La Constitución de Cádiz y su huella en América

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a l f r e d o c a s t i l l e r o c a lv o

Alto Perú, desde fines del siglo XVI la Corona había convertido al Istmo en plaza militar, con castillos y fortalezas en Portobelo, Panamá, la boca del Chagres, y en el interior del Darién, estos últimos para combatir a los indios cunas, aliados de los ingleses. Hacia 1810, los censos apenas registraban una población para todo el país de cerca de 70.000 habitantes (lo justo para poder enviar poco después un representante a las Cortes de Cádiz), mientras que en la capital no había más de 8 o 10.000 pobladores. Esta cifra se había duplicado hacia 1820, debido a la inmigración masiva de funcionarios y realistas que huían de los avatares de la guerra en los países vecinos, y tras haberse establecido la cabecera del virreinato neogranadino en Panamá en 1812. Debido a su origen, puede asumirse que estos inmigrantes serían poco proclives a romper los lazos con España, aunque se desconoce cual fue su peso político en aquellas circunstancias, si tuvo alguno. Lo cierto es que la abrumadora presencia militar, que tan marcadamente contrasta con la exigüidad de la población civil, fue un muro infranqueable para las aspiraciones de los sectores panameños que se inclinaban por la independencia. El hecho de que al frente de estas tropas se encontrara el mariscal de campo santanderino Alejandro Horé, un veterano militar fogueado en las guerras napoleónicas, agregaba otro factor de disuasión. Fue a él a quien el propio Fernando VII había encomendado disolver por la fuerza las Cortes de Cádiz y el mismo que fue condecorado con la Gran Cruz Americana de Isabel la Católica por haber derrotado en 1819 al aventurero escocés general Gregor MacGregor cuando invadió al Istmo por Portobelo con intención de independizarlo. Solo a fines de 1821, cuando el general Juan de la Cruz Mourgeón (a quien se había prometido el virreinato neogranadino si tenía éxito en su campaña) se llevó consigo la mayor parte de la tropa existente para los teatros de guerra del Sur, dejando críticamente reducidas las fuerzas realistas en el Istmo, casi al mismo tiempo que se supo de la caída de Cartagena y Lima, Panamá pudo osar independizarse. La invasión de Portobelo se había realizado con apoyo de capital británico y en connivencia con la insurgencia bolivariana. Aunque MacGregor (casado con sobrina de Bolívar) llegó a ocupar la plaza, al poco tiempo fue rechazado por las tropas que se enviaron desde Panamá. El combate fue sangriento, y aunque MacGregor escapó, centenares de invasores fueron capturados y enviados a la capital y a Darién. En Darién varios fueron maltratados o fusilados, y a los que quedaron en Panamá se les destinó a trabajar en el hospital de San Juan de Dios o en obras públicas. Semanas después, el almirante Thomas Cochrane, que comandaba las fuerzas navales de Chile, envió al capitán John Illingworth para que rescatara a los prisioneros. Éste bombardeó la isla de Taboga, a la vista de la capital, a la que sitió durante semanas, y a escondidas deambuló por la ciudad para espiar la situación de sus compatriotas. Sea por el calamitoso estado en que se encontraban y por los maltratos que sufrían, o bien por haber arriesgado sus vidas para independizar a un país que no era el suyo (una independencia que ya gozaba de apoyo creciente), estos prisioneros habían despertado simpatías en la población local, nunca antes expuesta a una situación semejante, poco acostumbrada a la violencia y que de esa manera observaba en su propia ciudad las angustias de la guerra que asolaba a los países vecinos. Para los usualmente pacíficos habitantes del Istmo, hechos como la invasión de MacGregor y la convivencia con los sobrevivientes (sólo 40 lograron salir con vida del país tras concedérseles amnistía), debía serles evidente que la guerra independentista ya tocaba a sus puertas. Este ambiente de intranquilidad duró varios meses, exacerbado por las inquietantes noticias que se atropellaban para dar cuenta de los avances de la re230


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