Unidiversidad 11

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pasé toda la tarde tomando café de Colombia, exquisito y excelente, y que no puede dormir en toda la noche, lo que aproveché para releer, en la habitación de mi hotel, lo recuerdo muy bien, unas páginas de la novela que había traído conmigo a Barcelona, Conversación en La Catedral, que es, y lo digo de paso, mi preferida en la novelística de Vargas Llosa. Aquel viaje resultó para mí inolvidable, sobre todo porque reforzamos una amistad que había nacido cuando nos conocimos personalmente en un barco, el “Verdi”, que había atracado en el puerto de Santa Cruz de Tenerife de camino a El Callao, Lima. Ahí iban los Vargas Llosa y ahí los conocí por primera vez, aunque Mario retrotrae el principio de nuestra amistad al año 1970, cuando fundé la editorial Inventarios Provisionales junto a Eugenio Padorno y le escribí a Mario con motivo de la publicación de El avaro, de su amigo Luis Loayza, gran lector y escritor. En los 70 Barcelona se sentía, para quienes veníamos de fuera de la ciudad, como un territorio libre. Como si el franquismo no existiera. Vivíamos dentro del franquismo, los últimos años de una larga dictadura, pero en Barcelona la vida parecía más libre, como si ya estuviéramos en Europa y gozáramos del tiempo futuro de la libertad. Así lo veía yo, cada vez que iba a Barcelona, y así lo veían Vargas Llosa y García Márquez, que vivían allí su particular amistad. Allí, en la casa de los Vargas Llosa en la calle Osio, conocí yo a García Márquez. Allí, en aquella

Barcelona de los 70, Vargas Llosa era un ídolo de las clases y castas intelectuales, considerado ya un escritor de élite y un escritor catalán, aunque fuera peruano y ni siquiera tuviera todavía la nacionalidad española. Carlos Barral, entonces el editor de moda de la literatura española y extranjera en Barcelona, le dedicada una admiración pública y no perdía ocasión de reunirse con quien, nadie se lo negaba, era su gran descubrimiento de los 60-70. Mientras tanto, Vargas Llosa salía a cenar con Patricia y algunos amigos todas las noches. A cenar y al cine. No a dejarse ver en los círculos intelectuales, sino al cine y a cenar. Siempre con amigos. A veces, en algunas de esas cenas, se acercaban lectores que lo admiraban a pedirle autógrafos o a que firmara algunas de sus novelas que traían consigo. Recuerdo con especial deleite para mi memoria dos cenas en aquellos años. Una en El Tramonti, donde se reunían todos los años los miembros del jurado del Premio Biblioteca Breve, después de votar el galardón. Y otra en el Portofino, también italiano, y también en la Diagonal, como El Tramonti. Tengo memoria de que en el Portofino estaban también los Barral y los Marsé. En esa cena Vargas Llosa, sin apenas darse cuenta, demostró ser ya un gran profesor de literatura y dio una lección de lo que en ese momento estaba escribiendo: García Márquez. Historia de un deicidio, uno de los ejercicios intelectuales más generosos que he conocido en toda mi vida. La admiración de Vargas Llosa por García Márquez era entonces personal, amistosa, y sobre

Mario Vargas Llosa

todo literaria. Queda hoy, después de los años, la admiración de Mario a la literatura de Gabriel, aunque las amistades se rompieran definitivamente a lo que parece desde hace casi cuarenta años. ¿Y las mujeres? Actrices, editoras, escritoras, secretarias... Todas perseguían a aquel escritor, Vargas Llosa, que Carlos Barral había dicho que tenía pinta de tanguista argentino, con gomina y bigote. Ahora en la Barcelona de los 70, era una figura pública de primera relevancia, sólo con treinta y seis años de edad, una figura intelectual buscada y deseada por aquella burguesía catalana que se sentía identificada con él. Pero el tiempo corre, nos ponemos viejos y todo va cambiando con rapidez. Esta Barcelona de ahora paradójicamente no se percibe como aquella. Para muchos, y también para Vargas Llosa, Barcelona se ha vuelto provinciana, chiquitita, y aunque sigue

Fotografía de Ricard Terre.

siendo una gran ciudad ya, para los que venimos de fuera no tiene aquel calor de libertad con que nos encendíamos la vida y nos congratulábamos durante nuestra estancia en la capital catalana. Quedan los recuerdos y la impronta de Vargas Llosa en aquellos tiempos barceloneses. Ya casi todos son recuerdos. Casi todos los de entonces, han fallecido. Quedamos en pie unos pocos, que no somos ni los más fuertes ni los mejores, si exceptuamos a Vargas Llosa y García Márquez, sino los que hemos tenido más suerte para la vida. El resto es reposo y recuerdo. Y nostalgia de aquel tiempo pasado que, extrañamente, fue mejor para todos en la Barcelona de los años 70.

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