EL HUNDIMIENTO —¡A los botes! —gritó el capitán. El buque se hundía rápidamente y los pasajeros corrían de un lado a otro entre gritos, reclamos y ese silencio sepulcral que se escabullía entremedio, el preludio imperceptible a la aparición de la muerte. Todos estaban igual de asustados o temerosos, todos queriendo alcanzar esa esperanza a remos de seguir viviendo. Todos… excepto una. Ida estaba parada en lo más alto de la popa, mirando con ojos transparentes cómo el mar se iba engullendo la poderosa nave, preguntándose si no era aquella la imagen perfecta de la vida: justo cuando te creías inconquistable y a prueba de todo, algo venía y te abría por la mitad, desgarrándote hasta las entrañas. Una lágrima se deslizó por su mejilla y fue a unirse al torrente líquido que iba ascendiendo rápidamente. «Quizás el mar no es sino el conjunto de todas las lágrimas del mundo», pensó Ida. «Las de las mujeres, las de los niños y las de los dioses». Porque los hombres no lloraban, eso lo tenía claro. —Muchacha… ¡Oye, tú! El grito la sacó de sus pensamientos: ahí estaba el capitán, ese hombre de barba canosa y expresión siempre enojada, vociferándole invitaciones y haciendo gestos desesperados para que descendiera y la acompañara. Sin siquiera pensarlo, Ida se giró y volvió a contemplar a ese gigante acuático que estaba a punto de devorárselo todo… incluyendo su vida. Y no le importaba. Quizás el capitán intentó volver a llamarla e incluso puede que hayan tenido que detenerlo para que no arriesgase su vida por aquella suicida. La verdad es que ella nunca lo supo, pues no volvió a mirar atrás.
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