Una Casa en España

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Una casa en España POR J. M. COETZEE

A medida que envejece descubre que se vuelve cada vez más rezongón con el lenguaje, con el uso descuidado, con los estándares que caen. Enamorarse, por ejemplo. "Nos enamoramos de la casa", dicen algunos amigos suyos. ¿Cómo es posible enamorarse de una casa si una cosa no puede retribuir el amor, ansia replicar? Una vez que uno empieza a enamorarse de objetos, ¿qué será del verdadero amor, del amor tal como solía ser? Pero a nadie parece importarle. La gente se enamora de los tapices, de los autos antiguos. Le gustaría desestimar esto, este neologismo, esta novedad, pero no puede. ¿Y si le revelara algo, algún cambio de la manera de sentir de la gente? ¿Y si el alma, que él había creído hecha de una sustancia atemporal, no es atemporal después de todo, sino que se encuentra en camino de volverse más leve, menos seria, adaptándose a los tiempos que corren? ¿Y si enamorarse de los objetos ya no es una rareza, porque el alma... es juego de niños, en realidad? ¿Y si la gente que lo rodea de veras siente, con la ayuda de su alma nueva, actualizada, con respecto a las propiedades inmobiliarias, el dolor que él asocia con enamorarse? ¿Y si, aún más, su propio fastidio no expresa lo que él dice que expresa -cierta meticulosidad con el lenguaje- sino por el contrario (y contempla la idea directamente, cara a cara), la envidia de un hombre que se ha vuelto demasiado viejo, demasiado rígido como para enamorarse una vez más? La historia de su propia relación con las propiedades inmobiliarias resulta fácil de contar. A lo largo de su vida ha sido propietario, en serie, de dos casas y un departamento, más, por un tiempo y paralelamente, una cabaña en la playa. En el transcurso de esa historia no puede recordar nada, ni de lejos, que pueda agraciar con el nombre de amor. Una vez que se había desprendido de una casa, perdía toda curiosidad por su destino. Más que eso: no quería volver a verla nunca más. Funcional de principio a fin: así entendía la relación de propiedad. Nada semejante al amor, nada semejante al matrimonio. Piensa en las mujeres de su vida, en particular en sus dos matrimonios. ¿Qué es lo que aún lleva con él, dentro de él, de esas mujeres, de esas esposas? En general, marañas emocionales: arrepentimiento y dolor traspasados por ramalazos de un sentimiento más difícil de identificar que tal vez tiene algo que ver con la vergüenza pero que también puede tener que ver con el deseo aún no extinguido. La cuestión del amor y la propiedad lo preocupa, y tiene buenos motivos. Hace un año compró una propiedad en el extranjero: en España, en Cataluña, en otro continente. La propiedad no es cara en España, al menos no lejos de la costa, en las aldeas en decadencia. Miles de extranjeros, en su mayoría europeos, pero también de otros sitios, han comprado cierta clase de viviendas allí, pieds-á-terre. Y ahora él es uno de ellos.


En su caso, la compra tiene un aspecto práctico. Se gana la vida como escritor, y en este momento y en esta época un escritor puede vivir en cualquier parte, conectado electrónicamente con agentes y editores con igual eficacia desde una pequeña aldea o desde una ciudad. Desde su juventud le ha gustado España, la España del orgullo taciturno y las antiguas formalidades. (¿Acaso ama a España? Al menos el amor a un país, a un pueblo, a un estilo de vida no es una noción novedosa.) Si va a pasar cada vez más de su tiempo en España, tiene sentido contar con un lugar que pueda llamar propio, una casa en la que las sábanas y la vajilla sean familiares y donde no deba limpiar el desorden de otras personas. Por supuesto, no es necesario ser dueño de una propiedad en España para pasar tiempo en España. Se puede trabajar perfectamente en una casa alquilada, incluso en los hoteles. Los hoteles parecen ser la opción cara, pero no cuando se hacen los cálculos, cuando se suman los gastos adicionales. Los hoteles (no puede dejar de pensar en el amor) son como aventuras pasajeras. Uno se va, se separa y eso es todo. Comprar una casa tal vez no tenga sentido en el aspecto económico, pero tiene un sentido más profundo. Él es un cincuentón; si no se encuentra en el tramo final, está doblando la curva que conduce al tramo final. Ya no tiene tiempo para aventuras, para seguir sus caprichos. La casa en Cataluña no es un impulso del momento, un devaneo casual. Por el contrario, es consecuencia de un proceso de decisión eminentemente racional. Si en algo se parece a un matrimonio, es a un matrimonio arreglado, en el que los novios han si-do reunidos por un intermediario, un profesional. Sin embargo, en los matrimonios arreglados a veces el marido y la esposa se enamoran. ¿Es posible que, tarde en la vida, vaya a enamorase de la casa que ha elegido para sí en España? La casa se yergue en una calle corta situada en el borde de la aldea de Bellpuig, dominando campos de girasol y maíz. Tiene una enorme higuera y una parcela de jardín donde podría, si quisiera, cultivar sus propios tomates y arvejas. También tiene una conejera, por si la carne de conejo fuera de su gusto. Si debe creerle al agente inmobiliario, fue construida en el siglo XIII. Por las lecturas que ha hecho sobre las antigüedades de Cataluña, eso no es imposible. Los muros por cierto podrían remontarse a ese siglo: en algunas partes tienen un metro de espesor, para impedir que entre el frío del invierno y conservar el calor del verano, y la piedra tallada se mantiene unida por una argamasa ruinosa que ahora bien podría ser pura arena. En su estructura, la casa siempre será extraña. La puerta de entrada doble se abre a un espacio tan cavernoso que sólo es apto para ser usado como garaje y taller, o si no, como estudio de un artista. En un costado, una escalera conduce, por medio de una puerta trampa, a la zona de vivienda y a la cocina. El diseño sólo tiene sentido cuando uno advierte que el núcleo de la casa solía ser un establo, que las habitaciones estaban construidas arriba y alrededor del establo, para que los seres humanos y el ganado pudieran compartir el calor vital durante las frías noches de montaña. Atrás, la casa está construida en la ladera de una montaña: un desagüe corre bajo el suelo para llevarse el agua de lluvia. En cuanto al techo, las tejas son modernas, con el sello de una ladrillera de Cervera; pero las vigas están tan atacadas por las termitas, tan polvorientas por la putrefacción, que bien podrían


tener siglos. Unas pocas décadas más y todo el techo probablemente se derrumbe. Pero para entonces ya no será problema suyo. El dueño anterior {el marido anterior, como él lo llama mentalmente) era un constructor de Sant Climens, una población a treinta kilómetros de distancia. Él era quien había reparado la casa en su tiempo libre, agrandando las ventanas, revocando los muros, reemplazando los marcos de las puertas, colocando cables nuevos, instalando un baño y un bidé, antes de venderla con un margen de ganancia. Sin duda, ahora se ha trasladado a otra casa, a otro proyecto en alguna otra aldea. Los locales no se han mostrado acogedores. El español que él habla es más bien vacilante y libresco, una variedad que no lo lleva a ningún lado en la zona rural de Cataluña, donde el castellano es una lengua extranjera. Pero está bien. No tiene derecho a esperar que le den la bienvenida. Lo que espera, y lo que recibe, es tolerancia. Ahora, incluso en las aldeas pequeñas, la gente está acostumbrada a que vengan ajenos a instalarse. Los extranjeros han estado comprando propiedades en Francia, en España, en Portugal, desde hace años. Las autoridades españolas no tienen nada en contra. Mientras no ocupen empleos, mientras traigan dinero, hay lugar para los extranjeros. Ocurre lo mismo en su propio país, donde las mejores propiedades de la costa han pasado a manos de extranjeros. A él no le gustan necesariamente esos extranjeros, con sus hábitos de aves de paso, ¿pero qué importan sus gustos y sus disgustos? Sus vecinos catalanes, supone, sienten algo muy parecido hacia él: no necesariamente les gusta; entre ellos es probable que se quejan de él y de los que son como él; los comerciantes lo estafan cuando pueden y se justifican diciendo que los extranjeros tienen demasiado dinero y que de todas maneras son estúpidos. Pero él duda de que vayan tan lejos como para tramar perjudicarlo. Simplemente no hacen nada para hacerlo sentir cómodo, de la misma manera que, cuando él está en su casa, no hace nada para que los alemanes o los ingleses se sientan cómodos. Durante sus primeros meses de residencia se pasó horas cada día trabajando en el exterior. Sacó la puerta del frente, la lijó, la pintó, volvió a colocarla. Hizo lo mismo con los postigos de madera. Aunque le gustaban otros colores, una paleta completamente distinta, siguió el esquema de color uniforme en toda la aldea: un pálido gris-azul, un rojo profundo que aquí llamaban vasco. Desarmó la cerradura de la puerta. El mecanismo era tan primitivo que resultaba ridículo. Un niño podría abrirla. De todas maneras no la reemplazó, simplemente la limpió, la aceitó y volvió a ponerla. En este mundo, se dijo, las cerraduras son simbólicas. Aquí una cerradura sirve como declaración de propiedad, no para impedir un robo, en el caso de que alguien fuera tan antisocial como para desear irrumpir en la casa. Ha comprado la casa, le pertenece, pero sólo en cierto sentido. En otro sentido todavía pertenece a la aldea en la que está arraigada. Bueno, él no tiene ninguna ambición de desprenderla de la aldea, singularizándola. No quiere que sea nada más que lo que es. Al principio su plan era pasar dos estaciones del año aquí. Evitaría los veranos porque eran demasiado calurosos, los inviernos porque eran demasiado fríos. Muchos hombres tienen matrimonios así, se dijo. Los marineros, por ejemplo, se pasan la mitad de la vida en el mar.


Pero a medida que transcurrían los meses, descubrió que le estaba ocurriendo algo. No podía dejar de pensar en la casa. A la noche permanecía despierto, a cinco mil millas de distancia, flotando de un cuarto a otro a través del oscuro y vacío interior. Era como si enviara su alma a través del mar, a través de las montañas, hasta la aldea envuelta en sueño: la enviaba o era llamada. Incluso durante el día tenía visiones de involuntaria y alarmante claridad: la herradura oxidada clavada sobre la puerta trasera; el moho bajo los caños del baño; la mancha, alta sobre la pared del living, donde una araña había sido aplastada con la escoba. Había momentos en los que estaba convencido de que sólo gracias a la fuerza de su concentrada atención la casa se salvaba de la inexistencia. Así que aquí está, en mitad del verano, en Cataluña. En el fresco matutino, se trepa al techo. En cuatro patas, empieza a rascar el musgo que ha crecido entre las tejas. Desde su balcón, dos casas calle abajo, una anciana de negro lo observa. Él espera que lo apruebe. Un extranjero pero un hombre serio: eso es lo que espera que piense la mujer. Planta geranios, rosados y rojos, en macetas de terracota, y los coloca a ambos lados de la puerta del frente, tal como lo hacen sus vecinos. Pequeñas atenciones, las llama. Pequeñas atenciones para la casa, como las atenciones que uno tiene con una mujer. Si esto es un matrimonio, se dice, entonces me estoy casando con una viuda, con una mujer madura, de costumbres arraigadas. Tal como yo no puedo ser un hombre diferente, no debería querer que por mí ella se convierta en una mujer diferente, más joven, más llamativa, más sexy. En cierta medida, con sus tareas está rompiendo un pacto tácito con la aldea. Cuando un ajeno se muda y compra una casa, dice el pacto, debe redituar beneficios a los locales: debe comprarles a los comerciantes locales, darles trabajo a los artesanos locales. Todos los arreglos que está haciendo en la casa corresponden, por derecho propio, a esos artesanos. Pero en este punto no va a ceder. Se ha abocado a algo más que un mero mantenimiento. Es un trabajo íntimo, una tarea que debe hacer con sus propias manos. Con el tiempo, espera, la gente del lugar llegará a entenderlo. La aldea, por supuesto, tiene recuerdos de la casa anteriores a su época, y anteriores a la época del señor Torras, el "multioficio" de Sant Climens. Los aldeanos conocen -o si no la conocen, entonces sus padres y tías y tíos conocían- a la familia que solía vivir aquí, la familia cuyos hijos crecieron aborreciendo las habitaciones oscuras y estrechas, las paredes húmedas, la plomería anticuada, y que en cuanto sus padres murieron se lavaron las manos del lugar, vendiéndolo por nada al señor Torras, quien lo reparó y lo revendió a un extranjero, porque los extranjeros (inexplicablemente) prefieren las casas viejas y están dispuestos a pagar más de lo que valen para convertirse en propietarios de ellas. Cuando uno se casa, le importa profundamente con quién estuvo casada su esposa antes, incluso con quién se acostó antes. Cuando se trata de una casa, se supone que a uno no debe importarle quién lo precedió. Ése es otro punto en el que la analogía entre la propiedad y el matrimonio, las casas y las esposas, supuestamente se interrumpe. Pero no en este caso. Entre estas paredes, hombres y mujeres, generación tras generación, vivieron sus vidas íntimas, hablando y riñendo y haciendo el amor en un idioma que él apenas entiende, según las costumbres que para él son ajenas. No han dejado atrás ningún fantasma, al menos ninguno que él pueda percibir. Pero eso no importa. Él cavila sobre ellos, en


la medida en que uno puede cavilar sobre personas a las que jamás ha visto. Si tu-viera fotografías de ellos, las colgaría en las paredes: adustas parejas vestidas con sus mejores ropas oscuras de domingo, con los hijos agachados a sus pies, humildes como conejos. ¿Por qué? ¿Por qué quiere recordar a personas que jamás conoció? Por una buena razón. Cuando su propio tiempo aquí haya pasado, no quiere ser completamente olvidado. Si la aldea no va a recordarlo (morirá lejos; después de un intervalo decente aparecerá, sin ninguna explicación, un nuevo dueño, una cara nueva, y eso será todo), al menos espera (contra toda esperanza) que en cierto sentido la casa misma guarde algún recuerdo de él. Todo se reduce, por increíble que parezca, a que él quiere tener una relación con esta casa de un país extranjero, una relación humana, por absurda que resulte la idea de una relación humana con la piedra y la argamasa. En nombre de esa relación, con esta casa y su historia y la aldea en general -una aldea que, desde la autopista, parece que hubiera sido concebida por una sola mente y construida por un único par de manos-, a cambio de esa relación está dispuesto a tratar la casa como se trata a una mujer, prestando atención a sus necesidades e incluso a sus caprichos, gastando dinero en ella, calmándola en sus malos momentos, tratándola con bondad. Bondad. Fidelidad. Devoción. Servicio. No amor, todavía no, pero algo por el estilo. Una forma de matrimonio entre un hombre que envejece y una casa que ya no es joven. ©J. H. Coetzee, 2000. Todos los derechos reservados al autor. Publicado originalmente en Architectural Digest, Conde Nast, Octubre de 2000. (Traducción: Mirta Rosenberg)


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