Julio Verne - Viaje al Centro de la Tierra

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A los geólogos del Reino Unido señores Falconer, Busk, Carpenter, etc., que admitieron el hecho como cierto, sumáronse los sabios alemanes, destacándose entre ellos por su calor y entusiasmo mi tío Lidenbrock. La autenticidad de un fósil humano de la época cuaternaria parecía, por consiguiente, incontestablemente demostrada y admitida. Cierto es que este sistema había tenido un adversario encarnizado en el señor Elías de Beaumant, sabio de autoridad bien sentada, quien sostenía que el terreno de MoulinQuignon no pertenecía al diluvium, sino a una capa menos antigua, y, de acuerdo en este particular con Cuvier, no admitía que la especie humana hubiese sido contemporánea de los animales de la época cuaternaria. Mi tío Lidenbroek, de acuerdo con la gran mayoría de los geólogos, se había mantenido en sus trece, sosteniendo numerosas controversias y disputas, en tanto que el señor Elías de Beaumont se quedó casi solo en el bando opuesto. Conocíamos todos los detalles del asunto, pero ignorábamos que, desde nuestra partida, había hecho la cuestión nuevos progresos. Otras mandíbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos diversos y de naciones diferentes, fueron halladas, en las tierras livianas y grises de ciertas grutas, en Francia, Suiza y Bélgica, como asimismo armas, herramientas, utensilios y osamentas de niños, adolescentes, adultos y ancianos. La existencia del hombre cuaternario afirmábase, pues, más cada día. Pero no era esto sólo. Nuevos despójos exhumados del terreno terciario plioceno habían permitido a otros sabios más audaces aún asignar a la raza humana una antigüedad muy remota. Cierto que estos despójos no eran osamentas del hombre, sino productos de su industria, como tibias y fémures de animales lósiles, estriados de un modo regular, esculpidos, por decirlo así, y que ostentaban señales evidentes del trabajo humano. El hombre, pues, subió de un solo salto en la escala de los tiempos un gran número de siglos; era anterior al mastodonte y contemporáneo del elephas meridionalis; tenía, en una palabra, cien mil años de existencia, toda vez que ésta es la antiguedad asignada por los más afamados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos. Tal era a la sazón el estado de la ciencia paleontológica, y lo que conocíamos de ella bastaba para explicar nuestra actitud en presencia de aquel osario del mar de Lidenbrock. Se comprenderán, pues, fácilmente el júbilo y la estupefacción de mi tío, sobre todo cuando, veinte pasos más adelante, encontró frente a sí un ejemplar del hombre cuaternario. Era un cuerpo humano perfectamente reconocible. ¿Había sido conservado durante tantos siglos por un suelo de naturaleza especial, como el del cementerio de San Miguel, de Burdeos? No sabría decirlo. Pero aquel cadáver de piel tersa y apergaminada, con los miembros aún jugosos -por lo menos a la vista-, con los dientes intactos, la cabellera abundante y las uñas de los pies y de las manos prodigiosamente largas, se presentaba ante nuestros ojos tal como había vivido. Quedé sin hablar ante aquella aparición de un ser de otra edad tan remota. Mi tío, tan locuaz y discutidor de costumbre, enmudeció también. Levantamos aquel cadáver, lo enderezamos después; palpábamos su torso sonoro, y él parecía mirarnos con sus órbitas vacías. Tras algunos instantes de silencio, el catedrático se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock, dejándose llevar de su temperamento, olvidó las circunstancias de nuestro viáje, el medio en que nos hallábamos, la inmensa caverna que nos cobijaba; y, creyéndose sin duda en


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