Espadas y Escudos #10

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ALFONSO SASTRE HIGUERA



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La escena después de la batalla resultaba grotesca. Cuerpos heridos, sin vida repartidos por todas partes en medio de aquel caos que era el campamento tras ser arrasado por aquellas enormes bestias. Los supervivientes pasaron el resto de la tarde recuperando los cadáveres de sus compañeros y dándoles sepultura. Decidieron no hacer una pira para que el humo ascendente no revelara su posición en caso de que las tropas enemigas se encontrasen cerca. También tuvieron que dar sepultura a los enemigos muertos para que la inmediata descomposición no atrajera a animales salvajes. Acto seguido recompusieron el campamento mientras los heridos eran atendidos. El recuento de las bajas resultó desmoralizante. Los muertos tarseshios ascendían a veintiunos y había otros quince heridos, un par de ellos de gravedad que, casi con total seguridad, no sobrevivirían a la noche. Por otra parte, los enemigos karsianos no alcanzaban a las dos docenas, incluyendo los tres jinetes de aquellas gigantescas bestias que tanto destrozo habían causado. El cadáver de uno de aquellos fieros animales también yacía inerte. Los otros dos habían huido. Cuando hubieron acabado de recomponerse, una multitud de soldados curiosos se fueron arremolinando en torno a aquel cuerpo. Era un animal enorme, tan alto como uno de los elefantes de la isla de Yulh. Su piel estaba recubierta de una infinidad de diminutas escamas de hierro que surgían directamente de la piel de aquel animal, como si de una coraza natural se tratase. El hocico estaba lleno de afilados dientes y de sus pies surgían tres duras garras delanteras. Su cola era larga y gruesa, lo necesario para ayudar a aquellos tremendos seres a mantenerse en pie. Acababan en cuatro largas púas que se convertían en una terrible arma trasera. Uno de los soldados tarseshios se acercó lo bastante como para tocar el cuerpo sin vida de aquel animal desconocido. El tacto de las escamas era frío. Agarró una y, con esfuerzo, logró arrancarla de cuajo del cuerpo. La miró con curiosidad y el resto de sus compañeros Espadas de Oro también la contemplaron. Todos los hombres habían oído las historias que se solían contar a los niños del héroe Disanver, el legendario héroe mitológico que había recorrido los doce países viviendo increíbles aventuras. Todos aquellos valerosos soldados de Tarsesh recordaban ahora la historia en la que Disanver se enfrentaba a las bestias de Krôm, extraños animales que ningún hombre de la presente época había contemplado jamás, pero cuya descripción encajaba a la perfección con el desconocido animal muerto que ahora tenían delante.


¿Qué era aquella extraña bestia? ¿Podía ser una bestia de Krôm? ¿Acaso las leyendas de Disanver podían ser ciertas? En aquel preciso instante, cientos de preguntas se acumulaban en las mentes de aquellos hombres cansados y el temor comenzaba a apoderarse de ellos. −Cavad un foso y enterrad a esa criatura. –Dijo el capitán Ocasith cuando alcanzó a ver al animal y a los hombres que lo contemplaban. −¿Enterrarla? –Preguntó uno de ellos atónito. Era una bestia extraña pero maravillosa, salvaje, había causado la muerte de varios de sus compañeros pero ahora la habían vencido. Era un trofeo. Podían llevarla de vuelta a Tarsesh para que toda la ciudad quedase fascinada de la proeza de aquellos soldados, podrían arrancarle todas las púas para que cada uno tuviese su propia medalla, podrían dejarla allí para que pudieran contemplarla al menos el tiempo que acampasen allí. Incluso había quien pensaba que podría servir de cena. Pero Ocasith era un hombre severo, de decisiones firmes que no revocaba. −Sí. Deshaceos de esa bestia infame. No la quiero en medio de nuestro campamento. A unos metros de distancia, Galaad Ga’wein observó aquella escena. Era un hombre valiente que se había enfrentado a la muerte un centenar de ocasiones. No creía en leyendas ni supersticiones aunque debía reconocer que se había enfrentado a más de alguna cosa que su raciocinio no alcanzaba a explicar. −Es una bestia de Krôm. –Le dijo Gullinorn Mulhonin con convicción. –No importa lo que digas, no me convencerás de lo contrario. Y sabes que tengo razón. Galaad no le contestó. De los dos, Gullinorn era el más religioso, el que prestaba atención a todos esos cuentos que las viejas solían contar sobre animales extraños y salvajes, lugares fabulosos y héroes formidables. Galaad era un hombre escéptico que acostumbraba a creer solo en lo que veía y que desconfiaba de las bondades de los sabios religiosos. Sin embargo, aquella extraña criatura muerta que tenían delante era algo que no podía explicar. −¿De verdad crees eso? –Preguntó tratando de mostrarse incrédulo. −¿Tú no? –Le respondió Gullinorn. − Monturas salvajes, con corazas de escamas naciendo de sus lomos, devoradores de carne y con púas de hierro en las colas. Dime qué son esas bestias con las que hemos luchado sino las míticas bestias de Krôm. −Que habitan más allá de las lejanas Tierras del Fuego. –Le recordó Galaad de forma seria. −¿Crees que nuestros vecinos karsianos han recorrido medio mundo y se han enfrentado a incontables peligros para capturar y domar a esas fieras mitológicas? Creo que es un esfuerzo increíble solo para declararnos la guerra.


−Tal vez lo de la ubicación de las bestias sí sea falso, tal vez no habitan esas lejanas Tierras del Fuego. No podemos negar lo que acabamos de ver, amigo mío. −Lo que acabamos de ver…−Repitió Galaad. −¿Sabes lo que yo veo, Gullinorn? Que una expedición de karsianos nos ha descubierto por casualidad y ellos solos han dado buena cuenta de nosotros. Casi un tercio de nuestro batallón ha desaparecido. No quiero ni pensar lo que ocurrirá si nos encontramos con más de esas cosas. Gullinorn se mantuvo en silencio, pensativo. Galaad no añadió nada más. Contemplaron a los Espadas cavando el foso para enterrar a la bestia mientras otros soldados se apresuraban a arrancarle algunas escamas para guardarlas como trofeos. −Agua de mar. –Dijo Gullinorn de pronto. –Disanver las vencía con agua de mar.

La noche cayó en poco más de una hora. Un grupo de soldados tarseshios se había separado del grupo para cazar algunos ciervos que sirviesen de cena para todo el contingente y al regresar no defraudaron a sus compañeros. El rey Durkandar inspeccionó uno por uno a todos sus hombres, los que permanecían vivos. Trataba de recordar sus nombres y a muchos de ellos, los más antiguos, había llegado a conocerlos lo suficiente como para recordar diversos detalles de sus vidas. Era un trabajo arduo, conocer a sus centenares de soldados, pero él era un rey que quería ser cercano a sus hombres. Si ellos estaban dispuestos a dar su vida por la suya qué menos que llegar a conocerlos y tratarlos con dignidad. Esa era una lección que Durkandar había aprendido de su padre y, para su grata sorpresa, había descubierto que, cuanto más se interesaba por sus soldados, más lealtad y admiración le profesaban éstos. El rey seleccionó a los hombres que se encargarían de custodiar el campamento durante la noche y él mismo decidió montar vigilia durante el primer turno. Ciertamente era un noble rey. Galaad se sintió agradecido de librarse de poder descansar, sería centinela otra noche pero esa podía dormir a pierna suelta. En su sueño, Galaad se hallaba en un paraje desértico y rocoso. El suelo estaba resquebrajado por la sequía. No había ni una sola nube en el cielo, allí nunca las había. Escorpiones y serpientes se ocultaban bajo las rocas. El sol, colgado del cielo, abrasaba como un horno candente. Nunca había estado allí, pero de inmediato Galaad supo dónde se encontraba. Las Tierras del Fuego. Hacía años había estado en un lugar cuyo nombre se parecía, la


Caverna del Fuego, pero no tenía nada que ver con aquel lugar abandonado de los dioses. Sintió la garganta seca, la lengua áspera, el sudor de la frente resbalando, ampollas formándosele en los pies. Tenía una cantimplora pero estaba llena de agua salada. El anciano con el que había compartido navío, un sabio llamado Ores, le había dicho que la necesitaría una vez hubiese desembarcado en esas tierras. Sin embargo, ahora empezaba a pensar que había sido una estupidez hacerle caso a ese pobre viejo. Fue entonces cuando escuchó ese leve ruido, algo gutural, como el gorjeo de las aves. Pero no eran pájaros. Una fuerte pisada a su espalda le hizo girarse sobresaltado. Allí estaba ese extraño animal salvaje, grande como una choza, de aspecto amenazador, hambriento de carne humana. Otra fiera más surgió en lo alto de un risco cercano, y una tercera se acercaba desde otro punto. Le rodeaban, eran una manada. Galaad buscó con la mano la empuñadura de su espada pero allí no había nada. No llevaba ningún arma colgada de su cinturón. Ni siquiera llevaba el uniforme propio de Los Espadas de Oro. No era Galaad aunque llevase su cara. En su interior sabía que tenía otro nombre. Disanver. Entonces una de aquellas bestias se abalanzó sobre él. Galaad, o Disanver, destapó su cantimplora hecha con la piel de un cordero y se dispuso a lanzar el agua del mar que guardaba directamente al rostro de aquel fiero animal. Pero en su interior no había nada. No había agua del mar. Solo aire y vacío. La bestia alcanzó su presa y despedazo con sus duras garras la carne de su pecho. En ese instante, Galaad despertó. No brincó sobresaltado como haría el resto de los hombres. Él solo abrió los ojos, tensando su cuerpo y apretando los dedos en torno a la empuñadura de su espada. No era Disanver y no estaba en las Tierras del Fuego. Estaba momentáneamente a salvo, en el interior de su tienda de campaña, durmiendo. Se relajó. Respiró suavemente. En la leyenda, Disanver poseía un viejo odre de piel de cordero, una cantimplora, llena de agua del mar en el que había navegado días antes, y lanzaba esa agua a los rostros de las tres horribles bestias y les producía terribles quemaduras que las hacía huir despavoridas. En su pesadilla, Galaad tenía la cantimplora vacía. ¿Por qué? Estaba seguro de que si se lo contaba a Gullinorn él le diría que se trataba de un mal augurio. De modo que se levantó en silencio y salió fuera de la tienda a respirar aire fresco. Más tiendas rodeaban las suyas y discretas antorchas alumbraban el perímetro. Varios soldados montaban guardia pero hacía horas que había concluido el turno de Durkandar.


Galaad se reprochó el haber soñado aquella tontería. Las bestias de Krôm. Se burló solo de pensarlo. Ni siquiera se llamaban así. Tenían otro nombre que ahora no era capaz de recordar. Krôm era un canalla en aquella historia que se había enfrentado a Disanver un par de veces y que logaba, más adelante, hacerse con el control de las bestias y hasta cabalgar a una de ellas. El final de la historia era el desastre para el malvado y sus bestias y la gloria para el héroe que lograba vencer a todos los obstáculos que encaraba. Disanver siempre ganaba. Pero Disanver no era real. De eso, Galaad estaba seguro. Era mitológico, ideado. Galaad no creía en esos cuentos. Se quedó allí de pie largo rato, respirando el aire nocturno, sin darse cuenta de que era observado. Dos leves luces brillaban con un tenue resplandor sobre las ramas de un árbol no muy alejado de allí, un álamo alto desde el que se podía divisar todo el campamento. Las luces surgían de dos cuerpos esbeltos de sendas mujeres. No. No eran mujeres. Eran ekhanys hembras. En silencio continuaron espiando a Galaad Ga’wein hasta que éste regresó al interior de su tienda. Llevaban espiándole durante varias noches sin que él lo sospechase.

A la mañana siguiente, los hombres todavía estaban recuperándose de sus heridas. Un par de decenas de hombres, los menos maltrechos, montaban guardia listos para ser la primera línea de defensa si sucedía un nuevo ataque mientras sus compañeros desayunaban. Durkandar había reunido a sus generales en su propia tienda y, sobre una enorme mesa en la que había desplegado un mapa del bosque y de la costa, estudiaban la próxima estrategia. −Estamos a poco más de dos semanas de distancia de Tarsesh. Si enviamos ahora un mensajero que pida refuerzos a la ciudad tal vez las tropas no tarden demasiado en unírsenos. –Propuso el comandante Ocasith. −Llegarían al cabo de treinta días, puede que un poco menos. ¿Qué se supone que haremos todo ese tiempo? ¿Quedarnos aquí de brazos cruzados? –Dijo uno de los Scyffos en completo desacuerdo con semejante decisión. −Está claro que solo cien hombres no serán suficientes para hacer frente a los karsianos, Rojo. –Espetó Ocasith en respuesta. − ¡Necesitamos toda la ayuda posible! −Pero dejar Tarsesh sin protección no es la mejor opción, Ocasith. Si resultamos vencidos, los hombres que hay en la ciudad serán la última esperanza. –Le contestó


Fénzar que, al igual que Scyffo el Rojo, opinaba que sería demasiado arriesgado dejar al reino sin protección. −¡Si nosotros, los mejores soldados de Tarsesh, resultamos vencidos por las tropas de Karsia, los hombres que se han quedado en casa no tendrán ninguna oportunidad! – Exclamó Ocasith con un puñetazo sobre la mesa. Los comandantes que apoyaban a Ocasith prorrumpieron en alboroto mientras que los que opinaban lo contrario también trataban de hacerse oír. Los nervios se habían apoderado de aquellos hombres acostumbrados a lidiar con gran tensión. −¡Basta ya! –Gritó Durkandar. Sus comandantes obedecieron la orden del monarca y el silencio absoluto inundó la tienda. −Haced llamar a un jinete que esté sano y que se ponga en camino ahora mismo hacia Tarsesh. Que vengan todas las tropas que sean posibles. –Ordenó el rey. −Pero, majestad…−Objetó El Rojo. −Basta, Scyffo. Como ha dicho Ocasith, si nosotros caemos, ¿qué posibilidad tendrá Tarsesh? No podemos caer. Debemos redoblar nuestras filas y aguantar. No hay opción para el fracaso. Ocasith saludó al rey con una leve inclinación de cabeza y salió de la tienda para cumplir la orden. Scyffo el Rojo, Fénzar y los demás comprendían la necesidad que existía de conseguir más soldados pero eso no significaba que estuviesen de acuerdo. El propio Durkandar se encomendó en silencio a los dioses, rogándoles que protegiesen su ciudad, especialmente a su mujer y su hijo. −Treinta hombres vendrán conmigo. –Añadió el monarca. –Avanzaremos con sigilo hasta dar con el campamento enemigo para averiguar cómo de poderoso es el ejército karsiano y evitar sorpresas. Los demás permaneceréis aquí y os mantendréis vigilantes. El rey abandonó la tienda ante la asombrada mirada de sus hombres. Estaba decaído y no se debía a la herida que había recibido en su brazo izquierdo y que ya había sido atendida convenientemente. Se le podía leer en el rostro lo que los comandantes se negaban a creer: que los karsianos se habían hecho con un poder sobrehumano y eso les dejaba a ellos, los valerosos Espadas de Oro del reino de Tarsesh, en una posición muy poco ventajosa. Creer que aquellas tres bestias con las que se habían topado serían las únicas con las que Karsia contaría, era muy ingenuo. Lo único que Durkandar esperaba era que aquellas bestias de Krôm fuesen la única sorpresa con la que las tropas de Karsia contaban.


Galaad, Gullinorn y Fénzar se encontraban entre los treinta hombres que acompañaban a Durkandar en su avanzadilla hacia el campamento enemigo. Ocasith había quedado al mando del resto del campamento. Durante siete días Durkandar y sus hombres avanzaron con precaución, vigilando que cada paso que daban fuese lo más sigiloso posible, sin romper ramas caídas ni pisar hojas si podían evitarlo. Caminaron entre los robustos álamos con ojos atentos, sabiendo que podían toparse con el enemigo en cualquier momento. Las noches eran frías. Dormían al raso, turnándose cada cuatro horas para montar guardia y no encendían ningún fuego que pudiese revelar su situación. Huían de los claros del bosque y buscaban lugares poblados de árboles donde pudieran permanecer escondidos sin dificultad. Cierta tarde, cuando estaba ya oscureciendo y mientras aún se encontraban tratando de elegir un lugar adecuado para pasar aquella noche, descubrieron una docena de luces brillantes luces sobre las ramas de los árboles. Azules, moradas, anaranjadas, verdes, rojizas. Luces que se movían sobre las ramas con movimientos lentos, elegantes, que parecían estar observándoles a ellos. Tras el resplandor luminoso se percibía con dificultad la silueta de hombres y mujeres jóvenes, todos ellos hermosos. Era algo excepcional. −Ekhanys. –Dijo Fénzar al contemplarlos. Pero nadie más añadió nada. Aquel espectáculo de luces danzarinas sobre sus cabezas era demasiado bello para estropearlo. Igualmente, aquellos luminosos seres de apariencia humana parecían igual de sorprendidos con la presencia de aquellos seres fuertes, vestidos con corazas, que habían irrumpido en sus bosques. Aquella noche, sobre las cabezas de Los Espadas de Oro brillaron algo más que las estrellas del cielo y, a la mañana siguiente, los ekhanys aún seguían por allí. Durante dos días más, los hombres de Tarsesh continuaron viéndolos y el número de aquellas hermosas criaturas pareció ir en aumento. Debían de haberse acercado al lugar que los ekhanys tenían por hogar. −Me preocupan estas criaturas. –Dijo uno de los hombres aquella noche al comandante Fénzar y al rey Durkandar, sus compañeros de turno de guardia. −No hay nada que temer. –Respondió Fénzar. –Los ekhanys son seres pacíficos, no conozco ninguna historia que hable de un ekhany peleando contra algún otro ser vivo. −Sí, pero se nos acercan demasiado y brillan. ¿No atraerán la atención de los karsianos, si andan merodeando por aquí cerca? Durkandar ya había contemplado aquella posibilidad y se había percatado de que no era el único de aquella avanzadilla que sospechaba que esos curiosos y resplandecientes


seres podían atraer al enemigo sin proponérselo. Pero, ¿qué podía hacer? Los ekhanys no les habían atacado, y si bien era cierto que no se conocían historias de guerra entre ekhanys, tampoco se conocía a ciencia cierta de lo que eran capaces. ¿Y si al tratar de quitárselos de encima desencadenaban la furia de increíbles criaturas feéricas? Durkandar ya había combatido contra seres fantásticos hacía apenas unos días, no quería tener que volver a hacerlo. Cuando el sol ascendió, el rey llevaba ya varias horas dormido tras recibir el relevo de uno de sus compañeros. Galaad le movió ligeramente el hombro para hacerle despertar con suavidad, mientras susurraba: −Majestad. Cuando el rey abrió los ojos se encontró a aquel valeroso soldado acuclillado a su lado, con el dedo índice sobre sus labios haciendo el gesto de guardar silencio. Un rápido vistazo al resto de los hombres le permitió descubrir que los que ya estaban despiertos se hallaban en posición de alerta y despertaban a sus compañeros aún dormidos con gran sigilo. −¿Qué ocurre? –Preguntó Durkandar en un susurro. −Los karsianos. –Le respondió Galaad señalando con la cabeza. El monarca se enderezó con gran cuidado, tratando de hacer el menor ruido posible. Agachado, avanzó hasta detrás de un ancho álamo, en la dirección que Galaad le indicaba. Desde allí pudo ver a varios metros a un grupo de soldados karsianos que avanzaban con igual cautela. Eran numerosos, tal vez cincuenta hombres, todos armados con sables y escudos. Una decena de ellos llevaban arcos y flechas, y otra decena sujetaba largas lanzas de casi dos metros de largo. Los Espadas de Oro se fueron agrupando en líneas detrás de su rey, los comandantes se colocaron a sus lados. −¿Atacamos, señor? –Preguntó Gullinorn. −Aún no. –Respondió Durkandar sin desviar los ojos de sus presas. –Podemos seguirles. Tal vez nos lleven hacia su campamento. Obedeciendo las órdenes de su rey, los treinta taseshios avanzaron despacio, afianzando cada paso, sujetando sus armas. Se hallaban a solo quince o veinte metros de sus enemigos. Una espesa capa de árboles les separaba y les ayudaba a permanecer ocultos pero aun así sus respiraciones eran entrecortadas, los latidos de sus corazones intensos, sus almas estaban inquietas, nerviosas. La batalla se podía desatar en cualquier momento. Durante varias horas caminaron en completo silencio. La primera fila de hombres contemplaba a los enemigos allí, delante de ellos. El resto de la avanzadilla tan solo podía ver las espaldas de los compañeros que tenían delante. Oían las voces de los


hombres de Karsia hablando en su propia lengua, bromeando sobre mujeres, riendo. Los tarseshios se detuvieron cuando sus oponentes se tomaron una pausa para comer. Desde detrás de los árboles, Durkandar y sus hombres observaron inmutables como los karsianos saboreaban cada bocado de los panes y los quesos que portaban consigo. Ellos aguantaron de pie, en silencio, sin comer nada. Después, los karsianos reanudaron la marcha y los tarseshios continuaron su seguimiento hasta la noche. Cuando la oscuridad se apoderó del cielo, las tropas karsianas se detuvieron en un claro del bosque. Levantaron unas pocas tiendas que varios hombres tendrían que compartir, y encendieron un fuego ante la furtiva mirada de Durkandar y sus hombres. Finalmente, los karsianos cenaron y se fueron a dormir, dejando a cinco o seis hombres como centinelas. Fue entonces cuando los comandantes tarseshios se acercaron por fin al rey para decidir qué harían. −Estamos dando la vuelta. –Dijo Galaad. −Cierto. No están regresando a su campamento, sino explorando el terreno. Nos buscan. –Añadió Gullinorn. −¿Qué vamos a hacer? −Esperemos. –Respondió Durkandar con firmeza. –Dentro de tres horas, cuando sea el cambio del primer turno, atacaremos. Era sin duda el momento idóneo para tender la emboscada. Tras esas primeras tres horas, el grueso del grupo estaría ya profundamente dormido, los centinelas relevados estarían bastante cansados y relajados como para no ser grandes contrincantes, y los guardias del segundo turno estarían recién despertados con apenas tres horas de descanso sobre sus espaldas, no opondrían gran resistencia. Los Espadas de Oro llevaban todo el día caminando en silencio sin haber probado bocado y ahora les tocaba aguantar firmes en sus posiciones, sin moverse, durante tres largas horas. Estaban agotados y con los pies adoloridos, pero aguantar era vital. Por fin llegó el momento en que los centinelas que vigilaban durante el primer turo despertaron a sus compañeros que les darían el relevo. Los primeros entraron en las tiendas para dormir mientras que los otros se desperezaban estirando los brazos y bostezando. Los tarseshios esperaron la orden de su líder. −Aguantad. –Susurró. Y continuaron esperando varios minutos más, los justos para que el movimiento en el campamento karsiano cesase, pero no los bastantes como para que los nuevos guardias se despertasen del todo. −Arqueros. –Llamó Durkandar con la voz baja. –Eliminad a los centinelas. Apuntad a sus gargantas.


Cuatro arqueros tarseshios dispararon sendas flechas en completo silencio, alcanzando a sus enemigos en el cuello, matándoles casi en el acto, sin darles tiempo a gritar. Los karianos cayeron al suelo a plomo, sin emitir ningún sonido más. Durkandar hizo un gesto con su mano, lanzando su brazo hacia adelante, y los tarseshios comenzaron a avanzar silenciosamente. Al alcanzar el pequeño campamento karsiano se dividieron en pequeños grupos que rodearon las tiendas. En ese instante, el rey de Tarsesh clamó con gran fuerza y sus hombres aunaron sus voces también mientras se lanzaban al ataque. Con las espadas en las manos, cortaron las telas de la tienda y entraron en estampida lanzando estocadas a diestro y siniestro sobre los karsianos que cayeron muertos sin mostrar resistencia. Solo los últimos de los karsianos que quedaban vivos tuvieron ocasión de alcanzarse las armas para tratar de defenderse, pero fueron superados en número y abatidos rápidamente. La batalla fue rápida y furiosa. No hubo clemencia. Matar a un hombre dormido no era la cosa que más les gustaba a Galaad y sus compañeros, pero decididamente era mejor que morir a manos del enemigo. En la guerra lo mejor era salvar cuantos más obstáculos mejor y acabar con un enemigo desprotegido era la mejor de las opciones. Cuando todo parecía haber acabado, los tarseshios derribaron las tiendas y fueron acuchillando los cuerpos de los enemigos caídos, para asegurarse de que todos estaban muertos. Durkandar no había perdido a ninguno de sus hombres en esa ocasión y ahora estaba bastante convencido de que no debía de haber más karsianos cerca, de modo que esa noche podrían cenar y descansar bien, aprovechando el fuego y las provisiones del campamento enemigo. Desde lo alto de los álamos, dos mujeres ekhanys habían contemplado toda aquella escena, con una mezcla de repugnancia y curiosidad, sin entender por qué aquellos hombres, en apariencia todos iguales, se habían quitado la vida unos a otros. −Por favor, Akana, vámonos. –Dijo una de ellas a la otra. −No te preocupes, Deraïs, no quieren nada con nosotras. –Respondió la llamada Akana. −¿Por qué estás tan interesada en esos humanos? Son peligrosos, han derramado la sangre de sus congéneres. −Sí. Pero entre ellos está él. La ekhany llamada Akana permaneció quieta sobre la rama del árbol. No sentía miedo. Sus ojos estaban fijos, como los de un halcón sobre su presa. Su compañera, Deraïs, sentía miedo. No entendía la obsesión que Akana tenía con aquel hombre al que llevaban días y noches siguiendo. El hombre al que sus compañeros llamaban Galaad.


A la mañana siguiente Durkandar y sus hombres reanudaron la marcha en búsqueda del campamento enemigo. Decidieron desandar todo el camino que habían hecho el día anterior hasta el punto donde habían descubierto a los karsianos. Desde allí trataron de encontrar el rastro que sus enemigos habían ido dejando. Fue difícil pero lograron dar con él y comenzaron a seguirlo. Durante dos días más caminaron. En sigilo, sin pausa, atentos a todos. Continuaron viendo a curiosos ekhanys que les observaban desde las alturas, pero en ningún momento repararon en que había dos hembras que prácticamente iban siguiéndoles. Al final de la tercera mañana desde su encontronazo con los karsianos alcanzaron la playa y allí, sin llegar a salir de la maleza, descubrieron el gran campamento enemigo. Ocultos tras la última línea de álamos observaron como la hierba y los arbustos iban menguando delante de ellos hasta que la tierra se volvía arena, y más allá de la orilla comenzaba el agua del mar. La playa era kilométrica y se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El campamento karsiano debía de contar con unos quinientos hombres: soldados de infantería, arqueros, lanceros, jinetes. Habían traído caballos y carros de combate con hoces en los radios de sus ruedas. Las tiendas estaban organizadas en cinco centurias que a su vez se dividían en cuatro grupos de cuatro, cada uno con veinticinco hombres. En medio del campamento, una tienda se alzaba con gran majestuosidad sobre todas las demás y allí numerosos esclavos y hermosas concubinas atendían las necesidades físicas y carnales de Mar’Uth, el príncipe primogénito de Karsia, el hombre que comandaba aquellas tropas. Los tarseshios le reconocieron de inmediato. Era un hombre alto, de gran atractivo y voz poderosa, como un trueno. Su cabello negro se unía a su barba y caía largo hasta los hombros. Lo llevaba atado en siete trenzas. Sus ojos eran del color de la miel. Era un hombre presumido y altivo que ambicionaba el trono de su padre. Lo que Durkandar sospechó fue que el príncipe tal vez estuviese tratando de conseguir su propio reino al conquistar Tarsesh. Pero lo que Los Espadas de Oro descubrieron con el más grande pesar fue el hecho de que los karsianos contasen con más de dos docenas de aquellos terribles animales que habían causado estragos en su primer combate. Las bestias de Krôm. −Es hora de que regresemos a nuestro puesto. –Le dijo Durkandara sus hombres. – Esperemos a los refuerzos y roguemos a los dioses para que seamos suficientes como para hacer frente a ese bastardo de Mar’Uth. El retorno al campamento fue más rápido que la ida. Al llegar, el rey y sus hombres se encontraron con la grata sorpresa de que las tropas de refuerzo ya habían llegado: trescientos Espadas de Oro entre los que se encontraban hombres veteranos y novatos, como Karuk Fa, que saludó efusivamente a Gullinorn Mulhonin cuando éste le vio. También relataron su encuentro con un primer destacamento de cincuenta karsianos y


los extraños y maravillosos ekhanys que habían contemplado en las profundidades del bosque. El silencio se apoderó de todos los hombres una vez que Durkandar relató lo que habían visto en el campamento enemigo que se alzaba en la playa, especialmente cuando habló sobre las numerosas bestias de Krôm. La reunión con los principales comandantes no se hizo esperar. Durkandar convocó de inmediato a sus hombres de más confianza y mayor rango y entraron al interior de la tienda. −El campamento se halla a algo más de una semana de distancia, justo en la orilla del mar. –Comenzó hablando Durkandar. –Son quizá unos pocos hombres más que nosotros pero su verdadera ventaja estriba en los terribles animales que tienen bajo su control. −¿De verdad son las míticas bestias de Krôm? –Preguntó uno de los comandantes que habían llegado con los refuerzos. −¡Por supuesto que no! –Exclamó un incrédulo Ocasith. – ¡Eso no son más que tonterías! ¡Cuentos de viejas! −¿Cuentos de viejas? –Inquirió Gullinorn. – ¡Eran bien reales cuando las combatimos! ¿Qué otra cosa pueden ser sino las bestias de Krôm? −¡Silencio! –Gritó el rey antes de que comenzara una discusión sobre la verdadera razón de ser de aquellas bestias. − ¡No importa cómo se llamen! ¡Lo único que importa es cómo vamos a matarlas! −Un enfrentamiento cara a cara con ellas es imposible. –Recalcó Galaad. –Tal vez si contásemos con catapultas o algún otro tipo de artillería pesada… −Tendríamos que construirlas y eso nos llevaría demasiado tiempo. –Dijo Fénzar negando con la cabeza. –Por no mencionar que arrastrarlas entre los malditos árboles sería prácticamente imposible. Habría que talarlos. −No podemos contar con ningún artilugio ahora mismo. –Admitió el rey. –Solo contamos con lo que ya tenemos. −En estas circunstancias, un ataque sorpresa parece lo más lógico. –Se aventuró a decir Ocasith. –Un ataque rápido con proyectiles, disparando a las bestias a los ojos, y causando el mayor número de bajas posibles entre las tropas karsianas antes de retirarnos con velocidad para volver a atacar días más tarde. −Guerra mediante emboscadas. –Dijo Gullinorn como si tratara de recordar un nombre apropiado para ese método de batallar. −Si algo sale mal, −dijo Durkandar, −es probable que muramos todos nosotros. Y no habría nada que detuviera el avance de Karsia hacia Tarsesh.


Fuera de la tienda, las tropas se preparaban para cenar con la última luz de la tarde. −Te veo muy contento. –Dijo Jantar a su compañero Karuk mientras se llevaba un pedazo de carne asada a la boca. El joven asintió con la cabeza mientras masticaba y tragaba con voracidad. −Sí. Este es el lugar donde tenemos que estar. –Dijo Karuk. –En primera línea de la batalla, no cuidando la ciudad como si fuésemos meras niñeras. −Pero esto es diferente. –Dijo otro de los jóvenes que cenaban juntos en el mismo corro. –Esto es la guerra. No es como patrullar por la ciudad montados a caballo. Cuando entremos en combate muchos de los que están aquí con nosotros morirán. Karuk no respondió. Pensó en su madre, en cuánto se había disgustado cuando finalmente llego el mensajero a la ciudad reclamando más tropas de auxilio. Su propio padre y sus dos hermanos mayores habían perecido en situaciones similares. Su gran amigo Obelyn Poltark había salido una mañana de su casa para encontrar la muerte por el camino. Tal vez esa fuese la última noche para Karuk. ¿Sería valeroso cuando llegase el momento de morir?

A la mañana siguiente, el campamento tarseshio se puso en camino rumbo al mar, no se detendrían hasta alcanzar a sus enemigos. Pensaron que serían siete días de inagotable marcha, pero no llegaron a cinco. Justo cuando habían recorrido la mitad del camino, los hombres que iban a la vanguardia tocaron las trompetas de alarma. −¿Qué demonios sucede? –Exclamó Ocasith. −¡Nos atacan! ¡Los karsianos están delante de nosotros! –Gritó uno de los soldados en respuesta. −¡Todos preparados para el combate! –Ordenó Durkandar. −¡Arqueros! De pronto, las tropas karsianas irrumpieron entre los árboles justamente delante de ellos. Los arqueros tarseshios dispararon una ráfaga de flechas que derribó a varios soldados enemigos. Espadachines de ambos bandos desenvainaron sus armas y lanzaban potentes golpes. Quienes no podían pararlos con sus respectivos escudos recibían violentos cortes en el torso, rostro o extremidades. Muchos resultaron heridos en el primer choque y muchos más murieron. −¡Fénzar! ¡Dirige las tropas hacia el flanco oeste! –Gritó el rey de Tarsesh.


El comandante sopló con fuerza el silbato que llevaba colgado del cuello para hacerse oír por encima del ruido del combate. Los que eran sus hombres le siguieron hacia el oeste. El flanco de los tarseshios comenzó a rodear a las tropas enemigas que quedaron atrapadas en el interior de un círculo de espadas contra las que pelear. Ocasith dirigía el ataque central y sus hombres se batían con gran fiereza, hiriendo y derribando contrincantes. Durkandar hizo sonar su propio silbato, la señal de que Ocasith debía echarse atrás y dejar paso a las tropas de Scyffo El Rojo. De este modo los soldados de Tarsesh se compenetraban, luchando unos mientras otros, en la retaguardia, podían descansar o sacar de en medio a los heridos. Galaad avanzó espada en mano seguido de Gullinorn Mulhonin y muchos de los recién llegados entre los que estaban Karuk y Jantar. Se abrieron paso entre las filas karsianas dando estocadas sin cesar. La sangre de los enemigos heridos salpicaba la cara de Karuk. Su hombro chocó contra el de un karsiano que se hallaba inmerso en un duelo de espadas contra otro tarseshio. Lanzó un golpe con su espada que atravesó el vientre de un enemigo y le vio caer. Más adelante el que caía era un Espada de Oro. Galaad se movía ágil y veloz, estaba en su elemento, era difícil seguirle. Karuk contempló a su héroe alcanzar a uno de los comandantes karsianos y batirse contra él. Era un hombre habilidoso en el manejo de la espada, pero Galaad Ga’wein lo era más. De pronto, Karuk se dio cuenta de que Jantar ya no estaba a su lado. ¿Le habrían herido? Según caía un enemigo, otro avanzaba hacia él. A sus pies, los cuerpos de ambos bandos comenzaban a acumularse. La lucha estaba muy igualada y el choque entre ambos ejércitos había sido devastador. La victoria estaba al alcance de cualquiera de ellos, sencillamente sería del que más aguantase en pie. Fue entonces cuando, en la lejanía, se pudo oír un rugido temible que iba avanzando hacia los hombres a una velocidad inhumana. En cuestión de segundos, karsianos a lomos de varias bestias de Krôm hicieron su terrible aparición derribando todos los enromes árboles que había a su paso. Trotaron veloces hacia la batalla, guiados por los karsianos que se sentaban sobre sus lomos. El príncipe Mar’Uth cabalgaba sobre una de ellas mientras aferraba una lanza. El heredero del trono de Karsia había descubierto a su principal objetivo en el campo de batalla: el rey Durkandar. Lanzó su jabalina con certera precisión, alcanzando al monarca de Tarsesh en el vientre atravesándolo. −¡Majestad! –Gritó Ocasith corriendo a socorrer a su rey. Durkandar había caído al suelo y no se movía ya. Los soldados karsianos se abalanzaron tratando de rematarle pero Ocasith se plantó frente a ellos, dispuesto a defender a su rey con la vida misma. Y eso hizo. Acuchilló a uno, a otro, a dos más, a cinco, a diez. Cada uno trataba de acabar con el comandante tarseshio y, aunque ninguno lo hubiera logrado en solitario, eran demasiados para que Ocasith saliera


impune. Le alcanzaron en los brazos, en las piernas, un tajo le marcó la cara, otros más le hirieron el torso. Finalmente, Ocasith cayó sobre su rey, como si tratara de dejar su cuerpo a modo de escudo que le protegiera. Las bestias de Krôm avanzaron furiosas, con ímpetu destructivo, sin hacer distinción entre tarseshio o karsiano. Sus garras despedazaron a tantos hombres como pudieron, sus cuerpos irrumpieron en medio del combate aplastando a todos los soldados que hallaron a su paso. El caos fue el que llegó a gobernar. −¡Retirada! –Gritó Fénzar viendo cómo sus hombres caían a decenas. Varios tarseshios habían echado ya a correr, también algunos karsianos se habían retirado, malheridos. De pronto, Galaad sintió una mordedura caliente en el estómago: le habían herido. Un simple soldado karsiano, un joven con la barba aún sin cerrar, le había atacado a traición y le había herido. Había temor en los ojos del soldado, apenas era un crío. Galaad, adolorido, acometió con fuerza, sin piedad. Derribó al joven soldado sin dificultad pero el dolor en la herida comenzaba a aumentar y sangraba mucho. De repente, se sintió desvanecer y a punto estuvo de caer al suelo. −¡Galaad! –Exclamó Gullinorn llegando en socorro de su amigo. −¡Tenemos que salir de aquí! −El… rey…−Musitó Galaad. −No le veo por ninguna parte. Ocasith ha caído y Fénzar ha gritado retirada. –El grandote pelirrojo no dio más explicaciones. Cogió a su amigo por la cintura y se alejaron del campo de batalla como pudieron. Atrás quedaron numerosos soldados muertos de ambos bandos, esparcidos por el suelo junto a sus armas y crecientes charcos de sangre. Las bestias de Krôm rugieron con fuerza. El príncipe karsiano dio un grito de victoria y sus hombres, los que quedaban, se le unieron. Eran los claros vencedores. Pero Mar’Uth no iba a detenerse ahí. Dio la orden de correr en persecución de los tarseshios que habían huido. Debían darles muerte antes de llegar a Tarsesh. Gullinorn, oculto entre los árboles, sostenía el cuerpo herido de su amigo. −¿Qué ha… ocurrido? –Preguntó Galaad. La zona del combate pronto quedó vacía a excepción de los cadáveres. El horror se dibujó en el rostro de Gullinorn antes de responder a su compañero: −Hemos perdido, amigo mío. Tarsesh está condenada. Al oír aquello, Galaad se separó, tambaleándose, para contemplar con sus propios ojos lo que su amigo acababa de decirle.


Era cierto. Cientos de soldados de ambos bandos destrozados. El cuerpo de Ocasith, grueso y musculoso, con su brillante calva sin un solo cabello, caído boca abajo. Algunos de los hombres que le habían acompañado en la avanzadilla que realizaron unos días atrás yacían muertos. ¿Quién era aquel joven que estaba caído de espaldas y sangrando profusamente? Conocía esa cara pero había olvidado su nombre. Era el joven que les acompañó en la travesía que el traidor Virrthan dirigió hacia más allá del confín del Bosque de los Mil Álamos. ¿Cómo se llamaba? No lograba recordarlo. Y el rey… ¿Dónde estaba Durkandar? Con la visión nublándose por el dolor no lograba divisarlo. Tal vez se hubiera salvado. Cayó de rodillas, mareado. Sentía que las tripas se le derramaban fuera del cuerpo. Aquello había sido una carnicería, la escena era espantosa. −Rézale a tus dioses, Gullinorn. –Dijo con un último aliento, lleno de rabia impotente. –Pregúntales por qué nos han abandonado. Gullinorn no contestó. En su lugar se escuchó una voz pétrea procedente de una garganta gris, rocosa. Era el cuerpo de un gigante que surgía de entre los árboles. Era Ukitran, el primero de los hijos de Abikhtan. −Tal vez los dioses no te contesten, Galaad Ga’wein. Pero mis hermanos y yo tenemos un pacto contigo. Y los hijos de Abikhtan siempre cumplimos nuestra palabra.

CONTINUARÁ…




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