Alma Mater 644

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Nº 644, UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Medellín, julio de 2015

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Foto: Andrés Vergara Aguirre

De sus primeros inicios como escritor, Pablo recuerda un cuento que escribió bajo el influjo de Hesse: “cuando hice ese cuento, a los dieciséis o diecisiete años, fue cuando empecé con la idea de ser escritor. Entonces escribí muchos cuenticos, muy malos, de aprendiz, luego pasé a la poesía, y rompí muchas cosas. Hasta que vinieron unos cuentos sobre música con los que me empezó a sonar la flauta, que conforman mi primer libro, La sinfónica y otros cuentos musicales”.

de la flauta vendría la otra simbiosis artística: “El proceso de adquisición de la pintura fue completamente autodidacta, cuando ya estudiaba literatura en París. Ese fue un periodo muy especial para mí, en el que me dediqué a visitar todos los museos, el Louvre lo recorrí todo: lo visitaba regularmente, y leía ensayos que indagan sobre las relaciones entre poesía y pintura, como los de Octavio Paz, o El museo imaginario de André Malraux. Y una obra muy bella que me impactó y que recomiendo mucho: Historia del arte, de Élie Faure”. A partir de ese adentrarse en lo pictórico, Pablo Montoya empezó a escribir obras relacionadas con el arte, como Trazos, dedicado a ciertos cuadros que lo marcaron; Solo una luz de agua, sobre la relación entre San Francisco de Asís y Giotto, un artista que tuvo gran influencia en el Renacimiento; y el Tríptico de la infamia, novela que aborda la relación

entre pintura y literatura, en un contexto histórico del siglo XVI, con tres pintores que sufren las persecuciones en un ambiente de intolerancia del poder católico en Europa, mientras los europeos llegan a América para avasallar a los pueblos indígenas. París, entonces, fue clave para la formación del escritor, por muchas razones. Y está claro que al comienzo no fue fácil: “Toda esa vida de la marginalidad, de la periferia, de ser nadie, de tener apenas tres amigos que eran tu soporte, y de saber que si no te apoyabas en ellos y en ti mismo podías perecer ante la fuerza de esa ciudad gigantesca, indiferente, muy cruel, muy dura, eso me fortaleció mucho; fueron unos tres años de lucha para no dejarme hundir por la ciudad”. Al preguntarle a Pablo por el modo como recibe el Premio Rómulo Gallegos, él confiesa: “Hasta ahora no confiaba en esos

grandes premios, porque se habla de muchas intrigas. Pero la editorial Random House envió al concurso muchos de los libros que había publicado en los últimos dos años, entre ellos el mío. Este premio ha sido una gran sorpresa, e implica un gran viraje: es pasar del casi absoluto anonimato a esta gran visibilidad mediática, y esto siempre asusta”. En cuanto al significado del premio, afirma: “Es el reconocimiento a una obra hecha en la soledad y el silencio. Se ha premiado una apuesta estilística, una propuesta literaria que se preocupa por esas relaciones con las artes. Ya en el ámbito personal, el premio significa un gran honor. Entre las novelas ganadoras hay unas que son de excelentísima calidad; pienso en Cien años de soledad, en La casa verde, en Terra nostra, en Palinuro de México, Los perros del paraíso…”. Pablo se muestra mesurado cuando afirma, con su tono siempre suave, que él sabe que no es una figura mediática, y cuando lo dice parece confiado en que la marea ocasionada por la noticia del premio pronto pasará, y entonces podrá volver a navegar en la calma de su vida familiar, académica y literaria, y los viajes; con sus ojos siempre sedientos, seguirá buscando la manera de verter imágenes en palabras, y vendrán nuevas páginas en las que también será difícil distinguir entre música, pintura y literatura. Uno de los temas inquietantes en el Tríptico dela infamia es la relación entre los dibujos corporales que se hacían los indígenas y los tatuajes modernos. El escritor lo reconoce: “la novela en cierto momento dialoga mucho con esa estética corporal, que es un aporte de esas comunidades indígenas olvidadas, periféricas, para las que el tatuaje es una manifestación de la vida, una expresión artística, una filosofía. Hay

una escena muy ígnea, un centro de la novela, cuando Le Moyne se deja pintar por el indio, y él a su vez pinta al indio; se cruzan los dos imaginarios. Las concepciones que presento aquí están muy alimentadas en Lévi-Strauss, en Los triste trópicos, y en lecturas sobre el tatuaje actual; introduje en ese europeo del siglo XVI una condensación de todas esas concepciones sobre el tatuaje como forma estética. En la novela presento ese tipo de anacronismos, porque a los europeos de esa época les insuflé pensamientos contemporáneos”. Al final de la conversación, Pablo, a manera de homenaje, recuerda dos señales que le dieron en el Liceo Antioqueño. La primera vino cuando en segundo bachillerato el profesor Enrique Zuluaga, alcohólico consumado al que después mataría la cirrosis, les pidió una composición sobre algún elemento, y él escribió sobre un carbonero que había en el jardín de su casa. Cuando devolvió los trabajos, el profesor preguntó: ¿este trabajo de quién es? Y ante la tímida señal de Pablo, frente a todos sus compañeros el profesor sentenció: “usted va a ser escritor”. La segunda anécdota es una conversación en quinto bachillerato con el profesor Carlos Jiménez, quien después de leer el trabajo que Pablo le presentó sobre Huasipungo, de Jorge Icaza, lo llamó aparte para preguntarle: —¿Usted qué piensa ser en la vida? —Yo voy a estudiar medicina. —¿Medicina? ¡Usted está loco, hombre! Usted tiene que estudiar literatura, porque tiene mucha madera. Ese trabajo que presentó es muy bueno. Tenían razón, los maestros, y hay gratitud en Pablo al evocarlos. Porque le ha sonado la flauta, y tiene a las musas encantadas.


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