El pinar de Segismundo

Page 1

El Pinar de Segismundo E LIÉCER C ÁRDENAS





El Pinar de Segismundo ELIÉCER CÁRDENAS E.


El Pinar de Segismundo © Eliécer Cárdenas E.

Edición: Katya Artieda Diseño de colección: M. Hervás. Portada: (Fotomontaje) M. Hervás. Diagramación: Dirección de Publicaciones CCE ISBN: 978-9978-62-709-9 Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Av. Seis de Diciembre N16—224 y Patria Telfs.: 2 527440 Ext.:138/213 Mail: gestion.publicaciones@cce.org.ec Quito—Ecuador


El Pinar de Segismundo ELIÉCER CÁRDENAS E.

—Año 2013—



Todo ha sido verdad sin haber sido... Gonzalo Zaldumbide

Una cultura es el conjunto de historias que dan cohesión a una sociedad. Dietrich Schwartz

Excavando más profundamente en cierta región próxima a la cintura de Sudamérica, un afortunado geólogo puede descubrir un día, al chocar contra un metal, el fleje del Ecuador. Vladimir Nabokov



I

caza iba a cruzar la calle, enfrente de la casona orlada en su frontispicio por un escudo de armas —el de la Muy Noble y Muy Leal San Francisco de Quito—, cuando en el débil resplandor amarillo que procuraba el deficiente alumbrado público de esa vía de La Mariscal, hacia donde la capital trasladaba sus mejores o más dudosas galas arquitectónicas, creyó reconocer a la figura menuda que avanzaba a saltitos, como un duende travieso. Icaza aguzó la vista, que la tenía inmejorable en sus cincuenta años, y descubrió con disgusto al personaje: era G.h., su inmotivado émulo literario, un tábano que no se cansaba de asaetear el venenoso aguijón sobre su obra. ¿Qué hacía el maléfico G.h. allí? ¿Había sido también convocado a la residencia del Maestro? Su primer impulso le invitó a retirarse: no estaba Icaza en aquella desabrigada noche de febrero del año 1956 dispuesto a soportar a ese enano impertinente. Pero el otro lo había avistado ya y le dedicaba un irónico saludo con el sombrero en alto. “Señor Huasipungo, ¡qué sorpresa!”, escuchaba la vocecita infantil de su insufrible rival. Icaza apretó el cinturón de su -9-


gabardina como solía hacerlo en momentos de tensión cuando llevaba puesta aquella prenda, y cruzó la calle dispuesto a enfrentar a G.h.: después de todo, apartarse hubiera significado concederle un fácil triunfo que luego el energúmeno festejaría con una risita malévola, pensó. Corpulento, dispuesto a responder a cualquier provocación que viniera del panfletista, Icaza se situó, con unas cuantas zancadas, bajo el pórtico de piedra arenisca que ornaba la casa del Maestro, y de inmediato, como por obra de algún ensalmo, una hoja del taraceado portón se entreabría y se deslizaba, menudo y serpentino, su atrabiliario rival mientras le susurraba, sin dignarse mirarlo, “primero paso yo, siempre por siempre”. Obsequioso, desconfiable para Icaza, no acertaba a comprender aquello a razón cierta, Grijalva, el secretario personal del Maestro desde hacía un año, lo saludaba con un estrechón de manos y una cauta palmadita en la espalda, y le invitaba a pasar a la biblioteca: el Maestro iba a demorar un rato en el despacho porque atendía su caudalosa correspondencia, ya lo sabía: contestar las cartas que le llegaban de todas partes del mundo hispanoparlante y aun de fuera de él era una de las ocupaciones predilectas del Maestro. Icaza demoró un instante en la contemplación de la fuente que irradiaba su esbelto chorro en el patio interior de la casona, entre una perfumada floración de madreselvas que trepaban por las columnas pétreas, y subió los escalones, presagiando que el inoportuno G.h. iba a depararle más de un mal momento. Al coronar las gradas sintió la opresión corporal de un abrazo digno de un oso; era Guayasamín, que le constreñía en uno de aquellos apretones de sus brazos. “Tiempos sin verte, cholito”, le espetaba en pleno rostro un tufo de aguardiente. -10-


“Grijalva quiere hablarnos de algo muy importante”, dijo mientras su corpachón caminaba pegado a él por el pasillo de barandal de hierro forjado. Icaza pensó que nunca tendría una casona igual, con la resignación estoica que consideraba natural en un escritor de novelas como él. Bajo el óleo de doña Águeda, la esposa del Maestro, G.h. se repantigaba cómodo sobre una butaca color marrón, como si se encontrara en su propio domicilio. Icaza prefirió tomar asiento en un ángulo alejado de la vasta biblioteca, en tanto Guayasamín regurgitaba un “hola” más bien sobrio y hosco, preñado de amenaza, al diminuto polemista que no abandonaba ni un instante su sonrisita burlona. “¿Cómo se le ocurrió a Grijalva invitar a ese insecto?”, la queja del pintor Guayasamín no fue proferida en voz baja de ningún modo, pero G.h., desde su butaca, prefirió no darse por enterado, y con un salto de gnomo se puso de pie sobre el pulido parqué de la estancia y echó una larga, escrutadora ojeada, hacia el óleo de doña Águeda. “¿Por qué pintas a todo el mundo como si fueran indios borrachos?”, el veneno de G.h. irrumpía en la dosis precisa para sacar de quicio a su víctima. Guayasamín pareció a punto de echarse sobre el cuello frágil del impertinente pero se retuvo. Su pescuezo de toro ostentó una vena gruesa y resaltada por el enojo. “Yo pinto como me viene en gana, así trabajamos los genios”, respondió olímpico en su menosprecio. La risita de G.h. se desperdigó como una cascada de invisibles agujas punzantes. Icaza lo envidió ese momento: a ese sujeto podían decirle cualquier cosa, pero jamás perdía la calma ni la sonrisa. Se vengaba en frío de los desaires escribiendo alguno de sus opúsculos enhebrados de insultos surrealistas y mordientes -11-


que solía venderlos en persona, sacándolos de un maletín como si fueran prospectos para la venta de cocinas a queroseno.

Icaza ignoraba —y tampoco le iba a importar saberlo— que G.h. había vuelto extenuado de su última incursión antimontalvina en la sede misma del idolátrico culto al ‘Cosmopolita’. Desde su juventud, odió el vozarrón seudoclásico de don Juan Montalvo y su estilo tan alabado en toda Hispanoamérica. Le parecía un mal parto de diccionario, una sangría sin hemoglobina de los clásicos de la Lengua, un hurto poco fértil de Gracián y Quevedo, de Cervantes y todos aquellos autores de golillas del Siglo de Oro pintados con engañosas doraduras de feria. Desde que le aquejó una especie de disentería estética que lo mantuvo en cama, a los diecisiete años, tras leer los Siete Tratados, se juró que iba a tomar venganza de tan miserable acometida hemorrágico–lingüística e ideó su plan anarquista y orinador: todos los años, de ser posible, iría hasta la Casa Museo de Montalvo, célebre monumento en la ciudad nativa del ‘Cervantes Americano’, para mearse al pie del túmulo severo sobre el cual se exponía a la reverencia pública la mal conservada momia de don Juan. La primera ocasión le fue muy bien. El conserje de la Casa Museo, un vejete encorvado y medio cegatón que se pasaba dormitando en una silla de tijera, le franqueó el paso hasta el recinto vacío y de pobre iluminación donde yacía la insigne mortecina. “Don Juan, don Juan, ¿puede decirme de qué mismo tratan sus Siete Tratados?”, murmuró con los labios casi pegado al cristal que cubría el ilustre cofre de roble y cantos de hierro macizo. -12-


Tras lo cual desabotonó su bragueta y orinó con ímpetu sobre las losas averiadas del recinto. “Mi venganza comienza”, se dijo G.h. con íntima satisfacción. Desde el dintel de la puerta se volvió para contemplar el rastro de su atentado líquido: el manchón ofrecía un respetable e irregular radio sobre el piso. Al año siguiente ocurrió más o menos igual: el viejo conserje dormitante parecía un motivo estatuario más de aquella Casa Museo, pero pasaron tres aniversarios en los cuales G.h. no pudo cumplir su juramento por ocupaciones varias que se lo impidieron —la redacción de un poemario indigenista de furioso lenguaje, sus labores como amanuense de una escribanía cuencana, la inspiración y la rabia necesarias para la composición de un cuaderno de versos en homenaje al Bando Leal de la Guerra Española que transcurría—, y cuando viajó al fin con el objeto de reiterar su descarga blasfematoria y ritual ante la momia de Montalvo, ocurrió algo que de todos modos resultaba previsible. Don Idelfonso Martínez, en aquella época director de la Casa del ilustre escritor, observaba a través del no muy limpio ventanal hacia la vía, donde un sujeto a todas luces forastero, de bien cortado traje de casimir a rayas, corbata pajarita en el cuello y sombrero borsalino de color gris perla cruzaba la calzada dispuesto a ingresar al local. No conocía a ese individuo, pero por su aspecto supuso que se trataba de alguien de cultura dispuesto a rendir el homenaje de una visita a la momia del ‘Cosmopolita’. Salió a su encuentro sin prisa: tampoco era cuestión de ofrecer una alborozada bienvenida a alguien desconocido, y cuando don Idelfonso Martínez adelantaba sus calmos, casi renuentes pasos hacia el pedestal desde el que emergía el cofre mortuorio, se negó a creer en aquello que estaba viendo: el visitante de la corbata de pajarita y el sombrero -13-


borsalino estaba orinándose en el piso, ante la cabecera del féretro inmarcesible de don Juan. Horrorizado, corrió a detener el infame desacato, pero aquel petiso incógnito había culminado la atroz ofensa y fugaba como un chiquillo travieso en dirección a la salida. Fue imposible alcanzarlo: corrió calle arriba y se escabulló tras un camión con víveres estacionado en una esquina. Pero a G.h. desde entonces le resultó más difícil y riesgoso cumplir con su juramento de adolescencia. El consistorio encargado de velar con celo la memoria del ‘Cervantes de América’ había conseguido averiguar la identidad del ofensor, incluso algún enemigo literario, de los muchos que G.h. tenía, proporcionó una fotografía suya que, aun cuando no muy nítida, sirvió para mantener una perenne y cautelosa guardia en la Casa de don Juan a fin de impedir la repetición del sacrílego y asqueroso atentado. El par de guardias jóvenes que contrató la institución en reemplazo del desaplicado vejete conserje tenían dentro de sus cabezas aquel rostro memorizado, y por si fuera poco, sus señas particulares: de no más de un metro cincuenta de estatura, ojitos vivaces de ardilla, calva pronunciada cuando se despojaba de un sempiterno sombrero. Para precisar más, muy parecido al Profesor Nimbus de las tiras cómicas de diario El Universo. Pero G.h. volvió a desatender durante varios años su promesa antimontalvina. Viajes, compromisos diversos, amores impetuosos y la redacción laboriosa de su inmensa trilogía indigenista consumieron sucesivos períodos vacacionales, tantos que al cabo de una década y media solía preguntarse qué cosa era el descanso. Volvió el año cincuenta y cuatro, cuando varios celosos cancerberos de la casa natal del ‘Cosmopolita’ habían fallecido en forma sucesiva por su valetudinaria edad y por tanto, supuso G.h., su -14-


atrevida presencia en el recinto de la religión laica de don Juan pasaría desapercibida. En efecto, fue, penetró en el frío y casi siempre vacío mausoleo y pudo cumplir sin peligro su nueva descarga líquida, pero con tan mala fortuna que al cerrarse la bragueta, que por la moda ya no llevaba botones sino un cierre relámpago, una delegación de admiradores de Montalvo llegados de la capital ingresaba al lugar con aire reverente, logrando reconocerle en el acto uno de ellos que, al asociar el charco sobre el embaldosado con cierta anécdota que parecía increíble en los medios intelectuales del país, pero que ante la flagrante evidencia poseía el argumento contundente de una monstruosa verdad, gritó pidiendo el auxilio de los otros para atajar al espantoso orinador. G.h. se lanzó a la carrera hacia la puerta para esquivar al indignado grupo que, con los bastones en alto, pretendía impedirle el escape. Empujó recio el blando vientre de uno, dio un golpe de puntapié en la espinilla de otro, recibió el golpe de un bastonazo en la espalda, pero al fin consiguió fugar justo a tiempo de la arremetida ciega de aquellos fanáticos de la prosa de don Juan, quienes a pesar de sus edades avanzadas lo persiguieron hasta el parque cercano mientras daban voces hacia los desprevenidos transeúntes para que detuvieran al profanador que merecía un linchamiento en toda regla. G.h. escabulló su mínima figura en un zaguán, aunque le resultó difícil explicar a unas sorprendidas batidoras de melcocha el motivo de su agitada irrupción en aquel recinto oloroso a panela derretida. Pero tras aquella incursión las autoridades y fuerzas vivas de la ciudad natal del autor de Las Catilinarias habían adoptado drásticas previsiones en procura de coartar su nefasta presencia. No bien G.h. apeó su diminuto cuerpo del autobús que lo había -15-


traído a esa urbe plagada de montalvinos, vio un retrato suyo pegado a un poste. Una fotografía de su época juvenil pero en todo caso reconocible, y debajo, en grandes caracteres, el nombre suyo completo y la alerta de su odio a don Juan. La presencia de aquel sujeto, se explicitaba, debía comunicarse de inmediato a las autoridades. Por suerte, sus espejuelos le cambiaban en algo el aspecto y no en vano los años al pasar habían arrugado su magro rostro volviéndolo una sonrosada pasa, a pesar de que no tenía más de cuarenta y cinco años. Que las polémicas literarias envejecían mucho más que cualquier amor incontinente y desmesurado, pensaba él. Buscó una pensión discreta en la cual alojarse y tuvo que ofrecer un nombre por fuerza falso, el de su envidiado archirrival Icaza, al dependiente que le tomó el registro. Ya en la habitación, húmeda y estrecha, revisó la valija; allí estaban los folletos de su más reciente opúsculo contra el estilo insufrible y enfermante de don Juan y la polémica sostenida con el clérigo Inocencio Fajardo a propósito de la conscripción vial indígena, puesto que el religioso pretendía que aquella brutal coerción a la raza nativa era una obra evangélica y dulce. “Dulces mis huevos”, se encorajinó en su interior G.h.: había puesto en su sitio al cura cavernario con lo más florido de su repertorio insultador, pensaba sentado al filo de la dura cama de madera del cuartucho. Era preciso que ideara algún disfraz si quería cumplir con su juramento juvenil una vez más. En el recibidor de la pensión formuló al empleado una petición algo extravagante en un huésped de cuidada elegancia: ¿Podían prestarle un poncho? El recepcionista se extrañó: ¿acaso el hermoso clima de la ciudad le hacía tiritar? Que así era, repuso G.h., porque padecía de unas fiebres palúdicas recurrentes contraídas en el Litoral y precisaba abrigarse. El empleado fue hasta -16-


uno de los aposentos de la ruinosa pensión y le ofreció un poncho gris, que al panfletista le pareció del color adecuado para el camuflaje indispensable de su persona. También, a pocos metros del hospedaje, se procuró un barato sombrero de fieltro y una bufanda lacre con la cual cubrió la mitad del rostro. Sin sus espejuelos, que se los quitó por evitar el asombro que causaría en los transeúntes un emponchado de gafas intelectuales, espió detrás de un ficus del parque contiguo a la casa de don Juan mientras el atardecer demoraba en declinar hacia un turbio crepúsculo: no iban a tardar en poner llave al caserón que no ofrecía señales de público. Se apresuró, y con un andar saltarín, casi musical, se coló en el edificio donde uno de los guardias le miró un poco raro pero sin aire hostil: nada más le parecía poco usual que alguien de poncho fuera a rendir tributo al ‘Cervantes Americano’. La prenda campesina que llevaba le disimuló la tarea de desabrocharse la bragueta junto al catafalco, pero al orinar se le salpicaron los pantalones. “Don Juan, don Juan, qué porquerías me obliga su prosa a cometer”, susurró hacia la yacente momia de cabellos rizados y polvorientos antes de salir, cual un trasgo embozado del recinto: sobre un rincón del piso quedaba la mojada rúbrica de su nueva visita al museo montalvino. Ahora debía abandonar cuanto antes aquella ciudad que había puesto precio a su cabeza.

-17-


Este libro completo lo puede conseguir en nuestra librer铆a a un precio econ贸mico.

-18-


Este libro completo lo puede conseguir en nuestra librer铆a a un precio econ贸mico.

-19-



El Pinar de Segismundo de Eliécer Cárdenas se terminó de imprimir en el mes de julio de 2013 en la Editorial Pedro Jorge Vera de la CCE Presidente: Raúl Pérez Torres Director de Publicaciones: Patricio Herrera Crespo


El Pinar de Segismundo es una novela ambientada en los años cincuenta. La 'Casa del Maestro Benjamín' es la protagonista de una trama de tintes policiales, a partir del hurto del manuscrito de la novela Égloga trágica del literato conservador Gonzalo Zaldumbide. En la obra se ven involucrados personajes como Jorge Icaza, César Dávila Andrade, Oswaldo Guayasamín, el poeta español León Felipe, entre otros. Oficia de investigador Camilo Ponce Enríquez, bajo la sombra del impredecible presidente Velasco Ibarra. Una ficción con personajes cuyos nombres evocan a los reales pero en un universo ficticio digno de una comedia de enredos. Esta novela de Eliécer Cárdenas fue premiada en el Concurso de Narrativa convocado por el Ministerio de Cultura en 2008.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.