TESTIGOS DEL EVANGELIO

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Recuerdo que quedé algo mustio con su marcha, porque mi padre, que en León era serio, parecía empequeñecerse en cuanto llegaba a San Cebrián. Quizá fuera el no tener trabajo lo que le hacía acercarse a mí hasta pasarse el día haciéndome casas y figuras de corcho para el Nacimiento, que crecía de año en año. Así, pues, me pasé aquel día 27 bastante aburrido, y menos mal que por la tarde tuve el entretenimiento de ver caer la nieva. Era éste un espectáculo que me alucinaba y me hacía pasar horas y horas con la nariz aplastada contra los cristales, sin tener noción del tiempo. Cuando llegó la noche me sentía desilusionado de aquel 27 de diciembre, que tan pocas novedades había traído. Tenía necesidad casi física de vivir alguna aventura, de que pasase algo, aunque sólo fuese por desentumecer las piernas, que me pedían una carrera. Les presento a tío cura En el viejo cuarto de estar golpeaba un reloj que marchaba más de prisa que los pase le mi tío, que resonaban en el despacho. Mi tío era un hombre de esos a quienes hay que querer en cuanto se les conoce. Tenía el pelo gris y dos grandes arrugas surcaban la frente, sin que ninguna de estas dos cosas consiguieran hacer menos brillante su mirada ni apagar su sonrisa constante. Yo escuchaba sus pasos lentos y sabía que de un momento a otro abriría la puerta y diría: «Qué, ¿está la cena?» En el cuarto de estar, mis hermanas hacían comiditas en un rincón. Yo jugaba con Laurel, un canelo de dos años a quien habíamos tenido que meter en casa porque la nieve casi taponaba la puerta de su caseta. El animal jadeaba, cansado ya de saltar inútilmente a la caza del terrón que yo levantaba en la mano. De pronto, Laurel se puso rígido, estiró las orejas y lanzó un ladrido agudo, que hizo que mis hermanas levantaran a un tiempo la cabeza. Fue entonces cuando oímos que un caballo se acercaba calle abajo, se paraba a nuestra puerta. Llamaban. Mi madre tiró de la soga, y al tiempo se abrieron la puerta de la calle y la del despacho de mi tío, que apareció en ella con el breviario en la mano. Abajo había un hombre mal afeitado y con la pelliza salpicada de nieve. Dijo: –¿El señor cura? Y cuando vio a mi tío: –En Roblavieja, que se ha puesto muy mala la señora Juliana. Me dijo el médico que le avisase, que a lo mejor no pasa de la noche. Yo bajo a San Esteban a buscar medicinas. Cuando la puerta de abajo se cerró y oímos alejarse los cascos del caballo, mi tío dijo: –Las botas, Matilde. –¿Vas a ir? –mi madre temblaba al decirlo. –Debo ir. Mi tío dijo esto con naturalidad, sin forzar siquiera el tono. Mi madre se mordió los labios y se fue a la cocina sin contestar. Sabía que protestar era inútil. Luego, mientras mi tío cenaba de prisa, oyó que mi madre lloraba. –No seas tonta –dijo–, son cuatro kilómetros. Estoy allí en una hora. –Pero es de noche, y con esta nieve... –Conozco esto de sobra. Son treinta años haciendo este camino. A mí me parecía que el reloj de la sala golpeaba ahora más fuerte. Y hasta notaba la habitación más fría, tal vez por el viento que había entrado mientras la puerta había estado abierta. Cómo me vi metido en la aventura –Cosme –dijo mi madre. –¿Qué? Mi tío no volvió la cabeza al contestar. –¿Por qué no va contigo el niño? Fue ahora cuando el cura volvió con violencia la cabeza. –¿Estás loca? elijo. –Me quedo más tranquila. Mi madre era así, le gustaba hacer las locuras completas, o tal vez es que, simplemente, presagiaba lo que iba a ocurrir. Y ya no hubo manera de convencerla de lo contrario, y así fue cómo aquella noche me encontré caminando sobre la nieve al lado de mi tío. Había dejado de nevar y el aire estaba tibio. Había salido la luna, que daba a la nieve una luz extrañamente blanca. Cuando salimos del pueblo, el reloj de la torre dio las diez de la noche. Estaban cerradas todas las puertas y las últimas luces temblaban detrás de las ventanas. Mi tío iba embozado en su manteo, bajo el que ocultaba la caja de los sacramentos. Yo iba físicamente embutido en el abrigo y la bufanda y caminaba a saltos para no helarme los pies. La primera parte del camino fue fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía llorar. La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que despedía el brillo de la

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