La palabra viva de José Hierro

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Cuadernos de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach

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LapalabravivadeJoséHierro Lorenzo Oliván Presenta: Carmen Bobes Naves


Índice 13. Josefina Martínez Álvarez Índice Directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach 17. Presentación de Lorenzo Oliván por Carmen Bobes Naves Catedrática emérita de Teoría de la Literatura

de la Universidad de Oviedo

Lorenzo Oliván: 12. La palabra viva de José Hierro 37. Mario Díaz Vicerrector de investigación de la Universidad de Oviedo Cuadernos de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach Dirige: Josefina Martínez Álvarez Coordina: M.ª Teresa Cristina García Álvarez Tel.: 985 10 46 32 • josefina@uniovi.es http://emilioalarcosllorach.wordpress.com «La palabra viva de José Hierro» es el título de la conferencia impartida por Lorenzo Oliván en el edificio histórico de la Universidad de Oviedo, el día 27 de noviembre de 2003 a las 20.00 horas, dentro de las actividades organizadas por la Cátedra Emilio Alarcos, en el curso 2003-2004. Cátedra Emilio Alarcos Llorach

Edita: Cátedra Emilio Alarcos Llorach, adscrita al Vicerrectorado de Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo Directora: Josefina Martínez Álvarez Secretario: José Luis García Martín Consejo asesor: Víctor García de la Concha, Humberto López Morales, Ángel González Muñiz, José M.ª Martínez Cachero, Carmen Bobes Naves y Salvador Gutiérrez Ordóñez Edificio Milán. C/ Teniente Alfonso Martínez. 33011 Oviedo

Colabora:

© de esta edición: Cátedra Emilio Alarcos Llorach © de «La palabra viva de José Hierro»: Lorenzo Oliván © de las fotografías: los autores. Luis Montoto (página 2 y 39), Juan Menéndez (pp. 3, 5, 7, 20-21 y 37) y cedidas por La Nueva España (pp. 13 y 29) Diseño: Pandiella y Ocio (Impreso Estudio) Fotomecánica: Principado • Imprime: Gráficas Apel D. L.: As-1.536/05 • ISSN 1699-9754 Cuadernos de la Cátedra Emilo Alarcos Llorach • ISSN 1699-9754 • Número dos


Josefina Martínez Álvarez • Directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach Excelentísimo señor vicerrector de Investigación, doctor Mario Díaz, compañeros de mesa, amigos todos: muchas gracias, querido Mario, por acompañarnos. Mi gratitud es sincera y no un simple gesto protocolario, por cuanto valoro el esfuerzo que supone estar aquí desatendiendo, quizás, otras obligaciones inherentes al cargo. Pero creo que el apoyo de las autoridades universitarias en actos de esta naturaleza es fundamental para seguir trabajando con ilusión en el proyecto en que cada uno se ha embarcado. Reanudamos hoy las actividades de la Cátedra Emilio Alarcos con la amable presencia de Lorenzo Oliván que va a disertar sobre la poesía de José Hierro. Se cierra así el homenaje que a lo largo de este año hemos venido celebrando en memoria del eximio poeta montañés (aunque madrileño de nación), tan cercana su presencia en el recuerdo. Los motivos que lo han inspirado son varios: en primer lugar la excelencia de su poesía, la pasión de Alarcos por su obra y la espesa sombra de una amistad casi semicentenaria que cobijaba a ambos. Porque fue ya en 1952 cuando se conocieron en la provisoria y cenobítica residencia de Monte Corbán (Santander), sede de las primeras actividades de la Universidad Menéndez Pelayo. Recordando aquella época decía

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Emilio: «el poeta y yo congeniamos pronto y entendimos nuestros silencios, el mío habitual y elusivo, el suyo poblado de hilarante alegría contra lo aciago». Y desde entonces se vieron y convivieron en Madrid, y todos los veranos en Santander, compartiendo clases y tertulias —Las Llamas, La Magdalena—, reuniones en la librería Sur de Manolo Arce, «pasedos por la bahída para ver las grudas y los horizontes de Peña Cabarga», o pasaban de Sur al Riojano y muchas tardes en el minifundio de Hierro y Lines, allá por Liencres estando y tomando: eran días de vino y rosas. Alarcos conocía muy bien esa dualidad unitaria y consútil de poesía y vida de Pepe Hierro. A los que les sorprendía ese transcurrir jocundo del poeta por la vida, Alarcos les replicaba que Hierro era el poeta de las misteriosas palabras «que dicen aquello que ocultan, callan aquello que pregonan». La sintonía que había entre ambos era profunda como lo era también la admiración que se profesaban. En el homenaje que la Menéndez Pelayo dedicó al Profesor Alarcos en setiembre del 98, año de «lo fatal», Hierro estuvo presente y habló de ese extraño y gran sentimiento que les unía y lloró, lloró en público, sin pudor, aquel hombre recio, curtido en las adversidades de una vida a contrapelo.Y terminaba con un poema y unas hermosas palabras introductorias: [...] Nunca me atreví a leerle un poema; ahora voy a leerlo —lo escuchará seguramente— un poema de un libro reciente. Está inspirado en el Rey Lear, y en él aparece Cordelia, aquella tímida que nunca supo decirle que le amaba...

Y como la desmemoria no tiene acomodo en el espíritu de la Cátedra era justo y necesario este testimonio de amor compartido. Sucesivamente han intervenido en este homenaje poetas de la talla de M.ª Victoria Atencia, Ángel González, Jon Juaristi, Luis García Montero y José Luis García Martín. Nadie más autorizado para clausurar este ciclo que nuestro joven y ya reconocido poeta, estudioso a tiempo completo de la vida y obra de Hierro, crítico sutil y riguroso, abrevado en la mejor tradición literaria española y europea: San Juan de la Cruz, Quevedo, los poetas del 27, con incursiones en los poetas del 50... y Shelley, Keats, Hölderling o Borges. Oliván hace del poema un espejo del misterio inefable de la realidad que va del hombre a las cosas y de las cosas al hombre, una especie de revelación en la que se transparenta lo que no es perceptible y sólo la imaginación y la intuición alcanzan a ver y crear en el texto poético. Poeta de temas eternos y recursos estilísticos en la línea 4

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Lorenzo Oliván; Mario Díaz, vicerrector de Investigación de la Universidad de Oviedo; Josefina Martínez, directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach y María del Carmen Bobes, catedrática emérita de Teoría de Literatura de la Universidad de Oviedo, en un momento de la presentación del acto.

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de los creacionistas —como la imagen y el ritmo—, que venera la poesía pura juanramoniana y la imaginería audaz de la greguería de Ramón Gómez de la Serna. En alguno de sus aforismos, extraordinarios, hay ecos del propio Pepe Hierro y no nos sorprende porque Oliván ha sabido escarbar con maestría en los surcos profundos de su obra poética: «La vida es un cuento atípico en el que su final no da sentido a todo lo anterior, sino que hace que todo lo anterior no tenga ningún sentido». Sin duda la palabra viva de Hierro volverá a sonar en la vetusta austeridad de esta Aula Magna, acrecida y ensoñada por nuestro poeta y crítico. Muchas gracias, querido Oliván, por aceptar de grado nuestra invitación, a sabiendas de que violábamos el retiro que te has impuesto por tus obligaciones. Quiero resaltar que el poeta que hoy nos habla hizo sus primeros balbuceos literarios cuando todavía era estudiante de esta Universidad —algo habrán tenido que ver en ello sus maestros— y que a pesar de su clamorosa juventud —nació en el año 1968— ya ha sido distinguido con importantes premios de poesía y su obra figura en las antologías más prestigiosas y comentadas, sin olvidar su labor crítica brillante y atinada. De todo ello nos hablará con mayor fundamento que yo la doctora Carmen Bobes, a quien él reconoce como maestra y que por ser de casa no necesitaría presentación. Es catedrática emérita de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de esta Universidad. Sus libros son referencia obligada para todos los estudiantes de Teoría de la Literatura, con aportaciones fundamentales en el campo de la Semiología, abordando en sus investigaciones todos los géneros literarios, lírica, narrativa, teatro... Me gustaría subrayar algo que, aun siendo objetivo, pertenece también al mundo de los sentimientos. Carmen forma parte de Consejo Asesor de la Cátedra Emilio Alarcos y ejerce como tal, pero desde el cariño y la generosidad. Siempre he contado con su apoyo y colaboración incondicionales. Gracias, Carmen, por estar ahí, siempre dispuesta y amiga. Una última reflexión. Compartimos mesa en este momento tres generaciones de nuestra Universidad, todos filólogos, alumnos y discípulos del profesor Alarcos —algunos ya maestros de maestros—, tres eslabones sucesivos en la cadena infinita, preocupados por los mismos intereses y aficiones: adquirir saberes y transmitirlos. Ciertamente, de él, del profesor Alarcos puede decirse que no «sembró avena loca» en arenal.

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Carmen Bobes Naves Catedrática emérita de Teoría de la Literatura de la Universidad de Oviedo

Presentación de Lorenzo Oliván Presentamos al poeta Lorenzo Oliván, y es un placer. Decir esto, que en una presentación puede ser un tópico, por lo repetido, es cierto en este caso: es un verdadero placer de esos que, como dice Dante, intender non lo può chi non lo prova. Pocas situaciones pueden resultar tan emotivas para un profesor como ver que un alumno encuentra su sitio entre los buenos de la investigación, entre los excelentes de la interpretación, y, sobre todo, entre los grandes de la creación literaria. Porque Lorenzo Oliván, vecino nuestro de Cantabria, nació en Castro Urdiales (1968); estudió Filología en nuestra Universidad, y fue alumno de la Cátedra de Teoría Literaria allá por los últimos años ochenta y primeros de los noventa, en varios cursos de la licenciatura y en doctorado, y hoy es un buen investigador, un excelente traductor y un gran poeta. Una mañana, cuando todavía estábamos en Feijoo, quizá el año 1988 o 1989, Oliván fue a verme con un mazo de folios en la mano; no era entonces alumno mío, sino del profesor Núñez Ramos, buen catador de poetas, y me pidió que leyese aquellos folios; cuando volvió, le pregunté, un tanto intrigada: ¿y por qué le interesa a usted saber si me gusta o no Ramón Gómez de la Serna? Porque lo que traían los folios eran greguerías.Y la sorpresa: «No son de Ramón, las he escrito yo». El estilo de Ramón había pasado sin menoscabo a la visión de aquel joven alumno de Filología, de apenas 20 años. Me jubilo y siempre mantengo alerta la sorpresa ante algunos estudiantes. En 1988 recogió aquellas y otras greguerías en Cuatro trazos (Oviedo, Biblioteca Oliver). La primera parte, la tituló «Obertura», y como no podía ser de otro modo, la dedicó a Ramón Gómez de la Serna. Son greguerías de tema musical: «El flautista no sabe cómo disimular que se le ha agujereado el instrumento», «La gaita son tres flautas metidas deprisa y corriendo en una bolsa», y así siguen limpias, regocijadas, ingeniosas, sugerentes, las frases que son observación de hechos para explicarlos con imaginación en paralelismos, concordancias, semejanzas, a través de una mirada nueva e iluminadora del ser. Los otros apartados del libro, «Miradores», «Bestiario» y Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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«Mosaico», siguen el mismo tono que, en la contraportada final —y aunque no van firmadas,— queda definido por las certeras palabras de J. L. García Martín, «Lirismo, humor, sorprendente capacidad imaginativa y don de síntesis son los rasgos que caracterizan la brillante caligrafía de un poeta que con sólo cuatro trazos consigue crear ante los ojos asombrados del lector la imagen de un mundo a la vez cotidiano e insólito». Esta visión que fracciona la experiencia de un observador de ánimo bien dispuesto y atento, entre 1987 y 1993, vuelve a recogerse en un nuevo libro, La eterna novedad del mundo (Granada, 1993, Comares, colección La Veleta, 19), que lleva un «Envoltorio» de A.Trapiello que le hace de prólogo y califica las greguerías de regalo, de sorpresa, humorísticas, puras, líricas, agudas, adolescentes… Como cabecera y lema, una frase de Shelley: «La imaginación es capaz de hacernos crear lo que vemos», y unos versos de Alberto Caeiro: «me siento nacido a cada instante / a la eterna novedad del mundo». Pero se quedan cortos los dos lemas, porque hay que añadir que La eterna novedad del mundo es capaz de hacernos creer lo que dice. Las distintas partes del libro llevan títulos que precisan su contenido en correspondencias sistemáticas y ordenadas, como quieren ver el mundo los jóvenes para tocar la seguridad: «Primeros planos», «Instantáneas», «Puntos suspensivos», «Telón de fondo», y nos sugieren que: «El viento le inspira a la espiga reflexiones que ella anota.» «Las ardillas comen como tocando la armónica.» «Algunas fuentes públicas quieren ser obeliscos.» «Busca el otoño hojas para encender fuego en invierno.» «En la pequeña plaza del tambor dos palillos bailan jotas.» «La metáfora es como una mina en el campo de palabras en que se sitúa. Quien intente abordarla al pie de la letra puede que explote, en cambio, quien profundice en ella se hará de oro.» «¿Se pondrá triste la lluvia al verme tras los cristales?» Y así, la palabra del poeta, en greguerías, aforismos, sentencias, rápidos haikus… descubre visiones que nos muestran una realidad divertida, nueva, que trasciende lo inmediato para buscar semejanzas, que probablemente a la mayoría nos pasan desapercibidas. Oliván quiere recoger el mundo que va descubriendo, el mundo nuevo, que es su visión del mundo, y que, por tanto, es su creación añadida a lo que encuentra hecho, y que así no se desvanecerá en la memoria común. El empeño de conservar la novedad del mundo no se limita a las greguerías, es también el subtexto de los primeros poemas que van apareciendo en cuadernos y libros: Entorno tuyo (1988), Por el mar de las calles (1994), Único Norte 1989-1993 publicado en Valencia, en la colección Pre-textos, 1995, con 8

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sus tres apartados, «Desórdenes de la memoria», «Por el mar de las calles», y el que da título al libro, «Único Norte». Episodios de la vida cotidiana de la infancia y de la adolescencia, la pesca en «Viejos lobos de mar», el robo de fruta en «Épica de una edad», la visión figurativa de un roble, etcétera, mantienen el tono de las primeras greguerías, que Trapiello calificó de adolescente, y empiezan a codearse con el sentimiento trágico del paso del tiempo en el soneto, descompensado en el título, «Esos días azules», y perfecto en su forma, en su nostalgia y en su oposición binaria pasado-presente, y también se codean con el presentimiento ya adulto de identificación con la naturaleza y el ansia de eternidad en un tiempo fijado, en uno de los poemas más bellos: «Invierno del ochenta y nueve» ante el lago Enol: Dame tu soledad tallada en roca, al hondo abrigo de las altas cumbres.Y esa nieve febril que frota, hasta borrarlas, las huellas que descienden hacia el valle. Dame la intensidad De tu silencio, y el espejo en que sabes condensarlo para observarte en él tú, transparente. Dame, en fin, Sobre todo, Tu innata eternidad. Como la de los astros. Plateada.

El poeta sigue su vida, que ya no se limita a descubrir con regocijo el mundo y a hacer comparaciones con palabras, empieza sentir que la vida no se detiene en la observación, y obliga a reflexionar sobre el valor de lo que se ve y lo que se vio, de lo que ahora se muestra y lo que el pasado no tan lejano dejaba ver. La soledad, el silencio, la nieve que cubre lo diario, todo lo que da eternidad a la naturaleza, al lago, a los astros, y que para el hombre es pura imaginación, se convierte en motivos del poema, no tan risueño, no tan adolescente, no tan sorprendido en el ser inmediato e inédito del mundo. Después, Visiones y revisiones, con 55 poemas, fue Premio Luis Cernuda, del Ayuntamiento de Sevilla, en su xiv convocatoria, de 1995. Esta vez el lema está tomado de Rilke, y pasa del crear al creer, del exterior al interior: «La felicidad más visible / tan sólo se nos da a conocer cuando la transformamos en el interior. /En ningún sitio, oh amada, habrá mundo, sino en el interior. Nuestra / vida se agota en transformación. Y, Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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siempre más reducido, / lo exterior se desvanece». El ánimo del poeta no se orienta a descubrir el mundo: las cosas que se le mostraban en su ser empírico son motivo de reflexión frente al mundo del hombre que pasa y se evapora con nostalgia en el recuerdo, porque el sonido se hace eco y el eco se prolonga en un eco más distante. En 1999 se edita en Valencia, también en la colección Pre-textos, El mundo hecho pedazos. El poeta vuelve a la greguería, pero el tono sentencioso y reflexivo ha sustituido al mero asombro ante las cosas. El desengaño y un mirar siniestro sustituyen a aquel mirar paradisíaco de Cuatro trazos, sobre todo en el último apartado, «Las horas muertas». Las cosas ya no se parecen entre sí, no descubren analogías y paralelismos, ahora son lo que eran, pero se interpone una visión que suma la unamuniana (la vida como un sueño del creador) y la quevedesca (las cosas como signos e imagen de la muerte), que procede del interior del poeta: «Pensar en la muerte cada vez me hiela más la sangre.Y el pelo». «Mi pensamiento es niebla en la que me pierdo y por la que avanzo con miedo a toparme, de repente y sin saber cómo, conmigo mismo», y que acerca a la palabra clave del epígrafe final, la muerte: «¿Y si el sueño eterno consiste sólo en soñar eternamente que uno ha muerto; si nuestro cadáver, para dejar de serlo, sólo necesita convencerse de que está teniendo una simple pesadilla?». El último de los libros, hasta ahora, Puntos de fuga (colección Visor de Poesía, Madrid, 2001) fue XIII Premio de Poesía de la Fundación Loewe. Un jurado de grandes nombres (Bousoño, Brines, Villena, Colinas, Rojas, Siles y Cabrera) reconocieron la belleza y la profundidad, el recio sentimiento y el lirismo de los versos de Oliván. Como siempre, el poeta elige un lema que resume el estado de ánimo desde el que se han escrito los versos, un estado de ánimo inquietante, que va, como a un refugio, hacia la comunión con la humanidad; esta vez es de Montale: «El pájaro cogido en la pared no sabe si es él o uno de sus excesivos dobles». El poeta cree que éste es su mejor libro, y así lo creen siempre de su último libro todos los autores. Son los versos escritos durante los últimos cuatro años del siglo xx. Se divide en cuatro partes, cada una con su propio título, como en los libros anteriores: «El bosque de papel», «Teseo en el laberinto», «Tren en mitad de la noche» y «Puntos de fuga», que da título al libro. Hay ecos de Guillén en «Teseo en el laberinto» y en «Plaza medieval», del segundo libro; hay ecos de Aleixandre en «Cetro», también del segundo libro. Hay poemas bellos y profundos, inquietos en sus encabalgamientos e inquietantes en su semántica, como el soneto «El bosque de papel»: 10

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Al blanco bosque del poema llega tras buscarse entre negras sombras, cada vez que el oscuro perro de la nada le ladra su vacío, o si se entrega a sus más turbias obsesiones. Ciega niebla se encuentra aquí. Con torpe espada quiere adentrarse entre la enmarañada telaraña de luz en que se anega. Olvidadas las sombras, su mirar se acostumbra a esa luz: desde su centro bosque y niebla le muestran otro lado. Avanza en ellos como por un mar que le arrastra. ¿Quién viene a su encuentro? Él mismo, frente a sí desconcertado.

El poeta adolescente se está curtiendo en los soplos de la vida y llega a descubrir que sus primeros paisajes risueños envuelven otra realidad, que puede ser la nada, y así lo testifican los últimos versos del último poema, «Ciudad de nadie»: Dentro de la ciudad, otra ciudad Y dentro de ella, ¿quién? Tan solo el tiempo, Señor de nada en la ciudad de nadie.

Espero que ese pesimismo, que es frecuente en el poeta joven, se reconduzca por nuevos caminos en los libros que aún guarda Lorenzo Oliván en la manga de su inspiración de poeta. Por de pronto sus poemas están presentes en las mejores antologías y selecciones de poesía: Selección nacional. Última poesía española, de J. L. García Martín; Poesía española de ahora, de Joaquim Manuel Magalhaes. Además desarrolla L. Oliván otras actividades que podemos llamar parapoéticas; codirigió Reloj de arena y codirige Ultramar; ha traducido-recreado una amplia muestra de la poesía de Keats que publicó bajo el título Belleza y Verdad, en Valencia (colección Pre-textos, 1998)… Nada digo de su faceta de investigador y estudioso porque sus reflexiones sobre la palabra viva de José Hierro van a decírnoslo directamente.Vamos a tener el raro privilegio de oír a un gran poeta leyendo a otro gran poeta.

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La palabra viva de José Hierro Quiero, antes de nada, dar las gracias a la Cátedra Emilio Alarcos por abrirme sus puertas. Es para mí un verdadero honor hablar de poesía a la sombra de un maestro en ese y en tantos otros campos de la lingüística y los estudios literarios. Ojalá esta conferencia tuviese al menos una décima parte del atractivo del que él solía dotar a las suyas, en las que, de forma unamuniana, sentía el pensamiento, pensaba el sentimiento. Muy en especial quiero agradecer a Josefina Alarcos su invitación, pues ella ha sido la que me ha traído hoy a la que fue mi segunda casa, al lugar en que me formé como filólogo. Pero también como persona. Pues es evidente que la Facultad no sólo me dio saberes y herramientas para manejarlos: me dio profesores amigos. Entre ellos, María del Carmen Bobes ocupa un lugar destacado, al igual que Rafael Núñez Ramos, José Luis García Martín, Leopoldo Sánchez Torre y tantos y tantos otros. En Oviedo, además, hice mis primeros amigos poetas, fui a esa otra Universidad que son las tertulias y publiqué mis primeros versos. Así que hablar de poesía a la ciudad que me llenó de ella no deja de emocionarme de una manera especial. Me van a perdonar, por lo tanto, que tire de folio y que dé esta charla con red. Esa emoción especial, a la vez que es una espuela, constituye un peligro, y tratar el ritmo, el dinamismo profundo, el impulso vitalísimo en la poesía de José Hierro dando algún traspiés podía restarle verdad a un tema que el poeta siempre ha relacionado con la parte más auténtica de su poesía. ¿Cómo surge en mí la obsesión por el ritmo? ¿Y cómo encuentro en la obra de Hierro campo abonado para reflexionar sobre su alcance e importancia? 12

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Necesito explicarles brevemente desde el plano personal —ya tienen otra cosa que perdonarme— cómo nace en mí la atracción por lo rítmico para que comprendan el espíritu que guía el análisis de esa «palabra viva» que anuncia el título de la conferencia y que es la que nos ha traído hoy aquí. Piensen en un adolescente de 15 o 16 años en cuyas manos caen los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. El libro de Neruda al principio le deja frío. Semanas más tarde, en cambio, vuelve a él y, como si de repente encajasen las piezas de un puzzle que se resistía, se le impone en toda su plasticidad y musicalidad, en toda su belleza sensorial. El adolescente no posee ni la más remota noción de lo que es un alejandrino, ni una cesura intermedia, ni la compensación de acentos de agudas y esdrújulas, pero en el centro de la caracola que acaba de oír reproduce una música que no conocía, que convoca a las palabras con fluidez y hace que ocupen en la frase un espacio propio, sólo suyo, el lugar exacto de la fatalidad. Nada ha marcado tanto mi acercamiento a la poesía como esa revelación que me enseñó a apreciar los versos en su carne y en su palpitar secreto, como dos planos que convergían de pronto en uno, en donde alcanzaban su expresividad más aquilatada. En seguida empecé a relacionar dicha experiencia con otras no menos mágicas y misteriosas de las que están llenas la infancia, la adolescencia y la primera juventud. Yo tenía que descender todos los días de mi casa a la calle por 95 escaleras, que bajaba en veloces compases de dos por dos, combinados con el cambio de ritmo en los rellanos. El vértigo del descenso estaba ya tan en mi interior, que los pies buscaban con avidez el lugar exacto en que posarse y, más que ir ellos hacia los peldaños era como si los peldaños viniesen hacia ellos. Sentía que de alguna manera todo mi cuerpo rubricaba con su dinamismo ese espacio imantado y que dejaba en él constancia única de mi entonces rebosante e incontenible energía. La escalera y yo formábamos así una unidad indisoluble. Ella me borraba en su remolino y, a la vez, mi vida arrolladora la borraba, borraba sus trampas, sus aristas, sus tajantes angulosidades. Pero si por un momento reflexionaba sobre esa magia envolvente y pensaba en el peligro de abrirme la cabeza por descender como un bárbaro, era fácil que fuese arrojado de esa espiral, la duda se imponía, el peldaño invitaba al titubeo, de repente el posible tropiezo estaba ahí, como alimaña a la espera. Experiencias así contribuyeron de forma decisiva a que pusiese mi «yo» más consciente entre interrogantes y a que empezase a sentirme atraído por todo lo que se escondía tras él. Empecé a fijarme en otras formas de suspensión de la conciencia, como, por ejemplo, en los sueños. En ellos las imágenes también hablaban el lenguaje de la fatalidad, se imponían con un 14

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ritmo propio, con su propia respiración. Y qué enorme convicción la de su dinamismo. En esas imágenes en sucesión sólo había primeros planos, como si, más que representar la realidad, la presentaran en un presente vivo, y si en algún momento las acompañaba la palabra, siempre era una palabra alada, sin balbuceos. Por último, no sé bien de qué manera relacioné lo rítmico con ciertos sustratos más plenos del alma humana cuando pensé en cómo había aprendido a nadar y a andar en bicicleta, dos de las actividades más gozosas de mi infancia y juventud. Recordaba que sólo al olvidarme de que podía hundirme o caerme, sólo al dejarme envolver de verdad por el encanto del bracear o del pedalear libres, sólo al dejarme seducir por el hechizo de lo rítmico había accedido a flotar sobre la mar o a volar sobre dos ruedas. De la amalgama de todas esas experiencias nace mi interés por el hecho rítmico, que no veo, sin más, como algo mecánico, como una cadena de repeticiones o pautas, sino como na fuente conductora de energía, y energía ella misma, que nos ayuda a ir no sé si un plano por debajo o por encima de nuestra conciencia para, en el seno de esa fuerza, revelarse ella y otra. Guiado por tal intuición, me compré tiempo después un tratado de métrica de Navarro Tomás, por si allí encontraba la explicación a aquella música irreprimible que me había espoleado leyendo a Neruda y que entonces volvía a espolearme leyendo a Juan Ramón Jiménez, pero la portada del libro tenía algo ya de crónica anunciada de un fracaso, pues resumía el objetivo propuesto con tal estudio ilustrándolo con una mariposa encerrada entre una llave inglesa, algo en verdad maquiavélico, además de estrambóticamente cursi.Yo quería saber la razón del vuelo, de la intensidad del aleteo en sí, y allí se explicaba lo rítmico encerrándolo entre acero frío, entre cláusulas férreas, como si a uno, para enseñarle a bailar, le explicasen sin más que tenía que seguir un compás de dos pasos más tres, o de tres menos dos. Fue al llegar a Oviedo cuando mi visión sobre un ritmo creador y expresivo empezó a encontrar argumentos y teorías en que sustentarse. En Historia de la Crítica Literaria y en Teoría de Literatura, de las manos expertas de Rafael Núñez o María del Carmen Bobes, descubrí que Aristóteles había dicho en su Arte poética que la lírica surgió de canciones hechas de repente, y ese canto y esa instantaneidad ya apuntaba al dinamismo que a mí me intrigaba. Me impresionaron las teorías sobre el furor báquico, que según Platón arrastraba a los poetas apenas cruzaban los primeros umbrales de la armonía. No obstante, quienes más ambiciosos me parecieron en el alcance que le daban al ritmo poético fueron los formalistas rusos, precisamente porque rebasaban el enfoque meramente formal del mismo, al verlo como una «dominanta» que Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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organizaba todos los planos de la lengua y al superar así los análisis que en nuestra tradición solían reducirlo a la mecánica —con llaves inglesas, como dije, incluidas en las portadas— de contar sílabas y acentos. Un día, rebuscando en la biblioteca, me encontré con un libro revelador: Elementos formales en la lírica actual, editado en mi tierra por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y que se abría precisamente con un artículo clarividente de don Emilio Alarcos, en el que hablaba de lo que él creía que era la intención final de todo poeta, y cito sus palabras: «que todos los materiales que emplea se formalicen como expresión de los contenidos. Que nada en la sustancia expresiva del poema sea simple soporte material, que todo signifique.Y es que en la creación todo está íntimamente unido: elementos fónicos y contenidos psíquicos. La intuición poética es unitaria. De ella, por asociaciones oportunas e iluminadoras, van naciendo en concordancia los elementos del contenido y de la expresión, que no se producen por separado sino en íntima simbiosis» (1967: 16). Eso era precisamente lo que yo necesitaba oír sobre la forma poética y no cuentos vacuos de metrónomos. «Sustancia expresiva del poema», creación en que todo está íntimamente unido, «intuición poética unitaria», «asociaciones oportunas e iluminadoras», concordancia de los elementos de contenido y de expresión, «íntima simbiosis» eran conceptos que sí me explicaban la sensación de fatalismo del hecho poético, y sugerían un sexto sentido —intuitivo e iluminador— que traspasaba las palabras y las dotaba de vuelo, de palpitación, de verdad, de hondura. En relación con todo esto ya se me había grabado en la memoria una frase de Ortega y Gasset, que venía a definir la relación fondo-forma utilizando una metáfora magistral: «la forma es el órgano, y el fondo la función que lo ha creado». Ese primer artículo de crítica literaria que yo leí de Alarcos en seguida me llevó a su magnífico estudio sobre la obra de Blas de Otero, y he decir que pocas veces he visto analizados los recursos expresivos de la poesía con tanta capacidad de llenarlos de contenidos y de armonizarlos en pos de desvelar las claves de una voz. Pero aquel libro determinante, Elementos formales de la lírica actual, y aquí era donde quería llegar, recogía en sus páginas otra deslumbrante reflexión, en este caso realizada por alguien por mí ya leído y admirado, y que además era juez y parte en el embrollado asunto que me obsesionaba hacía tiempo. Me refiero a José Hierro. Y resultaba en ese tema de una contundencia apasionante. Afirmaba, sin dudarlo, que al falso poema le delata su falta de ritmo, que él no confundía con una simple ordenación de sílabas y acentos, sino que identificaba con algo mucho más profundo. Al poema falso, nos dice, «le falta su propio ritmo, su propia sangre» [...]. Entonces se me 16

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preguntará, ¿cómo entiendo yo eso del ritmo? A lo que me vería obligado a contestar que no lo sé. Es como si me preguntasen qué es la vida, o el amor, o la muerte. Tratar de explicarlo sería enredarse entre las lianas de un bosque sin salida posible» (1967: 87). De igual forma que el bosque de símbolos que apuntó Baudelaire tienta con su vértigo misterioso de analogías y correspondencias, este bosque sin salida apuntado por Hierro todavía agudizó más mi interés por perderme en el laberinto. Leí más detenidamente la obra del autor de Alegría y me ganó por su verdad, por su música auténtica —auténtica porque resonaba desde un fondo— y quise explorar su secreto. Tenía ahí mismo el testimonio directo del autor de que el tema era piedra angular que sustentaba su mundo. Al parecer la única crítica que el poeta había encajado mal en su vida procedía de alguien que le había achacado una vez falta de oído.Y los primeros ensayos sobre él que leí incidían siempre de alguna manera en ese campo como primordial para la exploración y el entendimiento pleno de su poesía. En una de las antologías entonces más accesibles, la de la colección «Los poetas», en Júcar, Aurora de Albornoz resultaba en tal punto de una claridad meridiana: «No es cosa de emprender ahora un detallado estudio de la asombrosa musicalidad característica de la poesía de José Hierro, lograda por medio de una serie de procedimientos en todos los cuales es imposible detenernos, y que podrían ser tema de un extensísimo estudio» (1982: 58). Ricardo Gullón, analizando en 1950 Con las piedras, con el viento, también incidía en esa virtud: «El encanto de sus poemas no estriba en la más bien escasa imaginería, sino en el movimiento, que además de ser ritmo y armonía es la vibración de las palabras en coincidencia con las intuiciones expresadas» (1950: 302). Isabel Paraíso, una de nuestras más sabias investigadoras del verso hispánico, advertía: «El sentido del ritmo en Hierro es algo invasor, obsesivo [...] en su creación poética, lo esencial, lo primario, es el ritmo» (1976: 60). Por otra parte, otro reputado antólogo del poeta, José Olivio Jiménez cerraba su introducción insistiendo en la misma idea: «Esta liberación de la música [...] que de manera tan suya sabe José Hierro extraer del lenguaje, nos da la marca mayor, el destino mayor de su poesía. Es aquello que, precisamente por su personalísima música interior, nos tiene prendidos a sus versos» (2002: 22).Y en la reciente reedición de Quinta del 42, Jorge Urrutia todavía nos recordaba que «Hierro es, probablemente, el poeta más firme y seguro de la posguerra española y con el mayor dominio del ritmo» (2001: 15). Así que cuando tuve claro que ese bosque denso de lianas y espesuras me llamaba con sus arcanos escondidos, cuando tuve claro que no me bastaba con disfrutar de la poesía, sino que quería analizar lo que la hacía vivir, Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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lo que la hacía verdadera, su sangre misma, por seguir con la metáfora del propio Hierro, fui a decírselo en persona. Unos meses antes había tenido la suerte de visitarle en su nueva casa santanderina de la calle Cádiz junto a Antonio Colinas y Juan Antonio González Fuentes y, hablando de todo un poco, se puso a comentar entusiasmado el estudio de Gerardo Diego sobre la música de san Juan de la Cruz, y a alabar la sensibilidad e inteligencia con que había desvelado la magia del místico carmelita. «¡Qué cabrón el Gerardo!», fue su rúbrica de admiración final. Cuando el verano del año pasado le comenté, en compañía del poeta Carlos Alcorta, que me obsesionaba el tema del ritmo, pero no en su parte más «notarial» de inventariar sílabas y acentos, sino en su plano de pulsión profunda, organizadora del poema, y que quería tomar su poesía para intentar avanzar en ese misterio, me miró con escepticismo y después se quedó ensimismado, encogió brevemente los hombros y masculló: «¡El ritmo!», como quien dice «¡La vida! ¡Casi nada!». En el prólogo a sus Poesías escogidas, Hierro, con la modestia y humildad de siempre, opinaba que si alguien le leía dentro de cien años sería por casualidad, y matizaba: «Me refiero, como es lógico, no a la lectura del curioso, del historiador, para quienes nada está muerto, sino a la lectura apasionada de quien busca a otro ser al tiempo que se busca a sí mismo» (1960: 7). He querido dejar claro desde el principio, retratando el germen de una fascinación personal, que la lectura que les ofrezco no es la de un mero curioso ni la de un historiador, sino la del apasionado que busca el «contacto entrañable» con lo que lee. Así que, demostrado que Hierro identifica la poesía auténtica con la que tiene ritmo, sangre propia, que es como decir «vida» y, demostrado que la mayoría de los que se acercan a esta voz sienten ese ritmo, ese dinamismo o esa pulsión honda como algo palmario, sólo quiero explorar hasta qué punto ese concepto de «palabra viva» informa todo este universo poético. Él creía básicamente en la concepción machadiana de la poesía como «palabra esencial en el tiempo» y utilizaba una imagen muy plástica para ilustrar tal idea: la de la hoja de un mismo árbol que se mueve al lado de otras hojas, alimentadas todas por las mismas raíces. Consideraba dramática la época que le había tocado vivir y se veía como resonador de ese drama, buscando en el lector el resonador último que ponía el texto en pie. En el reciente Guardados en la sombra se recoge uno de sus relatos más significativos y reveladores. Está protagonizado por un músico (claro trasunto del poeta) que expresa, mitad con entusiasmo, mitad con decepción, 18

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las metas que persigue: «Tal vez algún día logre lo que deseo: una música como de llama, y de piedra, y de mar; de fuerzas naturales desbordadas con el alma del hombre de mi tiempo alentando en ellas» (2002: 197), «Ahora me asalta un tema —estos árboles, este sol, este cielo glorioso—, un tema cantarín, primaveral, propuesto por la cuerda, las flautas y el arpa, asaltado en su desarrollo por un nuevo tema sombrío —los recuerdos, la melancolía— a cargo de las trompas, fagots y oboes, que trata de ahogar con su gravedad lo risueño del otro» (2002, 201), «es difícil, difícil condensar todo esto, hacerlo sentir a los demás, saber cómo se apresa el metal maravilloso de estas historias y estos sentimientos tan eternos y vulgares y que, sin embargo, a una hora determinada, nos llenan de resonancias misteriosas el corazón.Vuelve a mí la idea de un vasto poema sinfónico en el que se cifre todo lo esencial de la vida» (2002, 207). Hay en esta voz, en boca de un narrador-personaje de un cuento, más claves sobre la obra de nuestro poeta que en muchas páginas de muchos ensayos. Para empezar es trascendental que haya elegido como vehículo para escenificar sus propósitos o ensoñaciones la figura de un músico. De todos es conocida la atracción de Hierro por tal arte. Se conocen declaraciones como ésta: «Conservo de mi infancia la emoción de la música. Recuerdo que, siendo de 8 o 10 años, llegué a aprenderme parte del Vals en do sostenido de Chopin.Yo no sabía nada de música, pero aquello era mágico y extraño. Es posible que la poesía sea siempre una tentativa de aproximarme a la música» (apud. Corona Marzol, 22-23). Muchos han contado que la estudió intensamente en sus años de prisión, que hizo incluso algún arreglo para algún montaje escénico, y él mismo se evoca en «Historia para muchachos», del Libro de las alucinaciones, tocando el acordeón en Valencia: «Yo le arrancaba / sonidos —lo recuerdo—, y las mujeres / bailaban, y Madama Leontine / gorda y espiritual, recomendaba / silencio, por si acaso la multaba / la policía». Hierro cree profundamente que música y poesía son artes hermanas y que van de la mano en muchos aspectos, y esto no ha de sorprender. Los principios fundamentales de su poética tiende a explicarlos en términos musicales, pero cuando comprendemos hasta dónde llega su obsesión por ese campo es cuando descubrimos que lo más importante de la vida también lo cifra en términos parecidos. Su proclamada voz «testimonial» la acabamos de ver entendida como un vibrar con su tiempo. Apresado en la palabra el latir del hombre de su época, con su drama íntimo, con su dolor y su dicha, servirá de tónico, como afirma en más de una ocasión, para acompañarlo en su existencia. De ahí procede la virtud humanísima de esta poesía, que no por eso niega su Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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«Ese primer artículo de crítica literaria que yo leí de Alarcos en seguida me llevó a su magnífico estudio sobre la obra de Blas de Otero, y he decir que pocas veces he visto analizados los recursos expresivos de la poesía con tanta capacidad de llenarlos de contenidos y de armonizarlos en pos de desvelar las claves de una voz»

aspiración a lo universal, pues lo universal sólo lo alcanza quien es profundamente del momento y el espacio histórico que le ha tocado vivir. Al reflexionar sobre cómo se da en él la creación poética, Hierro despliega una teoría que no le hace ascos al resbaladizo concepto de inspiración. Evoca en diversas ocasiones la famosa cita de san Juan de la Cruz sobre las palabras que le daba Dios y las que buscaba el místico, y cree que el iluminado y el lógico conviven en el poeta. Llega a hablar de él como 20

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un mero transmisor y a identificar ese don con el que alienta en el agua, en el sol, o en la experiencia amorosa. Pero cuidado, porque Hierro especifica que el creador no es alguien superior a los demás, sólo distinto, con una habilidad especial para captar el relámpago intuitivo, la chispa primera, la pura energía que busca un cauce y —casi me atrevería a decir— la vida en su palpitar más hondo, y es alguien también con un sexto sentido para armonizar con esa inicial pulsión inexplicable el desarrollo de todo un Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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poema, que no la traicione. Él lo expresa mucho mejor: «El poeta ha oído una llamada misteriosa. Le invade una sensación sutilísima, intensa, que precisa transmitir. Algo hecho de ritmo y de color le desasosiega: es el tono, el acento, la atmósfera poética; eso que hay en el poema antes de estar escrito; eso que queda resonando en la memoria cuando las palabras se han olvidado» (1952: 100). Por eso también, desde esa visión reveladora, habla de un primer verso que es una verdad, y de la suma de los restantes versos, que han de parecer verdaderos: «Es el hombre —afirma— quien capta su alma, quien busca en el desván de su vida las palabras que convienen a la música que captó el poeta» (1953: 29). La concepción del acto creador acaba afectando, así, al concepto mismo de estructura y unidad, e incluso al de estilo, y se acaba extendiendo a una aquilatada visión de la indisoluble unión del fondo y la forma: «Un poema es un esqueleto bien construido, con músculos armoniosos bajo la fina piel. Todos los órganos tienen un fin. Es un cuerpo al que nada le puede ser extirpado y que no debe ser vestido» (1953: 29). Y donde Hierro dice vestido ha de leerse adornado, pues su enfoque de una poesía esencial, hecha palpitar puro —subrayemos esos «músculos armoniosos»—, le lleva a ver el adorno como algo superfluo, como un inarmónico que resta verdad: «el poeta lo que hace es dar cuerpo a un alma. Dar materia a un espíritu. O, más vulgarmente, cortar un vestido a un cuerpo hermoso a quien la decencia impide salir desnudo a la calle. Este cuerpo para un alma, exige, sobre todo, que no se traicione al alma que hemos de expresar» (1967: 88). Hierro llega a soñar con una posible «cátedra de recursos rítmicos», así la llama él, para enseñar a adecuar ritmos a temas, temas a ritmos. Desde esa obsesión se entiende que una de sus citas más socorridas sea la famosa afirmación de Pedro Salinas sobre una poesía que «dice y hace: hace lo que dice». Gracias a la «íntima simbiosis» que él ve en la poesía, por utilizar la afortunada expresión que Alarcos nos daba, piensa en un ritmo que, por supuesto, rebasa los límites de la métrica y que informa, anima o dinamiza al lenguaje en todos sus planos. «Al estudiar el ritmo se cometen equivocaciones lamentables, equiparándolo muchas veces al metro», nos dirá (1967: 89) y en más de una ocasión denunciará los peligros de caer, por parte de los versificadores profesionales, en el frío sonsonete. Refuta la simplicidad de algunas de las teorías sobre la sola preocupación por la disposición acentual y los pies métricos con un argumento definitivo, al dejar claro que resulta irrisoria, «no solamente porque se prescinde de la significación de la palabra, sino porque se prescinde también de su 22

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morfología», y para demostrarlo establece un mismo esquema, y encadena a él tres versos, dando protagonismo primero a las agudas —«volverán con la luz los que están en la mar»—, después a las llanas —«con la luna regresan los hombres del mar»—, y por último a las esdrújulas —«con la pálida y trágica, lírica mar»— (1967: 90). También se refiere a los llamados recursos de orquestación y habla del color de las letras, o de las dinámicas sugestiones que provocan, sabiendo que es un terreno resbaladizo, abierto a la subjetividad más arbitraria. Se ríe, por ejemplo de las resonancias nocturnas que tiene la vocal «u» —supongo que recordando el análisis famoso de Dámaso Alonso del verso gongorino «infame turba de nocturnas aves»—, y contrapone a la supuesta oscuridad ahí de tal vocal, el verso de Rubén Darío «Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana», donde la «u», según él, de forma luminosa, «estalla y se expande gloriosamente» (1967: 90). Una idea de lo que se emociona Hierro en su cátedra imaginaria de sutilezas rítmicas, y de lo que nos emocionaría de ser nosotros sus alumnos, la puede dar una simple frase como la siguiente, en la que, ganado por la poesía, habla de «versos donde nos parece atravesar un desierto de tres sílabas, sílabas que llevan en sí el silencio, sin necesidad de buscarlo entre palabra y palabra, anhelando la palmera de un acento» (1953: 33). Pocos casos habrá en la poesía de nuestro fecundo siglo pasado (yo en realidad creo que ninguno, quizás con la excepción de Juan Ramón Jiménez), en que un poeta haya explorado con tanta perfección y capacidad de sugerencia todas las formas posibles de verso: el silábico en casi todas sus variedades (desde el tetrasílabo al alejandrino, en verso blanco o rimado, en estrofa o en tiradas indefinidas); el acentual con la lección sin par del libro Alegría, donde nunca antes unos pies métricos habían sonado más humanos y menos retóricos; o el verso propiamente libre, que Hierro lleva a cotas de ductilidad y expresividad difícilmente igualables, sobre todo en el Libro de las alucinaciones o en Cuaderno de Nueva York. Y tampoco se ha quedado sin probar el poema en prosa, pues en ese último título citado aparece en el «Monólogo» de «Ezra Pound» y adquiere gran protagonismo en Agenda, sacándole registros tan pronto narrativos, cercanos a lo discursivo, como de fuerte carga irracional, casi surrealistas. Así que en la vertiente puramente fónica o acústica del poema, en su estructura versal, en el timbre, color, calor de sus letras, tenemos a un consumado artista y a un músico de extrema sensibilidad, capaz de explotar el valor expresivo de todo matiz, por muy sutil que sea este.Y digo artista y no artífice, y digo músico y no virtuoso, porque ya he explicado cómo Hierro defiende una poética de la palabra precisa, que en su precisión misma Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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encierra la más alta forma de belleza, una palabra esencial, despojada de pedrerías, que contenga el temblor y la vida que la llena, como una copa de cristal fino y sin adornos contiene su licor, su don de la ebriedad. Lo que ocurre es que el músico actúa en todos los niveles del pentagrama, y el ritmo que para el poeta es su propia sangre ha de llevar su dinamismo a todo el cuerpo del poema. Por eso resulta crucial que la ola rítmica impregne también el plano morfosintáctico del lenguaje, y en ese sentido, esta obra, quizá porque la mar de fondo que la impulsa es poderosísima, se ofrece como un terreno de estudio lleno de felices hallazgos. Para empezar, cualquier lector percibe en seguida la insistencia con que Hierro repite versos idénticos, vuelve con estribillos, usa paralelismos, martillea con anáforas, y esto seguramente se impone más a las claras, en su primera etapa de predominio del verso silábico o acentual, que en su última de predomino del verso libre. Hay que tener en cuenta cuáles son algunos de los temas más recurrentes en su poesía, sin perder la perspectiva de que él mismo reconocía que, sobre todo en los tiempos más dramáticos de la posguerra, se imponía dar salida a ese drama vivido, e incluso en algún momento llega a hablar de la necesidad de volver a cierta épica. Pensemos en la nostalgia por la pérdida del paraíso de la infancia y primera juventud —la guerra le sorprende con 14 y de los 17 a los veintidós sufre la experiencia de la cárcel—. Pensemos en la sensación de impotencia con que define a su quinta, la quinta del 42, la de aquellos que pierden a seres cercanos sin poder hacer nada y sin capacidad para ser parte activa en el conflicto. Pensemos en el deseo de sobreponerse al dolor, en un joven que, pese a todo, quiere dar «fe de vida». Pensemos en las sombras de los seres queridos muertos que cruzan insistentes la memoria y que piden al poeta que de alguna forma prolongue sus pasadas existencias en versos que los eternicen. Pensemos en alguien que lucha contra el lastre de tanto pasado, que habla incluso de la necesidad de desendemoniarse, al que el peso de ese lastre llega a arruinar incluso la experiencia amorosa. Tal es en parte el mundo de Hierro, y los recursos sintácticos mencionados aquilatan en su verdad más honda esas obsesiones: el recuerdo celebrante de un reino en comunión con la naturaleza, la angustia ante los fantasmas amigos que nos llaman, el forcejeo por ir hacia delante, la niebla de las ensoñaciones vistas o entrevistas, etcétera. Hierro toma en sus manos la prodigiosa caja de ritmos que ve en la poesía y traspasa la sintaxis de éxtasis, de dicha, de desasosiego, de desazón, de miedo, de confusión, de empeño decidido, de desánimo. Dinamiza las formas y hace que la sintaxis vibre con él. 24

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Pero hay en este plano un recurso que lleva a extremos de una expresividad inaudita y que quizás nadie había manejado antes dándole tanta vitalidad. Me refiero al encabalgamiento: a hacer que la pausa versal no coincida con la sintáctica. Todos los críticos coinciden en esto. Isabel Paraíso subraya «la maestría con que lo usa», y añade una opinión que apoya la intención que me estoy esforzando en darle a esta conferencia: «Motivado por la tensión psíquica, el encabalgamiento nos indica hasta qué punto Hierro vive el ritmo» (1976: 68). El poeta era consciente de que ahí estaba uno de sus sellos más personales y explicaba algo muy significativo: «Es frecuente que los versos aparezcan encabalgados en mis poesías. He pensado alguna vez sobre ello y creo que este juego de concepto frío y ordenado, y de verso y ritmo encrespado crean una especie de conflicto interior que el lector puede percibir. Un conflicto dramático entre el orden mental y las turbulencias del sentimiento» (1962: 11). He ahí, pues, otra de las razones por las que esta voz se nos impone en su variadas tensiones e impulsos, que dan testimonio de ella y de sus circunstancias. Son muchos los críticos que van incluso más lejos y, aparte de señalar esa íntima simbiosis, atribuyen al recurso figuraciones a las que en verdad invita. Ese girar sobre sí mismo del poema al doblar rápidas las palabras los límites versales hace pensar en espirales y círculos, y refuerzan la imagen de un poeta obsesivo, que vuelve a lo que le inquieta, que lo persigue, o eso que le inquieta le persigue a él. El encabalgamiento, además, favorece los silencios interiores, y en esto, una vez más, el músico total ante el que estamos resulta clarividente: «Yo creo que uno de los descubrimientos del arte moderno [...] es la importancia del silencio, del silencio como efecto expresivo, activo, no solamente como algo pasivo» (1967: 91). Dar dinamismo también al no decir, jugar con la expectación, con el vértigo de los puentes que saltan en pedazos. La sutileza con que Hierro maneja el misterio, lo dicho sólo a medias, ¿no vendrá favorecido y propiciado en parte por el tono entrecortado y las elipsis a que invitan los encabalgamientos? Para acabar con esta rápida incursión en lo que podría considerarse una rítmica morfosintáctica, quiero señalar que la obsesión del poeta por la sencillez y desnudez le lleva a cierto desprecio, por él confirmado, hacia los adjetivos. Estamos en las antípodas de autores como Borges, del que cualquiera conserva en la memoria como piedras preciosas algunos fabulosos engastes que revelan al sustantivo. ¿Cómo no recordar su «lluvia minuciosa», «la noche lateral de los pantanos», «el íntimo cuchillo en la garganta» o «el azul del tabaco pensativo»? Aquí no nos vamos a encontrar esos arabescos ni tampoco imágenes deslumbrantes. La oración a menudo se reduce a lo esencial. Se Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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realzan los sustantivos y verbos, y no abundan los nexos y elementos relacionales, lo que da ese dinamismo poderoso, como dejado en los huesos y músculos que le hacen avanzar, vuelto todo puro tendón y puro nervio. En relación a la música de las ideas, tan importante según Rubén Darío, lo que constituiría una especie de rítmica semántica, quiero hablar más bien de lo que ya anunciaba hace unos minutos al decir que José Hierro lleva tan lejos su pasión por la música, que lo fundamental de su vida, su visión del mundo, las cuestiones que le preocupan las concibe en gran parte en términos musicales o, en su defecto, en términos de movimiento. Como si ese ritmo que es su propia sangre se encontrara también en todas las cosas, y marcara con sus ciclos y cambios de intensidad el discurrir del poeta. Analizar algo así en detalle a lo largo de toda su obra llevaría un tiempo del que no dispongo. Sólo quiero levantar unas cuantas liebres que hagan ver el vasto coto de caza que ofrece el paisaje. En primer lugar no se entiende la fascinación de Hierro por el paraíso de la infancia y primera juventud si no se pone en primer plano que la principal virtud que ofrecía era un íntimo palpitar al unísono con la naturaleza.Y el poema pórtico de entrada a su obra ya lo subraya: «Cuando se hallaba el mundo a punto / de que el prodigio sucediese. / Cuando tenía cada instante / su ritmo nuevo y diferente», «¿Eras así, mi paraíso, / rumor del agua cuando llueve, / hacha que hiere la madera, / fuego que incendia la hoja verde?». La plenitud de esa época es la plenitud de celebrar un universo que penetra gozoso por los sentidos (el del oído siempre es privilegiado) y nos invita a vibrar con él. La pérdida de la capacidad de resonancia para responder al cántico de la naturaleza, la pérdida o merma del don de la ebriedad se siente como el peor de los dramas y todo lo que anuncie el espíritu de la pesantez, de la gravedad se juzga una trágica condena. Por eso, por ejemplo, se ensalza el vino: «Si bebemos su roja música, / su caliente, su denso río, / bajo los pies vibra la selva / con tambores de sacrificio. // Nace en nosotros una fuerte / pasión de seres primitivos / y todo es viento, vida: fuego / en que ardemos sin consumirnos». Y, por lo mismo que se celebra el vino, se ataca la serenidad en el poema que lleva su nombre: «Serenidad, tú para el muerto, / que yo estoy vivo y pido lucha», dice su arranque, para cerrarse con un cenital final en el que al poeta le va inundando una música jubilosa, la de un simple amanecer. Para alguien que goza tan extremadamente de un reino así, hemos de imaginarnos lo que implica ser expulsado de él por una guerra que le sorprende con sólo 14 años. Santander es tomada por los nacionales un año después de comenzada la contienda. Es fácil suponer qué ocurre con la familia Hierro, teniendo en cuenta los datos sobre su padre que el propio 26

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poeta nos da en Agenda: «Mi padre era republicano. Mejor dicho, mi padre era de Azaña». Muy pronto conocerá la cárcel y sólo dos años después le seguirá a prisión su hijo, «por auxilio a la rebelión. / (Creo que ése era el término jurídico) / Auxilio, o adhesión: no estoy seguro», como nos dice en «Historia para muchachos» del Libro de las alucinaciones. Así que en Tierra sin nosotros ya tenemos la fecha clave de la expulsión del paraíso que le condena al infierno o purgatorio: «Golpea el viento al mar, como un ariete. // Y voy con un fantasma en mi costado: / mi trébol de ilusión, encadenado / desde mil novecientos treinta y siete». José Hierro siempre fue profundamente discreto sobre ese casi lustro que se pasó entre barrotes y nunca quiso explotar el tema ni sacarlo a gala: «no le oiríais nunca nada de su costa de sombra», dejo dicho Aleixandre (1971: 11). Pero me interesa que vean cómo, en dos de sus títulos más famosos, la experiencia de la cárcel la juzga en términos de dinamismo. El palpitar con el tiempo es lo que le roban esos muros. Fijémonos, si no en algunos fragmentos de «Reportaje», en Quinta del 42: «Desde esta cárcel podría / verse el mar, seguirse el giro / de las gaviotas, pulsar / el latir del tiempo vivo. / Esta cárcel es como una / playa: todo está dormido / en ella. Las olas rompen / casi a sus pies. El estío, / la primavera, el invierno, / el otoño, son caminos / exteriores que otros andan: / cosas sin vigencia, símbolos / mudables del tiempo. (El tiempo / aquí no tiene sentido.)». En tal contexto, él se siente: «Deseternizado, ángel / con nostalgia de un granito / de tiempo» [...] «Porque sin una evidencia / de tiempo, yo no estoy vivo». Creo que sobran los comentarios, y más si relacionamos este poema con «La canción de cuna para dormir a un preso», de Tierra sin nosotros, de título tan significativo. Se procura ofrecer música encantatoria que devuelva a un encarcelado la magia de la mirada infantil, incluso atraviesa los versos un «Peter Pan por las alamedas» o unos surrealistas «ciervos de lomo verde». A un hombre se le pretende hechizar con el canto, darle una llave hacia el sueño, para que olvide las primeras lecciones trágicas de la vida, pues sabemos que ese hombre, con mucho aún de niño, ha participado en la guerra. El dinamismo pleno que el poeta asocia a su paraíso vivido vuelve a aparecer, y el consuelo para el otro es un consuelo para el mismo que entona el cántico: «No es verdad que te pese el alma. / El alma es aire y humo y seda. / La noche es vasta. Tiene espacios / para volar por donde quieras». Ese consuelo, esa invitación a reconquistar la vida otra vez, a sobreponerse al dolor, después de haber perdido, todos sabemos cómo, el reino ya descrito, es la espuela que impulsa Alegría. Si Hierro, como dije, habló en algún momento de la necesidad, dadas las circunstancias, de una poesía con las virtudes de un tónico reparador, pocos libros como este —con Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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su ritmo de pies que en sí nos llevan— para reconfortar el espíritu, para movilizarlo y darle nuevo vuelo, sin echar al olvido lo que le ha atenazado. Lo maravilloso es encontrar el germen de Alegría, con su apuesta hacia el futuro, en esa Tierra sin nosotros, donde el protagonista era el pasado.Y cómo está el poeta de cuerpo entero, con su envidiable lección ética, con su vida vibrante a contracorriente, en este hermoso pasaje: «Aunque el camino es áspero y son duros los tiempos, / cantamos con el alma.Y no hay un hombre solo / que comprenda la viva razón del canto nuestro. // Vivimos y morimos muertes y vidas de otros. / Sobre nuestras espaldas pesan mucho los muertos. / Su hondo grito nos pide que muramos un poco, / como murieron ellos, / que vivamos de prisa, quemando locamente / la vida que ellos no vivieron. // Ríos furiosos, ríos turbios, ríos veloces. / (Pero nadie nos mide lo hondo, sino lo estrecho)/ Mordemos las orillas, derribamos los puentes. / Dicen que vamos ciegos. // Pero vivimos. Llevan nuestras aguas la esencia / de las muertes y vidas de vivos y de muertos. / Ya veis si es bien alegre saber a ciencia cierta / que hemos nacido para esto». Por el dolor se llega a la alegría, porque el dolor nos recuerda al menos que seguimos vivos. Es su capacidad de acción, su dinamismo, lo que le salva, lo que al final permite extraer de él un cántico. En este segundo libro aparece un concepto clave en Hierro: el de alucinación, que da título a uno de los poemas. Se celebra un amanecer, al que el poeta sale para pisar los caminos descalzo y sentir, entre tanta luz, el verde latir de la hierba, la unidad con la naturaleza circundante, o citándole a él: «Tan feliz creación elevada a la cima más alta...Tantas cosas eternas que mellan al tiempo su trágica espada». Lo importante es que ya el concepto de «alucinación» queda asociado, al concluir el texto, a la idea de una palabra oscura, difícil, una palabra en la que la música, como dirá poco más adelante, se rompe en ritmos imposibles. El problema de base es que el poeta se ha marcado una meta inalcanzable, que hace que su poética se asemeje a un gigante con pies de barro. Quiere apresar en el verso la vida misma. Es como si pretendiese que la sangre o energía que rige el mundo, poniéndonos un poco cósmicos, o estupendos como diría Max Estrella, quedase encerrada en la escritura. ¿Pero cómo meter en un molde el oleaje del mar, la corriente de un río o el puntilloso son de la lluvia? Si además, como acabamos de ver, carga sobre sus espaldas vidas y muertes de otros que buscan en él un cauce para expresarse, entenderemos que en una de las mejores entrevistas que le han hecho nunca, la realizada por Juan José Lanz en 1991 en El Urogallo, destaque como titular lo inevitable: «Escribir poesía es siempre una frustración».Y por ello aparece también en Alegría la expresión de este deseo: «Quisiera que tú me entendieras a mí sin 28

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«En pleno auge de la poesía social resulta apasionante ver cómo José Hierro sigue siendo un poeta "testimonial" sólo a su manera. Nunca entendió que de lo popular se excluyese lo delicado, lo sutil, el misterio, tratando al pueblo, como él dice, como a un conjunto de retrasados mentales.»

Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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palabras. [...] / como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde. [...] / Revelarlas quisiera, poniendo en mis ojos el sol invisible, / la pasión con que dora la tierra sus frutos calientes.». Cuando Hierro trata el tema de la experiencia amorosa en su tercer libro, Con las piedras, con el viento, parece que lo que hace es reproducir la historia de un drama del que ya nos había hablado, pero llevado ahora a otro terreno. La plenitud de vibrar en unidad con el mundo, en una especie de «instante eterno» (variaciones sobre el «instante eterno» se titula toda una sección de Alegría), quedaba amenazada por la irrupción de la conciencia temporal, de un pasado inmediato cargado de dramatismo. Aquí también se apuesta al principio por la necesidad de desenmemoriarse, para volver al «vuelo». La eternidad se imagina como un gran «cántico que acordan / tierra, cielo, fuego y agua», y la visión primera del enamorado es la del que ve en todo un «vino glorioso», de manera que acaba formando con la amada un «centro vivo». Pero de repente irrumpe el peso del ayer, y la música y el éxtasis se desmoronan o, para seguir con las imágenes de dinamismo que el poeta emplea, se siente de pronto «la rueda detenida». En pleno auge de la poesía social resulta apasionante ver cómo José Hierro sigue siendo un poeta «testimonial» sólo a su manera. Nunca entendió que de lo popular se excluyese lo delicado, lo sutil, el misterio, tratando al pueblo, como él dice, como a un conjunto de retrasados mentales. Resulta revelador que el primer poema de su libro de título «más social», Quinta del 42, ya defienda la necesidad de ese misterio: «A veces no sabrán / qué dices. No te pidan / luz. Mejor en la sombra / amor se comunica».Y el segundo poema, «Para un esteta», se ilumina a la luz de lo que llevamos dicho sobre su poética y su concepción de la existencia humana: frente a la palabra bella sin más, él prefiere la palabra bella sobre todo por esencial y precisa; frente a las aguas transparentes, las aguas rojas, manchadas de vino, de sangre, apasionadas; frente al que cree colocarse por encima de la muerte, el que sabe que vida y muerte, agua y fuego, socavan con sus ciclos nuestra roca; frente al que bebe en copa labrada, el que bebe en la fuente que corre; frente al que se cree dueño de todo, el que se sabe parte mínima de una unidad.Y su apoteosis final de dinamismo: «No has venido a la tierra a poner diques y orden / en el maravilloso desorden de las cosas. / Has venido a nombrarlas, a comulgar con ellas / sin alzar vallas a su gloria. // Nada te pertenece. Todo es afluente, arroyo. / Sus aguas en tu cauce temporal desembocan [...] No has venido a poner orden, dique. Has venido / a hacer moler la muela con tu agua transitoria. / Tu fin no está en ti mismo («Mi Obra», dices), olvidas / que vida y muerte son tu obra. // Y que el cantar que hoy cantas será apagado un día / por la música de otras olas.». 30

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Los tres títulos de los años cincuenta, Quinta del 42, Estatuas yacentes y Cuanto sé de mí, yo diría que aportan en conjunto tres novedades. La primera, una mayor presencia de las palabras difíciles, que ensombrecen el discurrir del verso, y que dan fe del «maravilloso desorden» admitido. Es como si Hierro, como nos dirá en el Libro de las alucinaciones, fuese cada vez más consciente de que imaginar y recordar se superponen y confunden y, por tanto, abriese las puertas a las yuxtaposiciones de tiempos y espacios. La segunda, es la aparición de los poemas-personajes, que le sirven de máscara contra la confesión impúdica, pero que suelen ser correlatos del alma del poeta, gracias a lo cual se libran de ser ejercicios de un culturalismo externo. ¿Esa galería de fantasmas que ya le bullían en su cabeza no facilita estos diálogos velados? ¿Y qué tipo de personajes atraerán más su atención? ¿Podemos pensar que se trata de una casualidad que sean precisamente los músicos los que mejor le sirven en ese juego de máscaras? La tercera novedad —o, más que novedad, fijación de un concepto clave en la poética del autor— está en que, por contraste con esa progresiva niebla de la que hablamos, se perfila el poema-reportaje, que si hacemos caso a uno de los más significativos, el famoso «Réquiem», viene definido por su dinamismo especial. Comentando la muerte de Manuel del Río, un pobre español de ultramar, se nos advierte: «Me he limitado / a reflejar aquí una esquela / de un periódico de New York. / Objetivamente. Sin vuelo / en el verso. Objetivamente». Hierro llega a la cúspide de su arte vibrante y musical en dos de sus títulos últimos, el Libro de las alucinaciones y Cuaderno de Nueva York, pues considero Agenda un conjunto más circunstancial, que no ofrece la prodigiosa unidad orgánica a la que el maestro nos tenía acostumbrados. En este tramo de cierre de su mundo, domina un verso libre nada altisonante, que extrae los mejores armónicos de la prosa y en el que el salto espacio-temporal alcanza su máxima perfección. Me siento obligado a citar por extenso el metapoema que más claves da sobre su obra y que abre el primero de los títulos mencionados. Se trata de «Teoría y práctica de la alucinación»: «Un instante vacío / de acción puede poblarse solamente / de nostalgia o de vino. / Hay quien lo llena de palabras vivas, / de poesía (acción / de espectros, vino con remordimiento).// Cuando la vida se detiene, / se escribe lo pasado o lo imposible / para que los demás vivan aquello / que ya vivió (o que no vivió) el poeta. / Él no puede dar vino, / nostalgia a los demás: sólo palabras. / Si les pudiese dar acción... // La poesía es como el viento, o como el fuego, o como el mar./ Hace vibrar árboles, ropas, / abrasa espigas, hojas secas, / acuna en su oleaje los objetos / que duermen en la playa. // La poesía es como el viento, / o como el fuego, o Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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como el mar: / da apariencia de vida / a lo inmóvil, a lo paralizado. / Y el leño que arde, / las conchas que las olas traen o llevan, / el papel que arrebata el viento, / destellan una vida momentánea / entre dos inmovilidades». Esto en la sección de «Teoría», y en la «Alucinación» como tal: «Hay un momento que no es mío, / no sé si en el pasado, en el futuro, / si en lo imposible [...]. Y lo acaricio, lo hago / presente, ardiente, con la poesía». Aquí está el poeta en sus aspiraciones esenciales: en su pasión por los ritmos de la naturaleza, en su ideal de crear una palabra viva, un presente ardiente, pero también en su frustración de saber que se trata sólo de una apariencia y de una acción de espectros. Antes de la sinfonía total neoyorquina, en Agenda vuelve a darnos imagen de su oficio de taxidermista: al verso, nos dirá, «le clava un alfiler para que muera poco a poco / a fin de que conserve intacta su belleza, / su perfección, su apariencia de vida / (porque de eso se trata): / Es cosa de entomólogos, es cosa de poetas, / maquilladores y embalsamadores de cadáveres». Y hay aquí también, en «Elementos para un poema», un fragmento, igual de revelador: «Acecho la palabra caliente [...] cavilando y fumando hasta llenar el cenicero. // Curioso: el cenicero es una concha de molusco. Lo acerco a mi oído, a ver si todavía no se ha marchitado el oleaje del Pacífico, el de tu playa de Isla Negra, Pablo Neruda, en donde yo lo recogí. Tal vez así el recuerdo encarne en ritmo [...]. Espero el verso de los dioses en el que ondeen las palabras vivas». La apoteosis de Cuaderno de Nueva York es una apoteosis sorda, como escuchada por dentro, como en «Beethoven ante el televisor», un Beethoven viejo, que antes «identificaba todos los sones de la naturaleza», ahora que no oye escucha la Novena sinfonía con el volumen quitado, sin que podamos ni siquiera sospechar los prodigios que resuenan en lo más hondo de su alma. Ya lo dijo John Keats: «La melodía oída siempre es dulce, pero cuánto más dulce / es la que no se oye. Seguid sonando, pues, sutiles flautas; /no ya para el oído, sino, más apreciadas, / tocad para el espíritu vuestras mudas canciones». De la misma manera que en el Rilke último, de sus cinco sentidos, el auditivo pasa llenarlo todo, y en san Juan de la Cruz siempre es el ensalzado, hay en este Hierro final una incomparable espiral de música envolvente. Para empezar, en la dedicatoria del libro él dice que la ciudad se le entregó de forma mágica. En el 64, en la «Canción del ensimismado en el Puente de Brooklyn», el río se entreabría y mostraba las entrañas del tiempo. Algo así, pero a enorme escala, es lo que llena la despedida del poeta. La ciudad con su estuario hacia el que todo desemboca, con sus corrientes fluviales del Hudson y el East River en magnético anillo, con sus vértigos arquitectónicos, con su ebriedad vitalísima, con su prodigioso mestizaje de razas, 32

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actúa como un magnífico resonador. El poema de arranque ya crea el clima propicio y nos sitúa ante sonoras secuencias que tienen algo de fantasmagóricas, expandiéndose en círculos concéntricos, de esencia misteriosa, a la espera de que alguno las escuche. La música, el agua (símbolo del flujo de la vida), los distintos licores, pueden esconder algunas de las llaves que propician el rito de la transfiguración. La ciudad geométrica de Nueva York se convierte así en ámbito giratorio, rueda sin principio ni fin en la que se confunde todo lugar y todo tiempo. En «Baile a bordo» llega a hablarse del teclado del Hudson y de los tubos de órgano de las casas que agrandan el espacio y suben hasta el umbral de las estrellas. «Me sumo en la mar. Rescato / ráfagas de criaturas, [...] / ráfagas, ráfagas, ráfagas / talladas en sombra pura». Hierro ha conseguido encarnar la idea del «vasto poema sinfónico en el que se cifre todo lo esencial de la vida», con el que soñaba en el relato «Ciudad lineal».Y la sinfonía se cierra en un remolino último del todo hacia la nada. En su obsesión por acercar música y dinamismo y ritmo y sangre y vida, Hierro incluso midió la historia de la poesía en lengua castellana por ese rasero. Habla de un Garcilaso que nos trae una armonía nueva, tras la que era imposible volver a la anterior. Habla del «chin-chin métrico que acompaña los pensamientos de respetables gobernadores civiles» en la peor poesía del xix. Habla del orquestal Rubén y su «impresionante castillo wagneriano», al que antepone la música menos aparatosa que descubren Unamuno, Machado y Juan Ramón, pese a que ninguno de estos se explique sin aquel. Y habla del autor de Espacio en estos términos: «Si hay un hombre que represente poéticamente el siglo xx español, este nombre es el suyo. Puede preferirse a cualquier otro poeta coetáneo o posterior. Pero sólo él ha cambiado fundamentalmente la estructura de nuestra lírica contemporánea», gracias a que, en sus versos, la «poesía de ‘cuerpo, alma y adorno’ se torna suprema desnudez, donde la palabra no es vestidura rica, sino carne misma del poema» (1957: 11). Hierro pensaba en términos de unidad: cada verso constituye un acorde del conjunto de los otros, cada poema un conjunto de acordes en el conjunto de un libro, y cada libro un conjunto de acordes en el conjunto de su obra, y lo cierto es que consiguió gracias a ello crear un mundo personal, un prodigioso concierto del desconcierto, en el que todo se siente como la expresión de una íntima necesidad de lo que ha de ser dicho. Francisco Umbral echaba en falta en mi otro paisano, Gerardo Diego, la existencia de un problema profundo. Tenía una imaginación magnífica, sentido del ritmo, inteligencia, sensibilidad, pero no captaba en su obra el aliento de un problema palpitante. En Hierro sí hay un hondo problema: el problema Lorenzo Oliván • La palabra viva de José Hierro

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«En Hierro sí hay un hondo problema: el problema de querer atrapar el tiempo, que es vida y dinamismo, en la palabra; el problema de dar salida, en el cauce lineal de la poesía, a la turbamulta de lugares, de momentos, e incluso de personas que nos habitan.»

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de querer atrapar el tiempo, que es vida y dinamismo, en la palabra; el problema de dar salida, en el cauce lineal de la poesía, a la turbamulta de lugares, de momentos, e incluso de personas que nos habitan. Todo el mundo ha señalado esa obsesión por el tiempo en el poeta, pero resulta indispensable no perder de vista lo que matiza Douglass M. Rogers: «El tiempo para Hierro es mucho más que punto de arranque para meditar sobre la no-vida; él no es solamente el poeta del hecho de que nos consume el tiempo o del fin a que nos conduce, sino el poeta del sentimiento de esta corriente en sí. La vida se define por ser proceso, no estado, por ser dinámica y no estática [...] lo nuevo en Hierro es su modo de insistir en la vida como movimiento: es difícil que se encuentre otro poeta que reproduzca esta sensación con tanta fuerza sugestiva como la vemos aquí, en todos sus ritmos» (1961: 209). Si un rostro es el espejo de una alma, evoquemos el rostro que todos tenemos en la memoria, cargado de vitalidad, como tallado a golpe de seco cincel o pintado con pincel expresionista, que era como él se dibujaba a sí mismo siempre. Quien le haya conocido u oído recitar sabrá que el vigor del rostro coincidía con el de su palabras, sus gestos y sus actos. Manuel Arce, que hoy podría haber estado aquí emocionándonos con sus anéndotas de amigos de verdad, le describe en esa electricidad única: «Es así como le recuerdo y como le veo todavía [...]. Porque Hierro es la velocidad. La dinámica poética. Es el manifiesto de Marinetti redactado en carne y hueso». Yo he intentado en estas páginas ir al «aire de su vuelo», pero temo que perseguir la velocidad misma nos haya dejado a todos un poco exhaustos. Sueño, de todos modos con que, persiguiendo su fuga irrenunciable, me haya asomado, al menos, a la forma de su huida.

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Bibliografía citada Alarcos Llorach, E.: «Secuencia sintáctica y secuencia rítmica», en Elementos formales en la lírica actual, uimp. 1967, pp. 9-16. Albornoz, Aurora de: José Hierro, Madrid: Júcar (col. Los Poetas, 31), 1982. Arce, Manuel: «Días de ayer en un flash de urgencia», Peña Labra, 43-44, Santander, 1982, pp. 23-24. Corona Marzol, Gonzalo: Realidad vital y realidad poética (Poesía y poética de José Hierro), Zaragoza: Prensas Universitarias, 1991. Gullon, Ricardo: «Confidencia al viento», Cuadernos Hispanoamericanos, 17, Madrid, 1950, pp. 301-303. Hierro, José: —«Algo sobre poesía, poética y poetas», en Antología consultada de la joven poesía española, Santander: Bedia, 1952, pp. 90-107. —«Poesía y poética», en Arbor, 85, Madrid, 1953, pp. 26-36. —«Juan Ramón, comparado», Ínsula, 128-129, Madrid, p. 11. —Poesías escogidas, Buenos Aires: Losada, 1960. —Poesía completas (1944-1962), Madrid: Giner, 1962. (A partir del Libro de las alucinaciones cito los versos del poeta por sus correspondientes primeras ediciones. Para citar los libros previos a 1964 cito por esta edición). —«Palabras antes de un poema», en Elementos formales en la lírica actual, uimp, 1967, pp. 83-94. —Guardados en la sombra, Madrid: Cátedra, 2002. Jiménez, José Olivio: José Hierro. Antología Poética, Madrid: Alianza, 1.ª ed. actualizada, Madrid, 2002. Lanz, Juan José: «José Hierro: Escribir poesía es siempre una frustración», El Urogallo, 57, 1991, pp. 11-19. Paraíso, Isabel: «Análisis rítmico de la poesía de José Hierro», en Teoría del ritmo de la prosa, Barcelona: Planeta, 1976, pp. 59-71. Rogers, Douglas M.: «El tiempo en la poesía de José Hierro», Archivum, xi, 1961, Oviedo, pp. 201-230. Urrutia, José: «Introducción», en José Hierro. Quinta del 42, Madrid: Biblioteca Nueva, 2001, pp. 9-44.

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Mario Díaz • Vicerrector de Investigación de la Universidad de Oviedo La representación pública, frecuentemente cargada de actividades burocráticas, ofrece sólo muy aisladamente ocasiones de motivación y apertura a nuevas o viejas experiencias. La Cátedra Emilio Alarcos me ha sorprendido siempre con estas vivencias en todas las ocasiones, en estos cuatro años en que he tenido la oportunidad y el placer de participar desde la tribuna. La cita en esta ocasión sobre el ritmo en la poesía de José Hierro ha sido otra oportunidad de disfrutar no sólo del completo análisis para entendidos y amantes de la poesía que ha realizado Lorenzo Oliván, si no también para catar la propia música de su presentación. También ésta, auténtica, porque en paralelismo con sus referencias resonaba desde un fondo distinto de una ordenación de frases y párrafos, de igual forma que la poesía auténtica es distinta de la simple ordenación de sílabas y acentos. Resulta difícil penetrar en el mundo más intimista y humano de la poesía cuando se sale por momentos del trabajo administrativo, o cuando se está inmerso en el trabajo científico del estudio de procesos dinámicos

Lorenzo Oliván y Mario Díaz, vicerrector de Investigación de la Universidad de Oviedo, cerrando el acto.

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de transporte de materiales, que como catedrático de Ingeniería Química y Tecnología del Medio Ambiente ocupa mi actividad profesional. El lenguaje «de las lenguas» resulta atractivo por los contenidos, por las vivencias que genera, pero también por la propia estética que presentan. Y como se dijo, los elementos del contenido y de la expresión deben producirse en «íntima simbiosis», por lo que también al lector alejado y esporádico los metrónomos lo distancian de la lectura. El interés por el ritmo, por el movimiento, que es siempre más complejo que la estática, como ocurre también en la física al hablar del equilibrio y la cinética, es una herramienta muy potente para la comunicación. Porque en la vida, en las vivencias lo que tenemos es casi únicamente cinética, el equilibrio si existe no parece resultar deseable, y sólo cuando dejamos la dinámica nos encontramos en el equilibrio de nuestro destino último. Así que valoramos el interés por el movimiento, el ritmo o la palabra viva, como el interés y la valoración por los temas de cada momento por las propias vivencias en el contexto interior del ser humano. Me ha resultado finalmente atractivo el comentario del paralelismo que establece entre la lírica de las canciones espontáneas y la afirmación de Hierro sobre música y poesía como artes hermanas.Y es que resulta, y de forma muy especial, que los procesos dinámicos también suelen ser fruto de la combinación de diversos fenómenos que hay que considerar absolutamente interconectados. Por el contrario los procesos muertos, los de equilibrio final, resultan ya con mucha frecuencia tratables por separado, sin precisar que se trate conjuntamente la música y la literatura, como el equilibrio de la materia y la energía. El atractivo de la labor universitaria, su resonancia y su trascendencia tienen siempre mucho que ver con el trabajo individual, unas veces en entornos más próximos y sensibles, otras en contextos más trascendentes y globales. Todos válidos, todos importantes.Y todos contribuyen a la formación, al desarrollo cultural, a la investigación y a la creación. Como en otras ocasiones, en este caso, desde la universidad quiero agradecer la actividad de Josefina Alarcos y de Cristina García por su trabajo realizado con ambición y cariño.

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IN MEMORIAM AEMILI ALARCOS LLORACH, VIRI BONI DICENDI PERITI, ARTEM GRAMMATICAM PER ANNOS XLVIII PROFESSI ISDEM HIS AEDIBVS QVAE EIVS VOCE ADHVC REBOARE VIDENTVR, VNIVERSITAS OVETENSIS MONVMENTVM HOC GRATO DICAVIT ANIMO, ANNO PRIMO AB EIVS MORTE EXACTO, A. D. VII KAL. FEBR. A. D. MCMXCIX

Texto de la placa conmemorativa del primer aniversario del fallecimiento de Emilio Alarcos Llorach en el claustro de la Universidad de Oviedo


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