Manual para sobrevivir a la navidad

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HISTORIAS DE CRONOPIOS Y FAMAS,

recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones.» Es por

VIAJES Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades. Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de «Alegría de los famas». Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad.» Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios. Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.

CONSERVACIÓN DE LOS RECUERDOS Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo

eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

PEGUE LA ESTAMPILLA EN EL ÁNGULO SUPERIOR DERECHO DEL SOBRE Un fama y un cronopio son muy amigos y van juntos al correo a despachar unas cartas a sus esposas que viajan por Noruega gracias a la diligencia de Thos. Cook & Son. El fama pega sus estampillas con prolijidad, dándoles golpecitos para que se fijen bien, pero el cronopio lanza un grito terrible sobresaltando a los empleados, y con inmensa cólera declara que las imágenes de los sellos son repugnantes de mal gusto y que jamás podrán obligarlo a prostituir sus cartas de amor conyugal con semejantes tristezas. El fama se siente muy incómodo porque ya ha pegado sus estampillas, pero como es muy amigo del cronopio, quisiera solidarizarse y aventura que en efecto la vista de la estampilla de veinte centavos es más bien vulgar y repetida, pero que la de un peso tiene un color borra de vino sentador. Nada de esto calma al cronopio, que agita su carta y apostrofa a los empleados que lo contemplan estupefactos. Acude el jefe de correos, y apenas veinte segundos más tarde el cronopio está en la calle, con la carta en la mano y una gran pesadumbre. El fama, que furtivamente ha puesto la suya en el buzón, acude a consolarlo y le dice: —Por suerte nuestra esposas viajan juntas, y en mi carta anuncié que estabas bien, de modo que tu señora se enterará por la mía.

Julio Cortazar Y tu ¿Qué quieres ser, fama o cronopio?☺

envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o: «Frank Sinatra». Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los

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LA VOZ A TI DEBIDA La forma de querer tú es dejarme que te quiera. El sí con que te me rindes es el silencio. Tus besos son ofrecerme los labios para que los bese yo. Jamás palabras, abrazos, me dirán que tú existías, que me quisiste: jamás. Me lo dicen hojas blancas, mapas, augurios, teléfonos; tú, no. Y estoy abrazado a ti sin preguntarte, de miedo a que no sea verdad que tú vives y me quieres. Y estoy abrazado a ti sin mirar y sin tocarte. No vaya a ser que descubra con preguntas, con caricias, esa soledad inmensa de quererte sólo yo. Pedro Salinas

No hay suficientes botellas para tantos mensajes. En el miedo no hay donde esconderse La caída es parte del vuelo Después de haberse gritado es más difícil volverse a hablar al oído. Un cámarada es el que cuando estás fuera de lugar, se sale contigo. Esos que siempre alardean de ir con la verdad por delante, la confunden con un parachoques. Las cosas que nunca llegaremos a ser, nos recuerdan lo que somos. Benjamín Prado OTRO CIELO Egon Shiele

AFORISMOS Los peores defectos son los de quienes están orgullosos de ellos. También hay quien es culpable de no haber hecho nada. Si estamos juntos es porque tú me confundiste con otro y yo acerté a convertirme en él. Hay quien no entiende que hablar también consiste en callarse y oír al otro. Hay gente que no se mete en política como si de eso se pudiera salir. Cuanto más ligeras son las ideas, antes caen por su propio peso.

NO EXISTE ESPONJA para lavar el cielo pero aunque pudieras enjabonarlo y luego echarle baldes y baldes de mar y colgarlo al sol para que se seque siempre te faltaría un pájaro en silencio. No existen métodos para tocar el cielo pero aunque te estiraras como una palma y lograras rozarlo en tus delirios y supieras por fin cómo es al tacto siempre te faltaría la nube de algodón. No existe un puente para cruzar el cielo pero aunque consiguieras llegar a la otra orilla a fuerza de memoria y pronósticos y comprobaras que no es tan difícil siempre te faltaría el pino del crepúsculo. Eso porque se trata de un cielo que no es tuyo aunque sea impetuoso y desgarrado en cambio cuando llegues al que te pertenece no lo querrás lavar ni tocar ni cruzar pero estarán el pájaro y la nube y el pino MarioBenedetti 3


LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS, Jorge Luis Borges Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere. EL CRIADO DEL RICO MERCADER, Bernardo Axtaga (cuento clásico árabe)

Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader. —Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán. —Pero ¿por qué quieres huir? —Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza. El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán. Por la tarde, el propio mercader fue al mercado, y, como le había sucedido antes al criado, también él vio a la Muerte. —Muerte —le dijo acercándose a ella—, ¿por qué le has hecho un gesto de amenaza a mi criado? —¿Un gesto de amenaza? —contestó la Muerte—. No, no ha sido un gesto de amenaza, sino de asombro. Me ha sorprendido verlo aquí, tan lejos de Ispahán, porque esta noche debo llevarme en Ispahán a tu criado. 4


Vicente Gallego Oración pagana Sopla recio a mi espalda, viento oscuro y tenaz del desarraigo, confúndeme los pasos y sitúa mi norte donde no halle el amparo de esta mansa morada. Quiero arder en la noche como un fuego sin dueño mientras la noche dure, y que el santo egoísmo de quien busca el placer y renuncia al soborno con que compra el resguardo voluntades me atraviese de espinas por pretender la rosa. Yo le entrego al diablo cuanto tengo por mío, y que él lo malvenda, y sólo pido a cambio caminar a su lado. De la paz pusilánime que en el orden anida

no mendigo limosna: que el desconcierto traiga su cizaña a la casa que mis manos levanten. Porque sólo en el roto corazón de lo turbio he encontrado la luz verdadera del fuego, que las sombras me lleven, y yo lleve conmigo, cuando sea la hora, la clara vecindad de la tiniebla ardida de mi noche a la noche.

“Con los mejores quise, / busqué un orden, / anduve hasta cansarme. / Virtud / no la aprendí, / pero no hay mala idea de una noche / que no tuviera por mía. / Hallaron las pasiones / conmigo buen casero, que en mi hogar / todo vino se prueba / y más de un trago / le di a la jarra aquella donde oculto / la rabia y los venenos. / De amar lo que no dura, yo me acuso, / y de nunca aprender. / Aquí, lo que se da / se quita, y aun parece / que se diera tan sólo por quitar. / Mirad, esto es un hombre: / estos cuatro aguinaldos / tan a cara de perro defendidos, / dos medidas de susto / y dos de espanto" “Y si alguien, un día / os dijera que he muerto, / decidle que a la muerte / le di tan sólo aquello que era suyo, / pan y agua, / que el amor aún lo traigo de mi parte, / que del morir mi amor salvó su vuelo”

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Vacía las palabras Vacía las palabras, haz que callen, límpialas de ellas mismas para contar tu historia. Lo que buscas existe dentro de lo que encuentras, como oro está en sombrío, o arco está en corazón. Cuida que lo que dices no sea como el vaho del que empaña un cristal para escribir su nombre sobre un mundo vacío. Procura que el silencio se lea en tus poemas, pero jamás olvides

saber qué está del lado de la llave, qué está del lado de la cerradura. Cava el pozo de lo que nadie ha dicho y persigue el rumor de las cosas sin nombre. Pero recuerda siempre esta verdad: las tormentas de arena sólo son el desierto que avanza hacia el desierto. Vacía las palabras, qué más puedo decirte. No desprecies la luz ni desprecies lo oscuro. Vacía las palabras como quien drena un lago Benjamín Prado

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VANKA, Anton Chéjov Vanka Yúkov, un chico de nueve años enviado tres meses antes como aprendiz del zapatero Aliajin, no se acostó la noche de Navidad. Esperó a que los amos y los oficiales se fueran a la misa del gallo, entonces sacó del armario del patrón un frasco de tinta y una pluma con la plumilla enmohecida, puso delante una hoja arrugada y comenzó a escribir. Antes de dibujar la primera letra, miró atemorizado a la puerta y a las ventanas en varias ocasiones, observó el oscuro icono flanqueado por estantes con hormas, y suspiró. El papel estaba en un banco y se arrodillo frente a él. “Querido abuelo Konstantín Makárich -escribió-: Te escribo una carta. Te deseo Feliz Navidad y que Dios Nuestro Señor te dé todo lo mejor. No tengo padre ni madre, sólo me quedas tú». Vanka dirigió sus ojos hacia la ventana oscura en la que se reflejaba la sombra oscilante de su vela y se imaginó vivamente a su abuelo Konstantín Makárich, empleado como guarda de noche en casa de los señores Yiraviov. Era un viejo de unos sesenta y cinco años, pequeño y enjuto, pero extraordinariamente ágil y vivaz, con cara siempre sonriente y ojos de borracho. De día dormía en la cocina del servicio o bromeaba con las cocineras, y de noche, envuelto en una pelliza ancha, recorría la hacienda y daba golpes con su chuzo. Tras él, con la cabeza gacha, iban la vieja perra Kashtanka y el joven perro Viún, al que llamaron así por su color negro y su cuerpo alargado, como el de una comadreja. Ese Viún era muy cariñoso e infundía mucho respeto, miraba con igual ternura a propios y extraños, pero no inspiraba confianza. Bajo su aspecto respetable y pacífico se escondía la malicia más jesuítica. Nadie sabía mejor que él acechar y morder la pierna, entrar en la alacena o robar una gallina a un mujik. Le habían lastimado las patas traseras varias veces, casi le ahorcan en dos ocasiones, cada semana le apaleaban hasta dejarlo medio muerto, pero siempre sobrevivía. Seguro que el abuelo está ahora junto al portón, y con los ojos entornados mira las luces brillantes y rojas de la iglesia de la aldea y sacude el suelo con sus botas de fieltro. Lleva el chuzo atado al cinturón. Mueve las manos, se encoge de frío y con su risa de viejo, pellizca ya a la doncella ya a la cocinera. -¿Queréis oler tabaco? -dice, ofreciendo su tabaquera a las mujeres. Las mujeres aspiran y estornudan. El abuelo se entusiasma, ríe a carcajadas y grita: -¡Quítatelo, que se te ha pegado! Dan a oler el tabaco a los perros. Kashtanka estornuda, mueve el hocico y, humillada, se aparta a un lado. Viún, por respeto, no estornuda y mueve el rabo. El tiempo es magnífico. El aire es suave, transparente y fresco. Hace una noche oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y las columnas de humo que salen de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha y los montones de nieve. Todo el cielo está sembrado de estrellas que centellean alegremente y la Vía Láctea se dibuja con tanta claridad como si para las fiestas la hubieran lavado y frotado con nieve… Vanka suspiró, mojó la pluma y siguió escribiendo: “Ayer me dieron una paliza. El amo me cogió de los pelos y me arrastró hasta el patio y me zurró con la correa porque meciendo la cuna de su bebé me quedé dormido en un descuido. La semana pasada la dueña me ordenó limpiar un arenque, yo empecé por la cola y ella lo cogió y se puso a darme en el morro con la cabeza del arenque. Los oficiales se ríen de mí, me mandan a la taberna a por vodka y me obligan a robar pepinos a los amos. El amo me pega con lo 6


primero que encuentra. Y de comida, no hay nada. Por la mañana me dan pan, al almuerzo, gachas y para la cena, también pan. El té y la sopa lo toman los amos. Me mandan a dormir en el zaguán, pero cuando el bebé llora, yo no duermo y mezo la cuna. Querido abuelo, ten misericordia, llévame a casa, a la aldea, ya no puedo más… Me pongo a tus pies y rogaré por ti eternamente, sácame de aquí o me moriré…” Vanka torció la boca, se secó los ojos con su puño negro y sollozó. “Te picaré el tabaco –continuó-, rezaré a Dios, y si pasa algo, azótame con todas tus fuerzas. Y si piensas que no puedo ocuparme de nada, por Cristo que le pediré al mayoral que me tome como limpiabotas, o iré de zagal en lugar de Fedka. Querido abuelo, aquí nada es posible, sólo la muerte. Quisiera ir andando a la aldea, pero no tengo botas y me dan miedo las heladas. Cuando sea mayor te daré de comer y no dejaré que nadie te haga daño y cuando mueras, rezaré por el descanso de tu alma, igual que por la de mi madre Pelagueya. “Moscú es una ciudad grande. Las casas son todas de señores y hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no son malos. Los niños no cantan villancicos y no dejan cantar a nadie en el coro. Una vez vi en el escaparate de una tienda que vendían anzuelos con sedal para todos los peces, muy caros, hasta hay un anzuelo que valdría para un pez de más de un pud. Y he visto tiendas donde hay escopetas como las que llevan los señores, que cuestan más de cien rublos cada una… Y en las carnicerías hay urogallos, ortegas y liebres, pero los tenderos no te dicen dónde las cazan. “Querido abuelo: cuando los señores pongan el árbol de Navidad con dulces y golosinas, cógeme una nuez dorada y guárdala en el baúl verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka”. Vanka suspiró profundamente y de nuevo fijó su mirada en la ventana. Recordó que el abuelo iba siempre al bosque para cortar el árbol de Navidad y se llevaba al nieto. ¡Qué tiempos tan felices! El abuelo carraspeaba, el hielo crujía y Vanka les miraba y carraspeaba. Antes de cortar el abeto, el abuelo solía encender su pipa, y olía el tabaco un buen rato y se reía de Vanka, que tiritaba Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se elevan inmóviles y esperan a cuál de ellos le tocará morir. De repente, una liebre cruza como una flecha los montones de nieve… Y el abuelo no puede dejar de gritar: -¡Cógela, cógela… cógela! ¡Maldita liebre! El abuelo llevaba el abeto cortado a la casa de los señores y allí se ponían a adornarlo… Quien más empeño ponía era la señorita Olga Ignátievna, la preferida de Vanka. Cuando aún vivía Pelagueya, la madre de Vanka, y trabajaba como sirvienta en casa de los señores, Olga Ignátievna le daba caramelos a Vanka y, como no tenía nada que hacer, le enseñó a leer, a escribir, a contar hasta cien incluso a bailar la cuadrilla. Cuando Pelagueya murió, llevaron al huérfano Vanka a la cocina del servicio, con el abuelo, y de la cocina a Moscú a casa del zapatero Aliajin… “Querido abuelo: ven -prosiguió Vanka-, te lo suplico por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan, paso mucha hambre, ni te cuento cuánto me aburro, no paro de llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe en la cabeza con una horma, tan fuerte que me caí y me costó mucho levantarme. Mi vida es un asco, es peor que la de un perro… También saludo a Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y no des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Iván Yúkov. Querido abuelo, ven”. Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado la víspera por un kopek… Tras pensar un poco, mojó la pluma y escribió la dirección: 7


“A la aldea de mi abuelo”. Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió: “Para Konstantín Makárich”. Contento de que no le hubieran molestado mientras escribía, se puso el gorro y, sin echarse por encima la pelliza, salió a la calle en mangas de camisa. Los dependientes de la carnicería, a los que había preguntado el día anterior, le dijeron que las cartas se echan en los buzones de correos, y que desde esos buzones las reparten por todo el mundo en troikas de correos con cocheros borrachos y cascabeles que suenan. Vanka corrió hasta el primer buzón de correos y metió la valiosa carta por la ranura… Mecido por dulces esperanzas, se durmió profundamente al cabo de una hora… Soñó con una estufa. Sobre la estufa estaba sentado el abuelo, descalzo, con las piernas colgando, y leía la carta a las cocineras… Junto a la estufa andaba Viún y movía el rabo…

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No hay navidad sin cuento triste…. ------------------------------------------------------------------------------------------------------

--------------------------------------------------------------------------------------------------ESOS LOCOS FURIOSOS INCREIBLES Llegan apresurados y nunca dicen para qué ni de donde proceden y enseguida te piden dos mil francos que casi siempre te han de devolver o te quitan la toalla sin respeto cuando te estás duchando se ponen la colonia, los polvos, el masaje la loción de tu novio o de tu hija te arrastran a lugares espantosos o bellos y nisiquiera piden tu opinión y beben prodigiosamente se ponen a cantar en cualquier parte o arman la del gran dios en un bar miserable y por motivos nimios siempre siempre avasallan te compran un sombrero o unas flores y un día salen a galope quizás hacia los infiernos qué desastre. Señora caballero muchachita asustada Militante de un partido ecologista: Si se tropieza usted con uno de esos Locos furiosos increíbles No le deje escapar llévelo a casa

son tiernos como niños a veces tienen frío quien sabe si es porque les han pegado duro duermen poco se lavan todo el rato y son muy besucones y mirones pero cuidan los libros sacan todas las noches el cubo de basura a la escalera y están sólo pendientes de tener siempre un cenicero al lado. Tienen por fin el gran inconveniente: se van mas vuelven pronto duran toda la vida. José Agustín Goytisolo

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PELÍCULAS PELÍCULAS, PELÍCULAS, PELÍCULAS…… HECHIZO DE LUNA

“Vamos arriba. No me importa lo que ocurra. No, no es eso lo que quiero decir. Loreta: te quiero. El amor no es como nos lo contaron. Yo tampoco lo sabía, pero el amor no hace que todo sea hermoso, lo echa todo a perder, te parte el corazón, lía todas las cosas. No, no estamos aquí para hacer que todo sea perfecto. Los copos de nieve son perfectos. Las estrellas son perfectas. Nosotros no, nosotros no. Estamos aquí para echarnos a perder y, y… para partirnos el corazón y para amar a la gente que se equivoca y para morir. ¡Sí, los libros de historia son mentira! Y ahora, ¿quieres subir conmigo y meterte en mi cama?” Nicolas Cage a Cher [leerlo preferiblemente como si uno estuviera enfadado, realmente irritado, porque uno está enamorado y lo sabe, y sabe que nada de lo que haga podrá evitarlo y sabe que la persona a la que ama está intentando negarlo pero siente lo mismo…o verse la película] LUGARES COMUNES

“El año que viene casi todos ustedes serán profesores. De literatura no saben demasiado pero lo suficiente para empezar a enseñar. No es eso lo que me preocupa. Me preocupa que tengan siempre presente que enseñar quiere decir mostrar. Mostrar no es adoctrinar, es dar información pero dando también el método para entender, razonar, analizar y cuestionar esa información. Si alguno de ustedes es un deficiente mental y cree en verdades reveladas, dogmas religiosos o doctrinas políticas, sería saludable que se dedicara a predicar en un templo o desde una tribuna. Si por desgracia siguen en esto, traten de dejar las supersticiones en el pasillo antes de entrar al aula. No obliguen a sus alumnos a estudiar de memoria, eso no sirve. Lo que se impone por la fuerza, es rechazado y en poco tiempo se olvida. Ningún chico será mejor persona por saber de memoria el año en que nació Cervantes. Pónganse como meta enseñarles a pensar. Que duden, que se hagan preguntas. No los valores por sus respuestas, las respuestas no son la verdad. Buscan una verdad que siempre será negativa. Las mejores preguntas son aquellas que se vienen repitiendo desde los filósofos griegos. Muchas son ya lugares comunes, pero no por eso pierden vigencia. Qué, cómo, cuando, por qué; si en esto admitimos eso de que la meta es el camino, como respuesta no nos sirve. Describe la tragedia de la vida pero no la explica. Hay una misión, un mandato que quiero que cumplan. Es una misión que nadie les ha encomendado pero que yo espero que ustedes, como maestros, se la impongan a sí mismos. Despierten en sus alumnos el dolor de la lucidez. Sin límites… sin piedad.” Federico Luppi a sus alumnos/as EL INDOMABLE WILL HUNTING

“Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito. Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual. Lo que haga falta. Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo. No lo has visto. Si te pregunto por las mujeres, supongo que me darás una lista de tus favoritas. Puede que hayas echado unos 9


cuantos polvos. Pero no puedes decirme qué se siente cuando te despiertas junto a una mujer y te invade la felicidad. Eres duro. Si te pregunto por la guerra, probablemente citarás algo de Shakespeare, "de nuevo en la brecha, amigos míos", pero no has estado en ninguna. Nunca has sostenido tu mejor amigo entre tus brazos esperando tu ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos, no has pensado que Dios ha puesto un ángel en la Tierra para ti, para que te rescate de los pozos del Infierno, ni que se siente al ser su ángel al darle tu amor, darlo para siempre, y pasar por todo: por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante dos meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos que el término "horario de visitas" no iba contigo. No sabes lo que significa perder a alguien, porque sólo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a un hombre inteligente y confiado, veo a un chaval creído y cagado de miedo. Eres un genio Will, eso nadie lo niega. Nadie puede comprender lo que pasa en tu interior. En cambio presumes de saberlo todo de mi porque viste un cuadro que pinté y rajaste mi puta vida de arriba a abajo. Eres huérfano ¿verdad? ¿Crees que sé lo dura y penosa que ha sido tu vida, como te sientes, quién eres porque he leído "Oliver Twist"? ¿Un libro basta para definirte? Personalmente, eso me importa una mierda porque ¿sabes qué? no puedo aprender nada de ti, ni leer nada de ti en un maldito libro. Pero si quieres hablar de ti, de quién eres, estaré fascinado, a eso me apunto, pero no quieres hacerlo, tienes miedo. Te aterroriza decir lo que sientes. Tú mueves, chaval.” Robin Williams a Matt Damon (coguionista de la peli) UNA HABITACIÓN CON VISTAS“Me habría mantenido en la sombra si Cecil hubiera

sido otra persona. Pero los tipos como él no pueden tratar a nadie íntimamente y menos a una mujer. Ni siquiera sabe lo que es una mujer. Para él serás como una propiedad, algo que contemplar como una pintura o una caja de marfil, algo que se posee o se exhibe.Él no te quiere para que seas real, para que pienses y vivas. Él no te ama. En cambio yo sí. Quiero que tengas pensamientos, ideas y sentimientos, incluso al estrecharte entre mis brazos.”

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Y no puede acabar la navidad sin un cuento de terror La pata de mono W.W. Jacobs La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. -Mate -contestó el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez. El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido. Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños. -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora. -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente. -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo. -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza. -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo? -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír. -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White. -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó. 11


-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente. -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla. -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos. Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White. El sargento lo miró con tolerancia. -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció. -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White. -Se cumplieron -dijo el sargento. -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora. -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. Habló con tanta gravedad que produjo silencio. -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda? El sargento sacudió la cabeza: -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después. -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría? -No sé -contestó el otro-. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió. -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento. -Si usted no la quiere, Morris, démela. -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó: -¿Cómo se hace? -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos? El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento. -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable. 12


El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India. -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa. -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido. -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán. -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer. El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad. -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo. -Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras. El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves. -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él. -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora. -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré. -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza. -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto. Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse. -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos. Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto. 13


II A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible. -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte? -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert. -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre. -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes. -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse. -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo. -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente. -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede? Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio. -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin. La señora White tuvo un sobresalto. -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor. Y lo miró patéticamente. -Lo siento... -empezó el otro. -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió. -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre. -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio. 14


-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante. -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados. -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro. El otro se levantó y se acercó a la ventana. -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida. -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada. El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto? -Doscientas libras -fue la respuesta. Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado. III En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio. Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio. Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar. -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío. -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar. Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó. -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El señor White se incorporó alarmado. -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: -La quiero. ¿No la has destruido? -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres? Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente: -Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste? -¿Pensaste en qué? -preguntó. -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno. 15


-¿No fue bastante? -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. -Dios mío, estás loca. -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo! El hombre encendió la vela. -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo? -Fue una coincidencia. -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado? El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano. Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo. -¡Pídelo! -gritó con violencia. -Es absurdo y perverso -balbuceó. -Pídelo -repitió la mujer. El hombre levantó la mano: -Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe. -¿Qué es eso? -gritó la mujer. 16


-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa. -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó. -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente. -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta. -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando. -¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo. FIN

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