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Por: Byron Andino V-abril 2013

Alfonso Murriagui, el ‘mejor trompón del mundo’… de las letras

Alfonso Murriagui, 83 años Quiteño, miembro del grupo Tzántzicos, periodista, poeta y escritor.

Sin manos, qué golpearemos mañana? Sin lengua, qué vamos a gritar mañana? Tiene que ser ahora, para mañana, no; decid a todos que debe ser ahora. Para mañana, no, ahora, AHORA. (Murriagui, agosto de 1963) Empieza la obra de teatro, todos esperan a los típicos actores con ternos elegantes, bien peinados y dignos de satisfacer los gustos refinados de las élites. La mitad del público queda decepcionado, pues Alfonso Murriagui aparece con pantalón ‘jean’ y un buzo sencillo. ¿Qué es eso, qué pasa? Eso habrá dicho la gente, pues muchos no entendían que él contribuyó al cambió del arte y la cultura para que ya no sean de pocos grupos, sino que se vuelva popular y entendible para todos y que se la comparta e sindicatos, universidades, plazas y calles de Ecuador. Perteneció a una generación rebelde de jóvenes con pensamientos extraños para una época, pero siempre necesarios para la historia del país. Fijó a la justicia social como su horizonte y ha mantenido que el “AHORA” es el momento fundamental en el tiempo para no claudicar ante su pensamiento combativo: pegar al sistema un ‘puñetazo’ de letras, palabras, acciones, luchar y resistir; y dar un abrazo o una caricia a quienes lo merecen...

“Los años de la fiebre” “Grandes oportunistas, dueños de una mentalidad de comerciantes, han descubierto que, para ellos, ha llegado el momento de escalar a los sitios en que nunca estuvieron. Intelectuales de “hobby” no les importa vender su pluma al mejor postor (…)” (Murriagui, Revista Pucuna N 4, abril de 1964) Su pelea no es fácil. Son los años 60, Alfonso y su grupo son acorralados en una esquina del ring por la aristocracia opulenta de las letras, el Triunvirato militar, la dictadura del poder y del capital que dominaba en estos tiempos.


Se pretende dar un vuelco al sistema político y cultural para ponerlo a tambalear. La Revolución Cubana está en su apogeo y alimenta sus ansias por lograr una transformación social con ideas de filósofos como Sartre y Heidegger. Es el momento preciso para empezar la lucha de un grupo de jóvenes al que la locura por el cambio se les subió a la cabeza, así Alfonso Murriagui se unió a los Tzántzicos, compañeros de entrenamiento del pensamiento y las letras irreverentes. Sin temor, los ‘reductores de cabezas’ (Tzántzicos) suben al ring, toman la Casa de la Cultura para cambiar el orden establecido en esta institución, pues solo las élites y el poder lo dominaban. Devuelven la presidencia de la institución a Benjamín Carrión, lo que fue uno de sus actos más radicales y una de sus victorias más anheladas, pero que a la vez marcó un hecho del que luego se arrepentirían. Dicho personaje “al final terminó vendiéndose al poder” y las cosas no cambiaron como la sociedad lo requería, explica Murriagui. Es increíble. Por lanzar un ‘jab’ y un gancho al estómago de la dictadura de esa época, los Tzántzicos –entre ellos, Alfonso Murriagui- fueron eliminados de la historia de la literatura ecuatoriana y de la enseñanza de sus contenidos en colegios y universidades. Tal vez porque fueron “trabajadores de la cultura” y no rendían tributo al sistema ni a sus gobernantes, terminaron con prejuicios, facilitaron el lenguaje para compartirla con la gente, además rompieron con aquellos que pretendían adueñarse de la cultura en pequeños círculos, comenta Diego Velasco, quien ha compartido el combate político y cultural junto a Murriagui desde hace casi 30 años. La vida lo reunió por coincidencia con uno de los guerrilleros que pertenecía al grupo del Che Guevara. Esto sucedió mientras volvían de Argentina en un vagón de segunda clase, allí conocieron a Benjo Cruz, cantautor y poeta que meses después moriría en la selva boliviana combatiendo por la revolución latinoamericana. Las ideas y técnicas de pelea contra el sistema se juntaron entre estos luchadores para forjar una frase que caminó por el mundo: “Somos hartos los que estamos hartos”. “El mejor trompón del mundo” no necesitaba de ruedas de prensa oficiales para anunciar sus peleas sociales, sino que lo hacía de forma improvisada: no había recelo o temor como para subirse encima de la mesa directiva en un programa masivo de la universidad y hacer un breve acto poético, de sátira o de protesta para luego salir corriendo. En otros lugares, eso sería expulsión inmediata y no se cree que muchos se atrevieran a hacer algo parecido. Sin querer, al siguiente día salieron en una noticia que publicó El Comercio por este acto fuera de lo común, que era lo que les encantaba. Con un aire de protesta, fundó junto a sus compañeros Tzántzicos las revistas Pucuna, Indoamérica, La Bufanda del Sol. Perteneció a la Asociación de Escritores y artistas jóvenes del Ecuador, y al aclamado Frente Cultural. Desde ahí lanzaban golpes directos y ganchos al hígado de las élites, sus letras eran fuertes y capaces de hacer retroceder al rival aristócrata y político. Alfonso Murriagui ha sido necesario en la historia ecuatoriana para enfrentarse mediante las letras a “puño limpio” contra el poder para hacerse escuchar y cambiar el poder cultural y político de pocas manos. Nunca se supo si ganó o no sus peleas, tan solo ha sido un eterno peleador… “Alfonso seguiría marchando el Primero de Mayo, luchando por los perseguidos, estuviera protestando por las fuentes de agua, la no minería y las libertades”. Diego Velasco

Tierno con quienes lo han merecido Creció en la Loma Grande, donde nació “el mejor puñete del mundo”, lugar en que las riñas se presentaban a menudo y no quedaba más que defenderse.


Durante su juventud trabajó para ayudar al sustento de su familia por la ausencia de vida de su padre. Fue pintor, no de pincel sino de brocha gorda, dice con orgullo. Entró tarde a la Universidad Central, y vivía 33 años cuando sus compañeros de periodismo tenían cerca de 20. Fue un joven que no despreciaba una buena comida, un tinto o una cerveza. Con Antonio Ordóñez compartieron largas caminatas por los paisajes del Quito de esos años. Después de pegarse unas copas, Alfonso le decía ‘vamos a Cruz Loma’; medio chuchaquis subían de mañanita y quedaban contemplando a Quito desde esa altura. “Me ha gustado la vida, porque cuando se vive la vida, uno no tiene tiempo de ser triste”. Alfonso Murriagui Este luchador de la vida siempre mostró su discordia ante lo establecido, sin embargo entregó su existencia al delirio de la revolución mediante la práctica del amor en su vida y la de los demás. La Loma Grande le permitió conocer desde niño a quien ha sido su esposa por más de medio siglo, Olga María. Todos en el barrio los conocían, pues siempre andaban por las calles agarrados de la mano. El amor les llegó y se casaron por lo civil y por la Iglesia a pesar de que Alfonso ha sido ateo: “Me encontré con los ojos más bellos del mundo y me quedé con ellos definitivamente; su dueña se convirtió en la compañera de toda la vida”. Otro pilar que ahora sostiene la vida de Murriagui es su segunda y última hija: ‘Lolita’. No duda en decir que su padre siempre ha estado junto a ella, y que le agradece infinitamente por haberla ayudado cuando su marido tuvo un accidente. “Alfonso es lo contrario de las personas desencantadas, siempre ha estado maravillado de la vida y de la gente. Fue pintor de casas y desde ahí construyó su vida: honesta, dedicada a su mujer, a sus hijos”. Pablo Yépez Cuando habla de la muerte de su gran amigo Rafael Larrea, se transforma su semblante. Fue uno de los momentos más tristes en su vida, pues con él compartió su lucha, su cariño y ternura: “Diez días antes de su muerte, fui a la casa del poeta. Así iniciaba el último encuentro con mi hermano”. Si la revolución nace y empieza desde el interior de cada persona, la ternura e irreverencia surgieron para adentrarse en la vida de Alfonso Murriagui hasta hoy, cuando sus ojos han visto 84 años de historias que no se cansa de vivirlas. El ‘mejor trompón del mundo’ es un personaje que no se ha rendido ni se venderá al sistema jamás…


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