CUANDO EL DRAGON DESPIERTE (John Ford)

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—Ahora no puedo recordar más del asunto... Ha pasado largo tiempo. Pero el profesor Von Bayern estaba con Hywel; puede que lo sepa. —Se lo preguntaremos cuando el rey este a salvo —dijo Ricardo, y se dirigió hacia el salón. Sin volver la mirada, añadió—: ¡La perra-diosa de Anjou! Se lo dije a Eduardo cuando se la volvió a vender a la araña francesa: hay gente demasiado peligrosa para dejarla con vida. —No, tío —dijo el rey de Inglaterra—. No entiendo por qué te has llevado a mis consejeros, y no sé por qué razón no pueden volver conmigo. Me los dio mi padre, a quien amaba y en quien confiaba, y fueron favorecidos por los pares y por mi madre... —Los pares y vuestra madre —dijo con aspereza Buckingham— son todos de la misma enorme familia de las conspiraciones. Todos sus deseos son controlar vuestra persona, sire, y a través de vos a Inglaterra; y si no pueden controlaros, pretenden mataros. El rey meneó la cabeza. Llevaba su cabellera dorada larga y sin recoger; cuando Ricardo, Dimitrios y Buckingham llegaron iban en camisa de dormir, pero insistió en que esperasen hasta haberse puesto un doblete de seda blanca con el sol naciente en oro. Llevaba igualmente espada y daga, del tamaño adecuado a un muchacho de diez años. —Me pides que crea que mi madre me matará, como la reina del cuento. Realmente, sir Henry... Dimitrios se dio cuenta de que estaba sonriendo. Eduardo estaba haciendo todo lo que podía para actuar de un modo regio, tal y como habría querido su padre, y lo estaba haciendo muy bien. Pero, claro, pensó Dimi, el padre de Eduardo había muerto repentinamente y a gran distancia. Y el hermano de su padre era un lord valeroso e inteligente. Y Eduardo era, realmente, un rey. —No culpamos a la reina —dijo Ricardo—, excepto por el hecho de que quizás haya confiado demasiado en su hermano. —Es costumbre femenina fiarse de causas endebles —dijo Buckingham. Hubo un instante de silencio sorprendido. Dimi pensó que Henry Stafford era, ciertamente, el modelo perfecto del noble jinete: sólo un soldado podía carecer hasta tal punto de tacto y sólo un noble podía salir bien librado tan a menudo de ello. —Le confiaría mi vida al tío Anthony, y no creo que la causa sea débil —dijo Eduardo— . Pero si cuando estuve enfermo, recientemente, tan enfermo que pensé me moriría, fue Anthony quien trajo a la señora doctora. Ricardo miró a Dimitrios. —Entonces, ¿estuvisteis enfermo? —le preguntó al muchacho—. ¿Y acudió una dama? —Sí. —¿Qué aspecto tenía? ¿Qué hizo? —Su cabello era realmente blanco, pero no era una anciana. Creo que era muy bonita... —La voz de Eduardo empezaba a perder su tono de formulismo—. Miró..., me examinó y me dolió un poco pero no tanto como cuando lo hace el doctor Hixson. Luego, al día siguiente, me dio un poco de medicina y algo para que respirase y que me hizo dormir. Y mientras estaba dormido me hizo cirugía. En el costado, aquí. Tuve que llevar vendas cierto tiempo, y por debajo está cosido con hebra de seda. ¿Creéis que a la gente corriente la cosen con hebra de algodón? —¿Sabéis para qué era la cirugía? —preguntó Ricardo. —Aja. Bultos. —¿Bultos? —repitió Ricardo. —El tío Anthony tenía una jarrita de alcohol en la estantería con sus libros de medicina. Había unos bultos en ella, y dijo que la doctora los sacó de mí. Parecían tripas de pescado.


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