Barcelona. Museo secreto

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barcelona museo secreto Ignacio Vidal-Folch Con fotografĂ­as de Txema Salvans

Actar


ÍNDICE

6 — La isla de los muertos

10 — Los ojos del Dr. T. J. Eckleburg

14 — L a linterna cúbica

18 — Il Cupolone

22 — Tardes en las carreras

26 — Panorámica construida

30 — La edad de oro de las porterías

34 — Un guante de ante

38 — La torre del reloj

42 — La vaca de los Encantes

48 — Los buzos de la Ciutadella

52 — Fiesta de los maniquíes

56 — Un héroe juvenil

60 — Gabinetes de curiosidades

64 — El sombrero hace al hombre

68 — El gabinete del Instituto Botánico

72 — Detrás del hangar Z-6

76 — Del fondo del río

80 — La nieve sobre el Tibidabo

84 — El loro disecado

88 — Teatro de anatomía

92 — Vastos jardines

96 — El castillo

100 — Un ciclista en el capitel

104 — El gato

108 — Los seres de las cornisas

112 — Árboles altos

116 — Más porterías de la edad de oro

120 — ¡Oh sombra derribada, sombra dura!


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124 — El umbral del reino

128 — Vuelo sin motor

132 — El depósito del agua

136 — Lecciones de vértigo

140 — El templo de la calle Bailén

144 — Presentimiento complejo

148 — El mensaje del neón

152 — De puente en puente

156 — Postrimerías de la Colonia Castells

160 — Leyendas de Chinatown

164 — Al sol de Puig Castellar

168 — La estatua de la Libertad

172 — Vuelo de columpios

176 — El placer de los extraños

180 — Ensueños de caracol

184 — Mi parlamento

188 — Escultor de retirada

192 — “Si me queréi, ¡irse!”

196 — Columnas de Urgencias

200 — Souvenir de Polonia

204 — Jardines de hormigón

208 — El Ser y La Catalana

212 — Sobre la junta de compensación

216 — Donde duermen los trenes

220 — Una torre de Escher

224 — El Pueblo Español

228 — Figuras del Malecón

232 — Buscadores de tesoros

236 — La bella durmiente


índice

240 — Nicu, pintor de iconos

244 — El Ritz, o el Palace

248 — Alrededor de la muralla

252 — Luz de acuario

256 — Las sombrillas del café Stork

260 — O sólo muy vagamente

264 — Torre abolida

268 — Lo que sé del sultán

272 — Esas cositas locas…

276 — Una puerta inquieta

280 — ¡Mirá la pileta!

284 — Kahala, Kahiki y Aloha

288 — He cometido el peor de los pecados

292 — Buffet soñoliento de una estación cualquiera

296 — ¡Cómo que fea!

300 — Siete castillos

304 — Patio que se cierra al mundo

308 — ¡Línea!

312 — La esquina del sátiro

316 — El buzón para el cielo


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La isla de los muertos La visión del monumento al poeta Jacint Verdaguer, en la intersección de la avenida Diagonal con el paseo de Sant Joan, provoca inquietud y hasta una pizca de angustia. Esa angustia la asocié durante mucho tiempo a los regresos de los veraneos infantiles. Fue en la era antediluviana de antes de que tendieran las autopistas; entrábamos en coche a Barcelona por la carretera de la costa y nos pasábamos las horas atascados en la Diagonal, cociéndonos bajo un sol de justicia y escuchando el estrépito malhumorado de las bocinas. Ya desde lejos podías ver a Verdaguer muy airoso e indiferente sobre su columna, varios metros por encima del embotellamiento, por encima de la multitud acalorada y aburridísima en sus coches. Su negra silueta reverberaba en la calina como animada por un milagro o algún tipo de vida eléctrica, y fantaseabas con la idea de que Verdaguer, que estaba muy loco pero tenía un corazón muy grande e irradiaba amor universal, recurriría a sus poderes de beato y de ocultista para agilizar el tráfico y que pudiéramos llegar a casa de una vez. Pero no se llegaba nunca. Te ibas acercando poco a poco al monumento. Su masa de renegrido bronce, popularmente conocida como “el cuervo” –seguramente en homenaje al lacónico pero reiterativo pájaro que invitaba a Poe a la desesperación–, iba creciendo. “Nunca más”, repetía el cuervo, cada vez con mayúsculas más grandes. Nunca. Nunca. Nunca. Luego veías con detalle los cipreses, el hemiciclo de piedra. Por fin, después de dejar atrás la columna, el tráfico fluía con más diligencia. Y al cabo de un rato estabas en casa, tumbado en el sofá, derrengado, con los nervios hechos trizas, y deseando estar en cualquier otro lugar: eso es llegar. He acabado por comprender que la inquietud que provoca la visión del monumento a Verdaguer nada tiene que ver con los atascos de circulación del año de la catapún, sino con algo más enigmático y bello, algo que el artista visionario Arnold Böcklin representó magistralmente en su cuadro La isla de los muertos: en él vemos una pequeña barca o esquife en la que viajan un remero y una alta figura, erguida, envuelta en una túnica blanca. Junto a la proa llevan un féretro, dispuesto transversalmente. Bajo un cielo de tonalidades oscuras, melancólicas, la barca se desliza por aguas tranquilas hacia una pequeña isla rocosa, donde se ven algunas construcciones, entre ellas algunas tumbas excavadas en


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la roca. El pintor se había propuesto realizar “un cuadro muy silencioso”, “un cuadro para soñar”, para complacer a su destinataria, Marie Berna, futura condesa de Oriola, que acababa de quedarse viuda de su primer marido. Böcklin imaginó primero la isla solitaria, pintó todo el cuadro, y en el último momento añadió la barca. Aquella visión que representó cinco veces, en cinco versiones –primero aclarando el cielo, que al principio era nocturno, luego precisando los contornos de la isla y añadiendo el murete y el embarcadero donde sólo había una playa oscura–, la copiaron, consciente o inconscientemente, el arquitecto Pericas y los artistas Borrell y Oslé en el monumento al poeta de La Atlántida, inaugurado por Alfonso XIII en 1924. Ahí está la pequeña isla, y en ella tres segmentos de balaustrada que sugieren el hemiciclo con las oquedades de las tumbas, y los fúnebres cipreses; la figura siniestra que se acerca en un esquife ha sido elevada sobre la columna, pues los arquitectos no iban a dejarla en medio de la calzada, para que la arrollasen los coches. Ahí está también esa monumentalidad e impresión de majestuosa soledad. Quien a pesar de la evidencia guarde alguna duda de la estrecha relación entre el monumento y el cuadro de Böcklin, puede consultar Ángeles y Demonios de Rosa Giorgi y Stefano Zuffi, donde se relaciona la isla de los muertos con el mito al que dio nombre Platón en el “Timeo” y el “Critias”: La Atlántida. O puede ir a Florencia y observar el monumento funerario a Böcklin en el cementerio de Camposanto agli Allori, monumento que consiste, precisamente, en una columna, con la ingenua cita de Horacio “non omnis moriar” (no todo de mí morirá), grabada en la base. Pudo creerlo Böcklin, juzgando por el éxito avasallador de que disfrutó en las últimas décadas de su vida. En efecto, así como tantos comedores domésticos de nuestros tiempos han estado y muchos aún están presididos por una reproducción sobre papel o en esmalte de Los girasoles de Van Gogh o del Guernica de Picasso, de la misma forma hasta mediados del siglo XX solía colgarse en comedores parecidos una copia de El Angelus de Millet o de La isla de los muertos de Böcklin. Iconos de larga duración, de hechizo persistente. Pero el de Böcklin pierde su magia. Es curioso que siendo un pintor tan interesante y habiendo sido tan famoso y exaltado durante varias


La isla de los muertos

generaciones tanto por las masas como por las élites, y entre otros por los pintores surrealistas, como De Chirico, Dalí o Max Ernst, a partir de la segunda guerra mundial su obra cayese en el olvido, del que se salva a duras penas este cuadro y con él el recuerdo ambiguo de aquellas horas ya lejanas, horas familiares que perdimos en los atascos de tráfico bajo un sol de justicia, mientras el cuervo repetía “Nunca, nunca, nunca”. No creo que se deba a que el llamado “discurso” dominante del arte se aleja, a partir de los impresionistas, de la pintura simbolista y literaria de Böcklin. Creo más bien que Böcklin sufre, como otros románticos alemanes, la maldición de Hitler. Era uno de sus pintores preferidos. Un día, contemplando cierto paisaje, Hitler exclamó: “¡Por fin comprendo a Böcklin!” Y hay una foto tomada en la cancillería del Reich, el 12 de noviembre de 1940, en la que se le ve negociando con Molotov. Colgada en la pared del fondo se ve La isla de los muertos…


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Los ojos del dr. T. J. Eckleburg Al búho pensativo que desde lo alto de un edificio en Diagonal esquina a paseo de Sant Joan nos observaba con sus ojos de neón verde, le han cortado la luz. Sus grandes ojos de mirada fija ya no arrojan los dos rayos paralelos, que le daban una atmósfera irreal y verde a la avenida. Ahora es una presencia plana y decorativa, sólo un icono de notables dimensiones, vestigio de cierta época que ha pasado a mejor vida. El búho, o el mochuelo, o lechuza, en fin, ave noctívaga que es el emblema de la Diosa Palas Atenea, la de los ojos glaucos, patrona de la sabiduría, ha anunciado durante varias décadas la empresa Rótulos Roura y la anunciaba con notabilísima eficacia gracias a los adelantos en el mercado del neón, especialmente efectivos en las horas de la noche, como es natural porque “el búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo”, según dijo el filósofo. De noche es cuando se piensa con más penetración y claridad, con la claridad verde que emanaba del búho de la diosa, del búho de Rótulos Roura. Era un anuncio luminoso formidable. Ahora el búho no mira, ni ilumina a nadie con su rayo láser. El circuito eléctrico que mediante un ingenioso mecanismo encendía y apagaba círculos concéntricos de luz, de forma que si los mirabas durante demasiado tiempo podía hipnotizarte como un profesor Fassman mecánico, ha sido desactivado. En cambio, se han dispuesto unos focos para iluminar el búho. Convertido en pieza de museo al aire libre, ya no nos mira, sino que somos nosotros los que lo miramos a él. Tiempo atrás la autoridad municipal emprendió una campaña para homogeneizar el paisaje urbano, con tanto celo que las empresas que remoloneaban en el cumplimiento de la normativa contra los rótulos en las fachadas se encontraron en las azoteas a la brigada de hombresaraña del ayuntamiento desmontando las panoplias. Eran tipos agilísimos y muy diligentes en el uso del destornillador y las alicates. Así pasó a mejor vida el anuncio de General Óptica en Meridiana 376, que también estaba pertrechado con láser y arrojaba sobre la famosa avenida una luz propia de La guerra de los mundos. En cuanto al búho o la lechuza del paseo de Sant Joan, ha sido indultado, como un toro valiente, en consideración a lo mucho que le gusta a niños y mayores; sigue allí arriba como icono emblemático pero


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desprovisto, como digo, de sus luces y del cartel que era su razón de ser comercial; de todas maneras la empresa Rótulos Roura tampoco existe ya; se transformó en Roura Cevasa, y se integró en la empresa multinacional ACS, propiedad de Florentino Pérez, el famoso constructor y presidente del club de fútbol Real Madrid en los años en que los jugadores del equipo eran “galácticos”. Habiendo visto con sus ojos muy abiertos lo que le pasaba a otros carteles altos, y cómo a él mismo lo desenchufaban y lo reducían a la ceguera, no es extraño que el búho, sobre todo de día, mantenga un riguroso silencio, se aplaste contra la pared que le sostiene, quiera pasar las próximas décadas tan desapercibido como le sea posible, como aquellos Inmortales del poema de Hesse que “miran silenciosos nuestras pobres vidas inquietas, y ven silenciosos girar los planetas, y gozan del gélido invierno espacial”. De vez en cuando uno repara en sus ojos y da un respingo. Le hacen pensar en los ojos de Dios. Ese Dios del que tantos sabios dicen que ha muerto, o que “se retira”, o que permanece observándonos en silencio mientras aquí abajo nos tratamos los unos a los otros como Caín a Abel, y luego en vano quería ocultarse a la omnisciente mirada. Es irremediable. Cada vez que veo el búho de Rótulos Roura recuerdo automáticamente El Gran Gatsby, la famosa novela de Scott Fitzgerald, cuya escena decisiva –el atropello de Myrtle Wilson, la desgraciada esposa del gasolinero, por un coche conducido por la adinerada Daisy Buchanan–, tiene lugar, ya hacia el final del relato, en una carretera secundaria que conduce a Nueva York. Ese paraje de Queens, nos explica el autor, es gris y deprimente, las casas parecen cubiertas de ceniza, aquí y allá suben humaredas verticales hacia el cielo, el aire está impregnado de polvo; y ese paisaje suburbial y degradado, poblado de siluetas de hombres grises que se mueven apagadamente, lo preside el anuncio de un oculista, el doctor T.J. Eckleburg: unos ojos inmensos, con unas gafas gigantescas posadas en una nariz inexistente. El anuncio es viejo. Hace ya tiempo que el doctor Eckleburg se marchó de aquel paraje, pero no se le ocurrió llevarse el anuncio de las gafas, y aquellas pupilas inquisitivas, de tamaño colosal, algo apagadas por


Los ojos del dr. T. J. Eckleburg

las inclemencias del tiempo, “siguen meditando tristemente sobre el solemne muladar”. En la versión cinematográfica de 1974, con Robert Redford en el papel de Gatsby y Mia Farrow en el de Daisy, los ojos del doctor Eckleburg aparecen y reaparecen de forma obsesiva. Al competente guionista, Francis Ford Coppola, no se le escapaba que El Gran Gatsby es una moderna tragedia, donde no podía faltar el coro, o la mirada que contempla desde fuera el desarrollo de la inevitable desgracia. Desde luego Coppola entendió que aquellos ojos eran importantes para Scott Fitzgerald, que eran mucho más que un detalle de ambiente. Le ayudó a entenderlo este diálogo, que se desarrolla cuando el gasolinero está en estado de shock por la muerte de su esposa. Amanece, y de la oscuridad de la noche están emergiendo los ojos del doctor T.J. Eckleburg, “pálidos y enormes”.

—¡Dios lo ve todo! –repitió Wilson.

—¡Si es un anuncio! –afirmó Michelis.


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La linterna cúbica El minimalismo y ligereza del mobiliario doméstico contemporáneo le ha puesto fáciles las cosas a quienes alquilan un piso. Los muebles de hoy son livianos y esquemáticos. Pero hay un elemento que se resiste a esa racionalización y extrema reducción de superficies, característica del interiorismo de hoy: la lámpara. Es difícil acertar con la lámpara, no pocas veces es un dolor de cabeza, y no sólo a la hora de comprarla, también para quienes tienen que diseñarla. Basta darse una vuelta por cualquier comercio del ramo para comprobar que nos hallamos ante un artículo que, a la que el autor se descuida, tiende a la arbitrariedad formal, a la extravagancia y al adefesio. Por eso la gente, sobre todo los jóvenes de Barcelona que ponen su primer piso y no van sobrados de dinero, se conforman con comprar una o dos pantallas esféricas, de papel blanco, que tienen connotaciones orientales y también verbeneras. Tiempo habrá, se dicen, para cambiarla. El primer día, esa esfera lista para balancearse al soplo de un viento que no corre por la ciudad, parece una solución graciosa. Luego se ve que no casa con la arquitectura de los pisos, que tiende a colgar del techo como nido de aves extrañas, pero hay que resignarse a ella e incluso hay que estarle agradecidos, pues su redondez sosiega; nos recuerda a Parménides de Elea, para quien la esfera es la forma de representación del ser, que en ella se encuentra distribuido por doquier, idéntico en cada punto a sí mismo. Contra los relativismos, liviandades, levedades, fluidez y fugacidades del ser heraclitano, contra la falta de sustancia característica de los años mozos, que a veces puede resultar aterradora, la esfera luminosa repite, tranquilizadora, que estás completo y eres. Sin embargo, a la que la gente prospera y redecora su casa, lo primero que hace es tirar a la basura o regalar a un sobrino la lámpara esférica, que le recuerda estrecheces para nada memorables. Y a menudo, obedeciendo a los movimientos pendulares del ánimo, la sustituye con lo más opuesto a ella: en vez de esfera colgante, un cubo en el suelo, junto al sofá. Tienen tanto éxito esas lámparas cúbicas que las venden en todas las tiendas de cierta enjundia. Con ligeras variaciones de tamaños y materiales, las he visto, por ejemplo, en Pilma, en el número 403 de la avenida Diagonal, y en Deumar el 215 de la calle


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Mallorca, y en ese emporio de la iluminación que es Biosca & Botey, en Còrsega 294. Lámpara cúbica que no debería parecernos tan tranquilizadora, sino todo lo contrario, pues mediante una asociación mental automática remite a la linterna que ilumina El 3 de mayo de 1808 en Madrid. La linterna que los soldados franceses del pelotón de ejecución han posado en el suelo para iluminar a sus víctimas y no marrar el tiro, y que ilumina con dramático fulgor la escena pavorosa. Se trata de una linterna de vidrio, que portaba dentro una vela o bien una lámpara de aceite, un candil de chapa de latón, con dos pisos o niveles: en el de encima se colocaba el aceite y la mecha, y el de debajo recogía el goteo y los restos del pábilo. Contemplando El 3 de mayo uno piensa que en esa imagen dantesca la linterna representa las luces de los filósofos franceses del XVIII, las luces de la Ilustración, de la modernidad y el progreso, de la Enciclopedia, de la declaración de los derechos del hombre, las luces cuya irrupción anhelaban los ilustrados de España para aclarar las tinieblas del absolutismo, de la decadencia, de la clerigalla, de la Inquisición. Pero esas luces llegaron en linternas de tropa, colgadas por la argolla de la punta de las bayonetas caladas, para iluminar patíbulos improvisados. Cuál no sería el horror de Goya y de sus amigos liberales y afrancesados. Una vez, en el museo del Prado, ante El 3 de mayo, le pregunté a Juan José Junquera Mato si a su entender no es éste que vengo diciendo el sentido de la famosa y ambigua sentencia goyesca “El sueño de la razón produce monstruos”. Junquera, catedrático de la Complutense, que en su día levantó gran polémica con la tesis de que las pinturas negras de la Quinta del Sordo no son obra de Goya, sino de su hijo Javier –el tema se debatió sin contemplaciones en las páginas de la revista Archivo Español de Arte–, me interrumpió con las siguientes o parecidas palabras: “Es usted muy libre de verlo así. Pero esa linterna era muy común en la época, de las que llevaban los criados para iluminar a los señores en las calles oscuras… Y en cuanto a la cultura e ilustración de Goya, desengáñese, amigo mío: se trata de una leyenda romántica. Jovellanos o Moratín


La linterna cúbica

fueron amigos suyos, pero también al siglo siguiente Ortega y Gasset era amigo de toreros y eso no les hacía ilustrados. La verdad es que Goya escribía fatal, su sintaxis era espantosa y también su ortografía, en una época en que ésta estaba claramente pautada. Cuando estudié el meticuloso inventario de la Quinta del Sordo, me llamó la atención que figurase hasta el estiércol del patio y las lentejas de la cocina, pero no constaba ni un solo libro. Lo que le preocupaba a Goya no eran las ideas de progreso, sino vivir lo mejor posible, como se ve claramente en la correspondencia con Martín Zapater. No fue por problemas políticos por lo que se exilió en Burdeos, de donde fue y volvió a su gusto y sin dejar de cobrar su sueldo como primer pintor de corte de Fernando VII.” Ciertamente con el cuadro que nos ocupa, con su no menos sobrecogedora pareja La carga de los mamelucos, y con otros dos grandes lienzos que se han perdido, el pintor se proponía “perpetuar, por medio del pincel, las más notables y heroicas acciones de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa”, según su carta de 1814 a la regencia del reino. El ejército invasor acababa de retirarse. España estaba devastada. Avalando el propósito del pintor, Don Luis de Borbón le puso sueldo, y Fernando VII le mantuvo en el cargo una vez superado el examen en el tribunal de depuración, pero los cuatro cuadros parecieron menos exaltantes que crudos y angustiosos, y se almacenaron primero en las reservas de la Academia de San Fernando, y luego en las del Prado. Hoy los conoce y admira todo el mundo, y la linterna cúbica se ve por todas partes.


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Il cupolone Una de mis canciones preferidas del último lustro es esa perezosa salmodia, o por decirlo con términos más positivos, esa deliciosa balada jazzy, con buen ritmo y melodía reiterativa, que dura casi diecisiete minutos y se me hace corta. Highlands, de Bob Dylan. Cuando la iban a grabar para el disco Time out of mind, el productor le preguntó al autor: “Bob, ¿no tienes una versión más corta?” Dylan le respondió: “Ésta es la versión corta”. Y da toda la impresión de que aún podría haberle añadido cien o doscientos versos más; es un artista bendecido con el don de la facilidad. Escribió Highlands hace unos pocos años, en vísperas de someterse a una operación quirúrgica muy delicada, y la canción rezuma la angustia y la amargura de quien teme despedirse del mundo, un mundo que cada día le parece más incomprensible y más feo. A Dylan le gustaría escaparse a las Highlands, las Tierras Altas escocesas; asegura que no hay otro sitio en el mundo que valga la pena, y que en cuanto se reponga un poco, piensa ir allí. De hecho, según repite el estribillo, su corazón ya está allí. Las primeras estrofas describen las bellezas de esa región escocesa, el lago del Cisne Negro, el transparente río Aberdeen fluyendo; luego cuenta que en realidad él se halla en Boston, entra en una cafetería a comer algo, quizá unos huevos duros, aunque, la verdad, no tiene apetito, y la camarera le dice que, ay, no le quedan huevos duros… Las estrofas alternan escenas triviales con lapidarias sentencias de hastío existencial. Un humor incongruente, tipo Groucho Marx, atraviesa toda la cantinela. Que concluye así: Mi corazón está en Highlands/ lejos, más allá de las montañas, al amanecer/. Hay un camino que lleva allí,/ un día u otro me apañaré para encontrarlo./ Pero, mentalmente, ya estoy allí,/ y por ahora, con eso me vale. (“In my mind I’m already there/ And that’s good enough for now”. Cuando subo Balmes por el tramo que va de la plaza Molina a la ronda del general Mitre, ya sea en moto o en coche, camino a la ronda de salida de la ciudad, recuerdo ésta y parecidas evasiones a sitios amenos y remotos, pero que no son más que constructos de la imaginación, fugas automáticas a estados mentales armoniosos y placenteros; y soy todo expectativa, hasta que sobre la esquina de la acera derecha en


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el cruce con Mitre aparece la pequeña pero rotunda cúpula que tan armoniosamente corona el edificio de Balmes 368. Se trata, por lo demás, de una casa de rentas sin mucha historia; construida a finales de los años cuarenta o, como muy tarde, a principios de los cincuenta; fachada con paramentos de ladrillo visto, sótano, cuatro tiendas en la planta baja, ocho pisos, y en el terrado, ese salón-cúpula que tantos automovilistas detenidos ante el semáforo observan con la boca abierta, hasta que el tipo del coche de detrás toca la bocina, porque el semáforo está en verde, ¡atontao! Enfrente, donde las oficinas de venta de pisos, había un supermercado de las Mantequerías Leonesas. Algunos de los clientes de aquel supermercado, irritados por el hilo musical que sonaba siempre –y no sonaba precisamente Highlands–, pegaban la nariz a los grandes ventanales, contemplaban la airosa cúpula dominando el vomitorium de coches, y alguno, ipso facto relajado, canturreaba: “In my mind I’m already there/ And that’s good enough for now.” ¿Y dónde estabas? ¿En las Highlands? –¡Quita, hombre, quita! ¡Estaba en Florencia, en pleno siglo XV, asistiendo al origen del Renacimiento! ¡A mí los Uffizi, los jardines de Boboli! Adiós, medioevo. Hola, Leonardo, Miguel Angel, Donatello, Rafael e tutti quanti… Porque esa cúpula de Mitre-Balmes, con sus moderadas dimensiones y su cobertura de tejas negras y su doméstica funcionalidad, es un homenaje, todo lo neurótico, apretado y pigmeo y hasta filisteo que se quiera, pero homenaje conspicuo y yo diría que intencionado a “Il Cupolone”, como llaman con afectuoso aumentativo los florentinos a la cúpula de Brunelleschi, aquel prodigio formal y alarde técnico que corona la catedral de Santa Maria dei Fiori y que vino a arrumbar siglos de estilo gótico al baúl de los recuerdos. “El animal”, como la llamó Lloyd Wright. “La aparición”, como la llaman también los florentinos, porque en efecto, su convexa masa roja, que marca el perfil de la ciudad desde las colinas, te sale al paso al fondo de cualquier callejón del casco antiguo, como una montaña roja o un descomunal globo cautivo, resume Florencia en el momento en que sus artistas se propusieron emular y superar a los maestros de la antigua Grecia y la antigua Roma. Ves la cúpula coronando ma-


Il cupolone

jestuosamente el cruce de Balmes-Mitre y te aerotransportas en un nanosegundo a la divina ciudad del Arno. Aunque hoy día se levantan cúpulas infinitamente más complejas, en nuestras escuelas de arquitectura se sigue estudiando aquella forma, toda ella equilibrio, precisión, grandeza y ligereza. Por eso se vende como churros el ensayo monográfico de Giovanni Fanelli y Michele Fanelli La cúpula de Brunelleschi. En sus páginas profusamente ilustradas hemos visto una reproducción de la máscara mortuoria del genial arquitecto (que, por cierto, físicamente se parecía bastante al conocido político local Duran Lleida). Incluso en esa efigie dramática y postrera el arquitecto exhibe una sonrisa pícara y una red de arruguillas en torno a las comisuras de ojos y boca, las arrugas que imprime en el rostro el hábito de reír. Una aguda ironía era en efecto, uno de los rasgos más destacados de su carácter, según cuenta Vasari en su famoso libro. Parece que era también un hombre obstinado, tenaz, de carácter “terrible”, y que era asombrosa su capacidad para resolver intuitivamente los más complejos principios abstractos. Como Dylan, tenía el don maravilloso de la facilidad, que tanto envidio y celebro.


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Tardes en las carreras Después de quince años cerrado, el hipódromo de Madrid, tutto in fior, vuelve a celebrar carreras, y veo caballos, caballos corriendo tanto por el turf como por lienzos y películas. Es curioso cómo el ambiente de las carreras, que en pintura es alegre, colorista como las camisas de los jockeys, como en los cuadros de Degas, de Dufy, de los impresionistas y demás pintores al aire libre, al pasar al cine se vuelve hampón y violento. En la gran pantalla, los caballos de carreras llevan la fatalidad sobre sus grupas relucientes de sudor, pero la llevan con gran elegancia, con un sentido estético refinado. En Atraco perfecto, una de las obras maestras de Stanley Kubrick, aquel héroe agónico o antihéroe que fue Sterling Hayden observa cómo su maleta llena de dinero cae, se abre, y los billetes vuelan en el viento de la madrugada, se van para no volver mientras dos policías con cara de pocos amigos corren a ponerle a Hayden las esposas. El dinero volador era el botín del atraco a la caja de un hipódromo, y el atraco estaba calculado al segundo para que nada fallase, pero en los intersticios entre segundo y segundo se coló la mala suerte. En las últimas imágenes de La jungla de asfalto de Houston, el mismo Sterling Hayden, agónico y cosido a balazos en la acera de un callejón, “ve” los caballos en cuya compañía aspiraba a vivir tras una vida echada a los cerdos, parecido en esto el gánster al filósofo que dijo: “cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”. Claro que una carrera de purasangres, montados por hombrecillos con blusas de colores, es incomparablemente más hermosa que una carrera de perros en el Canódromo de la Meridiana. Pero, como dice el refrán mexicano, “estos bueyes tenemos, con estos bueyes aramos”; y además los galgos presentan una estampa indiscutiblemente trágica de artistas del hambre. Semejantes son la técnica de las apuestas, el gran número de imponderables que concurren en cada carrera, y la distribución del espacio físico: a un lado la pista ovalada, y al otro, bajo un gran alero o marquesina, las gradas, las ventanillas de las apuestas, las cafeterías y terrazas. Este espacio del canódromo tan aireado y armonioso, esta elegante estructura de acero en forma de sector parabólico, fue proyectado por los arquitectos Antonio Bonet y J. Puig Torné. El pavimento es de hormigón lavado; y la obra, de hierro y elementos prefabricados,


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fue pensada para que se pudiera desmontar y trasladar a otro emplazamiento, pues cuando se edificó, en el año 1962, se calculaba que seguiría allí durante sólo quince años. Pero han pasado más de cuarenta y permanece, milagrosamente, última instalación de este tipo en toda España, incrustada entre la Meridiana y el agradable barrio de las viviendas del Congrés. Por las despobladas graderías del Canódromo se distribuyen unos pocos hombres, la mayoría de edad avanzada, desocupados, jubilados. A algunos les ha acompañado la esposa, que hace calceta en la cafetería esperando a que el marido termine de sacrificar los cinco, diez euros del día a la ilusión de ganar, y confiando que su compañía vigilante, calceta en mano, evitará que se deje llevar por audacias ruinosas. Según transcurren las horas el lugar se va llenando. Hay carreras de 5 a 9, casi cada tarde. Antes de apostar por un perro determinado el jugador considera el montón de datos que le proporcionan las pizarras y el boletín; considera si el can es importado o nacional, y en este caso lo descarta, pues suelen ser malillos. Luego observa si ha perdido peso desde la última carrera acá, su historial reciente, o sea la posición que alcanzó en las últimas cinco carreras y a cuántos cuerpos quedó del ganador; si lo han ascendido o descendido de categoría; la velocidad a la que completó la última carrera y la velocidad de los que van a ser sus adversarios en ésta; si en los últimos días ha competido mucho o poco, y por consiguiente si viene cansado o no; el número de cajón desde el que parte, pues los primeros quedan más cerca de la curva y los últimos tienen que colarse hacia el interior con un esfuerzo suplementario; si ha corrido en 425 metros y le han pasado a distancias más cortas es probable que gane pues está habituado a correr más; y, en fin, antes de la carrera, cuando los concursantes son exhibidos frente a la grada por unos empleados en chándal, hay que fijarse si viene alegre y confiado, y si tiene el pelo bien lustroso, señal de que está bien cuidado y bien alimentado. Una vez realizados estos cálculos y cruzados los datos formaliza su apuesta: medio euro la mínima. En las carreras de ayer se pagaba al ganador 2,26 euros, 1,75, 3 euros, 1.000 euros en una apuesta triple (hay que adivinar los tres primeros, en el orden correcto) en la que el


Tardes en las carreras

galgo al que a priori todos daban por vencedor tuvo una pájara, como ocurre a menudo, y se plantó a medio camino. Digo que el Canódromo permanece milagrosamente en pie, pero de vez en cuando circulan por la ciudad los rumores de que lo van a echar al suelo, de que en ese gran espacio abierto, propicio al ensueño vespertino y al extrañamiento, e incongruente con la rigurosa trama de las calles, se van a levantar unos cuantos bloques de hormigón. Ayer estuve en el canódromo. Hoy quizá ya no existe. Aunque uno haya pasado sus buenos ratos sentado en esas gradas, bajo ese gran cielo, esperando la siguiente carrera, no se le ocurre cómo asaltar la recaudación, en plan Sterling Hayden. Quizá sería más propio de este lugar un modesto timo, un fraude. Como en cada carrera sólo cuentan de verdad tres perros y los demás están casi de comparsas o meritorios, y todo el mundo lo sabe y apuesta a aquellos tres, las ganancias son ínfimas; pero bastaría con tener un buen cuarto perro “tapado”, y sobornar al preparador del favorito para que lo sedase, y… Interrumpe mis elucubraciones el chirrido de la liebre mecánica desplazándose a toda velocidad sobre el raíl, y detrás de ella vuelan persiguiéndola seis formas como una exhalación. Ha empezado otra carrera. Se decide en diez segundos. “Carla”, número 3, una negra de dos años que partía como favorita, ha ganado el interior de la curva. Ya no cede. “Pirula”, que era mi segunda apuesta, porque el otro día quedó segunda por delante de “Hope” y me parecía muy briosa, se deja adelantar por ésta en la recta del fondo. La carrera apenas dura unos segundos más. Ya han cruzado la meta. Ya perdí un euro. Ya terminó la carrera, pero “Juliet”, “Stella” y “Pirula” no se han enterado, y siguen dando vuelta a la pista, una vuelta, y otra… Se les ha hecho corta la derrota, a las muy tontas.


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Panorámica construida Subí por la ladera de Montjuïc. Desde los parapetos de las terrazas de los jardines Costa i Llobera –de espaldas al farallón salpicado de palmeras y de agaves (esas plantas silvestres con el mástil de la flor que brota como un estoque cuando la planta muere)–, se disfruta de una vista panorámica del puerto, la bocana y la mar abierta. Quería ver el bloqueo del puerto por los barcos de la cofradía de pescadores. Las embarcaciones desiguales de los huelguistas estaban dispuestas en dos filas, obstruyendo la entrada y salida del puerto. Más lejos, suspendidos en la continuidad azul del pálido mar y el cielo descolorido, media docena de buques, entre cargos, transportes y un par de paquebotes macizos como fortalezas, aguardaban a que se les franquease el paso. Parece que unos y otros ya llevaban algunos días así, aguardando una señal, como en episodios de antaño, cuando el temor al contagio imponía cuarentena a los barcos que llegaban a Barcelona desde puertos tropicales infectados por las epidemias de peste o cólera. Los barquitos, cada uno aislado de los demás y envuelto en el fluido azul, parecían maquetas, juguetes, en una atmósfera de absoluta serenidad. Pero es probable que tanto los que se habían colocado para impedir el paso como los que, después de una travesía más o menos prolongada, se encontraban impedidos de entrar en el puerto, estuviesen llenos de hombrecillos diminutos, presa de la mayor de las tensiones, llenos de impaciencia, irritación y hostilidad. En el malecón que se extiende a la izquierda de los silos y naves industriales, del parking de automóviles y los edificios de las empresas Interfrisa S.A. y Provimar, en el centro de un círculo de marineros con camiseta a rayas y tocados con boina, se distinguía un grumete, sentado en un noray, que tocaba el acordeón. En cuanto a la música que el grumete interpretaba, si serían tangos o mazurcas, tarantelas o habaneras, no lo sé, desde su dimensión espectral no llegaba el sonido hasta el jardín de cactus, porque por medio discurre el cinturón de Ronda y la carretera de entrada a la ciudad y suena el tráfico con un estrépito monocorde e incesante. En el jardín, las moscas reclaman que prestemos atención al drama de su efímera vida e inmediato fin con un revoloteo insistente, pegajoso, fastidioso, y uno avanza espantándolas por los senderos de lajas,


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entre el columnario de las neobuxbaumia polylopha mexicanas –esos tubos verdes con reflejos amarillos y aristas dentadas, de cinco metros de altura–; las arborescencias boscosas procedentes de Abisinia; los cleistocactus strausii bolivianos, de proporciones más modestas, que parecen colas erguidas de monos grises, cubiertas por una fina pelusa de agujas de apariencia engañosamente sedosa; y los “asiento de suegra” mejicanos, como un campo de melones con pinchos. Es un jardín espléndido, digno de toda admiración, pero situado a trasmano, y lo visitan mayormente los turistas extranjeros, en primavera, cuando los cactus florecen y están más lustrosos. Aquí a media mañana de un día laborable no se ve otra alma viviente que las de los jardineros trabajando en silencio, en sus uniformes de Peter Pan. En el puerto, a la derecha de los edificios mencionados, se extiende un paisaje de grúas, de grandes camiones “tráilers” aparcados e hileras e hileras de contenedores de mercancías. Los colores rojo, azul y amarillo de esos contenedores, impregnados del matiz metálico de la chapa, parecen los propios de los libros miniados, los códices medievales. Pero luego al tomar en consideración otra vez ese paisaje ordenado, geométrico, me di cuenta de que no estaba mirando un libro miniado sino una retícula de Torres-García, y que el paisaje portuario es un homenaje a sus óleos rigurosamente estructurados, donde las líneas de las grúas trazan las paralelas verticales y los contenedores figuran las casillas de los signos elementales que él repetía cuadro tras cuadro a modo de abecedario jeroglífico: el barco, la estrella, la escalera, la casa, el pez, el ancla, y a veces algunas palabras: “Départ”, “Espoir”, “Voyage”, “Europe”, “Amérique”. Partida. Esperanza. Viaje. Desde luego, elegía las palabras más sugestivas, las más prometedoras. Y si este paisaje técnico y marinero visto desde el jardín de los cactus recuerda tan vívidamente los cuadros del gran artista uruguayo no me extrañaría que fuese porque él lo sublimó en uno o varios cuadros, ya durante su estancia en Barcelona o más bien evocándola desde lejos, no sé si con desdén o con nostalgia doliente de malquerido. Porque es público y notorio que a Torres-García no le tratamos bien. Su estilo juvenil clasicista, dentro del espíritu noucentista, pasó de moda inmediatamente, las obras que realizó en Barcelona y sus alrededores fueron despreciadas y él tuvo que liar el petate y buscar el sustento


Panorámica construida

y un clima más receptivo en París, y luego en Nueva York, antes de regresar a la casilla de salida. También en esas grandes capitales donde forjó su estilo inconfundible se le abrieron puertas y en seguida se le cerraron. Era un hombre difícil, impuesto de una vocación magistral y doctrinaria que no a todos agradaba; un hombre capaz de visitar a Miró en su taller de París para explicarle cómo tenía que pintar: de forma estructurada, geométrica, manteniéndose dentro de los límites de una figuración esquemática. Miró, como es natural, se negó a abandonar su alfabeto para emplear el de Torres, y opuso resistencia a sus “sermones enfermizos”. Torres García también acabó disgustado, y por parecidos motivos, con sus compañeros del grupo Cercle et Carré. Sólo de vuelta a su Montevideo natal pudo encontrar estabilidad y reconocimiento y ver satisfecha la vocación didáctica y doctrinaria que en vano había intentado ejercer en España, Francia y Estados Unidos. Como abanderado del arte moderno en la América Latina ejerció inmensa, fecunda influencia en varias generaciones de pintores suramericanos. Alguna vez al echar una mirada distraída al escaparate de cierta galería de la calle Provença me ha estremecido la sorpresa de un pequeño y magnífico Torres-García, pintado sobre una tabla de madera, una chapa de metal o un pedazo de cartón. Alguna vez entre los lienzos de una exposición colectiva en una galería atenta al arte americano me ha sorprendido un óleo cuya gama de colores y signos dispuestos en carriles y estantes proclama: “Me pintó un alumno de Torres-García que no pudo librarse de él.” Tampoco es posible ver el puerto desde Montjuïc sin recordarle.


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La edad de oro de las porterías Como los aeropuertos, las porterías de los edificios son lo que algunos antropólogos y urbanistas llaman “no lugar”, o sea, un espacio sin carácter, concebido solamente para el tránsito, donde la vida humana no deja impregnaciones: se circula de la puerta de la calle al ascensor o la escalera, y del ascensor a la puerta de la calle. Las porterías de los edificios nuevos se distinguen por su austeridad desafecta y no pocas veces presentan una planta contrahecha, con recodos, estrecheces y escalones que no vienen a cuento, y es que el arquitecto planeó el máximo aprovechamiento del espacio para los pisos y la caja de la escalera, y por último dejó para la portería los residuos, unos palmos por aquí, medio metro cuadrado por allá. De cualquier lienzo de pared cuelgan los buzones con un papel anunciando las rebajas de un supermercado asomando de la boca. ¡Qué época tan triste! No siempre fue así. Cualquier paseante del barrio del Eixample se habrá admirado alguna vez al pasar ante una suntuosa portería de la época modernista, que a veces, sobre todo cuando ya ha oscurecido, parece reproducir en sus apliques, esgrafiados y molduras envueltos en una luz mortecina la espaciosa entrada a un reino subacuático ignorado, un reino verdoso y florido que le despierta una confortable nostalgia. A los malhechores les despierta la codicia, y periódicamente las saquean. Unos años más tarde se estilaron los ámbitos vagamente neoclasicistas, pródigos en columnas, en paredes con salientes y frontones, en hornacinas iluminadas, provistas de estatuas de yeso vestidas con túnica romana, pródigas, en fin, en largas y ya raídas alfombras… Tienen su empaque y su gracia, desde luego, no seré yo quien lo discuta. Pero sin lugar a dudas la edad de oro de las porterías fueron los años sesenta y setenta. En esas décadas, un malentendido o un cambio en las costumbres hizo considerar a los arquitectos que tenían la obligación de ocuparse de ellas con el máximo esmero, aplicar a su diseño y decoración todas las potencias de su creatividad, y convertirlas en una pieza confortable y sugestiva que pregonase la calidad de la obra en conjunto y la calidad de vida de los inquilinos. Las concibieron como un vestíbulo o una antesala comunal, como si los vecinos y sus proveedores y visitas fueran a sentarse allí y departir cortésmente


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