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Myanmar Viacrucis en el Edén

El futuro de Myanmar debe ser la paz, una paz basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de cada miembro de la sociedad; en el respeto por cada grupo étnico y su identidad; en el respeto por el Estado de derecho y un orden democrático que permita a cada individuo y a cada grupo –sin excluir a nadie– ofrecer su contribución legítima al bien común”. Cuando el papa Francisco dirigió estas palabras, el 28 de noviembre de 2017, a las autoridades de Myanmar, durante la visita con la que ponía el broche a las recién inauguradas relaciones diplomáticas entre ambos Estados, el futuro del hermoso país asiático se presumía ya en la senda de la plena consolidación democrática.

Cierto que había todavía algunos nubarrones en el horizonte, que los militares tutelaban aún el camino hasta el punto de que, constitucionalmente, tenían reservadas cuatro carteras ministeriales en los Gobiernos que saliesen de las urnas. Pero atrás, como un mal recuerdo, parecían quedar definitivamente las continuas intromisio- nes militares con las que, salvo muy breves intervalos, Myanmar fue construyendo su historia desde que consiguió la independencia de Gran Bretaña, en 1948.

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Desde entonces, y hasta bien entrado ya el siglo XXI, la antigua Birmania (el nombre fue cambiado por los militares) sufrió continuas guerras civiles, debido a la variedad étnica del país (las minorías rondan el 35%) y al recelo que los militares tradicionalmente sienten hacia ellas, temerosos de que sus reivindicaciones fragmenten la unidad de la nación; además, claro, de los desgraciadamente inevitables prejuicios raciales y religiosos en un país mayoritariamente budista.

Desde aquel día de noviembre de hace poco más de cinco años, Jorge Mario Bergoglio ha vuelto a tener muchas veces más a Myanmar en su pensamiento y en sus oraciones. La última, el pasado 22 de enero, cuando, después del rezo del ángelus, pidió a los fieles que orasen por la paz en el país. Era evidente que los votos del Papa por aquel futuro de paz para Birmania lanzados un lustro antes no se habían materializado.

Ese domingo, en los ojos de Francisco estaban todavía las imágenes del ennegrecido campanario de la basílica de Nuestra Señora de la Asunción, el templo más emblemático del país, en la región de Sagaing. Este había sido incendiado unos días antes por las tropas de la Junta Militar que había accedido al poder tras un nuevo golpe de Estado el 1 de febrero de 2021, después de acusar de fraude, que nunca nadie pudo demostrar, al partido de “la Dama” (como se refieren a ella en su país) Aung San Suu Kyi, vencedora en los comicios generales.

La historia se repetía en Birmania. De nuevo, el designio de las urnas soliviantaba a los militares y, en este caso, ante la posibilidad de que la Premio Nobel de la Paz en 1991 pudiese formar un nuevo Ejecutivo para una legislatura en la que pretendía poner coto a las todavía muchas prerrogativas de los uniformados, estos volvieron a secuestrar la voluntad popular.

Dura represión

Era el comienzo de una nueva guerra civil, donde los militares –tampoco esto era novedoso– no dudan en usar toda la fuerza a su alcance, y no es poca, para reprimir a la población, cebándose en las minorías étnicas y religiosas. Ya no son solo los rohinya, una minoría musulmana masacrada en el país (se habla de auténtico genocidio), que ha tenido que huir a la vecina

Bangladesh, donde malviven por miles en campos de refugiados. Es también el caso de los cristianos, un exiguo 5% en un país donde el 90% es budista. “Las condiciones en el país han ido de mal en peor y se han vuelto terribles para innumerables personas inocentes de Myanmar”, ha denunciado Tom Andrews, relator especial de la ONU sobre los derechos humanos en el país, hace solo unas semanas, cuando se cumplió el segundo aniversario del golpe.

La protesta ciudadana, las continuas manifestaciones han sido reprimidas con saña por los militares. Nadie se libra de su ira. Casi 3.000 manifestantes prodemocráticos han sido asesinados desde entonces, víctimas a las que hay que añadir las fallecidas en las ofensivas del Ejército contra las milicias étnicas, organizadas para su autodefensa. Los ataques militares han matado a 265 niños en los últimos dos años y han quemado unas 50.000 casas en todo el país. Los grupos armados de las minorías étnicas rakhine, chin, ka- chin, shan, karenni y karen han unido sus fuerzas a la milicia de las Fuerzas de Defensa del Pueblo, formada por ciudadanos de la etnia bamar, la más numerosa en la nación. Y ahora la guerra es ya total.

“El Ejército birmano comete a diario crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, como violencia sexual, tortura, ataques deliberados contra civiles y asesinatos”, ha asegurado el relator de la ONU. Según este organismo internacional –cuyo Consejo de Seguridad aprobó el pasado diciem- bre su primera resolución sobre Myanmar en 74 años, reclamando el fin de la violencia e instando a los militares a liberar a todos los presos políticos, incluida Aung San Suu Kyi–, el enfrentamiento civil ha sumido en la pobreza a casi la mitad de los 54 millones de habitantes del país, sepultando los avances conseguidos desde 2005. Además, se calcula que 14 de los 15 estados y regiones han superado ya el umbral crítico de la malnutrición aguda, y que 14,4 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, entre ellos, cinco millones de niños.

A ellos se suma el constante aumento del número de desplazados, sobre todo en las zonas cristianas. De hecho, desde principios de 2022, la represión marca el día a día de los cristianos, sobre todo en las diócesis de Loikaw, Mandalay, Kalay y Hakha, donde la mayoría de los pueblos católicos han sido incendiados, obligando a la población a huir e internarse en los bosques. Allí han de permanecer durante semanas, sin refugio adecuado, atención sanitaria ni servicios sociales y educativos.

Esta represión ha hecho que haya aumentado el número de cristianos que se han unido a las Fuerzas de Defensa del Pueblo, lo que, a su vez, ha incrementado la violencia contra esta minoría. Es lo que hizo el Ejército el pasado 15 de enero, cuando penetró en Chan Thar, un pueblo habitado por católicos en la región de Sagaing, en el territorio de la archidiócesis de Mandalay, situada en el noreste de Myanmar. Allí acamparon durante tres días en la iglesia de la Asunción, construida en 1894 y, cuando se marcharon, la incendiaron, lo mismo que el convento contiguo de las Hermanas Franciscanas Misioneras de María. Pero no fue eso lo único que destruyeron. Redujeron también a escombros unas 500 casas. Sus habitantes, unos 3.000, junto con las monjas, tuvieron que escapar. Los militares se ensañaron con la localidad, al considerarla un bastión de los rebeldes.

Un gran sufrimiento

El arzobispo de Mandalay, Marco Tin Win, solo ha podido lamentar lo sucedido. “Vivimos una época de gran sufrimiento. La mitad del territorio de la archidiócesis de

Mandalay está afectada por enfrentamientos y esto nos preocupa mucho. Asistimos a miles de desplazados internos en cinco centros creados en cinco parroquias católicas: hacemos lo que podemos”, según ha señalado a la agencia Fides. Pero no todos piensan así. Entre algunos católicos ha surgido también un desencanto con sus pastores, entendiendo que con- to de las autoridades legítimamente constituidas. Se trataba de sor Ann Rose Un Tawng, una monja javeriana de 45 años, que el 28 de febrero de 2021 salió para arrodillarse ante un grupo de soldados, rogando que no dañaran a los manifestantes que se habían encerrado en la clínica en la que ella trabajaba. Aquella imagen tan potente la hizo suya también el papa Francisco, quien unos días después, en referencia al gesto de la monja, señalaba: “Yo también me arrodillo en las calles de Myanmar y digo: «¡Que cese la violencia!». Yo también extiendo mis brazos y digo: «¡Que prevalezca el diálogo!»”. temporizan con las autoridades de la Junta golpista. “Los obispos birmanos quieren preservar tanto su relación con el Gobierno como con sus fieles. Excepto que estos últimos sienten que no se les apoya. Los católicos están enfadados, porque les habría gustado ver una postura más clara”, señalaba hace unas semanas un sacerdote al diario francés La Croix sobre el papel del Episcopado birmano en el conflicto. En este sentido, quienes así lo ven se sienten más representados y protegidos por sacerdotes y por congregaciones religiosas. Hay una imagen que se convirtió en icónica a los pocos días del golpe de Estado, en los momentos de la represión más violenta contra los manifestantes que pacíficamente reclamaban la vuelta al orden democrático, tras el encarcelamien-

Desde luego, la situación en Myanmar está hoy muy lejos de la que pudo contemplar Francisco por sí mismo hace poco más de cinco años. En aquel viaje, el Santo Padre subrayó ante las autoridades el “papel privilegiado” que tenían las comunidades religiosas del país en “la gran tarea de reconciliación e integración nacional”. “Las religiones pueden jugar un papel importante en la cicatrización de todas las heridas emocionales, espirituales y psicológicas que han sufrido en estos años de conflicto”, subrayó el Papa, en alusión a décadas de enfrentamientos y rivalidades que la independencia no había logrado curar.

Ahora, sin embargo, ni siquiera los lugares de culto se libran de la violencia; son objetivos militares en una espiral a la que, pese a la presión internacional, no se ve una pronta salida. Hoy, como bien describe Charles Maung Bo, arzobispo de Yangon, y creado cardenal en 2015 por Francisco, el pueblo de Myanmar vive un “prolongado viacrucis, donde el Jardín del Edén se convierte en el Monte Calvario”.

JOSÉ L. LÓPEZ

El 8 de marzo se celebra el Día Internacional de la Mujer, pero, alrededor de todo el planeta y sin importar qué día sea, hay miles de misioneros y misioneras que, de manera silenciosa y humilde, entregan su tiempo y sus esfuerzos para ayudar a mujeres en todas las etapas y aspectos de su vida. Desde orfanatos para ofrecer oportunidades a jóvenes sin hogar, hasta grupos de apoyo a ancianas marginadas, nuestros misioneros coordinan proyectos e iniciativas encaminadas a buscar la igualdad y convertir a las mujeres en actores de cambio, e incluso líderes, dentro de sus comunidades.

En cada lugar del mundo el proceso y las necesidades son diferentes, pero a menudo hay algo que se repite en todas partes: la mujer, a pesar de su fuerza y sus capacidades, es considerada como un miembro frágil de la sociedad, normalmente amenazada o sometida por los hombres de su comunidad. Ayudar a estas mujeres, en ocasiones, empieza desde lo más básico. Actividades cotidianas como enseñarlas a coser, a cocinar y capacitarlas para sacar adelante a sus familias (a veces, desde que son muy jóve- nes o adolescentes) se convierte en una tarea muy importante, que les brinda la posibilidad de subsistir y conocerse como integrantes útiles y valiosos de la sociedad. Además, esto sirve a muchas mujeres para socializar, crear grupos de apoyo mutuo e, incluso, convertirse en tutoras para las nuevas generaciones o chicas más pequeñas; ayudándolas con la maternidad temprana o enseñándoles todo lo que han aprendido en los talleres.

Así pasa por ejemplo en Jusepín, un pueblo de Venezuela don- de, en mitad de la difícil situación económica y la falta de esperanza para los jóvenes, una pequeña comunidad de tres hermanas del Sagrado Corazón crearon un proyecto de costura para mujeres emprendedoras. Mercedes García de la Rasilla e Isabel García Loygorri empezaron a juntar a varias madres un día a la semana, algunas casi niñas aún, y hoy nos cuentan felices cómo estas chicas han aprendido a coser a mano, a confeccionar la ropa de sus hijos con telas recicladas y a sacar patrones; y cómo ahora comienzan a aprender a coser a máquina. “Después con ellas. Al final del camino hemos visto a grandes mujeres llevando sus familias con amor y energía, a mujeres que dirigen y luchan por sus comunidades con dignidad y eficacia, y a mujeres de gran fe y esperanza activa. A partir de aquí, la cosecha la dejamos en manos de Dios”.

Pequeños pasos, grandes frutos

Puede parecer un pequeño paso, algo sencillo, pero partiendo de muy poco los grandes frutos son posibles. La hermana Felisa Manrique, como tantos otros misioneros,

Este proyecto empezó siendo una olla de comida comunitaria que las madres compartían en la calle. A través de diferentes procesos de formación y empoderamiento como mujeres de valor, comenzaron a trabajar en artesanías y en la capacitación de otras mujeres jóvenes: compartiendo su saber y ayudándolas a descubrir su talento, a crecer en autoestima y a formarse como madres jóvenes con embarazos no deseados. Hoy, más de dos décadas después, estas mismas mujeres que compartían esa olla de comida mantienen un comedor para cientos de niños de un año, podemos decir que somos amigas. Compartimos situaciones, celebramos y creamos juntas. Esto cambiará su entorno, y será más digna su vida. No sabemos si llegarán a ser un grupo de mujeres emprendedoras, que logren otras metas, pero con esto saben que han ganado una batalla; porque ellas solas inventan, solucionan, superan carencias y se ayudan unas a otras. Muchas veces se sienten felices, y nosotras es testigo de esto. Ella es religiosa de las Hermanas del Ángel de la Guarda, tiene 81 años y lleva 53 de ellos en Colombia. Allí trabaja con mujeres de barrios marginados de Bucaramanga, población vulnerable y desplazada por la guerra y los actores armados ilegales. Hace 25 años fundó, junto con un grupo de chicas (algunas, convertidas en cabezas de familia por el conflicto), la Asociación de Mujeres Artesanas de Bucaramanga Luz y Vida. de entre cuatro y diez años, y se han convertido en un grupo respetado y muy valorado en el barrio. Además realizan artesanías con materiales naturales, que les sirven de sustento y han logrado mejorar la calidad de vida de las socias y sus familias. “Durante años el grupo lo formaron 70 mujeres; hoy solo son 21, porque el resto han montado su propio negocio y se han superado humana y económicamente”.

Otro gran ejemplo de lo que pueden conseguir las mujeres, con los medios adecuados y una pequeña oportunidad, lo tenemos en México. Allí ha trabajado durante 23 años María José Zárate, quien actualmente desarrolla su labor misionera en la ciudad congoleña de Lubumbashi. María José pertenece a la Obra Misionera Ekumene, formada por misioneros seglares. Durante su larga estancia en México tuvo la oportunidad de colaborar en un proyecto de mejora de la vivienda que se llama “Familias Unidas”, en que cambian casas de cartón por casas de materiales más resistentes. Gracias a este proyecto, 400 familias de Bahía Kino (estado de Sonora) viven hoy en día en unas condiciones dignas.

Lo más llamativo es que son las mujeres las que han llevado y llevan adelante el proyecto, organizadas en diferentes grupos. Por orden riguroso se les entrega el material necesario; ellas ponen la ma- no de obra y, poco a poco, cada mes van pagando una cuota mínima sin intereses. Con ese dinero, que se va recuperando, otra familia comienza a construir. “Por supuesto, esto ha tenido un gran impacto en el entorno. De hecho, hay mujeres de otro poblado cercano que ya han empezado a formar grupos y son parte del proyecto, puesto que es una mejora enorme en la calidad de vida de las familias. Aquí la mujer es la que siempre, en silencio y en segundo plano, lleva el peso de todo; tanto en la familia, como en la sociedad o en la Iglesia. No está en los puestos donde se toman las decisiones y muchas veces ni siquiera se la tiene en cuenta, pero es la base sin la cual la estructura familiar, social o eclesial se desmoronaría”.

Situaciones de fragilidad

Por desgracia, aunque suena bien, no siempre es tan sencillo. En muchos países la mujer aún es re- legada al papel de ama de casa o niñera, sin oportunidades para trabajar, estudiar o hacer este tipo de capacitaciones y talleres; y, en ocasiones, con severas consecuencias si se alejan de este rol de madre o tratan de ser algo más. Una mujer empoderada, que se sabe como un ser valioso para la sociedad, que conoce sus talentos y es capaz de salir adelante por sí misma, es vista, con demasiada frecuencia, como una amenaza para muchos hombres, que ven tambalear su poder y sus privilegios ante la posibilidad de ser igualados (o superados) por el “sexo débil”.

Gloria Alonso es carmelita misionera teresiana y lleva en Filipinas desde hace casi 32 años. Allí tienen toda clase de programas de educación integral y cursos técnicos para la mujer. Al terminar estas especializaciones, les ofrecen un puesto de trabajo en el mismo centro, algo que las ayuda económicamente. “Por contar algo anec- dótico, recuerdo que la primera vez que las mujeres llevaron su sueldo a casa, al día siguiente una llegó con los ojos morados de la paliza que le dio el marido, quizás por la inseguridad de que su mujer ya aportaba algo para su familia. Pero es algo valioso, porque ahora algunas son líderes en sus barrios, y han aprendido a valorar la salud y la educación de sus hijos. Las jóvenes que han recibido educación trabajan como profesionales; alguna mujer ha podido irse a trabajar al extranjero para mejorar la economía familiar, y otras siguen entusiasmadas con seguir los estudios universitarios gratis que ofrece el Gobierno en estos momentos”.

A veces, las mujeres son las que mantienen a la familia, pero, por desgracia, en situaciones que también están lejos de la igualdad. Ascensión Barceló, hija de la Caridad de san Vicente de Paúl, que ha estado 23 años en la R. D. del Congo trabajando de enfermera y formando a mujeres en el ámbito sanitario, sigue viendo esto a diario. No pierde la esperanza de que el tiempo vaya cambiando las cosas y se consigan avances; pero, de momento, a pesar de todo el trabajo que realizan, las mujeres se encuentran en una posición vulnerable, en la que, lejos de valorarse sus talentos, estos las convierten en apestadas. “Allí la mujer es la que sostiene la familia y la economía, pero siempre es considerada la última y la que menos vale. Está permitida la poligamia, con lo cual el hombre es dueño y señor, mientras ellas trabajan para tenerlos contentos. Si alguna joven conseguía terminar la secundaria y podía estudiar algo más, por ejemplo Enfermería, esa chica ya lo tiene difícil para casarse, y, de hacerlo, tiene que ser la segunda o tercera mujer de un hombre. Allí eso es «lo normal», porque los hombres no aceptan a la mujer por encima de ellos”.

Dentro de estas situaciones de fragilidad en que se encuentra la mujer, otro gran problema es la sexualización y utilización de la misma. Así lo ha vivido Felicidad Ruiz, misionera de las Adoratrices, durante sus años de trabajo en Japón. “Nuestra congregación fue fundada en el año 1856, respondiendo a una necesidad urgente de ese tiempo: liberar y promocionar a la mujer oprimida por la prostitución y otras formas de marginación. Ya hemos celebrado los 165 años de fundación, y nuestro apostolado sigue teniendo sentido”. En Tokio ha visitado a mujeres en las cárceles y comisarías, y ha ayudado a muchas jóvenes que son víctimas de la trata y el tráfico de drogas. Coordinaban un centro de acogida en Osaka y otro para inmigrantes. Ahora, ya desde Londres, siguen trabajando en un proyecto de apoyo a la mujer. “Nos hemos ido renovando y adaptando al correr de los tiempos en la forma de realizar nuestro apostolado, pero siempre tiene un gran valor en

el futuro y el entorno de la mujer.

La proyección e importancia del papel de la mujer, también en la Iglesia y en la vida de fe de nuestras comunidades, es de capital importancia. Por eso, tratamos de inculcar a las chicas los valores evangélicos, a la vez que respetamos otras religiones. Sobre todo, quere- mos que las mujeres que ayudamos sean protagonistas de su transformación”.

La urgencia de ayudar a la mujer

Estas dinámicas tan complicadas no hacen más que resaltar el valor y la urgencia que tienen los programas de ayuda a las mujeres, y lo valioso que es educar a las nuevas generaciones en la igualdad y de manera íntegra desde una temprana edad. Para ver el cambio mañana, el ciclo tiene que empezar hoy, tal como nos cuenta Juliana María Gómez, de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón de Jesús en Perú. “Cuándo las jóvenes awajún terminaban su primaria y no tenían acceso a otros estudios, se las preparaba para que ellas dieran clase a otros más pequeños. Esto fue el inicio para que después ellas pudieran ir teniendo estudios superiores y hoy, gracias a Dios, hay muchas profesoras awajún muy bien formadas. Algunas de estas profesoras son también las líderes que alzan la voz para poder reclamar sus derechos y denunciar las injusticias que se van encontrando en su pueblo”.

Por último tenemos la historia de Primi Vela, misionera aragonesa de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que también tiene mucha experiencia en esto de formar chicas. Hace 50 años que se marchó a la India, y allí trabaja en el Centro Ankur, donde acogen a niñas marginadas y les ofrecen un clima de cariño y familia que les ayuda a recuperar la confianza en sí mismas. “Las niñas que llegan de la calle, por las experiencias que han vivido, tienen la imagen de que la sociedad es mala, oprime, abusa y engaña. Cada historia de sus vidas está llena de acontecimientos y situaciones demasiado fuertes de sobrellevar. Rani , por ejemplo, después de que su padre alcohólico quemara a su madre cuando ella apenas tenía cinco años, tuvo que vivir con ese recuerdo en su mente de niña, hasta que su padre murió en sus brazos por tuberculosis. Al quedarse huérfana, con ocho años, una tía la puso a trabajar en un hogar de gente acomodada donde no recibió más que malos tratos. Huyó y acabo con la policía, que la trajo a Ankur”.

Y es que en la India es malo ser pobre, pero peor ser niña pobre. Las mujeres en la India no solo se enfrentan a la violencia y discriminación laboral, social y política, sino que son rechazadas antes de nacer, lo que hace que en este país haya 33 millones menos de féminas que de hombres. “Nosotras nos recorremos calles y estaciones de la ciudad para invitar a estas niñas (que son adultos prematuros, por los trabajos que han hecho) a que vivan con nosotras, y las llevamos a la escue- la. Pero no es solo una educación de conocimientos, sino enseñarles a vivir y enseñarles a ser”. Actualmente, hay muchas de estas chicas realizando licenciaturas en Letras, Ciencias, Comercio y Magisterio. Los misioneros distribuidos por el mundo y la variedad de sus proyectos e historias nos dejan ver que cada país tiene sus particulares escenarios y problemáticas, sus ritmos y costumbres; pero también nos confirman que el progreso, en todas partes, pasa por la educación y capacitación de la mujer. No es una opción, es una necesidad social de vital importancia para todos. Como dice Primi Vela: “Educar a las niñas y mujeres es su derecho humano, y significa cambiar la vida de generaciones venideras. Si educas a un hombre, educas a una persona; si educas a una mujer, educas a una familia. Si la mujer avanza, el mundo avanza”.

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