Mitos de cthulhu lovecraft zennia ruiz

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Lovecraft

Mitos de Cthulhu

el fonógrafo. Moví la palanca y oí el ruido pre¬liminar de la aguja de zafiro con una mezcla de disgusto y temor, y me alegré de que los primeros vocablos, frag¬mentarios y débiles, fueran pronunciados por una voz hu¬mana, una voz educada y suave que tenía un acento ligera¬mente bostoniano, y que no era por cierto de ningún habitante de las colinas de Vermont. Mientras trataba de escuchar aquel apenas perceptible discurso me pareció que era idéntico a la transcripción de Akeley. La suave voz bostoniana proseguía su melopea: -... ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo de un millar de descendientes! Y entonces, oí la otra voz. Aun ahora, cuando pienso en el efecto que me causó, aunque estaba preparado por las cartas de Akeley, me estremezco de pies a cabeza. Aquellos a quienes he hablado del disco afirman que no ven en él más que demencia o impostura; pero si lo hubie¬sen oído o si hubiesen leído la correspondencia de Akeley (especialmente aquella terrible y enciclopédica segunda carta), sé que pensarían de distinto modo. Es en verdad una tremenda lástima que yo no haya desobedecido a Akeley, y no haya tocado el disco para otros... Una tre-menda lástima, también, que todas sus cartas se hayan perdido. En cuanto a mí, con el conocimiento que ya te¬nía del origen de los sonidos, y de las circunstancias que los rodeaban, la voz me pareció realmente monstruosa. Siguió rápidamente a la voz humana como en una res¬puesta ritual, pero sonó en mi imaginación como un eco mórbido que venía de lejanos e inimaginables infiernos y que se abría camino a través de inimaginables abismos. Han pasado más de dos años desde que escuché por úl¬tima vez aquel blasfemo cilindro de cera; pero en este mo¬mento, y en todos los momentos, puedo oír todavía aquel débil y diabólico zumbido tal como cuando llegó a mí por primera vez. -¡Iá! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo Negro de los Bos¬ques de un millar de descendientes! Pero aunque aquella voz aún me suena en los oídos, no he sido nunca capaz de dar de ella una cabal descrip¬ción. Era como el zumbido de un insecto gigantesco, mo¬dulado para reproducir el lenguaje de otra especie, y tengo la seguridad de que los órganos que lo producían no tenían la menor semejanza con los órganos vocales del hombre, ni con los de ningún mamífero. El timbre, el re¬gistro y los armónicos eran tan singulares que el fenó¬meno sobrepasaba los límites de la humanidad y la vida terrestre. Cuando lo oí por primera vez me sentí como aturdido, y escuché el resto de la grabación en un estado de distraído estupor. Cuando llegó el pasaje en que el zumbido era más largo, volvió a intensificarse aquella sen¬sación de monstruosa infinitud que me había golpeado la primera vez. El registro terminó bruscamente, mientras se oía de un modo desacostumbradamente claro aquella voz bostoniana. Me quedé inmóvil, con los ojos fijos en el va¬cío, hasta que la máquina se detuvo. No necesito añadir que repetí numerosas veces la audición del cilindro, y que cambié numerosas cartas con Akeley tratando de agotar todos

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