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29 de JUNIO DE 2015
Notas a propósito de El último lector de Ricardo Piglia Por Edgar A. G. Encina
en práctica la interpretación de múltiples dimensiones, el brillo de la luz o echa mano del espacio. Ésta es una de las dos tesis que motivan a El último lector. La otra es rastrear la figura de ese lector entendible sólo a través de su historia particular y cristalina. Es un camino que bifurca. Un sendero tantea el alejamiento: observar rezagado al lector para acotarlo. Otro sendero traza atender las migas que deja la práctica en sí, el inasible terreno que propone escudriñar los efectos y los registros imaginarios, la historia invisible y las condiciones materiales del acto de la lectura. La propuesta es recrear la historia imaginaria de la lectura. La pregunta es quién lee. La motivación es averiguar las representaciones imaginarias que produce leer ficción. Las respuestas están en la historia individual del acto que le nombra.
Leer, pero leer ficción, es un acto de libertad, de fe y de creación artística que adquiere identidad en el acto vivo e imaginario. Seguir la métrica de Piglia lleva a encontrar lectores aislados que contemplan, a adictos o a insomnes; a lectores confusos, miopes o críticos; a lectores criminales, malvados o rencorosos que utilizan con perfidia la letra y a lectores transnacionales que son la comprobación del desplazamiento interpretativo. Seguir la teoría de Piglia conduce a descubrir lectores poderosos, dispuestos para designar la forma en el acto, como Emma Bovary o Pierre Menard o Bartleby o Dupin; a distinguir su feminidad como las que acompañan a los escritores o son fatales, dóciles e inspiradoras; a lectores que se niegan a leer o los que sólo desean leer o que se liberan por la lectura; a
lectores asexuados llenos de deseo o van como detectives, lúcidos, marginados, extravagantes y célibes, o al relacionado con el dinero y el poder; al lector último, práctico, en estado puro o al lector libre en acción, persistente y ataviado con sus modismos lingüísticos. Encontrar al lector separado de la vida, sedentario, inmóvil, encerrado; el lector fuera del circuito de la literatura, vivo en los libros y la vida; a lectores interrumpidos, controlados o prohibidos, al que se ve perdido o aislado y es paranoico; al lector loco, terrorista, caníbal, náufrago, animalizado o al que pone en tela de juicio los dos grandes mitos del lector en la novela moderna: el que lee en la isla desierta y el que sobrevive en una sociedad donde no hay libros. Con Piglia encontramos la paciencia para descubrir lectores que no dan su nombre, son dramáticos o se identifican con el escritor que compuso el libro; a lectores que rastrean, recorren o consideran alternativas; a lectores sin terminar, en work in progress, que desarman los libros o le ponen precio; a releer Si una noche de invierno un viajero o 1984 o Fahrenheit 451 o Un mundo feliz o Robinson Crusoe, para preservar una tradición y salvarnos a nosotros mismos. Con El último lector le encontramos y definimos, contamos su historia y le individualizamos; apuntamos certeramente que la ficción depende de quien la construye, de quien la lee y, a su vez, en esa está en hipálage, nos a restituye cuando “Hamlet entra leyendo un libro” que nunca sabemos cuál es o a atar a Felice Bauer con la escritura; al lector que busca el sentido de la experiencia perdida o puntualiza con esperanza -según Between History and Literature- que la lectura literaria ha sustituido la enseñanza religiosa en la construcción de una ética personal; a oponernos al mundo hostil y hacer de la lectura una práctica iniciática que en paradoja crítica distingue los excesos y los peligros y marca en contemplación con los héroes novelescos y quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción. Con lectores célibes, solteros, perfectos o adúlteros que insisten en que “La historia de la lectura es también la lectura de la iluminación”, constructora de un mundo paralelo que irrumpe como lo real produciendo un efecto de sorpresa y de vacilación; a hallar al lector que lee todo como si estuviera dirigido a él o narra otra realidad e invierte esa realidad en la ficción y viceversa, y -sobre todo- a ver a Santiago como ése el último lector, múltiple y metafórico en el que sus “[…] rastros se pierden en la memoria”. 1 Ricardo Piglia, El último lector, Debolsillo, España, 2014, 1771pp.
Libros
¡Pum! Tira un puñetazo. ¡Saz! Avienta una patada. ¡Choz! Da un salto, cae y se arroja en marometa. Ése fue Santiago por varios años. Iba, venía, corría, saltaba, se recostaba en el suelo, subía por todo lo trepable y siempre, siempre, hacía sonidos de explosiones, golpes, zumbidos. El cambio fue paulatino, luego de los siete u ocho años comenzó a bajar la densidad de sus movimientos. Ahora tiene 12, continúa haciéndolo pero por menos tiempo. Pasó de ser un héroe de cómic, de caricatura televisiva o de personaje del cine a ser-ente-individuo de los que se encuentra en los mangas y sus novelas gráficas. Cambió. La forma de ver el mundo, de enfrentarse a la naturaleza y de concebir su realidad se transformó paulatinamente. Su metamorfosis fue un peregrinar en el que de llevar el mundo de la ficción a la realidad tangible pasó al intento por continuar haciéndolo y terminar por caer en cuenta en los fallos que le llevaron a cuestionarse. Ahora ha estado dando vueltas. Le cuesta un trabajo enorme hacer lo que antes le iba con la mayor de las naturalezas, se le nota cuando arguye sus cuestiones. Expone argumentos. Cuestiona su entorno. Intenta responderse por qué la realidad ficticia que lee es tan improbable, tan distante, de la realidad en que habita. Lee y se queda sentado en el sillón, en la escalera, en el balcón. Detrás de la ventanilla ha dejado de ver aquel mundo idealizado por otro en el que idealiza un mundo posible. ¡Ho, Santiago, oj-Alá en algún momento descubras que la respuesta está ahí mismo, en la literatura! Santiago es El último lector (2005) del que Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires; 1941) habla. Corrijo: Santiago pertenece a la estirpe del último lector. Reparo: Santiago es ejemplo, vida de ese lector último. Solitario. Extraviado. Atiborrado. Aturdido por la multiplicación de signos y los ecos de la lectura, busca las maneras de atar a ésta con la realidad. En su soledad, aunque rodeado por los bullicios de la ciudad, busca su particular manera de ligar universos, de hacerse de un modo particular de leer lo que sus ojos encuentran. Cuando lo veo deambular por el departamento lo veo igual a Kafka, que aún desconoce, que primero concentró “[…] la historia en un punto, luego invierte la motivación y establece nuevas correlaciones; inmediatamente narra su versión de la historia (narra lo que no ha visto el narrador original)”,1 narra lo que no hemos leído y algunas veces concluye que lo más terrible de las sirenas es su silencio. El acto de leer además de abstracción intelectual es arte. Como el que pinta, trama una escena o descifra un pentagrama, la vista es nodal igual en la literatura porque pone