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Literatura/ Literature El grillo

Cuento dedicado a Alejandra por José

Edgardo Cruz Figueroa

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José Edgardo Cruz Figueroa

La casa estaba oscura y callada pero en el cuarto había un grillo que de vez en cuando rasgaba el silencio. En la distancia se oía un coquí intermitentemente. Ya no era como antes cuando la marea de coquíes en el vecindario subía su volumen al compás de la caída de la luz y su cantar se escuchaba toda la noche.

De repente un grupo de perros comenzó a ladrar. Al ratito todos se fueron callando excepto uno. El zumbido de una motora se combinó con los ladridos del perro insistente produciendo una armonía fugaz. El sonido se disipó poco a poco y a medida que se ahogaba, el martilleo de un reloj se oía más duro y más claro. Entonces pasaba un carro y luego otro y con sus brrrrooms alteraban la ecuación del silencio. Mientras uno se alejaba otro se acercaba con el radio encendido y la música se escuchaba con gran fuerza. Luego enmudecía. Era como el ruido de una ventolera que viene y se va.

Esa noche no se había tomado la pastilla de dormir. No le quedaban suficientes para cubrir el resto de su estancia y decidió racionarlas. A las nueve se tiró en la cama a leer y al cabo de tres páginas los ojos se le cerraban. Aprovechó ese desvarío para poner el libro en la mesa de noche, después de escribir un pequeño check mark al final del párrafo hasta donde había llegado.

El grillo estaba callado y la calle también. Su madre hacía rato que estaba dormida y de su cuerpo solo salía un ronquido ocasional. Era como si su aliento de repente cobrara conciencia para hacerse escuchar en el momento en que aspiraba. Esa mezcla de respiración y ronquido era como un dúo de piano y contrabajo tocando un concierto subterráneo.

Un aguacero torrencial interrumpió la calma. En la parte de atrás de la casa, el chorro que salía del desague en el techo se oía como un estruendo al estrellarse contra el concreto, como si el agua tratara de taladrar un hoyo. En otras partes, las gotas esparcidas impactaban el suelo suavemente y sonaban como un rumor. Cuando el agua arreciaba se sentía como una avalancha de arroz en grano.

Cuando llovía, los grillos permanecían absortos, como si escucharan un concierto de jazz o música clásica. No les importaba que las tormentas causaran estragos ni tampoco que LUMA se tardara tres meses en restaurar la luz. Despúes de María muchos habían emigrado pero después de Fiona no tantos. Los que se habían ido lo habían hecho no porque se vieran afectados si no para no abandonar a los puertorriqueños en cuyos cuartos hasta la fecha se habían hospedado. Viajaron en las maletas como polizones, de alguna manera logrando que en agricultura y en las máquinas de seguridad no los detectaran.

Contando las gotas de lluvia, Arturo puso la cabeza en la almohada y se quedó quieto con los ojos abiertos. Con eso lo que hacía era desafiar al sueño. Era llevándole la contraria que lograba que se impusiera. Es decir, como en el boxeo, la mejor forma de caer rendido era peleando. Si cerraba los ojos se mantenía despierto. Con las pupilas en estado de alerta eventualmente se disipaba como cuando uno le baja el volumen a un televisor un decibel tras otro en vez de mutearlo.

Su sueño no duró las horas que esperaba. Fue al comedor a buscar su ordenador. Mientras escribía escuchó otra versión del ronquido de su madre emitido por dos motoras una detrás de la otra. Eran casi las dos de la mañana. Estaba sentado en la cama, recostado contra la pared, con un cojín rojo acolchonando su espalda, analizando la simbiosis de los ruidos de la noche y el silencio.

¿En dónde exactamente estaba el grillo que competía con el coquí que se oía ahora sí y ahora no? El sonido de algunos grillos era una sucesión rápida de cuatro notas en stacatto. Cuatro notas que eran la misma nota, como la samba de Jobim, con un acento en la cuarta: pi pi pi pí. La cuarta nota era seguida por un silencio prolongado que muchas veces se tornaba permanente.

El grillo de su cuarto emitía su cantar en legato. Era como un graznido en una frecuencia bien alta. Su chirriar estaba marcado por acentos que le hacían sonar a la vez constante y quebrado. En el momento en que Arturo se sacudió la sábana, el grillo dejó de cantar. Quizás había adivinado que tenía intención de matarlo. A la vez satisfecho y frustrado, pues había logrado que el grillo se callara pero no había podido liquidarlo, Arturo fue al baño.

Al regresar a la cama se quedó despierto escuchando el silencio. La anticipación del momento en que el grillo reiniciara su canto lo puso en un estado de alerta paradójico: el silencio lo desveló cuando lo que debía haber hecho era lograr que retomara el sueño. Pasadas las cuatro de la mañana era obvio que el grillo se sentía seguro de que nadie lo iba a pisotear. Aún así, no se arriesgó y dejó a Arturo esperando que se pusiera a cantar. Tenía un cerebro de grillo pero no era un pendejo.

Estar sentado escribiendo acentuaba su desvelo. La espalda comenzó a dolerle, resentida por su incómoda posición. El cojín se había deslizado por el espacio entre la pared y la cama y ya no tenía suficiente resguardo. Cerró el ordenador y volvió a recostarse. El silencio fue interrumpido y la paradoja se tornó congruencia. Escuchó el sonido de un muffler reventao, pero apenas por un instante. El grillo permanecía callado pero el tinitus que escuchaba había asumido la forma de su canto. El puñetero grillo se le había metido en la cabeza.

Se movió al comedor para sentarse a la mesa y seguir escribiendo con mayor comodidad. Caminó arrastrando los pies como si estuviera bailando un merengue que sonaba al estilo de Xavier Cugat. En eso no duró mucho. Volvió a cerrar el ordenador y caminó de vuelta a la cama ahora imaginando el sonido de una cumbia. Quizás si mantenía los ojos abiertos como antes, se le cerraban por su propio peso. Mientras tanto, el-grillo-en-su-cabeza retomó su canto y desplazó la cumbia. Ahora era invisible por partida doble pues no se oía él propiamente sino un cantar imaginario.

Después de un rato dando vueltas en la cama escuchó el aria mañanero de varios gallos. Se levantó y en el comedor se comió un bowl de Kellogs Rice Flakes que a su madre le gustaban pensando que eran corn flakes. El tinitus se desvaneció al salir del cuarto. Un perro volvió a ladrar. Se compadeció del dueño pero a lo mejor era un perro realengo y en ese caso pensó que sería un milagro si los residentes de ese vecindario no se organizaban para matarlo. Una cosquilla repentina en la nariz le provocó un estornudo que hizo retumbar la casa. Se sopló la nariz produciendo una melodía breve y desafinada.

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