a llevar, y como en la vez anterior, m a t é todos los gallos q u e m e pusieron al frente, y así siguió sucediendo por m á s de u n mes, el caballero llenándose de p l a t a y yo g a n a n d o cada domingo entre ciento y ciento cincuenta pesos, de suerte que, como est a b a en la p u r a boya, ya ni siquiera t r a b a j a b a . Señor, todo el m u n d o me agarró miedo y ya no querían apostar en mi contra, porque todos se estaban a r r u i n a n d o . P e r o sucedió que u n a vez, al dar fin a la pelea, u n hombre flaco y m u y feo, que por primera vez se le veía en la cancha, desafió a mi p a t r ó n para el domingo siguiente, diciéndole que él llevaría un gallo que valía m á s que el de mi patrón y que desde luego le apostaba 20,000 pesos.—"Convenido, le dijo mi p a t r ó n " , y t o m a n d o la jaula, la dejó en mi pieza con la p a r t e de ganancia q u e m e correspondía. Yo, señor, si le he de decir verdad, cuando oí el desafío de aquel h o m b r e t a n feazo. me dio un poquito de susto, pero, cuando llegó el domingo, p a r a criar valor, porque el susto m e duraba, t o m é u n buen trago de aguardiente, m e volví gallo y m e metí en la jaula. C u a n d o llegamos a la cancha, ya estaba ahí el h o m b r e flaco, con u n gallo macizo, señor, u n gallo q u e era gigante e n t r e los gallos, y renovó su apuesta. F u e r o n a los 20,000 pesos y nos pusieron a m í y a mi contrario frente a frente. "Señor, la pelea fué t r e m e n d a . Al ver a aquel gallazo


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t a n grande se m e picó el amor propio y me hirvió ía sangre.—"¡C¿o, cío, cío!—dijo mi enemigo después de u n b u e n r a t o de pelea en que no habíamos hecho m á s q u e arrancarnos las plumas, y me lanza t a n feroz estacazo en el ojo derecho que me lo vació por completo y casi perdí el conocimiento; pero me sostuvo la rabia y el aguardiente que había tomado, y me le fui a la carga con t o d o den u e d o ; él se defendía también valerosamente, y el espectáculo presentaba t a n t o s atractivos que los jugadores y curiosos ni respiraban siquiera. Y o estaba, señor, ciego de la rabia de haber q u e d a d o t u e r t o , y criaba m á s valor al oir que todos a p o s t a b a n contra m í . — " V a n 20,000 pesos m á s " , gritaba el hombre flaco. — " V a n 20,000 m á s " , contestaba mi p a t r ó n . Creo que e n t r e t o dos los jugadores apostarían m á s de 100,000 pesos a favor del otro gallo. E l caso es q u e de t a n t o pelear estábamos los dos contendientes bien cansados, pero yo veía que el otro estaba m á s gastado que y o ; y picotazo v a y picotazo viene, y u n espolonazo chingado y otro que se perdía en el aire, pillé a mi enemigo en u n descuido y . . . ¡Cío, cío, cío, c í o ! . . . con todas las fuerzas que m e qued a b a n , le atravesé con la espuela la cabeza y lo dejé tendido, m u e r t o . Señor, no se oían m a s que las maldiciones de los perdidos, que eran casi todos los que ahí estaban, y la voz del p a t r ó n que contaba la p l a t a que recibía y se embolsicaba m u y placentero. " E l p a t r ó n m e dejó al lado de la jaula $ 5,000, y al otro día, al verme tuerto, m e p r e g u n t ó qué me había pasado. Sólo entonces le conté que era yo el que peleaba convertido en gallo, y le dije que y a n o pensaba volverme gallo n u n c a m á s . Creo, señor, le agregué, q u e el gallo que m a t é era u n hombre como yo, y quién sabe si era el Diablo el q u e lo llevaba. " E l caballero me dijo que como ya había rehecho su fortuna, pensaba no jugar m á s y así lo hizo. P e r o yo, señor, que era joven, q u e n o olvidaba que t a n t a s veces había sido gallo y que me g u s t a b a divertirme, remolí t o -


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da la plata, y cuando m e quedé sin cobre volví a t r a b a j a r en mi antiguo oficio de zapatero. "Señor, la p l a t a que g a n a n los brujos no aprovecha, se vuelve sal y a g u a " . 30. L A R O S A D E L A S M O N J A S C L A R A S E n u n a s misiones que se d a b a n en el S u r de Chile, después de terminadas las distribuciones piadosas, u n hombre se acercó a confesarse con u n o de los misioneros, y, e n t r e otros pecados, se confesó de q u e practicaba la m a gia negra. El sacerdote le dijo q u e u n h o m b r e inteligente n o debía creer en tales cosas, que las prácticas de magia eran simples ilusiones diabólicas y q u e n u n c a producían n a d a positivo. E l penitente le contestó que no era así y que, si quería comprobarlo, lo pusiera a prueba. E l sacerdote aceptó, y le dijo que le hiciera venir u n a rosa del rosal t a l y cual q u e estaba en tal p a r t e del jardín de las monjas clarisas de Santiago, único de su clase que había en todo el país. El h o m b r e le dijo q u e estaba bien, q u e se la traería en u n a hora y que, p a r a proceder, lo encerrara en u n a pieza oscura y que g u a r d a r a la llave. Así se hizo, y el sacerdote, después de cerrar la p u e r t a de la pieza, se guardó la llave. Como tres cuartos de hora después el sacerdote entró a la pieza, y cuál no sería su espanto al ver tendido en el suelo u n cuerpo sin cabeza. Repuesto u n poco del susto, se propuso hacer u n a p r u e b a en el cuerpo que estaba en tierra sin movimiento y le enterró en el talón del pie izquierdo u n alfiler, pero el cuerpo est a b a completamente insensible. Salió, y no volvió a ent r a r sino u n a vez cumplida la hora, y si antes fué grande su espanto al encontrarse con u n cadáver, c u á n t o m a yor no sería al verse frente a frente del hombre, que, de pie, le ofrecía u n a rosa, fresca y fragante, y le p r e g u n t a b a si era de las mismas que le había pedido. El sacerdote, que estaba s u m a m e n t e a d m i r a d o , no contestó n a d a , sino que lo invitó a salir del cuarto. C u a n d o el h o m b r e se


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puso a andar, cojeaba y se quejaba. E l sacerdote le p r e g u n t ó qué tenía, y él le respondió que al dejarse caer desde lo alto de la muralla al jardín de las monjas, se había clavado u n a espina del rosal en el talón y le dolía m u c h o . — " ¿ N o ves como todo es p u r a ilusión?—le dijo el p a d r e . N o h a y tal espina, ni tal muralla, ni n a d a ; el dolor q u e sientes proviene de u n alfiler que yo mismo t e clavé en el t a l ó n " ; — y p a r a demostrárselo, le retiró el alfiler.—"Lo de la espina puede q u e sea ilusión, repuso el h o m b r e ; pero ¿y la rosa? es o n o es de las del jardín de las monjas claras? Señor, yo n o quiero volver a practicar la magia, y deseo seguir confesándome". Y terminó su confesión, manifestándose m u y arrepentido de sus pecados. E s t a historia se la contó a Francisco 2.° Vásquez su abuelita, quien la oyó de boca del sacerdote que confesó al brujo. 31. E L CABALLERO Q U E F U E T R A N S F O R M A D O E N CABALLO Y D E S P U É S E N PAVO ( C o n t a d o en Peñaflor, en 1922, por el m a e s t r o c a r p i n t e r o T r á n s i t o G o n z á l e z , natural de C h o a p a , d e 57 a ñ o s d e e d a d j

U n empleado de la administración de la hacienda d e P a n q u e h u e refirió en 1910 a u n grupo de trabajadores, entre los cuales se encontraba el maestro Tránsito, que, en u n a ocasión que fué a T a l a g a n t e , (1) unos amigos lo convidaron a remoler en casa de u n a s niñas buenasmozas. E l se a t r a c ó a u n a haciéndosele el enamorado, y como n o consiguiera la primera noche lo que pretendía, se quedó en la casa unos cuantos días, h a s t a que salió con la suya, pero engañando a la niña con palabra de casamiento.

(1) P u e b l e c i t o del d e p a r t a m e n t o d e V i c t o r i a , p r o v i n c i a d e S a n t i a g o , en el cual e s f a m a q u e h a h a b i d o m u c h o s brujos, y, s e g ú n a l g u n a s personas, todavía los hay.


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" C u a n d o me volvía—contaba—muy satisfecho de mi hazaña, al atravesar u n bosquecito me encontré de rep e n t e convertido en caballo". ¡Caramba!, dije p a r a mí, ¿qué voy a hacer ahora? N o es m a l a la suerte que se m e espera si sigo siendo caballo!" Y m e metí en el bosquecito, en donde pasé el resto del día y t o d a la noche. "Al otro día t e m p r a n o , unos trabajadores q u e e s t a b a n trillando con yeguas en u n c a m p o cercano, tropezaron conmigo, y u n o dijo:—"¡Caracho con el caballo lindo! ¿Llevémoslo p a l'era?—Ya 'stá, llevémoslo". Y lo llevaron. " T r a b a j é m u y bien, amigos, p a r a que no me azotaran ni m e clavaran las espuelas, y todos m e m i r a b a n con la boca abierta de ver t a n bien que lo hacía. E n esto llega el c a p a t a z de la trilla y p r e g u n t a : — " ¿ D e quién es ese cab a l l o — L o encontramos en medio de la m a n c h a de boldos que 'stá p u allá arriba, contestó uno.—Suéltenlo, dijo el capataz, n o v a y a a venir su dueño y nos haga cargos por estar t r a b a j a n d o con caballo ajeno. — P e r o si n o tiene marca, señor.—No importa; suéltenlo". Y con gran contento de mi p a r t e me soltaron y m e volví p a r a la m a n chita de boldos, como decían los peones por el bosquecito, no m u y ligero, porque, como no estaba a c o s t u m b r a d o al t r a b a j o que m e h a b í a n obligado a hacer, m e sentía m u y fatigado. "Apenas entré al bosque, se m e puso por delante la m u c h a c h a con q u e había estado remoliendo, y t i r á n d o m e u n a t a d o de p a s t o me d i j o : — " T o m a , p a q u i a p r e n d á y a b u r l a r t e de las mujeres; yo te volví caballo; cómete ese pasto y mándate a cambiar". " M e comí el p a s t o y en c u a n t o t r a g u é la ú l t i m a mascada, me volví h o m b r e o t r a vez. " Y a era de noche y a p r e t é a correr p a r a el pueblo y en el primer rancho que vi con luz golpeé y salió a abrir la puerta una mujer como de unos veinticinco años, nad a mal parecida. — " S e ñ o r a , le dije, déme alojamiento por esta noche, porque n o sé a dónde dirigirme, y m e siento m u y cansa9


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d o ; he perdido mi caballo y ni siquiera sé en q u é p a r t e me encuentro. — " E s t á a la e n t r a d a de Talagante, señor, y por lo q u e hace a alojamiento, no h a y en el rancho m a s que esta pieza y n o tengo otra cama que la que usted v e " — y m e most r a b a u n a pallasa tirada sobre u n c a t r e ; además, mi m a r i do n o está en la casa, pues salió a hacer unas diligencias y no volverá h a s t a m a ñ a n a . — " S e ñ o r a , p e r m í t a m e que me ponga en u n rincón cualquiera; si lo único que deseo es estar bajo techo, y no se moleste por mí. — " S i no es t a n delicado como yo creía, entre, pues, señor. " L a mujer se desnudó y acostó, y en seguida me dijo: — " Y a sabe usted que no h a y m á s que esta cama, si quiere, venga a acostarse a ' m i lado. — " P e r o , señora, si aquí estoy bien y no quiero molestarla, si m e b a s t a con n o dormir al sereno. — " V e n g a a acostarse le dicen, y no sea leso. — " ¿ Y si llega su m a r i d o de r e p e n t e y me pilla? — " N o sea leso, le digo; mi m a r i d o está en M a l l o c o y no llegará h a s t a m a ñ a n a con el sol alto. "¡Qué diablos! la mujer n o era fea, y mejor es dormir a u n q u e sea en u n a pallasa q u e acurrucado en u n rincónM e desnudé y acosté al lado de la mujer. "Al otro día, m u y t e m p r a n o , antes que saliera el sol, sentimos que alguien se acercaba c a n t a n d o al rancho. — " E s mi marido, dijo la mujer ¿cómo se h a b r á venido t a n p r o n t o ? ; pero no importa, vístase iigerito y se m e t e debajo del catre. "Apenas m e había escondido en el lugar que me dijo la mujer, entra el marido y la mujer le dice: " — A n d a a buscarme leña, M a n u e l , p a r a hacer lueguito u n a cazuela, porque he amanecido con antojo. " Y m i e n t r a s M a n u e l iba por leña al sitio, la mujer dijo u n a s c u a n t a s palabras que n o entendí y me volví pavo, y m e echó p a r a el corral, donde había muchos otros t o d a -


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vía en su dormidero. M e subí como p u d e y m e metí entre las demás aves, cuando oigo a M a n u e l q u e p r e g u n t a a su mujer: — " ¿ Y ese p a v o t a n grandazo y t a n gordo? — " E s de la vecina y debe haberse pasado ayer en la tarde. — " M a t é m o s l o pa q u e n o sea intruso y comimos cazuela 'e p a v o con chichoca, ¿qué t e parece, J u a n a ? — " Y a 'sta—contestó la mujer y t o m a n d o u n palo le asestó u n feroz garrotazo al p a v o q u e estaba a m i lado, q u e cayó redondito al suelo. " P a r a q u é les cuento mejor el susto p a d r e q u e pasé, porque, la verdad, creí q u e la J u a n a m e iba a d a r el garrotazo a m í . " P o c o después dijo la mujer a M a n u e l : — " A n d a a pedirle a mi comadre Mercedes q u e m e dé u n poco de chichoca, porque se h a a c a b a d o la q u e t e níamos. "Salió M a n u e l y la J u a n a aprovechó el m o m e n t o de ausencia de su m a r i d o p a r a volverme hombre, y m e dijo: — " V a y a s e ligerito por este camino, y q u e le v a y a bien. " Y aquí m e tienen ustedes q u e por cierto n u n c a se h a b r í a n figurado q u e y o h e sido caballo y p a v o . •—De lo último t u a v í a le quean rastros, dijo u n t r a b a jador por debajujo. — Y d e lo primero t a m b i é n , dijo despacito otro t r a bajador, porque n o hace m u c h o tiempo m e dio a mí u n a media pata q u e m e dolió t a n t o como si el p a t r ó n tuviera h e r r a u r a s t u a v í a ; y t o o porque le contesté. ILUSIONES 32. E L C A B R O D E L A C A L L E D E B U E R A S ( R e l a t a d o e n 1 9 1 2 p o r el n i ñ o D . E n r i q u e Alfaro, d e 17 a ñ o s , d e S a n t i a g o . )

E n la calle de Bueras, de Santiago, había, hace años, u n a higuera, y de entre sus raíces salía t o d a s las noches u n cabro q u e se paseaba d e u n extremo a otro d e la calle.


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U n carnicero, que se llamaba Alejo y vivía en u n a casa situada cerca de la higuera, siguió u n a noche al cabro y lo alcanzó; pero, a u n q u e le dio m u c h a s cuchilladas, no le hizo daño, porque era p u r a ilusión. 33. LA N I Ñ A D E L O S G R A N D E S O J O S ( D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z ,

1911.)

U n a noche iban dos jóvenes u n poco chispos por la calle del Galán de la B u r r a (actual calle de E r a s m o Escala, de Santiago) y divisaron, como a media cuadra, a u n a niña m u y hermosa, con unos ojos que brillaban como luces, y a medida que se acercaban a ella, le veían los ojos m á s grandes; y t a n t o le fueron creciendo, que al llegar n o vieron ni cara ni cuerpo, sino dos enormes ojos que los m i r a b a n fijamente. Los jóvenes, huyeron despavoridos, rezando en voz alta. Se cree que todo fué simple alucinación, producida por la embriaguez. 34. L A S S O M B R A S ( D . F r a n c i s c o 2.» V á s q u e z ,

1911.)

U n a noche de luna, u n caballero t u v o que emprender u n viaje de Talca a Pelqui, y p a r a llegar a su destino debía a t r a v e s a r u n a m o n t a ñ a a caballo. Al penetrar en. ella, el caballo se d e t u v o espantado, p o r q u e debió ver, como vio el jinete, u n cadáver tendido en el suelo, n o m u y lejos, con los brazos abiertos. E l caballero t a m b i é n se asustó y p a r a vencer el miedo clavó las espuelas al caballo y lo dirigió derecho hacia el cadáver. Al llegar cerca de él, p u d o darse cuenta de q u e lo que había t o m a d o por un muert o era el tronco de u n árbol q u e el tiempo había derribad o ; con lo que desapareció todo temor y siguió tranquilo su camino. 17


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A poco andar, ve pasar algo extraño por entre los árboles, y el caballo vuelve a detenerse: era u n león. P r e p a r a el viajero u n t r a b u c o que llevaba consigo, que era el a r m a que se usaba en aquellos tiempos, y después de disparar, ve que lo que le había parecido u n león era la sombra que p r o y e c t a b a la cumbre de u n cerro vecino. C u a n d o concluyó de pasar la m o n t a ñ a y entró al valle, le sale al encuentro u n a viuda, (1) a caballo, que sigue el camino a la par de él. E l caballero le dirige la palabra, pero ella n o le contesta. Después de avanzar largo trecho, en silencio, u n o al lado del otro, la viuda deja su caballo y de u n salto se sienta al anca de la cabalgadura de su compañero, que i n t e n t a tomarla, pero no encuentra a nadie. Adelanta el caballero en su camino, y a poco a n d a r ve que se eleva de la tierra algo como u n a n u b e ; fija su atención y ve que es u n fantasma. Temeroso del peligro que pudiera acarrearle tal encuentro, h u y e a t o d a rienda, y el fantasma detrás. P o r suerte, en su carrera desenfrenada, tropieza con u n a choza, en la que se m e t e con caballo y todo. E n ese m o m e n t o empieza a amanecer y con la claridad del día se desvanece todo temor; pero la impresión de lo q u e le había sucedido le d u r ó m u c h o tiempo al caballero. MALDICIÓN 35. E L R I S C O D E L A R R I E R O (1910).

E n el cerro de las Petacas, d e p a r t a m e n t o de Colchagua, h a y u n risco m u y grande que tiene u n a m a n c h a amarillenta q u e representa a u n arriero que tiene u n a muía a su lado. Dicen q u e en tiempos antiguos, u n fraile salió, en ese sitio, a pedir limosna a u n arriero que con(1)

V é a s e pág. 234, N ú m . 6.


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d u d a u n a muía con u n a carga de plata, y no sólo no le dio n a d a , sino que lo injurió. E l sacerdote lo maldijo, y t a n t o el arriero como la muía quedaron incrustados en la piedra. E n otro risco que está cerca, se ve otra m a n c h a amarillenta, que semeja la figura de u n fraile. TESOROS INFORMACIONES:

1.—Los e n t i e r r o s e s t á n s i e m p r e en p a i l a s c e cobre y a los p i e s d e u n b o l d o o d e u n a p a t a g u a . E n la n o c h e , e n t r e 7 y 8, salen c a n d e l i l l a s del p u n t o e n q u e e s t á o c u l t o el t e s o r o . I I . — C u a n d o se e n c u e n t r a u n entierro, se t o m a d e él n a d a m á s q u e u n a m o n e d a , q u e se g u a r d a s i n gastarla, d u r a n t e u n a ñ o . Transcurrido el a ñ o s e p u e d e sacar lo d e m á s . Al hallar el entierro, se d e b e n m a n d a r decir c i n co m i s a s por el a l m a del q u e fué d u e ñ o del tesoro.

36. E L E N T I E R R O D E L N A R A N J O ( R e f e r i d o en 1911, p o r D . J. A n d r é s G o n z á l e z , d e 55 a ñ o s , de S a n t i a g o . )

E n 1890, m á s o menos, en u n a casa situada en la calle de la Recoleta, de Santiago, frente a la iglesia de este nombre, en la cual vivió y murió u n clérigo, h a b i t a b a u n h o m b r e que se llamaba P e d r o (el informante no se acuerda del apellido), que tenía u n a tienda en la misma casa, y a su servicio u n m u c h a c h i t o como de 12 años. U n a m a ñ a n a encontró el dicho P e d r o al m u c h a c h i t o tendido en el patio, sin conocimiento; después de hacerle algunos remedios, volvió en sí, pero m u y asustado. E l p a t r ó n le p r e g u n t ó qué le había pasado, y a u n q u e haciéndose m u c h o de rogar, contó al fin que en la noche salió a hacer u n a necesidad y cuando volvía vio en el patio, debajo de un naranjo, a u n clérigo q u e le dijo que ahí mismo había dejado u n a gran cantidad de p l a t a ente- r a d a . P e d r o dijo al m u c h a c h o q u e habría soñado y que


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no hiciera juicio de leseras. Al día siguiente le pagó el sueldo de u n mes, le ordenó q u e se fuese a medicinar a su casa y q u e no volviera h a s t a q u e estuviere bien bueno. E n la misma noche el h o m b r e se puso a cavar, y efect i v a m e n t e encontró u n entierro. Realizó su negocio y se fué p a r a el c a m p o a trabajar en tienda y despacho. D e la p l a t a que encontró debajo del naranjo, nada gastó h a s t a pasado u n año, pues, de otro modo, la habría perdido toda. F u é m u y rico, pero se b o t ó a t u n a n t e y no pasó de una modesta medianía. 37. L O S D O S V I A J E R O S ( C o n t a d o por D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z , en 1911.)

D o s hombres habían salido a hacer u n a excursión a pie, y después de mucho a n d a r se extraviaron y rendidos de fatiga se recostaron en la tierra, a la sombra de unos árboles. U n o de los excursionistas se quedó dormido casi inmediatamente, pero el otro n o p u d o cerrar los ojos y se sentó a fumar u n cigarrillo. M i e n t r a s fumaba, miró a su compañero, q u e seguía durmiendo como u n ángel de Dios, y se extrañó sobremanera de ver que de su boca salían unos como globitos de colores q u e se desvanecían en el aire, pero de repente salió u n o m u c h o m á s grande que los otros que se elevó u n poco y después siguió en dirección hacia el oriente, rodeado de unos cuantos jotes q u e lo a c o m p a ñ a b a n d a n d o manifestaciones de alegría. E s t o le llamó m u c h o la atención y, levantándose, siguió al globo y a sus a c o m p a ñ a n t e s , los cuales no se detuvieron sino al llegar al pie de u n peñasco situado en la falda de u n cerro cercano, debajo del cual se introdujo el globo. El hombre dejó u n a señal y volvió a reunirse con su compañero, que todavía dormía. P a r a despertarlo, lo remeció fuertemente; pero fué menester repetir tres veces la operación p a r a q u e produjera resultado. E l dormilón, al


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despertar, dijo a su a m i g o : — " S o ñ a b a un sueño m u y lind o : que iba por un camino y m e encontraba con unos amigos que m e recibieron m u y alegremente y me dijeron que me iban a regalar u n tesoro; cuando t ú m e despertaste, me llevaban a m o s t r á r m e l o " . El amigo escuchó la relación, y en seguida condujo a su compañero al pie del peñasco y sin contarle lo q u e había visto, lo invitó a que lo a c o m p a ñ a r a a cavar en el lugar en que había visto desaparecer el globo de color, y, como lo esperaba, a las pocas azadonadas, tropezaron con u n a gran paila llena de onzas de oro. Sólo después de repartirse el tesoro entre los dos, cont ó el que había estado en vela a su amigo dormilón t o d o lo que había visto. 38. E L C L É R I G O ( C o n t a d o por D . F r a n c i s c o 2.° V á s q u e z , en 1911.)

H a c e tiempo, nadie se atrevía a pasar por unos callejones q u e h a y cerca del río P u t a g á n , porque de improviso, sin q u e supieran de dónde salía, se presentaba a los transeúntes u n sacerdote y, a u n q u e n a d a les hacía, se apoderaba el miedo de ellos y volvían pie atrás, huyendo despavoridos. U n a vez u n hombre que tenía que ir a dejar u n a s cargas de trigo a u n lugar vecino a donde se podía llegar por esos callejones o por otro camino, dijo que iría por los callejones y que se reía del sacerdote que c o n t a b a n se aparecía y q u e no le i m p o r t a b a n a d a a u n q u e le salieran todos los curas y frailes de la tierra, q u e p a r a defenderse de ellos le b a s t a b a u n cuchillo que llevaba, de u n a media v a r a de largo; y a u n q u e su mujer y sus amigos le rogaron que n o hiciera tal, él partió p a r a los callejones. Pocas cuadras había a n d a d o por ellos, cuando se le aparece el sacerdote y se le pone por delante; pero nuest r o hombre saca su cuchillo y la emprende contra la apa-


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rición. E l cura vuelve cara y t o m a la fuyenda y el hombre le sigue de a t r á s blandiendo su arma, a u n q u e sin lograr alcanzarlo. Improvisamente el clérigo desapareció por entre unos matorrales, sin dejar huella alguna; pero como el h o m b r e vio el lugar por donde el sacerdote se hizo humo, se puso a cavar la tierra con el cuchillo, que de p r o n t o tropezó con u n cuerpo duro, h a s t a que dejó descubierta u n a gran tinaja que destapó y vio que estab a llena de monedas de oro y p l a t a . Entonces fué a b u s car las cargas de trigo y, vaciándolas, llenó los sacos de monedas y se volvió a su casa. C u a n d o llegó era ya de noche y le dijo a su mujer que encendiera luz. — N o h a y m a s que un cabito de vela—le dijo ella. —Enriendólo—le contestó el marido. Lo encendió ella, y él entró los sacos y los vació en medio de la pieza. L a mujer, cuando vio t a n t a riqueza, casi se desmayó, y dijo al m a r i d o t o d a a s u s t a d a y llorando : —¿Qué has hecho, desgraciado? ¿Dónde has robado t o d a esa plata? El marido la tranquilizó contándole c u a n t o le había sucedido. Hizo a ú n dos viajes m á s y llegó a ser el hombre m á s rico de su tierra. Vive todavía en Chillan. EL DIABLO 39. E L N I Ñ O D E N T U D O (1910.)

Yendo u n inquilino t r a n q u i l a m e n t e por la orilla de u n a cerca, sintió unos vagidos que salían de u n m a t o r r a l ; se acercó a él y entre las malezas vio a u n hermoso niño, al parecer de pocos meses, al que t o m ó en sus brazos y acarició ; sonrióse la criatura, y como al sonreírse entreabrie-


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r a la boca, alcanzó el campesino a divisar en las encías u n a s cosas blancas como dientes. Admirado, le dijo:— "¡Conque tiene dientes, m'hijito!"—"¡Y grandazos!", le contestó el pequeñuelo. Y efectivamente, vio el h o m b r e que de la boca del niño salían unos dientes descomunales. E n esto conoció que lo q u e él había t o m a d o por u n a guagua era el Diablo en persona, y asustado, lo disp a r ó lejos, exclamando "¡Ave M a r í a Purísima!", y el Diablo, en el mismo instante reventó, dejando en su lugar, como es de cajón, u n h u m o denso con fuerte olor a azufre. 40. E L D I A B L O

BAILARÍN

(1910.)

E s fama que en el siglo X V I I I el Diablo era grande amigo de los mineros de Petorca, donde había sentado sus reales. E n los días de pago, bajaba con ellos al pueblo, o a los lugares inmediatos a remoler y a bailar cueca en la plazuela del Diablo, situada casi donde termina la calle de Silva, o en el cerro de la Plaza y en el del Piojo. U n a vez que bailaba en este último, lo hacía t a n bien q u e un minero no p u d o menos de exclamar:—"¡Virgen Santísima, y qué bien baila este roto!»; y el Diablo, al oir la invocación a la Virgen, reventó, dejando el lugar pasado a azufre quemado. ;

41. E L H I J O D E L D I A B L O N o hace a ú n muchos años vivía en Petorca un ancian o pequeñito y rechoncho, de unos setenta años de edad, conocido con el nombre de ñ o Vicentito Cuchucho, cuyos primeros pasos en el m u n d o aparecen revestidos por la imaginación popular de influencias fantásticas y misteriosas. Se cuenta que estando la m a d r e de este hombrecito


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esperando de u n m o m e n t o a o t r o la llegada de u n a guagua, pidió a su m a r i d o que le diese dinero p a r a comprarle ropas. E l marido, que era un viejo de m á s de sesenta años y que m i r a b a con desconfianza el embarazo de su mujer, le contestó que no le daría ni u n centavo, porque la criatura que iba a dar a luz no era de él. L a mujer, indignada, al oir esta respuesta, lloró y preguntó al esposo: — E n t o n c e s ¿de quién es? — E s o lo sabrás t ú mejor que yo, replicó el m a n d o ; pero no es mío. A lo cual repuso la mujer: — E n t o n c e s será del Diablo, y él me d a r á lo que necesito.—Y n u n c a m á s volvió a pedir dinero a su marido. C u a n d o llegó el m o m e n t o del p a r t o , apareció de rep e n t e en la pieza de la enferma u n gran canasto complet a m e n t e lleno de ropas p a r a niño recién nacido, entre las que se veían desde el ombliguero de tela de hilo hast a las mantillas de la m á s suave y sedosa b a y e t a , sin que faltaran las gorritas de p u n t o ni las mediecitas tejidas de lana. ¿Quién había traído ese canasto? ¿Por dónde y cuándo lo habían entrado? N a d i e p u d o dar razón. Desde los primeros días del nacimiento del niño p u d o comprobarse el interés que por él y la m a d r e t o m a b a el Diablo, que no era otro quien había llevado la ropita. Siempre encontraba la m a d r e cerca de ella la riquísima cazuela de ave, el excelente ulpo de harina t o s t a d a y la sabrosa mazamorra, los mejores remedios, los dos últimos, p a r a que las que crían t e n g a n leche b u e n a y a b u n d a n t e . Al chico le hacía cariño a su m c d o : a veces lo encontraban encima de las vigas de la casa, otras en un sobrado, y u n a vez lo hallaron j u g a n d o con u n m u ñeco, entre las r a m a s de u n álamo. Por supuesto que nadie veía al Diablo, pero todos le echaban a él la culpa de lo que ocurría; y la madre, just a m e n t e alarmada, hizo bautizar al niño con toda p r o n t i t u d , creyendo que con hacerlo cristiano cesarían las a t e n -


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ciones y cuidados de S a t a n á s . P e r o fué inútil, porque el Diablo siguió en las mismas. Entonces recurrió la m a d r e a un santo cura de apellido Toledo, que tenía fama de ser el mejor exorcista del país, p a r a que a h u y e n t a r a al demonio, lo que al fin logró, no sin haber experimentado grandes trabajos y tenido que sufrir pesadas bromas del enemigo malo. El cura Toledo, p a r a llegar a la casa a m a g a d a por el Diablo, tenía que atravesar u n a estrecha p u e n t e formada de u n a sola tabla, que cruzaba u n cequión. Pues bien, cuando el santo varón iba por la m i t a d de la puente, el Diablo la volcaba y el cura caía al agua, h a z a ñ a que celebraba el Diablo con grandes carcajadas, diciendo: "¡Ya eché al agua al p a t o jergón!" (1) N a d a dice la leyenda qué fué del padre de ñ o Vicentito Cuchucho, y de éste sólo se sabe que vivió siempre de su trabajo, cultivando u n a pequeña heredad que le pertenecía, y que, h a s t a que murió, se le conoció con el apodo de H i j o d e l D i a b l o . (2) PACTOS CON EL DIABLO 42 E L D I A B L O G E N E R O S O U n caballero tenía u n a gran hacienda que carecía de riego, por lo cual n o le dejaba sino pérdidas en los años secos. E n el fundo vecino vivía otro hacendado que estaba perdidamente enamorado de la señora del primero, a la cual cortejaba a escondidas del marido y de continuo le decía que se fuera con él. Ella le contestaba que nunca (1) Nombre vulgar del Dajila

spinacauda.

(2; Esta leyenda me fué referida en 1910, pero no tomé nota del nombre de la persona que me la contó. Igual observación debo hacer respecto de las.que no tienen noticias sobre los informantes y aquellas en que simplemente indico el año en qi.e me fueron contadas.


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abandonaría a su esposo, porque ella era cristiana y jam á s faltaría a sus deberes, y a d e m á s su marido era una persona excelente y m u y bondadoso con ella. Pero el caballero la persiguió m u c h o tiempo, y la señora, p a r a librarse de él, le prometió que si le d a b a agua a b u n d a n t e al fundo de su esposo y lo d o t a b a de molinos, en u n a noche, haría lo que deseaba. E n t o n c e s el caballero llamó al Diablo y le dijo que si en la noche cumplía con la condición que la señora de su vecino le había impuesto, le entregaría su alma en el plazo de u n año. El Diablo le prometió que lo haría así, y picándole u n a vena le sacó sangre y le hizo firmar u n a cédula p a r a sellar el pacto. A media noche se sintió un ruido m u y grande en la hacienda del marido,, quien despertó a su mujer y le preg u n t ó : — " ¿ S i e n t e s ese ruido? ¿Qué s e r á ? " — y ella le c o n t e s t ó : — " N o sé, ni se me ocurre qué pueda ser"—Levantóse el marido a ver cuál era la causa de ese ruido, y se encontró. con que en su fundo había u n a instalación completa de molinos en movimiento, y con q u e a b u n d a n t e agua corría por numerosas acequias que antes no existían. Volvió al dormitorio y p r e g u n t ó n u e v a m e n t e a su esposa qué significaba eso, y t a n t o insistió en sus preg u n t a s que al fin le sacó la verdad. E n t o n c e s la m a n d ó que se fuera a casa del pretendiente p a r a que el Diablo se lo llevara con razón. L a mujer llegó llorando a casa del o t r o y le refirió cóm o su m a r i d o la m a n d a b a a cumplir lo prometido. El caballero le contestó: — " ¿ T a n h o n r a d o es t u marido? N o seré yo menos que él; te respeto; v e t e " . E n ese m o m e n t o llegó el Diablo y p r e g u n t ó al hacendado si estaba contento, y éste le dijo que siendo el m a r i d o de la niña t a n honrado que no había permitido que su esposa faltase a su palabra, él no se había atrevido ni a tocarla y le había ordenado que se fuera p a r a su casa. El Diablo dijo entonces:—"¿Con que así son las co-


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sas? A caballero no me la ganará ninguno de los dos. T o m a t u cédula". Y desapareció. Todos quedaron contentos: el caballero enamorado, libre de su amor criminal; el marido, con su mujer; y la hacienda, con buen riego y con molinos. 43. LAS D O C E P A L A B R A S R E D O B L A D A S ( C o n t a d o per la S t a . Zoila Guerrero Gutiérrez, P r a d o de P e ñ a f l o i , F e brero de

1923.)

U n a señora viuda tenía u n a hija m u y hermosa, y se servían p a r a los menesteres de la casa de u n negro esclavo que se llamaba P a n c h o , hombre trabajador y b u e n cristiano. L a niña fué creciendo en edad y en hermosura y el cariño que el negro tenía a su a m i t a se fué convirtiendo en amor, pero en un amor t a n grande que P a n c h o no comía, ni dormía, ni tenía valor p a r a trabajar. E l pobre negro rezaba, se encomendaba a Dios y a t o dos sus santos p a r a que lo libraran de aquella pasión que n o lo dejaba vivir; pero el cielo se había puesto sordo y n o oía sus oraciones. Desesperado y no hallando qué hacerse, salió u n a noche de la casa y se fué al cerro a llamar al Diablo p a r a que lo a y u d a r a . Acudió el Diablo al llamado, y a las súplicas del negro contestó: —Si quieres, haré que Rosita—así se llamaba la niña —se enamore de ti y se case contigo, pero d e n t r o de veinte años vendré a buscarte, y si no sabes contestarme las doce palabras redobladas, t u alma me pertenecerá. — E s t á bien, contestó P a n c h o , r a d i a n t e de alegría, convengo en ello.—Y con sangre que extrajo de sus venas, firmó la cédula del p a c t o q u e acababa de aceptar y que el Diablo le pasaba. Al otro día t e m p r a n o se dirigió el negro a casa de sus amos. L a señora y la niña e s t a b a n en el balcón. L a niña,


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al verlo, dijo a la m a m á : — M i r e , m a m á , ahí viene P a n chito. —¿Qué es eso de Panchito?—preguntó e x t r a ñ a d a la madre, porque la joven siempre había llamado al negro con el nombre de Facico y t r a t á d o l o con cierto desprecio. Pero Rosita no contestó nada. Y el caso es que desde entonces Rosita se llevaba con P a n c h i t o p a r a arriba, P a n chito para abajo, Panchito por aquí, P a n c h i t o por acá, en fin, que todo era P a n c h i t o . H u b o q u e dejarla casarse con él, porque la cosa n o tenía remedio, pero t u v o que salir de la casa con su negro, no llevando consigo sino u n a imagen de S a n Pedro, de quien era m u y devota, y que fué lo único que la dejaron sacar. Rosita vivió m u y feliz y m u y e n a m o r a d a de su P a n c h o , que hacía c u a n t o estaba de su p a r t e p a r a hacerle liviana la vida, t r a b a j a n d o como u n negro, verdaderamente, y cuidando de que n a d a les faltara a su mujer y a los cuat r o hijos que habían tenido, cuatro lindos mulatitos, que eran el encanto y la alegría del matrimonio. Pero, como m u y bien dice la copla, T o d o gusto es m o m e n t á n e o ; sobre t o d o si h a y u n c o n t r a t o de por medio. El plazo en que t e r m i n a b a el p a c t o se aproximaba rápidamente, y el Diablo tenía b u e n cuidado de presentarse de vez en cuando a P a n c h o a recordárselo: — P a n c h o , que d e n t r o de u n mes te paso a b u s c a r . . . — P a n c h o , que ya no t e quedan sino quince días p a r a que te vengas c o n m i g o . . . — P a n c h o , que sólo falta u n a sem a n a . . . etc. Y al pobre P a n c h o se lo comía la tristeza; y por m á s que averiguaba entre sus relaciones, nadie conocía las doce palabras redobladas, que habían de librarlo de las garras del Demonio. Rosita, que notó cómo sufría su marido, le pedía y rogaba por lo que m á s a m a b a ; le dijera el m o t i v o de sus


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penas, y sólo después de reiterarle r e p e t i d a m e n t e sus ruegos, le confesó c u a n t o le había sucedido y q u e ya n o faltaban sino dos días p a r a que el Diablo viniera a llevárselo. Rosita, que, como se ha dicho, era t a n devota de San Pedro, dijo a su m a r i d o : —Encomendémonos al S a n t o y pongámonos en sus m a n o s ; estoy segura de que él nos librará del Malo, porque siempre me h a tenido lástima y me h a sacado con bien de todos los peligros en que m e he encontrado. Y ambos se arrodillaron ante la imagen del Príncipe de los Apóstoles y rezaron con todo fervor. E r a la última noche que, según el p a c t o celebrado con el Diablo, quedaba de vida a P a n c h o . E n la cara del pobre negro y en la de su mujer, surcadas de lágrimas, se m a r c a b a el intenso dolor que los consumía. El silencio era profundo. D e p r o n t o se oyeron tres golpes en la p u e r t a . Salió P a n c h o . El que llamaba era un pobre hombre que con voz lastimera pedía alojamiento por esa noche. Se había extraviado —dijo—y no sabía dónde dormir. R o sita, q u e oía lo que hablaban, desde su asiento invitó al hombre a que e n t r a r a y le alargó una silla. E r a u n anciano, calvo, de rostro venerable y simpático adornado de poblada y canosa b a r b a . Embelezados con la conversación del anciano, habían olvidado su desgracia y el peligro inminente que les amenazaba y oyéndole, pasaron insensiblemente las horas. C u a n d o el reloj comenzó a dar las 12, se oyó u n fuerte golpe en la p u e r t a y una voz seca y chillona que preguntaba: —Amigo, ¿sabe las doce palabras redobladas? —Sí las sé—contestó el viejecito poniéndose de pie e imitando la voz de P a n c h o , a n t e s de que éste respondiera,—empieza a preguntar, que y o te iré contestando. — E s t á bien, dijeron desde afuera. Amigo, dígame la una. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, la u n a t e


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diré: U n a ¿qué es una? la Virgen q u e nació en Belén y siempre vivió p u r a . — E s t á bien: ahora, amigo, dígame las dos. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las dos te diré: Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . — B i e n : ahora, amigo, dígame las tres. — A u n q u e n o soy t u amigo, sino t u enemigo, las tres te diré: T r e s ¿qué son tres? las tres M a r í a s , que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . — B i e n : ahora, amigo, dígame las c u a t r o . — A u n q u e n o soy t u amigo, sino t u enemigo, las cuat r o t e diré: C u a t r o ¿qué son cuatro? los c u a t r o E v a n g e listas: S a n Marcos, S a n Lucas, San M a t e o y S a n JuanT r e s ¿qué son tres? las tres Marías, que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí; U n a ¿qué es una? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . — B i e n : ahora, amigo, dígame las cinco, — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las cinco t e diré: Cinco ¿qué son cinco? L a s cinco llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o ¿qué son cuatro? los cuatro Evangelistas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o , y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres M a rías, que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió pura. —Bien: ahora, amigo, dígame las seis. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las seis t e diré: Seis ¿qué son seis? las seis candilejas que ardían en el templo de Jerusalén. Cinco ¿qué son cinco? las cinco


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llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o ¿qué s o n . c u a t r o ? los cuatro Evangelistas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . Tres ¿qué son tres? las tres Marías, que brillan en el cielo p a r a nuestro cont e n t o y alegría. Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . —Bien: ahora, amigo, dígame las siete. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las siete te diré: Siete ¿qué son siete? son los siete cielos. Seis ¿qué son seis? las seis candilejas que ardían en el templo de Jerusalén. Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o ¿qué son cuatro? los cuatro Evangelistas: San Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres M a rías, q u e brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. D o s ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió pura. — B i e n : ahora, amigo, dígame las ocho. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las ocho te diré: Ocho ¿qué son ocho? son las bienaventuranzas que predicó Jesús en la m o n t a ñ a . Siete ¿qué son siete? son los siete cielos. Seis ¿qué son seis? las seis candilejas que ardían en el templo de Jerusalén. Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o ¿qué son c u a t r o " los cuatro E v a n g e listas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres M a r í a s , que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. Dos ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió pura. — B i e n : ahora, amigo, dígame las nueve. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las nueve t e diré. N u e v e ¿qué son nueve? los nueve meses que est u v o el Verbo h u m a n a d o en las purísimas e n t r a ñ a s de su


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RAMÓN A. LAVAL

santísima M a d r e . Ocho ¿qué son ocho? las bienaventuranzas que predicó Jesús en la m o n t a ñ a . Siete, ¿qué son siete? son los siete cielos. Seis ¿qué son seis? las seis candilejas que ardían en el templo de Jerusalén. Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a J e sús crucificado. C u a t r o ¿qué son cuatro? los cuatro E v a n gelistas: S a n M a r c o s San Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres M a r í a s , que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría. D o s ¿qué son dos? las dos tablas de la ley que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es una? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió pura. — Bien, amigo, ahora dígame las diez. — A u n q u e no soy t u amigo, sino t u enemigo, las diez t e diré: Diez ¿qué son diez? los diez m a n d a m i e n t o s . N u e v e ¿qué son nueve? los nueve meses que estuvo el Verbo hum a n a d o en las purísimas e n t r a ñ a s de su santísima M a d r e . Ocho ¿qué son ocho? las bienaventuranzas que predicó Jesús en la m o n t a ñ a . Siete ¿qué son siete? sen los siete cielos. Seis ¿qué son seis? las seis candilejas que ardían en el templo de Jerusalén. Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o ¿qué son cuatro? los cuatro Evangelistas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres Marías, que brillan en el cielo p a r a nuestro cont e n t o y alegría. D o s ¿qué son dos? las dos tablas que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es una? la Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . ;

—Bien: ahora, amigo, dígame las once. — A u n q u e n o soy t u amigo, sino t u enemigo, las once te diré: Once ¿qué son once? las once mil vírgenes. Diez ¿qué son diez? los diez m a n d a m i e n t o s . N u e v e ¿qué son nueve? los nueve meses q u e estuvo el Verbo h u m a n a d o en las purísimas e n t r a ñ a s de su santísima M a d r e , Ocho ¿qué son ocho? las ocho bienaventuranzas que predicó Jesús en la m o n t a ñ a . Siete ¿qué son siete? son los siete cielos. Seis ¿qué. son seis? las seis candilejas que ardían


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en el templo de Jerusalén . Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a Jesús crucificado. C u a t r o , ¿qué son cuatro? los cuatro Evangelistas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres M a r í a s que brillan en el cielo p a r a nuest r o contento y alegría. D o s ¿qué son dos? las dos tablas que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es u n a ? la Virgen que nació en Belén y vivió siempre pura. —Bien, amigo; ahora dígame las doce. — A u n q u e n o soy t u amigo, sino t u enemigo, las doce t e diré: Doce ¿qué son doce? los doce apóstoles. Once ¿qué son once? las once mil vírgenes. Diez ¿qué son diez? los diez m a n d a m i e n t o s . N u e v e ¿qué son nueve? los nueve meses que estuvo el Verbo h u m a n a d o en las purísimas e n t r a ñ a s de su santísima M a d r e . Ocho ¿qué son ocho? las ocho bienaventuranzas que predicó Jesús en la m o n t a ñ a . Siete ¿qué son siete? son los siete cielos. Cinco ¿qué son cinco? las cinco llagas principales que hirieron a J e sús crucificado. C u a t r o ¿qué son cuatro? los cuatro E v a n gelistas: S a n Marcos, S a n Lucas, S a n M a t e o y S a n J u a n . T r e s ¿qué son tres? las tres Marías, que brillan en el cielo p a r a nuestro contento y alegría.Dos ¿qué son dos? las dos tablas que Dios entregó a Moisés en el m o n t e Sinaí. U n a ¿qué es una? L a Virgen que nació en Belén y siempre vivió p u r a . Quien dijo.doce n o pase a trece h a s t a que reviente ése, que por sus malos hechos bien lo merece. T e r m i n a n d o de decir estas palabras el anciano, se sintió u n fuerte ruido, como si hubiera estallado u n barril de pólvora, la pieza se llenó de h u m o y u n fuerte olor a azufre hacía estornudar violentamente a los tres q u e se hallaban en ella. C u a n d o el h u m o se disipó, vieron delante de sí al viejecito vestido de u n a larga túnica, con dos grandes llaves en la m a n o derecha y rodeada la cabeza de u n a 18


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aureola de luz. E r a el mismo q u e representaba la imagen que adornaba la cabecera de la cama de Rosita. P a n c h o y . R o s i t a , poseídos de u n santo temor, se arrodillaron a n t e el anciano, y c u a n d o u n m o m e n t o después alzaron la cabeza, había desaparecido. E s t e es el origen de las doce p a l a b r a s redobladas, que el pueblo, sin razón, suele llamar Oración de S a n Cipriano, y a la cual a t r i b u y e virtudes p o r t e n t o s a s contra el Diablo, los brujos y t o d a clase de peligros.


APÉNDICE

I

BIBLIOGRAFÍA

DE LAS OBRAS QUE S E CITAN E N ESTE VOLUMEN

A la p u b l i c a d a e n l o s

CUENTOS POPULARES E N CARAHUE,

p á g s . 259-262,

a g r e g ú e n s e l o s s i g u i e n t e s o b r a s , q u e n o se m e n c i o n a n e n a q u e l l a .

C A V A D A , F R A N C I S C O J . — C h i l o é y l o s C h i l o t e s . E s t u d i o s d e folklore y l i n g ü í s t i c a d e la p r o v i n c i a d e C h i l o é ( C h i l e ) . S a n t i a g o , l m p r . U n i v e r s i taria, 1 9 1 4 . ESPINOSA,

AURELIO.—Cuentos

populares

españoles,

recogidos

de

la

tradición oral d e E s p a ñ a , c o n u n a i n t r o d u c c i ó n y n o t a s c o m p a r a t i v a s . S t a n f o r d U n i v e r s i t y , California. P u b l i s h e d b y t h e U n i v e r s i t y , 1 9 2 3 - 1 9 2 4 . 'New M e x i c a n S p a n i s h F o l k - L o r e .

VIII,

Short

Folk-tales

and

A n e c d o t e s . P á g s . 1 4 2 - 1 4 7 de T h e J o u r n a l of A m e r i c a n F o l k - L o r e , V o l . X X V I I , N . ° C I V , April-June, 1914. G R I M M . — C u e n t o s escogidos de los H e r m a n o s . . . , traducidos por José M u ñ o z E s c á m e z . E d i c i ó n i l u s t r a d a . M a d r i d , S a t u r n i n o Calleja, s. d. L a a n t i g u a v e r s i ó n c a s t e l l a n a del Calila

y

Dimna.

Ed. de

la

Real

A c a d e m i a E s p a ñ o l a , M a d r i d , S u c . d e H e r n a n d o , s. d L a P o b l a c i ó n del Valle d e T e o t i h u a c á n . E l m e d i o e n q u e s e h a desarrol l a d o s u e v o l u c i ó n é t n i c a y social. I n i c i a t i v a s para procurar s u mejora-


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RAMÓN

A.

LAVAL

m i e n t o . P o r la D i r e c c i ó n d e A n t r o p o l o g í a , s i e n d o D i r e c t o r d e i n v e s t i g a ciones M A N U E L G A M I O . La población, contemporánea. Dirección de T a lleres Gráficos d e p e n d i e n t e d e la Secretaría d e E d u c a c i ó n P ú b l i c a . co,

Méxi-

MCMXX1I.

L A V A L , R A M Ó N A.—Oraciones, ensalmos y conjuros del pueblo chileno, comparados con los que se dicen en España, Santiago. Impr. Cervantes, 1910. C o n t r i b u c i ó n al F o l k l o r e d e C a r a h u e (Chile). P r i m e r a p a r t e . M a drid, 1916. LEHMANN-NITSCHE, ROBERTO.—Europäische g e n t i n i s c h e n A r a u k a n e r n . L a P l a t a , s d.

M ä r c h e n unter d e n Ar-

M O N T I E L , C.—Contes soudanais. Paris, Leroux, 1905. PALMA,

RICARDO.—Tradiciones

Peruanas.

(Ropa

vieja).

Tomo

IV.

Barcelona, Montaner y Simón, 1896. P A R I S , G A S T O N . — L e conte d u Trésor d u R o i Rhampsinite. Paris, Ler o u x , 1907. P O B L E T E , E G I D I O . ( R o n q u i l l o ) . — C u e n t o s del D o m i n g o . Valparaíso, Talleres Tipográficos de La U n i ó n , 1916. RODRÍGUEZ

MARÍN,

F R A N C I S C O . — E l ingenioso

hidalgo

Serie

don

IV.

Quijote

de la M a n c h a , c o m p u e s t o p o r M i g u e l d e C e r v a n t e s S a a v e d r a . E d i c i ó n crítica, a n o t a d a p o r . . . T o m o V . M a d r i d , I m p r . d e la " R e v i s t a d e A r chivos, Bibliotecas y Museos". M C M X V I . T C H É R A Z , M I N A S . — L ' O r i e n t i n é d i t . L é g e n d e s e t traditions a r m é n i e n n e s , grecques et turques. Paris, Leroux, 1912. VICUÑA

CIFUENTES,

J U L I O . — M i t o s y Supersticiones

recogidos de

la

t r a d i c i ó n oral c h i l e n a , c o n n o t a s c o m p a r a t i v a s a l o s d e o t r o s p a í s e s l a t i n o s . Santiago, Impr. Universitaria, 1915.


277

CUENTOS POPULARES E N CHILE

NOTAS

I parte.—CUENTOS

COMPARATIVAS

MARAVILLOSOS,

CUENTOS

D E ANIMALES,

ANÉCDOTAS.

1. E L S O L D A D I L L O

C F R . : C O S Q U I N ( 1 ) . — J e a n d e l'Ours, Cont.. p o p . d e L o r r a i n e , t . I, p . 1 y notas p. 6 a 27. B L A D E . — E t i e n n e l'habile. C o n t . p o p . d e la G a s c o g n e , t . I I , p . 3 6 . ESPINOSA.—Juan

del O s o , e n l a s p á g s . 4 4 0 y 4 4 1 d e

Spanish Folk-Lore, III,

New-Mexican

Folk-Tales.

L É G E R S . — L o n g , Large et Clairvoyant, Recueil de Cont. pop. slaves, p á g s . 241-258. L E N Z . — E l H i j o del O s o , E s t . A r a u c a n o s , p . 261 y 3 5 0 . S É B I L L O T . — J e a n d e l'Ours. L i t t . or. d e la H a u t e - B r e t . , p . 8 1 y n o t a s , p. 85. 2. E L ' P E S C A D I T O E N C A N T A D O

ALVAREZ D E MACHADO.—La

Sirena

(sólo el p r i n c i p i o ) . B i b l .

Trad,

pop. esp., 1 . 1 , p. 183. B L A D É . — L e R o i d e s C o r b e a u x , C o n t . p o p . d e la G a s c o g n e , t . I, p . 14. B R A G A . — O Velho Querecas, Cont. trad, do p o v o port., p. 4. DESPARMET.—Aïcha,

la

fille

du bûcheron

(hay

un servidor

negro).

R e v . Trad, pop., t. X X V I I I , p. 505. F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A v i d a d o G i g a n t e ( s ó l o el p r i n c i p i o ) . C o n t . da Carochinha, p. 385. O P e i x e e n c a n t a d o , H i s t , d a A v ó s i n h a , p . 138. HERNÁNDEZ D ESOTO.—La

Lavandera (varios episodios), Bibl.

Trad,

p o p . e s p . , t. X , p . 217.

(1)

Como

en los

Cuentos

populares

dé Carahue. y por las razones

q u e ahí se e x p r e s a n , c o m i e n z o por c i t a r p r i m e r a m e n t e a C O S Q U I N , s i e m p r e q u e e n sus C o n t e s p o p u l a i r e s

d e Lorraine h a y a c u e n t o s q u e

c i ó n c o n l o s q u e se p u b l i c a n e n e s t e v o l u m e n .

t e n g a n rela-


R A M Ó N A . LAVAL

278

H E R N Â N D E Z D E S O T O . — E l Castillo de las

puertas calas, Ib., p. 242.

L E G R A N D . — L e Seigneur du m o n d e souterrain, Rec. de cont. pop. grecs, p . 1. M O N N I E R . — L e r o i Cristal, C o n t . p o p . e n Italie, p . 44.

3 . DELGADINA Y EL CULEBRÓN

B L A D É . — E n L e D r a c , C o n t . p o p . d e G a s c o g n e , t . I., p . 227, se l e e : "La B e l l e J e a n n e t o n m a r c h a i t sur s e s q u i n z e a n s . E l l e é t a i t c e n t fois p l u s b e l l e q u e le jour. Q u a n d elle se p e i g n a i t , l e b l é t o m b a i t d e s e s c h e v e u x , par b o i s s e a u x . Q u a n d elle se l a v a i t l e s m a i n s , l e s d o u b l e s l o u i s d'or e t l e s quadruples d'Espagne

tombaient

d e ses d o i g t s p a r

douzaines".

C A R N O Y E T N I C O L A I D E S . — L a fille d u roi e t le g a r ç o n d e b a i n s , T r a d . pop.

d e l'Asie M i n e u r e , p . 107.

F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A M o ç a encontrada no mar, Hist. da A v 6 sinha, p. 223. v a n G E N N E P . — L e y e n d a d e M a n u , e n q u e figura u n p e c e c i l l o q u e f u é c r e c i e n d o g r a d u a l m e n t e h a s t a q u e a p e n a s c a b ï a e n el m a r y s a l v ô a M a n u del D i l u v i o . — R e l i g i o n s , M œ u r s e t L é g e n d e s , t. I , p . 9 3 . K L I M O . — L a B e l l e H é l è n e , C o n t . e t L é g e n d e s d e H o n g r i e , p . 178. M O O R E , T H . — E l C u l e b r o n c i t o , B i b l . T r a d . p o p . e s p . , t. I, p . 137. P I T R E . — L i d u i S o r u , F i a b e , N o v . e R a c e . p o p . siciliani, t. I I , p . 8 5 S É B i L L O T . — L a S i r è n e , C o n t . d e s M a r i n s , p . 197.

4. LA TENQUITA

B A S S E T . — L a V i e i l l e e t la M o u c h e , C o n t . b e r b è r e s , p . 95. B A I S S A C . — H i s t . de Petit-Jean Queue-de-Bœuf,

Le Folk-lore de

nie-

M a u r i c e , p . 34. B L A D Ê . — L e P è r e e t la F i l l e , C o n t . p o p . d e la G a s c o g n e , t. I I I , p . 2 4 3 . L e P è r e , l a M è r e e t l a F i l l e , I b . , p . 246. B r i s q u e t , I b . , p . 249. Calila y D i m n a , e d . d e la R. A c . E s p . , p â g s . 2 8 9 - 2 9 1 . C A M P S Y M E R C A D E L . — F o l k - L o r e M e n o r q u i n , e n t. I, p . 243, se l e e : "El g a t c a ç a l a rata, - rata furada t a p i a , - t a p i a a t u r a v e n t , - v e n t fa corre 's n û v u l , - e s n û v u l t a p a s o l , - sol fon g e l , - g e l t a l l a c a m e t a .


CUENTOS

C A R N O Y . — K i o u - C o u et

POPULARES

Kiou-Coclet,

EN

279

CHILE

L i t t o r a l e d e la P i c a r d i e , p . 2 1 7 .

C O E L H O . — A formiga e a n e v e , C o n t . p o p . p o r t u g u e z e s , p . 5. A r o m a n z e i r a d o m a c a c o , I b . , p . 9. E S P I N O S A . — L a H o r m i g u i t a , M o r e F o l k - T a l e s , p . 138. F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A Formiguinha, C o n t da Carochinha, p. 393. L a G a l l i n i t a y el P o l l i t o . B i b l . i l u s t r a d a C a l l e j a - I X . L a p o b l a c i ó n del V a l l e d e T e o t i h u a c á n . — C u a n d o la rana q u i e r e g o z a r . . . , p. 396. L E H M A N N - N I T S C H E . — E l P e r r o y el R a t ó n , c u e n t o I V d e " E u r o p ä i s c h e Märchen unter den argentinischen Araukanern". L E N Z . — C u e n t o de un pajarito llamado Caminante, Est.

Araucanos,

p. 2 0 0 y n o t a , p . 320. M A S Ó N . — E l Á g u i l a , F o l k - T a l e s of t h e T e p e c a n o s , p . 175. M O N N I E R . — M i c c o y Légende de Tennioje, Cont. p o p . en Italie, págs. 89 y 91. O R T O L I . — P e d i l e s t u e t M u s t a c i n a , C o n t . p o p . d e l'île d e C o r s e , p . PINEAU.—Biquette,

237.

C o n t . p o p . du P o i t o u , p. 291.

L e C o n t e d u p e t i t rat, l b . p . 299. P I T R E . — P i t i d d a , Fiabe, N o v . et R a c e . p o p . siciliani, t. III, p. 85. R O M E R O . — A formiga e a n e v e , C o n t . p o p . d o Brasil, p . 208.

5.

EL

B L A D É . — L e s Deniers, (La pega

GALLITO

final).

Cont. pop. d e la Gascogne,

t. I I I , p . 260. 6. L A T O R T I L L A O E L C A N A R I T O E N C A N T A D O C o s Q U i N . — V . n o t a s d e l c u e n t o L e L e o u p b l a n c , t. I I , p á g s . 2 2 5 - 2 2 7 y n o t a s d e F i r o s e t t e , d e s d e p . 2 4 2 del m i s m o t o m o . A R T I N P A C H A . — L e s q u a r e n t e b o u c s e t le b o u c c h e v a u c h a n t

sur

le

b o u c , C o n t . p o p . d e l a V a l l é d u N i l , p . 87. B R A G A . — O C o e l h o b r a n c o , C o n t . t r a d . d o p o v o p o r t . , p . 78. C. A. D . — U n a R u e d a de Conejos, El Folkore Andaluz, p. 355. H i s t o r i a del M a c h o C a b r í o y la H i j a d e l R e y , L a s m i l n o c h e s y u n a n o c h e , t r a d . de B l a s c o I b á ñ e z , t . X X , p . 24.


280

R AMÓN

A.

LAVAL

L e s O i s e a u x W a n e s , R e v . T r a d , p o p . , t. X X I X , p . 1 2 4 . P I T R E . — M a r v i z i a , t. 1, p . 149. E l c u e n t o d e la " T o r t i l l a o el C a n a r i t o E n c a n t a d o " e s u n a d e l a s m u c h a s v a r i a n t e s d e r i v a d a s d e la f á b u l a d e A p u l e y o " C u p i d o y P s i q u i s " , y a u n q u e e n él se h a p e r d i d o l a p r o h i b i c i ó n d e v e r , d o s d e l o s t r a b a j o s q u e V e n u s i m p o n e a P s i q u i s e s t á n r e p r e s e n t a d o s p o r l o s q u e la v i e j a h e c h i c e r a m a n d a e j e c u t a r a la p r i n c e s a , y q u e s o n casi l o s m i s m o s : el 1.°, d e llenar u n frasco c o n l á g r i m a s de picaflores, n o e s o t r o q u e el 2." d e l a f á b u l a l a t i n a : l l e n a r u n a b o t e l l a c o n a g u a d e l a f u e n t e q u e a l i m e n t a la l a g u n a E s t i g i a :

el

a

2. ,

d e llevar l a caja e n c a n t a d a q u e d e b í a p r o d u c i r l a m u e r t e a la princesa, c o ­ r r e s p o n d e .al 3.° del c u e n t o d e A p u l e y o : l l e v a r a l o s infiernos u n a caja a P r o s e r p i n a p i d i é n d o l e u n p o c o d e s u b e l l e z a , caja q u e , d e v u e l t a p o r P r o ­ serpina a Psiquis, sólo contiene un vapor letárgico, que, sin la intervención d e C u p i d o , habría d e j a d o s i n v i d a a P s i q u i s .

7. E L R E Y T I E N E C A C H I T O

C O E L H O . — O P r i n c i p e c o n o r e i l h a s d e b u r r o , C o n t . p o p . p o r t . , p . 117, y Cont. пас. p. creancas, p. 33. T C H É R A Z , M I N A S . — L ' O r i e n t i n é d i t . L ê g . et t r a d . a r m é n i e n n e s , g r e c q u e s et turques, p. 211. E s t e c u e n t o difiere a p e n a s d e la f á b u l a d e M i d a s , r e y d e F r i g i a . E n la l u c h a q u e el sátiro M a r s i a s s o s t u v o c o n A p o l o e n u n c o n c u r s o m u s i c a l , l a s M u s a s se d e c i d i e r o n p o r A p o l o , q u e t o c a b a la cítara, y s ó l o M i d a s e s t u v o de p a r t e d e M a r s i a s , q u e t o c a b a la f l a u t a . O f e n d i d o A p o l o , c a s t i g ó a M i d a s , t r a n s f o r m a n d o s u s orejas e n o r e j a s d e b u r r o . M i d a s , a v e r g o n z a ­ d o , l a s o c u l t a b a b a j o u n g o r r o frigio, p e r o , p o r m á s c u i d a d o q u e p u s o , u n e s c l a v o se l a s vio.

M i d a s le e x i g i ó s i l e n c i o , m a s e s t e h o m b r e , n o p u d i e n d o

s o p o r t a r el s e c r e t o , a b r i ó u n h o y o e n la t i e r r a y e n él g r i t ó : " E l r e y M i d a s t i e n e orejas d e p o l l i n o " , y e n s e g u i d a l o l l e n ó c o n l a t i e r r a q u e h a b í a sa­ c a d o . P o c o d e s p u é s crecieron e n el m i s m o s i t i o u n a s m a t a s d e caña,

las

q u e , c a d a v e z q u e el v i e n t o las m o v í a , m u r m u r a b a n : " E l r e y M i d a s t i e n e orejas d e p o l l i n o " .

8.

EL

C U ER

PO

SIN

ALMA

C O S Q U I N . — L e s d o n s d e s trois a n i m a u x , 1 . 1 , p . 166, y n o t a s , p â g s .

170

y siguientes. A N D R E W S . — C o r p s sans âme, Contes ligures, p. 213. A P E L L . — J o â o Cachorro e o c a m p o n ê s branco, C o n t . pop. R ussos, p. 275.


CUENTOS

POPULARES

EN

CHILE

281

B A I S S A C — H i s t , d e C o r p s - s a n s - â m e e t de C o l l e - d e s - C o e u r s , F o l k l . d e l T l e - M a u r i c e , p . 358. B R A G A . — C r a v o , Rosa e Jasmin, Cont. trad, do pov. port., p. 20. B R U E Y R E . — L e j e u n e R o i E a s a i d h R u a d h , C o n t . p o p . d e la Gr. B r e t a g n e , p . 71 y notas, p á g s . 80-83. L a F i l l e d e la M e r , p . 84, y I I v e r s i ó n , p . 95. C A R N O Y . — L e C o r p s s a n s â m e , o u le L i o n , la P i e e t la F o u r m i , L i t . orale d e la P i c a r d i e , p . 275. C O E L H O . — A Torre de Babylonia, Cont. pop. port., p. 3 4 . D E S P A R M E T . — H a m m e d , le fils d e l a v e u v e , R e v . T r a d , p o p . , t. X X V I I , p. 2 4 1 . C e n t - e t - u n - b e a u t é s , I b . , p . 193. D O Z O N . — L e s trois frères e t l e s trois s œ u r s , C o n t . a l b a n a i s , p . 1 3 1 . E S P I N O S A . — E l C a b a y e r u e la P l u m a , N . M e x . E s p . F o l k - T a l e s , p . 3 9 8 . La Princesa encantada,

C t o s . p o p . e s p a ñ o l e s , p á g s . 295 y

297.

F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A V i d a d o G i g a n t e (la p a r t e final s o l a m e n t e ) . C o n t . d a C a r o c h i n h a , p . 385. K L I M O . — L ' A r b r e m e r v e i l l e u x , C o n t . e t L é g . de H o n g r i e , p . 1 3 1 . L e P r i n c e A m b r o i s e , Ib. p . 239. L U Z E L . — L e C o r p s - s a n s - â m e , C o n t . p o p . d e la B . - B r e t a g n e , t. I, p . 427. M A C L E R . — B a d i k a n et K h a n B o g h o u , C o n t arméniens, p. 11. MONNIER.—Viola

(el fin s o l a m e n t e ) , C o n t . p o p . e n Italie, p .

117.

P I T R E . — L u m a l a c u n n u t t a , I I , p . 224. RIVIÈRE.—Moh'Amed

b e n S o l t a n , R e c . d e C o n t . de la K a b y l i e , p .

187. ( E n la p . 191, m u e r t e d e l C u e r p o s i n a l m a , q u e e n e s t e c u e n t o e s u n Ogro; m u y

desfigurado).

S É B I L L O T . — E l Capitán Pedro, Ctos. Bretones, p. 130. E l G i g a n t e d e l a s s i e t e m u j e r e s , I b . , p . 176. VINSON—Malbrouc,

F o l k l . d u P a y s B a s q u e , p . 80. 9.

LA

HUACHITA

CORDERA

B L A D É . — L a G a r d e u s e d e d i n d o n s , C o n t . p o p . d e la G a s c o g n e , t. I, p . 251.

( S ó l o l a 2.° p a r t e ) .

P I N E A U . — L ' A g n e a u l e t , C o n t . p o p . d u P o i t o u , p . 123. La L a p i n e , R e v . T r a d , p o p . , 1913, p . 207. (Ver t a m b i é n la n o t a ) .


282

RAMÓN

10.

LAS

A.

SIETE

LAVAL

CIEGAS

C O S Q U I N , 1 . 1 , e n la I n t r o d u c c i ó n , p . X X X , e x t r a c t a u n c u e n t o p a r e c i d o al d e L a s s i e t e C i e g a s . G U I C H O T Y S I E R R A . — L a R e i n a R o s a o T o m a s i t o , B i b l . de l a s T r a d . p o p . e s p . , t. 1, p. 1 7 2 . D E S P A R M E T , e n el c u e n t o L a P r i n c e s s e H a u t a i n e

( I V de l o s

Contes

m a u r e s , recueillis à B l i d a , p . 2 9 2 , se l e e : — " S i e s t e h e r m o s o p r í n c i p e q u i e re l l e v a r m e , e s p r e c i s o q u e m e traiga a q u í , e n p e r s o n a , l e c h e d e c a m e l l a e n u n o d r e h e c h o d e piel d e l e o n a " . E n el c u e n t o V, " L a T o r t u e " , p . 3 0 3 , u n R e y q u e quiere h a c e r morir a s u hijo m e n o r , p a r a a p o d e r a r s e d e s u m u j e r , d e q u i e n s e h a e n a m o r a d o , le d i c e a s u C o n s e j e r o : — " T u a s t u c i a n o h a s e r v i d o d e n a d a ; b u s c a o t r a " . — " P u e s b i e n , le d i c e el C o n s e j e r o , p i d e al P r í n c i p e q u e traiga la m a n z a n a q u e e m b a l s a m a el aire y el a g u a q u e r e s t i t u y e el a l m a al h o m b r e . D e b e r á t o m a r l a s e n el jardín d e P r e c i o s a . . . " . Y c o m o el P r í n c i p e c o n s i g u i e r a llevarle la m a n z a n a y el a g u a p e d i d a s , p i d e el R e y n u e v o c o n s e j o a s u C o n s e j e r o , y é s t e le d i c e : — " H a z v e n i r a t u h i j o y o r d é n a l e q u e t r a i g a l e c h e d e l e o n a e n o d r e d e piel d e l e o n c i t o " . Y e n el c u e n t o V I , " L e roi B û c h e r o n " , p . 4 3 7 : " U n a v e z el S u l t á n t u v o d e s e o s d e b e b e r l a l e c h e de l e o n a e n o d r e d e piel d e l e o n c i t o " . — ( R e v . d e T r a d . p o p . , t. X X V I I . ) D O N Z O N , e n " L a L o u b i e e t la B e l l e d e la terre", C o n t . a l b a n a i s , p . 8 7 : " C o m i ó (la L u b i a ) la m i t a d d e l o q u e el j o v e n h a b í a l l e v a d o , d e s p u é s d e l o c u a l salió y d i j o : " Q u e se m u e s t r e a q u e l a q u i e n d e b o e s t e b e n e f i c i o , — y el j o v e n , p r e s e n t á n d o s e , c o n t e s t ó : H e m e a q u í " . — E n s e g u i d a , t o d o s u c e d i ó c o m o el v i e j o lo h a b í a a n u n c i a d o " . E n el v o l . X X I I , p . 1 3 7 d e l a s M i l n o c h e s y u n a n o c h e , " H i s t o r i a c o n t a d a p o r el 11.° C a p i t á n d e policía, al S u l t á n B a i b a r s , se l e e : " Y s e c o n g r e g a r o n l o s m é d i c o s y le r e c e t a r o n , c o m o r é g i m e n y r e m e d i o , q u e b e b i e r a l e c h e d e o s a c o n t e n i d a e n u n o d r e de piel d e o s a v i r g e n " .

11.

EL

MINIQUE

C O S Q U I N . — L e P e t i t P o u c e t , t. I I , p . 147, y n o t a d e la p . 1 5 0 . A N D R E W S . — P e q u e l e t o u , C o n t . ligures, p . 132. Peteoumeletou, lb., p. 161. BLADÉ.—Grain-de-Millet, Cont.

d e la G a s c o g n e , t. I I I , p . 78.

B R A G A . — M a n o e l Feijâo, Cont. trad. do p o v o port., p. 191. C A R N O Y . — P o u ç o t L i t t . orale d e la P i c a r d i e , p . 167. J e a n l'Espiègle, I b . , p . 329.


283

CUENTOS POPULARES E N CHILE

C O E L H O . — H i s t . do Grâo de Miiho, Cont. pop. portuguezes, p. 80. F I G U E I R E D O PIMENTEL, O Pequenno p. 1 1 3 .

Pollegar, Cont. da

Carochinha,

L É G E R S . — L e P e t i t P o u c e t russe, R e c . C o n t . p o p . s l a v e s , p. 29. VINSON.—Petit

Poucet y Mundu-milla-pes, Folkl. du pays

Basque,

p â g s . 110 y 1 1 1 .

12.

Los

TRES

CONSEJOS

B R A G A . — O s tres C o n s e l h o s , C o n t . t r a d . d o p o v o p o r t u g u e z , p . 199 E S P I N O S A . — L o s t r e s C o n s e j o s , N e w M e x . S p . F o l k - T a l e s , p. 4 0 8 . F o l k l o r e A n d a l u z , N o t a 8 d e la p . 8 0 . M A C L E R . — L e F i l s d e la Vieille, C o n t . A r m e n i e n s , p . 139. O R T O L I . — L ' U s t a r i a d i i figli di u D i a u l i , C o n t . p o p . d e l'Ile d e C o r s e , p.

118. P I T R È . — L i tri R i g o r d i , I I I , p . 3 9 1 y v a r i a n t i e

riscontri,

pàg. 393.

R O M E R O . — O s t r e s C o n s e l h o s , C o n t . p o p . d o Brasil, p . 2 5 1 .

13.

E L LORO ADIVINO

C O S Q U I N . — L ' O i s e a u d e v é r i t é , t. I, p . 1 8 6 . ANDREWS.—L'Oiseau

q u i parle, C o n t . ligures, p . 1 9 3 .

A P E L L . — A A r b o r e q u e c a n t a e a A v e q u e fala. C o n t . p o p . r u s s o s , p . 1 0 1 . A s tres I r m â s , I b . , p . 1 0 9 y critica, p . 1 1 5 . A R T I N P A C H A . — E l Schater M o u h a m m e d , Cont. pop. de la Valle du N i l , p. 265. B L A D É . — L a m e r q u i c h a n t e , l a p o m m e q u i d a n s e e t l'oisillon q u i d i t t o u t , C o n t . p o p . d e l a G a s c o g n e , 1 . 1 . p . 67. B R A G A . — O R e i - E s c u t a , C o n t . t r a d . d o p o v o p o r t u g u e z , t. I, p . 8 5 ,

y

n o t a s , t. I I , p . 1 9 2 . As Cunhadas do Rei, Ib., p. 86. F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A S très M a r a v i l h a s ,

Cont. da

Carochinha,

p. 369. O s t r e s p r i n c i p e s c o m estrellas d e o u r o n a t e s t a , l b . p . 4 0 5 . ( S ó l o el principio).


284

RAMÓN

HERNÁNDEZ

D E SOTO.—El

A.

LAVAL

P a p a g a y o Blanco, Bibl. Trad. pop. esp.,

t. X , p . 175. L E G R A N D . — T z i t z i n c e n a , R e c . d e C o n t . p o p . g r e c s , p . 77. L U Z E L . — L e s d e u x frères, e t la s œ u r , L é g . chre. d e la B a s s e - B r e t a g n e , t. I I , p . 274. L e s t r o i s filles d u B o u l a n g e r , o u l ' E a u q u i d a n s e , la P o m m e q u i c h a n t e e t l'Oiseau d e V é r i t é , C o n t . p o p . d e B . - B r e t a g n e , t. I I I , p . 277.) M A C L E R . — C h e v e u x d'argent e t B o u c l e s d'or, C o n t . a r m é n i e n s , p . 7 1 . MASON.—Los

N i ñ o s C o r o n a d o s . F o l k - T a l e s of t h e T e p e c a n o s , p . 200.

P I T R E . — L i figghi d i lu c a v u l i c i d d a r u , t. 1, p . 3 1 6 y v a r . y riscontri, p. 328-335. R A M Í R E Z , J o s é L u i s . — E l A g u a A m a r i l l a , E l F o l k l . A n d a l u z , p . 305.

14. E L M E D I O - P O L L O

BASSET.—Moitié BEAUVAIS,

d e C o q , C o n t . p o p . b e r b è r e s , p . 8 3 y n o t a s , p . 187.

Armand.—Moite d e C ó , R e v . d e T r a d . p o p . , t. X X X I , p .

4 4 . — O T R O , I b . , t. X X X , p . 44. B L A D É . — L e V o y a g e d u C o q , C o n t . p o p . d e la G a s c o g n e , t. I I I , p . 2 2 1 . L e C o q e t s e s a m i s , I b . , p . 225. C A R N O V . — C o q u e l e t e n v o y a g e , L i t t . orale d e l a P i c a r d i e , p . 2 1 1 . C O E L H O . — O P i n t o b o r r a c h u d o , C o n t . p o p . p o r t u g u e z e s , p . 20. FIGUEIREDO PIMENTEL.—Historia

de un pintinho, Historias da Avósi-

nha, p. 90. L E H M A N N - N I T S C H E . — ¿ Q u i e r e q u e le c u e n t e el c u e n t o del G a l l o P e l a d o ? , en R e v . de Derecho, Historia y Letras, B u e n o s Aires. O R A I N . — L a B o u r s é e d'or, C o n t . d e l'Ille-et-Vilaine, p . 5 9 . P I N A U . — L e c o n t e d e la p e t i t e m o i t i é d e g e a u ( c o q ) , L e s C o n t . p o p . d u Poitou, p. 169. P I T R E . — L u m e n z u - g a d d u z z u , t. I I I , p . 77. R O M E R O . — O . P i n t o pellado, Cont. p o p . do Brasil, p. 53. S É B I L L O T . — L a M o u e t é de Quene (La M o i t i é de Cane), Cont. de provinces de France, p. 281. M o i t i é d e C o q . L e s J o y e u s e s H i s t . d e B r e t a g n e , p . 205. The H e a t h Readers. Second Reader. D .

C. Heath.

B o s t o n , N e w Y o r k - C h i c a g o , s. d — T h e H a l f - C h i c k , p . 128.

and

Company.


CUENTOS

POPULARES

285

E N CHILE

15. E L B A R C O D E L O S T R E S

HACHAZOS

16. H E R M O S U R A D E L M U N D O * , O E L C A S T I L L O D E L O S T R E S A Z U E L A Z O S

A P E L L . — O N a v i o v o a d o r , C o n t . p o p . r u s s o s , p . 201 y crítica, p . 210. B L A D É . — L e N a v i r e m a r c h a n d sur terre, t. I I I , p . 12. E t i e n n e l'habile, I b . p . 36. F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — O s seis c o m p a n h e i r o s , C o n t o s da C a r o c h i n h a . p. 183. ( S ó l o l a s h a z a ñ a s d e C o m i n y d e s u s c o m p a ñ e r o s . ) G R I M M . — E l P á j a r o Grifo, C u e n t o s e s c o g i d o s ,

p . 30.

L U Z E L . — L e prix d e s b e l l e s p o m m e s , C o n t . p o p . d e B a s s e - B r e t a g n e , t. I l , p . 146. L e s t r o i s fils d e la v e u v e , I b . I I , p . 1 6 1 . L e s c o m p a g n o n s qui v i e n n e n t a b o u t d e t o u t ,

I d . I I I , p . 296.

P e t i t - J e a n e t la P r i n c e s s e D e v i n e r e s s e , I d . I I I , p . 3 2 6 ( ú l t . ° e p i s o dio, d e s d e la p á g . 246.) M A S Ó N . — L o s animales ayudan a Juan, Porto-Rican Folk-Lore, FolkT a i e s , p a r t . I, p . 17. E l traje d e piel d e p i o j o (versión a . ) , I b . p . 20. ( M u y desfigurado.) P I N A U . — L e c o n t e d u p e t i t V a c h e r , C o n t . p o p . d u P o i t o u , p . 35. E n e s t e c u e n t o y en m u c h o s o t r o s figuran el e p i s o d i o d e l o s c o n e j o s q u e se e n t r e g a n al héroe para q u e l o s l l e v e e n la m a ñ a n a fuera d e p a l a c i o , l o s d e j e e n libertad y regrese c o n t o d o s ellos e n la t a r d e ; y el d e llenar u n s a c o de verdades. S É B I L L O T . — - E l b a r c o q u e a n d a p o r m a r y p o r tierra, C u e n t o s b r e t o n e s , p. 233.

17.

E L ÁRBOL D E L A S T R E S M A N Z A N A S D E ORO

A P E L L . — O bicho N o r k a , Cont. pop. russos, p. 291. (Sólo los primeros episodios.) C A R N O Y . — L e s trois fils d u roi, L i t t . orale d e la P i c a r d i e , p . 89. ( S ó l o la primera p a r t e ) . D E S P A R M E T . — L e G h o u l d u P u i t s , C o n t . p o p . sur les Ogres, 1 . 1 , p . 397L e G h o u l b e s s é e n m a r a u d e , I b . p . 406. ( E n l o s d o s c u e n t o s , sólo la primera parte.) D O Z O N . — L a B e l l e d e la T e r r e , C o n t . a l b a n a i s , p . 35.) K L I M O . — L ' O i s e a u d e feu, C o n t . e t L é g e n d e s d e H o n g r i e , p . 265.


286

RAMÓN A. LAVAL

P I N A U , L e s p o m m e s d'or, C o n t . p o p . d u P o i t o u , p . 1. R I V I È R E . — L e s trois frères. R e : , d e C o n t . p o p . d e la K a b y l e , p . 2 3 4 . ( S ó l o el p r i n c i p i o . )

18. L o s H I J O S D E L P E S C A D O R , o E L C A S T I L L O D E L A T O R D E R Á S

COSQUIN.—Les

fils

du Pêcheur,

t . 1., p . 6 0 .

La Bête a sept têtes, l b . , p . 6 4 y notas pâgs. 66-81. L a R e i n e d e s P o i s s o n s , t. I I , p . 5 6 . A N D R E W S . — L e s fils d u P ê c h e u r ( 2 v e r s i o n e s ) , C o n t . ligures, p â g s . 1 7 3 y 253. B A S S E T . — L ' O g r e s s e e t l e s d e u x frères, N o u v e a u x C o n t e s berbères, p . 103 y notas, pâgs. 304-326. B L A D É . — L e s d e u x J u m e a u x , t . I, p . 2 7 7 . B R A G A . — A . Torre d e Babylonia, C o n t . trad. d o p o v . port., p . 117. B R U E Y R E . — L a F i l l e d e la M e r ,

C o n t . p o p . d e la G r . B r e t a g n e , p . 8 4 y

I l versión, p. 95. C O E L H O . — S . Jorje, C o n t . p o p . p o r t u g u e z e s , p . 1 2 0 . E S P I N O S A . — E l C a s t i l l o d e Irás y n o V o l v e r á s , C t o s . p o p . e s p a ñ o l e s , p . 289. FIGUEIREDO

PIMENTEL.—A

Velha

Feiticeira,

Hist.

da

Avósinha,

p.

314 (parecido r e m o t o ) . L E G R A N D . — L e p e t i t r o u g e t sorcier, R e c . d e C o n t . p o p . g r e c s , p . 1 6 1 . M O N N I E R . — L e Magicien a sept têtes, Cont. p o p . e n Italie, p . 287. P I N A U D . — L e Pêcheur, Cont. pop. d u Poitou, p. 27. R I V I È R E . — L e s d e u x frères, R e c . d e C o n t . p o p . d e l a K a b y l i e , p . 1 9 3 .

19.

E L COMPADRITO LEÓN,

POTITO

QUEMADO

B A I S S A C . — L e L i è v r e e t la T o r t u e a u b o r d d u b a s s i n d u roi, L e F o l k l , d e l'Ile-Maurice, p . 2 . ( E p i s o d i o d e l m o n o q u e j u e g a al n a i p e c o n el m o n o d e greda y q u e d e s p u é s , c u a n d o l o g o l p e a , s e v a p e g a n d o s u c e s i v a m e n t e d e l a s m a n o s , d e l o s pies y d e la c a b e z a . ) E S P I N O S A . — E l C o n e j o y el C o y o t e , N e w M e x i c a n S p a n i s h F o l k - T a l e s , pâgs. 419.


CUENTOS

POPULARES

EN

287

CHILE

F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — O M a c a c o e o Moleque (La escena del m o n o d e g r e d a ) , H i s t . d e A v ó s i n h a , p . 217. A O n c a e a R a p o s a ( E s c e n a e n q u e el M o n o p r e g u n t a : " A g ü i t a ¿te b e b e r é ? ) , H i s t . d a A v ó s i n h a , p . 324. L E N Z . — C u e n t o d e u n Zorro y u n T i g r e , E s t . A r a u c a n o s , p . 189 y n o t a s p . 315. L I R A , C a r m e n . — T í o Conejo y tío Coyote, Los Ctos, de m i tía Panchita, P. 1 5 2 . MASÓN.—El

Muñeco

de

brea,

Porto-Rican

Folk-Lore.

Folk-Tales,

p . 164. R O M E R O . — O M a c a c o e o M o l e q u e d e cera, C o n t . p o p . d o Brasil, p . 3 1 7 .

21. C H I L I N D R Í N Y C H I L I N D R Ó N

B A S S E T . — L ' a d r o i t v o l e u r , N o u v e a u x C o n t . berbères, p . 149 y n o t a s , p. 3 5 1 . E S P I N O S A . — P e d r o d i U r d e m a l e s , V , M o r e F o l k - T a l e s , p . 132. L o s d o s L a d r o n e s , N e w M e x i c a n S p . F o l k - T a l e s , p . 423. (Primer episodio.) HUET.—Le

c o n t e d u trésor pillé. ( L e "Trésor d u roi

Rhampsinite")

d a n s le R o m a n d e B e r i n u s . R e v . d e T r a d . p o p . , t. X X X I , p . 208. LEGRAND.—Voleurs,

p a r n a t u r e , R e e . C o n t . p o p . grecs, p . 205.

L e s d e u x v o l e u r s , R e v . d e T r a d . p o p . t. X X V I I , p . 3 2 3 . L U Z E L . — L e V o l e u r a v i s é , C o n t . p o p d e B a s s . - B r e t a g n e , t. I I I , p . 3 5 1 . — Variante, p. 367. P A D I L H A . — V i c e n t e o ladrâo, Hist. do Arco da Velha, p. 393. P A R I S . — L e conte du Trésor d u Roi Rhampsinite. P I T R E . — L u l a t r u d i S i c i l i a e l u l a t r u di N a p u l i , t. I I I , p . 157. ( S ó l o el e p i s o d i o c o n q u e c o m i e n z a el c u e n t o c h i l e n o . ) M b r o g l i a e S b r o g l i a , 111, p . 205. L u Muratori e sò

figghin,

III, p. 210.

R I V I È R E . — L e s d e u x frères, R e e . d e C o n t . d e la K a b y l i e , p . 13. S É B I L L O T . — E l R a t a d e P a r í s y el d e M a d r i d , C t o s . B r e t o n e s , p . 2 2 2 .

22. J U A N V A L I E N T E , E L D E L A V A Q U I L L A

A R T I N P A C H A . — S o u h e i m - e l - L e y l , C o n t . p o p . d e la V a l l é e d u N i l , p . 2 0 1 .


288

RAMÓN

A.

LAVAL

GuLCHOTf Y S I E R R A . — M a r i q u i t a la M i n i s t r a , e n B i b l . de las T r a d . p o p . e s p . , t. I, p . 149 ( A l g u n o s e p i s o d i o s s o l a m e n t e . ) M A S Ó N . — J u a n y los bandidos, Porto-Rican Folk-Lore, Folk-Tales, p . 201. P I N A U . — L o u i s Bernard, Les Cont. pop. du Poitou, p. 49.

23.

LA SAPITA ENCANTADA

A R T I N P A C H A . — L e s trois fils d u S u l t a n , C o n t . p o p . d e la V a l l é e d u N i l , p. 103. C A R N O Y . — L e s trois chars, C o n t e s français, p . 8 3 . L'Aiguille, le C h i e n e t la P r i n c e s s e , I b . , p . 1 0 1 . E l R a n c h e r o y s u s très hijos, P o b l a c . d e l V a l l e d e T e o t i h u a c â n , p . 3 0 9 . E S P I N O S A . — L a Princesa mona, Ctos pop. esp., p. 306. F I G U E I R E D O P I M E N T E L . — A G a t i n h a branca, H i s t . d a A v ô s i n h a , p . 2 4 ? . A S a p a casada, Ib. p. 320. L I R A , C a r m e n . — L a M i c a , L o s C t o s . d e m i tia P a n c h i t a , p . 4 6 . L U Z E L . — L e B o s s u e t ses d e u x frères, 1 . 1 1 , p . 123. L a P r i n c e s s e m é t a m o r p h o s é e e n souris, I b . , p . 134. P I N A U . — L a Chatce blanche, Les Cont. pop. du Poiton, p. 111. P i T R È . — L a J i m m u r u t a , t. I, p . 3 9 6 y V a r i a n t e e riscontri, p . 3 9 9 . M A S O N . — P e d r o y S a n P a b l o , F o l k - T a l e s of t h e T e p e c a n o s , p .

166.

24. G A L L A R Í N Y E L G I G A N T E

C O S Q U I N . — L e roi d'Angleterre et s o n filleul, 1 . 1 , p . 3 2 y n o t a s , particularm e n t e p á g s . 4 6 a 48. L a B e l l e a u x c h e v e u x d'or, t . I I , p . 2 9 0 . C A R N O Y . — L e s t r o i s frères e t le G é a n t , L i t t , or. de la P i c a r d i e , p . 2 4 1 . L U Z E L . — L a P r i n c e s s e d e T r o n k o l a i n e , t. I, p . 6 6 . L e P e r r o q u e t Sorcier, t. I I , p . 2 3 1 . L e C a p i t a i n e Lixur o u le S a t y r e , t. I I , p . 314. M O N T I E ' L . — M a r a n d é n b o n é . C o n t . s o u d a n a i s , p . 115. P I T R E . — T r i d i c i n i , t. I, p. 2 9 0 y V a r i a n t i e riscontri, p á g s . 2 9 5 - 2 9 7 . L u c u n t u di n a R i g g i n a , t. I, p . 3 9 5 .


CUENTOS

POPULARES

E N

289

CHILE

R I V I È R E . — A m o r E n n e f ç , R e c . d e C o n t . p o p . d e la K a b y l e , p . 2 2 5 . V I N S O N . — M a l b r o u c , Le Folkl. d u P a y s Basque, p. 80. (Parte de este c u e n t o c o r r e s p o n d e al c u e n t o c h i l e n o " E l C u e r p o s i n a l m a " y p a r t e

a

"Gallarrín".

25.

SALIR

CON S U DOMINGO

SIETE

(i)

U n a v e r s i ó n d e e s t e c u e n t o se p u b l i c ó e n S a n t i a g o e n 1 8 8 0 u 8 1 , e n l a s c o l u m n a s d e E l N u e v o Ferrocarril por e l c o n o c i d o escritor P e d r o A. P É R E Z , q u e suscribía s u s trabajos c o n el s e u d ó n i m o d e K E F A S ; o t r a , e n l a L i r a C h i l e n a , a ñ o I I , N ú m . 2 6 , d e 2 5 d e J u n i o d e 1 8 9 9 , c o n e l cítulo d e Y u z f e n y M u l e t , o la L e y e n d a d e l D o m i n g o S i e t e , por e l escritor

ecuatoriano

A R I A S S Á N C H E Z ; otra, e n 1 8 9 1 , e n el diario L a N a c i ó n , si m a l n o r e c u e r d o , p o r J U S T O A B E L R O S A L E S ; u n a c u a r t a , el 2 d e N o v i e m b r e

de 1892,

en

E l C o l o n o d e A n g o l , por C L E M E N T E B A R A H O N A V E G A ; u n a q u i n t a , p o r e l

m i s m o B A R A H O N A V E G A , e n el S u r d e C o n c e p c i ó n , N ú m . d e 7 d e J u l i o d e 1895; y por fin, u n a s e x t a , recogida e n P r o v e n z a p o r la s e ñ o r a S P E R A T A R E V I L L O D E S A U N I È R E , e n el N ú m . 3 1 0 , d e 2 6 d e O c t u b r e d e 1 9 1 4 , d e

Peneca, de Santiago.—Cfr.

El

además:

B R U E Y R E . — L é g e n d e d e K n o c k g r a f t o n , C o n t . p o p . d e la G r . - B r e t a g n e , p . 206. C A R N O Y . — L e s L u t i n s e t les d e u x B o s s u s , L i t t . or. d e la Picardie, p . 18 y n o t a s p. 3 7 . F R I S O N . — L e B o s s u e t les K o r r i g a n s , C o n t . e t L é g . d u M o r b i h a n , R e v . d e s T r a d . p o p . , t. X V I I , p . 3 4 3 . L e s D j i n n s e t l e s d e u x B o s s u s , I b . p. 6 1 0 . H A R O U . — L e s Bossus e t les N a i n s (conte du Luxenbourg belge),

Rev.

d e s T r a d . p o p . , t. I X , p . 2 8 5 . Les deux Bossus (conte du Grand D u c h é de Luxenbourg), R e v . des Trad. pop., t. X X X I , p. 128. L U Z E L . — L e s d e u x B o s s u s e t les N a i n s , C o n t . p o p . d e la B . - B r e t a g n e , t. I I , p. 2 5 1 . L e s D a n s e u r s d e n u i t ( d o s v e r s i o n e s ) , I b . , t. I I I , p á g s . 1 0 3 y 1 1 5 . P A L M A . — S a l i r c o n u n D o m i n g o s i e t e , T r a d . p e r u a n a s , t. I V , p . 3 4 . (1) D e e s t e c u e n t o p r o c e d e l a frase f a m . , t a n c o m ú n e n C h i l e y e n Otros p a í s e s

hispanoamericanos,

salir

con su

Domingo

siete,

que

se

a p l i c a a l o s q u e d i c e n o h a c e n c o s a s fuera d e r a z ó n , M E M B R E Ñ O ( H o n dureñismos,

3.

a

ed., p. 70) atribuye este dicho a q u s e l domingo n u n c

c a h a s i d o el s é p t i m o día d e la s e m a n a » , y, que

DOMINGO

SIETE

por tanto

significa ' d e s p r o p ó s i t o , d i s p á r a t e » .

e s lógico

decir

«El Diccionario

d e la A c a d e m i a ' y c o n él l o s d e m á s D i c c i o n a r i o s , c u a n d o afirman q u e e l d o m i n g o e s el p r i m e r día c e la s e m a n a , n o h a c e n m á s q u e c o n s i g n a r u n hecho 19

reconocido desde hace

siglos.»


290

RAMÓN

A.

LAVAL

P I T R E . — L u S c a r p a r u e lu D i a v u l i , t. I I , p . 9 4 . R O D R Í G U E Z M A R Í N — N o t a 2 1 , p . 3 1 8 del t. V d e l Q u i j o t e (ed. d e 1 9 1 6 ) . S É B I L L O T . — L e s Sorciers de K u é a , Cont. des p a y s a n s e t des pêcheurs, p. 305. L e s C h a t s sorciers, I b . p . 3 1 1 . Los dos Gibosos, Ctos. Bretones, p. 252. S E R É . — L e s deux Bossus et l'Enchanteurese de Bourret, Rev. de Trad. p o p . , t. V I I I , p . 5 4 9 . V I N S O N . — L e s d e u x B o s s u s , L e F o l k l . d u p a y s B a s q u e , p . 14.

26.

LA

LORITA

ENCANTADA

E s t a c o n s e j a t i e n e e s t r e c h a relación c o n l o s n u m e r o s o s c u e n t o s , c o m u n e s a t o d a s las literaturas p o p u l a r e s , e n q u e figuran t r e s a n i m a l e s a g r a d e c i d o s , generalmente u n león, u n a hormiga y un ave, que se disputan una presa, casi s i e m p r e u n a n i m a l m u e r t o , y q u e d a n al q u e l o s p o n e d e a c u e r d o , u n p e l o o u n a u ñ a , u n a p a t a y u n a p l u m a r e s p e c t i v a m e n t e , q u e le p e r m i t e n h a c e r s e invisible, v o l a r y d e s e m p e ñ a r o t r a s e m p r e s a s m a r a v i l l o s a s , o t r e s h o m b r e s p o s e e d o r e s d e t a l i s m a n e s q u e t i e n e n el m i s m o p o d e r , d e l o s c u a l e s , p o r e n g a ñ o , logra el h é r o e apoderarse. N o recuerdo h a b e r e n c o n t r a d o e n m i s l e c t u r a s u n c u e n t o e n q u e figuren t r e s n i ñ a s e n lugar de l o s t r e s a n i m a l e s o d e l o s tres h o m b r e s ; p e r o , e n c a m b i o , s o n n u m e r o s í s i m o s a q u e l l o s q u e t e r m i n a n c o n el t e m a e n q u e el h é r o e o la h e r o í n a refieren q u e t e n í a n u n cofre c u y a l l a v e d e o r o se l e s h a p e r d i d o y m a n d a r o n h a c e r u n a d e p l a t a , y n o t a n preciosa c o m o la o t r a , y q u e d e s p u é s h a n e n c o n t r a d o la p r i m e r a , y p r e g u n t a n c u á l d e l a s d o s d e b e n preferir, e t c . A los c u e n t o s t a n c o n o c i d o s y numerosos e n que se encuentra este episodio, agregaré solamente los q u e siguen, publicados e n la interesante colección intitulada " C u e n t o s p o p u l a r e s e s p a ñ o l e s r e c o g i d o s d e l a t r a d i c i ó n oral e n E s p a ñ a . . . p o r A u relio M . E s p i n o s a : N ú m . 127, C a b e z a d e burro, p . 2 5 8 ; N ú m . 128, E l C a s t i l l o d e Oropé, p . 2 6 0 ; y N ú m . 130, E l L a g a r t o d e l a s s i e t e c a m i s a s , p . 2 6 7 . Y además: C O S Q U I N . — L e s d o n s d e s t r o i s a n i m a u x , t. I, p . 1 6 6 . F o r t u n é , t. I I , p . 1 2 8 . L U Z E L . — L ' H i v e r e t le R o t e l e t , C o n t . p o p . d e B . - B r e t a g n e , t. I I I , e n las págs. 245-246.

27.

EL

DIABLO Y EL CAMPESINO

B L A D È . — L a C h è v r e e t le L o u p , t. I l l , p . 159.


CUENTOS POPULARES

BRAGA.—O

Compadre diabo,

E N CHILE

291

Cont. pop. do povo portuguez, p. 75

C A R N O Y . — S a i n t C r é p i n e t le D i a b l e , L i t t . orale de la P i c a r d i e , p . 6 2

28. E L L E Ó N Y E L H O M B R E

BLADÈ.—Le 163.

p.

L i o n e t N o t r e - S e i g n e u r , C o n t . p o p . d e l a G a s c o g n e , t. I I ,

P O B L E T E , ( R o n q u i l l o ) . — L a P a l a b r a del H o m b r e , C u e n t o s del D o m i n g o , I V serie, p . 163.

29. L o s T R È S H E R M A N O S Q U E S A L I E R O N A A P R E N D E R A H A B L A R

C A R N O Y . — L e s t r o i s h o m m e s à la b a r b e r o u s s e , L i t t . o r a l e d e la Picardie» p. 2 6 4 . KLIMO.—Le p.

D i a b l e e t l e s t r o i s g a r ç o n s s l a v e s , C o n t . et L é g . d e H o n g r i e ,

277. S É B I L L O T . — C ' e s t nous autres, Messieurs,

p.

L i t t . orale d e l a H . - B r e t a g n e ,

110. L e s o t s e i g n e u r e t s e s fils s o t s , L e s j o y e u s e s h i s t . d e B r e t a g n e , p . 165.

30.

BRAGA.—As

LAS TRES

i r m â s g a g a s , C o n t . t r a d , d o p o v o p o r t u g u e z , t. I, p . 179.

ESPINOSA.—Short

F o l k - T a l e s a n d A n e c d o t e s , N . ° 34, p .

31.

ESPINOSA.—Juan p.

32.

GANGOSAS

EL CAPÓN

144.

ASADO

sin m i e d o , N e w M e x i c a n F o l k - L o r e , I I I , F o l k - T a l e s ,

429.

EL VENDEDOR

ESPINOSA.—Short

D E COQUITOS,

y

33.

EL VENDEDOR

D E PEQUENES.

F o l k - T a l e s a n d A n e c d o t e s , N . ° 36, p . 144.


292

RAMON A. LAVAL

I I PARTE.—MITOS,

TRADICIONES, CASOS

3. LA CALCHONA

VICUÑA CIFUENTES.—La C a l c h o n a , M i t o s y S u p e r s t . , p á g s . 21 y 3 3 4 . 6. LA VIUDA CAVADA.—La V i u d a , C h i l o é y l o s C h i l o t e s , p . 100. VICUÑA CIFUENTES.—La V i u d a , M i t o s y S u p e r s t . , p . 9 2 . 7. LA MUJER LARGA CAVADA.—La V i u d a , C h i i o é y l o s C h i l o t e s , p . 100. 8.

ELPIGUCHÉN

CAVADA.—El P i u c h é n o P i g u c h é n , C h i l o é y l o s C h i l o t e s , p . 102. VICUÑA CIFUENTES—El P i g u c h é n , M i t o s y S u p e r e t . , p á g s . 8 0 y 339. 1 3 , 1 4 , 1 5 . LAS SIRENAS CAVADA.—La P i n c o y a , C h i l o é y los C h i l o t e s , p . 102. VICUÑA CIFUENTES.—Las S i r e n a s , M i t o s y S u p e r s t . , p . 85. 17. LA LAGUNA DE PUDAHUEL ( N o t a sobre el C u e r o , p . 239.) CAVADA.—La M a n t a , C h i l o é y l o s C h i l o t e s , p . 104. VICUÑA CIFUENTES.—El C u e r o , M i t o s y S u p e r s t . p á g s . 3 8 y 335. 1 9 A 3 1 . HISTORIAS DE BRUJOS VICUÑA CIFUENTES.—Los brujos, M i t o s y S u p e r s t . , p á g s . 5 a 20. 23. E L HOMBRE QUE QUISO VOLAR ESPINOSA.—La bruja d e G r a n a d a , C t o s . p o p . e s p a ñ o l e s , p . 3 4 5 . L a bruja d e C ó r d o b a , I b . , p . 3 4 6 .


CUENTOS POPULARES EN CHILE

29a

36. TESOROS VICUÑA CIFUENTES.—Para descubrir y sacar l o s t e s o r o s , M i t o s y S u p e r s t . , p . 206. 3 9 A 4 3 . EL DIABLO. PACTOS CON EL DIABLO VICUÑA CIFUENTES.—El D i a b l o , M i t o s y S u p e r s t , p á g s . 4 7 a 5 2 y 196. 4 3 . LAS DOCE PALABRAS REDOBLADAS LAVAL.—Las d o c e p a l a b r a s r e d o b l a d a s , O r a c , e n s . y c o n j . , p . 9 8 . C o n t r . al F o l k . d e C a r a h u e , 1. p a r t e , p . 3 1 . A

VICUÑA CIFUENTES.—Mitos

y S u p e r s t . , p á g s . 133 a 156, N ú m .

36.

VINSON.—Les d o u z e M i s t é r e s , L e F o l k l . d u P a y s B a s q u e , p . 1 1 . D e l a s o b r a s e x t r a n j e r a s e n q u e se t r a t a d e l a s d o c e p a l a b r a s r e d o b l a das, s ó l o m e n c i o n a r é la d e VINSON, p o r q u e el c u e n t o v a s c o , e n el f o n d o , e s el m i s m o c h i l e n o q u e m e refirieron e n Peñaflor. L a s d e m á s e s t á n c i t a d a s e n l a s n o t a s c o m p a r a t i v a s q u e figuran e n los libros c i t a d o s d e VICUÑA CIFUENTES y LAVAL.


294

RAMÓN

A.

APÉNDICE

LAVAL

II

V O C A B U L A R I O d e las p a l a b r a s y frases q u e

figuran

e n e s t e libro c o n

a c e p c i ó n d i s t i n t a d e l a s q u e trae el D i c c i o n a r i o a c a d é m i c o , o q u e n o s e e n c u e n t r a n e n él.

ACUERDO.—Ponerse

en acuerdo.

ACHOLADO.—Corrido, AGARRAR.—Tomar, AGUA.—Ver

asir, coger, a u n q u e s e a s u a v e m e n t e .

u n o debajo

ALCAYOTA.—Cidra

del agua.

Ser m u y astuto, habilidoso.

cayote.

ALELADO.—Asustado, ALFILER.—Alfiler

Vulg. Pensar.

avergonzado.

admirado, embobado,

de gancho.

extasiado.

Imperdible.

A L T A Z O . — a u m . , vulg. de alto. M u y alto. A M A R R A . — L a z o corto, de cuero. ANIMAR.

—Azuzar.

A P E R O S . — A p a r e j o , 2.» a c e p . A P R E T A R A C O R R E R . — E c h a r a correr. ATINGIDO.—Afligido. A T R A C A R . — V u l g . Arrimar, allegar, e n c e n d e r , AÚJERO.—Vulg.

prender.

Agujero.

A Z U E L A Z O . — G o l p e d a d o c o n la a z u e l a .

BARRA.—Cepo,

3.» a c e p c .

B A R R O T E . — B a r r a d e hierro, a u n q u e n o s e a g r u e s a . BASTANTE.—Mucho. BOTAR.—Tirar,

arrojar,

B O Y A . — E s t a r en la pura

tumbar. boya. E s t a r d e b u e n a s u e r t e ; irle b i e n e n t o d o |

B U E N D A R . — B u e n dar con lo tonto que soy. ¡ B U E N O E N ! . . . Q u é ! . . . \Bueno

¡Vaya que soy tonto!

en el hombre forzudo*. ¡Qué h o m b r e t a n

forzudo! CACHO.—Asta,

cuerno.

CALZONES.—Vulg.. Pantalones. C A M P A Ñ I S T A . — E l que cuida de los animales v a c u n o s y caballares e n los fundos grandes que tienen campaña. CÁÑAMO.—Bramante,

guita.


CUENTOS

POPULARES

E N

295

CHILE

C A P A C H I T O . — P l a n t a m u y c o m ú n , d e l g é n e r o Calceolárea, orillas de los arroyos. CAPITÁN.—Donde

manda

capitán

no manda

marinero.

que crece a

Refr. q u e a c o n s e j a

respeto, obediencia y sumisión a los superiores. C A R A . — C a r a o sello.

Cara o cruz.

C A R Á F I T A . — I n t e r j . Cáspita. ( D e cáspita, caráspita). C A R R E T Ó N . — C a r r o g r a n d e q u e s i r v e para el t r a n s p o r t e d e m a t e r i a l e s . C A S A S . — D i e c e s . ( D e l rosario.) C A U S E O . — C o m i d a ligera c o m p u e s t a g e n e r a l m e n t e d e c a r n e s emparedados, vino, etc.

fiambres,

C A Z U E L A . — G u i s o n a c i o n a l m u y e s t i m a d o . L a r e c e t a para h a c e r l a s e e n c u e n t r a e n c u a l q u i e r a d e las n u m e r o s a s e d i c i o n e s d e libros d e c o c i n a i m p r e s o s e n el p a í s . C E B A R (el m a t e ) . — P r e p a r a r l o , p o n i e n d o e n la v a s i j a e n q u e s e t o m a , la y e r b a y el a z ú c a r n e c e s a r i o s y d e m á s i n g r e d i e n t e s q u e s u e l e n e c h á r s e l e , c o m o hojas de cedrón, cascaras de limón o de naranja, etc. E n Chile el m a t e se t o m a c o n a z ú c a r . C E Q U I Ó N . — A u m . d e cequia =acequia.

A c e q u i a a n c h a q u e arrastra g r a n

cauda!. CIERTO.—Alguno. CIGARRO.—Cigarrillo. C I N C O . — M o n e d a de plata (últimamente las hacen de níquel), q u e vale cinco centavos de peso. El peso tiene cien centavos. C L A R A . — C l a r a s del día. L a h o r a d e a m a n e c e r . Con las claras. Al a m a n e c e r . COBIJA.—Vulg.

F r a z a d a , m a n t a d e la c a m a .

C O G O L L O . — L a copa de los árboles. C O L A . — I r , salir, Ir, salir,

arrancar

rabo entre

con la cola entre las piernas.

E s l a fr. e s p a ñ o l a

piernas.

CONDENADO.—Malvado. CONTESTA.—Vulg.

Como

un\ondenado.

Mucho, en

abundancia.

Contestación.

C O N T I M Á S . — V u l g . Cuantimás; tanto más cuanto. CONTRA.—Dar

la contra.

CORDILLERA.—La

Contradecir,

molestar,

l l e v a r la

Cordillera e s , p o r a n t o n o m a s i a ,

contraria.

la d e l o s

Andes.

C O R R E N T O S O . — D í c e s e del río o a c e q u i a q u e t i e n e m u c h a c o r r i e n t e . C O R R E T E A R . — V u l g . Correr. C O S A . — L a s cosas de usted. Q u é c o s a s t i e n e u s t e d . ¡Buena

cosa! E x c l a m a -

c i ó n c o n q u e se e x p r e s a a d m i r a c i ó n , s e n t i m i e n t o o d e s a g r a d o . C O S T A L E A R S E . — G o l p e a r s e , c a y é n d o s e al s u e l o . C R I S T O . — S i n cristo. CUAIRA.—Vulg.

S i n dinero; sin u n c e n t a v o .

Cuadra.

C U E C A . — Z a m a c u e c a , b a i l e p o p u l a r c h i l e n o , p e r o n o el q u e d e s c r i b e e l


29.6.

RAMÓN

A.

LAVAL

D i c c i o n a r i o d e la A c a d e m i a , p u e s n o t i e n e n a d a d e ridículo, n i lo b a i l a n los indios, ni los zambos, ni los chuchumecos. CUERPO.—Sacar

el cuerpo.

CUNDIDOR.—Ligero, CURADO.—Ebrio,

Desviarlo.

rápido.

embriagado.

CHAMIZA.—Chamarasca, CHANCHA.—Hacer

támaras.

la chancha.

Hacer novillos.

CHAPA.—Cerradura. C H A P E . — V u l g . Trenza. CHARQUI.—-Tasajo;

carne c o r t a d a e n g r a n d e s t r o z o s d e l g a d o s ,

salada

y s e c a d a al sol. CHARQUIAR.—Cortar

la carne e n g r a n d e s t r o z o s m u y d e l g a d o s para,

s e c a r l a al s o l y h a c e r c h a r q u i . C H A U C H A . — V o z c o n q u e v u l g a r m e n t e se n o m b r a a la m o n e d a d e v e i n t e centavos de peso. CHEPA.—Josefa,

Josefina.

C H I Q U I T I T O . — D i m . de

chiquito.

CHOCLO.—La

del

mazorca

CHICHOCA.—Vulg.

Chuchoca.

maíz. M a í z c o c i d o y d e s p u é s s e c a d o al sol. E n

l a c a z u e l a se p o n e m o l i d a . C H U E C A . — S a c a r l a chueca^ Irle m a l a u n o e n c u a l q u i e r a s u n t o . CHUPETADA.—Vulg.

Chupada.

D . E n el l e n g u a j e v u l g a r n o se p r o n u n c i a s i n o r a r a m e n t e al p r i n c i p i o d e p a l a b r a (ici'r = decir). N o s u e n a e n l a s t e r m i n a c i o n e s ado, ada, edo, ido,

ida, odo, oda, udo, uda

o too, moa, embúo, pelúa); aonde);

ni

al fin

(pescao,

ca o caá, mieo, alamea,

perdió,

salía,

eda, to

en medio de dicción, entre dos vocales (aonde =

d e p a l a b r a {majestá,

mercé).

Se pronuncia antes de

d i p t o n g o y d e s p u é s d e la c o n c u r r e n c i a d e d o s v o c a l e s d e l a s c u a l e s l a s e g u n d a e s débil ( D i o s , d e u d a , A í d a , A d e l a i d a = A e l a i d a , c a d á u n o = c a d a uno). H a y algunas excepciones. D E B A J U J O . — P o r debajujo.

E n v o z baja.

D E D O . — D e j a r s e u n o meter el dedo en la boca. H a c e r d i s p a r a t e s ,

tonterías;

dejarse engañar. DEJAR.—Te

has dejado

D E L OQUE.—Vulg.

decir.

T e h a s a t r e v i d o a decir.

P o r q u e . De lo que no había comido.

Porque no había

comido. DESENGRASO.—Vulg,

Postre.

D E S P A C I T O , — D i m . d e despacio.

E n v o z baja.

D E S P A C H E R O . — D u e ñ o o a d m i n i s t r a d o r d e u n despacho,

o sea tienda de

comestibles. DIABLO.—Así

paga el diablo

a quien

e m p l e a para q u e j a r s e d e l o s i n g r a t o s .

bien le sirve. Fr. m u y u s a d a q u e se


CUENTOS

POPULARES

D I A N T R E . — C o m o un diantre.

EN

297

CHILE

C o m o un diablo.

D I E Z . — M o n e d a de plata que vale diez centavos de peso. D I M I N U T I V O S . — E n C h i l e s e a b u s a d e l o s d i m i n u t i v o s . U n a s e ñ o r a q u e se llama Mercedes es Merceditas, aunque tenga 60 años o más. U n c h i c o e s c h i c o , c h i q u i t o , c h i q u i t i t o , c h i q u i t í n , chiquirritín,

niño

chiquirritito,

c h i c o c o , c h i c o q u i t o , rechico, r e q u e t e c h i c o , e t c . U n m e n d i g o p i d e d e l i m o s n a un cinquito, un diececito, una chauchita, que, diminutivos o no diminutiv o s , s i e m p r e s o n c i n c o c e n t a v o s , diez c e n t a v o s , v e i n t e c e n t a v o s . D i o s . — D i o s , sin ser vaquero,

lodo lo rodea. E n s e ñ a q u e D i o s d i s p o n e l a s

cosas de m o d o que resulten bien. D O N D E . — A c a s a d e . . . E n c a s a d e . . . C o n lo q u e . . .

ECHARLAS.—Partir,

salir.

E M P A S T A D O . — Q u e tiene pasto. y E N E N A N T E S . — A n t e s , hace poco.

ENDENANTES, DENANTES

E N D I L G A R . — V u l g . D a r , dirigir, ir, a n d a r . ENSIMISMAMIENTO.—Abstracción. E N U N A D E É S T A S . — E n esto. ENVELARLAS.—Huir,

correr.

E S C O N D I D A S (A las).—Al escondite, j u e g o de muchachos. E S P A N T O . — E s t a r u n o curado

de espantos.

N o a s u s t a r s e ni d e n a d i e n i

de nada. ESPERMA.—Estearina.—Vela

de esperma.

Vela de estearina.

E s Q U E . — M u l e t i l l a q u e p u e d e s u p r i m i r s e s i n m e n o s c a b a r el s e n t i d o d e l a frase e n q u e se e n c u e n t r a . Es que le dijo—Xz

dijo.

E S T A N T I N O . — V u l g . Intestino. FACHA.—Ponerse

en jacha.

P r e p a r a r s e para hacer u n a c o s a .

FALTE.—Buhonero. F I E R R O . — H i e r r o . E n C h i l e s ó l o se u s a la v o z hierro c u a n d o se h a b l a d e p r o d u c t o s q u í m i c o s o f a r m a c é u t i c o s : Carbonato de hierro, ¡jarabe

de hierro y quinina,

hierro

sonas que en estos casos también digan F I E S T A . — E s t a r la jiesta

que se arde.

de hierro,

yodatónico;

sesquibromuro

sin q u e falten per-

fierro. Estar m u y buena, haber e n ella

m u c h a alegría, y c o m i d a y b e b i d a e n a b u n d a n c i a . F L A C U C H E N T O . — d i m . d e s p . d e flacucho. FONDO.—Caldera

grande.

FREGAR.—Molestar. F R I T O . — J o r o b a d o , molido, desazonado, arruinado, perdido. F U E G O . — H a c e r el juego. F U E R T E . — F u e r t e y jeo. FUTRE.—Salirle

E n c e n d e r c a r b ó n o leña. M u c h o y c o n fuerza.

el futre a u n o . D a r c o n la h o r m a d e su z a p a t o . ,


298

RAMÓN

A.

LAVAL

G A N Á R S E L A a uno.—Vencerlo. G A R R O T E R O . — E l que ataca a otro a garrotazos. GUACHITO.—V. GUACHO.—V.

Huachito. Huacho.

G U A I R A O . — A v e n o c t u r n a de la f a m i l i a d e las z a n c u d a s . Árdea

naevia.

GUARGÜERO.—Garguero. GUATA.—Estómago,

barriga.

G U Í A . — G u í a d e la m a ñ a n a . E l l u c e r o d e l a l b a . HABILOSO.—Habilidoso. H A B L A R . — S e r bien hablado.

Ser atento, bien educado; hablar correcta-

mente. H A R T A Z O . — A u m . d e harto.

Mucho.

H E B R A . — P o r la hebra se saca el ovillo. saca el

E s el refr. e s p a ñ o l Por el hilo se

ovillo.

Ho.—Vocativo

vulgar de

hombre.

H O M B R E . — E l hombre prepara de El hombre propone

y Dios

y Dios dispara

se d i c e p o r d o n a i r e e n v e z

dispone.

H U A C H I T O . — D i m . d e huacho.

Mansito.

H U A C H O . — H i j o i l e g í t i m o ; hijo q u e h a p e r d i d o a s u s p a d r e s ;

animal

q u e se a q u e r e n c i a e n u n a c a s a y a n d a l i b r e m e n t e p o r t o d a ella. HUERTA.—Huerto.

INDINO.—Vulg.

Indigno.

I N Q U I L I N O . — T r a b a j a d o r q u e v i v e e n u n f u n d o r ú s t i c o , e n q u e se le d a h a b i t a c i ó n y u n p e d a z o d e t e r r e n o , e n p a g o d e l o c u a l se le e x i g e

tra-

b a j o e n b e n e f i c i o del p a t r ó n .

J A Z M Í N . — V e n g a n esos cinco jazmines. no de una

Fr. f a m . c o n q u e se solicita la m a -

p e r s o n a para s a l u d a r l a o felicitarla.

J O T E . — E s p e c i e d e b u i t r e , q u e se a l i m e n t a d e a n i m a l e s m u e r t o s . les aura,

vultur

aura.

Cathar-

0

J U A R . — V u l g . J u g a r . — P o r juar.

E n broma.

J U N T A (puerta j u n t a ) . — E n t o r n a d a .

L A C I L L O . — L a z o d e c u e r o c o n ' q u e s e a s e g u r a la c a r g a a l o s a n i m a l e s . LECHAR.—Ordeñar. LESERA.—Tontería,

inocentada.

L O R O , R A . — V u l g . Lora.

A v e m u y c o m ú n , de plumaje verde que repite

f á c i l m e n t e las p a l a b r a s o frases q u e se le e n s e ñ a n . Psittacus L U C H E . — A l g a marina comestible.—Ulva Luz.—No

luche.

haber luces d e u n a c o s a . N o v e r s e , n o d i s t i n g u i r s e .

cyanolysos.


CUENTOS

M A C H O T E . — A machote.

EN

299

CHILE

M u y bien cerrado.

M A J E S T A D . — S u Sacarrial MAMITA.—Vulg.

POPULARES

Majestad.

S u Sacra y Real M a j e s t a d .

M a d r e ; a b u e l a . T a m b i é n se d a e s t e t r a t a m i e n t o , p o r

cariño, a c u a l q u i e r a a n c i a n a . MANDAR.—Dar. MANITO.—Dim.

d e mano.

Manita,

manecita.

M A N J A R B L A N C O . — D u l c e q u e se h a c e c o n l e c h e , a z ú c a r y v a i n i l l a

o

alguna otra especia. M A N O . — E l que manda

manda

y mano a la cartuchera.

Refr. que aconseja

o b e d i e n c i a al s u p e r i o r . MARAVILLA.—Planta

c o m p u e s t a , de l a s Cinanterías.

Heliantus

annus.

M A S . — O t r o , e n f r a s e s c o m o é s t a : N o t u v o mas r e m e d i o q u e . . . MEDIO.—Grande. MEJOR,—Ser

el mejor\

MIÉCHICA.—Vulg.

S e r el m á s h e r m o s o , el m á s b u e n o , e n t r e v a r i o s .

Mierda.

MIÑIQUE.—Meñique. MÉTALE.—Expr.

v u l g . q u e s e e m p l e a para a s e n t i r : bien,

está

bien.

METERSE.—Mezclarse. M O L E D E R A . — V u l g . Porquería, mierda. MONTÓN.—Mucho. NA.—Nada. N o . — E n la de na. S i n o , si n o , d e lo c o n t r a r i o . N o M Á S . — L o c u c i ó n q u e p u e d e s u p r i m i r s e g e n e r a l m e n t e s i n q u e l a frase e n q u e se e n c u e n t r a p i e r d a s u s e n t i d o , a u n q u e a v e c e s se e m p l e a p a r a dar m á s fuerza a u n a a f i r m a c i ó n . NUNQUITITA.—Dim.

de nunquila,

que a su vez lo es de

nunca.

ÑATO.—Chato. Ño,

Ñ O R . — V u l g . Señor.

O R E J Ó N . — R e b a n a d a d e m e m b r i l l o s e c a d a al s o l . O R T I G A C A B A L L U N A . — O r t i g a c o m ú n en el país, c u y o s pelos urticarios s o n l a r g o s y m u y p u n z a d o r e s . Urtica ORTIGA

CUYANA.—Ortiga

O R U J O . — S a c a r l e el orujo

magellanica.

caballuna. a uno. Molestarlo, castigarlo, maltratarlo

a

golpes. P A R A R S E . — L e v a n t a r s e uno de su asiento; ponerse e n pie. P A R E D . — L a s paredes

tienen

oídos y los matorrales

ojos. E n c a r e c e el c u i -

d a d o q u e d e b e t e n e r s e al h a b l a r o al e j e c u t a r c u a l q u i e r a a c c i ó n , p u e s s u e l e suceder que haya testigos, sin que u n o se dé cuenta. L a Academia trae las e x p r e s i o n e s : Las paredes

oyen, Las paredes

tienen

ojos.


300

RAMÓN

P A R T E . — E c h a r a u n o a buena parte. a la m

A.

LAVAL

E u f e m i s m o , p o r decirle que, se v a y a

..

P A T A . — V u l g . Pierna, pie. PATIFRÍO.—Sorprendido,

admirado, asustado.

PAVO.—Tonto. P E Í T O . — D i m . de peo, n o m b r e q u e e n C h i l e se d a v u l g . al P E L A D E R O . — S i t i o llano, sin

pedo.

vegetación.

P E L A D O . — S i n nada. P E L O T E A R S E u n a cosa. Vulg. Peleársela, arrebatársela de las manos. PENSIÓN.—Tristeza, PEPA.—Josefa,

pena.

Josefina.

PEQUEN.—Ave c a r n í v o r a ,

Slrix

cunjcvlaria.—Especie

de

empanada,

c o n u n p o c o d e c e b o l l a , grasa y ají, e n el i n t e r i o r . P E Q U E N E R O . — V e n d e d o r de pequenes. P E S C A D O . — S ó l o p o r e x c e p c i ó n se e m p l e a e n C h i l e la v o z pez,

que ja-

m á s u s a el v u l g o PICANA.—Aguijada. PICANEAR.—Aguijonear. P I E . — E c h a r pie atrás.—Afirmarse,

prepararse para pelear.

P I E D E CABRA.—Artificio compuesto de tres palos fuertemente atados e n la p a r t e s u p e r i o r y q u e d e s c a n s a n e n el s u e l o f o r m a n d o t r í p o d e ; el e s p a c i o e n t r e l o s t r e s p a l o s se l l e n a d e g r a n d e s p i e d r a s o d e s a c o s d e a r e n a . V a r i o s d e e s t o s a p a r a t o s c o l o c a d o s u n o al l a d o d e o t r o , f o r m a n u n a e s p e c i e d e t a j a m a r q u e s e e m p l e a p a r a d e s v i a r la c o r r i e n t e d e l o s r i a c h u e l o s , a r r o y o s , cequiones

( a c e q u i a a n c h a q u e arrastra g r a n c a u d a l ) .

P I E I R A . — V u l g . Piedra, guijarro. P I L L A R S E ( A L ) . — J u e g o en que un muchacho persigue a otros que huy e n d e él, h a s t a q u e l o g r a c o g e r a u n o . PIMEO.—Vulg.

Pigmeo.

P I S A D A . — S i n perder

pisada.

P L A N T A D O . — B i e n plantado. POLLERA.—Saya,

Seguirle los pasos a uno. Elegante.

falda.

POTO.—Trasero, culo. P R E N D E D O R . — A l f i l e r de corbata. Pus.—Vulg. Pues. Q U I L T R O . — P e r r i l l o ordinario, gozquejo. Q U I T E . — H a c e r un quite.

D e s v i a r el c u e r p o .

Q U I Z Á S . — C o n f o r m e c o n s u e t i m o l o g í a , e s c o m o si se dijera Quién

sabe.

RATÓN.—Rata. RE.—(Refuerle etc.). L a p a r t í c u l a re a n t e p u e s t a a u n a d j e t i v o y a c o m p a -


CUENTOS

POPULARES

n a d a d e bien, tan, tan bien, muy, perlativo. REINATO.—Vulg.

EN

301

CHILE

s i r v e al v u l g o p a r a e x p r e s a r el g r a d o s u -

Reino.

REMOLER.—Jaranear.

Divertirse bebiendo con exceso y bailando cueca

al s o n d e arpa y g u i t a r r a . R E P E L A R S E . — S e n t i r pesar, con rabia. R E P E N T E . - r \ D e un de repente.

Vulg. D e repente.

R E Q U E T E . — ' D e s e m p e ñ a el m i s m o o f i c i o q u e l a p a r t í c u l a re. V . R E . R E S U E L L O . — D e un resuello.

D e una vez, sin descansar, sin hacer nin-

guna pausa. R O T O . — N u n c a falta

un roto para un descosido.

Que fácilmente encuentra

u n o s u pareja. S A L T I A O R . — V u l g . Salteador. S A P O A R R I E R O . — ( N o he e n c o n t r a d o q u i e n m e e x p l i q u e q u é clase

de

sapo es éste). SAZONAR.—Poner buen

a l o s g u i s o s la sal n e c e s a r i a para q u e q u e d e n

con

sabor.

S E M I L L E R O . — G r a n cantidad, multitud. SEÑOR.—Muy

sí, señor.

M u y campante.

S E R Ó N D E C U E R O . — A n t . M i t a d del cuero desecado de u n anima! vacuno, q u e conserva su forma convexa. SUMA.—Cantidad. S U S P I R O . — E n un suspiro.

E n u n m o m e n t o , en breve

tiempo.

S U S T O P A D R E . — S u s t o m u y grande. TAITA.—Vulg. cualquier

P a d r e . T a m b i é n se d a e s t e t r a t a m i e n t o , por cariño, a

anciano.

T A M A Ñ A Z O . — A u m . d e tamaño. TAMIÉN.—Vulg.

T a n grande.

También.

T E N C A . — A v e c i t a c a n t o r a m u y común» Mimus TIERRA.—Rodar

tierras.

thenca.

Viajar, salir a b u s c a r a v e n t u r a s .

TINCAR.—Presentir. T I R O . — A l tiro; al tirito.

Al p u n t o , i n m e d i a t a m e n t e .

T O Í T O ; T O I T I T O . — T o d i t o , d i m . de TOMAR.—Beber

lodo.

v i n o u o t r o licor a l c o h ó l i c o .

T O R T I L L A . — P a n sin l e v a d u r a c o c i d o al r e s c o l d o . T R A N Q U E A R . — V u l g . A n d a r d e prisa y a p a s o s largos. T U T O . — V u l g . P i e r n a de. a v e . U L P O . — B e b i d a h e c h a c o n harina d e t r i g o t o s t a d o , a g u a fresca y azúcar. ULTIMO.—Hasta

el último.

Por

fin.


302

RAMÓN

A. LAVAL

U N O . — D o n d e hay uno hay otro. E x p r . f a m . c o n q u e s e d e n o t a q u e fácilmente se encuentra u n a persona con las mismas cualidades

de

saber,

valor etc., q u e otra. VÁMOLOS.—Vulg.

Vamonos.

V A R I L L A , V A R I L L I T A . — D i m . d e vara, v o z e s t a ú l t i m a q u e n o se u s a s i n o c u a n d o s e t r a t a d e la m e d i d a d e l o n g i t u d q u e t i e n e m . 0 . 8 3 6 . V e r b o s e n E A R . E l v u l g o c a m b i a e s t a t e r m i n a c i ó n e n I A R : apiarse, apií,

me

apiémonos.

VERSO—Vulg.

Estrofa.

V I D A . — P a s a r la gran vida. Vivir r o d e a d o d e t o d a clase d e c o m o d i d a d e s . —Tener los

u n o la vida de los gatos. E s e l reír, e s p a ñ o l Tener siete

vidas

gatos. VIEJANCÓN.—Vulg.

Vejancón.

Vos.—Vulg. Tú. V U E L T A . — A la vuelta de la esquina, YERBA,

v u l g . M u y cerca.

YERBAMATE.—Mate.

Z A R Z A M O R A . — E s la zarza e s p a ñ o l a . A l fruto le l l a m a m o s m o r a . Z U M B A R L E a uno una cosa.—Vulg.

Disparársela.

como


INDICE I PARTE. CUENTOS MARAVILLOSOS, CUENTOS DE ANIMALES,

ANÉCDOTAS.

Págs. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.

El Soldadillo El Pescadito Encantado D e l g a d i n a y el C u l e b r ó n La Tenquita El Gallito L a T o r t i l l a o el C a n a r i t o E n c a n t a d o El R e y tiene cachito E l C u e r p o sin a l m a L a H u a c h i t a Cordera Las siete Ciegas El Miñique Los tres Consejos El Loro Adivino El Medio-Pollo E l B a r c o d e l o s tres h a c h a z o s H e r m o s u r a del M u n d o , o el C a s t i l l o d e l o s t r e s a z u e l a z o s

••

;

1 7 . E l Á r b o l d e l a s tres M a n z a n a s d e oro

5 12 17 26 29 32 43 46 51 58 66 72 80 93 99 109 132

1 8 . L o s H i j o s del P e s c a d o r , o el C a s t i l l o d e la T o r d e r á s , irás y n o 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27.

volverás

142

El Compadrito León, potito quemado El Miñaco Chilindrín y Chilindrón J u a n V a l i e n t e , el d e la V a q u i l l a La Sapita encantada G a l l a r í n y el G i g a n t e S a l i r c o n s u d o m i n g o siete La Lorita encantada E l D i a b l o y el C a m p e s i n o

154 166 169 179 183 190 201 203 208


— 304 — Pags. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36.

E l L e ó n y el H o m b r e L o s t r e s h e r m a n o s q u e salieron a a p r e n d e r a h a b l a r L a s tres G a n g o s a s E l Capón asado El Vendedor de coquitos E Í Vendedor de pequenes E l C u e n t o d e l o s tres d i f u n t o s El Sacristán que habla a los fieles P o r q u é el J o t e t i e n e la c a b e z a y el c o g o t e s i n p l u m a s

37. 38. 39. 40.

Las tres mentiras E l P e q u e n y el S a p o E l G u a i r a o y el S a p i t o L o s G u a i r a o s y el S a p o

II

1. 2. 3. 4. 5.

PARTE.

MITOS,

'

210 218 219 220 221 222 222 223 223 225 226 227 228

TRADICIONES,

CASOS.

El Chanchillo ElChumaco La Calchona Otra versión Otra v e r s i ó n

231 232 232 233 233

6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15.

La La El La El El El La La La

Viuda M u j e r larga P i g u c h é n .' Cuca Cabro viejo H o m b r e tigre Peral encantado S i r e n a del río C a t o Sirena de A c ú l e o Laguna de Taguatagua

234 235 235 235 236 236 237 237 237 238

16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23.

L a C u e v a de la N i ñ a L a L a g u n a de P u d a h u e l L a L a g u n a d e las tres P a s c u a l a s L a C u e v a d e la M u í a La Rana castigada La Rana vengativa L a C u e v a d e las C a r d í l l a s El h o m b r e q u e q u i s o Volar

238 239 240 241 241 242 242 243

24. 25. 26. 27. 28.

El Falte brujo Los brujos de P e u m o L a aparición d e la c u l e b r a E l C o m e r c i a n t e c o n v e r t i d o e n burro E l Caballero que quiso aprender a brujo

244 244 246 246 247

2 9 . E l Z a p a t e r o q u e se v o l v í a gallo

249


— 305 — Págs. 3 0 . L a R o s a d e l a s M o n j a s Claras

:

3 1 . E l C a b a l l e r o q u e fué t r a n s f o r m a d o e n c a b a l l o y d e s p u é s e n p a v o .

252 253

3 2 . E l C a b r o d e la calle d e B u e r a s

256

3 3 . La N i ñ a de los grandes ojos

257

34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43.

257 258 259 260 261 262 263 263 265 267

Las Sombras E l R i s c o d e l Arriero T e s o r o s . E l e n t i e r r o del n a r a n j o L o s d o s Viajeros E l Clérigo El Niño dentudo E l D i a b l o bailarín El Hijo del Diablo El .Diablo generoso L a s d o c e palabras r e d o b l a d a s

Bibliografía N o t a s comparativas Vocabulario índice

275 277 294 303






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