Ágora nº 21 Boletin 6

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Ágora núm. 21

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La Residencia tenía una parte de residencia de curas y otra parte de hospital público. Don Deogracias se instaló en una habitación que había quedado libre y que perteneció al cura más anciano recientemente fallecido. Dejó su maleta junto al armario de madera barnizada y sobada, y se sentó en la cama. Se levantó, se dirigió al espejo y se miró. El tiempo y la pobreza obligada de su ministerio habían dejado surcos en su piel esturada por el sol y el aire de la montaña. En la comisura de sus labios se convertían en rictus de desencanto bienhumorado, su negación sacerdotal, su celibato y su fidelidad al santo ministerio. Volvió pues a sentarse en la cama y se quedó largo tiempo mirando a la pared con la vista perdida en el papel pintado, despegado y lleno de polvo en el límite del techo. Los cristales de las ventanas, desde las que se veían los arbotantes de la catedral, estaban sucios y, bajo la cama, descansaba el tiempo en forma de un viejo vaso de necesarias – cerámica llena de sarro hediondo- un gastado cepillo de dientes y grandes bolas de pelusa cana. En una esquina, se había llenado de polvo el triángulo de una vieja telaraña. En torno a la llave del armario, el barniz desgastado dejaba asomar la blanca madera de chopo; el inquilino anterior no debía de ser muy cuidadoso y la habitación debió de quedar mucho tiempo cerrada, porque tenía el olor del aire viejo y descompuesto, de chinches aplastadas y zotal. En recepción le comunicaron que, hasta la una, no pasaría la limpiadora así que, don Deogracias se levantó del duro colchón de borra en que se había sentado y -fuera la puta faldamenta- se quitó su vieja, su astrosa sotana, sobada, la arrojó al fondo del armario y se puso una camisa gris con la tirilla blanca en el cuello, mientras volvió a canturrear los versos de la canción: tengo que subir al árbol, tengo que coger la flor.

Ya iba a salir al pasillo, cuando se detuvo. Se quitó los zapatos, se quitó los calcetines, los olió con gesto de repugnancia, los anudó y los metió bajo la cama. Abrió la maleta sacó unos nuevos y se los puso; ató los cordones de sus enormes zapatos (los niños de su parroquia le llamaban Zapatíbulo por sus zapatos y su rostro patibulario) y, hombre nuevo, salió al pasillo, bajó la gran escalera y se fue por la puerta principal a dar un paseo por la ciudad. Se llegó hasta una plaza que se dilata en un hermoso jardín arbolado y se sentó en un banco público, con la vista perdida en las neblinas de la nueva vida. Un poco más allá, en otro banco, un grupo de muchachos desastrados, llenos de greñas y tatuajes, bebían vino de una botella oculta en un paquete de papel y vociferaban obscenidades. La sombra de los tilos vacilante daba al lugar un aire inestable. El cura quiso leer un rato los salmos pero se dio cuenta de que, por primera vez, había salido sin su breviario. Levantó los ojos a los árboles y volvió a canturrear en su interior los versos de la canción. Cuando los bajó al suelo, descubrió que a su lado se había sentado una joven. El cura le miró a los ojos, creyó reconocerla y sonrió nervioso. La muchacha le devolvió la sonrisa y depositó a su lado unos cuadernos de espiral que le hicieron suponer que se trataba de una


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